CAPÍTULO 19: La dichosa herencia

Por fin llegó el viernes tan esperado.

Álvaro acababa de llegar desde Madrid. Atravesó el sendero que pasaba por detrás de la Casa Grande mirando su reloj, el notario y Celia ya debían de estar aguardando. No vio el coche de Nico por ningún lado, por lo que supuso que se retrasaría, como era habitual en él.

Al doblar la esquina se topó con el cura del pueblo.

— ¿Qué hay, mosén Silvino? —lo saludó tendiéndole la mano.

El hombre se la estrechó.

— Ya ves, dando un paseo. A veces me gusta acercarme por aquí, aunque don José María ya no esté.

Por lo que Álvaro sabía, el párroco era una de las pocas personas bien recibidas en la casa, por respeto y nada más.

— No era un mal hombre —dijo el cura, como si adivinase los pensamientos de Álvaro.

— Pero a huraño y raro no le ganaba nadie.

El clérigo chasqueó la lengua en señal de reproche y le mostró con el dedo una de las piedras del zócalo del edificio en la que se leía una inscripción en latín.

— ¿Te has fijado en esto? Es una lápida romana.

Álvaro la había visto miles de veces, pero nunca se había preguntado qué significaba. Sí sabía que en tiempos pasados era habitual utilizar en la construcción cualquier piedra que quedara a mano. Entonces no se daba mayor valor a los restos arqueológicos ni estaba regulada su preservación.

— Parte de una estela funeraria —añadió el cura.

— Ah.

Empezó a impacientarse, llevaba prisa y aquel hombre había escogido el peor momento para explayarse con sus conocimientos de historia clásica.

— Hace un par de años, de casualidad, tu padrino me preguntó qué querían decir estas siglas de STTL

[2].

Y sin que pudiera evitarlo, se puso a explicarle que el epitafio romano deseaba al difunto que la tierra que echaban sobre su cuerpo fuese una carga ligera, ya que por fuerza yacería bajo ese peso toda la eternidad. Y que Don José María, al saberlo, juró que a él no le echarían encima peso alguno, ni un puñado ni medio.

Álvaro echó un vistazo disimulado al reloj. Odiaba llegar a las citas con retraso.

— Así que por eso decidió descansar sobre la tierra y no debajo —apostilló el párroco.

— Entiendo, por eso el numerito del petardo y las cenizas.

— Con esto quiero decirte que antes de juzgar los actos de los demás hay que tratar de entender sus motivos. El pobre don José María no era tan raro como la gente cree —concluyó; Álvaro se abstuvo de expresar su desacuerdo por no alargar más la charla—. Y perdona la lección de latinajos. Se me olvidaba que en el Bachiller de los de tu edad el latín aún se consideraba importante, no como ahora. Y cosa bien aprendida nunca se olvida.

Álvaro se vio en la obligación de quedar bien. Pero al rebuscar entre sus recuerdos académicos, constató que la suya era un ejemplo de memoria selectiva, porque de la asignatura de latín solo retuvo lo indispensable: curriculum vitae, fellatio,cunnilingus… Agradeció que el curilla aquel careciese del poder de leer la mente y optó por la salida más digna: la huída.

— Le dejo, mosén, que hace rato que me esperan ahí dentro.

Celia ya aguardaba en el comedor de la Casa Grande. Justo enfrente de ella, al otro lado de la mesa, el notario no dejaba de mirar su reloj con una impaciencia irritante. De Nico no había ni rastro. Álvaro emitió un brevísimo saludo de disculpa por la tardanza y se sentó al lado de Celia.

— ¿Empezamos? —sugirió el notario.

— Falta Nicolás Román —señaló Álvaro.

El hombre torció la boca.

— Esperaremos un poco —aceptó muy poco contento.

Se puso a sacar papelotes de su maletín. Álvaro aprovechó para mirar a Celia de reojo.

— ¿Qué te pasa? ¿Has perdido peso? —preguntó frunciendo el ceño.

Sin pedir permiso, le sujetó la barbilla con los dedos para estudiar sus pómulos, más afilados que de costumbre.

— Por culpa de un virus he perdido tres kilos.

— ¿Por qué no me lo dijiste el otro día cuando hablamos por teléfono? —indagó con una mirada inquisidora.

— Porque no eres médico —zanjó Celia.

Le cogió la mano para apartársela y fue entonces cuando reparó en el apósito que le cubría la parte inferior del pulgar hasta la muñeca.

— ¿Qué te ha pasado? —preguntó alarmada.

— No es nada, un accidente.

Ella tragó saliva con cara de pavor.

— ¿Qué clase de accidente? ¿Te has dado un golpe con el coche?

— Joder, Celia, que solo me he cortado abriendo una lata de berberechos —aclaró, mirando con disimulo al notario—. Me han dado cuatro puntos y ya está.

Ella le cogió la mano entre las suyas.

— ¿Te duele?

— Si aprietas, sí —protestó.

Ella aflojó la presión, pero en lugar de soltarlo se dedicó a acariciarle el dorso con el pulgar.

— ¿Por qué no me dijiste nada?

Álvaro la miró sin pestañear y, despacio, apartó la mano.

— Porque no eres médico.

Celia disimuló una sonrisa. Allí estaban ellos dos como si un golpe de viento hubiese revolado hacia atrás las hojas del calendario. El niño que le tiraba de las coletas y la niña que se defendía a patada limpia. Los mismos dos adolescentes que mataban las horas riñendo por tonterías o arrancándose la ropa hambrientos de besos. Podrían pasar mil años, pero entre ellos las cosas siempre seguirían igual. Y, en silencio, dio gracias por ello.

El notario carraspeó.

— Yo tengo que volver a Alcañiz —dijo volviendo a mirar la hora—. ¿Qué les parece si vamos adelantando?

— A día de hoy, yo no me he casado ni tengo intención de hacerlo, si es lo que quiere saber —anunció Celia.

Álvaro decidió que ya era hora de poner fin a aquel embrollo absurdo en el que se habían visto envueltos sin haberlo pedido.

— Yo tampoco —dijo alto y claro.

Yo… Tampoco… Dos palabras que resonaron en los oídos de Celia como golpes de aldabón. Sacudió la cabeza con un vuelo de melena a derecha e izquierda y giró el rostro hasta que sus ojos quedaron alineados con los de Álvaro.

— ¿Qué significa eso de «yo tampoco»? —inquirió con gesto bravío.

— Creo que está bastante claro.

— Pues yo creo que no.

Quería una explicación, y la quería ya.

Él le aguantó la mirada y, para su propio deleite, prolongó unos segundos la lucha visual.

— Significa que yo no me caso por dinero —recalcó con énfasis—. Significa también que me importan un carajo el testamento, la herencia y la viña. Y significa, en definitiva, que la única guerra que me interesa ganar consiste en importar cacao, convertirlo en chocolate del mejor y que los clientes me lo quiten de las manos. ¿Queda claro?

Nadie se puso en pie. Tampoco hubo aplausos. No es que Álvaro esperase una ovación, pero constató que su discurso no hizo mella en el granítico corazón del jurista, que lo miraba inmutable, ni logró cerrarle la boca a la mitad femenina de su auditorio.

Celia insistió con genio tozudo.

— Mariví habló de un certificado. Y yo misma vi en su mano aquella horterada de anillo.

El notario empezó a perder la paciencia.

— No es por meterles prisa —apuntó, tamborileando con los dedos sobre la mesa—, pero si tiene algo más que decir, señor Siurana, no veo mejor momento.

Con una parsimonia desesperante, Álvaro extrajo del bolsillo trasero de sus pantalones vaqueros un papelote que le entregó a Celia.

— Te lo iba a enseñar de todos modos. No era necesario involucrar a terceros en un asunto que no va a ninguna parte —dijo señalando con los ojos al notario.

Celia leyó el documento y le entró tanta risa que el papel se le resbaló de las manos.

— ¿Me crees tan estúpido como para casarme por culpa de un ataque de cuernos?

— Cuernos infundados, bobo —matizó recobrando la compostura.

— No sigas por ahí, Celia, porque no tengo nada claro quién de los dos acumula más idioteces en su haber —arguyó.

Como el notario parecía interesadísimo en leer al revés el texto del certificado matrimonial que reposaba sobre la mesa, Álvaro se lo tendió.

— Aquí dice… Humm… Esto está expedido en Las Vegas, Nevada, Estados Unidos de América. ¿Lo ha validado ya? —preguntó examinando la hoja por delante y por detrás.

— Haga el favor de leerlo —atajó Álvaro.

— Se certifica el matrimonio entre una tal María Vicenta Gómez y un tal Mariano Raj… es una broma, ¿no?

— Naturalmente que es una broma —aclaró Álvaro arrancándole el certificado de las manos—. ¿Lo quieres de recuerdo? —le ofreció a Celia.

— ¿Cómo…? —y señaló con una mirada disimulada el papel que Álvaro doblaba en cuatro.

Él se inclinó para guardárselo de nuevo en el bolsillo y, con disimulo, se acercó al oído de Celia.

— En la capilla aquella estaba borracho hasta el reverendo, ¿crees que nos pidieron los pasaportes? Yo dije un nombre y un tipo lo apuntó.

— ¿Y Mariví?

— Seis tequilas la dejaron fuera de juego.

Celia sintió un batir de alas en el centro del pecho. Era el Álvaro de siempre, incapaz de defraudarla, aquel al que amaba y admiraba. Qué tonta había sido al pensar que él podía cometer semejante tontería por dinero o por despecho.

— ¿Eso significa que no eres un hombre casado? —afirmó más que preguntó. La boca de Álvaro se curvó en una sonrisa de chico malo.

El notario prefería no mirar, de tan incómodo, y se entretuvo en alinear sus documentos sobre la mesa con precisión milimétrica. Por suerte para él, se oyeron pasos veloces por el corredor.

— ¡Pero yo sí! —exclamó una voz de sobra familiar.

Todos giraron hacia la puerta. El notario con una ceja levantada, Álvaro mirando a Nico con una mueca, harto de su acostumbrada impuntualidad, y Celia con la boca abierta.

— ¿Te has casado? —preguntó ella, sin creérselo del todo—. ¡¿Tú?!

Él se llevó la mano al pecho, tratando de recuperar el resuello.

— Perdón, perdón y otra vez perdón por el retraso —jadeó—. No consigo llegar nunca puntual, y mira que lo intento.

— ¿Vas a explicarnos a qué viene este golpe de efecto? —sondeó Álvaro.

— ¡Pero si no tienes pareja! —insisitió Celia.

Nico alzó la mano y mostró muy orgulloso a todos los presentes la alianza de oro que relucía en su dedo anular. Álvaro, que ya intuía por dónde iban los tiros, intervino en su favor.

— Deja que se explique.

Unos nudillos repiquetearon en la puerta abierta.

— Perdón, no sé si debo —dijo una voz con un marcado acento francés—. ¿Puedo pasar? Tal vez así se entienda mejor…

— ¡Max!

Celia se levantó de la silla y corrió a colgarse de su cuello. Él la alzó en vilo, sonriendo ante aquella muestra de afecto tan impetuosa. Álvaro se levantó también y fue a darle un abrazo de enhorabuena.

— Es Maxim Dupres, mi marido —le aclaró Nico al notario—. ¿Tiene algún inconveniente en que esté presente en la reunión?

El hombre indicó con la mano que se sentasen, pero en vista de que nadie le hacía el menor caso, optó por guardar de nuevo sus papelorios en el maletín y dio por finalizada la reunión.

— Si me disculpan, ya saben que hoy precisamente no voy sobrado de tiempo —los miró a los cuatro y detuvo la vista en Nico—. Todo indica que el viñedo pasará finalmente a manos suyas, si todos están de acuerdo. Prefiero que se persone usted en mi despacho para hablar del testamento con más calma. Yo le llamaré.

El hombre se despidió, y Álvaro se ofreció a acompañarlo hasta su coche.

— ¡Ay, Max, cuántos años! —dijo Celia cogiéndolo por los brazos para verlo bien—. Estás fantástico.

— Está mejor que eso —atestiguó Nico, sin dejar de mirar a su flamante marido.

— Tienes que contarme qué ha sido de ti durante todo este tiempo —pidió ella.

— Poco a poco —rio Max.

— ¡Nunca sospeché que eras gay! —soltó; Y se tapó la cara con las manos, avergonzada—. Ay, no tendría que haber dicho eso. Pero es que en Brighton tenías locas a todas las chicas de mi clase. Hasta yo estuve una temporadita medio enamorada de ti.

Y era cierto. Del equipo de fútbol de la Universidad en el que jugaban los tres, el francés marcaba todos los goles en lo tocante a corazones femeninos. Celia siempre imaginó que Max guardaba el suyo a buen recaudo para un amor que dejó en Burdeos y que por eso nunca se le veía acompañado de ninguna chica. ¡Qué equivocada había estado!

Max tomó la mano de Nico y lo miró de frente.

— Lo sabía quien lo tenía que saber.

Nico le guiñó un ojo. Y Celia se emocionó al vislumbrar el amor escrito con letras mayúsculas en los rostros de ambos.

— Medio enamorada de Max —dijo Álvaro entrando por la puerta—. De lo que se entera uno a estas alturas.

— Fue un atontamiento de cría —se excusó, agitando la mano para restarle importancia al asunto.

Cuando se unió al grupo, Max estrechó la mano de Álvaro tomándola entre las dos suyas.

— Gracias. Por muchas veces que te las dé, nunca serán bastantes.

— No tienes por qué dármelas. Yo solo puse una carta en tus manos.

Álvaro no se lo había dicho a nadie, atendiendo al ruego que el abuelo Cele le hizo. Nadie como él para guardar un secreto.

— ¿Tú también estabas al tanto de lo que había entre ellos? —inquirió Celia, cada vez más escamada.

— Y tu abuelo —dijo Nico—. Cuánto debemos agradecerle al bueno de Cele.

— Me llamó a Las Vegas, ya lo sabes —le recordó Álvaro con una mirada significativa.

— Así que era por eso. Dios mío —Celia iba de sorpresa en sorpresa.

— Esa parte ya te la contaré más tarde —dijo Álvaro.

— No hace falta —dijo algo apurada, los tiempos de los interrogatorios indiscretos no se repetirían más.

Álvaro le acarició levemente la mejilla para agradecerle el detalle.

Los interrogatorios puede, pero la curiosidad no desaparecía así por las buenas. Celia entrecerró los ojos y lo señaló con un dedo acusador. Luego apuntó el índice hacia Nico.

— Pero estoy un poco enfadada contigo y contigo. ¿Desde cuándo tenéis secretos entre vosotros que no me contáis a mí?

Ellos dos intercambiaron una mirada cómplice.

— Hay cosas que un hombre solo le cuenta a otro hombre —declaró Nico.

Álvaro reafirmó su amistad agarrándolo por los hombros.

— Eso suena muy de machitos —opinó molesta.

— Deja de quejarte, reina del drama —le espetó Nico—. Yo sí tengo motivos para estar enfadado con vosotros. Me gasto una fortuna en enviaros a Las Vegas a ver si por fin os dais cuenta de que no podéis vivir el uno sin el otro y ¿para qué? —hizo una pausa escénica y clavó una mirada severa en Álvaro—. Y tú, ¿qué pasó con las alianzas que te regalé?

— ¿Tú hiciste todo eso? —preguntó Max, sorprendido.

Nico miró al techo. Tuvo que reconocerlo de mala gana.

— Ya ves. Al final va a resultar que tengo corazón.

— Sí lo tienes —aseveró Max—. Yo lo sé bien, porque es mío.

Poco le faltó a Nico para derretirse y acabar convertido en un charco almibarado en el suelo del comedor. Celia los miraba emocionada. Pero a Max no le pasó desapercibida la cara de cachondeo de Álvaro.

— ¿Ha sonado muy nenaza? —le preguntó.

— Bastante.

Max rio algo avergonzado y se encogió de hombros.

— L’amour —dijo a modo de excusa.

— No me defraudes, Max, que siempre te tuve por el más sensato del equipo.

— Ya caerás, campeón —intervino Nico en defensa de su marido.

— Cualquier día te pillaré en une amoureuse glissade y te recordaré tus propias palabras —vaticinó Max con una sonrisa desafiante.

Álvaro le dio un amistoso puñetazo en el hombro para que cerrara la boca. Pero Nico, que no era de los que callaban así como así, aprovechó para darle un poco más de caña.

— Te veo con monovolumen familiar, sillita de bebé en el asiento trasero, casa con jardín…

— Y me compraré un perro y lo llamaré Nico.

— No te atrevas.

Max miró a Celia, sorprendido y divertido a la vez.

— ¿Siempre están así?

— A ratos. Te acostumbrarás en seguida.

Nicolás los miró de soslayo y de nuevo se encaró con Álvaro.

— Aún estoy esperando que me cuentes qué hiciste con las alianzas —recordó.

— Estuve a punto de usarlas, pero se lio la cosa —confesó, incómodo.

Celia salió en su defensa.

— Y yo lo estropeé todo —completó—. Mejor dicho, lo estropeó Jack. Aunque tú no te quedaste corto obligándome a aguantar a Mariví.

— Eh, ¿qué me he perdido? ¿Conozco a alguna Mariví? ¿Y quién es Jack? —investigó Nico.

Max tiró de su manga, porque no era el momento de un arrebato cotilla. Con el pretexto de que le enseñara la casa, aprovechó para sacarlo de allí y dejarlos solos.

— ¿Sirve de algo si te digo que no hubo nada entre ella y yo?

— Pero le pusiste en el dedo una esmeralda más grande que un caramelo de menta.

— A ver si te crees que soy idiota —atajó desafiante—. Ese anillo me costó veinte dólares en una tienda de regalos del hotel.

Celia estalló en carcajadas y él se contagió de su risa.

— Somos un par de tontos —murmuró ella.

— Tú más —replicó Álvaro, como cuando eran pequeños. Pero esa vez lo dijo con mucha ternura.

Nico asomó la cabeza por la puerta.

— A ver, pareja, me ha llamado Susana hace un minuto. Dice que ha encargado una paella en el mesón y Manuela acaba de echar el arroz para comer a las dos —relató—. Vámonos, que nos esperan en casa de tu abuelo.

Celia cogió su bolso y se lo colgó al hombro.

— Quiere presentarte a Javier, se van a casar —le explicó a Álvaro—. Te caerá bien.

— Así que nuestra ratita empollona se casa.

— Y es muy feliz.

Álvaro la detuvo antes de salir del comedor.

— ¿Y tú?

— Casi —sonrió—. Estoy en ello.

Nico tocó el claxon, apremiándolos.

— No los hagamos esperar —decidió Álvaro, acariciándole el pómulo con los nudillos—. Pero tú y yo tenemos una conversación pendiente.

A Manuela le salió una paella de reverencia y aplausos.

Susana le encargó a Nico y a Max el banquete y ellos comenzaron a hacer planes en voz alta, con idea de aprovechar la boda de la pequeña de las hermanas Vega para mostrar al mundo la reapertura de la bodega. Nico aseguró que el evento sería sonado y que echaría mano de sus contactos para que se hicieran eco hasta en las revistas del corazón.

Y hablando de contactos, por fin confesó los hilos —incluso ministeriales— que tuvo que estirar para que su propio matrimonio civil se celebrara en un tiempo récord. Su fama televisiva, su encanto y su cabezonería contribuyeron a abrirle las puertas que hizo falta.

Aunque Javier no estaba por la labor, Susana contó el numerito de caballero andante que su chico representó en Port Aventura. Durante el registro en el hotel, pidió con mucha ceremonia y haciéndose oír habitaciones separadas para él y su novia. Táctica más que estudiada, porque a su futuro suegro le dio por presumir de padre moderno y rectificó por él pidiendo un dormitorio doble para la pareja, que para eso eran jóvenes. Las madres de ambos sonrieron arrobadas, y el padre de Javier estuvo absolutamente de acuerdo, faltaría más. Así que, esa noche, ellos dos reinventaron el Kamasutra con los papás de uno y de otra a un tabique de distancia. Todos alzaron sus copas y brindaron por la astuta inteligencia del brigada Javier Parrondo. Incluido el abuelo, puesto que a su edad le daba igual tres que treinta y tres.

— ¿Y el viaje de novios ya lo habéis planeado? —preguntó Álvaro.

Javier y Susana se cogieron de la mano e intercambiaron una sonrisa.

— A Las Vegas —dijo él.

— El beso venía con los billetes incluidos —aclaró la novia, recordando el vale manuscrito que Javier había puesto en sus manos y que ella guardaba con la ilusión de una niña el día de Reyes.

El abuelo metió baza, cómo no, y sus nietas se escandalizaron al escuchar cómo decía que la ciudad estrella de sus fantasías románticas juveniles debía de ser algo parecido a Benidorm pero con cuatro casinos.

Celia no tuvo pudor en decir en voz alta que, si algún día se casaba —todos miraron a Álvaro. Él la miró a ella—, quería una boda con vestido de cola y a su padre llevándola del brazo, a su madre con el collar de perlas y llorando de emoción, y a su abuelo en primera fila, repeinado y oliendo a Barón Dandy. El abuelo Cele anunció solemnemente que esa misma tarde compraría en el super una botella de colonia de litro.

Nico le prometió a Álvaro que tiraría de contactos para que los sacaran bien guapos en el Hola, y él le dio una patada por debajo de la mesa.

A los postres, Max quiso estudiar a fondo las posibilidades de la bodega. Ya no llegaban a tiempo, porque la vendimia estaba al caer. Pero tenían un año por delante antes de prensar la uva de la siguiente cosecha para revisar las instalaciones, adecuar la bodega con maquinaria moderna y revisar los tanques de acero que aseguraran una correcta fermentación en frío. Max ya sabía de Rafa porque Nico le había hablado de él. Y habían decidido contratarlo de inmediato; un ingeniero resultaba imprescindible en una explotación agrícola como aquella como mano derecha del enólogo.

Nico quería mostrarle también a Max el que era ya su hogar y explicarle con todo detalle su proyecto de reconvertir parte de la mansión. Juntos empezaban una vida nueva. Iban a explotar la bodega y a poner en marcha un restaurante con encanto, con visitas guiadas a las ruinas romanas y las viñas, catas y quincenas temáticas. Y como los humanos solemos asociar las emociones con objetos o lugares, un truco de la mente que ayuda a no olvidar los momentos felices, Nicolás pensaba sacar partido de ello. Les explicó que pretendía convertir la Casa Grande en un lugar especial de los que se recuerdan con alegría y el deseo de volver.

— Se acude a la gastronomía para negociar, celebrar, disfrutar o seducir —declaró, con la experiencia de años observando a sus clientes—. Ganan los asuntos sentimentales, tres contra uno.

— Lo que Nico quiere decir —intervino Max, dirigiéndose al resto— es que los sentimientos son fuente de negocio seguro.

Aunque sonaba prosaico, en ese punto, todos estuvieron de acuerdo.

— Y si no, que se lo digan a los que venden trajes de novia —apuntó Susana, sonriéndole a su hermana.

— Y a los publicistas —añadió Álvaro.

— Y a los tatuadores —agregó Javier.

— Y a las funerarias —se sumó Cele.

— Abuelo, cómo eres —lo regañó Celia.

— ¿Pero es verdad o no? —alegó él.

Todos le dieron la razón.

Nicolás continuó explicándoles el proyecto. Él se encargaría de la cocina y de la imagen. De la vinicultura y viticultura se harían cargo Max y Rafa, expertos cada cual en su materia. Por ese motivo Nico no pensaba dejar la televisión, ya que la productora pagaba muy bien y las ganancias iban a financiar el proyecto. Pero los próximos programas de cocina se grabarían en allí, en la finca, puesto que toda publicidad era bienvenida. Todo el mundo sabía ya que el local de Madrid lo dejaba en las excelentes manos de Carolina y Paco.

Después de los cafés y dos rondas de chupitos, se marcharon hacia las viñas, con el abuelo a la cabeza, que quería narrarles el hallazgo del mosaico. Todos excepto Celia.

Álvaro tampoco lo hizo, porque encontró debajo de su taza una notita como cuando tenían quince años.

«A las seis, ya sabes dónde».