CASTILLO DE RONCESVALLES

Hacía un buen rato que Arima notaba la presión del muslo contra el suyo. Durante unos momentos logró hacer caso omiso de la presión, pero entretanto el enfado que le provocaba era mayor que cualquier reticencia que se hubiera impuesto a sí misma. Apartarse resultó inútil: Adalric de Gascuña se había limitado a volver a acercarse.

El banquete celebrado en la sala del castillo de Roncesvalles, el guardián del paso de Ibañeta y situado por encima de este, seguía su curso. A juzgar por el bullicio, todos se divertían mucho: la delegación franca enviada por Carlomagno, los gascones que acudieron en compañía de Adalric y la delegación de los sarracenos. Todos estaban unidos en el disfrute de la carne, la salsa y el vino, por así decir, salvo que todos esperaban que el bellaco que tenían enfrente cometiera el primer error y que ella, Arima Garcez, hija del difunto Sanche Garcez, señor de Roncesvalles, también cometiera el primer error. Porque derramaría la salsa caliente en el regazo de Adalric, o le rompería un diente con el codo al escanciarle el vino o bien le propinaría tal bofetada que se pasaría tres días retrocediendo.

Algo que los gascones aprovecharían para ponerse de pie ofendidos y gritarle palabras humillantes, lo que a su vez haría que los francos tomasen partido por Arima derribando al primer gascón que se pusiera a su alcance, lo cual impulsaría a los sarracenos a atacar a las otras dos facciones, con el resultado de que ambas partes cristianas se aliarían contra los sarracenos. El precario equilibrio en ese lugar, punto de encuentro entre el reino de los francos y el reino musulmán de Al Andalus, se convertiría en una guerra… cuándo evitarla era el verdadero motivo de esa reunión. Y ella, Arima, sería la culpable de todo y no valdría ninguna excusa porque, además, ella habría infringido la única ley realmente sagrada conocida por los francos: la de la hospitalidad, puesto que ante la mesa del anfitrión incluso el peor enemigo estaba a salvo.

—Echa un vistazo a esos francos —dijo Adalric con la boca llena y se inclinó hacia Arima—, es increíble que alguien sea capaz de devorar toda esa comida. Bueno, a fin de cuentas todos ellos son unos atocinados.

Adalric soltó una carcajada y cogió la mano de la joven; bajo las uñas manchadas de salsa grasienta de la suya se apreciaba la mugre.

Adalric no dejaba de tener cierta razón: la delegación franca disfrutaba comiendo. Eran hombres fornidos de rostros regordetes y barrigas abultadas sobre las cuales se tensaban sus túnicas bordadas. A su lado, los nervudos gascones y los casi delicados y gráciles sarracenos parecían adolescentes.

Sin embargo, Arima sabía que bajo la grasa se ocultaban fuertes músculos. Quien se enfrentaba a un grupo de corpulentos guerreros francos creyendo que acabaría fácilmente con esos gordinflones cometía el último error de su vida. Los francos cargaban con su gordura con la misma facilidad que los antiguos legionarios romanos con su equipo de combate. Su constitución corporal no se debía a la buena vida sino a un vínculo sacro —para Arima difícilmente comprensible— entre el vientre abultado de una embarazada y el de un hombre nacido libre: ambos simbolizaban hijos y abundancia. Para los francos, la fertilidad del campo, del ganado y del pueblo era casi tan sagrada como la ley de la hospitalidad. Carlomagno tampoco era delgado. Arima recordaba a un gigante no solo corpulento, sino también dos cabezas más alto que los demás. Los únicos francos de constitución atlética que Arima había visto eran los paladines, los guerreros de élite de Carlomagno.

Los cocineros habían preparado tres clases de carnes para el banquete: de ternera y cerdo para los francos y los gascones, de cordero para los sarracenos. Cocinadas de dos maneras: asadas para los francos porque Arima sabía que Carlomagno prefería la carne asada, y hervida para los demás, que era el modo habitual de preparar la carne. Los trozos de carne asada eran más grandes que los de la hervida, que había sido cortada en pequeños trozos que cupieran en las ollas. Desde el principio Adalric optó por la carne asada, al parecer por temor a quedarse con hambre. Su cara enrojecida y la cantidad de vino que bebió revelaban que las fuertes especias del asado que los francos degustaban sin parpadear —o más bien devoraban— no le sentaban bien.

Arima retiró la mano de debajo de la zarpa de Adalric.

—¿Más vino? —preguntó, con la esperanza de emborrachar al gascón y que se durmiera en la mesa.

—Si tú me lo escancias —dijo el hombretón con una sonrisa melosa. Entre sus dientes había restos de carne—. Solo entonces me sabe dulce.

Arima le devolvió la sonrisa y le llenó la copa, imaginando que le rompía la jarra de arcilla en la cabeza. ¡Esa sí que era una idea dulce! Adalric cogió la copa y se acercó aún más a ella.

—¡A la salud de Carlomagno! —dijo Arima.

—¡A la salud de Carlomagno! —repitió Adalric—. ¡Y a la de la flor de Roncesvalles!

Su voz sonó un tanto insegura, más de lo que le hubiese agradado y durante unos instantes la presión de su pierna contra la de ella se redujo.

La joven sonrió para sus adentros; mencionar a Carlomagno había hecho recordar a Adalric quién era el jefe supremo de los francos —¡y de los gascones!—, y que tanto el castillo de Roncesvalles como la propia Arima estaban bajo su protección personal. Incluso los rebeldes gascones sentían respeto por el rey, por el rey y sus paladines.

Arima sabía que ese día le mostraría el tiempo que aún podría seguir como señora de Roncesvalles. Cuando su padre, el comes Sanche, yacía en su lecho de muerte y se preparaba para pasar a mejor vida, la única que quedaría de su familia era ella, su hija. Sus hermanos y su madre se habían ido a la tumba antes que él. Sin embargo, el comes Sanche no murió maldiciendo su destino sino con lágrimas en los ojos y una disculpa murmurada por no poder seguir cuidando de Arima, la niña de sus ojos. A su vez, Arima había susurrado que desde allí a donde se dirigía, su alma observaría cómo ella cuidaba de sí misma. Hasta ese momento había logrado cumplir con dicha promesa. En todo caso, ya habían transcurrido seis meses desde la muerte del comes Sanche…

Si la reunión que tenía lugar allí, en su castillo en la cima del paso de Ibañeta —el lugar estratégicamente más importante de los Pirineos—, fracasaba, el dux Lope de Gascuña, tío suyo y padre de Adalric, la expulsaría de su hogar. O aún peor: la casaría, a ser posible con Adalric. La claramente manifestada benevolencia de Carlomagno aún la protegía de los tejemanejes de Lope, pero dicha benevolencia se apagaría si esa reunión fracasaba. Y era probable que tal cosa entrara en los cálculos de Adalric.

En aquel entonces, el dux se había considerado muy astuto al endosarle a su hermano menor Sanche la ruinosa propiedad situada por encima del paso: una finca con una empalizada inclinada por el viento cuyo único edificio de piedra había sido una torre de escasa altura, una antigua aduana romana. Lope no podía saber lo que ocurriría: que debido al repentino interés mutuo entre el reino de los sarracenos y el franco de Carlomagno, el paso de Ibañeta se convertiría en uno de los lugares estratégicos más importantes de su época. En vez de un edificio insignificante en el fin del mundo, el castillo de Roncesvalles de pronto se transformó en una especie de joya de la política de dos reinos. Quien dominaba el castillo, controlaba el paso. Quien controlaba el paso, regulaba la única vía comercial entre el reino sarraceno y el franco. Y si bien Arima no sabía mucho de política, tenía claro que la guerra estallaría en cuanto una de las partes lograra controlar el paso, porque entonces la otra temería que la primera le impidiera atravesarlo.

Adalric, que al parecer había comprendido que se había puesto a la defensiva, clavó el cuchillo en un trozo de carne y se lo ofreció a Arima.

—Una exquisitez para la señora de Roncesvalles —dijo.

Arima le lanzó una mirada de soslayo. Su gesto confianzudo suponía una arrogación. ¿Debía aceptar el trozo de asado a pesar de ello? Pero la rescató el jefe de la delegación franca —cuyo nombre había olvidado— poniéndose de pie para servirse más asado del centro de la mesa. Chocó contra el brazo de Adalric sin querer y el cuchillo con el trozo de carne cayó sobre la mesa. El franco se disculpó ruborizado hasta las orejas y, como compensación, le ofreció a Adalric el trozo del que acababa de apoderarse. Arima aprovechó la oportunidad para apartarse de su molesto primo y repasar la situación en que se encontraba.

Hacía ocho años que había muerto Carlomán, el hermano menor del rey, con quien Carlomagno había compartido el reino de los francos tras la muerte de su padre Pipino. Antes, Carlomán había demostrado su auténtico carácter cuando dejó a su hermano en la estacada durante los combates contra los nobles rebeldes de Aquitania. Aunque Carlomagno logró derrotar al ejército rebelde, a partir de entonces ambos hermanos se enemistaron. Tras la muerte de Carlomán, sus seguidores habían temido recibir un castigo terrible por parte de Carlomagno, ya convertido en único rey, pero este se mostró misericordioso. Así que también Lope, el tío de Arima, y Sanche, su padre —que por entonces le habían jurado lealtad a Carlomán—, se libraron del castigo y solo tuvieron que prestar un nuevo juramento de lealtad a Carlomagno. Este se mostró tan misericordioso que incluso apadrinó a Arima, la única hija de Sanche. Entretanto, Arima había comprendido que dicho favor no solo se debía al afecto de Carlomagno. Antes que todos los demás, el rey comprendió la importancia del aparentemente intrascendente castillo de Roncesvalles. Por eso tampoco lo hizo arrasar —tal como acostumbraban hacer los francos con todas las fincas fortificadas cuya construcción no había recibido el permiso manifiesto del rey—, sino al contrario: animó al comes Sanche a ampliarlo. Haberse convertido en el tutor de Arima le granjeó la lealtad absoluta de Sanche, y ella también sabía que le debía un profundo agradecimiento. Que después de la muerte de su padre —a diferencia de la costumbre practicada por los francos— Carlomagno no la arrancara de su hogar y la trasladara a su corte, supuso que ella le pagara con un afecto sincero pero también con su absoluta integridad. Aparte de los paladines, era de suponer que en todo el reino franco no había nadie tan leal al rey como Arima Garcez, señora de Roncesvalles.

Pocos miembros de la corte se dieron cuenta de que su lealtad se manifestaba manteniéndose estrictamente neutral con respecto a los intereses de los sarracenos, los gascones y los francos, pero sí Carlomagno, Arima estaba segura de ello. Al no situar Roncesvalles bajo el poder militar de los francos le aseguraba la paz al sur del reino, porque de ese modo el castillo no significaba una amenaza para los sarracenos. Sin embargo, mediante ese proceder también se condenaba a la deslealtad, pues no había ningún hombre de rango que no hubiera tomado partido por los unos o los otros. Ese era el auténtico sacrificio ofrecido a Carlomagno por haberse mostrado clemente con su familia y comportado como un segundo, aunque lejano, padre para ella: la soledad en su lecho de virgen. A menudo, por las noches, cuando no lograba conciliar el sueño y escuchaba los ronquidos de su doncella tendida a su lado, la invadía el amargo deseo de que los ronquidos fueran los de un esposo entre cuyos brazos hubiera podido dormirse apaciblemente.

Entretanto y por desgracia, Adalric se había deshecho del franco parlanchín sentado al otro lado y volvía a incordiarla.

—Bebe, señora de Roncesvalles —dijo y le tendió la copa.

Arima, que se juró a sí misma que lo ahogaría en una jofaina si volvía a llamarla «señora» en ese tono autocomplaciente, bebió un sorbo. Él le guiñó un ojo y luego giró la copa para que ella viera que él apoyaba los labios allí donde habían rozado los suyos. La expresión de Arima hubiera convertido una olla de agua hirviendo en hielo, pero, por lo visto, Adalric era inmune a semejantes finuras expresivas y le dedicó una amplia sonrisa.

—Me pregunto si sabes que tanto de día como de noche… —empezó, pero se vio bruscamente interrumpido.

Uno de los hombres de armas que había acompañado la delegación desde allende las montañas hasta el castillo entró a la sala, se acercó a uno de los nobles sarracenos y le susurró unas palabras al oído. El sarraceno asintió, se puso en pie y se dispuso a abandonar la mesa.

Arima se levantó y gritó a voz en cuello:

—¡Alto!

El bullicio de la sala se apagó. Con el rabillo del ojo, la joven se percató de que le había dado un empujón a Adalric, que su copa se había volcado y el vino goteaba de la túnica del gascón, que la contempló tan sorprendido como los demás.

—¿Ese hombre os ha traído un mensaje? —continuó Arima, señalando al guerrero.

El sarraceno dijo:

—Sí… —y tras un ligero titubeo, añadió—: señora.

—Cuando un mensajero entra en la corte del valí de Medina Barshaluna, ¿quién es el primero en recibir su mensaje?

La mirada de todos los delegados sarracenos osciló entre Arima y el interpelado. Algunos francos apartaron las manos disimuladamente de la mesa, para tenerlas más próximas al cuchillo que llevaban al cinto. En la sala todavía reinaba el silencio.

—El valí, señora —contestó el sarraceno.

—Entonces, ¿por qué este hombre te lo transmitió a ti y no a mí, la señora de la casa?

El sarraceno volvió a titubear. La delegación solo tenía el encargo de preparar la visita del valí de Medina Barshaluna al castillo de Roncesvalles y era absurdo esperar que actuaran con diplomacia protocolaria. Pero al parecer, el valí Solimán bin al Arabi, el gobernador del emir de Qurtuba en Medina Barshaluna, había formado la delegación con mucho esmero: de esa misión dependían muchas cosas para todas las partes.

El sarraceno hizo una reverencia.

—Perdonadme, señora, he incumplido las leyes de la hospitalidad. Pero ese hombre es un simple soldado y no domina otra lengua que la suya.

—En ese caso, ¿me traducirás el mensaje, sí o no? —preguntó Arima en tono dulzón.

El sarraceno reaccionó con la agilidad que cabía esperar de un mediador avezado. Volvió a hacer una reverencia, rodeó la mesa con porte majestuoso y se dirigió a Arima.

—La delegación de mi señor, el valí, se aproxima al castillo de Roncesvalles.

—Bien. Lo recibiré personalmente en la puerta.

El sarraceno dio un paso a un lado para que Arima pudiera rodear el banco. Poco a poco, las conversaciones se reanudaron, los gascones se pegaron codazos y señalaron a Arima, los sarracenos se contemplaban las uñas y los guerreros francos se relajaron y se sirvieron más asado.

—Vaya, vaya —soltó Adalric, atónito. El vino aún le manchaba la cara—. ¿Un sarraceno que se deja ningunear por una mujer? ¡Creí que aquí estallaría una batalla!

Arima lo miró. El gascón tenía razón. El sarraceno había infringido la ley de la hospitalidad, pero si se hubiese producido un enfrentamiento la habrían culpado a ella. Posteriormente, se preguntó cómo había podido ser tan impulsiva. En ese caso, también podría haberle roto la jarra de vino en la cabeza a su primo; quizá Carlomagno lo hubiera comprendido mejor que el incidente con el mensajero sarraceno. No obstante, ella sabía que en una situación parecida hubiese vuelto a actuar del mismo modo.

—Si una no recibe respeto no es nadie —dijo ella—. Y yo disto mucho de no ser nadie.

Y siguió al sarraceno al exterior; el corazón le latía aprisa y le temblaban las rodillas, pero nadie lo notó.

El castillo de Roncesvalles estaba situado en una meseta ligeramente inclinada hacia el sur, por encima de la cresta del paso; el camino del paso transcurría mucho más abajo. El castillo dominaba esa vía de comunicación; hacia el sur y hacia el norte la visibilidad era muy buena y, en caso de necesidad, podían enviarse guardias al camino a fin de bloquearlo con obstáculos preparados de antemano. En cuanto al propio castillo, resultaba muy difícil tomarlo, pues el atacante se veía obligado a luchar cuesta arriba; la única desventaja era el tamaño reducido de sus edificaciones, que no podían albergar un número suficiente de guerreros como para resistir un asedio prolongado. No obstante, en los últimos años la neutralidad de Sanche y su hija Arima había supuesto mejor protección que cientos de aguerridos guerreros.

Hacia el norte, la meseta acababa en una empinada ladera cuyo pie estaba cubierto por las últimas estribaciones del bosque que se extendía desde la entrada norte del paso hasta la meseta. La única puerta de Roncesvalles orientada hacia el sur estaba enmarcada por un muro de piedra, pero la mayor parte de la muralla que rodeaba el castillo no era más que una empalizada de madera con un adarve solo en parte cubierto. Un foso doble que el camino al castillo cruzaba por dos estrechos diques proporcionaba una protección adicional. Bajo el saliente del adarve se encontraban las caballerizas, la herrería y el taller del carpintero y del corta cuernos. Los hornos destinados a la alfarería estaban situados en el centro del patio del castillo, uno a espaldas del otro. Tanto los edificios destinados a viviendas como las dependencias del servicio eran de madera, bajos y apiñados; además de las torres que flanqueaban la puerta, el único edificio de piedra era la vivienda de los señores, una modesta construcción de dos plantas cuya entrada —situada en la planta superior— solo era accesible a través de una escalera de madera. En la planta baja se encontraban los almacenes y la cocina; una capilla, el gran salón y el antiguo dormitorio del comes Sanche ocupaban la primera planta y en el altillo se hallaban los secaderos y las habitaciones de Arima y las criadas. Antes de morir, el comes Sanche había iniciado la construcción de la torre del homenaje situada en el punto más elevado de la meseta, una torre cuya base era de piedra. Arima había ordenado proseguir con la construcción, al menos hasta poder subir y disfrutar del panorama cuando el tiempo lo permitiera; la plataforma superior aún no estaba cubierta. Era un castillo austero y práctico, poco más que un apeadero en medio del páramo. En los días en que la niebla avanzaba a lo largo del paso y era como si el castillo estuviera separado del mundo, Arima detestaba su hogar, su ubicación solitaria y que precisamente ella fuera la heredera de todo eso. Pero en el fondo amaba Roncesvalles y estaba dispuesta a aceptar muchas cosas a condición de nunca verse obligada a abandonar el castillo.

La delegación del valí se acercaba a lo largo del serpenteante camino, iluminada por las antorchas que llevaban soldados y criados. Los perros de Roncesvalles empezaron a ladrar: bestias negras e hirsutas criadas por el comes Sanche que solo lo reconocían a él y al perrero y gruñían feroces a todos cuantos osaran acercarse a las perreras. De vez en cuando Sanche los dejaba salir del castillo por las noches, a través de una portezuela que conducía al exterior situada en la empalizada posterior, donde se encontraba la perrera. Entonces se oían los ladridos y aullidos de los animales e incluso los guardias de la torre se preparaban para pasar una noche tranquila, puesto que quien se acercara al castillo sería atacado por los perros. A partir de la muerte del comes Sanche nadie había vuelto a dejarlos salir, porque incluso el perrero no estaba seguro si le obedecerían y regresarían. La manada estaba dominada por una enorme perra sobre la que existía una historia de cuando Arima tenía seis años y el animal era un cachorrillo, pero de eso ya habían pasado doce años y la actual señora de Roncesvalles solo la recordaba vagamente. A veces, cuando visitaba la perrera y contemplaba los perros, tenía la sensación de que la perra la observaba con una mirada fría y calculadora.

Arima, que había subido hasta el adarve junto a la torre de la puerta, mandó que la abrieran para que los hombres entraran en el castillo. Los sarracenos cabalgaban muy pegados, como si se enfrentaran a una amenaza, pero las espadas estaban envainadas y las lanzas con los gallardetes. Los encabezaba un hombre con uniforme de guerrero franco; al atravesar la puerta dirigió la vista hacia Arima y la saludó con la cabeza. Ella le devolvió el saludo. Era uno de los escasos guerreros francos conocidos por ella que no parecía un oso bien alimentado; aunque ya debía de tener más de cuarenta años, su figura se asemejaba a la delgada y atlética de los gascones. No era un hombre cualquiera: Carlomagno lo había enviado para controlar que todo estuviera en orden en el castillo antes de que llegara el valí y para que saliera al encuentro de los sarracenos y los recibiera. Era Ganelón, el comes de Ponthieu y cuñado de Carlomagno. Formaba parte de los nuevos paladines del rey y, a diferencia de los guerreros francos, llevaba los cabellos casi tan cortos como un patricio romano y el rostro afeitado; le había contado a Arima que todos los paladines se afeitaban el bigote, la barba y el pelo, una manera visible de ostentar las señales del servicio y de la humildad que entre los sacerdotes, monjes y esclavos simbolizaban las tonsuras, pero sin poner en peligro su honor como hombres y guerreros.

Mientras los criados atendían a los soldados sarracenos y sus cabalgaduras, Ganelón reunió a los miembros de la delegación en torno a él. Arima se unió a ellos y Ganelón la condujo a un lado.

—Señora, acompañaré a los hombres al salón —dijo en su habitual tono rígido y cortés—. Tienen hambre y sed.

Arima se dispuso a protestar, pero el paladín sonrió y, en voz baja, añadió:

—No te apresures, señora. Me encargaré de que recibas el debido respeto. Aún queda tiempo suficiente para ello.

—¿Acaso pretendes que corra tras ellos como una criada cuando los conduzcas a mi salón?

—No. Es más: te ruego que aguardes aquí fuera. Aún llegará otro enviado más.

—¿Quién? ¿Un rezagado? ¿Qué le ocurre, se ha caído del caballo?

Ganelón dirigió una mirada pensativa a la puerta junto a la que los guardias aguardaban las órdenes de Arima antes de cerrarla.

—Ese hombre no se cae del caballo ni siquiera muerto —gruñó—. Es un guerrero extraordinario, pero no acabo de comprenderlo. Ni siquiera tengo claro qué puesto ocupa en la delegación o si entiende nuestro idioma. No pronunció ni una palabra durante todo el viaje.

—¿Y crees que confiará en mí?

—Ay —suspiró Ganelón—, las mujeres y sus hechizos…

Le hizo una reverencia, se volvió y acompañó a los enviados sarracenos hasta la casa de los señores, al tiempo que decía:

—La señora del castillo me ha dado permiso de conduciros hasta el salón.

Arima no sabía si enfadarse o reírse ante la numerito diplomático montado por Ganelón. De un modo sutil, había logrado que ella siguiera participando en el juego como señora de Roncesvalles, si bien acompañando a los sarracenos hasta el salón simulaba ser el enviado de Carlomagno y el auténtico anfitrión. Probablemente habría que buscar mucho entre los francos para encontrar un hombre con el talento de Ganelón. Sin embargo, Arima no logró reprimir su irritación, ni siquiera cuando comprendió que a un hombre como Ganelón hasta los comes y los dux le cedían el paso. Entonces ordenó a los guardias que dejaran la puerta abierta y luego se refugió del viento en el adarve para aguardar al rezagado.

Solo entonces se percató de lo que Ganelón había dicho: que todavía quedaba tiempo suficiente para obtener el respeto de los sarracenos. ¿Qué significaban esas palabras? Según los planes, la delegación partiría pasado mañana. ¿O es que pensaban quedarse más tiempo? Pero ¡entonces las provisiones no bastarían! Furiosa por no haber pensado con la suficiente rapidez ni haber hecho más preguntas, se dispuso a dirigirse al salón de los señores y pedirle cuentas a Ganelón, pero de pronto una voz le habló desde la oscuridad.

—El comes de Ponthieu no se mostraría tan arrogante si junto a la señora del castillo hubiera un señor.

—Y tú crees que eres el indicado, Adalric —replicó ella en tono burlón; había reconocido la voz de su primo de inmediato.

—Tú también lo crees —murmuró él y se aproximó.

Arima se sintió incómoda al notar que aquel sitio no resultaba visible. Adalric olía al humo de la chimenea del salón, a asado especiado y alcohol.

—Allí aún te queda vino —dijo Arima, señalando la manchada túnica de Adalric.

Adalric bajó la vista.

—No es culpa mía —contestó su primo y alzó la vista, sonriendo—, pero quizá me derramaste vino en la túnica para poder lavarla tú misma…

—Si me dieras tu túnica, la usaría para limpiar el establo de las cabras.

Algo cambió en la mirada en Adalric y se acercó todavía más. Arima quiso retroceder un paso, pero él lo hubiera interpretado como temor y ella no le concedería ese triunfo. Estaba tan próximo que ella percibió su aliento.

—Siempre tan engreída —susurró—. Tan segura de la protección de Carlomagno. La fría beldad del paso de Ibañeta… Pero la situación no siempre permanecerá igual, querida Arima. Esto solo es un espejismo; habrá guerra entre francos y sarracenos por más delegaciones que se reúnan. Los sarracenos están empecinados en extender su reino y Carlomagno también. Uno de los dos se hará con el paso. En caso de que sean los sarracenos, te convertirán en esclava; si fuera Carlomagno, te desposará con uno de sus gordinflones. Solo es cuestión de tiempo; no tienes motivos para mostrarte arrogante, querida mía.

Arima, que le había sostenido la mirada, no dijo nada. Su actitud no era producto de la arrogancia sino del miedo y la ira. Adalric era un individuo repugnante, pero había manifestado perfectamente los mismos temores que ella albergaba.

Adalric volvió a sonreír y le rozó el antebrazo con un dedo. Podría haber supuesto un gesto suave, pero para Arima resultó intimidante.

—No hay salida, mi bella y fría señora de Roncesvalles. Tú y yo somos gascones. ¿Por qué habríamos de tolerar que un montón de extranjeros pisotee nuestras tierras? ¿Por qué no ocupamos el paso? Mi padre enviaría tantos soldados al castillo que se pisarían los pies entre ellos y ni siquiera una hormiga podría recorrer el camino sin ser vista.

—¿Por qué —replicó Arima entre dientes— tu padre, mi tío, haría semejante cosa?

Los dedos de Adalric le acariciaron el hombro.

—Porque protegería a su nueva hija y a su amado hijo, desde luego, y a todos los nietos que ellos le dieran…

—Somos primos —replicó Arima; fue lo primero que se le ocurrió.

Él se encogió de hombros.

—Lo pasaría por alto —susurró y la miró a los ojos—. Y además, ¿quién diría que no podemos casarnos? ¿El Papa? ¿Qué le importa el Papa a un gascón?

—¿Dices que lo pasarías por alto? —siseó la joven—. ¿Y qué otro defecto mío estarías dispuesto a pasar amablemente por alto?

—Que no llegaras virgen al matrimonio —dijo con voz enronquecida y mirada lasciva—. Venga, Arima, sé qué se oculta tras tu gélida fachada. ¡No dejaste de presionar tu muslo contra el mío durante toda la velada! Ven conmigo, hace frío aquí fuera. ¡Calentémonos en el establo!

Adalric se inclinó, la besó en los labios y un instante después ella notó cómo la lengua de él se agitaba en su boca como un gusano, tan repugnante como el sabor a vino, asado y dientes podridos. Entonces Adalric pegó un respingo, soltó un resuello y Arima escupió. Él se pasó un dedo por los labios y observó la sangre que recogió.

—¡Me has mordido! —balbuceó—. ¡Me has mordido el labio!

Arima quiso pasar por su lado, pero él la aferró del brazo.

—¡Me las pagarás! —espetó.

La atrajo hacia sí y volvió a besarla y, antes de que ella pudiera volver a morderlo, le cogió el mentón con la otra mano y la obligó a abrir la boca. El dolor fue tan intenso que se le saltaron las lágrimas; Adalric introdujo una rodilla entre las piernas de ella y volvió a besarla y esta vez fue el sabor de la sangre fresca lo que penetró en su boca junto con la lengua del gascón, que jadeaba y la presionaba con la entrepierna. Ella trató de resistirse pero él la aferraba con manos de hierro, quiso pedir ayuda pero su boca y sus dedos la amordazaban. Notó algo duro entre los muslos y supo muy bien qué era. Sintió asco y rabia. No podía morder, pero eso no le impidió defenderse…

Un instante después de una violenta sacudida, las manos de Adalric se desprendieron de su mandíbula, se apartó y sus ojos desorbitados empezaron a bizquear. Un gemido surgió de lo más profundo de su garganta.

—¿Suficiente? —siseó Arima y volvió a propinarle otro rodillazo.

Adalric se desplomó y se acurrucó en el suelo, gimiendo como un perro apaleado.

—¡Dios míooooo…! —lloriqueó—. ¡Puta…!

Entonces una oleada de cólera la invadió, al menos tan intensa como la pasión que antes había obnubilado a su primo y le propinó una patada en las costillas.

—¿Qué me has dicho? —gritó—. ¿Qué me has dicho?

Con cada puntapié iba en aumento la conciencia de cuán alevoso había sido el ataque de Adalric. Si la poseía a la fuerza solo se vería obligado a pagarle el mund, la «protección» a Carlomagno, su tutor, además del dinero de la multa correspondiente por violación. Y entonces Arima se convertiría en su mujer y quedaría a su merced. Ni siquiera tendría derecho a divorciarse porque cargaría con la mácula de la deshonra. En todo caso, si tras violarla no se casaba con ella, Adalric solo tendría que pagar la multa, mientras que ella sería considerada una depravada y nadie tendría en cuenta que había sido la víctima. Perdería el derecho sobre sus bienes —de los que Adalric o Lope, su padre, no tardarían en apropiarse— y, para sobrevivir, no tendría más remedio que convertirse en prostituta. Arima estaba absolutamente furiosa.

Adalric trató de defenderse de los puntapiés sin dejar de protegerse con la mano su dolorido miembro viril.

—¡Ay! —gimió—. Basta… Arima… basta…

—¿Cómo me has llamado, so pedazo de gusano miserable? —gritó ella y se dispuso a pegarle otro puntapié, pero entonces alguien le murmuró unas palabras al oído en tono divertido.

—No debéis patear a un enemigo que suplica clemencia, señora. Sobre todo si hay testigos.

Arima se volvió. Creyó que era uno de los criados del castillo y fue a ordenarle que se marchara, pero las palabras se le atascaron en la garganta.

Era un hombre muy alto. Tuvo que alzar la cabeza para mirarlo a la cara. Era indudable que se trataba del ominoso rezagado de la delegación sarracena: Arima vio el amplio atuendo de mangas en forma de embudo que los sarracenos denominaban sayo y que en general era rojo o azul; en la cabeza llevaba un turbante del que surgía la punta de un yelmo. No iba armado. En la penumbra, Arima vio el brillo de sus dientes: el desconocido estaba sonriendo.

—¡Qué descaro, acercarse a alguien a hurtadillas! —siseó ella.

—Me he presentado cortésmente, solo que tú no me has oído. Supongo que el jaleo de tus puntapiés lo impidió…

—¿Cuánto hace que estás ahí?

—Desde que él se ofreció a pasar por alto tus defectos, señora.

Arima le lanzó una mirada beligerante al sarraceno. Adalric seguía retorciéndose y lamentándose en el suelo, pero ni el desconocido ni la señora le prestaron atención.

—¿Y estuviste observando todo el tiempo sin acudir en mi ayuda?

El sarraceno se encogió de hombros.

—¿Ayudarte? ¿Para qué? No observé nada que tú no pudieses resolver sin mi ayuda.

Cuando el hombre avanzó un paso y un haz de luz de la puerta iluminó su rostro, Arima quiso replicarle pero no encontró las palabras adecuadas. Llevaba una barba corta al estilo de todos los sarracenos, una profunda cicatriz surcaba el lado izquierdo de su rostro y un negro paño de seda cubría el lugar que debería haber ocupado su ojo izquierdo.

Entonces el extraño hizo una reverencia y dijo:

Assalaamu a’laikum, señora de Roncesvalles. Perdóname por llegar con retraso. Soy Afdza Asdaq y te ruego que me ofrezcas tu hospitalidad y me acojas bajo tu techo. Como verás, he dejado mis armas a los guardias de la puerta, porque vengo en son de paz —añadió. Se enderezó y le lanzó una sonrisa.

Ella parpadeó presa de la confusión y tras unos instantes recuperó el habla.

—Sed bienvenido en nombre de Dios y en el mío —contestó, empleando la fórmula correspondiente al saludo del sarraceno.

Wa-a’laikum —respondió Afdza y volvió a sonreírle.

Haciendo un esfuerzo, ella apartó su mirada de la del hombre.

—Sígueme, te acompañaré al castillo. Solo te esperaba a ti.

—Perdona la lentitud de mi caballo y la pereza de su jinete —dijo Afdza.

Arima carraspeó.

—No quise ser tan… ruda.

—Entonces, perdona mi falta de comprensión…

—¡Y deja de pedirme perdón!

—Perdóname, señora.

Arima se volvió y le lanzó una mirada furibunda. Afdza sonreía de oreja a oreja. Era extraño: por más chocante que resultara su rostro deforme a primera vista, uno olvidaba la cicatriz y el parche en cuanto sonreía y, una vez más, Arima tuvo que obligarse a despegar la vista de él. Entonces dirigió la mirada a Adalric, que entretanto se había puesto de rodillas y se mecía gimiendo. Ella aún notaba el miedo causado por su violento intento de aproximación y aquel beso brutal… Sin embargo, en los últimos minutos había olvidado al gascón por completo. Se volvió, echó a correr hacia Adalric y, sin vacilar, lo aferró de los pelos y lo obligó a ponerse de pie.

—¡Te tengo consideración porque eres mi huésped! —espetó—. Aun cuando has olvidado cómo ha de comportarse un huésped. Soy una mujer libre y no solo me tocaste sin mi permiso, sino que incluso me besaste. Solo por eso, podría exigir que me pagaras cien solidi, y si notificara a Carlomagno de lo ocurrido tendrías que volver a pagar la misma suma. Si fueras un esclavo podría exigir que te castraran, pero no haré ni lo uno ni lo otro. Seguirás siendo mi huésped esta noche, Adalric de Gascuña, pero mañana te marcharás… ¡Y recuerda que a partir de hoy, esto se interpondrá entre ambos para siempre!

Habló adrede con la máxima formalidad: las palabras, sobre todo las rituales, ejercían un gran poder y tenían más valor que los acuerdos escritos.

—Cometes un error, Arima… —gimió Adalric con el rostro crispado de cólera y dolor.

—Lo dicho, señora, no sé para qué necesitabas mi ayuda —terció Afdza, y su sonrisa divertida se convirtió en respetuosa.

La siguió hasta la casa de los señores, silencioso como un gato montés. Arima se preguntó cómo Ganelón pudo afirmar que ese era el hombre que jamás decía una palabra. Al parecer, Afdza Asdaq escogía las personas que merecían que les dirigiera la palabra.

Los sarracenos que Ganelón había conducido al interior aún permanecían de pie ante la entrada del salón, intercambiando palabras corteses con el jefe de su propia delegación y con el mayordomo de Arima. Cuando esta apareció seguida de Afdza Asdaq, sus voces se apagaron y formaron dos filas; Arima sospechó que no lo hacían por ella sino por su jefe alto y tuerto. Ganelón les presentó la señora del castillo a los sarracenos y los hombres le dedicaron una profunda reverencia. Una vez más, ella supuso que solo lo hacían porque Afdza estaba a su lado y se enfadó, pero se reprimió con rapidez. Cuando le lanzó una mirada de soslayo a Ganelón, notó que su rostro estaba inexpresivo, pero era evidente que el paladín había planeado la situación desde un principio. Por eso le había pedido que esperase al rezagado. Ninguno de los presentes en el salón podía haber dejado de ver cuán profunda había sido la reverencia de los sarracenos y todos debían de haber considerado que solo estaba destinada a ella. ¿Qué había dicho el paladín? Que se encargaría de que ella recibiera el respeto merecido, ¿no? Arima reprimió una sonrisa.

Cuando además percibió con el rabillo del ojo que Adalric entraba en la sala cojeando y también observaba las muestras de respeto de los sarracenos, alzó la cabeza con aire triunfal, condujo al guerrero tuerto hasta la cabecera de la mesa y le ofreció el asiento anteriormente ocupado por Adalric. Tomó asiento a su lado y comprobó que quienes la contemplaban apartaban la mirada con gesto respetuoso. Ganelón tomó asiento al otro lado y saludó a unos cuantos francos con la cabeza. El mayordomo indicó a los esclavos que trajeran más comida y bebida, los sarracenos recién llegados ocuparon los asientos próximos a la cabecera que los miembros de la otra delegación les cedieron, el bullicio anterior se reinició y resonaron las primeras carcajadas… Arima les lanzó una sonrisa a todos, sin dejar de notar la presencia de Afdza Asdaq, percibiendo su mirada y su sonrisa pese a no volverse hacia él ni una vez.