¡Debe estar usted bromeando, señor Feynman!

En mis tiempos de estudiante en el MIT, yo lo adoraba. Creía a pie juntillas que era un magnífico centro de enseñanza, y tenía la ilusión de cursar también allí los estudios de postgraduado. Pero cuando fui a ver al profesor Slater para contarle mis intenciones, me dijo: «No le permitiremos quedarse».

Yo dije: «¿Qué?».

Entonces Slater me pregunta: «¿Por qué considera usted que debe hacer el doctorado en el MIT?».

«Porque el MIT es el mejor centro de enseñanza científica del país».

«¿Cree usted eso?».

«Sí».

«He ahí por qué debería usted ir a otra universidad. Tiene usted que descubrir como es el resto del mundo».

Así que decidí ir a Princeton. Ahora bien, Princeton tenía una cierta pretensión de elegancia. Era, en parte, una imitación de universidad inglesa. Por eso, los tipos de la fraternidad, que sabían de mis modales, informales y faltos de etiqueta, bastante burdos, empezaron a hacer comentarios como «¡Espera a que los de Princeton se enteren de lo que les ha caído!», «¡Vaya, verás cuando vean el error que han cometido!», y otros por el estilo. Así que cuando llegué a Princeton traté de mostrarme agradable y cortés.

Mi padre me llevó a Princeton en su coche, yo me fui a mi habitación, y él se marchó. No hacía una hora que había llegado cuando vino a verme un señor: «Soy el superior de Residencias, y desearía informarle de que el decano da un té esta tarde. Al señor decano le complacería que todos ustedes asistieran. Tal vez tendrá usted la bondad de participárselo a su compañero de habitación, el señor Serette».

Esa fue mi presentación en el colegio mayor para graduados de Princeton, donde vivían todos los estudiantes, y que allí llaman «College». Era como un Oxford o un Cambridge de imitación, incluido el acento y la pronunciación a la inglesa. Había un portero en el zaguán, todo el mundo tenía unas habitaciones muy monas, y tomábamos juntos las comidas, vestidos con la toga académica, en un gran refectorio con vitrales policromados.

Así que la mismísima tarde de mi llegada a Princeton iba a tener que tomar el té con el decano, y yo no sabía ni qué era un «té» ni a qué venía aquello. Carecía completamente de mundo; no tenía la más mínima experiencia en cosas de esta clase.

Me acerco a la puerta de su casa, y allí estaba el decano Eisenhart, saludando a los nuevos estudiantes: «Ah, usted debe ser el señor Feynman —me dice—. Nos alegramos de tenerle con nosotros». Aquello fue una pequeña ayuda, ya de alguna forma me había reconocido.

Traspaso el umbral y me encuentro con algunas señoras y también algunas jóvenes. Todo es muy formal. Y mientras estoy pensando en dónde me voy a sentar, y si sería correcto o no que me sentase al lado de una de las jóvenes, y en cómo debería comportarme, oigo tras de mí una voz.

«¿Prefiere usted el té con leche o con limón, señor Feynman?». Es la señora Eisenhart, que está sirviendo el té.

«Muchas gracias. Ambas cosas, por favor», respondo, pensando todavía dónde sentarme, cuando súbitamente oigo un «je, je, je, je, je. Debe estar usted bromeando, Sr. Feynman».

¿Bromeando? ¿Bromeando? ¿Qué demonios he dicho? Luego me di cuenta de lo que acababa de pasar. Así que ésta fue mi primera experiencia con toda esta ceremonia del té.

Más tarde, cuando ya llevaba un tiempo en Princeton, llegué a entender este «jejejejé». De hecho, fue en aquel primer té, al irme, cuando comprendí qué significaba «Estás cometiendo una falta de etiqueta». Porque la siguiente vez que le oí aquella misma risita, un poco entrecortada, aquel «je, je, je, je, je», a la señora Eisenhart, alguien estaba besándole la mano al despedirse.

Otra vez, en otro té, después de llevar yo algún tiempo en Princeton, un año quizá, estaba yo conversando con el profesor Wildt, un astrónomo que había elaborado una cierta teoría sobre las nubes de Venus. Se suponía que estaban compuestas de formaldehído (es maravilloso saber qué cosas nos han preocupado alguna vez). Wildt lo tenía todo calculado: cómo precipitaba el formaldehído y todo lo demás. Era extraordinariamente interesante. Estábamos embebidos en aquello, cuando se nos acercó una de las damas, y dijo: «Señor Feynman, la señora Eisenhart tendría mucho gusto en verle».

«Vale, un minuto…», y seguí hablando con Wildt.

La dama, que vuelve y repite: «Señor Feynman, la señora Eisenhart tendría mucho gusto en verle».

«¡Vale, vale!», y me acerco a la señora Eisenhart, que está sirviendo té. «¿Le gustaría tomar té, o prefiere usted café, señor Feynman?».

«La señora Tal y tal me ha dicho que quería usted hablar conmigo».

«Je, je, je, je, je. ¿Le gustaría tomar té, o prefiere usted café, señor Feynman?».

«Té —respondí—. Muchísimas gracias».

Un momento después se acercaron la hija de la señora Eisenhart y una compañera de escuela, y fuimos presentados. La idea de todo este «jejejé» era: la señora Eisenhart no quería hablar conmigo, lo que quería era tenerme allí con ella cuando llegaran su hija y la amiga de ésta, para que las chicas tuvieran con quien hablar. Así funcionaba aquello. Por entonces, ya sabía lo que tenía que hacer cuando oía la famosa risita. Ya no se me ocurría preguntar: «¿A qué viene ese “jejejejejejé”?», sabía ya que el «jejejé» significaba «error», y que más valía corregirlo.

Todas las noches, para cenar, nos revestíamos con la toga académica. La primera noche, al enterarme, casi me muero del susto, porque nunca he sido amigo de formalidades. Pero pronto me di cuenta de que las togas eran una gran ventaja. Los que estaban jugando al tenis podían echar una carrera hasta la habitación, coger la toga, y echársela por encima. No tenían que perder tiempo en ducharse y cambiarse de ropa. Así que por debajo de las togas lo que había era brazos desnudos, camisetas de manga corta… ¡de todo! Además existía la norma de que la toga nunca debía limpiarse, por lo que era fácil distinguir a los alumnos de primero de los de segundo, a éstos de los de tercero, ¡y a los de tercero, de los cochinos! La toga jamás se limpiaba ni se remendaba, por lo que los de primer año tenían togas muy monas y relativamente, limpias, pero cuando se llegaba al tercer curso, no era más que una especie de cosa acartonada que uno se echaba por los hombros, unos andrajos que uno se colgaba allí.

Así que cuando llegué a Princeton, un domingo, tuve que ir por la tarde al té de recepción y cenar aquella noche con toga académica, en el «College». Pero el lunes, lo primero que propuse fue ver el ciclotrón.

El MIT había construido un ciclotrón nuevo en mi época de estudiante allí, ¡y era precioso! El ciclotrón propiamente dicho estaba en una sala y los controles en otra. Era una maravilla de ingeniería. Los cables que conectaban la sala de control con el ciclotrón, situado debajo de ella, corrían por conducciones perfectamente instaladas. Había toda una consola llena de botones e instrumentos de medida. Era lo que yo llamaría un ciclotrón chapado en oro.

Ahora, aunque yo había estudiado un montón de artículos sobre experimentos con el ciclotrón, los del MIT no eran muchos. Quizá fuera que estuvieran empezando. En cambio había montones de resultados de sitios como Cornell y Berkeley, pero sobre todo Princeton. Se comprende que lo que yo de veras desease ver, lo que yo ansiaba, fuera el CICLOTRÓN DE PRINCETON. ¡Tenía que ser impresionante!

Así que a primera hora del lunes, me dirijo a la Facultad de Físicas y pregunto: «¿Dónde está el ciclotrón? ¿En qué edificio?».

«Está en el sótano».

Bajé por las escaleras que hay al fondo del vestíbulo. ¿En el sótano? Era un edificio antiguo. No había lugar en el sótano para un ciclotrón. Fui hasta el final del vestíbulo, traspasé la puerta, y en diez segundos supe por qué era Princeton el lugar que me convenía, el mejor sitio para que yo aprendiera. ¡En esta sala había cables tendidos por todas partes! Los conmutadores estaban colgando de los cables; goteaba agua por las válvulas; la habitación estaba llena de aparatos, todos a la vista. Había por doquier mesas con pilas de herramientas; era el más condenado follón que se pueda ver. Todo el ciclotrón estaba en una sala, y aquello era el caos más completo y absoluto.

Me recordaba el laboratorio que yo tenía en mi casa. Nada en el MIT me recordaba a mi laboratorio de casa. De pronto comprendí por qué lograban resultados en Princeton. Estaban trabajando con el instrumento. Ellos mismos lo habían construido, sin la intervención de ingenieros, excepto, quizá, si formaban parte del grupo de trabajo. El ciclotrón era mucho más pequeño que el del MIT, y de «chapado en oro», nada. Era exactamente lo contrario. Si tenían que taponar una fuga, echaban unas gotas de glyptal; así que había gotas de glyptal en el suelo. ¡Era maravilloso! Porque trabajaban con él. No tenían que sentarse en otra sala y pulsar botones. (Incidentalmente, en aquella sala sufrieron un incendio, a causa del caótico follón que tenían —demasiados cables—, que destruyó el ciclotrón. ¡Pero eso es mejor que no lo cuente!).

(Cuando ingresé como profesor en Cornell fui a mirar el ciclotrón que tenían allí. Ese ciclotrón apenas si necesitaba una sala: tenía en total alrededor de un metro de diámetro. Era el ciclotrón más pequeño del mundo, pero con él habían obtenido resultados fantásticos. Tenían toda clase de trucos y técnicas especiales. Cuando necesitaban cambiar algo en las «D» —dos piezas huecas en forma de semicírculo, por cuyo interior van las partículas recorriendo una espiral—, cogían un destornillador, retiraban a mano las D, las arreglaban o modificaban, y volvían a montarlas. En Princeton era muchísimo más difícil, y en el MIT era preciso usar una grúa puente, bajar los ganchos, etc…, y era un trabajo del infierno).

Aprendí de las distintas facultades un montón de cosas diferentes. El MIT es un centro muy bueno; no estoy tratando de desprestigiarlo. Yo estaba pura y simplemente enamorado de él. Ha desarrollado además un espíritu de centro, con lo que todos cuantos pertenecen a él están convencidos de que es el lugar más maravilloso del mundo; para ellos es, de alguna manera, el centro del desarrollo científico y tecnológico de los Estados Unidos, y si me apuran, del mundo. Es como la visión que los neoyorkinos tienen de Nueva York: se olvidan de que existe el resto del mundo. Y aunque estando allí no se tiene un buen sentido de la proporción de las cosas, sí se obtiene un excelente sentido de estar a ello y en ello, y la motivación y el deseo de proseguir, de que uno es uno de los elegidos, que ha tenido la fortuna de estar allí.

Aunque el MIT era bueno, Slater tenía razón al recomendarme que fuera a otra universidad para hacer mi tesis. Y yo doy con frecuencia igual consejo a mis alumnos. Enteraos de cómo es el resto del mundo. La variedad vale la pena.

En una ocasión realicé en el laboratorio del ciclotrón de Princeton un experimento que tuvo los más sorprendentes resultados. Se trataba de un problema mencionado en un libro de hidrodinámica, y que estaba siendo analizado por todos los estudiantes de física. He aquí el problema: se tiene un aspersor de césped, en forma de S, es decir, un tubo doblado en forma de una S, que puede girar sobre un pivote. El agua sale formando un ángulo recto con el eje, y hace girar el tubo en un cierto sentido. Todo el mundo sabe cuál es el sentido de giro: el que haga recular a la boquilla con respecto al agua que sale por ella. Ahora, la cuestión es ésta: si tuviéramos un lago o una piscina —una gran cantidad de agua— y se sumergiera completamente el aspersor dentro del agua y en lugar de expulsar un chorro de agua lo absorbiera, ¿en qué sentido giraría? ¿Giraría en el mismo sentido que cuando se expulsa un chorro de agua en el aire, o giraría en sentido contrario?

A primera vista, la respuesta está perfectamente clara. Lo malo es que mientras uno veía completamente claro que habría de girar en tal sentido, otro veía con la misma claridad que habría de girar en el contrario. Así que todo el mundo estaba discutiendo el caso. Me acuerdo, en particular, de que un día, en un seminario, o en un té, alguien se acercó al Prof. John Wheeler, y le preguntó: «¿Y usted en qué sentido cree que gira?».

Wheeler dijo: «Ayer Feynman me convenció de que tendría que girar hacia atrás. Hoy me ha dejado igual de convencido de que gira en sentido contrario al de ayer. ¡No sé de qué me convencerá mañana!».

Les contaré un razonamiento que les hará pensar que el giro es de un sentido, y otro que les hará ver que es al contrario, ¿de acuerdo?

Un razonamiento es que si se está aspirando el agua es como si estuviera tirando del agua con la boquilla, así que ésta debería avanzar hacia el agua entrante.

Pero entonces llega otro y le dice: «Supongamos que deseamos mantener inmóvil el aspersor, y nos preguntamos qué tipo de par de fuerzas será necesario para sujetarlo. Cuando se expulsa agua por la boquilla sabemos que es preciso sujetar el aspersor por la parte exterior de la curva del tubo, debido a la fuerza centrífuga del agua al pasar por ella. Ahora, al aspirar, aunque el agua toma la curva en sentido contrario, sigue chocando con la pared del lado exterior, y sigue haciendo el mismo empuje contra ella. Así pues, los dos casos son el mismo, y el aspersor girará en el mismo sentido, tanto si está rociando agua como absorbiéndola».

Al cabo de algo de reflexión, acabé por decidir cuál habría de ser la solución, y para poder demostrar la justeza de mi razonamiento, quise hacer un experimento.

En el laboratorio del ciclotrón de Princeton tenían una gran damajuana de agua, una especie de enorme botellón. Me pareció que vendría al pelo para mi experimento. Me hice con un tubo de cobre y lo doblé en forma de S. Después, taladré un agujero en su centro, y le inserté un pedazo de tubo de goma, que hice pasar a través de un gran corcho que tapaba la boca de la bombona. El corcho tenía otro agujero, que yo conecté a la toma de aire comprimido del laboratorio. Inyectando en la bombona aire a presión podría impeler agua hacia el interior del tubo de cobre exactamente como si lo estuviera absorbiendo. Ahora, el tubo en S no podría dar vueltas (a causa del tubo de goma) pero sí retorcería un poco la manguera que lo sujetaba. Yo me disponía a medir la velocidad del flujo de agua, midiendo hasta qué altura subía el chorro por encima del tapón de la botella.

Una vez preparado todo, abrí el aire comprimido y lo que hizo fue «¡POOP!». La presión del aire había hecho saltar el corcho. Entonces amarré muy bien el corcho a la botella, con alambre, para que no saltara. Ahora el experimento iba por todo lo alto. El agua salía, y el tubo de goma se retorcía; así que puse un poco más de presión, porque al salir el agua con mayor velocidad, las medidas serían más precisas. Medí el ángulo de torsión muy cuidadosamente, y medí la altura a que subía el agua, y volví a subir la presión. De pronto todo el montaje reventó, escupiendo agua y trozos de vidrio, que salieron volando en todas direcciones por todo el laboratorio. Un compañero que había venido a mirar quedó empapado, y tuvo que ir a casa a cambiarse de ropa (fue un milagro que no sufriera cortes con los trozos de vidrio), y un montón de fotografías pacientemente tomadas en la cámara de niebla usando el ciclotrón se mojaron también; en cambio, quizá por hallarme yo suficientemente alejado, o en alguna posición especial, apenas si me mojé. Pero recordaré siempre al gran Prof. Del Sasso, que tenía el ciclotrón a su cargo, acercarse a mí, y decirme con severidad: «¡Los experimentos de primer curso deben hacerse en el laboratorio de primer curso!».