¡O americano, outra vez!

En una ocasión recogí a un autostopista que me contó lo apasionante que era América del Sur, y me dijo que debería visitarla. Yo me quejé de lo distinto que era el idioma, pero él insistió en que lo aprendiera, que no era un problema tan grande, y que fuera. Así que pensé, pues es buena idea. ¡Iré a Sudamérica!

En Cornell daban clases de diversos idiomas extranjeros, según un método utilizado durante la guerra, en el cual un grupo reducido de unos diez alumnos se encerraba con un nativo y hablaban solamente en el idioma de éste. Decidí asistir a clase como un alumno más, dado que mi aspecto, aunque profesor en Cornell, era bastante juvenil. Y en vista de que no sabía a qué lugar de América del Sur iba a acabar por ir, opté por aprender español, por ser de habla española la mayor parte de los países sudamericanos.

Así que cuando llegó el momento de inscribirme en el curso, me encontraba yo en el pasillo con todos los demás, esperando para entrar en clase. Entonces apareció por el pasillo una rubia imponente, ¡neumática! ¿Nunca les ha causado nadie esa impresión que nos hace exclamar ¡¡CARAY!!? Estaba tremenda. Así que me dije para mis adentros: «A lo mejor viene con nosotros a clase de español. ¡Sería fantástico!». Pero no, ella entró en la clase de portugués. Pensé entonces, ¡qué diablos! ¡Por el mismo precio aprendo portugués!

Eché a andar justo detrás de ella, cuando esa condenada actitud anglosajona de que ya he hablado se metió por medio. «No, ésa no es una razón seria para decidir qué idioma estudiar». Así que volví sobre mis pasos y firmé por las clases de español, para manifiesto pesar mío.

Algún tiempo después estaba yo en una reunión de la Sociedad de Físicos, en Nueva York, y me encontré sentado junto a Jaime Tiommo, un físico brasileño, que me preguntó: «¿Qué va a hacer usted este verano?».

«Estoy pensando en visitar América del Sur».

«¡Ah! ¿Y por qué no viene usted a Brasil? Puedo conseguirle un puesto en el Centro de Investigaciones Físicas».

¡Ahora tenía que convertir en portugués todo el español que había aprendido!

Encontré en Cornell un estudiante portugués de segundo ciclo que me daba clases dos veces por semana, y gracias a eso conseguí modificar y adaptar lo que había aprendido.

De camino a Brasil, empecé sentándome junto a un colombiano que solamente hablaba español; no quise conversar con él para no volver a mezclarlo todo. Pero sentados delante de mí estaban dos tipos hablando en portugués. Yo no había oído nunca portugués de verdad; lo único que había tenido era mi instructor, que me hablaba muy lenta y claramente. Y aquí estaban aquellos dos tíos hablando hasta por los codos, brrrrrrrabrrrrrrata, y yo, sin distinguir siquiera la palabra «yo», ni los artículos, ni nada.

Finalmente, cuando hicimos escala en Trinidad para repostar combustible, me acerco a aquellos dos tipos, y hablando muy lentamente en portugués, o en lo que yo creía que era portugués, les digo: «Disculpen ustedes. ¿Entienden ustedes lo que les estoy diciendo ahora?».

«¿Pues não, porque não?». ¿Pues claro?, ¿por qué no?, me contestaron.

Así que les expliqué lo mejor que pude que hacía algunos meses que había estado estudiando portugués, pero que nunca había podido oírlo en una conversación normal, y que por eso había estado prestando atención a lo que decían en el avión, pero que no había conseguido entender ni una palabra de lo que decían.

«¡Oh! —dijeron riéndose—. Não e portugues! E ladão! Judeo!». Lo que habían estado hablando era al portugués lo que el yiddish al alemán, o el caló al español. Imagínense ustedes a un principiante en español sentado detrás de dos gitanos conversando en caló y tratando de enterarse de qué va. Evidentemente, suena como el español, pero aquello no funciona. ¡Sin duda el pobre pensará que no aprendió el español debidamente!

Cuando volvimos al avión me indicaron un pasajero que sí hablaba portugués, y me senté a su lado. Este señor había estado en Maryland, estudiando neurocirugía, por lo que resultaba muy sencillo hablar con él, mientras fuera sobre cirugía neural, o cerebreu, y otras cosas «complicadas» por el estilo. En realidad, las palabras largas me resultaban muy fáciles de traducir al portugués, porque siendo de raíz latina, la única diferencia son las terminaciones: lo que en inglés es «-tion», en portugués es «ção», «-ly» es «-mente», y así sucesivamente. Pero cuando él miraba por la ventanilla, y decía algo sencillo, me perdía completamente: no lograba descifrar ni siquiera «el cielo es azul».

Abandoné el avión en Recife (pues el gobierno brasileño iba a pagarme el viaje desde Recife a Río), donde fui recibido por el suegro de Cesar Lattes (que era el director del Centro de Investigaciones Físicas, en Río), su esposa y otro señor. Mientras los hombres se hacían cargo de mi equipaje, la señora comenzó a hablarme en portugués «¡De modo que habla usted portugués! ¡Qué detalle! ¿Y cómo fue que lo aprendió?».

Le contesté lentamente, con gran esfuerzo: «Al principio empecé a estudiar español; después descubrí que iba a venir a Brasil». Entonces quise decir «así que aprendí portugués», pero no lograba recordar cómo decir «así», sin embargo, sabía construir GRANDES palabras, y por eso terminé mi frase diciendo, «CONSEQUENTEMENTE, ¡aprendí Portugués!».

Cuando volvieron los dos hombres de recoger mi equipaje, la señora les dijo: «¡Oh, habla portugués! Y con unas palabras maravillosas: ¡CONSEQUENTEMENTE!».

Dieron entonces un aviso por los altavoces. El vuelo a Río quedaba cancelado, y no habría otro hasta el martes siguiente. ¡Y yo tenía que estar en Río, a lo más tardar, el lunes!

Aquello me molestó mucho. «Tal vez haya un avión de carga. Viajaré en un avión de carga», les dije.

«¡Profesor! —dijeron ellos—. Aquí, en Recife, se está maravillosamente, de verdad. Nosotros se lo enseñaremos. ¿Por qué no disfruta un poco? ¡Esto es Brasil!».

Al anochecer salí a pasear por la ciudad y me tropecé con una pequeña multitud que rodeaban un gran pozo rectangular excavado en el suelo —al parecer, lo habían abierto para las conducciones del alcantarillado, o algo así— y allí, plantado exactamente en su centro, estaba un coche. Era maravilloso, encajaba con absoluta perfección, con el techo a ras de la calzada. Al terminar la jornada, los obreros no se habían preocupado lo más mínimo de colocar ninguna señal de aviso, y el tipo del coche se había caído en él. Observé en esto una diferencia: si fuéramos nosotros quienes tuviéramos que abrir el hoyo, habríamos colocado toda clase de señales de desvío, luces intermitentes, etc., para protegernos. Allí, abrían el hoyo, y cuando terminaban la jornada, se largaban, y en paz.

Sea como fuere, Recife era una ciudad preciosa, y esperé hasta el martes para volar a Río.

Cuando llegué a Río me recibió Cesar Lattes. La cadena nacional de TV quería hacer algunas tomas de nuestro encuentro, y empezaron a filmar, pero sin sonido. Los cámaras nos dijeron: «Actúen como si conversaran. Digan algo, cualquier cosa».

Así que Lattes me preguntó: «¿Ha encontrado usted ya un diccionario que duerma?».

Esa noche, el público de la televisión brasileña pudo ver al director del Centro de Investigaciones Físicas saludar al profesor visitante de los Estados Unidos pero mal podían saber que el tema de su conversación era el de encontrar una chavala con quien pasar la noche.

Cuando llegué al Centro, tuvimos que acordar cuándo daría yo mis lecciones, si por la mañana o después de comer.

Lattes dijo: «Los estudiantes prefieren después de comer».

«Pues pongámoslas a primera hora de la tarde».

«Pero a esa hora la playa está deliciosa. ¿Por qué no da usted sus lecciones por la mañana, y así podrá disfrutar de la playa por la tarde?».

«¡Pero si usted acaba de decirme que los estudiantes prefieren tenerlas por la tarde!».

«¡Por eso no se preocupe! ¡Póngalas cuando más le convenga a usted, y disfrute de la playa por la tarde!».

Así que aprendí a mirar la vida de un modo distinto a como solía hacer en el lugar de donde venía. En primer lugar, los brasileños no tenían tanta prisa como yo. Y segundo, si para uno es mejor, ¡no importa! En consecuencia, di mis lecciones por la mañana y disfruté de la playa por la tarde. Y si hubiera aprendido aquella lección un poco antes, en lugar de empezar estudiando español, habría empezado por el portugués.

Al principio pensé en dar mis lecciones en inglés, pero enseguida me di cuenta de una cosa: cuando los estudiantes me explicaban algo en portugués, yo no lograba entenderlos muy bien, a pesar de saber algo de portugués. No me quedaba claro del todo si me habían dicho «incrementar», o «decrementar», o «no incrementar», o «no decrementar». Pero cuando a ellos les tocaba pelearse con el inglés, decían «ááhp» (por «up», arriba) y «dáán» («down», abajo), y así yo me enteraba del sentido de las cosas, aunque la pronunciación fuese una chapuza, y la sintaxis catastrófica. Comprendí, pues, que si iba a hablarles, y tratar de enseñarles, lo mejor sería que yo hablase en portugués, por malo que fuese. A ellos les resultaría más fácil comprenderme.

Durante mi primera estancia en Brasil, que duró seis semanas, fui invitado a dar una conferencia en la Academia de Ciencias del Brasil acerca de cierto trabajo de electrodinámica cuántica que acababa de terminar. Consideré que lo mejor sería que diera mi conferencia en portugués, y dos estudiantes del Centro prometieron ayudarme a prepararla. Comencé por escribir mi conferencia en un portugués absolutamente lamentable. Quise escribirlo yo mismo, porque si lo hubieran hecho los estudiantes brasileños, seguro que habría demasiadas palabras que yo no iba a conocer y que no podría pronunciar correctamente. Me la escribí yo, pues, y ellos se encargaron de enmendar todas las faltas de prosodia y sintaxis, corrigieron la ortografía, y la dejaron perfecta, pero todavía a un nivel que yo podía leer correctamente, y saber, más o menos, lo que decía. Me hicieron practicar hasta lograr una pronunciación absolutamente correcta de las palabras; por ejemplo, «de» tenía que ser intermedia entre la pronunciación (inglesa) de «day» y «deh».

Asistí a la sesión de la Academia de Ciencias brasileña, y el primer orador, un químico, sube al estrado y da su conferencia en inglés, ¿estaría tratando de ser cortés conmigo? Yo no lograba comprender lo que decía, por lo mala que era su pronunciación; pero quizá los demás tuvieran el mismo acento y podían comprenderle. Entonces va el segundo orador, sube al estrado, ¡y presenta su comunicación también en inglés!

Cuando llegó mi turno, me levanté y dije: «Lo lamento; no me había dado cuenta de que el idioma oficial de la Academia de Ciencias del Brasil es el inglés, y por consiguiente, no he preparado mi comunicación en inglés. Les ruego tengan la bondad de excusarme, pero voy a tener que presentarla en portugués».

Así que leí mi trabajo, y todo el mundo quedó complacido con él.

El siguiente en intervenir se levanta y dice: «Siguiendo el ejemplo de mi colega estadounidense, también yo presentaré mi comunicación en portugués». Así que parece que fui yo quien cambió el idioma tradicionalmente utilizado en la Academia de Ciencias del Brasil.

Algunos años más tarde conocí a un brasileño que me citó las frases exactas con que había yo empezado mi discurso en la Academia. Al parecer, les causó mucha impresión.

Pero el lenguaje me resultaba difícil, por lo que continuamente estaba estudiándolo, leyendo periódicos, etc.

Seguí dando mis lecciones en portugués —en lo que podríamos llamar «portugués de Feynman»—, un portugués que no podía ser el mismo que el portugués auténtico, porque podía comprender lo que yo decía, pero no podía entender lo que decía la gente de la calle.

Tanto me gustó aquella primera estancia en Brasil, que regresé al año siguiente, esta vez para un curso de diez meses. En esta ocasión tenía que enseñar en la Universidad de Río, que era la que hipotéticamente tenía que pagarme, aunque nunca lo hizo, por lo que el Centro me abonaba el dinero que teóricamente tenía yo que recibir de la Universidad.

Acabé finalmente por irme a vivir a un hotel situado justo frente a la playa de Copacabana llamado Miramar. Durante algún tiempo ocupé una habitación en la decimotercera planta, que daba al mar y desde la cual podía ver a los bañistas en la playa.

Resultó que era en este hotel donde se alojaban las azafatas y pilotos de la Pan American Airlines cuando les tocaba «pernoctar». Sus habitaciones estaban siempre en la cuarta planta, y no era infrecuente que, ya entrada la noche, se produjera una cierta dosis de furtivas idas y venidas y subidas y bajadas a hurtadillas por el ascensor.

En una ocasión me fui unas semanas de viaje, y cuando volví, el gerente me dijo que había tenido que alquilar mi habitación a otra persona, porque era la última que le quedaba, y que había llevado mis cosas a un cuarto distinto.

Era una habitación situada justo encima de la cocina, en la que la gente no solía quedarse mucho tiempo. El gerente tuvo que figurarse que yo sería el único que sabría captar con suficiente claridad las ventajas de aquella habitación y que soportaría sin quejarme los aromas de la cocina. Y no me quejé: estaba en la cuarta planta, junto a las azafatas. Eso eliminaba un montón de problemas.

Aunque parezca bastante raro, el personal de vuelo estaba bastante harto de la vida que llevaba, y por la noche era corriente que salieran a tomar unas copas. A mí me caían muy bien, y por ser sociable, solía ir con ellos varias noches por semana y bebía yo también.

Un día, a eso de las tres y media de la tarde, iba yo caminando por la acera que está frente a la playa de Copacabana, cuando pasé junto a un bar. De pronto sentí una sensación, un deseo tremendo: ¡«Justo lo que me hace falta; me va a venir al pelo! ¡Me va a encantar tomar un trago ahora mismo!».

Empecé a entrar en el bar, y de pronto pensé para mis adentros: «Un momento, estamos a primera hora de la tarde. Aquí no hay nadie. ¿Por qué ese deseo tan intenso de tener que tomar una copa?». La verdad es que me asusté.

Desde entonces, nunca más he vuelto a beber. No creo que realmente estuviera en peligro, porque me resultó muy fácil dejarlo. Pero aquella vehemente sensación que no comprendía me asustó. Ya ven, disfruto tanto pensando, que no quiero destruir esta máquina tan placentera, que hace que la vida sea tan apasionante. Por esa misma razón tuve muchas aprensiones a probar el L.S.D., a pesar de mi curiosidad por las alucinaciones.

Hacia el final de aquel año en Brasil llevé al museo a una de las azafatas, una chica preciosa, que se peinaba con trenzas. Cuando pasamos por la sección dedicada a Egipto, me encontré a mí mismo diciendo cosas como: «Las alas que hay en el sarcófago significan tal y tal, y estos jarrones eran donde ponían las entrañas, y en torno a este ángulo debería haber un tal y tal…». Mientras tanto, estaba yo pensando: «¿Sabes de quién aprendiste todo esto? De Mary Lou». Me sentía solitario sin ella.

Conocí a Mary Lou en Cornell, y después, cuando fui a Pasadena, me encontré con que ella se había marchado a Westwood, no lejos de allí. Durante algún tiempo estuve a gusto con ella, aunque solíamos discutir un poco; finalmente, llegamos a la conclusión de que no había remedio, y nos separamos. Pero después de un año de andar paseando por ahí a las azafatas, sin llegar realmente a ningún sitio, me encontraba frustrado. Así que mientras le estaba explicando a la chica todas aquellas cosas, estaba pensando que Mary Lou era realmente maravillosa y que no deberíamos haber tenido todas aquellas discusiones.

Le escribí una carta, declarándome. Alguien más prudente me habría dicho lo peligroso que es eso; cuando se está lejos, y no se tiene más que papel y uno se siente solitario, se recuerdan todas las cosas buenas, y en cambio no se pueden recordar las causas de todas aquellas discusiones. Y la cosa no funcionó. Las discusiones empezaron enseguida, y mi matrimonio con Mary Lou solamente duró dos años.

Había uno en la Embajada americana que sabía que a mí me gustaba la música de samba. Me parece que le había comentado que la primera vez que estuve en Brasil había visto una banda de samba practicando en la calle, y que me gustaría saber más de la música brasileña.

Me dijo que un grupo pequeño, llamado un «regional», practicaba todas las semanas en su piso, y que podía ir y oírlos tocar.

Había en el piso tres o cuatro personas —uno de ellos era el encargado de la limpieza del edificio— y allí tocaban música bastante tranquila; no tenían otro sitio a donde ir. Uno de ellos tenía una pandereta, que allí llaman pandeiro, y otro tocaba una guitarra pequeña. Yo podía oír el redoble de un tambor, o algo así, ¡pero allí no había ningún tambor! Finalmente, llegué a la conclusión de que debía ser el pandeiro, que el músico tocaba de forma complicada, haciendo girar la muñeca y golpeando el parche con el pulgar. Me pareció muy interesante, y aprendí, poco más o menos, a tocar el pandeiro.

Por entonces nos encontrábamos ya cerca del Carnaval, que es la época en que se presenta la música nueva. En Brasil, las canciones y los discos no se lanzan en cualquier momento, sino solamente en Carnaval, y es apasionante.

Resultó que el limpiador era el compositor de una pequeña «escuela» de samba —no una escuela en sentido de centro educativo, sino de banda de músicos y danzantes— de la zona de Playa Copacabana, llamada los Farsantes de Copacabana, que a mí me iba como anillo al dedo, y me invitó a ingresar en ella.

Ahora, a esta escuela de samba bajaba gente de las favelas —los barrios más pobres de la ciudad— que se reunía detrás de una urbanización, donde estaban construyendo unas casas de apartamentos, y ensayaba la música nueva para el Carnaval.

Yo elegí tocar una cosa llamada frigideira, que es una especie de sartén de juguete, de unos 15 cm de diámetro, que se golpea con una varilla de metal. Es un instrumento de acompañamiento, que produce un sonido rápido y tintineante, que va bien con el ritmo y la música principales de la samba, y que la rellena y da timbre. Así que probé a tocar aquello y todo parecía ir bien. Estábamos ensayando, la música atronando, y ya íbamos como a cien, cuando de pronto el jefe de la sección de batteria, un negrazo grandote, nos grita: «¡ALTO! Parar, parar; ¡a ver un momento!». Y todos paramos. «Algo no marcha con las frigideiras! —dice con su vozarrón—. O Americano, outra vez!».

Me encontraba incómodo. Me pasaba el día practicando. Iba por la playa, recogía dos palos y practicaba el giro de las muñecas, practicaba, practicaba, practicaba. Seguía ensayando y trabajando con ellos, pero siempre me sentía inferior; sentía que algo no iba bien, que en realidad no estaba a la altura.

Bueno, estaba ya muy cerca el Carnaval, y una tarde hubo una conversación entre el director de la banda y un tipo que fue a vernos, y entonces el director empezó a ir de acá para allá, eligiendo gente. «¡Tú!», a un cantante. «¡Tú!», le dijo a un trompetista. «¡Tú!», y me señaló a mí. Me imaginé que nos había eliminado. Nos mandó avanzar y salir al frente.

Fuimos todos hasta la parte delantera de la urbanización —cinco o seis en total— y allí estaba un viejo Cadillac descapotable, con la capota baja. «¡Arriba!», nos mandó el jefe.

No había suficiente sitio para todos, por lo que algunos tuvimos que ir sentados sobre el maletero. Le pregunté al tipo que estaba a mi lado: «¿Qué hace? ¿Nos echa?».

«Não sé, não sé». (No lo sé, no lo sé).

Y así fuimos subiendo por una carretera que acababa cerca del borde de un acantilado que daba al mar. El coche se detiene, y el jefe nos dice: «¡Todos abajo!», y nos hace caminar justo hasta el borde del precipicio.

Y entonces nos dice: «¡Alineaos! A ver, tú primero, ahora tú, después tú! ¡A tocar! ¡En marcha!».

Y en marcha hubiéramos ido cayendo por el borde del acantilado, de no ser por un caminito muy empinado que descendía por él. Y allá va sendero abajo nuestro grupito —el trompeta, el cantante, el guitarra, el pandeiro, y el frigideira— hasta una fiesta al aire libre, en mitad del bosque.

No fuimos elegidos porque el director de la banda quisiera librarse de nosotros; ¡nos enviaba a una fiesta particular, que quería un poco de música de samba! Y así recogió algún dinero para pagar algunos de los trajes de nuestra banda.

Después de eso ya me sentí un poco mejor, porque me di cuenta que cuando tuvo que elegir un frigideira me eligió a mí.

Aún ocurrió otra cosa que reforzó mi confianza en mí mismo. Algún tiempo después, vino a vernos uno que estaba en otra escuela de samba, de Leblon, que es otra playa algo más alejada. Quería ingresar en nuestra escuela.

El jefe le preguntó: «¿Tú de dónde eres?».

«De Leblon».

«¿Y qué tocas?».

«A frigideira».

«Vale. A ver, que te oiga yo tocar la frigideira».

Así que va el tío, coge su frigideira y su varilla de metal y… «brrradupdup; chickachick». ¡Vaya con el tío! ¡Era formidable!

Y va el jefe y le dice: «Ve para allá, y ponte junto a O Americano, y aprenderás a tocar a frigideira!».

Mi teoría es que ocurrió como cuando una persona que sólo habla francés llega a América. Al principio comete toda clase de errores, y apenas se puede entender lo que dice. Pero entonces se pone a practicar, hasta que habla bastante bien, y los demás descubren que su forma de hablar tiene un giro delicioso, que tiene un acento muy agradable, y a uno le encanta escucharlo. Así que yo debía tener alguna especie de «acento» al tocar la frigideira, porque estaba claro que yo no podía competir con aquellos tíos, que se habían pasado toda la vida tocando la frigideira; tenía que ser alguna especie de acento muy torpón.

Pero sea lo que fuere, llegué a tener bastante éxito tocándola.

Unos pocos días antes del Carnaval, el director de la escuela de samba nos dice: «¡Vale! ¡Vamos a ensayar el desfile por la calle!».

Y allá fuimos todos, desde la urbanización en construcción a la calle, que rebosaba de tráfico. Las calles de Copacabana eran siempre un inmenso atasco. Aunque cueste creerlo, había incluso una línea de trolebús por la cual los trolebuses circulaban en un sentido, mientras los demás vehículos lo hacían en el sentido contrario. En aquel momento era hora punta en Copacabana, y nosotros íbamos a desfilar por medio y medio de la Avenida Atlántica.

Para mis adentros, me dije: «¡Jesús! El jefe no tiene permiso del ayuntamiento, ni lo ha consultado con la policía, ni ha hecho nada. El tío decide que salimos, ¡y allá vamos!».

Así que comenzamos a salir a la calle, y todo el mundo, en torno a nosotros, se anima a tope. Unos cuantos voluntarios de un grupo de mirones cogió una cuerda y formó un gran cuadro en torno a nuestra banda, para que los peatones no pasaran por entre nuestras líneas. Y la gente, que empieza a asomarse por las ventanas. ¡Todos querían oír la nueva música de samba! ¡Era todo muy apasionante!

En cuanto comenzamos a desfilar vi que al cabo de la calle estaba un policía. Miró hacia nosotros, vio lo que pasaba, ¡y empezó a desviar el tráfico! ¡Todo era informal e improvisado! Aunque nadie había hecho ningún preparativo, todo funcionaba perfectamente, la gente sujetaba las cuerdas en torno a nosotros, el policía desviaba los coches, los peatones arracimados, el tráfico embotellado, y nosotros adelante, a lo grande. Bajamos toda la calle, dando la vuelta en las esquinas, de cabo a rabo de toda la maldita Copacabana, al azar!

Finalmente, terminamos parando en una placita cuadrada, que estaba frente al piso en que vivía la madre del jefe de nuestra banda. Allí nos quedamos, en aquella placita, tocando, y la madre del director, y su tía, y el resto de la familia bajaron a vernos. Llevaban puestos los delantales; habían estado trabajando en la cocina, y era perceptible su emoción y entusiasmo; estaban a punto de llorar. Era realmente enternecedor estar en medio de todo aquel calor humano. Y todo el mundo asomado a las ventanas, ¡aquello era impresionante! Recordé la ocasión anterior en que había estado en Brasil y vi una de aquellas escuelas de samba, lo mucho que me había gustado la música ¡y ahora yo formaba parte de ella!

Incidentalmente, cuando ese día estábamos desfilando por las calles de Copacabana, vi entre un grupo de personas que estaba en la acera a dos chicas de la Embajada. A la semana siguiente recibo una nota de la Embajada diciendo: «Está usted realizando una gran labor, yak, yak, yak…». ¡Cómo si yo me estuviera proponiendo mejorar las relaciones entre los Estados Unidos y el Brasil! Así que «estaba realizando una labor importante».

Bueno, para asistir a estos ensayos yo no quería llevar las mismas ropas que normalmente llevaba en la universidad. La gente de la banda era muy pobre, y sólo tenía ropas viejas y harapientas. Así que me ponía una camiseta vieja, y unos pantalones muy gastados, y demás, a fin de no llamar demasiado la atención. Pero claro, así no podía salir por el foyer del hotel de lujo donde me alojaba, en la Avenida Atlántica de Copacabana. De modo que bajaba en el ascensor hasta el subterráneo, y salía por el sótano.

Muy poco antes de comenzar el Carnaval iba a haber un concurso especial entre las escuelas de samba de las playas Copacabana, Ipanema y Leblon. Iban a participar tres o cuatro escuelas, y la nuestra era una de ellas. Esta vez íbamos a desfilar disfrazados, por toda la Avenida Atlántica. No siendo brasileño, a mí me producía cierta desazón el tener que desfilar en aquellos llamativos trajes de carnaval. Pero dado que estaba previsto que fuéramos disfrazados de antiguos griegos, me imaginé que haría de griego tan bien como cualquiera de los demás. El día del concurso estaba yo comiendo en el restaurante del hotel, cuando el maitre, que me había visto muchas veces ir marcando el ritmo en la mesa cuando tocaban música de samba, se acercó y me dijo: «Mr. Feynman, esta noche va a haber una cosa que seguro que le va a encantar. ¡Es típico brasileiro: un desfile de las escuelas de samba, justo delante del hotel! ¡Y la música es muy buena! ¡Tiene usted que oírla!».

Yo dije: «Bueno, es que esta noche voy a estar un poco ocupado. No creo que pueda quedarme a verlo».

«Oh, ¡pero si le va a encantar! ¡No se lo pierda! ¡Es típico brasileiro!».

Estuvo muy insistente, y como yo no hacía más que decirle que no creía que pudiera quedarme a verlo, se fue desilusionado.

Esa tarde me mudé a mis ropas viejas y salí por el sótano, como de costumbre. Nos pusimos los disfraces en la urbanización, y comenzamos a desfilar por la Avenida Atlántica, cien griegos brasileños en papel maché, y yo estaba allá al final, dándole a la frigideira.

Una gran multitud se había apiñado en las dos aceras de la avenida; todo el mundo se había asomado a las ventanas, y nosotros estábamos llegando al hotel Miramar, donde yo me hospedaba. La gente se había subido a sillas y mesas; aquello estaba atestado, el gentío era enorme. Allá íbamos nosotros tocando, la cosa como a cien, cuando nuestra banda comienza a pasar por delante del hotel. De pronto veo a uno de los camareros disparado por el aire, señalándome con el brazo, y por encima de aquel inmenso follón le oigo gritar: «¡O PROFESSOR!». Así que el maitre pudo finalmente enterarse de por qué no pude quedarme esa noche a ver el concurso. ¡Es qué formaba parte de él!

Al día siguiente vi a una dama a quien conocía de encontrármela continuamente en la playa y que tenía un apartamento que daba sobre la avenida. Tenía en casa a unos amigos que habían ido a ver el desfile de las escuelas de samba, y cuando pasamos, uno de sus amigos exclamó: «Fijaos en ese tío que toca la frigideira, ¡es bueno de veras!». Había triunfado. Me encanta tener éxito en aquello que no se supone que haya de ser capaz de hacer.

Cuando llegó el momento del Carnaval, no fue mucha la gente de nuestra escuela que se presentó. Teníamos trajes especiales, hechos para la ocasión, pero no bastante gente. Quizá pensaran que no iban a tener nada que hacer, que no podríamos vencer a las escuelas de samba verdaderamente importantes de la ciudad; no lo sé. Lo único que pensé es que habíamos estado trabajando día tras día, practicando y ensayando el desfile para el Carnaval, pero a la hora de la verdad, cuando llegó el gran momento, buena parte de la banda no se presentó, y no pudimos competir muy bien. Incluso cuando ya estábamos desfilando, hubo gente de la banda que fue abandonándola. ¡Curioso resultado! Nunca lo he llegado a comprender del todo. Tal vez lo verdaderamente importante y divertido fuera tratar de ganar el concurso de las playas, donde la mayor parte de nuestra gente se sentía más a gusto, más en su nivel. Y ya que estamos en ello, lo ganamos.

A lo largo de los diez meses que duró mi estancia en el Brasil me interesé por los niveles energéticos de los núcleos ligeros. Fui elaborando toda la teoría en la habitación de mi hotel; pero me hacía falta conocer qué aspecto tenían los datos experimentales. Todo esto era por entonces materia nueva, que estaba siendo estudiada en el laboratorio Kellog por los especialistas de Caltech. Establecía contacto con ellos —una vez acordada la hora— merced a radioaficionados. Encontré en Brasil un radioaficionado; iba a su casa una vez a la semana. El brasileño establecía contacto con otro radioaficionado de Pasadena, y después, debido a que nuestro proceder tenía algo de ligeramente ilegal, me daba unas letras de llamada y decía: «Ahora le paso a WKWX, que está sentado a mi lado, y que desea hablar con usted».

Entonces iba yo y decía: «Soy WKWX. ¿Podría decirme, por favor, cuál es la separación entre los niveles del boro, de los que hablamos la semana pasada?», y cosas por el estilo. Yo utilizaba los datos experimentales para ajustar mis constantes y comprobar si iba por buen camino.

Este primer radioaficionado se fue de vacaciones, pero me puso en contacto con otro radio, para que continuase. Este segundo radio era ciego, pero manejaba perfectamente su estación. Ambos fueron muy atentos y cordiales conmigo, y los contactos que merced a ellos establecí con Caltech fueron muy útiles y eficaces.

En lo tocante a la física propiamente dicha, trabajé mucho, y lo que obtuve fue razonable. Todo aquello fue posteriormente reelaborado y verificado por otras personas. Sin embargo, llegué a la conclusión de que yo tenía tantos parámetros que ajustar —un excesivo «ajuste fenomenológico de constantes»— que no puedo estar seguro de que mi trabajo resultara muy útil. Yo quería lograr una comprensión bastante profunda del núcleo, y nunca estuve demasiado convencido de que aquel trabajo fuera realmente importante, por lo que no hice nada con él.

Tuve una experiencia muy interesante acerca de la educación en el Brasil. Yo estaba enseñando a un grupo de alumnos que casi seguro acabarían en la enseñanza, pues en aquella época apenas había en Brasil oportunidades para personas de alta formación científica. Estos estudiantes habían recibido ya muchos cursos de física, y éste era el de nivel más avanzado en electricidad y electromagnetismo, con ecuaciones de Maxwell y demás.

La universidad estaba repartida por toda la ciudad en diversos edificios de oficinas, y el curso que yo impartía se daba en un edificio que miraba sobre la bahía.

Descubrí un fenómeno muy extraño. A veces hacía una pregunta que los estudiantes eran capaces de contestar inmediatamente; pero la próxima vez que volvía a hacer la misma pregunta —la misma materia, y en lo que a mí me parecía, la misma pregunta— ¡no daban pie con bola! Por ejemplo, en una ocasión estaba explicándoles la luz polarizada, y les di a todos unas tiras de polaroide.

El polaroide solamente deja pasar la luz cuyo vector de campo eléctrico se encuentre en una cierta orientación, por lo cual expliqué que se podía saber de qué modo estaba polarizada la luz observando si el polaroide se veía oscuro o claro.

Tomamos primero dos tiras de polaroide y las giramos hasta que dejaron pasar a través de sí casi toda la luz. Por este procedimiento podíamos saber que las dos tiras estaban ahora admitiendo luz polarizada en la misma dirección, pues la que pasaba a través de una pasaba también a través de la otra. Pero entonces les pregunté cómo podíamos averiguar la dirección de polarización absoluta valiéndonos de una sola tira de polaroide.

No tenían ni idea.

Yo sabía que para ello hacía falta algo de ingenio, así que les di una pista: «Mirad la luz que refleja hacia nosotros la bahía».

Nadie dijo esta boca es mía.

Entonces dije yo: «¿Habéis oído hablar del ángulo de Brewster?».

«¡Sí señor! El ángulo de Brewster es el ángulo para el cual la luz reflejada por un medio que tenga índice de refracción mayor que uno queda totalmente polarizada».

«¿Y de qué forma queda polarizada la luz al ser reflejada?».

«La luz queda polarizada perpendicularmente al plano de reflexión, señor». ¡Incluso hoy, yo tengo que pensarlo primero! Ellos se lo sabían al dedillo. Sabían incluso que la tangente del ángulo de Brewster es igual al índice de refracción.

Yo dije: «¿Y bien?».

Todavía nada. Me acababan de decir que la luz reflejada por un medio con índice de refracción mayor que uno, como el agua de la bahía, estaba polarizada; me habían dicho incluso de qué modo estaba polarizada.

Yo les dije: «Mirad hacia la bahía a través del polaroide. Y después lo giráis».

«¡Ooh! —dijeron—. ¡Está polarizada!».

Después de mucha investigación acabé averiguando que los estudiantes se habían aprendido todo de memoria, pero no sabían el significado de nada. Cuando oían decir «la luz reflejada por un medio con índice de refracción mayor que 1», no sabían que se estaba hablando de un medio material como el agua, por ejemplo. No sabían que «la dirección de la luz» es la dirección en la que se ve algo cuando uno lo está mirando, y así sucesivamente. Todo había sido memorizado, pero nada había quedado traducido en palabras con significado. Así, si yo preguntaba: «¿Cuál es el ángulo de Brewster?», me estaba dirigiendo al banco de datos del ordenador con las palabras clave precisas. Pero si decía: «¡Mirad el agua!», no lograba efecto alguno, porque en el archivo «¡Mirad el agua!» no se había efectuado registro alguno.

Más tarde asistí a una lección en la escuela de ingeniería. La lección decía más o menos así: «Dos cuerpos… se consideran equivalentes… si iguales pares de fuerzas… producen la misma aceleración. Dos cuerpos, se consideran equivalentes, si iguales pares de fuerzas producen la misma aceleración». Los estudiantes todos sentados escribiendo al dictado y cuando el profesor repetía comprobaban que lo habían tomado correctamente. Después escribían la frase siguiente, y así una y otra vez. Yo era el único que sabía que el profesor estaba hablando de objetos con iguales momentos de inercia, y aun así me costaba entenderlo.

No se me alcanzaba cómo podrían llegar a aprender nada de ese modo. Aquí estaba hablando de momentos de inercia, pero no había la menor discusión de cuánto cuesta abrir una puerta si se le pone un peso grande por fuera, ni si hay que hacer mayor o menor esfuerzo para abrirla al colocarlo cerca de las bisagras, ¡nada!

Después de la lección hablé con uno de los estudiantes. «Después de haber tomado ustedes todas esas notas, ¿qué hacen con ellas?».

«¡Oh!, nos las estudiamos —respondió—. Luego nos examinan».

«¿Cómo será el examen?».

«Muy fácil. Puedo decirle ya una de las preguntas». Consulta su cuaderno y dice: «¿Cuándo son equivalentes dos cuerpos?, y hay que contestar: Dos cuerpos se consideran equivalentes cuando pares de fuerzas iguales producen aceleraciones iguales». Así que ya ven, eran capaces de aprobar los exámenes y «aprender» todo aquello, y no saber nada en absoluto, excepto lo que se habían aprendido de memoria.

Después estuve en un examen para el ingreso en la escuela de ingenieros; era un examen oral, y me permitieron presenciarlo. Uno de los estudiantes era absolutamente súper: ¡Lo contestó todo a la perfección! Los examinadores le preguntaron qué era el diamagnetismo, y él respondió impecablemente. Después le preguntaron: «¿Qué le sucede a la luz cuando llega oblicuamente a una lámina de material de un cierto espesor, y de índice de refracción N?».

«Sale paralelamente al rayo incidente, señor, pero desplazada».

«¿Y cuánto es el desplazamiento?».

«No lo sé, señor. Pero puedo calcularlo». Fue y lo calculó. Era muy bueno. Pero para entonces yo ya tenía mis sospechas.

Después del examen me acerqué a aquel brillante joven, y le expliqué que venía de los Estados Unidos y que deseaba hacerle algunas preguntas que no influirían en modo alguno en el resultado de su examen. La primera pregunta que le hice fue: «¿Puede usted darme algún ejemplo de sustancia diamagnética?».

«No».

Después le pregunté: «Si este libro fuera de cristal, y yo estuviera mirando a través de él un objeto situado sobre la mesa, ¿qué le sucedería a la imagen si yo inclinase el cristal?».

«Quedaría deflectada, señor, en el doble del ángulo que hubiera usted girado el libro».

«¿No se estará confundiendo con un espejo, tal vez?».

«¡No, señor!».

En el examen acababa de decirnos que la luz se desplazaría paralelamente a sí misma, y por consiguiente la imagen debería desplazarse hacia un lado, pero no tendría por qué ser girada ángulo ninguno. Más aun, él había calculado incluso el valor de tal desplazamiento; sin embargo, no se había dado cuenta de que una lámina de vidrio es un material que tiene índice de refracción, y que su cálculo era válido en este caso, y respondería perfectamente a mi pregunta.

Estuve impartiendo un curso de métodos matemáticos para la física en la escuela de ingeniería, durante el cual traté de enseñar a resolver problemas mediante tanteos y aproximaciones sucesivas. Es cuestión que normalmente no se enseña, y por eso, como ilustración del método comencé por algunos sencillos ejemplos aritméticos. Vi con sorpresa que tan sólo 8 de los más o menos 80 estudiantes que tenía me entregaron el primer trabajo que les encargué. Así que les eché una buena reprimenda, explicándoles la necesidad de esforzarse personalmente por hacerlo, y no quedarse sentados a esperar a que yo lo resolviera.

Después de la clase vino a verme una pequeña delegación y me dijo que yo no me daba cuenta de la formación previa que ya tenían, que ellos eran capaces de estudiar sin hacer los problemas, que ya habían aprendido la aritmética, y que lo que yo explicaba estaba, en realidad, por debajo de su nivel.

Continué pues impartiendo mi curso, y conforme progresaba en él iba tocando cosas realmente avanzadas y superiores. Pero por muy complicado o superior que fuera el trabajo, jamás me entregaron ni uno solo. Desde luego, yo sabía muy bien por qué: ¡no sabían hacerlo!

Una de las cosas que jamás conseguí de aquellos alumnos es que me hicieran preguntas. Finalmente, uno de los estudiantes me aclaró por qué: «si yo le hago una pregunta en clase, al salir se me van a echar todos encima, diciendo: ¿Por qué malgastas nuestro tiempo haciéndole preguntas? Estamos tratando de aprender algo, y tú no haces más que interrumpirle con tus preguntas».

Era una especie de competencia por superar a los demás en la cual nadie sabe lo que está pasando, y entonces cada cual se dedica a rebajar a los demás, haciendo como si realmente él sí lo supiera. Todos fingen y hacen como que saben, y si uno de los estudiantes, al hacer una pregunta, admite por un instante que algo le resulta confuso, los demás adoptan una actitud altiva, como si para ellos aquello fuera evidente y reprochándole al preguntón que les haga perder el tiempo.

Les expliqué lo útil que es trabajar con otros, lo fecunda que es la discusión de las cuestiones, el repasarlas y volverlas a discutir. Pero tampoco estaban dispuestos a hacer eso, porque sería un desdoro tener que preguntar a nadie. ¡Era lamentable! Todo el trabajo que hacían aquellas personas inteligentes, pero que se encontraban atrapadas en aquella curiosa situación mental, esta extraña y autopropagante «educación», que carece de sentido, ¡qué carece por completo de sentido!

Al finalizar el año académico, los estudiantes me pidieron que diera una charla sobre mis experiencias educativas en Brasil. En esa charla no habría solamente estudiantes, sino también profesores y funcionarios del Ministerio de Educación, por lo cual les hice prometer que podría decir todo lo que quisiera. Me aseguraron: «¡Pues claro! ¡Éste es un país libre!».

Así que entré llevando el texto de física elemental que usaban en el primer curso de la universidad. Este libro era tenido por especialmente bueno, porque tenía distintos tipos de letra negrita para destacar lo que por ser más importante había que aprender de memoria, letra menos cargada para las cosas de menor importancia, y así sucesivamente.

Alguien me dijo enseguida: «No irá usted a decir nada malo del libro, ¿verdad? El autor está aquí, y todo el mundo piensa que es un libro muy bueno».

«Me prometieron que podría decir lo que quisiera, fuera lo que fuese».

El salón de actos estaba totalmente lleno. Comencé definiendo la ciencia como la comprensión del comportamiento de la naturaleza. Seguidamente pregunté: «¿Qué razones serias hay para enseñar ciencia? Evidentemente, ninguna nación puede considerarse civilizada a menos que… yak… yak… yak». Allí estaban todos sentados y felices, afirmando con la cabeza, porque yo sabía que así era como pensaban.

Entonces voy y digo: «Como es obvio, todo esto es absurdo, porque ¿qué necesidad tenemos de compararnos con ningún otro país? Si es preciso enseñar ciencias, tendrá que serlo por alguna buena razón, por una razón sensata, y no solamente porque otros países lo hagan». Hablé entonces de la utilidad de la ciencia, de su contribución al bienestar de la humanidad, de todo eso. Realmente los estuve pinchando un poquito.

Entonces añado: «¡El principal propósito de mi charla es poner de manifiesto que en Brasil no se está enseñando ciencia!».

Puedo verlos removerse, inquietos, pensando: «¿Pero qué dice? ¿Qué no se enseña ciencia? ¡Eso es una solemne majadería! ¿Pues qué son todos los cursos que damos?».

A continuación les digo que una de las primeras cosas que me chocaron al llegar a Brasil fue ver a niños de escuela elemental comprando libros de física en las librerías. Hay en Brasil tantísimos niños pequeños estudiando física, niños que comienzan mucho antes que los de los Estados Unidos, que es sorprendente no encontrar apenas físicos en Brasil; ¿a qué se debe eso? Hay muchísimos niños estudiando física, y trabajando duro, pero no se ven los frutos.

Después les hice una parábola. Imaginen un helenista, un enamorado del griego, que sabe que en su país apenas si hay niños estudiando griego. Este hombre viaja a otro país, donde observa encantado que todo el mundo estudia griego, incluso los niños pequeños de la escuela elemental. Asiste al examen de un estudiante que aspira a graduarse en griego, y le pregunta: «¿Qué ideas tenía Sócrates acerca de la relación entre Verdad y Belleza?». El estudiante no sabe qué responder. Pero cuando le pregunta: «¿Qué le dijo Sócrates a Platón en el Tercer Simposio?», al estudiante se le ilumina el rostro y arranca, «Brrrrrrrrup» y le suelta entero, palabra por palabra, en un griego maravilloso, todo lo que Sócrates dijo.

¡Pero de lo que Sócrates hablaba en el Tercer Simposio era de la relación entre Verdad y Belleza!

Lo que este helenista descubre es que los estudiantes de este otro país aprenden griego a base de aprender a pronunciar las letras, después, las palabras, y después, frases y párrafos. Son capaces de recitar, palabra por palabra, todo lo que Sócrates dijo, sin darse cuenta de que esas palabras en realidad significan algo. Para el estudiante no son más que sonidos artificiales. Nadie las ha traducido en palabras que los estudiantes puedan comprender.

Alcé entonces el libro de física elemental que estaban utilizando. «En ningún lugar de este libro se hace mención alguna de los resultados experimentales, excepto en un lugar en el cual se habla de una bola que desciende rodando por un plano inclinado, y en el cual se dice cuánto ha recorrido la bola al cabo de un segundo, de dos segundos, de tres segundos, y así sucesivamente. Los números tienen “errores” es decir, si uno los mira, piensa que está viendo resultados experimentales, dado que sus valores son algo mayores o algo menores que los teóricos. El libro habla incluso de la necesidad de tener que corregir los errores experimentales. Espléndido hasta aquí. Lo malo es que cuando se calcula el valor de la constante de aceleración a partir de esos valores se obtiene el resultado correcto. Pero una bola que descienda rodando por un plano inclinado, si el experimento realmente se lleva a cabo, presenta una inercia al giro, y si se hace el experimento, producirá un valor que es cinco séptimos del correcto, a causa de la energía extra que es necesario aportar para hacer girar la bola. Así pues, incluso en este único ejemplo donde se dan “resultados experimentales”, éstos han sido obtenidos de un falso experimento. ¡Nadie hizo rodar la bola mencionada, pues jamás hubiera podido obtener tales resultados!».

«He descubierto algo más —proseguí—. Si abrimos el libro al azar, y leemos las frases de esa página, podré hacerles ver lo que pasa, a saber, que no es ciencia, sino memorismo, en todos los casos. Así pues, soy lo bastante osado como para hojear el libro, abrirlo al azar delante de ustedes, señalar un párrafo cualquiera, leerlo y hacerles ver lo que digo».

Así lo hice. Brrrrrrrp metí el dedo, abrí el libro y comencé a leer: «Triboluminiscencia. Triboluminiscencia es la luz que emiten los cristales al ser comprimidos o triturados…».

Dije: «¿Tenemos ciencia aquí? ¡No! Lo único que tenemos es la explicación del significado de una palabra por medio de otras palabras. Nada se ha dicho acerca de la naturaleza, ni cuáles son los cristales que producen luz al comprimirlos, ni por qué producen luz. ¿Han visto ustedes a algún estudiante ir a casa y comprobarlo? No puede».

«En cambio, si se hubiera escrito: Si tomamos un terrón de azúcar y lo trituramos con unos alicates en la oscuridad, se puede ver un destello azulado. Algunos otros cristales manifiestan el mismo efecto. Nadie sabe por qué. Este fenómeno se denomina “triboluminiscencia”. Seguramente alguien intente comprobarlo en cuanto vuelva a casa. Entonces aprenderá algo sobre la naturaleza por experiencia».

Recurrí a tal ejemplo para hacerles comprender mi punto de vista, pero no hubiera importado nada por dónde abriera el libro; era igual por todas partes.

Finalmente dije que no alcanzaba a ver cómo podía ser nadie educado en este sistema autopropagante, en el cual la gente aprueba exámenes y enseña a otros a aprobar exámenes, pero en el que nadie sabe nada. «Sin embargo, —añadí—, tengo que estar equivocado. Había en mi clase dos estudiantes que lograron muy buenos resultados, y uno de los físicos que conozco se ha formado enteramente en Brasil. Así pues, tiene que haber gente capaz de abrirse paso a través del sistema, a pesar de lo malo que es».

Bueno, después de mi charla, el director del departamento de educación científica se levantó y dijo: «El Sr. Feynman nos ha dicho algunas cosas que nos han resultado muy duras de oír, pero estoy convencido de que ama la ciencia, y de que sus críticas son sinceras. Así pues, me parece que deberíamos escucharle. Cuando vine aquí sabía que nuestro sistema de educación científica padecía alguna enfermedad; acabamos de enterarnos de que tenemos un cáncer». Y se sentó.

Esas palabras dieron a otras personas libertad de hablar, y se produjo un gran revuelo. Todo el mundo pedía la palabra y hacía sugerencias. Los estudiantes formaron una comisión encargada de multicopiar por adelantado las lecciones, y organizaron otras comisiones para hacer esto y aquello.

Entonces ocurrió algo que para mí fue totalmente inesperado. Uno de los estudiantes se levantó y dijo: «Yo soy uno de los dos estudiantes a quienes aludió el Sr. Feynman al final de su charla. Yo no me he educado en Brasil; yo me he educado en Alemania, y acabo de llegar a Brasil este año».

El otro estudiante que había logrado buenos resultados en mi clase tenía algo parecido que decir. Y el profesor que yo había mencionado se levantó y dijo: «Me eduqué aquí en Brasil durante la guerra, cuando afortunadamente todos los profesores se habían ido de la universidad, así que todo lo que aprendí fue estudiándomelo yo solo. En consecuencia, en realidad no se puede decir que me haya formado en el sistema brasileño».

No me esperaba eso. Sabía que el sistema era malo, pero el 100 por 100 de fallos… ¡Era una cosa terrible!

Dado que había ido a Brasil en virtud de un programa patrocinado por el Gobierno de los Estados Unidos, el Departamento de Estado me pidió que presentara un informe relativo a mis experiencias en Brasil, en el cual expuse la esencia del discurso que acababa de dar. Posteriormente averigüé merced a una confidencia que la reacción de un determinado funcionario del Departamento de Estado fue: «Esto demuestra lo muy peligroso que es enviar a Brasil a personas tan ingenuas. ¡Qué tío más bobo; lo único que puede hacer es daño! No entendió los problemas». ¡Muy al contrario! Mi opinión es que esta persona del Departamento de Estado era lo bastante ingenua como para pensar que porque vio una universidad con una lista de cursos aquello lo era.