Mentes inmensas

Siendo todavía estudiante de segundo ciclo en Princeton, trabajé como ayudante de investigación, bajo la dirección de John Wheeler. Wheeler me propuso un problema, para que trabajara en él, que resultó duro de roer, por lo que no llegaba a ninguna parte. Así que volví a tomar una idea que había tenido anteriormente, en el MIT. La idea consistía en que los electrones no actúan sobre sí mismos, sino que actúan solamente sobre otros electrones.

Se planteaba el problema siguiente: cuando se agita un electrón, éste radia energía, por lo que hay una pérdida. Ello significa que sobre él ha de actuar una fuerza. Y tal fuerza tiene que ser distinta cuando el electrón está cargado que cuando no lo está. (Si la fuerza fuera exactamente la misma cuando el electrón está cargado que cuando no, en un caso perdería energía y en otro no. Y no se pueden tener dos soluciones distintas del mismo problema).

La teoría admitida era que la causa de tal fuerza (que se denomina fuerza de la reacción de radiación) era resultado de la actuación del electrón sobre sí mismo; por otra parte, yo solamente admitía que los electrones actuasen sobre otros electrones. Así que me di cuenta por entonces de que estaba tropezando con una dificultad. (Tuve la idea cuando estaba en el MIT, sin darme cuenta entonces del problema; pero cuando llegué a Princeton ya sabía que existía esta dificultad).

Lo que pensé fue: voy a agitar este electrón. Ello hará que se agite algún electrón vecino, y el efecto recíproco del electrón vecino será la causa de la fuerza de reacción de radiación. Así que hice algunos cálculos y se los presenté a Wheeler.

Wheeler me dijo inmediatamente: «Bueno, eso no puede ser correcto, porque la variación sería inversamente proporcional al cuadrado de la distancia a otros electrones, cuando debería, por el contrario, no depender para nada de tales variables. Además, también dependerá inversamente de la masa del otro electrón, y será proporcional a la carga que contenga el otro electrón».

Lo que me fastidiaba era que yo creía que él tendría que haberse molestado en hacer los cálculos. Sólo más adelante alcancé a comprender que un hombre como Wheeler podía ver inmediatamente todo aquello cuando le presentabas el problema. Yo tenía que calcular; él podía ver.

Entonces añadió: «Y sufriría un retardo —la onda se retrasa en volver— así que todo cuanto ha descrito es luz reflejada».

«¡Oh! ¡Claro!», dije yo.

«Aunque, espere —dijo—. Supongamos que la acción regrese mediante ondas avanzadas evolucionando las reacciones no en sentido progresivo, sino retrógradamente en el tiempo. Entonces el regreso podría producirse en el instante correcto. Vimos que el efecto variaba de forma inversamente proporcional al cuadrado de la distancia; pero supongamos que hay un gran número de electrones distribuidos por todo el espacio; el número de los que se encuentren a una distancia dada será proporcional al cuadrado de la distancia. Así que a lo mejor podríamos hacer que todos los efectos quedasen compensados».

Descubrimos que podríamos lograrlo. Todo resultó muy bien; todo encajaba perfectamente. Era una teoría clásica (no cuántica) que bien pudiera ser correcta, a pesar, no obstante, de ser diferente de la teoría clásica de Maxwell o de la teoría de Lorenz. No presentaba ninguna de las dificultades de la infinitud de la autoacción, y era ingeniosa. Tenía acciones y demoras, que se adelantaban y retrasaban al tiempo, y la bautizamos «teoría de los potenciales semiadelantados y semiretardados».

Wheeler y yo consideramos que el problema siguiente habría de consistir en abordar la teoría de la electrodinámica cuántica, que ofrecía dificultades (así me lo parecía) en lo tocante a la autoacción del electrón. Calculamos que si lográbamos librarnos de tal dificultad en el contexto de la física clásica, y a partir de la teoría clásica construir una teoría cuántica, seguramente nos sería posible también enderezar la teoría cuántica.

Ahora que ya teníamos a punto la teoría clásica, Wheeler me dijo: «Feynman, usted es joven. Le convendría dar un seminario sobre este trabajo. Le conviene adquirir experiencia como orador. Mientras tanto, yo iré preparando la parte de mecánica cuántica, y más adelante dará también un seminario sobre la cuestión».

Así que esta cuestión iba a ser mi primera exposición pública de un trabajo técnico,' y Wheeler hizo con Eugene Wigner los arreglos necesarios para incluirla en la programación de seminarios.

Muy pocos días antes de mi charla, vi a Wigner en el vestíbulo. «Feynman —me dijo—, opino que ese trabajo que está usted preparando con Wheeler es muy interesante, y me he permitido invitar a Russell al seminario». ¡Iba a asistir a mi conferencia nada menos que Henry Norris Russell, el más grande y famoso astrónomo del momento!

Wigner prosiguió diciendo: «Me parece que también el profesor Von Neumann está interesado en asistir». Johnny von Neumann era el más grande de los matemáticos que teníamos. «Y el profesor Pauli, de Suiza, se encuentra casualmente entre nosotros, de visita, así que he invitado también al profesor Pauli». Pauli era un físico muy famoso; cuando Wigner me dijo aquello sentí que me ponía amarillo. Finalmente, Wigner me suelta: «El profesor Einstein raramente asiste a nuestros seminarios semanales, pero su trabajo es tan interesante que le he invitado especialmente, por lo que también va a venir».

Para entonces debía haberme puesto ya de color verde, porque Wigner me dijo: «¡No, no se preocupe! Pero he de advertirle una cosa: que el profesor Russell se duerme en todos los seminarios. Por otra parte, aunque el profesor Pauli se pase todo el tiempo afirmando con la cabeza, y parezca estar de acuerdo con todo durante su exposición, no preste atención. El profesor Pauli sufre de parálisis progresiva».

Volví a ver a Wheeler, y le mencioné todos los grandes nombres que iban a asistir a la conferencia que él me había hecho dar, y le expliqué el gran desasosiego e inquietud que me causaba.

«Todo irá perfectamente —dijo—. No se preocupe. Yo responderé a todas las preguntas».

Me preparé, pues, mi conferencia, y cuando llegó el día, hice algo que suelen hacer todos los jóvenes inexpertos en dar conferencias: escribir demasiadas fórmulas en la pizarra. Claro, el joven no sabe cómo decir «Evidentemente, esto varía inversamente y va así…» porque todo el auditorio se ha dado cuenta ya; pueden verlo. Él, en cambio, no sabe. Para él, la única forma de expresarlo es desarrollar las fórmulas; de ahí los rimeros de ecuaciones.

Estaba yo escribiendo todas estas ecuaciones en la pizarra, bastante antes de la hora de comienzo de mi charla, cuando entró Einstein y saludó amablemente: «Hola, vengo a su seminario. Pero, antes de nada, ¿dónde está el té?».

Se lo dije, y continué escribiendo ecuaciones.

Llegó por fin la hora de empezar, y allí estaban, frente a mí, todas aquellas lumbreras, esperando. ¡La primera comunicación técnica que hago, y éste es el público que tengo! ¡Podrían hacerme pasar un mal trago! Recuerdo muy claramente cómo me temblaban las manos al verlos sacar mis notas de un sobre marrón.

Pero entonces ocurrió un milagro, que ha vuelto a ocurrir una y otra vez a lo largo de toda mi vida, y que es una gran fortuna: en el momento en que empiezo a pensar en física, y tengo que concentrarme en lo que estoy explicando, nada más puede ocupar mi mente, y quedo completamente inmunizado contra el nerviosismo. Así que en cuanto arranqué, perdí la noción de quiénes estaban en la sala. Lo único que tenía que hacer era explicar esa idea.

Pero entonces llegué al final de mi exposición, y se abrió el turno de preguntas. La primera, de Pauli, que estaba sentado al lado de Einstein. Pauli se pone en pie y dice, con su acento alemán: «No me parrese que esta teorría pueda ser sierta, por esto, por esto y por esto». Y volviéndose hacia Einstein, le pregunta: «No está usted de acuerdo, profesor Einstein».

Y Einstein dice: «Nooooooo», con un «No» germano, suave, muy cortés. «Lo único que le encuentro es que sería muy difícil elaborar una teoría similar para la interacción gravitacional». Einstein se refería a la teoría general de la relatividad, que era, por así decirlo, su bebé. Y prosiguió: «Dado que por el momento no disponemos de muchas pruebas experimentales, no estoy absolutamente seguro de cuál sea la teoría gravitatoria correcta». Einstein se daba cuenta de que las cosas podrían ser diferentes de lo que su teoría estipulaba; era muy tolerante con las ideas de los demás.

Desearía haber podido recordar lo que Pauli dijo, porque años más tarde descubrí que la teoría no era satisfactoria, al pretender convertirla en una teoría cuántica. Cabe en lo posible que aquel gran hombre hubiera detectado la dificultad inmediatamente, y que me la hubiera explicado en la pregunta que hizo, pero me tranquilizó el no tener que responder a las preguntas, a las que en realidad no presté una atención suficientemente cuidadosa. Recuerdo haber acompañado a Pauli mientras subíamos por la escalinata de la Biblioteca Palmer. Pauli me preguntó: «¿Qué va a decir Wheeler acerca de la teoría cuántica cuando dé su charla?».

«No lo sé —le respondí—, no me lo ha dicho. Está elaborándola él solo».

«¿Oh? —comentó—. ¿El hombre trabaja, y no le dice a su ayudante lo que está haciendo al respecto de la teoría cuántica?». Se acercó más a mí, y en voz baja y confidencial me dijo: «Verá como Wheeler no llega a dar ese seminario».

Y fue cierto. Wheeler no dio el seminario. Le pareció que sería fácil elaborar la parte cuántica; le pareció que la tenía, casi, casi, ya. Pero no. Y cuando llegó el día de dar su conferencia, se dio cuenta de que no sabía cómo hacerlo, y que, por consiguiente, no tenía nada que decir.

Tampoco yo logré resolver el problema —una teoría cuántica de potenciales semiadelantados, semiretardados y eso que trabajé en él durante años.