La solución del 7 por 100
El problema consistía en hallar las leyes correctas de la desintegración beta. Al parecer existían dos partículas, llamadas tau y theta. Parecían tener masas casi exactamente iguales, pero una se desintegraba en dos piones, y la otra, en tres piones. No sólo parecían tener la misma masa, sino también la misma vida, lo cual no dejaba de ser una coincidencia harto curiosa. Aquello tenía preocupado a todo el mundo.
En una reunión de físicos a la que asistí se informó de que las dos partículas se producían en un ciclotrón a diferentes ángulos y diferentes energías, y que eran producidas siempre en la misma proporción, tantas tau comparadas con tantas theta.
Ahora bien, cabía la posibilidad, como es obvio, de que se tratase de una misma partícula, que unas veces se desintegrase en dos piones, y otras, en tres. Pero nadie estaba dispuesto a conceder que pudiera ser así, porque hay una ley llamada principio de paridad, que se basa en que todas las leyes de la física han de presentar una cierta forma de simetría —las imágenes que vemos por reflexión en un espejo son simétricas de las originales— y que en este caso concreto dice que una cosa que se descompone en dos piones no puede descomponerse en tres.
En aquel momento particular yo no estaba muy al día; iba siempre un poco rezagado. Todo el mundo parecía ser muy listo, y yo tenía la sensación de estarme quedando atrás. Sea como fuere, estaba compartiendo una habitación con un chaval llamado Martin Block, un experimentalista. Y una noche me dijo: «¿Por qué están todos insistiendo tanto en el principio de paridad? A lo mejor, la partícula tau y la theta son la misma partícula. ¿Qué pasaría si el principio de paridad fuera falso?».
Estuve pensando un momento, y dije: «Ello implicaría que las leyes de la naturaleza serían diferentes para las manos derecha e izquierda, y que habría una forma de definir la orientación de las manos derecha e izquierda por medio de fenómenos físicos. No veo eso sea tan terrible. Seguro que en algún sitio ha de tener malas consecuencias; pero no sé. ¿Por qué no les preguntas mañana a los especialistas?».
Me dijo: «No, a mí no me escucharían. Pregúntales tú».
Así que al día siguiente, en la reunión, cuando estábamos discutiendo el enigma theta-tau, Oppenheimer dijo:
«Nos hace falta oír opiniones nuevas y más atrevidas sobre este problema».
Me levanté y dije: «Voy a formular una pregunta en nombre de Martin Block: ¿Cuáles serían las consecuencias de que el principio de paridad fuera falso?».
Mucho se ha metido Murray Gell-Mann conmigo, diciéndome que no tuve coraje para hacer la pregunta en nombre propio. Pero no fue ésa la razón. Me pareció que podría muy bien ser una idea importante.
Lee, del tándem Lee y Yang, respondió algo complicado, que como de costumbre no entendí muy bien. Al final de la reunión, Block me preguntó qué era lo que Lee había dicho, y le respondí que no lo sabía, pero que por lo que había podido entrever era una cuestión todavía no resuelta, que todavía cabía una posibilidad de que el principio de paridad no fuese verdadero. A mí no me parecía que tal cosa fuera probable, pero sí pensaba que cabía en lo posible.
Norm Ramsey me preguntó si en mi opinión debería tratar de hacer algún experimento que pusiera de manifiesto una violación de la ley de paridad, y le respondí: «La mejor forma de explicarlo es: te apuesto solamente cincuenta contra uno a que no encuentras nada».
Él dijo: «A mí me basta». Pero no llegó a realizar el experimento.
Murray me dijo más tarde que estando él en Rusia dando unas conferencias, se valió de la propuesta de la violación de la ley de paridad como ejemplo de las ridículas y absurdas ideas que se le ocurrían a la gente para tratar de descifrar el enigma theta-tau.
Sea como fuere, la violación del principio de paridad fue experimentalmente descubierta, por la doctora Wu, y ello abrió todo un montón de nuevas posibilidades para la teoría de la descomposición beta. También dio vía libre a toda una pléyade de experimentos inmediatamente posteriores. Algunos de ellos mostraban electrones procedentes del núcleo con espín (movimiento de rotación) a izquierdas, y otros, con espín a derechas. Se hicieron todo tipo de experimentos, que produjeron toda clase de interesantes hallazgos al respecto del principio de paridad. Pero los datos eran tan confusos que nadie atinaba a poner las cosas en claro.
En cierto momento hubo un congreso en Rochester —la Conferencia Anual de Rochester. Yo seguía rezagado, y Lee estaba presentando su artículo sobre la violación de la paridad. Yang y él habían llegado a la conclusión de que se infringía el principio de paridad, y ahora estaban presentando la teoría que explicaba por qué.
Durante la conferencia yo me alojaba en casa de mi hermana, en Syracuse. Me llevé el artículo a casa, y le dije: «No entiendo estas cosas que dicen Lee y Yang. Todo es muy complicado».
«No —respondió ella—. No es que no lo puedas entender, sino que no lo has inventado tú. No está hecho por ti y a tu manera, a partir de la indicación inicial. Lo que tienes que hacer es imaginarte que eres otra vez estudiante, llevarte el artículo a tu cuarto, leer todas y cada una de las líneas, y comprobar las ecuaciones. Entonces lo entenderás muy fácilmente».
Seguí su consejo, estudié el artículo de cabo a rabo, y encontré que todo era muy evidente y sencillo. Había tenido miedo de leerlo, pensando que iba a ser demasiado difícil.
El trabajo de Lee me hizo recordar algo que había hecho yo mucho tiempo antes, que trataba sobre ecuaciones de asimetría lateral derecha e izquierda. Ahora resultaba casi claro, al mirar las fórmulas de Lee, que la solución de todo aquello era mucho más sencilla: todo resultaba acoplado hacia la izquierda. En los casos del electrón y el muón, mis predicciones eran las mismas que las de Lee, salvo por unos cuantos signos acá y allá. No me había dado cuenta en su momento, pero Lee había tomado solamente el caso más sencillo de acoplamiento de muones, y no había demostrado que todos los muones habrían de estar completamente hacia la derecha, mientras que según mi teoría todos los muones habrían de estarlo automáticamente. Así pues, yo tenía en realidad una predicción a mayores de las que tenía él. Yo la tenía con signos diferentes, pero no me di cuenta de que también tenía correctamente esta magnitud.
Predije unas cuantas cosas para las que todavía nadie había llevado a cabo ninguna clase de verificación experimental; pero cuando llegué al protón y al neutrón no pude hacer encajar bien mi teoría con lo que entonces se sabía sobre acoplamientos entre protón y neutrón. Era confusa, por así decirlo.
Al día siguiente, cuando volví a la reunión, un colega muy amable, llamado Ken Case, que iba a presentar un trabajo sobre alguna otra cosa, me concedió cinco minutos de su tiempo para que pudiera presentar mi idea. Yo dije estar convencido de que todo estaba acoplado hacia la izquierda, y que los signos del electrón y el muón estaban cambiados, y que seguía peleando con el caso del neutrón. Más tarde, los experimentadores me hicieron algunas preguntas relativas a mis predicciones, y después me fui a Brasil, a pasar el verano.
Cuando volví a Estados Unidos quise enterarme de cómo estaban las cosas en lo tocante a la desintegración beta. Fui al laboratorio de la profesora Wu, en Columbia, y aunque ella no se encontraba allí en aquel momento, otra de las investigadoras me mostró datos de todas clases, números caóticos de todos los tipos, que no encajaban con nada. Los electrones, que según mi modelo de la desintegración beta tendrían que haber sido emitidos con espín de rotación a izquierdas, salían con espín a derechas en ciertos casos. Nada encajaba con nada.
Cuando regresé a Caltech les pregunté a algunos físicos experimentales en qué estado se encontraba el problema de la desintegración beta. Recuerdo que tres de aquellos muchachos, Hans Jensen, Aaldert Wapstra, y Felix Boehm, me hicieron sentar en un taburete bajo, y empezaron a darme todos los hechos: resultados experimentales obtenidos en otros lugares del país y los resultados de sus propios experimentos. Dado que yo conocía a aquellos muchachos, y sabía lo muy cuidadosos que eran, presté mayor atención a sus resultados que a los otros. Aisladamente considerados, sus resultados no eran tan incoherentes; la incoherencia nacía más bien al considerar los de todos los demás junto con los suyos.
Finalmente, después de meterme en la cabeza todo aquel montón de datos, me dicen: «La situación está tan embrollada que incluso se están poniendo en tela de juicio cosas que hace años se han venido dando por establecidas, como que la descomposición beta del neutrón es S y T. Murray dice que incluso podría ser V y A; así que todo está hecho un lío».
Di un salto de la banqueta y grité: «¡En tal caso lo entiendo TOOODDDOOO!».
Pensaron que estaba de broma. Pero no. De esa forma, lo que me creaba dificultades en la Conferencia de Rochester, el que todo encajase excepto la desintegración del protón y el neutrón, quedaría resuelto. Si la desintegración fuese V y A, en lugar de S y T aquello encajaría también. ¡Tenía la teoría completa!
Armado con aquella teoría, estuve aquella noche calculando toda clase de cosas. Lo primero que calculé fue la tasa de desintegración del muón y el neutrón. Si mi teoría fuese cierta, ambas desintegraciones tendrían que guardar una cierta relación, que resultaba cierta con un margen de un 9 por 100. Un 9 por 100 es estar cerca. Hubiera debido ser más perfecta que eso, pero un 9 por 100 era bastante.
Seguí comprobando otra serie de cosas, que encajaron, y nuevas cosas, que encajaron también, y otras cosas más, que encajaron igualmente. Estaba muy excitado. Era en toda mi carrera la primera y única vez que conocía una ley de la naturaleza que nadie más conocía. Las demás cosas que había hecho anteriormente habían consistido en tomar la teoría de algún otro y mejorar los métodos de cálculo o valerme de una ecuación, como la de Schrödinger, para explicar algún fenómeno, como la superfluidez el helio. Conocemos la ecuación, y conocemos el fenómeno, ¿pero cómo funciona?
Pensé en Dirac, que durante cierto tiempo tuvo su ecuación —una ecuación nueva, que explicaba el comportamiento de un electrón—, y yo tenía esta nueva ecuación para la descomposición beta, que no era tan fundamental como la ecuación de Dirac, pero que era buena. Esta fue la única vez en que he descubierto una nueva ley.
Llame a mi hermana, a Nueva York, para agradecerle que me hubiera hecho sentarme y estudiarme el artículo que presentaron Lee y Yang en la Conferencia de Rochester. Después de sentirme incómodo y rezagado, ahora estaba en la onda; había hecho un descubrimiento, a partir tan sólo de lo que ella me había sugerido. Por así decirlo, podía volver a entrar en la física, y quería agradecérselo. Le dije que todo encajaba, salvo lo del 9 por 100.
Yo estaba muy eufórico, y seguí calculando, y venga a salirme cosas que encajaban; cosas que encajaban automáticamente, sin forzarlas. Para entonces había empezado a olvidarme del 9 por 100, porque todo lo demás estaba saliendo perfectamente.
Trabajé muy duro hasta muy entrada la noche, sentado en una mesita de la cocina, junto a una ventana. Se iba haciendo más y más tarde, quizá las 2 o las 3 de la madrugada. Estoy allí, trabajando duro, metido hasta los ojos en cálculos repletos de cosas que concordaban, y estoy pensando, concentrado, en el silencio y oscuridad de la noche, cuando súbitamente… un TAC, TAC, TAC fuerte, un golpeteo en la ventana. Miro y veo una faz blanca, pegada a la ventana, a una o dos cuartas de mí. ¡Tal fue la sorpresa y el susto que me llevé que di un grito!
Era una señorita que yo conocía, que estaba enojada conmigo porque había vuelto de unas vacaciones y no la había llamado inmediatamente para decírselo. La hice pasar, y traté de explicarle que en ese preciso momento estaba muy ocupado, y que acababa de hacer un descubrimiento, que era algo muy, muy importante. Le dije: «Por favor, vete y déjame terminarlo».
Ella respondió: «No, no quiero molestarte. Me sentaré en la sala».
Yo dije: «Bueno, está bien, pero es que estoy haciendo algo muy difícil».
Lo que hizo ella no fue exactamente ir a la sala a sentarse. La mejor manera de explicarlo será decir que ella se sentó en cuclillas en un rincón con las manos juntas, para no «molestarme». Evidentemente, su propósito era fastidiarme y sacarme de mis casillas. Y lo consiguió, pues me resultaba imposible ignorarla. Llegó a irritarme y exasperarme tanto, que ya no pude aguantar más. Tenía que hacer aquellos cálculos; estaba haciendo un gran descubrimiento, y por lo que fuere, aquello era para mí más importante que la señorita en cuestión, al menos por el momento. No recuerdo cómo logré hacerla salir, pero fue muy difícil.
Después de trabajar un rato más, se hizo muy de madrugada, y sentí hambre. Bajé andando por la calle principal hasta un pequeño restaurante que estaba a unas pocas manzanas, como ya había hecho otras veces, también de madrugada.
En ocasiones anteriores no era raro que me parase la policía, porque a lo mejor yo iba caminando, pensando, y me paraba porque a veces la idea que estás pensando es difícil y no puedes pensar y caminar al mismo tiempo; hay que asegurarse de algo. Me paraba, pues, y a lo mejor gesticulaba con las manos, diciéndome a mí mismo: «La distancia entre esto y esto es tal, y entonces dará la vuelta de este modo…». A lo mejor me quedaba así parado en la calle, moviendo las manos, cuando llegaba la policía: «¿Cómo se llama usted? ¿Dónde vive? ¿Qué está haciendo?».
«¡Oh, lo siento! Estaba pensando. Vivo aquí, y voy mucho al restaurante…». Al cabo de poco ya me conocían y no volvieron a pararme.
Así que llegué al restaurante, y mientras comía, eufórico como estaba, le cuento a una señora que estaba allí que acababa de hacer un descubrimiento. Y ella empieza: es la mujer de un bombero, o de un guardabosques, o algo así. Ella está muy sola, en fin todo eso, que no me interesaba nada. Ya ven, esas cosas pasan.
A la mañana siguiente, cuando llegué al trabajo, me fui a ver a Wapstra, Boehm y Jensen, y les dije: «Lo tengo todo resuelto. Todo encaja».
Christy, que también se encontraba allí, dijo: «¿Qué constante has utilizado para la desintegración beta?».
«Lo que da el libro de Fulano de Tal».
«Es que se ha descubierto que es errónea. Las mediciones han demostrado que tiene un desajuste del 7 por 100».
Entonces me acuerdo del 9 por 100. Para mí fue como una predicción: me había ido a casa con una teoría que decía que la desintegración del neutrón debería estar desajustada en un 9 por 100, y a la mañana siguiente me dicen que, en realidad, el valor conocido tiene que ser corregido en un 7 por 100. Sí, pero ¿cómo es la corrección, de 9 a 16, lo que sería muy malo para mí, o de 9 a 2, que sería muy bueno?
Justo entonces llama mi hermana desde Nueva York: «¿Qué hay de lo del 9 por 100? ¿Qué ha pasado?».
«Acabo de descubrir que hay nuevos datos: 7 por 100…».
«¿En más o en menos?».
«Estoy tratando de averiguarlo. Te llamo más tarde». Estaba tan nervioso que no podía pensar. Era como cuando uno va corriendo a coger un avión, sin saber si uno va retrasado o no y sin poder averiguarlo, y entonces te dicen: «Hoy es el día que se cambia la hora, por lo del ahorro de energía». Sí, pero ¿en más o en menos? Tal es tu nerviosismo que no puedes pensar.
Así que Christy se fue a un cuarto, y yo a otro, para poder estar tranquilos y pensárnoslo todo de cabo a rabo: esto va así, y esto otro asá… En realidad no era muy difícil; pero eso sí, emocionante.
Christy salió de su cuarto, y yo del mío, y ambos de acuerdo: es el 2 por 100, lo cual concuerda bien con el margen de error experimental. Después de todo, si acababan de cambiar el valor de la constante en un 7 por 100, el 2 por 100 podría ser un error. Llamé a mi hermana: «Es 2 por 100». La teoría era correcta.
(En realidad, era errónea; estaba desajustada en un 1 por 100, por un motivo que no habíamos tenido en cuenta, y que más tarde explicó Nicola Cabibbo. Así que el 2 por 100 de error no era enteramente experimental).
Murray Gell-Mann y yo escribimos un artículo, exponiendo la teoría. La teoría era bastante pulcra; era relativamente sencilla, y hacía encajar un montón de cosas. Pero como ya he dicho, había una inmensidad de datos caóticos. Y en algunos casos nos atrevimos incluso a afirmar que los experimentos incurrían en error.
Tenemos un buen ejemplo de ello en un experimento de Valentine Teledgi, quien se propuso medir el número de electrones emitidos en cada dirección cuando se desintegra un neutrón. Nuestra teoría había predicho que el número debería ser el mismo en todas las direcciones, mientras que Teledgi había encontrado que la emisión era un 11 por 100 mayor en una dirección que en las otras. Teledgi era un excelente físico experimental, muy cuidadoso. Y en cierta ocasión, estando él dando una charla en algún sitio, aludió a nuestra teoría y dijo: «¡Lo malo de los físicos teóricos es que nunca prestan atención a los experimentales!».
Teledgi nos envió una carta, que si bien no era exactamente una crítica demasiado acerba, sí mostraba claramente su convencimiento de que nuestra teoría era errónea. Al final añadía: «La teoría FG (Feynman-Gell-Mann) de la desintegración beta no es F-G». (“La teoría F. G. de la desintegración beta no es de P. M.”).
Murray dice: «¿Qué vamos a hacer con esto? Ya sabes, Teledgi es muy bueno».
Yo le digo: «Sólo esperar».
Dos días después, otra carta de Teledgi. Ahora está totalmente convertido. Nuestra teoría le hizo ver que había pasado por alto la posibilidad de que al desintegrarse el neutrón, el retroceso del protón no sea el mismo en todas las direcciones. Teledgi había supuesto que sí. Al introducir las correcciones que nuestra teoría predecía, en lugar de las que él había estado utilizando, quedaron corregidos sus resultados y concordaron plenamente con nuestras predicciones.
Yo sabía que Teledgi era excelente, y que hubiera sido difícil ir a contracorriente suya. Pero por entonces estaba yo convencido de que algo tenía que ir mal en su experimento, y de que él lograría averiguar qué era; él es mucho mejor que nosotros en ese terreno. Por eso dije que no deberíamos intentar nosotros localizar el error, sino esperar un poco.
Fui a ver al profesor Bacher, a contarle nuestro éxito, y él dijo: «Sí, ahora salís vosotros y decís que el acoplamiento neutrón-protón es V en lugar de T. Todo el mundo pensaba que era T. ¿Dónde está el experimento fundamental que dice que es T? ¿Por qué no examináis los experimentos iniciales, para descubrir en qué estaban equivocados?».
Fui y busqué el artículo original sobre el experimento que decía que el acoplamiento neutrón-protón es T, y quedé horrorizado por una cosa. Recordé haber leído ese artículo en cierta ocasión (allá por los días en que yo me leía todos los artículos de la Physical Review, cuando era lo bastante pequeña como para poderlo hacer). Y recordé, al volver a ver el artículo, haber observado una curva y haber pensado: «¡Eso no demuestra nada!».
Vean ustedes. Todo dependía de uno o dos puntos situados en el límite mismo del conjunto de datos y, por principio, un punto situado en el extremo de la serie de datos no puede ser muy fiable, pues si lo fuera, habría otro punto más allá. Y yo me había dado cuenta de que toda la teoría de que el acoplamiento neutrón-protón hubiera de ser T se fundaba en el último punto, que no es muy seguro, y que por consiguiente nada había sido demostrado. ¡Recuerdo que me fijé en ese detalle!
Y cuando empecé a interesarme directamente por la desintegración beta, me dediqué a leer un montón de informes de «expertos en desintegración beta», que decían todos que era T. No me preocupé de examinar los datos originales; me limité a leer aquellos informes, como un bobo. Si yo hubiera sido un físico bueno, cuando se me ocurrió inicialmente la idea, allá en la Conferencia de Rochester, inmediatamente me hubiera preocupado de averiguar «con cuanta seguridad sabemos que es T». Eso habría sido lo sensato. Me habría dado cuenta enseguida de que ya me había fijado antes en que no era un hecho bien demostrado.
Desde entonces nunca más he vuelto a prestar atención a los «expertos». Lo compruebo todo por mí mismo.
Cuando la gente empezó a decir que la teoría de los quarks era muy buena, formé equipo con dos doctores, Finn Ravndal y Mark Kislinger, y la revisamos entera, de cabo a rabo, sólo para comprobar que aquello estaba dando verdaderamente resultados que encajaban bien y que se trataba de una teoría notablemente buena. Nunca más volveré a cometer el error de leer opiniones de expertos. Pero evidentemente, uno solamente tiene una vida. Comete en ella todos los errores y aprende qué cosas no debe hacer. Y cuando lo sabes, es que has llegado al final.