CASTILLO DE RONCESVALLES
En el castillo preparaban una fiesta; hacía pocos días habían llegado mensajeros para preguntar formalmente si Carolus Rex, el soberano del Sacro Imperio Romano Germánico, podía pasar una temporada en el castillo junto con su escolta.
Para Arima ya no suponía una novedad que en las navidades del año anterior Carlomagno, su tutor, hubiese sido coronado emperador por el papa León III. Semejantes noticias arribaban incluso a Roncesvalles con rapidez asombrosa. Encantada, les había informado a los mensajeros que Carolus Rex siempre era bienvenido en el castillo y no pudo resistirse a la tentación de añadir que dicha bienvenida también valía para Carlomagno, rey de los francos; después se dedicó frenéticamente a preparar el castillo para la visita.
Entonces ya había sido hecho todo lo que había que hacer. Solo debía aguardar la llegada de Carlomagno y dejar que sus doncellas la engalanaran. No tenía intención de presentarse ante el emperador vestida con las prendas desgastadas que usaba cada día, y no debido a la pobreza, puesto que Roncesvalles se había vuelto pudiente, sino por comodidad y porque de ese modo era más fácil montar y salir a cabalgar si uno tenía ganas. Ciertas costumbres no se habían modificado con la edad, al contrario: se volvieron más pronunciadas.
Cuando sus doncellas consideraron que su preciosa túnica le sentaba como era debido, cepillada y libre de pelusas, Arima salió al patio del castillo. Durante unos momentos y con expresión pensativa, contempló su imagen en una de las barricas de agua situada a la sombra del adarve. En los últimos años, su pelo ya no poseía el mismo brillo castaño cuando lo iluminaba el sol y, observado con atención, se notaba la presencia de varios mechones grises. Arima suspiró y se arregló unos rizos rebeldes.
Entonces una voz áspera dijo a sus espaldas:
—Si tu imagen reflejada te desagrada, señora, es que miente. Eres tan bella como siempre.
Arima se volvió. Un calvo fornido se había acercado a ella y su amplia sonrisa dejaba ver los huecos de su dentadura. Tenía la nuca más ancha que el cráneo y ello le proporcionaba un aspecto brutal, pero su sonrisa era muy cálida.
—Si los años han sido bondadosos con alguien, lo han sido contigo, Hunald —dijo Arima, riendo.
Hunald, ahora mayordomo de Roncesvalles, se tocó la barriga.
—Pues he hecho todo lo posible, señora. ¿Quieres subir al adarve para observar? El emperador debe de estar por llegar.
Ella subió la escalera. De vez en cuando se preguntaba si un hombre tan valiente y leal como Hunald no hubiera sido un excelente candidato a paladín… si aún hubiera paladines. Carlomagno nunca había vuelto a elevar a ningún guerrero a ese rango: la idea de que fueran doce había desaparecido junto con la de que fueran nueve. Las cosas habían cambiado.
Un poco por debajo del castillo se elevaba un monumento conmemorativo junto al camino que recorría el paso. En ese momento llegó un jinete solitario junto al monumento y desmontó. A su lado, su cabalgadura parecía delgaducha. El jinete era alto y fornido y, pese a sus años, su postura era erguida, como la de un rey.
Cuando Arima llegó junto al monumento, el emperador estaba ocupado en quitar el musgo y los líquenes de una de las altas piedras. La otra ya estaba limpia. Como de costumbre, Carlomagno vestía con sencillez: había ciertas cosas que no habían cambiado.
A primera vista, el monumento parecía las ruinas de un santuario pagano: piedras altas y delgadas dispuestas en círculo. Eran doce. Carlomagno se enderezó y le lanzó una sonrisa a Arima y, cuando ella quiso arrodillarse ante él, se limitó a alzarla y abrazarla. Tras vacilar un instante, ella le devolvió el abrazo y se acurrucó contra su pecho.
Él la contempló.
—No has envejecido ni un día —constató—. Hace mucho tiempo que no nos vemos, Arima de Roncesvalles.
Ella dirigió la mirada al monumento. En la primera piedra que el emperador había limpiado solo había una inscripción: «Turpín Uí Néill», y por encima de esta, una cruz.
—Mi viejo amigo —murmuró el emperador—. ¿Qué habrías dicho si me hubieses visto llevando la corona imperial?
—Es de suponer que te hubiera aconsejado que en la mesa te la quitaras, para que no cayera en la salsa.
Con gesto burlón, Carlomagno la amenazó con el dedo. Arima se había acercado a la otra piedra y recorrió la inscripción con el dedo. Eran dos nombres, uno debajo del otro: «Roldán de Roncesvalles y Balduino de Medina Barshaluna.»
—Cada vez vuelvo a preguntarme por qué hiciste eternizar sus nombres precisamente de este modo —dijo Carlomagno.
—Porque durante un tiempo Roldán fue el señor de Roncesvalles. Tú lo convertiste en ello. Que me hubiese devuelto el castillo no cambia nada. Y Balduino… era tanto franco como orgulloso sarraceno. Debía aparecer aquí con su nombre verdadero, pero también con el lugar donde se desarrolló su vida.
—Lamento mucho todo lo ocurrido, Arima.
—Lo dices cada vez que nos encontramos.
Carlomagno suspiró.
—Es una pena que ocurra tan rara vez, porque siento que no puedo decirlo tan a menudo como quisiera.
—¿Cómo se encuentra Bertha?
El emperador se encogió de hombros.
—Tiene momentos de lucidez. Las monjas del convento se ocupan muy bien de ella.
Giró sobre sí mismo y deslizó la mirada por las cimas de las montañas que retrocedían al sur y al norte a lo largo del paso, las laderas boscosas y el resplandor de las rocas blancas y doradas que surgían entre los precipicios. De pronto sonrió.
—Cada vez que estoy aquí vuelve a desconcertarme la belleza de este lugar.
—Sí, es muy bello —confirmó Arima.
—¿Lo bastante para justificar tu sacrificio?
Ella sonrió para sus adentros. Esa pregunta a traición era típica de Carlomagno.
—Solo quien lo hace puede saber si un sacrificio merece la pena —replicó ella.
—¿Él acudirá?
—Siempre acude cuando lo llamo —dijo Arima y se apartó, como si ya hubiera percibido el golpeteo de los cascos antes de oírlos. Una nube de polvo se acercaba a lo largo del paso desde el sur.
—¿Siempre?
—Si un día no acude, sabré que me aguarda allí donde podremos estar juntos para siempre.
Carlomagno la miró a la cara.
—Tanta belleza… —dijo con sentimiento—. Y no me refiero a las montañas, al paso o a Roncesvalles. Tanta belleza… y ningún hombre que dé calidez a esa belleza durante las frías noches, ninguna risa infantil que ilumine los días tristes. Todo ello sacrificado en aras de la neutralidad de Roncesvalles.
Arima no contestó. No había nada que contestar.
—Lo siento tanto… —volvió a decir Carlomagno.
Hubo un silencio. Por fin, ella le apoyó una mano en el brazo. En las escasas ocasiones en que se encontraban siempre cumplían el mismo ritual: Carlomagno se disculpaba hasta que Arima lo consolaba apoyándole la mano en el brazo. Nunca le había dicho que le perdonaba, y ese día tampoco pudo hacerlo.
Con un dedo, él eliminó el último liquen que cubría las letras talladas del nombre de Roldán.
—Ealhwine y yo no logramos detenerlo —comentó Arima y contempló el monumento donde aparecían los dos nombres. Eso también formaba parte del ritual: ambos revivían los acontecimientos de aquel entonces—. Mientras Ealhwine me llevaba fuera del valle lateral, de algún modo él logró aflojar las correas que lo maniataban. Cuando se soltó, también se desató los pies, nos dijo adiós y regresó al galope. Ealhwine hizo lo único sensato y siguió cabalgando conmigo…
Carlomagno carraspeó y suspiró.
Arima se encogió de hombros.
—Él me amaba, pero al final el amor por su hermano fue mayor. Murió por él y para proporcionarnos la paz tanto a él como a mí.
—Y al reino —observó Carlomagno.
—No —repuso ella en tono decidido—. ¡No luchó por el reino durante su último combate, señor!
Carlomagno calló. Los jinetes que recorrían el camino del paso habían dejado atrás el convento y espoleaban sus caballos para remontar la última abrupta subida hasta el paso.
—Cada vez vuelvo a preguntarme cómo lo hizo —suspiró Carlomagno.
Arima se encogió de hombros.
—Roldán fue el más gran guerrero franco —contestó—. No le resultó difícil regresar a hurtadillas a su tienda. Allí derribó a Afdza por la espalda, lo maniató y lo alejó de la zona de peligro. Fue la única vez que derrotó a Afdza; ya no tenía miedo de ser derrotado, porque sabía que su auténtica victoria residiría en su derrota. Supongo que el obispo Turpín lo ayudó. Ambos eran los últimos paladines… puede que Turpín deseara caer a su lado y no junto a Afdza, a quien apreciaba pero de quien no se sentía tan cercano como de Roldán.
Los jinetes habían alcanzado la cima del paso y giraron para dirigirse al monumento. Formaban una mezcla variopinta vestida con prendas francas, vasconas y sarracenas, pero aun así presentaban un aspecto homogéneo: como si hubiesen adoptado lo mejor de los tres pueblos y constituido algo nuevo. Eran una docena. Un jinete se separó del grupo e impulsó a su caballo ladera arriba. Cuando los alcanzó, desmontó, abrazó a Arima y ambos se besaron. Después se arrodilló ante el emperador, que lo instó a ponerse en pie y lo abrazó.
—Sobrino mío —dijo. Sonreía, pero Arima vio lágrimas brillando en sus pestañas.
Rodeó el talle del jinete con el brazo y lo contempló. Con el paso de los años, la cicatriz que le atravesaba la cara casi había desaparecido, sus cabellos ya no eran tan largos como antaño y el negro resplandeciente se había convertido en un gris sedoso.
—Hemos traído un jabalí para ti, señor —dijo Afdza sonriendo—. Asaremos la carne, claro está, y si tus médicos tienen algo que objetar, los enviaremos a la plataforma de la torre del homenaje durante tu estadía.
—Los médicos siempre tienen algo que objetar —refunfuñó Carlomagno.
—Entremos —dijo Arima—. Todos se mueren de ganas de conocer al nuevo emperador del Sacro Imperio Romano Germánico.
Remontaron el prado hasta la puerta del castillo acortando el sinuoso sendero que conducía hasta allí, Arima y Afdza aún cogidos del brazo. Si bien no lo miraba, Arima percibió la sonrisa de su amado al igual que desde el principio, y alzó la mirada para contemplarlo.
—Yo también me muero de ganas —dijo ella, sin preocuparse de que Carlomagno la oyera.
—He walá bahebak habibi —dijo Afdza Asdaq, como siempre—. Juro por Dios que te amo, estrella mía.
Y como siempre, permanecería un par de días en el castillo, tiempo en que ambos reirían juntos y se amarían; después, él y sus hombres se volverían inquietos o les llegaría una noticia: una caravana se encontraba en dificultades, habían atacado una granja solitaria, o un par de cascarrabias se habían peleado en ese lugar de encuentro de tres pueblos: los sarracenos, los francos y los vascones. Y entonces él volvería a abandonarla e intervendría con sus hombres, que eran una mezcla de los tres pueblos. Ese día solo lo acompañaban una docena, pero a lo largo de los años, su grupo había adquirido el tamaño de una Scara Francisca y era igual de respetado y temido.
Afdza Asdaq jamás regresó junto a Solimán, ya no era el comandante en jefe ni el verdugo del valí. Era su propio amo en esas montañas salvajes, maravillosas e indómitas y, a su manera, se encargaba de mantener la paz, al igual que Arima hacía lo suyo. Y cada dos meses llegaba a Roncesvalles y durante unos días ambos olvidaban su soledad y simulaban que la vida era sencilla, como si la muerte de miles de hombres, la élite del reino franco y del héroe más grande que jamás tendrían los francos hubiese logrado cambiar un poco la estupidez del mundo.
Dejaron atrás las doce piedras del monumento recordatorio, dos limpias, las otras todavía cubiertas de musgo y líquenes. Arima sabía que cuando Carlomagno abandonara Roncesvalles, las habría limpiado todas con sus propias manos. Recorrería los nombres con el dedo y los susurraría para sus adentros. Tal vez volviera a verlos a todos ante sí, de pie a derecha e izquierda de su trono: Gereon, Berengar, Gerold, Samo, el viejo Anskar, Gerbert de Roselló, Otker de Aregaua, Beggo de Septimania, Remi de Vienne, el obispo Turpín y su sonrisa irónica, Ganelón… y Roldán, el más grande guerrero franco, el más grande paladín. El último paladín.
Carlomagno limpiaría las piedras y tras su partida los líquenes y el musgo volverían a cubrir los nombres, y algún día alguien acudiría y volvería a limpiarlas hasta que las piedras se desmoronasen y cayeran, porque una piedra no servía para albergar historias heroicas. Para ello era mucho mejor el pergamino.
Entonces la columna formada por el séquito de Carlomagno salió del bosque por debajo del paso, encabezada por un jinete que se aferraba a la silla de montar, de espalda encorvada y una corona de cabellos blancos mecidos por la brisa. Arima se separó de Afdza y corrió prado abajo al encuentro del jinete.
—¡Ealhwine! —exclamó, feliz—. ¡Me alegro tanto de volver a verte!
Asustado, el caballo del erudito pegó un brinco y su jinete casi se cae de la silla. A su lado, un joven monje evitó que el anglosajón cayera. Ealhwine no se dejó impresionar, luchó por recuperar el equilibrio y gritó:
—¡Yo también me alegro, Dúnaelf! ¡No sabes cuánto! ¡Por fin he escrito toda la historia! ¡En una escritura totalmente nueva, Dúnaelf! ¡En mi escritura totalmente nueva!