CAPÍTULO 14: Del cielo al infierno
Celia se presionó los párpados con los dedos y se dijo que Álvaro entraría en razón tarde o temprano. No había enfado que cien años durara. ¿Era así el refrán? Daba igual. En cualquier caso, no pensaba correr suplicando detrás él.
De regreso al dormitorio, encaró toda su rabia hacia el culpable de aquel embrollo. Y agradeció no ser una mujer violenta. Porque cualquier otra en su lugar habría estrangulado a Jack con sus propias manos. Lo encontró tumbado en la cama deshecha, con las manos bajo la nuca y una sonrisa deslumbrante. Celia estuvo tentada de borrársela de un puñetazo.
— Gracias por destrozar mi vida —le espetó.
Jack no pareció percatarse del deje de odio con que lo dijo.
— ¡Oh! ¡Pues agradécemelo como tú sabes, mi amor! —sugirió con una risa canina.
Ella se revolvió como una cobra.
— Ni soy tu amor ni soy tuya. Fuera de aquí.
Tuvo que cerrar los ojos con aquel mi amor aún en los oídos. Álvaro nunca usaba apelativos cariñosos; si lo hacía, Celia sabía que estaba enfadado. Él siempre la llamaba por su nombre y no existía palabra más hermosa cuando la escuchaba de su boca.
— Sexo —silabeó Jack; su mirada se tornó peligrosa—. Quiero esa noche de bodas anticipada. La capilla, el ministro cantante y el disfraz de Elvis pueden esperar hasta mañana.
— Ni lo sueñes.
— Ah, sí que lo harás.
Y sacó su Blackberry del bolsillo. A esa distancia, apenas se distinguían las imágenes de la pantalla, pero el sonido no dejaba lugar a dudas. Los gemidos eran de Álvaro y de ella, los cuerpos desnudos que se adivinaban en aquella especie de mini película porno obviamente también. Celia hizo acopio de serenidad; solo tenía una posibilidad de escape: actuar rápido y con sensatez.
— ¿Cuánto rato llevabas espiándonos? —preguntó con un tono disimulado que no permitía entrever ninguna clase de emoción, ni miedo, ni enfado, ni sorpresa.
— El suficiente.
El pequeño ingenio electrónico continuaba reproduciendo jadeos y gemidos; en la pantallita, sus cuerpos en movimiento constituían un espectáculo solo para adultos, en pleno banquete sexual.
— Tengo fotos también, ¿quieres verlas?
Celia lo insultó con un desprecio feroz. Jack rio a carcajadas.
— Desnúdate para mí, honey. Rápido —exigió alzando una ceja—. Dijiste que eras profesora, ¿no?
— ¿A qué viene eso? —tanteó, aunque ya había asumido que el chantaje iba en serio.
— Ve quitándote la ropa despacio —ordenó—. A no ser que quieras que en ese colegio español donde trabajas reciban un vídeo tuyo muy ilustrativo —y chasqueó la lengua con falsa conmiseración—. No está bien que una maestra aparezca practicando sexo en Internet. Estas cosas van de mano en mano, de pantalla en pantalla, de e-mail en e-mail…
Celia hizo un cálculo rápido. A las siete de la tarde del día siguiente partía su vuelo de regreso a España. Tenía tiempo de sobra para intentar un cambio de billete.
— Atrévete y te denunciaré.
— Hazlo y serás la nueva estrella del porno amateur en Internet —amenazó.
No era tonta. Optó por el único modo de ganarle la mano a aquel depredador, así que dejó que se creyera él más listo adoptando el papel de conejita. El muy gilipollas era de los que caían en cualquier trampa mientras tuviese curvas arriba y abajo. Dio un resoplido de rendición y agitó los hombros para resaltar sus pechos.
— Parece que no tengo otra opción —asumió con morritos de enfado tentador y comenzó a desatarse el cinturón de la bata.
— Así me gusta —murmuró Jack, mientras se incorporaba sobre los codos para no perderse el espectáculo.
Celia echó el freno antes de que se le vieran los pezones.
— Así, en frío… —parpadeó pensativa con un gesto de disgusto que era puro teatro—. Necesitamos algo que suba la temperatura —dijo señalando con un dedito malicioso la pequeña barra de bar de la suite.
— Buena idea.
Jack hizo amago de incorporarse, pero ella lo detuvo sacudiendo el pelo despacio con los ojos entrecerrados. Tienes saque, pero te voy a emborrachar, capullo.
Sorprendida de sus insospechadas dotes para la interpretación, le dio la espalda y sirvió un par de vasos de whisky poniendo especial cuidado en inclinarse mucho para darle una mejor perspectiva de su culo bajo la bata de seda. Miró de reojo y, sobre la barra, descubrió las compras que aún no había devuelto a Mariví. Con disimulo, hurgó en su interior y la idea destelló ante sus ojos. ¡¡Gracias, Dios, gracias Dios, gracias Dios por existir…!! Celia se agarró a aquella bolsita como si fuese un salvavidas. Dejó los vasos sobre el mostrador y giró de golpe hacia Jack.
— ¡Sorpresa! —dijo mostrándole una braguita con pompón de marabú en una mano y un camisoncito transparente en la otra.
Jack soltó un aullido digno de la final de la Super Bowl. Celia corrió a saltitos hacia el cuarto de baño y cerró la puerta. Se puso el conjuntito de lencería porno queen a toda prisa; la vergüenza le impedía mirarse en el espejo. E inmediatamente sacó un par de píldoras de Diazepam y las machacó sobre el mármol usando para ello una pesada botella de perfume. Susana había dicho que dos no eran peligrosas. Además, Jack debía de pesar al menos cien kilos, podía aguantar la dosis de un buey.
Regresó con las pastillas convertidas en polvo ocultas en el puño derecho, la bata abierta sobre el picardías de Mariví y la mano izquierda a la espalda, que ocultaba otra sorpresa muy distinta.
— ¿Invitamos también a mi amiguito?
Y le lanzó sin avisar el dildo vibratorio de Mariví. Jack lo atrapó en el aire con un silbido. Mientras él examinaba el juguete erótico entre exclamaciones de asombro, Celia aprovechó para ir al pequeño bar y echar el Diazepam en uno de los vasos. A toda prisa, removió el whisky con el dedo.
— Nena, qué bien lo vamos a pasar.
Jack estaba muy entretenido investigando las distintas velocidades de aquella enormidad. Celia le lanzó un beso al aire y dio un trago de su whisky para armarse de valor antes de acercarse a Jack con el otro vaso.
— Bebe y disfruta, tigre. ¡La noche es larga!
Agarró el dildo, lo paseó por su escote; luego sacó la lengua y lo lamió como un helado. Jack se bebió el whisky de un trago. Estiró el brazo para agarrarla, pero Celia fue más rápida. Dio un par de pasos hacia atrás, negando con el dedo y dejó caer la bata de seda.
Él dejó el vaso sobre la mesilla de noche y se puso cómodo para disfrutar del show. Celia, con ayuda del vibrador verde fosforescente, se bajó los tirantes del camisón y continuó con la lentitud que el momento requería.
A Jack no tardaron en pesarle los párpados. Cuando Celia empezaba a mostrar el pubis, ya roncaba como una morsa. Ella se acercó a la cama, le levantó la mano y el brazo entero cayó sobre el colchón como un peso muerto. Le dio cuatro enérgicas bofetadas. Tampoco reaccionó.
Por fin Celia exhaló el aire retenido que amenazaba con explotarle los pulmones y se puso manos a la faena porque el tiempo corría en su contra. Fue hasta la cómoda y sacó unas tijeras diminutas del costurerito de viaje. Agarró de un tirón la sábana de caro algodón egipcio y recordó cómo las rasgaban en su pueblo para hacer trapos.
Por fin, desde el vestíbulo de la suite contempló satisfecha su obra. Había sacado unas cuantas fotografías de recuerdo; no estaba de más guardarse las espaldas. Se imaginó la cara que pondría la esposa de Jack, allí en Indiana, si algún día llegase a ver a su marido tal como estaba en ese momento. Desnudo, atado de pies y manos a las cuatro patas de la cama con tiras de sábana y un falo mecánico descomunal pegado al escroto con la punta enterrada entre los glúteos.
Antes de partir hacia el aeropuerto aún debía ejecutar su venganza final. Bajó hasta la planta baja y tiró de la maleta en dirección a la zona del lago artificial haciendo cálculos mentales. Desde la zona franca del aeropuerto llamaría al Bellagio para dar aviso de una avería en la cerradura de la suite. Con suerte, los empleados encontrarían a Jack aún dormido o medio atontado. Para entonces, ella ya estaría en pleno vuelo rumbo a Filadelfia.
Al llegar al borde del lago, sacó del bolso la Blackberry de Jack con la pantalla destrozada. Le costó lo suyo, pero veinte mazazos con el culo de la botella de whisky fueron suficientes para hacerla añicos. Por supuesto, antes de hacerla puré se aseguró de borrar todas las fotografías y grabaciones en las que aparecían ella y Álvaro. No entendía mucho de telefonía, pero por si acaso le quitó la tarjeta de memoria y se la guardó en el bolso.
— Mira, Jack —expresó de viva voz, lanzando el teléfono al lago con energía—. Mira lo que hago con tu puta Blackberry.
Y Celia la vio hundirse con un chop en el agua mientras las míticas fuentes del Bellagio ejecutaban su danza de luz y color al ritmo de una balada de Frank Sinatra.
No tuvo ningún problema para cambiar el billete. Pero ¿existía algo peor que viajar sola en un país lejano y extraño?
A Celia su mitad sensata le repetía que había cosas en la vida muchísimo más ingratas; en tanto su otra mitad, la eterna descontenta con todo y con todos, le daba la razón.
A bordo ya del avión, cerró con un golpe seco y eficaz el compartimento donde acababa de guardar su equipaje de mano. Pidió a la azafata una almohada y se acomodó en la butaca de ventanilla de clase turista lo mejor que pudo. Por suerte fue de las primeras en embarcar y pudo sentarse sin necesidad de chocar ni pedir excusas a nadie.
Sacó el móvil del bolso. Los pasajeros todavía iban por los pasillos, aún faltaba un rato para que diesen la orden de apagar los aparatos electrónicos. Vio que tenía dos llamadas de Álvaro. Y siete mensajes whatsapp. No quiso leerlos. Antes de sucumbir a la tentación de arrastrar el pulgar por la pantalla, apagó el teléfono y lo guardó en el fondo del bolso. Bien al fondo.
Se acordó de su última discusión y le entraron unas ganas locas de llorar, pero se las tragó. Las lágrimas no solucionaban nada.
Dios, qué mal se sentía. ¡Tenía el ánimo hecho una auténtica piltrafa! No quería hablar con él. En caliente la boca suele ir más rápida que el cerebro y lo último que necesitaba era discutir de nuevo. Celia era consciente de que ambos pisaban terreno peligroso. Álvaro era una de las personas más importantes para ella y lo necesitaba en su vida.
Una sonriente azafata llegó con la almohada que había pedido. Con el ánimo por los suelos, Celia agradeció aquella sonrisa más de lo que la chica era capaz de imaginar.
Se abrochó el cinturón, ahuecó el almohadón y, como se sabía de memoria el ritual mudo de los auxiliares de cabina haciendo aspavientos, se dispuso a dormir hasta que el avión tomara pista en Filadelfia. Era una delicia apoyar la cabeza en aquella funda de algodón frío y recién planchado. Antes de cerrar los ojos, miró de reojo el asiento de al lado y suplicó en silencio que la butaca permaneciese vacía durante todo el vuelo.
— ¡Ay, mamáaaa!… ¡Ay, mamá que me voy a morir!
Y venga a quejarse. Y venga a llorar cogiéndose la barriga. Tanto le dolía, que me asusté y llamé al ambulatorio. Cuando llegó el médico a casa, la auscultó, torció el morro y me espetó con cajas destempladas:
— Esta niña lo que tiene es mucho cuento.
Yo no sabía dónde meterme. ¡Menudo bochorno!
Si es que Celia ha sido siempre así de protestona, desde bien pequeña. En cambio, su hermana Susana… ¡Pobrecita mía! Que a lo mejor tenía unas anginas de caballo y me decía la pobre:
— Tú tranquila, mamá, que no es nada. Dame una aspirina infantil y verás cómo se me pasa.
Hay que ver. La mayor tan quejica y la pequeña tan sufrida…
…
Susana siempre conforme con todo…
Celia siempre protestando…
Susana tan aplicada y estudiosa…
Celia siempre con la cabeza en las nubes, con sus colorines y sus dibujos…
Es que Susana es muy madura…
Ay, pero Celia es tan soñadora…
…
La pequeña Susana, con una túnica y alas blancas de angelito celestial…
La pequeña Celia, con mayas rojas de diablilla, cuernecitos negros y rabo acabado en punta…
Susana mirando a mamá con una adorable sonrisa…
Celia mirando a Susana con cara de perrillo pequinés a punto de morder…
…Ay, hija, siempre protestando por todo…
…
Esto es Halloween,
esto es Halloween, la la lalala, la la lalala
Niña pesada, niña quejica
Jack Skeleton se burla de ti…
— No es verdad, no soy una quejicaaaa… —bisbeó en sueños.
Dio un respingo al notar que una mano le agarraba el antebrazo y abrió los párpados de golpe. Con ojos soñolientos miró el rostro de bigote entrecano que la observaba con una sonrisa afable y dedujo que pertenecía a su compañero de asiento.
— Tenía un pesadilla —dijo él en un español forzado.
Celia comprendió que había estado hablando en sueños, y se sonrojó. Pero la mirada del hombre era tranquilizadora. Debía de superar los sesenta años y sus ojos claros circundados de arrugas la observaban con una expresión bondadosa.
— Conozco poco su idioma, pero la mía español es mucho malo —se excusó en un español, efectivamente, malísimo.
— En absoluto, lo habla usted muy bien —mintió.
El hombre le dio las gracias en inglés, consciente de que aquello era un halago piadoso.
Mientras se erguía y guardaba la almohada bajo la butaca, Celia aprovechó para estudiar de reojo a su compañero de viaje. El escandaloso anillo de diamantes y la corbata tejana sujeta con una cabeza de res de plata le dijeron de qué estado provenía esa cadencia que arrastraban sus palabras.
El hombre sacó un teléfono del bolsillo de la americana y se colocó un auricular en la oreja izquierda, la más lejana a Celia. Ella lo interpretó como un detalle de cortesía.
— No quiero parecer entrometido —se excusó, con los ojos y los dedos puestos en la pantalla del móvil—. Pero me puede la curiosidad. Nunca había oído esa palabra —alegó con una breve mirada—. ¿Qué significa quijica?
Celia se lo explicó, disimulando una sonrisa avergonzada.
— No es una actitud que me haga sentirme orgullosa —añadió a lo dicho; el hombre no dijo nada, pero su silencio comprensivo invitaba a seguir—. He decidido que se acabó el quejarme por todo. Nunca es tarde para cambiar —concluyo, como si pretendiese convencerse a sí misma.
— Hola optimismo, adiós autocompasión —enunció el tejano con una clarividencia asombrosa.
Ella asintió convencida. El hombre le devolvió una sonrisa de cortesía y retornó la atención a su teléfono.
Celia se quedó cavilosa. Tenía muy vívida la pesadilla. Esa era una anécdota que su madre disfrutaba contándole a todo el mundo. Pensándolo bien, resultaba una tontería. ¿Celos infantiles? ¡No podía ser! Ella adoraba a Susana, se negaba a creer que llevara una vida entera compadeciéndose de sí misma por culpa de… ¿Unos celos absurdos?
¡Y había llegado a pensar que sus padres la tenían en segundo lugar! Demasiado la querían para aguantarla. Porque menuda niña insoportable debió de ser quejándose por la comida. Porque no me gusta este juguete. Porque me aburro. Porque la seño me tiene manía. Porque no me apetece hacer los deberes. Porque no quiero llevar el uniforme de las monjas. Porque mi pelo no me gusta. Porque quiero una moto y papá no me la compra. Porque ese chico es un plasta y me gusta el novio de mi amiga. Porque llegar a casa a las diez es un rollo. Porque la ropa no me sienta bien. Porque Cartagena es un asco. Porque me marcho a Inglaterra y ahí os quedáis. Porque vuelvo de Inglaterra pero me voy a vivir Madrid. ¿Por qué?, porque me da la gana y punto. Porque mi trabajo no me gusta. Porque mi vida es de pena… ¡Cuánta paciencia!
Sus padres eran un par de santos. La evidencia le dio tanta vergüenza que se puso roja como la grana. Caray, tenía treinta y tres años. Ya iba siendo hora de madurar.
Qué asco me doy.
¡Nooooooo! ¡Fuera pensamientos negativos!
Necesitaba sacarse una espina que la martirizaba. Se inclinó para buscar entre sus pies. Metió la mano en el bolso. Palpando, encontró el iPhone y, sin dudarlo, envió un mensaje.
Papá, Mamá, os quiero mucho, mucho, mucho.
Y no se saltó ni una letra, que ellos no entendían el lenguaje abreviado sin vocales. Lo apagó corriendo, porque no quería atender allí rodeada de gente la llamada amorosa y emocionada de su madre que con toda seguridad llegaría un segundo después de recibir el mensaje, y se quedó muy, pero que muy a gusto. Era un primer paso, tiempo tendría de decírselo en persona y de comérselos a besos.
Un océano la separaba de ellos. Eso le recordó lo sola que estaba en aquel avión. Solo le faltaba ponerse melancólica. Para distraerse, se dedicó a observar el teléfono que manipulaba su compañero de asiento. Era de un modelo de iPhone idéntico al suyo. Al hombre no le molestó su curiosidad descarada; al contrario, porque se lo acercó para que viese mejor.
Celia reconoció las imágenes que aparecían en la pantalla. Se trataba de un episodio de Lost. ¿Esa serie no iba de un avión que se estampaba en una isla? Y el tejano pensaba verla en pleno vuelo. ¡Horror!
El hombre curvó los labios en una sonrisa divertida al ver su mirada de espanto.
— No irá a quejarse —recalcó haciendo gala de un abrupto sentido del humor—. Lo ha prometido, nada de protestas.
— Por supuesto que no —aseveró.
Para demostrárselo Celia clavó los ojos en la pantallita. Aunque, mientras contemplaba como una valiente los restos del avión destrozado entre la vegetación selvática, supo que no iba a ser fácil dejar atrás el victimismo. Porque su vocecilla interior, la muy traidora, la atacó por sorpresa al murmurarle en la cabeza y de corrido Diosmíoquelástimademí.
La suerte no estuvo de parte de Celia en el segundo vuelo. Perdió la cuenta de las horas que pasó tirada de cualquier manera en el aeropuerto internacional de Filadelfia, ya que su avión sufrió un desesperante retraso debido a la huelga de controladores de vuelo españoles. Veinticuatro horas, entre unas cosas y otras, que aprovechó para derramar unas pocas lágrimas y tomar algunas decisiones.
Tuvo tiempo sobrado de llamar a Cartagena. Las palabras de su madre le hicieron soltar otras tantas lagrimitas de morriña y, aunque sus padres no se tomaron bien la noticia de que había dejado su empleo en el colegio, fueron comedidos a la hora de los reproches. Que los hubo, porque su padre le aseguró que aquello lo iba a tener sin dormir al menos durante una semana. Con todo, respetaba su decisión dado que era una mujer capaz de asumir sus propios errores. A Celia la entristeció que ni siquiera mencionase la posibilidad de que aquella decisión pudiese ser un acierto, pero su padre era así de precavido y no iba a cambiar a esas alturas de su vida.
Al fin estaba en Barajas. Poco le faltó para gritar de alegría cuando puso el pie en tierra conocida. La llenó de tristeza encontrar a tantas personas al otro lado de la puerta de salida aguardando la llegada de sus seres queridos. A ella no la esperaba nadie. Pasó de largo y con la vista en el suelo, para no ver aquel despliegue de besos y abrazos que la hacían sentirse tan sola.
Ya había atravesado la salida cuando vio a Álvaro. Vaya con las casualidades. A pesar de haber despegado horas antes que él, imaginó que el retraso de su vuelo y la puntualidad del de Álvaro eran la causa de que hubiesen coincidido en la hora de llegada.
La observaba fijamente, cerca de una cafetería, plantado junto a un carro de maletas. Celia imaginó que había ido hasta allí desesperado por un café en condiciones, harto de tragar ese brebaje negruzco que ofrecían en los aviones.
Estaba solo. Celia se acercó tirando del mango de su maleta.
— ¿Por qué te fuiste sin esperar? —le reprochó Álvaro, arrugando el ceño, cuando la tuvo delante.
— Necesitaba estar sola.
— ¿Sin una palabra? ¿Sin avisar? ¿Sin pensar ni una sola vez que hay quien se preocupa por ti?
Ella sacudió la cabeza. Las horas no habían logrado cambiar su estado de ánimo. Estaba mucho más enfadado que la última vez que se vieron en el ascensor del Bellagio. Iba a decirle que, dada su intransigencia, no merecía la pena permanecer ni un minuto en Las Vegas. Pero en lugar de ello, le tomó la mano.
— Ya hablaremos, Álvaro. Ahora no, te lo suplico.
— Ya lo creo que vamos a hablar —ratificó con un deje de advertencia.
Ella hundió los hombros. Se sentía extenuada.
— Fue mejor que no nos casáramos en Las Vegas —se sinceró abatida—. No quiero un matrimonio corrompido por la sombra del dinero. No contigo, Álvaro —recalcó mirándolo a los ojos.
Celia esperó a que el dijese algo, se habría conformado con cualquier cosa. Pero no lo hizo, porque Mariví llegó a pasitos rápidos y con la alegría pintada en el rostro.
— ¿Cariño, le has enseñado el certificado? —preguntó colgándose del brazo de Álvaro, pero mirando a los ojos de Celia—. ¿A qué esperas para darnos la enhorabuena? ¡Soy una mujer casada!
Y extendió el brazo poniéndole la mano en las mismas narices para que admirara la esmeralda gigante que lucía en el dedo anular.
Celia soltó la mano de Álvaro como si quemase, pero él fue más rápido y la cogió por la muñeca.
— ¿Qué? ¿No fue idea tuya ir para esto a Las Vegas? —atacó a la defensiva.
— Suéltame —masculló librándose con rabia de su agarre.
Álvaro la vio marchar, pero no hizo nada por retenerla.
— ¿Lo he hecho bien? —preguntó Mariví, tironeándole del brazo para reclamar su atención.
— Estupendamente —ironizó sin dejar de mirar a Celia, que ya estaba a un paso de la parada de taxis.
Por la sonrisa que exhibió la chica, Álvaro constató que era incapaz de captar el doble sentido. Bajó el pesado maletón de Mariví del carro de equipajes. No perdió el tiempo pidiéndole que le devolviera la American Express. Tenía el crédito limitado y, además, anular la tarjeta fue la primera cosa que hizo en cuanto pisaron Barajas.
— ¡Qué bien lo hemos pasado! ¿A que sí?—dio un beso al aire y asió el mango de su maleta—. En fin, gracias por todo. Y ya sabes, si otra vez necesitas una actriz… —Álvaro abrió la boca, pero ella no le dio tiempo de decir una palabra—. Oye, ¿ese de ahí no es el futbolista que salía en las revistas con esa morena y se lio…? Ay, ahora no me acuerdo del nombre. Yo juraría que es él —exclamó abriendo mucho los ojos.
Y corrió hacia su nuevo descubrimiento con tanto entusiasmo que su culito saltarín atrajo las miradas de muchos hombres.
Álvaro ni la vio marchar. Apretó los labios para retener un resentido «donde las dan, las toman» que amenazaba con escapársele de la boca, y se quedó contemplando el taxi en el que Celia se alejaba una vez más de su lado.