Descubierto en París
Di una serie de lecciones de física que la Addison-Wesley Company publicó en forma de libro, y en una ocasión, durante el almuerzo, estuvimos discutiendo qué aspecto debería tener la portada. Pensé que dado que las lecciones eran una combinación de cosas del mundo real y de matemáticas, sería buena idea poner un dibujo de un tambor, y sobre él algunos diagramas matemáticos: círculos y rectas correspondientes a los nodos de los parches al vibrar, ya que en el libro se analizaba la vibración de las membranas.
El libro salió con tapas rojas lisas, pero, por algún motivo, en el prefacio hay un dibujo en el que se me ve tocando el tambor. Yo pienso que me pusieron allí para atender a la idea de que «el autor quiere que haya un dibujo de un tambor». Sea como fuere, todo el mundo se pregunta por qué en el prefacio de las Feynman Lectures hay un dibujo de mi persona tocando el tambor, pues no tiene diagrama alguno ni nada que lo aclare. (Es cierto que a mí me gusta tocar el tambor, pero ése es otro cuento).
En Los Álamos reinaba gran tensión, porque se trabajaba a toda presión y no había forma alguna de divertirse: no había cine, ni nada por el estilo. Pero en cierta ocasión descubrí unos tambores que había recogido la escuela de chicos que antes había allí: Los Álamos está en mitad de Nuevo México, donde hay un montón de poblados indios. Así que yo me distraía, a veces solo y otras con algún compañero, tocando aquellos tambores y haciendo ruido. Yo no conocía ningún ritmo particular, pero los ritmos de los indios eran bastante sencillos, los tambores eran buenos y yo lo pasaba bien.
A veces me internaba con mis tambores en los bosques de por allí, para no molestar a nadie, y tocaba con un palo, o cantaba. Recuerdo que una noche estuve dando vueltas a un árbol, mirando la luna y tocando, como si fuera un indio.
Un día se me acercó un compañero y me dijo: «¿No serías tú el que estuvo tocando el tambor en el bosque, allá por Acción de Gracias, verdad?».
«Pues sí, fui yo», respondí.
«¡Vaya! ¡Entonces mi esposa tenía razón!». Y me contó la siguiente historia: una noche oyó sonar los tambores en la lejanía, y fue al piso de arriba a ver al otro inquilino del dúplex donde vivían, y el otro los había oído también. Recuerden, todas aquellas personas eran gente del Este. No sabían nada de indios, y sintieron gran curiosidad; sin duda los indios estarían celebrando alguna ceremonia, o alguna otra cosa interesante y los hombres decidieron salir a averiguar qué era.
Al ir caminando y acercarse, la música se fue haciendo cada vez más fuerte, y ellos comenzaron a ponerse nerviosos. Se dieron cuenta de que los indios habrían probablemente apostado centinelas para cuidar de que nadie perturbara la ceremonia. Por lo tanto, se echaron cuerpo a tierra y fueron arrastrándose a lo largo del sendero hasta que les pareció que el sonido venía justo del otro lado de la loma siguiente. Reptaron hasta lo alto de la loma y para sorpresa suya descubrieron que solamente había un indio, celebrando completamente solo la ceremonia, danzando alrededor de un árbol, tocando el tambor y entonando una cantinela incomprensible. Los dos tipos retrocedieron sigilosamente para no molestar al indio; seguramente estaría haciendo algún conjuro o algo por el estilo.
Les contaron a sus esposas lo que habían visto, y las mujeres dijeron: «Bah, tiene que haber sido Feynman. Le gusta tocar el tambor».
«¡No seáis ridículas! —protestaron los hombre—. ¡Ni siquiera Feynman está lo bastante loco para eso!».
Así que a la semana siguiente se dispusieron a averiguar quién era el indio. En Los Alamas trabajaban indios de una reserva cercana, así que le preguntaron a uno de ellos, que trabajaba en el área técnica, de quién podría tratarse. Este indio anduvo preguntando por ahí, pero ninguno de los otros indios sabía quién podría haber sido, a menos que fuera el único indio con el que nadie podía hablar. Era un indio que sí sabía de qué raza era: le pendían por la espalda dos grandes trenzas; llevaba siempre la cabeza bien alta; allá adonde caminaba lo hacía solo, con la mayor dignidad. Y nadie podía hablarle. A uno le intimidaba el acercarse a preguntarle nada; tenía demasiada dignidad. Trabajaba en los hornos. Así que nadie tuvo jamás agallas para ir a preguntarle a este indio, por lo que concluyeron que tuvo que haberse tratado de él. (Me sentí complacido al saber que habían descubierto a un indio tan típico, un indio tan maravilloso, el que a mí me hubiera gustado ser. Era todo un honor que a uno le confundieran con este hombre).
Así que al tipo que estuvo hablando conmigo no se le ocurrió preguntarme a mí hasta el último minuto —a los maridos siempre les gusta poder demostrar que sus esposas están equivocadas— y descubrió, como suelen descubrir los maridos, que su esposa había dado en el centro del clavo.
Llegué a ser muy bueno tocando los tambores, y cuando teníamos alguna fiesta, aprovechaba para tocarlos. Yo no sabía lo que estaba haciendo; lo único que hacía era ir construyendo ritmos, e irme labrando una reputación. Allá en Los Alamas todo el mundo sabía que a mí me gustaba tocar el tambor.
Cuando terminó la guerra e íbamos a volver a la «civilización», la gente de Los Alamas se metía conmigo diciéndome que ya no podría volver a tocar el tambor, porque hace mucho ruido. Y dado que yo estaba procurando convertirme en un digno profesor en Ithaca, vendí el tambor que había comprado durante mi estancia en Los Álamos.
Al verano siguiente tuve que volver a Nuevo México a trabajar en un cierto informe y cuando volví a ver los tambores no pude resistirlo. Me compré otro y pensé: «Esta vez me lo llevaré, aunque sólo sea para mirarlo».
Durante ese segundo año en Cornell viví en un pisito de un edificio grande. Tenía allí el tambor, sólo para mirarlo; pero un día no pude aguantar más. Me dije: «Bueno, tocaré muy bajito…».
Me senté en una silla, me puse el tambor entre las piernas, y empecé a tamborilear un poquito con los dedos: bop, bop, bop, boddel bop. Después, un poquito más alto después de todo, ¡me estaba tentando! Lo hice sonar un poco más fuerte y ¡BOOM! Suena el teléfono.
«¿Diga?».
«Soy su patrona. ¿Está usted tocando el tambor ahí arriba?».
«Sí, lo siento…».
«Suena muy bien. ¿Le importa que pase a escucharlo de cerca?».
Y así, de cuando en cuando, la patrona pasaba cuando me oía tocar. Desde luego, aquello me daba libertad para tocar. A partir de entonces pasé muy buenos ratos tocando el tambor.
Aproximadamente por entonces conocí a una señorita del Congo Belga, que me regaló unos cuantos discos etnológicos. En aquellos días eran raros los discos de ese tipo, discos con música de los Watusi y de otras tribus africanas. Yo admiraba de veras a los tambores Watusi, mucho, muchísimo, y me esforzaba por imitarlos —no muy exactamente, sino sólo para que sonara parecido—, y como resultado de ello preparé un repertorio más amplio de nuevos ritmos.
En cierta ocasión estaba yo en la sala de recreo, ya entrada la noche, y como no había mucha gente, cogí una papelera, la volví, y comencé a tocar en el fondo. Uno que estaba escaleras abajo subió corriendo y dijo: «¡Anda! ¡Si sabes tocar el tambor!». Resultó que él sí que sabía tocar de verdad, y me enseñó a tocar los bongos.
Había un tipo en el departamento de música que tenía una colección de música africana, y yo solía ir a su casa y tocar allí el tambor. Él grababa mis piezas y luego, cuando daba en su casa un guateque, hacía un juego que él llamaba «¿África o Ithaca?», en el cual ponía algunos discos de música de percusión y el juego consistía en adivinar si la música había sido producida en el continente africano o en la propia localidad. Así que por entonces mis imitaciones de la música africana debían de bastantes buenas.
Después de trasladarme a Caltech solía ir mucho a Sunset Strip. Un día, en uno de los clubs nocturnos había un grupo de percusión dirigido por un nigeriano enorme llamado Ukonu, que tocaba aquella maravillosa música de percusión pura. Su lugarteniente, que se mostró especialmente simpático conmigo, me invitó un día a subir al escenario con ellos y tocar un poco. Así que me subí allí con los otros de la banda y estuve un ratito tocando la batería con ellos.
Le pregunté al segundo de la banda si Ukonu daba lecciones, y me dijo que sí. De modo que empecé a ir al local de Ukonu, cerca del Century Boulevard (donde más tarde se producirían los motines Watts), para recibir lecciones de percusión. Las lecciones no fueron muy rentables: Ukonu daba vueltas por allí, hablaba con otras personas, y se dejaba interrumpir por toda clase de cosas. Pero cuando funcionaban eran apasionantes, y aprendí muchísimo de él.
Aunque a los bailes de los alrededores del local de Ukonu apenas si iban blancos, la situación estaba mucho más distendida que ahora. En una ocasión hicieron un concurso de percusión y yo no quedé muy bien. Me dijeron que mi forma de tocar era «excesivamente intelectual»; la suya era mucho más cadenciosa.
Un día, encontrándome en Caltech, recibí una llamada telefónica totalmente seria.
«¿Diga?».
«Soy el Sr. Trowbridge, director de la Escuela Politécnica». La Escuela Politécnica era una pequeña escuela privada situada en la acera de enfrente de Caltech, un poco más abajo. Trowbridge prosiguió diciendo, con voz absolutamente formal: «Se encuentra aquí un amigo suyo, que desearía hablar con usted».
«Muy bien».
«Hola Dick». ¡Era Ukonu! Resultó que el director de la Escuela Politécnica no era tan serio como aparentaba, sino hombre de un gran sentido del humor. Ukonu estaba visitando la escuela para tocar para los chicos, y por eso me invitó a acercarme y subir al estrado con él para que le sirviera de acompañamiento. Tocamos, pues, a dúo para los chicos. Yo tocaba los bongos (que tenía en mi despacho) dando la réplica a la gran tumba que tocaba él.
Ukonu tenía una ocupación estable: iba a las diversas escuelas y hablaba de los tambores africanos y de lo que significaban, y explicaba la música. Era hombre de fantástica personalidad, con una sonrisa inmensa y contagiosa; era muy, muy agradable. Tocando los tambores era sencillamente sensacional. Tenía grabados discos y estaba en los Estados Unidos para estudiar medicina. Regresó a Nigeria justo cuando allí empezó la guerra, o quizá un poco antes, y no sé qué ha sido de él.
Después de irse Ukonu apenas si toqué, excepto alguna que otra vez en fiestas, por amenizar un poco. En cierta ocasión me encontraba en una cena en la casa de los Leighton, y Ralph, el hijo de Bob, y un amigo me preguntaron si quería tocar. Pensando que querían que hiciera un solo, les dije que no. Pero entonces se pusieron a tamborilear sobre unas mesas de madera, y no me pude resistir: cogí una mesa yo también, y los tres estuvimos tocando en aquellas mesitas, que hacían un montón de sonidos interesantes.
A Ralph y a su amigo Tom Rutishauser les gustaba tocar la batería; comenzamos a reunirnos todas las semanas para ajustar piezas ad lib, desarrollar ritmos e ir preparando cosas. Estos dos chicos eran músicos de verdad. Ralph tocaba el piano, y Tom, el violoncelo. Todo lo que yo había hecho eran ritmos y no sabía una palabra de música, que por lo que a mí respecta no era más que tocar el tambor con notas. Aun así preparamos un montón de buenos ritmos y tocamos en algunas de las escuelas, por entretener a los chicos. También tocábamos ritmos para una clase de baile en un colegio universitario de la localidad, lo cual yo sabía que era divertido de cuando estuve trabajando una temporada en Brookhaven. Nos hacíamos llamar The Three Quarks, así que ya tienen una pista para saber cuándo pasó aquello.
En cierta ocasión fui a Vancouver a dar una charla a los estudiantes de allí, y dieron una fiesta, con un verdadero conjunto de rock que tocaba en la planta baja. Los del conjunto eran muy simpáticos: tenían por allí un cencerro de más, y me animaron a que lo tocara. Así que empecé a tocar un poquito y como su música era muy rítmica (y el cencerro no es más que un acompañamiento, no puede estropear el ritmo principal) realmente me calenté de veras.
Al terminar la fiesta, el chico que la había organizado me contó que el líder del conjunto había dicho: «¡Jo! ¿Quién era ese tío que estuvo tocando el cencerro? ¡Eso es saber sacar ritmo a ese chisme! Y a propósito, ¿dónde estaba el pez gordo para el que se daba la fiesta? ¡Vamos, es que no se le vio el pelo!».
En Caltech hay un grupo teatral. Algunos de los actores son estudiantes de Caltech; otros son de fuera. Cuando hace falta alguien para un papelito, como por ejemplo, un policía que tiene que detener a alguien, echan mano de algún profesor para que lo haga. Siempre hace mucha gracia. El profesor llega, detiene a alguien, y ya no vuelve a aparecer.
Hace unos cuantos años, este grupo estaba representando Guys and Dolls. Hay una escena en que el galán se lleva a la chica a La Habana, y están allí en un club nocturno. El director de escena pensó en hacer que el bongo de la orquesta del club fuera yo.
Fui al primer ensayo, y la señora que dirigía la obra señaló al director de orquesta y dijo: «Jack te enseñará la música».
Me dejó petrificado. Yo no sé leer un pentagrama; pensaba que todo lo que tenía que hacer era subir al escenario y hacer un poco de ruido.
Jack estaba sentado al piano, me señaló la música y dijo: «Muy bien. Empiezas aquí, ves, y haces esto. Entonces yo toco plonk, plonk, plonk —tocó unas cuantas notas en el piano, y volvió la página—. Entonces tú tocas esto, y después los dos paramos para un parlamento, ves, aquí —pasó otras cuantas páginas más, y dijo—. Finalmente, tocas esto».
Me mostró esa «música» que estaba escrita mediante una especie de pautas absurdas de pequeñas x metidas entre los compases y las líneas del pentagrama. Y él venga a hablarme de aquello, pensando que yo era músico. A mí me era totalmente imposible recordar nada de nada.
Felizmente, me puse enfermo al día siguiente, y no pude asistir al ensayo. Le pedí a mi amigo Ralph que fuera en mi lugar, y como él es músico, sin duda entendería de qué iba todo aquello. Al volver Ralph me dijo: «La cosa no es tan seria. Primero, al principio de todo, tienes que hacerlo perfectamente bien, porque eres tú quien inicia el ritmo para la orquesta, que enseguida armonizará contigo. Pero después de que entre la orquesta, la cosa es mucho más libre y aunque a veces habrá que parar para los parlamentos, me parece que podremos averiguarlos por las indicaciones del director de orquesta».
En el ínterin yo había logrado que el director de la obra aceptase también a Ralph, así que estaríamos ambos en escena.Él iba a tocar la tumba y yo los bongos y el arreglo me iba a facilitar inmensamente las cosas.
Ralph me enseñó cuál era el ritmo. Aunque no serían arriba de veinte o treinta golpes, tenían que ser exactamente así. Yo nunca había tenido que tocar de manera exacta y me resultó muy difícil hacerlo bien. Ralph, pacientemente, me explicaba: «mano izquierda, y dos manos derechas, y dos izquierdas, y después una derecha…». Trabajé muy duro, y por fin, muy poco a poco, comencé a llevar el ritmo exactamente bien. Me costó un infierno, un montón de días.
Una semana más tarde fuimos al ensayo y encontramos allí a un batería nuevo el de siempre había tenido que dejar la banda para hacer otra cosa y nos presentamos a él:
«Hola. Somos los que vamos a estar en escena durante la escena de La Habana».
«Ah, hola. Dejadme que encuentre la escena…», y vuelve a la página donde estaba nuestra escena, saca uno de los palillos del tambor, y nos dice: «Ya veo. Vosotros empezáis la escena con…» y el tío se pone a dar con el palo en la caja del tambor, bing bong, bangabang, bingabang, bang, bang, a toda velocidad mientras va leyendo la música. ¡Qué rabia me dio! ¡Yo había estado trabajando cuatro días para tratar de atinar con aquel condenado ritmo y él podía marcarlo a bote pronto!
De un modo u otro, después de practicar y practicar, acabé por cogerlo del todo y lo toqué en la obra. Tuve mucho éxito: a todo el mundo le hizo mucha gracia ver al profesor en escena tocando los bongos y la música no estaba mal del todo; las improvisaciones eran diferentes en cada representación y eso era fácil, pero la parte inicial tenía que ser siempre la misma: eso era lo que más me costaba.
En la escena del club nocturno de La Habana algunos de los estudiantes tenían que hacer una especie de danza, que era preciso coreografiar. En consecuencia, el director de la obra echó mano de la esposa de uno de los de Caltech, que era coreógrafa, para que enseñara a bailar a los chicos, aprovechando que esta señora estaba por entonces trabajando para los Universal Studios. Nuestra percusión le gustó, y cuando terminaron las representaciones nos preguntó si querríamos tocar en San Francisco para un ballet.
«¿CÓMO?».
Sí. Ella iba a trasladarse a San Francisco a coreografiar un ballet para una pequeña escuela de danza de aquella ciudad. Se le había ocurrido la idea de crear un ballet en el que toda la música fuera de percusión exclusivamente. Quería que Ralph y yo fuéramos a su casa antes de que se trasladara y tocáramos los distintos ritmos que sabíamos, y a partir de ellos, se encargaría de preparar una historia que encajara con los ritmos.
Ralph tenía algunos reparos, pero yo le animé a continuar con aquella aventura. Insistí mucho, sin embargo, en que ella no le dijera a nadie que yo era profesor de física, ni premio Nobel, ni ninguna otra monserga por el estilo. Yo no quería tocar si había de ser el profesor de física quien tocase; porque, como dijo Samuel Johnson, si uno ve a un perro caminar sobre las patas traseras, lo importante no es si lo hace bien o mal, sino simplemente que lo hace. Yo no quería tocar si toda la gracia iba a estar en que un profesor de física tocaba el tambor; no, nosotros teníamos que ser un par de músicos que ella había encontrado en Los Ángeles, que iban a subir a San Francisco a tocar unas piezas que ellos habían compuesto.
Fuimos pues a su casa y tocamos los diversos ritmos que teníamos preparados. Ella tomó algunas notas, y poco después, aquella misma noche, ya tenía pensado el argumento. Nos dijo: «Muy bien. Quiero 52 repeticiones de esto; cuarenta compases de eso; tanto de aquello, esto, eso, eso…».
Volvimos a casa, y a la noche siguiente preparamos una grabación magnetofónica en casa de Ralph. Tocamos cada uno de los ritmos unos cuantos minutos y después Ralph hizo una serie de cortes y empalmes en la cinta para ajustar las distintas duraciones. Cuando se trasladó a San Francisco nuestra coreógrafa llevó consigo una copia de nuestra cinta, y comenzó con ella a preparar a los bailarines de San Francisco.
Nosotros, mientras tanto, teníamos que practicar lo que habíamos grabado en la cinta: cincuenta y dos ciclos de esto, cuarenta ciclos de aquello, y así sucesivamente. Lo que espontáneamente habíamos hecho antes (y montado) teníamos ahora que aprendérnoslo exactamente. ¡Teníamos que imitar nuestra propia maldita grabación!
El gran problema era contar. Pensé que siendo Ralph músico sabría cómo hacerlo, pero ambos descubrimos una cosa curiosa. La “sección musical” de nuestras mentes era también la “sección encargada de contar”, ¡porque no éramos capaces de tocar y contar al mismo tiempo!
Cuando llegamos a San Francisco para el primer ensayo, descubrimos que no era necesario contar, porque las bailarinas iban realizando determinados movimientos.
Nos ocurrieron una serie de cosas debido a que se nos tomaba por músicos profesionales y yo no lo era. Por ejemplo, en una de las escenas había una mendiga que iba cerniendo la arena de una playa del Caribe, donde habían estado antes las damas de buena sociedad, que habían salido ya, al principio del ballet. La música que la coreógrafa había utilizado para crear esta escena se había tocado en un tambor especial que Ralph y su padre habían construido de forma bastante amateur algunos años antes, y del que nunca habíamos tenido mucha suerte en sacar buenos tonos. Pero descubrimos que sentándonos uno frente al otro en sendas sillas y colocando este «tambor loco» entre los dos, sobre las rodillas, mientras uno de nosotros tamborileaba rápida y constantemente biddabiddabiddabidda con dos dedos, el otro podía ir presionando con las dos manos el parche en distintos lugares y cambiar el tono. Entonces sonaba buudabuuda buudabiddabííí dabííídabííí dabidda buudabuuda badadabi ddabiddabiddabadda, y creaba un montón de sonidos interesantes.
Bueno, pues la bailarina que hacía de mendiga quería que los crescendos y diminuendos de la música se acomodaran a sus gestos al bailar (al grabar la cinta habíamos tocado la música arbitrariamente). Ella se puso a explicarnos lo que iba a hacer: «Primero yo hago cuatro de estos movimientos, así; después me inclino para cernir la arena durante ocho cuentas; después me alzo y giro de este modo». Lo único que yo tenía condenadamente claro es que no me iba a acordar de nada, y la interrumpí.
«Proceda usted con la danza; yo la iré siguiendo».
«Pero… ¿no quiere saber cómo son los pasos? Mire, después de que termine de cernir la arena por segunda vez, yo doy la vuelta por aquí durante ocho cuentas más». Fue inútil. No podía acordarme de nada, y quise volver a interrumpirla. Pero entonces habría un problema: ¡saltaría a la vista que yo no era músico de verdad!
Bueno, Ralph entró al quite muy bien, explicando: «El Sr. Feynman tiene una técnica especial para situaciones de este tipo. Prefiere desarrollar la dinámica directa e intuitivamente, conforme la va viendo bailar. Si le parece, probemos así una vez, y si no le satisface, lo corregiremos».
La bailarina era de primera y siempre se podía anticipar lo que vendría a continuación. Si ella iba a escarbar en la arena la sentías disponerse para agacharse a escarbar; todos sus movimientos eran muy fluidos y anticipados, por lo que resultó bastante fácil hacer con mis manos los bzzzzs y bshsh y boodas y biddas adecuados a sus movimientos y ella quedó complacida. Superamos así aquel momento en que nuestro disfraz pudo haberse hecho pedazos.
El ballet fue un éxito, hasta cierto punto. Aunque no vino a verlo mucha gente, a quienes vinieron a las actuaciones les gustó mucho.
Antes de ir a San Francisco para los ensayos y las actuaciones no lo teníamos nada claro. Para empezar, nos parecía que la coreógrafa debía estar loca: primero, el ballet no iba a tener más que percusión; segundo, suponer que nosotros éramos lo bastante buenos como para componer música para un ballet y cobrar por eso, ¡aquello era la completa locura! Para mí, que nunca había tenido nada de «cultural», acabar como músico profesional de un ballet era, por así decirlo, la cima del éxito.
No creíamos que la coreógrafa pudiera encontrar bailarinas dispuestas a bailar con nuestra música de percusión. (De hecho, hubo una prima donna brasileña, la mujer del cónsul portugués, que consideró un desprestigio bailar con aquello). Pero a las otras bailarinas pareció gustarles mucho y mi corazón se llenó de alegría la primera vez que tocamos para ellas en un ensayo. El gozo que ellas sintieron al oír cómo sonaban de verdad nuestros ritmos (hasta entonces habían estado usando nuestra cinta grabada en una pequeña cassette) fue genuino, y yo sentí mucha mayor confianza al ver su reacción al tocar nosotros de verdad. Y por los comentarios de la gente que vino a las actuaciones, nos dimos cuenta de que éramos un éxito.
La coreógrafa quería montar otro ballet con nuestra música de percusión para la primavera siguiente, por lo que repetimos todo el procedimiento. Preparamos otra cinta con algunos ritmos más y ella ideó otro libreto; esta vez se desarrollaba la acción en África. Yo consulté al profesor Munger, del Caltech, para que nos proporcionara algunas frases africanas auténticas que cantar al comienzo (gawa banyuma gawa wo, o algo por el estilo) y practiqué con ellas hasta que las saqué justo como era debido.
Más tarde, fuimos a San Francisco para hacer unos cuantos ensayos. La primera vez que llegamos allí nos encontramos con que tenían un problema. No sabían cómo hacer unos colmillos de elefante que tuvieran aspecto convincente en escena. Los que habían preparado en papel maché eran tan malos que a algunas bailarinas les daba apuro bailar delante de ellos.
Nosotros no ofrecimos ninguna solución, sino que esperamos a ver qué ocurría cuando comenzasen las actuaciones con público, a la semana siguiente. Mientras tanto yo concerté una visita a Werner Erhard, a quien conocía por haber participado en algunas de las conferencias que él había organizado. Estaba yo sentado en su preciosa casa, escuchando alguna idea filosófica o algo así que me estaba explicando, cuando súbitamente me quedé hipnotizado.
«¿Qué pasa?», preguntó.
Casi se me saltan los ojos de las órbitas al exclamar: «¡Colmillos!». ¡A sus espaldas en el suelo, se encontraban aquellos enormes, preciosos y macizos colmillos de marfil!
Erhard nos prestó los colmillos. Tenían un aspecto espléndido en escena (para gran alivio de las bailarinas): auténticos colmillos de elefante, tamaño súper, cortesía de Werner Erhard.
La coreógrafa se trasladó a la Costa Este, y presentó allí su ballet. Nos enteramos más tarde de que presentó su ballet a un concurso para coreógrafos de todos los Estados Unidos y terminó como primera o segunda. Animada por este éxito se presentó a otro concurso, esta vez en París, para coreógrafos de todo el mundo. Llevó una cinta grabada en alta fidelidad que habíamos registrado en San Francisco y preparó allí en Francia a unas bailarinas para que representaran una pequeña selección del ballet. Así fue como se presentó al concurso.
Quedó muy bien. Llegó a la final, en la que solamente quedaban dos ballets: un grupo de Letonia que presentaba un ballet tradicional con su cuerpo de baile de plantilla y preciosa música clásica, y aquella cosa americana con sólo dos bailarinas recién preparadas en Francia, que danzaban un ballet sin más que nuestra música de percusión.
Aunque nuestra pieza fue la favorita del público, el concurso no se juzgaba por popularidad y los jueces decidieron que la pieza de los letones era superior. Más tarde nuestra amiga coreógrafa fue a ver a los jueces para que le dijesen cuáles eran los puntos flojos de su ballet.
«Bien, madame, la música no era del todo satisfactoria. No era lo bastante sutil. Faltaban crescendos controlados…».
Y así, finalmente, nos descubrieron. Cuando en París nos las hubimos con personas realmente cultas, buenas conocedoras de la música de percusión, suspendimos el examen.