PATRIS BRUNNA
El castillo palatino más nuevo de Carlomagno se elevaba en una meseta de escasa altura por encima de una extensa zona de fuentes en la que muchos arroyos y arroyuelos se unían formando un río. El curso del río era breve; tras un recorrido de una hora a pie se derramaba en una corriente mayor que fluía a través de la comarca. Los sajones, que hasta el año anterior habían sido los amos de dicha comarca, llamaban Lipia al río grande; al pequeño, al que no consideraban merecedor de un nombre, lo llamaban sencillamente pader en su lengua: «agua».
En gran parte, el castillo estaba en obras; el edificio principal estaría terminado a tiempo para la asamblea del reino, pero la iglesia del Salvador solo consistiría en cuatro paredes y carecería de techo. Por encima del bajo terraplén del Pader se elevaba una muralla y el resto de la amplia construcción estaba rodeada de la empalizada habitual. Los únicos edificios de piedra del castillo eran el principal y la iglesia, y en cuanto al primero, lo único que estaba acabado era el aula regia, la gran sala; el ala de las viviendas, adjunta y en ángulo recto, era de madera, al igual que las dependencias del servicio y los establos junto a la muralla. El claustro destinado a los monjes benedictinos, a quienes Carlomagno había dado permiso para fundar un convento en ese lugar, aún estaba en construcción. Los monjes, intrépidos como todos los irlandeses, pernoctaban en una tienda junto a una pared de la iglesia y parecían encontrarse a gusto allí.
Los francos, que entonces eran los nuevos amos del lugar, habían adoptado el nombre sajón del pequeño río y se lo adjudicaron al castillo que el rey hacía construir: Patris Brunna; el castillo junto al río Pader. Sin embargo, la mayoría lo denominaba «Karlsburg»: el castillo de Carlos. Una denominación más fácil de recordar.
«Y así —pensó Roldán, de pie junto a la iglesia del Salvador, empuñando una lanza y con la mirada dirigida al resto de edificios—, el pueblo y la comarca se funden entre sí: en lo pequeño, como siempre. Nosotros adoptamos los nombres, algunas costumbres, las mejores recetas de comidas e introducimos las mujeres más bellas de los pueblos conquistados en nuestros lechos, y poco después ya hemos olvidado que los nombres no eran los nuestros y que antes ignorábamos que es posible añadir nabos y especias al agua de la cocción porque entonces la carne sabe mejor… y que los jóvenes y las muchachas a los que llamamos francos solo son medio francos, porque sus madres eran normandas, aquitanas, gasconas, longobardas y sajonas.»
Roldán no se oponía a ello. Él mismo era medio normando; Milan, su padre, había sido un noble normando. No obstante, lo consideraban un franco aunque entre el pueblo de Carlomagno solo se le daba importancia al origen paterno. Pero la madre de Roldán era Bertha de Laon, la hermana de Carlomagno, y el estrecho parentesco convertía el pequeño inconveniente del origen extranjero de su padre en algo secundario.
Lo cual no significaba que de vez en cuando había que demostrar que uno era más franco que todos los francos juntos.
—No sé, no sé —murmuró Remi de Vienne, y su mirada osciló entre la lanza de Roldán y la iglesia, haciéndolo regresar al presente—. No lo lograrás. Solo pesas la mitad que Puvis y ese ya tuvo que esforzarse por arrojar la lanza hasta allí.
—¿Qué estás murmurando, Remi? —gritó Puvis, de pie entre sus seguidores como si fuera un rey—. ¿Acaso le indicas cómo sostener la lanza?
—¡Intento evitar que arroje la lanza y te dé a ti! —gritó Remi—. Temo que no vuelvas a descender si sales volando porque tu cabeza hueca es demasiado liviana…
Los espectadores rieron y también los seguidores de Puvis. La pertenencia al campamento no significaba que uno no se alegrara por una buena broma, aun cuando procediera del otro campamento.
Roldán le guiñó un ojo a Remi de Vienne, su más íntimo amigo, y luego miró en torno: ya se habían reunido varias docenas de mirones y también los trabajadores manuales habían interrumpido su tarea para observar la competición. Un par de hombres parecían mercaderes ambulantes; una suposición que resultó cierta cuando Roldán vio que intercambiaban monedas entre ellos: apostaban por ambos adversarios. El Karlsburg se encontraba en el centro de la conexión este-oeste más importante del reino de los francos, en el Hellweg, la ruta más importante que conducía desde el Rin hasta la frontera oriental de la recién conquistada comarca de los sajones. A media hora a pie del castillo, otra importante arteria atravesaba el Hellweg: la Via Regia que transcurría desde el castillo palatino junto al vado de Frankenfurt situado al sur hasta la costa del Mare Germanicum al norte. Allí se había establecido el pequeño asentamiento de donde procedían la mayoría de los trabajadores reclutados para la obra en construcción.
—¿Por qué siempre se reúne medio mundo en cuanto alguien me desafía? —preguntó Roldán.
—Bueno… por una parte eres el sobrino del rey y por la otra hasta ahora nadie te ha vencido —dijo Remi con una amplia sonrisa, y murmuró—: Y por eso también te aconsejaría que idearas algo. No podrás arrojar la lanza desde aquí hasta la iglesia. Puvis solo lo logró a duras penas. No querrás que después digan que eres un fracasado.
Roldán se encogió de hombros.
—Cuantos resultan vencidos son unos fracasados. Además, ¿no te parece que es un poco tarde para idear algo?
Puvis se puso en posición y gritó:
—¿Y ahora qué ocurre, Roldán? ¿La arrojas, sí o no? ¿O prefieres abandonar?
Los espectadores soltaron carcajadas.
—¿Es que tienes tanta prisa por verte obligado a reconocer que soy mejor que tú? —repuso Roldán y el público rio más.
Con una sonrisa de desprecio, Puvis le mostró los dientes.
Roldán alzó su arma y la sopesó. Era una lanza de caza de punta dura y garfio característica de la ango, la lanza guerrera de la infantería franca. La ango era pesada porque solo era arrojada a poca distancia, pues debía dejar fuera de combate al enemigo con su punta metálica flexible incluso cuando el golpe no resultaba mortal. En comparación, la lanza de caza era ligera y delgada, pero hasta para Roldán los cien pasos hasta la iglesia suponían una distancia considerable. La lanza arrojada por Puvis estaba clavada a media altura entre las piedras, por poco no se había clavado delante de la iglesia sin alcanzar su diana. Aunque Roldán era de mayor estatura que todos los presentes —por lo visto había heredado la gran estatura de su tío Carlomagno—, Puvis pesaba al menos una vez y media más que él: era el típico guerrero franco, fornido y de cuello de buey, de músculos duros como el acero bajo las capas de grasa. ¿Cómo podía confiar Roldán en superarlo?
Entre los guerreros francos, los desafíos estaban a la orden del día. Siempre había uno que intentaba demostrar que era mejor que otro. En una sociedad en la que hasta el rey solo gozaba de respeto si tenía éxito, la competición formaba parte de la vida normal. Y él, Roldán, siempre era desafiado. Lo que Remi había omitido mencionar debido a la amistad que los unía era el tercer motivo: puede que su tío lo hubiera reconocido con todo derecho como un auténtico franco, pero los guerreros de su séquito no dejaban de obligarlo a demostrar que era merecedor de dicho honor.
Y por eso Puvis, el hermano menor de Gerbert de Roselló, uno de los muy célebres paladines del rey, lo había desafiado a una competición con lanza. Casi todos los duelos entre los francos empezaban de ese modo: un duelo deportivo en el cual los adversarios no se tocaban ni un pelo. Las cosas solo iban a mayores después, si los campamentos de ambos contendientes ponían en duda el resultado, se quejaban de algún engaño y luego se enzarzaban alegremente repartiendo puñetazos. Roldán volvió a sospesar la lanza y calculó la distancia hasta la pared de la iglesia. Solo podría intentarlo una vez… y la posibilidad de alcanzar la iglesia era nula.
Entonces clavó la lanza en el suelo y se alejó con paso firme. Tanto Puvis como Remi se quedaron atónitos, los espectadores se burlaron y silbaron. La mayoría de los mercaderes adoptaron una expresión disgustada: todos habían apostado por Roldán.
—¡Ha abandonado! —chilló Puvis—. ¡Soy el ganador! Todos lo habéis visto, ¿verdad? He ganado. Roldán es un fracasado.
Remi apretó los puños.
—¡Repítelo y te daré tal paliza que tu propio perro no te reconocerá!
—Roldán es un…
—¿A qué se debe tanto alboroto? —preguntó Roldán, que volvió a acercarse abriéndose paso entre los presentes—. Solo he ido en busca de una lanza que se adapta mejor a mi manera de lanzarla.
Los espectadores se quedaron boquiabiertos, porque el arma que traía Roldán era la pesada lanza de jinete de uno de los guardias apostados en la puerta del castillo. Era muy larga y no servía para ser arrojada sino para derribar al adversario de la silla de montar. El asta era mucho más gruesa que la de una lanza normal y en la empuñadura y en el punto donde el jinete la sujetaba contra la axila estaba envuelta en cintas de cuero.
Roldán indicó la lanza de Puvis clavada en la pared de la iglesia.
—¿Pretendes que eso es una lanza? —gritó y alzó la suya—. ¡Esto sí es una lanza!
El griterío de los espectadores era indescriptible. Puvis se quedó boquiabierto. Los mercaderes sacaron más monedas de sus talegos e hicieron nuevas apuestas; entretanto, varios guerreros y trabajadores se habían unido a ellos. Roldán se puso en posición.
—Estás loco —murmuró Remi a su lado.
—Cuando no tienes ninguna posibilidad, dobla la apuesta —murmuró Roldán.
Apoyó el asta en un hombro, perfeccionó el agarre, dio un par de pasos, volvió a bajar la lanza, le dedicó una sonrisa al público y le guiñó un ojo a una criada que permanecía entre los trabajadores. Esa era la impronta de Roldán: comportarse como si todo lo que hacía supusiera una gran diversión. Los espectadores le respondieron vociferando y riendo. Volvió a alzar la lanza, disimuló que el corazón le latía desbocado y que desearía encontrarse a mil millas de allí y luego dio dos, tres, cuatro rápidos pasos hasta la marca y arrojó la lanza soltando un grito estentóreo.
Del público se elevó una ronca exclamación. La lanza trazó una parábola perfecta, descendió y de repente perdió verticalidad, como si se deslizara por un colchón de aire, incluso a mayor velocidad… hasta que hizo blanco contra la iglesia muy por encima de la de Puvis, atravesó la pared y se quedó clavada cimbreando. Una exclamación indignada en irlandés reveló que casi le había dado a alguien; los espectadores miraron boquiabiertos hacia la iglesia y Roldán se volvió. Entonces la lanza de Puvis se desprendió de la pared y cayó al suelo.
La multitud de espectadores soltó un rugido más sonoro que una horda de sajones lanzados al ataque: silbidos, alaridos, risas, gritos triunfales de «¡Roldán!», entre ellos los que habían ganado la apuesta y que, sonriendo de oreja a oreja, se embolsaban las monedas.
—¡Fue un engaño! —bramó Puvis, iniciando el segundo acto de las competiciones tradicionales de los francos—. ¡Ven aquí, Roldán, te daré una paliza!
Roldán lo hizo pero no alzó los puños. Se hizo el silencio y Roldán meneó la cabeza con expresión amable.
—No, Puvis, no fue un engaño —dijo—, y no sería yo quien recibiría la paliza sino tú. Pero estoy dispuesto a perdonarte porque he oído que esta noche, durante el banquete, mi tío quiere que le escancies el vino y sería una pena si durante la práctica de esa honrosa tarea tus dientes cayeran en la jarra de vino del rey, ¿verdad?
Puvis le lanzó una mirada desconfiada.
—¿Es un truco? —preguntó.
—Aguarda, esta noche lo sabrás. Pero si no obstante quieres luchar… —dijo Roldán y dio un paso atrás como dispuesto a luchar.
—No —dijo Puvis—. El honor de escanciarle vino al rey es más importante que mi honor como luchador —explicó, y saludó a Roldán con la cabeza.
Este le devolvió el saludo y se volvió. Como si su gesto hubiese roto un hechizo, los espectadores echaron a correr hacia la iglesia para observar el resultado del lance más de cerca. Roldán y Remi se dirigieron parsimoniosamente al edificio principal, lo rodearon y entraron en el ala de las viviendas, donde a esa hora solo se encontraba el personal de cocina y los esclavos.
—No lo comprendo —dijo Remi—. ¿Cómo lo lograste?
—El lanzón es más pesado y grueso que la lanza. Solo has de darle el suficiente impulso inicial para que siga volando solo. Además, el centro de gravedad está situado más en el centro porque el jinete ha de poder sostenerlo sin perder el equilibrio y el asta no es redonda sino plana, porque así resulta más fácil presionarla contra el cuerpo. Todo ello supone que su vuelo es más estable que el de una lanza.
—¡Pero es una cosa increíblemente pesada! ¿Cómo pudiste arrojarla con tanta fuerza?
—Vaya —dijo Roldán y se apoyó contra un poste; si el camino solo hubiese supuesto una docena de pasos más no habría logrado recorrerlo; lentamente, se deslizó hasta el suelo—. Creo que me he desgarrado los músculos —jadeó—. ¡Casi no puedo respirar…!
—¿Dices que arrojaste el lanzón con tanta violencia que te desgarraste…? —empezó Remi, estupefacto.
—¡He dicho que eso es lo que creía!
—¡Estás como un cencerro!
—Ayúdame a ponerme de pie, Remi. He de ir a ver a mi tío para lograr que esta noche deje que sea Puvis quien le escancie el vino.
—¿Qué? ¿Eso también era mentira? Pero ¿por qué…?
—¿Crees que hubiera podido luchar con Puvis en este estado? Me hubiese derribado de un solo golpe, como a un árbol podrido. Aunque también podría haberme ahorrado el lanzamiento.
Remi meneó la cabeza, pero lo ayudó a levantarse. Roldán apretó los dientes confiando en que sus lesiones no fueran graves, ya que no se le había ocurrido otra manera de salir victorioso del duelo. Siempre era fiel a su divisa: si no tienes ninguna posibilidad, dobla la apuesta.
—Como siempre, mi tío está acompañado de media docena de médicos —dijo, soltando un quejido al tiempo que cojeaba hacia la entrada del edificio principal—. Y como siempre, no deja que ninguno se le acerque; esos individuos se mueren de tedio. Intenta encontrar a uno de ellos, quiero que me examine tras visitar a mi tío. Si es que para entonces sigo vivo —añadió.
—Estás como un cencerro —repitió Remi.
Roldán le palmeó la mejilla.
—Y dile al médico que acuda con alguna criada poco pudorosa. Cuando ese bellaco me examine necesitaré algo de lo que agarrarme.
—Una criada y un criado —dijo Remi, sonriendo—. ¿Acaso crees que te dejaré solo con ese matasanos?
Roldán le devolvió la sonrisa. Remi le dio un golpecito en el brazo y se dispuso a cumplir con su misión. Roldán inspiró profundamente: del mismo modo que nadie sospechaba que en el fondo aborrecía los duelos y desafíos, tampoco había nadie que supiera lo poco que le importaban los encuentros sexuales casuales con esclavas y criadas, ni siquiera Remi.
Aunque las mujeres consideraban a Roldán un amante ingenioso y atento y, puestas a entregarse a un hombre, lo preferían a él, ni siquiera las que compartían su lecho sospechaban que, incluso en medio de un apresurado apareo de pie en las caballerizas, buscaba desesperadamente la ternura e intimidad que siempre había echado en falta.
Roldán se arrastró hasta el edificio principal con el fin de encontrarse con su tío. Había muy pocas personas en el mundo de cuyo afecto estaba seguro: uno era su amigo y compañero de armas Remi de Vienne, el otro, Carlomagno, y por supuesto su madre Bertha de Laon.
Igual que en todas las aula regia, en la de Patris Brunna también había un trono destinado al rey. Era un asiento sencillo con respaldo y apoyabrazos, todo sostenido mediante grapas de hierro y que solo destacaba gracias a su elevada ubicación: estaba apoyado sobre cuatro grandes postes y seis peldaños conducían hasta él. Cuando Carlomagno lo ocupaba —quien incluso sentado superaba en altura a algunos de sus súbditos— parecía un gigante aposentado en un trono. Los jefes de los pueblos que se sometían al rey, pero también los peticionarios y los que acudían para suplicar un indulto, solían arrastrarse entre los postes debajo del asiento en señal de respeto al poder absoluto del rey. Solo había uno que no se subordinaba al monarca, y el simbolismo expresado por la ubicación también lo manifestaba: su asiento se encontraba en la parte occidental del aula y orientado hacia el este, por donde un día llegaría Cristo Redentor y pondría fin a todos los gobiernos terrenales.
Carlomagno no estaba sentado en el trono sino en uno de los peldaños que conducían a este, tenía la cabeza apoyada en una mano y suspiraba.
—He vuelto a dejarme persuadir por el muchacho, ya lo sé.
Había tres hombres de pie junto al trono, dos de sus paladines: Turpín Uí Néill, el obispo francoirlandés de Reims; y Piligrim, un viejo guerrero. También estaba Styrmi, el abad del convento de Fulda, un anciano que en sus años mozos había sido el hombre de confianza del misionero Wynfreth Bonifatius y que debido a ello gozaba de una gran veneración entre los francos cristianos.
Carlomagno lo veneraba tanto como sus súbditos y lo apoyaba en todo. A partir de entonces la influencia de la Iglesia irlandesa, a la que entre otros pertenecía el obispo Turpín, había mermado de manera considerable a favor de las enseñanzas benedictino-romanas. Los irlandeses, que apelaban a Patricio, el fundador de su misión monjil, consideraban que la Iglesia debía estar arraigada en la sociedad, que los conventos no debían ser más que centros espirituales y que ningún poder central eclesial resultaba necesario: cuando había que tomar una decisión importante, los abades de los conventos la tomaban mediante una votación. Era evidente que una sociedad estrictamente jerarquizada como la de los francos rechazaba semejante división de poderes. Tanto entre los francos como en la Iglesia romana todo el poder residía en el jefe máximo. Eso encajaba con la visión del mundo de Styrmi, quien, como fiel discípulo de Bonifatius, representaba su punto de vista: que Roma era el centro del mundo cristiano.
El obispo Turpín hubiera preferido separar la Iglesia papal del gobierno del rey, lo que en el futuro supondría debilitar la fe cristiana más que todos los sismos anteriores causados por los gnósticos, los donatistas o los arrianos. Pero Turpín evitaba manifestarse en contra del anciano.
La figura del obispo era la misma de sus antepasados irlandeses: nervuda y oscura, y también poseía la iracundia de sus antepasados francos. Cuando predicaba en su iglesia de Reims, esta siempre estaba atestada, puesto que le agradaba soltar comparaciones pintorescas y la comunidad siempre aguardaba con interés una nueva e inolvidable perorata del obispo.
Una misa pascual se volvió célebre porque el obispo se había enardecido hablando de la intervención de Pedro en el monte de los Olivos, cuando los soldados apresaron a Jesús.
—¡Ese necio le cercenó una oreja a un soldado! —había gritado Turpín, fuera de sí—. ¡La oreja! ¡Debió haberle cortado los huevos: eso les hubiera dado algo en que pensar a esos condenados romanos! ¡Ay, yo debería haber ocupado el lugar de Pedro! ¡Les hubiese arrancado los huevos con las manos, se los hubiera colgado del cuello y los hubiera echado a patadas del jardín de Getsemaní para que comprendieran que no podían apresar al Señor como si nada!
«Habla a favor del rey —pensó Turpín ahora—, que me acepte pese a mi conflicto con Styrmi y los suyos. Y no solo como obispo de una de sus ciudades más importantes sino también como paladín.»
Si lo aceptaba, en agradecimiento Turpín estaba dispuesto a cargar con ciertas cosas e incluso a tolerar la palabrería del anciano Styrmi, que aún era capaz de convertir la pregunta sobre cómo se debía arrojar un trozo de carne a la olla en una apología de la sagrada omnipotencia de Roma.
Turpín notó que Piligrim lo miraba de soslayo. Igual que todos los paladines, ambos hombres no necesitaban mucho más para comunicarse entre ellos. Ambos inclinaron la cabeza mientras el abad de Fulda seguía apelando a la conciencia del rey.
—… el joven guerrero —estaba diciendo Styrmi— no debía haberse salido con la suya, oh, rey, porque ha de aprender que ningún mortal debe osar anticiparse a las decisiones del soberano. Al igual que nadie tiene derecho a anticiparse a las decisiones de Jesús nuestro Señor o de las de su representante en la Tierra, el Santo Padre de Roma. Tus jóvenes caballeros han de aprender a obedecer, oh, rey, a obedecer a la Iglesia de Roma y también a tu ley, por supuesto, que por otra parte en el nombre de Jesús nuestro Señor y de…
—De acuerdo —lo interrumpió Turpín—, iré a decírselo.
Carlomagno alzó la mirada. Styrmi acabó su perorata con expresión ofendida.
Piligrim negó con la cabeza.
—Seré yo quien se lo dirá. Lo conozco desde hace más tiempo que tú.
La objeción parecía natural y en absoluto el resultado del rápido intercambio de miradas anterior.
—Bien, pero yo puedo proporcionarle consuelo espiritual si se pone demasiado nervioso —declaró Turpín.
Presa de la indignación, la respiración de Styrmi se agitó. Piligrim simuló reflexionar y preguntó:
—Pero ¿qué harás si se pone tan nervioso que desenvaina la espada?
—Pues le romperé los dientes de un puñetazo. No sería la primera vez.
—Tus palabras resultan chocantes, venerable padre —dijo Piligrim en tono divertido.
Entonces Carlomagno se puso bruscamente de pie.
—¿Qué estáis cotorreando? —soltó—. En caso de que alguien se dirija a Gerbert para decirle que esta noche he confiado la tarea de escanciador real a Puvis, su hermano menor, ese seré yo. Y no se hable más.
—Como quieras, señor —dijeron Turpín y Piligrim al unísono.
—Oh, rey —dijo Styrmi—, creí haberte dejado claro que no es bueno que cedas a los caprichos del joven Roldán, y menos cuando se trata de un truco mediante el cual pretende anular la justa victoria de su adversario en la competición…
—Creí haber oído que el rey… —empezó Turpín.
—… dijo «y no se hable más» con toda claridad —completó Piligrim.
La mirada de Carlomagno osciló entre sus dos paladines y una débil sonrisa le cruzó el rostro.
—¿Qué pasa? ¿Acaso ambos opináis lo mismo que Styrmi, que no debería haber cedido al pedido de Roldán?
—¿Qué? ¿Porque ha hecho que Puvis quede como un tonto? Uno aprende a partir de experiencias así, señor —dijo Piligrim—. Además, incluso evitó que Puvis se desprestigie porque logró que se retirara por su propia voluntad a fin de no poner en peligro la tarea de esta noche. Si deniegas el deseo de Roldán, ambos perderán prestigio, tanto Roldán como Puvis. Y piensa en Gerbert: ¿cómo quedará si el hermano de un paladín es considerado un fracasado?
—¡El muy bribón prácticamente me obliga a ceder! —exclamó Carlomagno, pero más que indignación, su tono expresaba diversión.
—Piligrim tiene razón —dijo Turpín—. Puvis debería haber reflexionado antes de desafiar a Roldán. Su vergüenza también es la de su hermano, ahorrémosela a todos los involucrados.
—¡No fue una auténtica competición, oh, rey! —declaró Styrmi.
—También es una competición cuando el espíritu más ágil triunfa sobre el más torpe —dijo Turpín.
—Basta ya —zanjó Carlomagno—. Esta noche Puvis me escanciará el vino. Y le explicaré lo sucedido a Gerbert para que no crea que nadie pretende herir su honor.
Entonces, una vez tomada la decisión, Styrmi demostró que podía ser muy ágil cuando parecía aconsejable.
—Se trata precisamente del honor de los paladines, oh, rey —dijo—. ¿Has reflexionado sobre aquello que te aconsejé?
Turpín aguzó el oído. ¿Qué sugerencia podría haberle hecho al rey el abad benedictino, esa vieja serpiente, con respecto a los paladines?
—Sí —contestó Carlomagno—, pero aún no he llegado a ninguna decisión.
—Sería importante que la tomaras antes de la futura asamblea del reino, oh, rey. ¡Ten en cuenta el simbolismo de la cifra!
—¿A qué simbolismo te refieres? —preguntó Turpín, desconfiado.
—A la cifra de los paladines —dijo Styrmi en tono autocomplaciente.
—Somos nueve —dijo Piligrim—. Es una cifra antigua y sagrada.
—Es una vieja cifra sagrada —destacó Styrmi—. Sin embargo, existen mejores cifras sagradas desde que Jesucristo nuestro Señor llegó al mundo.
Turpín y Piligrim intercambiaron una mirada. Turpín empezó a sospechar algo, pero antes de que pudiera manifestarlo, Carlomagno dijo:
—Styrmi desea que aumente la cifra de los paladines hasta doce.
—¿¡Doce!? —repitió Piligrim.
—Eran doce los apóstoles que siguieron al Señor —le recordó Styrmi—. Al Señor Jesucristo, que nos trajo la salvación y se la ha traspasado al rey para que todos lo sigan.
—Ignoro qué inconveniente supone la cifra nueve —protestó Piligrim—. Pero tuya es la decisión, señor…
—Que no tomaría antes de pediros opinión a todos, amigo mío.
—Doce paladines que siguen al rey como los discípulos al Redentor —dijo Turpín lentamente—. Y que serán presentados por primera vez durante la asamblea del reino… durante la asamblea cuyo fin consiste en asegurar la victoria sobre los sajones y al mismo tiempo demostrarles a los sarracenos el poderío del reino franco. Comprendo… Pero, señor, piensa en lo siguiente: el doce es el símbolo del poder de Jesucristo, no del de Carlomagno. Es el símbolo del poder de la Iglesia. ¡Si incorporas doce paladines a la asamblea del reino, no solo tendrás la corona de los francos en la cabeza, también tendrás sentado al Papa en los hombros!
Carlomagno observó a Turpín con expresión pensativa. Después carraspeó.
Styrmi sonrió.
—¿Es que existe un mejor símbolo del poder del rey de todos los francos? —repuso—. ¡El poderío de Carlomagno conlleva la santidad del Papa!
—Styrmi —dijo Turpín en tono malévolo—, ha pasado bastante tiempo desde que te encaramaste a una silla de montar por última vez, pero has comprendido que quien decide en qué dirección avanzar es el que ocupa la silla, ¿verdad?
—Todos somos criaturas en el plan divino.
A Turpín le hervía la sangre.
—En el plan divino, pero no en el plan de un patricio romano ávido de poder, que es el mayor estercolero de la Tierra…
—Haya paz —terció el rey en tono duro—. Acabo de decir que todavía no he tomado una decisión.
—Respecto a aquello de lo cual hablamos con anterioridad, mi proposición adquiere más peso —dijo Styrmi.
Los otros tres le lanzaron una mirada sorprendida.
Styrmi volvió a sonreír.
—Tu propio sobrino, oh, rey, no deja de meterse en problemas porque los demás guerreros siempre lo están desafiando. Cuando sale victorioso genera discordia; cuando resulta derrotado causa vergüenza. Nombra paladín a Roldán, oh, rey, y pondrás fin a los desafíos.
Turpín se quedó boquiabierto. Era una idea astuta y pragmática; al parecer, había menospreciado a esa vieja lagartija. Y entonces Styrmi añadió otra sugerencia.
—Además de Roldán, propongo que nombres paladines a Otker de Aregaua y Beggo de Septimania, oh, rey. En Argovia sus súbditos se han sublevado y nombrando a Otker como uno de tus paladines los sujetarías a tu trono. Y Septimania linda con el ducado de los gascones, de cuya lealtad no puedes estar del todo seguro. Si el dux de Septimania fuese un paladín, los gascones demostrarían bastante más temor ante ti.
—Te lo has pensado muy bien, ¿verdad? —espetó Turpín.
—¿Acaso tienes algo que objetar, Turpín? —preguntó Carlomagno—. ¿Y tú, Piligrim? ¿Hay algo que objetar a esos hombres? ¿Consideras que serían dignos de vuestro círculo?
—¡No hay nada que objetar! —replicó Turpín y apretó los labios. ¡Styrmi lo había embaucado, ese viejo reptil!—. Contar con Otker y Beggo supondría un orgullo y cada uno de nosotros diría lo mismo. Son guerreros valientes, nobles, leales e infunden temor. ¡De haber hecho nosotros la sugerencia habríamos nombrado a los mismos! Pero no comprendo por qué la cifra nueve de pronto tiene menos valor…
—Aún no has dicho nada acerca del sobrino de nuestro rey, reverendo padre —insistió Styrmi, simulando inocencia.
Turpín mostró los dientes, al tiempo que una maliciosa sonrisa cruzaba la cara de Styrmi.
—Roldán… —empezó Turpín en tono dubitativo, pero no logró contenerse y exclamó—: ¡Roldán es el mejor de tus guerreros, señor, incluido nosotros nueve, pero para él la victoria es demasiado importante, lo que más teme es una derrota! ¡Si a la larga quiere salir victorioso, un guerrero debe acostumbrarse al sabor de la derrota! No existe victoria sin derrota. Un guerrero no puede tomar una decisión si el temor a tomar la equivocada le resulta insuperable.
—¿Piensas que aún tardará un par de años en madurar, Turpín? —preguntó Carlomagno.
—Con tu permiso, señor, creo que nunca alcanzará dicha madurez. Para alcanzarla, su infancia debería haber sido distinta. Tu hermana, señor, impidió que el muchacho adquiriera grandeza.
—¡Cuánta sinceridad, querido amigo!
—Lo dicho: un guerrero tampoco puede hablar si siempre teme cometer un error.
Carlomagno sonrió.
—A lo mejor, el amor y la determinación de una mujer harían que emprendiera el camino correcto…
—¿Acaso quieres casar al muchacho, señor? —preguntó Piligrim, trasluciendo disgusto.
Piligrim era el único hombre conocido por Turpín a quien ni la enfermedad o el ataque, ni las fiebres infantiles o alguna otra catástrofe habían logrado apartarlo de su esposa. La mujer con quien se había casado (hacía mil años, al parecer) todavía estaba a su lado y Piligrim no se cansaba de lamentarse de su destino en el círculo íntimo de los paladines. No obstante, era obvio que en realidad la apreciaba; el único problema consistía en que ella conocía todos sus caprichos, sus excusas y manías tan bien como él y que además no se dejaba impresionar por el hecho de que él formara parte de los paladines. La largamente compartida intimidad impedía que Piligrim pudiera darse aires, y ¿a qué hombre no le gustaba darse aires cuando quería impresionar a su mujer, incluso cuando era la mujer con la cual se acostaba por las noches hacía decenios?
—¿A quién has elegido para él? —preguntó Turpín.
—A la señora de Roncesvalles —soltó Styrmi antes de que el rey pudiera contestar.
Turpín creyó haber entendido mal.
—¿Cómo dices? —preguntó con voz entrecortada.
Carlomagno hizo un gesto afirmativo.
—Styrmi me lo aconsejó y considero que es una buena idea.
Turpín se dio cuenta de que Styrmi debía de haber estado más tiempo a solas con el rey de lo que pensaba. Quiso volver a enfadarse, pero en vez de ira de pronto lo invadió la tristeza. Los tiempos habían cambiado, Carlomagno había cambiado: el Papa y toda la Iglesia romana ya estaban sentados en sus hombros.
—¿Y la neutralidad del castillo, que garantiza que el paso permanezca abierto? —intervino Piligrim—. ¿Qué pasa con eso? ¿Acaso no has dicho siempre que solo dicha neutralidad mantiene la paz entre los sarracenos y nosotros?
—No existe la paz entre paganos y cristianos —repuso Styrmi en tono duro—. Y ahora están débiles porque andan desavenidos.
—Así que tras los paganos sajones les toca el turno a los paganos sarracenos, ¿verdad? —preguntó Turpín en tono amargo.
—Ampliar el reino siempre fue nuestra meta —dijo Carlomagno en voz baja—. ¿Acaso has dejado de apoyar esa meta, Turpín?
—Claro que sigo apoyándola, pero… es… —balbuceó Turpín, cogido a contrapié—. Es… —¿Cómo decirle al rey que no era lo mismo que los guerreros francos ampliaran sus fronteras por ser un pueblo joven y valiente con fuerza suficiente para hacerlo, que lo hicieran para favorecer la grandeza y la influencia de otro, a saber la del Papa? Carlomagno contestaría que su intención no era aumentar la grandeza del Papa sino la de Jesucristo, y eso no admitía réplica, sobre todo para un creyente. Turpín bajó la cabeza—. Siempre te apoyaré, señor —murmuró.
—Temo que si no tomo esa medida, la tomará otro —dijo Carlomagno—. O los sarracenos durante una campaña militar en las montañas o bien los gascones en el transcurso de la próxima rebelión, que solo será cuestión de tiempo. Un rey franco no puede aceptar ninguna de esas dos opciones. Además, también se trata del destino de mi ahijada Arima Garcez. No quiero que acabe en el harén del emir de Qurtuba ni en la cama del dux Lope de Gascuña o de uno de sus hijos.
Piligrim hizo una mueca.
—¡El dux es el tío de Arima! —se escandalizó.
—Lope es un hombre de antiguas tradiciones —dijo Carlomagno—. Para él, el incesto entre parientes es algo normal, pero manda ahorcar a las mujeres infieles.
—¡Ambos suponen un horror y un tufo para el Señor! —sermoneó Styrmi con expresión seria—. ¡Hay que excomulgar al incestuoso y matar a la mujer infiel!
—El Papa y Lope se entenderían a las mil maravillas —gruñó Turpín, pero solo Piligrim lo oyó.
—Si das ese paso, habrá guerra —dijo Piligrim en voz alta.
—¡Y supondrá una nueva y espléndida victoria para la vera fe y para el rey Carlomagno, elegido de Dios! —exclamó Styrmi, excitado.
—¿Cuándo piensas dar a conocer la noticia? —preguntó Turpín.
—Durante la asamblea del reino, ante todos los nobles y los huéspedes —proclamó Styrmi.
Carlomagno se encogió de hombros.
—¿Se te ocurre una oportunidad mejor?
—¿Y qué pasa con la delegación del valí de Medina Barshaluna? Los sarracenos se sentirán burlados; acuden convencidos de que firmarán una alianza contigo contra Abderramán, el emir de Qurtuba, que amenaza tanto a los principados hispanos del norte como a tu reino… —objetó Turpín.
Ante la mención del emir de Qurtuba el rostro de Carlomagno se ensombreció. Abderramán era quien ejercía el mayor poder en Al Andalus. De momento, solo se había producido un único encuentro entre el emir y el reino franco, hacía más de una docena de años, y se había caracterizado por la perfidia, la traición y el derramamiento de sangre, que incluso había afectado a la familia del rey.
—Y en cambio ofendes a los sarracenos destruyendo la neutralidad de Roncesvalles —añadió Turpín.
—Es de justicia que los sarracenos experimenten el poderío del rey de los francos en su misma presencia —dijo Styrmi—. Ello también enseñará a los últimos rebeldes y paganos sajones que solo les queda un camino: someterse al rey.
—¡Lo que sería de justicia es que cerraras el pico de una vez y dejaras hablar al rey! —espetó Turpín.
Los ojos de Styrmi brillaron de ira.
Carlomagno le lanzó una sonrisa conciliadora.
—Styrmi se limita a manifestar mis propias ideas, mi querido Turpín.
—¿Y ahora, qué? —preguntó Turpín tras unos instantes de silencio.
—Ahora —dijo Carlomagno—, quisiera pediros que informéis a vuestros hermanos la decisión tomada aquí.
Turpín asintió con aire resignado. Por más que ellos también sintieran que formaban parte de la élite de Carlomagno y por más que todos los respetaran, en última instancia los paladines eran tan súbditos del rey como los demás. El rey ordenaba y ellos obedecían. Claro que podrían haberse rebelado contra él, pero su lealtad era uno de los pilares del reino franco. Si estos se tambaleaban, todo el reino se tambalearía. Y por otra parte, la existencia del reino era una de las bases de su credo. Eran prisioneros de su propio supuesto y su juramento. Solo que hasta ese momento Carlomagno nunca se lo había hecho notar.
—Y decidle a Gerbert que venga a verme —añadió el rey, suspirando.
—¿Y qué pasa con Ganelón de Ponthieu? —preguntó Piligrim—. ¿Cómo quieres que le comuniquemos tus planes?
—Ganelón ya está al tanto. Hablé con él antes de que cabalgara hasta Roncesvalles.
—¿Solo con él? ¿Sin incluirnos a los demás?
—En ese momento todos vosotros aún viajabais hacia aquí —dijo Carlomagno en tono suave—. Ganelón ya se encontraba en Patris Brunna y su misión no podía esperar.
—¿Qué dijo Ganelón? A fin de cuentas es el padrastro de Roldán.
—Sabes tan bien como yo, Turpín, que ambos solo se relacionan a regañadientes. A Ganelón le resulta indiferente con quién se case Roldán.
—Me refiero al ascenso de Roldán al círculo de los paladines.
Carlomagno carraspeó.
—Ganelón aún no sabe nada al respecto.
Cuando Turpín y Piligrim abandonaron la sala y recorrían la obra en construcción —lentamente, en consideración a la cojera de Piligrim— los paladines guardaron silencio. Por fin, Turpín suspiró.
—Todavía no hemos sometido a los sajones por completo y ya iniciamos una pelea con los siguientes adversarios; hay algunos señores de la guerra sajones que solo están esperando que bajemos la guardia: Widukind de Westfalia, Bruno de Angrivaria, Scurfa de Wigmodia…
—Y el juramento de lealtad prestado al rey por el heritogo Hessi tampoco tiene mucho valor; al menos las otras hordas sajonas no se sentirán obligadas por ello. Aunque Hessi es el más poderoso de los cabecillas sajones y también ha obtenido el apoyo de numerosos nobles en el Thing, en el que abogó por el sometimiento a Carlomagno, ya sabes cómo son los sajones. Todos los heritogo, todas las hordas y tribus hacen lo que les viene en gana. ¿Recuerdas el pequeño grupo de campesinos libres que siguieron luchando cuando ocupamos Eresburg pese a que los otros sajones ya se habían entregado?
—Por eso acabamos por derrotarlos: porque no disponían de una dirección central en la guerra.
—Sí, eso supuso nuestra ventaja —dijo Piligrim.
—Y ahora puede convertirse en nuestra desventaja. Si los demás sajones descubren que hombres como Widukind o Scurfa pueden humillarnos, se rebelarán y dará igual lo que digan los nobles señores de la guerra. Entonces toda la sangre derramada en los dos últimos años habrá sido en vano y, si la suerte no nos acompaña, el reino volverá a perder Sajonia. No creo que enfrentarse a los sarracenos sea una buena idea mientras no podamos confiar en los sajones.
—¿Acaso estás envejeciendo, Turpín? —preguntó Piligrim en tono burlón.
—¿Envejeciendo? No, pero estoy cansado. A veces imagino qué ocurriría si llegara un llamado a las armas y yo no lograra recordar dónde dejé la espada porque ha pasado mucho tiempo desde que la blandí por última vez. Y entonces se me escapa una sonrisa.
Su acompañante asintió con la cabeza. Ambos volvieron a callar, hasta que de pronto Piligrim dijo:
—Le pediré a Carlomagno que me exima del honor de pertenecer a los paladines.
Turpín se detuvo como si hubiera chocado contra una pared.
—¿Qué has dicho? —preguntó estupefacto.
Piligrim le apoyó una mano en el brazo.
—Mírame, Turpín —dijo—. Puede que estés cansado, pero yo me he vuelto viejo de verdad, soy el mayor de los paladines. Las piernas ya no me responden. Cojeo. Y sabes tan bien como yo que el joven Roldán necesita alguien a su lado que modere su impulso permanente de demostrar su valía. Necesita un amigo que le guarde las espaldas, uno en quien confíe… de lo contrario, puede que las competiciones empiecen a producirse entre los paladines. Y Roldán solo tiene un único amigo.
—¿Acaso quieres decir que…?
—Sí, le pediré al rey que ascienda a Remi al círculo de los paladines en mi lugar; Carlomagno no podrá negarse a mi petición aduciendo que Remi es demasiado joven, porque en ese caso tampoco podría nombrar paladín a Roldán. Y en cuanto a su fuerza en el combate, todos saben que Remi la posee en mayor medida que Otker y Beggo.
Turpín sonrió.
—Eres un viejo zorro, Piligrim de Vienne —dijo—, y que conste que lo considero un cumplido. Te retiras del augusto círculo y al mismo tiempo nos envías a tu hijo menor a fin de seguir ejerciendo tu influencia.
—El que me importa es Roldán —dijo Piligrim—. Sabes que desde entonces mantengo un vínculo especial con él y su familia. Y también se trata de mí, querido amigo. Hace tiempo que noto los cambios en los huesos y hoy se han vuelto manifiestos. Este ya no es el reino franco que ayudamos a edificar, Turpín, Carlomagno ya no es el que era. En vez de sentarse en torno a la hoguera y escuchar las historias de los narradores, está sentado en la capilla, rezando. Y en vez de pedirnos consejo habla con los sacerdotes y actúa según sus pareceres. ¿Acaso recuerdas una oportunidad en la que un rey franco solo pusiera al corriente de sus planes a uno de sus paladines y dejara a los demás a oscuras? ¿Y que también hiciera un juego doble con ese único paladín? El concepto de los paladines es cosa del pasado, Turpín. Si nos rebelamos contra las decisiones de Carlomagno romperemos nuestro juramento y ya no merecemos ser llamados paladines; si las obedecemos, en realidad obedecemos a las intrigas de Styrmi y tampoco merecemos ser considerados paladines.
—Sin ti ya no será lo mismo —dijo Turpín con un nudo en la garganta y presa de la consternación, pues sabía que todo lo dicho por el viejo guerrero era verdad.
—Hace mucho tiempo que ha dejado de ser lo mismo. Solo que hasta ahora no hemos querido admitirlo.
En el gran salón, Carlomagno contemplaba su trono con expresión pensativa. Styrmi también se había retirado y, aparte de algún miembro de la servidumbre que atravesaba silenciosamente el recinto, el rey estaba solo. Lentamente subió los seis peldaños; su número también suponía un símbolo: el seis era la cifra del círculo. Si uno inscribía un hexágono en un círculo, la longitud de cada lado del hexágono era igual a la del radio del círculo; era la cifra que representaba la rueda de la fortuna. En torno a un círculo uno podía dibujar seis círculos más pequeños todos del mismo tamaño. Y era la cifra a la que conducían las tres primeras: el uno, el dos y el tres, daba igual que uno las multiplicara o las sumara. El seis era la cifra a la que todo afluía y que no tenía fin, igual que un círculo. El seis era la cifra de la monarquía: un reino sin fin.
Los antepasados de Carlomagno habían realizado la tarea previa, pero en realidad el reino franco había empezado con él. Él era el principio y su tarea consistía en encargarse de que no tuviera fin, y por eso se había aliado con el único poder del mundo que también pretendía conservar su vigencia por toda la eternidad: el papado.
Tomó asiento y solo entonces alzó la mirada. Ante el trono se encontraba una figura alta y delgada que llevaba un atuendo largo hasta el suelo. Debía de haber entrado sin hacer ruido. Carlomagno inspiró hondo.
—Supongo que lo has oído todo, ¿no? —dijo.
—No me prohibiste que aguardara junto a la puerta y aguzara los oídos.
—Porque creí que la dignidad natural de la hermana del rey te lo impediría.
—La dignidad de la hermana de un rey tiene límites cuando este se llama Carlos y solo abusa de su familia para sus propios fines.
Irritado, Carlomagno hizo un gesto de negación.
—Eso es ridículo, Bertha —gruñó—. Y lo sabes tan bien como yo. Nunca he…
—Me quitaste a mi marido, Carlos —replicó Bertha de Laon.
—Todavía lo lamento mucho por Milan, pero los guerreros caen en combate. Te he dado un nuevo marido, uno que forma parte de los dignatarios más importantes de mi reino.
—¡Milan era el hermano de Ganelón! ¡Solo te atuviste a las tradiciones y te encargaste de que todo quedara en familia!
El desprecio que, tras más de diez años de matrimonio, Bertha seguía albergando por Ganelón de Ponthieu, su antiguo cuñado y actual esposo, desconcertaba y enfadaba a Carlomagno. A veces se preguntaba si el hecho de que Bertha y Ganelón no tuvieran hijos propios solo se debía a que Bertha jamás había consentido que su esposo compartiera el lecho con ella. Seguramente hacía tiempo que la corte cotilleaba al respecto, pero Ganelón era el cuñado de Carlomagno y un paladín, e incluso el peor de los difamadores evitaría que una chanza sobre semejante hombre se volviera pública. No obstante, al igual que el rey, Ganelón debía de barruntar que se burlaban de él a escondidas. ¿Cómo se sentiría siendo consciente de ello? A diferencia de los hombres como Turpín o Piligrim, Ganelón no era de los que llevan el corazón al descubierto. El hombre al que había convertido en su cuñado con la mejor de las intenciones le resultaba indescifrable.
—Ganelón es un paladín —dijo en tono brusco.
—El único con el que ni siquiera te tomas la molestia de aguardar a que manifieste su opinión acerca de un asunto que concierne a su hijastro.
—Envié a Ganelón a cumplir con la más importante de las misiones…
—¡Eso es lo mismo que antaño le dijiste a Milan!
—¡Y se correspondía con los hechos!
Bertha de Laon soltó un bufido y le lanzó una mirada rebosante de odio.
—Y ahora también quieres quitarme lo único que me queda: mi hijo Roldán.
—¡De ninguna manera, Bertha! ¿Es que no comprendes el honor que…?
—Es el mismo honor que también le concediste a un hombre como Piligrim. ¡Y su único logro fue sobrevivir, mientras que mi esposo Milan y los demás fueron masacrados!
—No puedes seguir reprochándole a Piligrim que en aquel entonces no perdiera la vida. ¡No dejó a Milan en la estacada! Al contrario, siguiendo las órdenes de Milan cabalgó de regreso solo, para darte la noticia de que…
—¡No aborrezco a Piligrim porque sobrevivió sino porque Milan no sobrevivió!
—Pues aborrece a tu esposo muerto —dijo Carlomagno disgustado—. ¿Por qué no regresó a caballo él mismo, evitando así la catástrofe?
—¡Porque tú lo convertiste en el cabecilla! —espetó su hermana—. ¡Porque debido al juramento de lealtad que te prestó y por el amor que te profesaba estaba completamente obnubilado! ¡Y con Roldán harás lo mismo! ¡Me quitas todo lo que llevo en el corazón!
—No puedo quitarte el amor de tu hijo, Bertha. Nunca lo tuviste.
La hermana de Carlomagno se tambaleó con el rostro anegado en lágrimas. El rey suspiró y meneó la cabeza, entristecido por haberse dejado arrastrar por el enfado y pronunciar esas palabras, por más ciertas que fueran.
—Lo mantuviste a distancia toda su vida —dijo con suavidad—. Comprendo por qué lo hiciste: no querías volver a experimentar el mismo dolor si algún día te lo quitaran. Pero precisamente por eso lo perdiste, Bertha. Tal vez aún no sea demasiado tarde, habla con Roldán mientras todavía puedas. Pronto será un hombre casado y un paladín y entonces solo pisará tu casa como huésped, ya no como tu hijo. Habla con él; y no creas que no comprendo tu dolor…
—¡No comprendes nada —gritó ella—, absolutamente nada! Todos nosotros solo somos piezas en tu tablero. ¡Piezas, Carlos, piezas! ¡Y la más dura de ellas es la pieza en que dejaste que se convirtiera tu corazón!