CASTILLO DE RONCESVALLES

Cuando los guardias de la puerta anunciaron la llegada de un jinete, Arima se encontraba en el patio. Era temprano por la mañana, pero ella no había logrado conciliar el sueño; debía de sentirse como el guerrero que sobrevive al ataque del enemigo y que, conmocionado, confuso e inseguro, procura adaptarse a la idea de que la lucha continúa.

A diferencia de Roldán, el sarraceno había permanecido en Roncesvalles, pero se había generado un malestar imposible de ignorar. De vez en cuando ella intuía los pensamientos de Afdza y lo que veía era lo mismo que ella también pensaba y sentía: que habían cometido traición. En parte, una traición a Roldán, a quien Arima pertenecía por derecho y quien, gracias a su gran corazón y su valor aún mayor, había renovado su amistad con Afdza cuando los sarracenos partieron de Patris Brunna con cajas destempladas. En parte, una traición a la lealtad de Arima para con Carlomagno y a una traición de Afdza a sus propios conceptos de moral y decencia. Y, sobre todo, una traición al amor de ambos. Mas no porque Arima hubiera dormido una noche entre los brazos de Afdza, tan intacta como si fuera su hermana, y tampoco porque en aquella fatídica mañana Afdza hubiese derribado a Roldán en vez de tratar de explicarle la situación.

La traición consistía en que, tras la repentina aparición de Roldán, ambos ya no osaron dar el último paso y consumar su amor. Cada vez que lo contemplaba, Arima era capaz de ver cuánto la ansiaba Afdza; y ella también lo anhelaba, con tanta intensidad que por las noches se revolvía en su lecho, ansiosa y sin poder conciliar el sueño. Pero ninguno de los dos osaba acercarse al otro, ambos aguardaban que el otro diera el primer paso… y el tiempo transcurría. El amor supone confiar en que los designios del corazón son lo correcto y tener el valor de obedecer a su llamado. Ellos no lo habían hecho, y así traicionaron su amor.

Al final, Afdza fue a despedirse de ella. Sus guerreros sarracenos ya estaban reunidos delante de la puerta de Roncesvalles. Afdza se arrodilló e inclinó la cabeza, y durante un momento ella temió el significado de aquel ritual: la reverencia del guerrero ante la señora a la que ha servido durante un breve lapso, nada más. Pero entonces Afdza permaneció inmóvil en esa posición hasta que ella le preguntó qué ocurría.

—Si me incorporo y te contemplo, ya no podré separarme de ti —susurró él.

Arima cayó de rodillas ante él, lo abrazó y lo besó con tanta pasión y anhelo que se quedó sin aliento y durante un breve momento su deseo superó el dolor de la despedida. Si los guerreros no lo hubieran aguardado en el exterior del castillo —y en ese instante Afdza lo tenía muy claro—, la hubiese llevado en brazos a su habitación y se hubieran amado hasta que el cielo se precipitara sobre la tierra y las montañas ardieran en llamas. Y de pronto ella comprendió que Afdza había aguardado a que sus guerreros se reunieran fuera del castillo por ese motivo. Él la miró intensamente a los ojos una vez más, luego se incorporó, cruzó la puerta, montó a caballo y se marchó junto con sus hombres… El sarraceno era el hombre más decente que había conocido, su hombre, su compañero del alma, el hombre al que no volvería a ver jamás.

Abu Taur se quedó en Roncesvalles. Aquel sarraceno, que no podía morir ni sanar de verdad, que ya no estaba devorado por la fiebre sino por el reconocimiento de su propia derrota y traición, no comprendía por qué Afdza Asdaq lo había dejado con vida. Afdza había dejado su suerte en manos de Arima, que no fue capaz de ordenar que le dieran muerte pese a que era culpable de la tragedia acaecida en el castillo. Por eso lo hizo trasladar al convento situado por debajo del paso. Arima lo hizo así porque tenía claro lo que pronto ocurriría y que si lo encontraban en el castillo significaría la muerte segura para Abu Taur.

Poco después llegaron los guerreros francos esperados y ocuparon el castillo en nombre de Carlomagno. Su comandante era Ganelón, que estaba pálido y flaco, y más nervioso que nunca. Su disgusto por la misión era tan evidente que ella le apoyó una mano en el brazo y le dijo que no se lo tomaba a mal. El paladín escuchó sus palabras con alivio y nombró comandante del castillo a un centenarius. Luego, más que marcharse, huyó de allí.

Arima casi se sintió agradecida por el paso dado por Carlomagno, pues le provocaba la consabida ira que siempre la invadía cuando le faltaban al respeto. Aunque desde un punto de vista estratégico resultaba comprensible que Carlomagno ocupara el castillo, no dejaba de suponer una desconsideración hacia la reclamación de posesión de Arima y también hacia Roldán, que nominalmente era el señor de Roncesvalles.

Al principio su ira se dirigió contra Roldán, del que había esperado que se hiciera cargo del castillo. Eso al menos hubiera tenido visos de normalidad: el nuevo señor del castillo a quien su prometida le entregaba el castillo. Pero al parecer, Roldán estaba demasiado ofendido o era demasiado cobarde, o bien estaba ocupado con cosas más importantes. No obstante, a medida que transcurrían los días ella comprendió que Roldán se había visto obligado a reaccionar tras encontrar a Afdza y su prometida en la cama. No podía silenciar el hecho; demasiados hombres lo habían visto llegar al castillo aquella catastrófica mañana. Como prometido de Arima y señor del castillo debería haber impuesto un castigo. El castigo por la infidelidad de una mujer era la muerte por estrangulamiento. Nadie hubiese acusado a Roldán de crueldad, al contrario: si no hubiese hecho nada, habrían cuestionado su honor. Era de suponer que Roldán, sumido en su dolor, había pensado y actuado con la misma decencia que Afdza cuando se marchó.

Después la ira de Arima se dirigió contra el rey y la sumió en una confusión todavía mayor, porque la lealtad a Carlomagno estaba tan arraigada en ella que su propio enfado le parecía un pecado. Su inquietud hizo que se inmiscuyera cada vez más en los asuntos del castillo, de los cuales en realidad debía ocuparse el centenarius de Ganelón. Por lo visto, el guerrero había recibido la orden de tratar a Arima con guante de terciopelo, pues sus objeciones se volvieron cada vez más débiles a medida que Arima no dejaba de demostrarle cuánto más eficaz resultaba el régimen de la señora del castillo.

Y así, la guerrera que habitaba en el interior de Arima, por encima de la cual había pasado el destino como una oleada de caballeros lanzados al ataque, herido, desorientado y casi paralizado por el impacto, cogió el escudo y la espada y se preparó para seguir enfrentándose a la batalla.

Esa era la situación cuando Roldán llegó a Roncesvalles.

Los guardias de la puerta volvieron a informar cuando el centenarius salió del edificio principal y Arima se quedó atónita al oírlo:

—Es el comes Roldán, señor.

—Dejadlo pasar —dijo sin reflexionar, antes de que el centenarius pudiera reaccionar. Cuando sus hombres le lanzaron una mirada interrogativa, el centenarius asintió con expresión resignada.

Roldán estaba cubierto de polvo y sudado, y los espumarajos de su agotado caballo le manchaban la ropa. Los guerreros se apiñaron en torno a él y le preguntaron por el desarrollo de la campaña militar, pero Roldán se abrió paso y se plantó ante Arima. Entonces ella vio que apenas lograba tenerse en pie y que su respiración era agitada. Tenía el pelo más largo, la barba le oscurecía las mejillas y la contemplaba con mirada escrutadora. Arima se refugió en el saludo formal.

—Con Dios. Sé bienvenido, señor.

Durante un instante temió que hubiese venido para exigir que la castigaran e incluso pensó: «Pero los hombres que estaban aquí en verano durante mi supuesta infidelidad ya se han marchado. ¡No tiene testigos!» Entonces lo miró a los ojos y comprendió que Roldán no había acudido en busca de venganza, y al ver el amor desesperado que reflejaba su mirada sintió una punzada en el corazón.

—Hemos tomado Iruña —dijo Roldán, jadeando; era evidente que no sabía cómo decir lo que quería.

—¿Cabalgaste de Iruña hasta aquí? —exclamó Arima, asombrada.

—Durante un día y una noche —contestó él y se estremeció—. Partí el día después de la batalla, y a decir verdad… —Se tambaleó y de pronto cayó de rodillas, como si las fuerzas lo hubieran abandonado—. Creo que caeré muerto en cualquier momento. No he dormido nada y…

«… y estoy segura que antes luchaste como un salvaje», pensó ella y volvió a sentir la misma atracción de antaño, al tiempo que constataba cuánto se parecían Roldán y Afdza: esa energía inacabable que siempre estaban dispuestos a derrochar por ella. Afdza con elegancia, Roldán más bien con violencia, pero ambos siempre dispuestos a seguir los designios de su corazón.

Roldán le lanzó una mirada. Se había enjugado la cara sudorosa con las manos y dejado unas huellas mugrientas.

—Lo siento mucho… —dijeron ambos al unísono.

Arima se dio cuenta de que estaba sonriendo. Roldán suspiró, pero él también sonreía.

—Afdza se comportó como un amigo, eso fue todo —dijo ella.

Él adoptó una expresión seria.

—No quiero hablar de Afdza —replicó—, pero quiero pedirte disculpas.

—Y yo quiero disculparme porque en aquel momento no recibí mejor al señor en mi castillo y en mi vida. —Y se acuclilló a su lado—. Fue indigno.

Roldán quiso replicar, pero ella hizo un gesto negativo con la mano.

—Sé que en verano hiciste un esfuerzo tremendo para llegar aquí lo antes posible para protegerme de Scurfa.

—Llegué demasiado tarde —reconoció Roldán con amargura—. Afdza fue más rápido que yo. Igual que en Susatum —añadió, carraspeando—. Y que en tu corazón.

Arima no respondió, porque no había nada que responder.

—El segundo siempre lleva las de perder —dijo Roldán—. Arima… —Se interrumpió y la contempló. De pronto su mirada expresó un temor mayor que cuando formaba parte del muro de escudos y aguardaba el ataque del enemigo—. Se trata de… quiero decir… ¿amas a?… —No pudo acabar la frase y agachó la cabeza.

Arima comprendió qué intentaba preguntarle, pero ¿qué podía contestar? ¿«Os amo a ambos, pero tú solo estás en mi corazón, mientras que él está en mi alma»? Roldán tenía razón: el segundo siempre llevaba las de perder.

Arima se alegró de que no hubiese formulado la pregunta. Se puso de pie, lo cogió del brazo y le ayudó a levantarse. Después le rodeó las caderas con los brazos, se acurrucó contra él y susurró:

—Me alegro de que estés aquí, señor.

Solo después de pronunciarlas se dio cuenta de que eran palabras absolutamente sinceras, y de pronto le resultó incomprensible que hubiese aguantado el vacío de las últimas semanas sin volverse loca.

Arima encontró a Roldán en la plataforma de la torre del homenaje; estaba apoyado contra la balaustrada contemplando las estrellas que lucían en un cielo azul oscuro con un brillo que solo se apreciaba allí, en el cenit del paso: una resplandeciente diadema en la frente del firmamento, un torrente de diamantes de fulgor infinito, un camino real sembrado de luces que conducía a un reino allende la noche.

Arima había hecho preparar un baño para Roldán, sin decirle que había aprendido a disfrutar de ese lujo a través de Afdza; le había servido lo mejor que albergaban las despensas del castillo; lo había dejado dormir y después hablar con los guerreros, y por fin llegó a saber con cuánta astucia él, Remi, Otker y Beggo habían derrotado a los defensores de Iruña. Durante todas esas horas jamás estuvieron solos y Arima se alegró de ello, porque notaba un incomprensible deseo de estar a solas con él. En Patris Brunna solo había sentido un afecto casi fraternal por Roldán; pero ahora, en medio de su soledad y su nostalgia por Afdza, de pronto había algo más. Solo era una chispita en comparación con el fuego que ardía en su corazón cuando pensaba en el sarraceno, pero la chispita estaba allí y, tras todas esas semanas de vacío, le entibiaba inesperadamente el corazón.

Allí arriba, en la plataforma, por fin estaban a solas. El guardia de la torre del homenaje había bajado y se encontraba en el adarve. Al parecer, Roldán lo había eximido de sus obligaciones. Arima tomó asiento junto a su prometido.

—Mañana de madrugada volveré con el ejército —dijo él—. Le prometí a Carlomagno que estaría presente cuando el ejército reanudara la marcha.

Arima asintió. No había esperado otra cosa.

—Tuve que venir, no pude evitarlo.

—Te lo agradezco —contestó ella en voz baja.

—Todos actúan como si yo hubiese ganado la campaña militar —dijo Roldán—, pero ni siquiera fue la batalla definitiva.

—¿Qué dijo Carlomagno al respecto?

—Les preguntó a ambas centurias de infantería y a sus centenarius si querían permanecer bajo mi mando. Como respuesta, me subieron a un escudo y cargaron conmigo a través de las callejuelas de la ciudad. Ahora no solo estoy al mando de un grupo de scariti, sino también de mi propio muro de escudos. Solo hay otro paladín al que Carlomagno le ha concedido tal honor.

—¡Lo dices como si lo lamentaras!

—¿No me preguntas quién es el otro paladín?

Al escuchar su tono, Arima no tuvo que reflexionar mucho.

—¿Ganelón?

—Antes ambas centurias estaban bajo su mando y cuando urdí mi plan solo pude dirigirme directamente a los centenarius cuando el comandante no estaba presente, de lo contrario hubiera supuesto una ofensa no pedir previamente su permiso. Carlomagno había ordenado a Ganelón que asegurara la zona junto con sus jinetes, así que estaba ausente. Ahora Ganelón cree que me dirigí a sus hombres adrede, para humillarlo, y que Carlomagno estaba de acuerdo. Ganelón cree que lo detesto.

—¿Por qué lo cree?

—Porque en cierta ocasión se lo dije. Fue cuando llegó la noticia de la muerte de mi padre. Le eché la culpa a Ganelón; yo era un mocoso y Ganelón me quería como si fuera su hijo, no solo su sobrino. Creo que entonces algo se quebró en su interior. Una maldición afecta nuestra relación; da igual lo que yo haga para ayudarle, él siempre lo toma como una humillación.

—Él se oponía a emprender esta campaña militar, ¿verdad? Considera que la victoria es imposible y entonces apareces precisamente tú y ganas la primera batalla importante.

Roldán asintió con aire entristecido.

—Con sus propios guerreros, y sin haberle pedido permiso para que participaran en la misión.

—Pues entonces es normal que te deteste.

—Creo que es el hombre más solitario del mundo —murmuró Roldán y encogió las rodillas. Después de un rato volvió la cabeza y la contempló.

»Ganelón no tiene buena estrella. No cometió ningún error y sin embargo ha perdido mucho. Eso es lo que lo vuelve solitario, Arima. Yo preferiría morir en el campo de batalla que ser un perdedor solitario…

—Tú no morirás en ningún campo de batalla ni vivirás como un perdedor solitario —repuso ella, y le rozó la mano, que temblaba.

—Te amo —dijo él en voz baja.

—Lo sé.

Entonces él se inclinó y la besó. Al principio ella se resistió, pero tras unos instantes empezó a devolverle el beso. De pronto la chispa que se había encendido en su corazón debido a su presencia se avivó en su bajo vientre. Se separó de él, se puso de pie y le tendió la mano. El corazón le palpitaba, las piernas amenazaban con dejar de sostenerla y sin embargo era como si flotara. Confuso y excitado, él alzó la mirada.

—Ven conmigo, señor —susurró ella—, y sé bienvenido en mi cama.

No sintió dolor, solo una breve punzada cuando él la penetró y aceptó el regalo que en realidad estaba destinado a Afdza Asdaq. Solo existía la ternura de Roldán allí donde ella la necesitaba, y su pasión allí donde ella la anhelaba. El pudor estaba ausente. Ella no tenía experiencia y él mucha, así que ella aceptó gustosa lo que él le enseñaba, y dio y recibió placer. Ambos se fundieron en un único cuerpo, hasta que Arima ya no supo dónde acababa el suyo y empezaba el de Roldán. Percibió sus manos, su lengua, su piel, saboreó sus besos y su ardor y dejó que él saboreara los suyos. Se amaron como leones salvajes y con la delicadeza de los amantes que acaban de conocerse, y se dieron satisfacción hasta que las estrellas comenzaron a palidecer en la ventana y una bruma gris cubrió el cielo.

Cuando el primer sol tiñó las cimas de las montañas Arima estaba sentada en la sala leyendo las líneas que había garabateado apresuradamente en un trozo de pergamino. Estaba tan concentrada en reprimir los sentimientos que bullían en su interior que ni siquiera notó que las lágrimas le humedecían las mejillas. Los había engañado a todos: a Afdza, porque lo que le quería dar a él se lo había dado a Roldán; a Roldán, porque toda la noche había procurado imaginarse que él era Afdza; y a sí misma, porque se había convencido de que todo ese enredo podía salir bien. Pero cuando Roldán se durmió a su lado, comprendió que había cometido un error.

Bostezando, Roldán apareció en la sala, se acercó y, al ver sus lágrimas, la miró perplejo.

—¿Qué pasa…? —empezó.

Arima derramó una gota de lacre —que había calentado en la llama de la vela— en el pergamino y luego presionó su anillo en el lacre. Para ella era importante que él la viera hacerlo. Después le tendió el pergamino sin decir nada.

Roldán hizo una mueca.

—¡Ay, Arima, soy incapaz de leerlo!

Ella había confiado en no tener que leerle lo que había escrito. Entonces, al releer las palabras, notó con cuánta frialdad las había formulado para poder escribirlas. El dolor que la torturaba era peor que una puñalada. Cuando le explicó lo que significaba aquel pergamino, su propia voz le sonó extraña.

—Este documento te convierte en señor del castillo de Roncesvalles —dijo.

Hubiera resultado más fácil si él hubiese sido como muchos hombres. Si hubiese bromeado y dicho: «Pero ¡si ya lo soy! Y anoche lo sellamos bastante más que con una gotas de lacre.» Pero Roldán calló, se limitó a mirarla y el buen humor se desvaneció lentamente de su rostro.

—Cometí un error —susurró ella—. Intento ponerle remedio regalándote Roncesvalles.

—Ya me has hecho un gran regalo…

Arima asintió.

—Pero no me das… lo único que realmente deseo, ¿verdad? —añadió él, también susurrando.

Ella negó con la cabeza.

—Mi corazón y mi alma le pertenecen a él. Lo que sucedió anoche no lo ha cambiado en absoluto.

Roldán aceptó el documento mediante el que ella le daba su bien más preciado. Lo contempló y deslizó la mirada por las líneas que no sabía leer.

—Una vez que haya acabado la campaña militar, lo haremos certificar por Carlomagno y por la Iglesia —dijo ella.

—No, no lo haremos —contestó Roldán en tono apagado, acercó el pergamino a la llama de la vela y observó cómo la llama lo consumía. Dejó caer el resto al suelo y desparramó las cenizas con el talón desnudo.

Cuando Roldán abandonó Roncesvalles, ella lo siguió desde el adarve con la mirada hasta que desapareció en el bosque por debajo del paso. Después regresó a su habitación y dio rienda suelta a sus lágrimas y su dolor. En vez de ponerle remedio al asunto, había sellado definitivamente el destino de ambos hombres. Porque Roldán haría todo lo posible por matar a Afdza… o este lo mataría a él.