COLONIA AGRIPPINA
El obispo de la ciudad celebró una misa al aire libre ante los sarracenos. Tal vez creyó que le hacía un favor a su colega Turpín al involucrarlo en la celebración de la misa, pero Turpín estaba distraído. Una y otra vez, su mirada recorría los paladines apostados a derecha e izquierda del rey. Ganelón formaba parte de ellos, con el rostro pálido y tenso; parecía haber envejecido años desde que partieran de Patris Brunna ocho días atrás. Como siempre, el rostro de Gerbert de Roselló expresaba determinación. De algún modo, el joven Remi parecía fuera de lugar sin Roldán a su lado y todavía tenía un aspecto acalorado. Esa mañana se había topado con el ejército junto con un reducido contingente de guerreros, de regreso de la Marca Bretona, donde había reforzado la pretensión sobre el margraviato en nombre de Roldán. Y por detrás de los paladines y el rey, el ejército franco. Para entonces ya era muy numeroso. Carlomagno había recogido doscientos guerreros en sendos apeaderos, y de camino a Al Andalus su número no dejaría de aumentar hasta que una oleada armada hasta los dientes se derramaría desde las cumbres de los Pirineos e inundaría el reino de los sarracenos, que, según las promesas de Styrmi, no estarían preparados para el ataque puesto que Dios no estaba de su lado y los había vuelto tontos.
¿Cuánto tiempo habían disfrutado de la paz tras conquistar la tierra de los sajones? ¿Un año? ¿Menos de un año? ¿Acaso alguna vez había reinado la paz? De pronto se preguntó qué impresión causaría el pueblo franco visto desde lejos: ¿un montón de tribus diversas, osadas y dispuestas a luchar, cuyo único logro consistía en conquistar a todos sus vecinos?
Era la guerra. No era la primera guerra en que Turpín acompañaba a su viejo amigo Carlomagno, pero por primera vez temió no regresar de ella.