CASTILLO DE RONCESVALLES
Arima y su comitiva aún se encontraban a una hora de la cima del paso de Roncesvalles. Los exploradores, que acababan de regresar tras recorrer el siguiente tramo del camino, presentaron su informe. Arima ordenó un alto. El decano de la caballería ligera que los acompañaba cabalgó hasta ella.
—¿Qué sucede, señora?
Arima observó el cielo del atardecer. El aire límpido de las montañas hacía brillar los colores del firmamento: era como si se encontrasen bajo la cúpula de un enorme y precioso cáliz de cristal turquesa. A cierta distancia, vislumbró las siluetas de las aves que volaban en círculo y se destacaban contra el esplendor del atardecer. De vez en cuando algunas descendían trazando espirales y desaparecían tras las copas de los árboles.
—Hay algo que no encaja —dijo Arima. Intentó recordar una imagen, pero no lo logró; tenía la sensación de que antes ya había visto aquello.
El decano soltó un sonoro suspiro. Arima sabía que el largo viaje le había exigido una buena dosis de paciencia; al parecer, y según la opinión del decano, ella no se comportaba como la futura esposa de un comes y un paladín: a saber, con distancia y dejando las decisiones en manos de los hombres. En cambio, opinaba sobre los tramos a recorrer todos los días y estaba presente cuando los exploradores regresaban con sus informes. Los guerreros le demostraban abiertamente cuánto la apreciaban, aunque más no fuera porque ella exhibía más talento para organizar el viaje que el comandante. Gracias a dos guerreros que enviaba a cazar, día por medio todos disfrutaron de carne fresca. Y gracias a que todos los días ordenaba a sus criados que se adelantaran junto con los exploradores, encendieran una hoguera y preparasen papilla de cebada y espelta, les proporcionó una estadía agradable en cada nuevo campamento.
—Los exploradores han informado que el camino hasta el castillo de Roncesvalles está libre y que en el propio castillo todo parece transcurrir con la rutina habitual: hay guardias en el adarve, el estandarte ondea por encima de la puerta y se oyen balar las cabras en los establos —dijo el decano—. Si lo deseas, enviaré a los hombres una vez más, para que informen de nuestra llegada y pregunten si todo está en orden. —Su tono revelaba su silenciosa indignación.
—No —se apresuró a decir Arima—, yo misma quiero comprobarlo.
El decano le lanzó una mirada sorprendida y abrió la boca para manifestar su desacuerdo, pero ella no lo dejó hablar.
—Quiero que me acompañes tú y…
—… y también yo —suspiró Ealhwine—. Ya me lo temía. ¿Cuándo acabarás por comprender que no soy un guerrero sino un maestro, y que mi sitio no está en una partida de reconocimiento sino en una sala y ante un público cultivado?
—Pero ¡si todos te consideran un noble guerrero! Sobre todo desde que renunciaste a seguir viaje a Ravenna y continuaste con nosotros.
—Eso solo se debió a que el condenado obispo de Reims me obligó a hacerlo.
Arima sonrió. En Patris Brunna se había desarrollado una gran amistad entre Turpín y Ealhwine en poco tiempo, que resultaba todavía más notable dado que ambos prácticamente no coincidían en nada y no dejaban de reñir. Solo había un punto en el que sí coincidían, y era el más importante: sobre cómo había que tomarse la vida y que el bien solo se alcanzaba luchando, mientras que el mal venía por sí solo. Turpín no había obligado a Ealhwine a acompañar a Arima, sino que se lo había suplicado antes de abandonar Karlsburg. Y Ealhwine había accedido sin vacilar.
El vínculo entre Ealhwine y Arima también se había estrechado. Era como si en Ealhwine hubiese regresado una parte de la personalidad de su difunto padre: no el duro, decidido y a veces furibundo guerrero y comes, cuyo mayor enemigo había sido su propio hermano, sino el hombre que en la sala ordenaba a sus guerreros que hablaran en voz baja cuando su pequeña hija dormitaba junto al fuego y que después la cargaba en brazos hasta su lecho para sentarse a su lado hasta que ella se durmiera del todo.
—Llevaremos un par de hombres más —dijo el decano.
Arima negó con la cabeza.
—Si todo está en orden no necesitamos a los guerreros, y si hubiera algún problema, un puñado de hombres no nos serviría de nada. Tú, Ealhwine y yo seremos suficientes.
—¿Qué problema podría haber, señora? —preguntó el decano en tono mordaz.
—Si lo supiera, no tendríamos que ir a comprobarlo.
Arima volvió a contemplar las aves que volaban en círculo. ¿Dónde había visto una imagen semejante? Entonces de repente lo recordó.
El frío aire de la montaña había impedido que el proceso de putrefacción avanzara tanto como en el castillo de Susatum, pero el olor era perceptible, flotaba alrededor y se pegaba a la piel. Como en Susatum, los muertos formaban un desordenado montón, desechados como viejos harapos. En lo alto, allende el saliente de roca que se elevaba por encima de ese cementerio de cadáveres insepultos, se encontraba el castillo de Roncesvalles. Los verdugos se habían limitado a arrojar los cuerpos al precipicio, a un lugar al pie de la pendiente que resultaba invisible desde el adarve del castillo; para verlos, alguien hubiese tenido que patrullar al borde del precipicio, bastante lejos de la empalizada.
Mientras contemplaba la macabra escena, Arima fue presa del espanto. En su mayoría, los muertos habían caído unos sobre otros con los miembros retorcidos y las ropas manchadas de sangre oscura. Varios habían quedado enganchados en los árboles. Un cadáver yacía a solo unos pasos de ella, Ealhwine y el decano; no presentaba heridas en el rostro y no estaba cubierto de sangre. Tenía los ojos de mirada ciega clavados en el cielo, la piel ya blancuzca. Era un hombre mayor: el perrero del comes Sanche que nunca había estado seguro si tras la muerte del comes los perros lo obedecerían. Arima no necesitó ver los rostros de los demás para saber que allí yacía la mayor parte de la servidumbre y los guardias del castillo de Roncesvalles. Cuando cayó la noche, los cuervos habían desaparecido, pero era como si el hedor a muerte hubiera ascendido hasta Roncesvalles: Arima oyó los aullidos y ladridos de los perros. Los conquistadores del castillo los habían dejado con vida, pues eran más valiosos que las personas que habitaban en el castillo.
Las lágrimas humedecieron las mejillas de la joven: tantos muertos… y los supervivientes seguramente servían como esclavos a los atacantes. Arima no se hizo ilusiones acerca del destino de las mujeres y muchachas de su servidumbre. A juzgar por lo que veía, casi todos los cadáveres eran hombres, incluso el de un niño pequeño que pendía obscenamente entre las ramas de un árbol.
Sin embargo, eso tampoco era lo peor. Lo peor era una extraña figura que al parecer se ocupaba en mover los cadáveres amontonados al tiempo que les susurraba algo. Arima se quedó paralizada. Ealhwine murmuró una oración y el decano exclamó:
—¡Dios santo! ¡Un demonio!
Ealhwine acabó su plegaria y preguntó en tono áspero:
—¿Qué clase de criatura es esa?
La aterradora figura arrastraba los cadáveres de un lado a otro. En su espalda se agitaba algo que parecía unas alas plegadas, su cara resultaba invisible pero era como si la circundaran serpientes. Sus susurros eran tan apagados como si surgieran entre un pelaje. Ocultos tras un grueso árbol, observaron cómo la criatura se agachaba, arrastraba un cadáver, lo miraba fijamente y volvía a dejarlo caer. De la cabeza del cadáver colgaba una larga y apelmazada cabellera: era una de las escasas mujeres víctimas del ataque. En lo alto aún se oía el aullido de los perros, el único sonido procedente del castillo, por lo demás sumido en un silencio tan profundo como el del infame cementerio a sus pies.
Presa de la pena y la rabia, Arima tenía un único objetivo: ahuyentar a esa criatura que profanaba los cadáveres de su gente. Apretó los puños y se dispuso a salir de detrás del árbol con Ealhwine a su lado antes de que el decano, paralizado de terror, pudiera reaccionar.
—Señora… —siseó, y enmudeció tan repentinamente que Arima se volvió hacia él.
El comandante se había apresurado a seguirlos, pero ahora estaba inmóvil porque alguien se le había acercado por la espalda y le presionaba un cuchillo contra la garganta. La figura atisbó por detrás del hombro del decano. El pañuelo que cubría la cabeza de Arima se había deslizado hacia atrás revelando sus cabellos despeinados.
—¿Arima Garcez? —preguntó el asaltante con incredulidad y después exclamó en voz baja—: ¡Por Wotan, señor, aquí está Arima!
La joven se volvió bruscamente. La criatura que registraba los cadáveres se había detenido y enderezado, iluminada por la luna y las estrellas. Aquello que parecían dos alas plegadas era un manto oscuro, lo que parecían serpientes eran sus largos cabellos sueltos y las puntas del turbante con que se había cubierto la cara para protegerse del hedor. A Arima se le aflojaron las rodillas y tuvo que apoyarse en Ealhwine.
Entonces Afdza llegó a su lado y la sostuvo con el brazo. A pesar del hedor a cadáver que lo envolvía, ella percibió su aroma y, a pesar del temblor que le agitaba el cuerpo, él la abrazó con tanta fuerza que ella se quedó sin aliento. Ella lo rodeó con sus brazos y notó un infinito alivio cuando él apretó su rostro contra su cabello sin dejar de repetir:
—Alahu akbar! ¡Te buscaba allí, entre los muertos!
—Ha sido Scurfa —dijo Afdza poco después, una vez que se ocultaron entre los árboles.
Aunque la noche era fría, Afdza dejó su manto junto a los cadáveres y también el turbante con que se había protegido del hedor; no obstante, el olor a cadáver persistía. Arima lo percibía pero lograba ignorarlo. Tras la aparición del sarraceno, el espanto mudo que la había embargado desapareció, pero no la rabia y la determinación. ¿Así que alguien se había apoderado de Roncesvalles? ¡Pues había que echarlo!
—Ya lo imaginé al ver los cadáveres. Es igual que en Susatum, pero ¿qué hace Scurfa aquí? ¿Y qué busca en Roncesvalles?
—Es una larga historia que te contaré después —dijo Afdza—. ¿Cuántos guerreros te acompañan, decano?
El decano, que evidentemente no sabía de quién desconfiar más, del sarraceno o del sajón que lo acompañaba, calló.
—Diez hombres, todos armados con spathas y hachas. Tres de ellos además llevan lanza y dos tienen arcos y flechas —informó Ealhwine.
Afdza esbozó una sonrisa.
—Una vista de halcón, amigo Ealhwine.
—Si no me crees, compruébalo tú mismo —replicó el erudito—. No tienes por qué jactarte solo porque eres el único capaz de pronunciar mi nombre correctamente. Por cierto: se dice vista de lince, no vista de halcón.
—¡Nunca se me ocurriría desconfiar de tus afirmaciones!
—Así lo espero —gruñó Ealhwine.
Afdza se dirigió al decano.
—Son muy pocos para lanzar un ataque. Será mejor que tú y tus hombres os mantengáis al margen hasta que nosotros consigamos ayuda… o, si lo preferís, podéis informar a Carlomagno de nuestro fracaso.
La mirada indecisa del decano osciló entre Afdza y Arima.
—Señora, yo no acepto órdenes de…
—¡Claro que lo harás! —replicó Arima, irritada—. Y sin rechistar. ¿Qué te propones, Afdza?
—Lo que siempre te he prometido: reconquistar el castillo de Roncesvalles para ti.
—¿Tienes un plan?
—Todavía no.
—Pues no te preocupes, yo sí tengo uno.
En pocas palabras, Arima le explicó el plan que había urdido tras ver la mirada muerta del perrero. Afdza le lanzó una mirada pensativa. Ealhwine y Clodoveo callaban, solo el decano intervino:
—¡Es una locura, señora! No puedo permitirlo. Soy responsable de ti.
—Responsable… —repitió Arima en tono desdeñoso—. Si no fuera por mí, nos habrías conducido directamente hasta las puertas de un castillo tomado por el enemigo.
—¿De verdad quieres hacerlo? —preguntó Afdza.
A pesar de su tono sereno, Arima notó su tensión. Supuso cómo debía de sentirse: hacía unos momentos creía que la encontraría entre un montón de cadáveres, al final la había hallado con vida cuando ya casi no le quedaban esperanzas, y entonces ella le salía con un plan sumamente peligroso. Si el amor que sentía por él no fuese tan profundo, el hecho de que no tratara de disuadirla lo habría vuelto más profundo. La confianza que depositaba en ella era como un abrazo, así que rozó la mejilla de él con la mano. No le importó lo que pudiese pensar el decano de esa muestra de intimidad.
Afdza le apretó la mano y luego se dirigió al decano:
—Necesito las armas de tus arqueros, por favor.
El decano le lanzó una mirada encendida.
—¿Bromeas, sarraceno?
—Vi cómo este hombre acababa con los sajones en el castillo de Susatum —terció Ealhwine—. Es mejor que le obedezcas, créeme… sobre todo porque tiene prisa.
El decano apretó los dientes con expresión obstinada.
—Te relevo de tu puesto, decano —decidió Arima—. A partir de ahora tú comandarás a mis guerreros, Clodoveo.
—¡¿Qué?! —graznó el decano—. ¡Es un sajón, uno de los esbirros de Scurfa!
—Afdza confía en él, así que yo también. Y ahora ve a buscar los arcos y las flechas.
El decano le lanzó una mirada furibunda, pero tuvo que bajarla.
—Como quieras, señora —barbotó.
—Lo acompañaré —dijo Clodoveo—. Por si se le ocurriese poner pies en polvorosa junto con sus hombres.
Pálido de ira, el decano espetó:
—¡No eres quién para dudar de mi lealtad, sajón!
Arima se dio cuenta de que Clodoveo había dicho lo apropiado para asegurar que el decano y sus hombres siguieran siendo leales. Sin ellos, su plan fracasaría; con ellos, la posibilidad de fracaso era considerable. Le lanzó un besito a Clodoveo, igual que aquella vez en la sala del castillo de Susatum antes de que Afdza lo derribara. El joven comprendió que se trataba de un cumplido y se alejó con el decano.
—Espero que me perdones que haya dispuesto de tu siervo —le dijo Arima a Afdza.
—Reconozco cuando una decisión es inteligente. La primera vez que nos encontramos me bastó para comprobar que en realidad no necesitas mi ayuda.
—Tú no participarás, Ealhwine —dijo Arima.
—He aquí otra decisión inteligente —replicó Ealhwine.
Arima basaba la primera parte de su plan en un recuerdo casi olvidado. En cuanto a la segunda parte, se apoyaba en la suposición de que, como guerrero, Afdza era tan perfecto como en todo lo demás; por lo que Arima había visto en ese aspecto, no tenía la menor duda. Pero sí la albergaba acerca de la primera parte del plan.
Tras ver al perrero muerto y oír los aullidos de los perros, Arima recordó la historia relacionada con ella y los perros cuando era una niña pequeña. Un día, ella había desaparecido; registraron todo el castillo en vano y el pánico iba en aumento cuando de repente alguien tuvo la idea de registrar la perrera. Los perros no dejaban de armar alboroto, pero todos habían supuesto que su nerviosismo se debía a la agitada búsqueda. Pues bien, la pequeña Arima se encontraba en la perrera: había logrado escurrirse a través del pesado cerco de madera y estaba tendida y dormida junto a los cachorros de una de las perras. Nadie se explicaba cómo los animales no la habían despedazado en el acto. Tal vez tenía un hálito del olor de su padre y, cuando la manada quiso abalanzarse sobre la niña, la perra junto a cuyos cachorros Arima se había acostado la defendió. Solo despertó cuando su padre entró en la perrera, apartó a los perros y la sacó fuera en brazos.
—¿Estás completamente segura? —preguntó Afdza.
Arima asintió.
—Dios mío, Arima, confías en que la perra que ahora lidera la manada sea uno de los cachorros de antaño…
—Me crie junto a esos perros, Afdza, sé que es así.
—Pero debe de ser viejísima.
—Mi padre siempre se enorgulleció de que todos sus perros eran longevos.
—¿Y confías en que esa perra vuelva a reconocerte, aunque tú misma has dicho que tras la muerte de tu padre los animales no aceptaron ningún amo, ¡ni siquiera al perrero!?
—Confío en que tú mantengas a raya a los sajones mientras yo corro hacia la puerta del castillo y la abro.
—En todo caso, podéis contar con que yo no me moveré de aquí —gruñó Ealhwine, que los había seguido a hurtadillas y chocado dos veces contra un árbol.
—A no ser que… —empezó Arima.
—Sí, sí, a no ser que. Pero es que no será —prosiguió Ealhwine en tono casi cariñoso.
Lo que Arima quería decir era que Ealhwine debería llegar hasta Carlomagno en caso de que la liberación de Roncesvalles fracasara y ella, Afdza y los guerreros muriesen.
De momento, debían aguardar hasta que la luna se ocultara tras la cima de una montaña. Después rodearían la pendiente situada detrás del castillo y remontarían la ladera a través del bosque. En la meseta donde se elevaba el castillo no crecía ni un árbol y no resultaría sencillo acercarse, ni siquiera cuando reinara una oscuridad casi absoluta. Por la parte de atrás —donde también se encontraba la perrera— resultaría más fácil: allí estaba el precipicio y por ese lado los guardias no esperaban ningún peligro.
Nubes grandes y pequeñas recorrían el cielo; las más grandes ocultaban las estrellas. A su sombra, Arima se aproximaría al castillo, se deslizaría dentro de la perrera a través del pasadizo y confiaría en que los animales la reconocieran, o al menos que la perra líder la aceptara. Después vendría la parte más difícil.
Afdza cogió un odre, derramó un poco de agua en la tierra y metió los dedos en el lodo. Con movimientos semejantes a caricias, embadurnó el rostro y las manos de Arima con el fango y después hizo lo propio con el suyo. Cuando le lanzó una sonrisa, sus dientes formaron un resplandor blanco en medio de una mancha oscura.
—Estás preciosa —le dijo.
Arima asintió con la cabeza. Le hubiese gustado decirle algo estimulante, pero el nerviosismo la enmudecía. Todo parecía tan claro y lógico cuando presentó su plan… Pero en ese momento, poco antes de llevarlo a cabo, se le ocurrían mil posibles errores y cosas imposibles de prever. El corazón le latía aprisa y respiraba entrecortadamente.
—Dios nos conduce por el camino correcto —añadió Afdza.
Ella habría querido besarlo, pero la angustia la paralizaba. Durante un momento él permaneció a su lado y luego desapareció. Ella se imaginó cómo atravesaba la oscuridad en dirección al sitio que ella le había asignado y miró en torno. Ealhwine también había desaparecido. Arima sabía que se encontraba cerca, entre los árboles. De pronto sintió tanto miedo que tuvo que esforzarse para no arrastrarse hasta él y poner fin a todo aquello. Desesperada, trató de pensar en algo que le diera ánimos.
Entonces pensó: «Nos tenderemos en las pieles ante el fuego en mi habitación, solo los dos, Afdza, tú y yo, y me entregaré a ti y tú me llevarás al cielo con tu cariño y ternura y me darás alas, y me convertiré en tu mujer y te habré hecho el único regalo que no puedo hacerle a nadie más… Pero será después de que hayamos reconquistado Roncesvalles.»
Era el mejor de los pensamientos, mejor que «¡Por Roncesvalles, mi padre y Carlomagno!», y mucho mejor que «¡Morid, bastardos sajones!».
Alzó la vista hacia las nubes, notó que la capa de lodo de su cara se tensaba y avanzó con sigilo.
Roldán se percató de que el caballo se quebrantaría antes de que empezara a tropezar. Desmontó de un brinco y rodó a un lado. Un instante después el animal lanzado al galope cayó al suelo y se quedó tendido, resoplando.
—Lo siento —murmuró Roldán, y desenvainó su nueva espada.
A continuación se la hundió en el cuello para que no siguiera sufriendo. La sangre caliente lo empapó. Se secaría, al igual que las dos veces anteriores. Roldán contempló el último caballo que le quedaba y que también estaba cubierto de sudor. Lo montó y se aferró de las crines. El olor de la sangre espantó al animal, pero Roldán logró dominarlo. Era como si todas las fibras musculares de su cuerpo se hubieran desgarrado, como si se hubiese roto todos los huesos y el agotamiento apretara su cabeza entre dos planchas de hierro. No tenía remedio, llegaría demasiado tarde pero no tenía remedio.
Los Pirineos se recortaban contra el cielo nocturno como sombras grises de puntas resplandecientes, allí donde las cimas nevadas reflejaban el resplandor nocturno.
No podía llegar demasiado tarde. ¡Era un paladín, no un fracasado!
Roldán espoleó al caballo.
Arrastrarse a lo largo del par de docenas de pasos que la separaban de la empalizada le supuso un esfuerzo terrible y a mitad de camino Arima ya estaba bañada en sudor. Procuró respirar sin jadear pero resultaba agotador. No dejaba de detenerse y dirigir la mirada hacia la empalizada, que se destacaba como una sombra oscura contra el entorno más claro en cuanto la iluminaba el claro de luna, y se volvía casi invisible cuando las nubes cubrían el cielo. No veía al sajón que montaba guardia en el adarve, pero por suerte el individuo murmuraba o canturreaba. De pronto un curioso chapoteo la desconcertó, hasta que comprendió que el guardia estaba orinando por encima de la empalizada.
—Guarro —susurró Arima, aunque en el fondo le estaba agradecida por no vigilar la parte trasera de la empalizada situada por encima de la perrera; al parecer, los sajones se sentían seguros.
En vista de que Scurfa, sorprendido por el enemigo, ya se había visto obligado a huir de un castillo que creía haber conquistado, cabía esperar que esta vez fuera más precavido. Pero Roncesvalles se encontraba a mucha distancia de Patris Brunna y en los alrededores no había ningún paladín a quien el sajón pudiera temer.
—Pero sí la señora de Roncesvalles —gruñó Arima para sí, y añadió—: Y su amado, el guerrero más poderoso del reino sarraceno.
Sonrió y un par de trozos secos de lodo se desprendieron de su cara.
Cuando por fin llegó exhausta contra la empalizada trasera, hizo un alto para que su corazón desbocado se serenara. Aguzó el oído. El guardia se acercó a la esquina, carraspeó, bostezó, soltó una ventosidad y regresó a su puesto. Arima se arrastró hasta el pasadizo de la perrera y oyó los movimientos y jadeos de los perros al otro lado de la empalizada: habían notado su presencia y estaban inquietos. Se arrastró con mayor rapidez; a través de las rendijas de la empalizada vio las tenues llamas de una pequeña hoguera seguramente encendida en la herrería, pues el techo de esta reflejaba la luz.
Cuando alcanzó el pasadizo, vaciló. De pronto recordó que en cierta ocasión alguien le había preguntado a su padre si no consideraba peligroso abrir un pasadizo en la empalizada a través del cual los atacantes podrían acceder al castillo. El comes Sanche había contestado que confiaba en que no tardara en ocurrir, porque el alimento de los perros le salía bastante caro.
Arima estiró la mano y tocó la puertita guarnecida de hierro que cerraba el pasadizo. Solo debía empujarla hacia dentro. Al otro lado se oyó un gruñido furioso y Arima retiró la mano. Después inspiró hondo, abrió la puertita y se deslizó a través de ella.
Por un momento los perros se desconcertaron, al igual que hubiesen hecho las personas. La perra líder estaba justo delante de la puerta y entonces retrocedió, mostró los dientes y el pelaje de la nuca se le erizó. Soltó un gruñido grave y…
… Arima temió que quizá se había equivocado al evaluar la situación.
Afdza aguardaba recibir la señal convenida. Tanteó la cuerda que se había enrollado alrededor del cuerpo y por enésima vez comprobó que las cuerdas de los arcos que colgaban de su espalda estaban intactas. Hasta entonces siempre había entrado en combate con tranquilidad, sin ponerse nervioso. Pero era la primera vez que la vida de una mujer estaba en juego, una mujer a la que amaba más que a nadie en el mundo. Todavía no se había repuesto del todo del horror que le había supuesto registrar aquel montón de cadáveres en busca de Arima. Su corazón le había dicho que no podía encontrarse entre los muertos porque él hubiera notado que el alma de su amada abandonaba el mundo; pero la voz de su corazón se había vuelto cada vez más queda al contemplar los ojos muertos, las mandíbulas flojas, las gargantas cercenadas y las puñaladas en la nuca. Había musitado plegarias y suplicado a Dios que el siguiente cadáver que volviera no fuera el de Arima.
No debía pensar en lo que había sentido, o ya no sería capaz de cumplir con su parte del plan. Nunca había sentido tanto temor ante un combate.
Entonces, repentinamente oyó los ladridos y gruñidos furiosos de una manada de perros y el grito agudo de Arima y comprendió que algo había salido mal, pero no vaciló. Solo existía una posibilidad de hacer algo y esta consistía en continuar con el plan. El instinto del guerrero reprimió el miedo que lo atenazaba, su espíritu se serenó al tiempo que su cuerpo entraba en acción como por cuenta propia.
Agazapado, echó a correr hacia la empalizada, donde todos los guardias se habían vuelto bruscamente y escudriñaban el patio del castillo. Cuando Afdza alcanzó la empalizada resonaron los primeros gritos. La cuerda, con un lazo anudado en la punta, voló por el aire, se enganchó en las puntas de la empalizada veinte pasos más allá y Afdza echó a correr junto a la empalizada, recogiendo la cuerda a toda velocidad al tiempo que los gruñidos y aullidos se volvían cada vez más sonoros y también el vocerío de los guardias. Arima había dejado de gritar… pero el instinto guerrero volvió a apartar el temor, Afdza aprovechó el impulso que se había dado a sí mismo y, durante unos pasos, remontó la pared vertical como un volatinero cogiéndose de la tensa cuerda. Cuando uno de los guardias se asomó por el borde de la empalizada, lo vio y le arrojó la lanza, Afdza se lanzó a un lado. El efecto pendular de la cuerda lo arrastró en dirección opuesta y siguió ascendiendo por los troncos de la empalizada. Llegó a las puntas, se impulsó con una mano y aterrizó en el adarve, botó, se enderezó y cogió uno de los arcos colgados de su hombro. Los alarmados sajones abandonaron sus alojamientos y echaron a correr hacia la hoguera que ardía en el centro del patio y recogieron unas cuantas ramas en llamas. El fuego había alterado su visión nocturna y, además, gracias a las antorchas que portaban, se convirtieron en excelentes blancos. Para Afdza, que había evitado mirar las llamas, toda la escena estaba brillantemente iluminada.
Así pues, todo se desarrollaba según lo planeado. Ya había ajustado la primera flecha en el arco cuando uno de los guardias del adarve se precipitó hacia él. El disparo abatió al sajón, que cayó del adarve al tiempo que Afdza se volvía con la rapidez del rayo y derribaba a un segundo guardia que se acercaba por el otro lado. Oyó los gritos de los demás y los ladridos enloquecidos de los perros y le disparó al tercer guardia por encima del flanco de la empalizada. El flechazo lanzó al sajón por encima de la barandilla y desapareció en la oscuridad al otro lado del baluarte.
Entonces Afdza echó a correr a lo largo del adarve hacia el flanco trasero del castillo y la perrera… aunque podría haberse ahorrado el recorrido.
De repente los perros surgieron de la perrera, una nutrida manada de pelaje negro, fauces y colmillos. Un instante después se dispersaron: un mortífero abanico que se abalanzó sobre los guardias, que retrocedieron presa del espanto. Arima se encontraba en el centro de la manada junto a una enorme sombra que no se despegaba de su lado al tiempo que ella corría hacia la puerta. No alzó la vista hacia Afdza e hizo caso omiso de los sajones que procuraban recuperarse de la sorpresa. Algunos trataron de detenerla, pero fueron atacados por un par de animales babeantes y Arima corrió en línea recta hacia la puerta.
La perra que corría a su lado derribó a un sajón y siguió a Arima mientras el guerrero se retorcía en el suelo y un borbotón de sangre brotaba de su cuello desgarrado por la dentellada. El segundo fue derribado por una flecha de Afdza, que corría por el adarve manteniéndose a la par de la joven. Un sajón había subido una escalera y se encaramaba al adarve, pero un puntapié lo derribó junto con la escalera. Otro sajón se acercó demasiado a Arima y cayó a sus pies con una flecha clavada entre los omóplatos. Ella brincó por encima del cuerpo. Silbó otra flecha y un guerrero —que había intentado clavarle una lanza a la perra— rodó por tierra. Afdza las defendía a ambas: a Arima y a la perra que la protegía, y en ese instante sentía el mismo aprecio por ambas.
Fuera del castillo resonó un atronador golpeteo de cascos y el fragor de los guerreros francos lanzándose al ataque. Arima alcanzó la puerta casi al mismo tiempo que un sajón se interpuso en su camino. Una flecha lo clavó contra la puerta. El hombre se revolvió y trató de aferrar a Arima, pero un segundo flechazo le atravesó el cráneo y quedó colgado de la puerta como de una percha. Arima forcejeaba con el cerrojo. Afdza oyó pasos a su espalda, se volvió y derribó a su atacante golpeándolo con el arco, que se partió en dos. Afdza cogió el segundo; de momento, todas las flechas habían dado en el blanco, y la siguiente acabó con el arquero apostado en la escalera que daba a la casa señorial.
Arima había logrado levantar la tranca. Tras vencer la primera resistencia, las piedras colgadas de cadenas que hacían de contrapeso la elevaron aún más. Arima abrió las hojas de las puertas. Afdza le disparó una flecha entre los ojos a un guerrero que había vuelto a colocar la escalera y alcanzado el adarve. A otro, que blandía un hacha para arrojársela a Arima, le perforó un hombro. El herido avanzó trastabillando hacia Arima y la perra lo derribó. Soltó unos breves aullidos de dolor.
Entonces los guerreros francos irrumpieron por la puerta abierta al galope, encabezados por Clodoveo, que traía a alguien más en su corcel. Llegaban justo a tiempo. Los guerreros sarracenos que Abu Taur había proporcionado al heritogo sajón surgieron de la casa principal esgrimiendo espadas y lanzas. Afdza había supuesto que los desconfiados sajones no les asignaran el servicio de guardia, sino que los reunieran en la casa señorial para mantenerlos a raya. No se había equivocado. Los sarracenos se apresuraron a orientarse y se prepararon para entrar en combate.
Afdza bajó presuroso la escalera. En el patio del castillo reinaba un caos formado por los perros furiosos que mordían y tironeaban de los cadáveres y los heridos, sarracenos que se enfrentaban a los fuertemente armados francos, jinetes que rugían y caballos que relinchaban. Afdza echó a correr hacia los sarracenos y gritó en su propia lengua:
—¡Alto!
Su turbante se había soltado y sus largos cabellos ondeaban. Los sarracenos se quedaron paralizados de la sorpresa, proporcionándole a Clodoveo el tiempo suficiente de alcanzar la casa señorial. Casi todos debían de conocer a Afdza Asdaq, la mano derecha del valí de Medina Barshaluna. Medio muerto, el acompañante involuntario de Clodoveo iba a horcajadas del caballo delante del joven sajón, que lo sostenía con una mano al tiempo que le apoyaba un cuchillo en la garganta.
—¡Deteneos! —gritó el hombre con voz áspera a los guerreros—. ¡Soy Abu Taur! ¡Os ordeno que os rindáis a Afdza Asdaq!
Los sarracenos clavaron la mirada en su señor; tenía un aspecto lamentable, pero no cabía duda de que se trataba de él. Bajaron las espadas y cuchichearon. Clodoveo dejó que Abu Taur se deslizara del caballo y, jadeando, este quedó arrodillado en el suelo. El sajón miró en torno, dispuesto a apoyar a los francos, pero estos ya habían ganado la batalla. Los guerreros de Scurfa supervivientes se habían rendido.
Solo un hombre se negaba a soltar su espada; lo habían arrinconado y a sus pies yacían tres perros muertos y, un poco más allá, un guerrero franco. Era Scurfa. Al ver que los sarracenos no lo ayudarían soltó un rugido de rabia. Alzó la espada y, estupefacto, la bajó cuando Arima se plantó ante él.
—Te conozco —dijo—. Tú eres la franca que tomé como rehén en Susatum. ¡La descarada!
La joven elevó la barbilla.
—No soy franca, soy Arima Garcez, señora de Roncesvalles, y habrás de rendirme cuentas por lo que le has hecho a mi gente.
Scurfa la miró fijamente y después a Afdza, que había llegado a su lado. Más que nunca, Afdza ansiaba abrazarla, pero sabía que ese no era el momento para eso.
—Con esto te devuelvo Roncesvalles, señora.
Scurfa estaba atónito.
—Tú también has sido mi prisionero una vez —graznó.
—Por poco tiempo —contestó Afdza en tono casi amable.
—¿Y ella es Arima Garcez? —preguntó Scurfa, señalándola.
—Por lo visto, en Susatum no fuiste lo bastante cortés como para preguntarle su nombre.
Scurfa reflexionó un momento y dejó caer su sax con aire derrotado.
—¿Dónde está ese piojo? —bramó.
—¿De quién hablas? —preguntó Arima.
—¡De… —exclamó Scurfa— de Adalric de Gascuña, el hijo del dux de Gascuña!
Sorprendida, Arima se volvió hacia Afdza y este asintió.
—Formaba parte de este complot.
—¿Dónde lo viste por última vez? —preguntó Arima en tono tan furibundo que Scurfa dio un paso atrás.
—En la casa señorial.
—Que alguien lo saque de mi casa —ordenó la joven sin mirar a nadie.
Hasta encontrar a Adalric —oculto en un almacén detrás de los barriles de carne en salazón—, los francos y los sarracenos que se habían sometido a Afdza Asdaq habían impuesto cierto orden en el patio interior del castillo. Junto con Clodoveo —que en pocos minutos obró el milagro de entablar amistad con la perra líder—, Arima volvió a encerrar los animales en la perrera y Clodoveo se quedó allí para ocuparse de los mastines heridos, que lo dejaron hacer después de que la perra líder les soltara un gruñido. Nadie se ocupó de Abu Taur; el valí de Wasqa permaneció tendido y resollando en el patio. Los que habían sido sus guerreros no se acercaron a él. Abu Taur estaba ojeroso y pálido y de vez en cuando se estremecía. El pelo grasiento le asomaba bajo el turbante, le faltaba el antebrazo derecho y las vendas que cubrían el muñón apestaban empapadas de sangre.
Los prisioneros sajones fueron maniatados y obligados a sentarse en la herrería junto a la hoguera. Cuando un franco también quiso maniatar a Scurfa, este se resistió.
—No me humilles —suplicó a Afdza.
—Aquí quien manda es ella —contestó Afdza, señalando a Arima.
Arima contempló a Scurfa, y Afdza adivinó en qué estaba pensando: en el montón de cadáveres al pie del precipicio.
—Maniatadlo —ordenó.
Tuvieron que arrastrar a Adalric de Gascuña porque se resistía como una fiera. No estaba solo: lo acompañaba una joven que se soltó, corrió hasta Arima y, sollozando, se abrazó a sus rodillas. Llevaba uno de los vestidos de Arima pero tenía un ojo amoratado, la cara rasguñada y cuando el vestido se deslizó descubriendo uno de sus hombros, Afdza comprobó horrorizado que había sido azotada. Con los ojos muy abiertos, Arima escuchó el relato de la joven en el dialecto gascón de la lengua franca, que Afdza no dominaba. La señora le contestó en la misma lengua.
El sarraceno le lanzó un vistazo a Adalric, a quien habían obligado a ponerse de rodillas; el labio inferior le temblaba e intentaba inútilmente adoptar una expresión terca. Luego se dirigió a Scurfa.
—El gascón juró que la señora de Roncesvalles se encontraba en el castillo —dijo Scurfa, indicando a la joven con la cabeza—. Afirmó que no había dejado de vigilarla y que esa desgraciada era ella. Llevaba la bata de una criada, pero Adalric dijo que era un disfraz. Al principio ella lo negó pero después de dejarlo unos momentos a solas con ella, confesó que era Arima Garcez.
—Porque Adalric le pegó y la amenazó con entregarla a Scurfa y sus hombres si no confirmaba su mentira —intervino Arima, que se había acercado—. Al igual que las mujeres y la mayoría de los hijos de los criados.
Afdza se dirigió a uno de los sarracenos.
—¿Dónde están esos infelices? —preguntó en tono duro.
—Ya los sacamos del calabozo, sidi. Oímos lo que los sajones les hicieron, pero os juro por el Profeta que nosotros no participamos.
—Pero tampoco lo impedisteis.
—No, sidi —admitió el sarraceno y bajó la cabeza.
—¿Cómo podía saber que el maldito novato mentía? —dijo Scurfa.
—¿Así que creíste que yo era esa muchacha? —exclamó Arima.
Scurfa se encogió de hombros.
—¿Y permitiste que Adalric la violara varias veces, la golpeara y azotara y… —gritó, y desgarró el vestido de la joven que todavía se aferraba a sus rodillas. Todos contuvieron el aliento al ver las mordeduras que le cubrían los pechos y que en el sitio de los pezones tenía heridas costrosas— y le hiciera esto porque decía que era yo?
Arima soltó a la muchacha, que trató de cubrirse con los jirones del vestido; luego, sollozando, se tambaleó y cayó sentada en el suelo.
Scurfa reflexionó.
—Permitiría que sucedieran cosas aún peores en aras de la libertad de mi pueblo.
—Eres hombre muerto, Scurfa. —Afdza alzó el arco y colocó una flecha.
Scurfa miró el arco.
—No te atreverás, sarraceno, y además, ¿por qué habrías de hacerlo? Estás liado con la señora de Roncesvalles, con la auténtica, y te estás imaginando que era ella a quien maltrataba el novato, ¿verdad?
Afdza tensó el arco en silencio. Scurfa adoptó una mueca irónica.
—Abu Taur me habló de ti. ¡El honorable guerrero sarraceno! ¡El paladín de Solimán bin al Arabi! El hombre que se encargó de que le perdonaran la vida a ese renegado de Aercenbryht, el que nunca mataría a un indefenso por venganza…
El arco soltó la flecha y Scurfa, que estaba sentado en el suelo, cayó de espaldas. Se incorporó a medias, miró la flecha que le perforaba el pecho casi hasta las plumas y le lanzó una mirada incrédula a Afdza.
—Abu Taur solo te contó mentiras —dijo Afdza.
Scurfa cayó de lado, resollando. Sangraba por la boca y la nariz, agitó las piernas y su entrepierna se oscureció, empapada. Afdza se apartó. Antes de dar muerte a Scurfa se había sentido asqueado por toda la maldad que había visto, pero ahora se sintió aún más asqueado.
Adalric aprovechó la oportunidad. Agarró a la criada que había sido su víctima durante todos esos días y la arrastró hasta un caballo, pese a que la muchacha se resistía. Un pequeño puñal apareció en su mano y lo presionó contra la mejilla de la joven, justo debajo del ojo. La muchacha se quedó paralizada. Al parecer, los sarracenos solo lo habían registrado superficialmente.
—¡Si no quieres que le clave un cuchillo en el seso me dejarás marchar, Arima! —siseó y esbozó una sonrisa triunfal—. No solo me siguió el juego porque la obligué sino porque creyó que así podría protegerte en caso de que regresaras. Pero tú no regresaste a tiempo, de lo contrario todo esto no hubiese sido necesario.
Afdza había tensado el arco, apuntó y dijo con calma:
—Solo has de pronunciar una palabra, señora.
Adalric seguía parapetado detrás de la muchacha.
—No —dijo Arima—. No quiero que le ocurra nada más, no corramos ningún riesgo.
Afdza bajó el arco. Le hubiera dado a Adalric sin tocarle un pelo a la criada, pero comprendió la ansiedad de Arima.
Adalric montó en el caballo y se escudó detrás de la muchacha, que les lanzó una mirada suplicante a Arima y Afdza.
—La dejarás en libertad cuando estés a salvo —dijo Arima.
—No estás en situación de exigir nada —replicó Adalric—, pero por una vez seré bondadoso y te prometo que la soltaré —añadió antes de espolear su montura y salir por la puerta del castillo.
Afdza subió la escalera hasta el adarve. Además de la hoguera de la herrería habían encendido otra en el centro del patio y su resplandor se proyectaba hacia al exterior a través de la puerta abierta de par en par. Afdza tensó el arco, el gascón abandonaría el último tramo iluminado en un instante y se pondría fuera del alcance de las flechas. Vio que Adalric arrojaba a la criada del caballo y después se lo tragó la oscuridad y la abrupta ladera que daba al camino del castillo. La muchacha quedó tendida en el suelo, inmóvil.
Cuando Afdza llegó a su lado Arima ya estaba junto a ella y le lanzó una mirada impotente. La muchacha estaba muerta: de la ensangrentada cuenca de su ojo surgía la empuñadura del puñal de Adalric.
El castillo de Roncesvalles había pagado un alto precio por recuperar la libertad.
Depositaron los cadáveres delante del castillo. Al día siguiente los guerreros sajones supervivientes los trasladarían y enterrarían. Los sajones suplicaron que los dejaran enterrar a sus muertos en tumbas individuales junto con sus armas, como a los francos, pero después de haber visto la saña que habían mostrado con mujeres y niños, Arima les denegó dicho permiso. Los guerreros francos —a quienes Arima había vuelto a poner a las órdenes del decano después de que Clodoveo le contase que el hombre había luchado como un jabato durante la reconquista del castillo— se encargaron junto con los sarracenos, que ya habían pasado a ser guerreros de Afdza, de la seguridad nocturna del castillo. A Abu Taur lo trasladaron a la sala. Deliraba y Clodoveo, que examinó el muñón del brazo y trató de limpiar la herida, se encogió de hombros cuando Afdza le preguntó si el valí sobreviviría.
Afdza persuadió a Arima de que durmiera un poco. Luego se sentó delante de su habitación con la espalda apoyada en la puerta y montó guardia. Hubiese sido incapaz de expresar lo que sentía, aparte de un profundo anhelo por la joven. Tenía claro que al matar a Scurfa había acabado con el bellaco menos indigno y que el verdadero criminal, a saber Adalric de Gascuña, había escapado. Antes ya había visto cosas como los cadáveres en la quebrada y las criadas violadas con anterioridad: tras cada batalla, tras cada conquista, tras cada ocupación de un territorio enemigo. Cuando los sarracenos irrumpían en territorios extranjeros no solían practicar violaciones en masa —esa era la especialidad de los soldados cristianos—, pero ambos bandos acostumbraban matar a casi todos los hombres y muchachos y vender al resto como esclavos. Sin embargo, ahora estaba conmocionado: Scurfa había logrado que imaginara que, con un poco de mala suerte, la pobre criada torturada y asesinada por Adalric podría haber sido Arima, y no lograba desprenderse de esa idea.
Entonces la oyó sollozar en la habitación y tuvo que hacer un gran esfuerzo para no acudir a consolarla, pues eso hubiese supuesto atravesar un punto de no retorno. Y él no podía permitírselo, porque para él y Arima no existía un futuro. Apretó los puños y las uñas se hincaron en las palmas.
La puerta se abrió de pronto y Arima apareció en el umbral con la cara llorosa y el pelo alborotado. Lo miró y por un momento ninguno de los dos pudo decir nada.
—Esta noche no puedo dormir sola —susurró ella.
Afdza asintió y, en silencio, se puso en pie y la siguió al interior de la habitación. El rostro de ella expresaba tanto temor como anhelo, y Afdza se maldijo por la reserva que se imponía a sí mismo, pero no podía evitarlo: si hubiese considerado que el anhelo superaba el temor, entonces… pero así…
Arima se tendió en la cama y él la cubrió con las mantas, se acostó a su lado, la atrajo hacia sí y se amoldó a su espalda. Arima volvió la cabeza hacia él con los labios entreabiertos. Afdza la besó con tanta suavidad que el roce fue como de alas de mariposa.
—Cuando todo empezó, creí que los perros te habían atacado —dijo tras un momento en que solo la miró a los ojos.
—Los machos casi lo hicieron, pero la perra líder se colocó delante de mí, gruñendo y enseñando los dientes a la manada.
—Te oí gritar.
Arima carraspeó.
—Eso fue después, una vez que abrí la perrera. Creo que grité: «¡A por esos malnacidos!»
—Una orden apropiada.
—El sarraceno herido que Clodoveo sostenía delante de la silla era el jefe de tu delegación, ¿no?
Afdza asintió y le explicó el papel desempeñado por Abu Taur. Arima reflexionó y él notó que se adormilaba lentamente.
—¿Por qué le falta la mitad del brazo? —preguntó.
—Sufrió una herida cuando lo tomé prisionero en su casa y entonces se me ocurrió decirle a Solimán que había muerto, porque de lo contrario mi señor lo hubiera hecho ajusticiar. Yo sabía que debía traer a Abu Taur hasta aquí para lograr que sus hombres me obedecieran. Durante la cabalgada hasta Roncesvalles la herida se infectó y tuve que amputarle el antebrazo para salvarle la vida… Pero no sirvió de mucho.
—Tanta sangre, tanta crueldad… —murmuró la joven y Afdza sintió una punzada en el corazón. Pero acto seguido comprendió que no se refería a él sino a ella misma—: Y todo por mi culpa. Los espíritus de los muertos me perseguirán.
—No, no lo harán, porque yo velaré por ti. Ahora duérmete, estrella mía.
Poco después su respiración se volvió más sosegada y su cuerpo —al que a pesar de las mantas percibía con tanta intensidad como si estuviera desnuda— se relajó. Afdza sabía que no pegaría ojo en toda la noche, pero no le importó: le bastaba con estar junto a ella. Y también era mejor así. Se escabulliría de la habitación antes de la madrugada para que el honor de Arima no se viera afectado.
Pero él también se durmió.
Roldán había obrado un milagro. Había perdido la cuenta, pero debía de haber cabalgado diez días hasta alcanzar el castillo de Roncesvalles. Incluso los correos de Carlomagno tardaban al menos quince días en recorrer su reino de una punta a la otra. Había reventado media docena de caballos y cuando los mesoneros de los apeaderos a lo largo del Hellweg no le creían que era un paladín del rey, se apropiaba de los caballos de relevo mediante la violencia. Ignoraba cuántas veces había dormido o comido, lo único que sabía era que no había dedicado ni un minuto a asearse.
El último caballo se había desplomado a media altura del paso de Ibañeta y a partir de allí Roldán avanzó a pie, sin percibir el frío matutino de la alta montaña a través de sus ropas empapadas en sudor. Al ver el castillo iluminado por la primera luz del día la única imagen que penetró en su exhausta conciencia fueron unos guerreros sajones sacando cadáveres por la puerta para tenderlos junto a otros muertos. La luz dorada bañaba los contornos de las figuras retorcidas tendidas en la hierba e iluminaba las nubecillas de vaho que exhalaban los que cargaban los cadáveres, que, debido a su posición encorvada, parecían extraños demonios de aliento llameante que arrastraban los muertos hacia la eterna oscuridad. Roldán desenvainó la espada y se acercó a ellos tambaleándose. Quiso soltar un grito guerrero, pero de su boca solo surgió un graznido.
Alguien lo retuvo por el brazo.
—¿Eres tú, comes Roldán? —preguntó atónito el hombre en lengua franca.
Roldán no lo conocía; quiso apartarlo de un empellón y atacar a los sajones, pero el hombre no lo soltó y el paladín lentamente tomó conciencia de que se trataba de un guerrero franco. Entonces soltó un quejido.
—Los sajones se rindieron, comes Roldán. ¡Qué aspecto tienes, Dios mío! ¿Has luchado?
Roldán se zafó y lanzó un alarido. El guerrero franco retrocedió unos pasos con la mano en la empuñadura de su spatha. Roldán apenas se sostenía en pie.
—¿Dónde está ella? —balbuceó.
—¿Quién? ¿Arima Garcez?
—Sí. ¿Dónde… está? —Volvió a alzar su espada y tropezó hacia los sajones que lo miraban fijamente, como si fuera un fantasma.
—La señora está en la casa señorial… —informó el guerrero.
—¿Está… está…? —gritó Roldán, gesticulando.
—No te preocupes, se encuentra perfectamente, está durmiendo.
De pronto Roldán cayó de rodillas y, perplejo, contempló la espada que había caído de su mano; se inclinó para recogerla y casi se fue de bruces. Tras un segundo intento logró recoger a Durandarte. Cuando el guerrero quiso ayudarlo a incorporarse, Roldán lo rechazó y, con esfuerzo, se puso en pie.
—La casa señorial… —murmuró—. En la casa señorial…
Cruzó la puerta tambaleándose. Al verlo, los hombres y mujeres que a pesar de la hora temprana se encontraban en el patio del castillo, pegaron un respingo, pero él casi no lo notó. Remontó los peldaños hasta la casa señorial arrastrando a Durandarte detrás, desconcertado por el traqueteo. Aunque nunca había estado allí logró llegar hasta las habitaciones de la última planta. Y sin reparar en que aún no era el señor de Roncesvalles y Arima todavía no era su mujer, solo impulsado por el inmenso alivio y por el recuerdo del temor igualmente inmenso por ella que lo había impulsado a lo largo de diez días, irrumpió en la habitación de Arima. Se detuvo tambaleándose, procurando comprender lo que veía.
Y lo comprendió.
Afdza Asdaq se incorporó, su largo cabello cubriéndole la cara como una cortina. Arima parpadeó y despertó de golpe.
—Tú —se oyó decir Roldán y su brazo se alzó para señalar a Afdza con el dedo. El alivio y el temor soportado dieron paso al desencanto y, un instante después, a la ira más absoluta.
Afdza se levantó de la cama de un brinco y se interpuso entre Roldán y Arima antes de que el joven franco lograra alzar la espada. Atónito, Roldán pensó: «Se interpone entre Arima y yo como si tuviera que protegerla, ¡como si yo fuera capaz de hacerle daño!» Y por otra parte, con el corazón atravesado por una espada ardiente que se retorcía implacablemente, pensó: «Pero ¡el que morirá dentro de un instante es él!»
Blandió Durandarte y se lanzó contra Afdza Asdaq.
Roldán estaba demasiado agotado como para seguir el desarrollo temporal de los hechos. Vio cómo Durandarte salía volando antes de notar el golpe en el brazo y notó el filo de una cimitarra sarracena en la garganta antes de darse cuenta de que estaba cayendo de espaldas. Clavó la mirada en el único ojo de Afdza antes de chocar contra el suelo y quedarse sin aliento.
—¡No! —oyó gritar a Arima.
Entonces pensó: «¡Eso me resulta conocido! ¡Aún nos encontramos en Karlsburg midiendo nuestras fuerzas y el muy bastardo ha vuelto a vencerme! ¡Más adelante me las pagará, pondré su carne en salazón hasta que la lengua le cuelgue de la boca!» Entonces tomó conciencia de que se encontraban en Roncesvalles y que había descubierto a su amada en la cama con ese hombre, ese hombre que casi era su mejor amigo… y que el amor que lo embargaba se había visto manchado y deshonrado por completo.
Afdza dio un paso atrás y le tendió la mano, pero Roldán rodó a un lado y se puso de pie.
—Has malinterpretado lo que has visto —oyó que decía Afdza, sin comprender las palabras.
Su espada estaba caída en un rincón. Una voz interior lo animaba a cogerla y reemprender la lucha, pero algo lo retenía, algo que siempre lo había retenido: saber que sería derrotado. En su estado ni siquiera hubiese podido hacerle frente a un pastor de cabras armado de un palo. Era como durante la competición con Puvis de Roselló, solo que esta vez no disponía de un truco que convirtiera su defecto en una victoria.
De pronto permanecer allí le resultó insoportable, era como si le hubiesen escupido a la cara. Salió fuera y tropezó escaleras abajo hasta la sala.
Allí había una joven sentada. Estaba sollozando y vio un niño pequeño que entraba en la sala. Supo que no se encontraba en la sala del castillo de Roncesvalles sino en la del castillo paterno: el pasado cobraba vida ante sus ojos. La mujer era su madre, Bertha de Laon, el niño era él mismo.
—¿Por qué lloras, mamá? —preguntó el niño que era Roldán.
Ella se apartó.
—¿Es por papá? ¿Cuándo regresará?
Bertha no contestó.
—¿Mamá? ¿Ha ocurrido algo?
—Déjame en paz —le espetó su madre.
—¿Regresarán? ¿Papá y…?
—¡No! No regresarán. ¡Nunca regresarán! ¡Están muertos! ¡Los han asesinado y nunca más volveré a verlos!
Bertha se deslizó del banco en que estaba sentada, se encogió en el suelo y aulló como una loba.
Roldán salió a trompicones de la sala de Roncesvalles, al igual que en aquel entonces había abandonado la sala del castillo de su padre. Fuera, el recuerdo volvió a revivir: Ganelón de Ponthieu estaba en el centro del patio del castillo junto a Piligrim, que ya en aquel entonces le había parecido un anciano. Piligrim estaba tan sucio como un correo real, y colgaban espumarajos de los belfos de su caballo, que temblaba como una hoja. El propio Piligrim apenas lograba tenerse en pie. El pequeño Roldán corrió hacia Ganelón y le cogió la mano.
—¿Qué ha pasado, tío?
Ganelón bajó la vista y lo contempló, Ganelón, que siempre bromeaba, que siempre había cargado a hombros a su pequeño sobrino para correr por el patio del castillo como si él fuese un corcel de batalla y Roldán un guerrero valiente. Ganelón, que cuando su madre era exageradamente severa, siempre encontraba el modo de consolar el alma herida del pequeño. Ganelón, el hermano menor de Milan, el padre de Roldán. Ganelón, cuyo rostro estaba pálido como la cera y sus mejillas bañadas en lágrimas y que dijo:
—Ay, Roldán, están muertos por Jesucristo, ambos están muertos y yo tengo la culpa… solo yo…
Y el niño Roldán soltó la mano de su tío y su susurro espantado superó los años y también la repentina sensación de completa soledad, porque debido a su dolor no podía acercarse a su madre, a quien su tío Ganelón había roto el corazón, y también el de Roldán… El susurro de un niño capaz de penetrar el alma de un adulto como un cuchillo ardiente y causarle heridas que nunca cicatrizarán del todo atravesó el alma del Roldán adulto, como antaño debía de haber atravesado la de Ganelón.
—Te odio… te odio… te odio…
Golpeó con sus pequeños puños a Ganelón, que se resistió, pero Roldán siguió aporreándolo como un poseso. De repente estaba sentado en el suelo y su mejilla ardía porque Ganelón le había devuelto el golpe. Quiso ponerse de pie y abalanzarse contra su tío, pero no lo logró y se echó a llorar.
Cegado por las lágrimas, Roldán agarró un caballo de las crines y lo arrastró fuera de la caballeriza. Un guerrero franco intentó detenerlo, pero el paladín lo apartó sin mirarlo, se encaramó a lomos del caballo y lo espoleó. En el adarve había un sarraceno que le apuntaba con el arco tenso; le resultó indiferente y casi lamentó que un guerrero franco se apresurase a apoyar una mano en el brazo del sarraceno para hacerle bajar el arco. Era un fracasado. Ya había sido un fracasado de niño, cuando resultaba importante.
Roldán, futuro señor de Roncesvalles, huyó del castillo que pertenecía a su futura esposa y, cuando llegó al pie del paso y logró pensar con claridad, pensó lo siguiente: Carlomagno quería ir a la guerra contra los sarracenos y él, Roldán, lo convencería de que lo hiciera ese mismo año. Entonces Roldán y Afdza Asdaq se enfrentarían por fin en el campo de batalla y él reconquistaría su amor, su honor y su prometida, su corazón herido cicatrizaría y él dejaría de ser un fracasado.
Todo se arreglaría.
No obstante, la idea de matar a Afdza no suponía ningún triunfo y solo sintió una profunda tristeza.