CAPÍTULO 3: Se busca marido

Ya hacía una semana que habían regresado del funeral.

Era jueves por la tarde y Álvaro salía de los vestuarios del gimnasio cuando se topó con Nico y con Celia. Ella lo saludó con dos besos y una sonrisa de esas que no significan nada. Tras darle la espalda, fue derecha a la hilera de bicicletas estáticas.

Nico iba a hacer lo mismo, pero Álvaro se lo impidió agarrándolo por el brazo. Quería una explicación. Celia no había pisado un gimnasio en su vida, y con Nico, aunque los dos eran asiduos, no coincidía jamás.

— ¿Esto a qué viene?

— Que yo sepa, esto es un espacio público.

Álvaro empezó a perder la paciencia.

— Puedo contar con los dedos de una mano las veces que te he visto por la sala de fitness —le recordó, dado que Nico solo practicaba natación y la piscina era la única zona del gimnasio que frecuentaba—. Y me sobran dedos.

— No hay nada de malo en traer una amiga a ver si se anima a hacer deporte.

Celia nunca había sido una fanática del ejercicio físico; solo le gustaba andar y patinar. Álvaro entornó los ojos.

— ¿No te quejas de que la ves poco? —alegó Nico para rematar, con la inocencia de una cobra.

Álvaro no tenía ganas de discutir y menos delante de tanta gente. Pero tampoco pensaba dejarlo pasar.

— Basta de juegos, Nico —le advirtió—. Ahora mismo no estoy para aguantar tu agudo sentido del humor.

— Muy bien, nada de ocurrencias inteligentes —aceptó; cogiéndole la mano con que le agarraba el brazo, lo obligó a que lo soltara—. Mira a tu alrededor. ¿Quién no ha venido aquí a pillar cacho alguna vez?

— Así que estáis aquí en busca de candidato a marido.

Nico alzó las palmas de las manos.

— Celia ha tomado una decisión y mi obligación consiste en apoyarla sin condiciones.

— Y dejarle cometer la estupidez más grande de su vida.

— Pues sí —corroboró con tal seriedad que era una advertencia—. Yo no soy quién para juzgarla. Como amigo, la respeto y la apoyo. Y si se equivoca, estaré a su lado para escucharla y aquí tendrá mi hombro para llorar si lo necesita.

Álvaro lo dejó marchar y se quedó mirando cómo iba hacia las bicicletas. Nico tenía razón, aquel gimnasio en concreto estaba frecuentado por muchos que iban a la caza carnal. Para disgusto de Álvaro, Celia despertó un aluvión de miradas entre los exhibidores de músculo que levantaban mancuernas y sacaban pecho palomo frente a los espejos.

Eso le recordó la estúpida idea de la boda falsa que, por lo visto, estaba decidida a poner en práctica. ¿Era tan ilusa que creía que un hombre iba a prestarse a ese juego sin pedir nada a cambio? Todos querrían sacar tajada; económica, sexual o las dos por el mismo precio. Se tranquilizó al recordar lo irritantemente precavida que era. La prudencia de Celia antes de tomar cualquier decisión era casi enfermiza. No, ella jamás se metería a ciegas en la boca del lobo.

Sus preocupaciones casi desaparecieron al comprobar que la suerte no estaba con ella ese día. Álvaro disimuló una sonrisa maligna cuando Nico se puso a pedalear al lado de Celia. Los del gremio del músculo la vieron acompañada de un tío y automáticamente dejaron de prestarle atención. Mejor que no le hicieran ni caso, mucho mejor.

Entre tanto, Celia pedaleaba con la vista fija en uno de los televisores de la pared, que emitía vídeos musicales, y pensaba en la tranquilidad mental que supone quitarse un peso de encima. Esa tarde había hablado con el director del colegio. Y a pesar de lo mal que este recibió la noticia de su marcha, Celia no tenía ningún remordimiento. Poco le faltó para echarla del despacho con malos modos, no sin antes repetirle varias veces que las cosas no se hacían así y menos en vacaciones, con el inicio del curso a un mes vista. Y aún tuvo que escuchar más reproches cuando el director comprobó que no se despedía, sino que solicitaba la excedencia de su puesto de trabajo y que quizá tendría que readmitirla algún día.

Celia no se arrepentía de su decisión, todo lo contrario. También ella había aguantado sin rechistar muchísimas cosas que «no se hacían así» durante el tiempo que cumplió como buena profesional.

Con disimulo observó a Álvaro por el rabillo del ojo. En la zona de aparatos era el rey de la fiesta, rodeado de mujeres que o bien se lo comían con la mirada o propiciaban el roce casual para darle palique.

— Tú ni caso, princesa —dijo Nico—. Ni lo mires.

Ella suspiró con impotencia, le daba rabia no saber disimular y que su cara fuese tan elocuente. Se acercó a ellos un monitor con cuerpo de vicio y cara de lelo. Celia decidió atacar a ver si conseguía un marido justo como el que andaba buscando: con poquito cerebro.

— ¿Qué tal lo hago? —peguntó con una sonrisa encantadora—. ¿Voy bien así?

— Genial —dijo sin entusiasmo—. Pero a ver si pedaleamos más rápido, que parecéis los dos los de Verano azul.

Celia miró a Nico, que acribillaba con ojillos asesinos a aquel listo.

— ¿Tú has oído lo que nos ha dicho? —comentó él bullendo de rencor.

— No sé por qué he dejado que me liaras —se lamentó sin hacerle ni caso—. Lo único que voy a conseguir es unas agujetas que me tendrán baldada durante una semana.

— Llevamos aquí cinco minutos. A ver si te crees que el arte del ligoteo es llegar y triunfar.

Celia rebufó con fastidio. No le quedaba otra que armarse de paciencia, así que centró su atención en Shakira, que movía cadera en la pantalla de la tele. La señora de la limpieza, que había escuchado la conversación mientras abrillantaba el parquet, no pudo resistirse a meter baza.

— Pero hija —le comentó en confidencia, sin dejar de darle a la mopa—. ¿Para qué quieres mortadela con el jamón de pata negra que tienes al lado? Menudo pedazo de hombre, ¡y famoso! —dijo mirando a Nico con codicia—. Contenta tenías que estar.

Celia ni contestó.

Observó de soslayo a Nico, que en ese momento intercambiaba una mirada guarra con el chico de la bicicleta de al lado. ¡Qué suerte! Entero para ella solita. Un pedazo de hombre que solo tenía ojos para otros «pedazo-de-hombres». Contenta tenía que estar. Yupi.

Pasados tres días, el sábado, ya entrada la noche, Álvaro alzó la vista del portátil y, extrañado, se levantó para ver quién tenía la ocurrencia de llamar al timbre a esas horas. Elevó una comisura de la boca al ver a Nico haciéndole señas a través del monitor del videoportero.

Un minuto después abrió la puerta del apartamento. A modo de saludo, Nicolás le espetó el motivo de su visita intempestiva.

— Vengo a ducharme.

Con un gesto de la mano, Álvaro lo invitó a entrar y le dio la espalda encaminándose de nuevo hacia el sofá. La estancia principal era un espacio diáfano cuya fachada de cristal, de suelo a techo, ofrecía una espléndida vista nocturna de la ciudad.

Nico cerró la puerta y lo siguió, observando los pies descalzos de Álvaro y su camiseta desgastada.

— ¿No sales esta noche?

— No.

— ¿Qué te pasa?

— Estoy cansado, eso es todo.

Nico optó por no insistir.

— Ha habido una avería en mi edificio y han cortado el agua —le explicó yendo hacia el cuarto de baño, con la familiaridad de quien se mueve por su propio terreno.

Álvaro se sentó en el sofá, apagó el ordenador y pulsó el mando a distancia del televisor sin intención de hacer otra cosa que saltar de un canal a otro. En ello se entretuvo un buen rato hasta que oyó a Nico regresar de la ducha.

Miró hacia su derecha y alzó las cejas al verlo con el pelo húmedo y acicalado de punta en blanco. Se había vestido con una camisa negra remangada, que era suya, y unos vaqueros oscuros, que también reconoció como suyos. Álvaro dedujo que el resto de las prendas, las que no se veían, también las habría cogido de su armario. Olía muy bien, estaba claro que se había perfumado con su colonia.

— Te he dejado mi ropa sucia en el canasto de la colada —anunció tan tranquilo.

— Claro, hombre, ¡faltaría más! —aceptó Álvaro con amistosa resignación—. Ya que eres el rey de la casa, al menos tráete un par de birras frías de la nevera.

Dicho y hecho. Nico regresó al momento con dos botellines de Alhambra recién destapados. Se repantigó a su lado en el sofá y le tendió una cerveza. Ambos dieron un par de tragos largos con la mirada fija en el televisor. Álvaro fue de canal en canal a golpe de botón. Tertulianos a grito pelado… Españoles por esos mundos… Hasta que apareció un bicho amarillo dando saltos en la tele.

— Él vive en la piña debajo del mar —canturreó Nico la musiquilla que acompañaba los dibujos animados.

Álvaro giró la cabeza hacia él.

— ¿Te la sabes? —preguntó mirándolo muy sorprendido.

— Todo el mundo se sabe la canción de Bob Esponja —argumentó convencido—. ¿Tú no?

— Yo no.

Álvaro cambió varias veces más, y dejó el dedo quieto cuando los ángeles sensuales del pase de lencería de Victoria’s Secret se adueñaron de la pantalla.

— ¿Esas con las piernas tan largas son las que te gustan? —preguntó Nico, señalando con la botella a las chicas aladas que surcaban la pasarela con pasos etéreos.

— A mí me gustan todas —aseguró, e hizo una pausa para dar un trago—. Pero solo existe una a la que habría querido conservar.

Nico arrimó su botella a la que Álvaro sostenía en la mano.

— Por la mujer que no supiste retener —brindó— y por el hombre que no hizo nada por conservarme a su lado.

— Por ellos dos —secundó Álvaro sin alegría—. Y por nosotros.

Suspiraron al mismo tiempo. Eso los hizo reír y de nuevo entrechocaron las botellas.

— Nada como hurgar con el dedo en la herida para que sangre —comentó Nico con oscuro sentido del humor.

— Por los buenos amigos que sangran juntos —añadió Álvaro alzando su cerveza.

— Lo mío no tiene arreglo, pero lo tuyo puede que sí. Estoy pensando…

— No empieces, que cada vez que piensas me echo a temblar.

— Tú déjame.

— No te metas donde no te llaman —ordenó. Lo último que necesitaba era a aquel enredador arreglándole la vida amorosa.

Nico, cabezota incorregible, obró según su costumbre y evitó el conflicto cambiando de tema. Se levantó, fue hasta la cristalera y se regaló la vista contemplando su propia imagen reflejada en ella.

— Mira qué bien me sienta tu camisa. Qué pasada —exclamó orgulloso de sí mismo—. ¡Me la quedo!

El siguiente movimiento de la estrategia de Celia para hallar un posible marido fullero fue intentarlo por chat. Tras descartar a viciosillos y bichos raros del tipo «¿Crees en los chacras?», «Enséñame una teta», «Solo como carne cruda» o «Me lo monto viendo copular a los animalitos de los documentales de La Dos», Celia hizo una selección de los menos pirados y planeó una tarde de citas a ciegas.

Ni por asomo pensaba abrir la puerta de su casa a cuatro desconocidos. Así que buscó el lugar idóneo con intención de matar dos pájaros de un tiro. Citó a cada uno de los candidatos, con una hora de diferencia, en casa de su último novio. Esa sería su dulce venganza. Si alguno de aquellos tipos quería una segunda oportunidad, volvería a buscarla al apartamento de su ex. Celia se relamía de gusto de pensar en el aristocrático Jacobo recibiendo a un pretendiente despechado detrás de otro sin saber por qué se emperraban aquellos tipos en llamar a su puerta.

Para llevar a cabo tan arriesgada misión necesitaba un aliado. Un hombre fuerte, por si las cosas se ponían difíciles. Ese guardaespaldas no podía ser otro que Nicolás Román.

— ¿El ático del maligno de tu ex? —siseaba este por lo bajo.

— ¡Calla de una vez!

Subían a hurtadillas por las escaleras para no cruzarse con ningún vecino.

— ¿El que te llamaba «cerdita mía»? —siguió Nico—. ¿El que se cepilló a una gogó en los lavabos mientras tú contabas las campanadas de Nochevieja? ¿El que te dejó enviándote un mensaje al móvil?

Celia se puso el índice en los labios para que cerrara el pico. Estaban de suerte. El conserje se había marchado de vacaciones a su pueblo, y Celia sabía que aquella comunidad de rácanos se negaba a contratar un portero suplente. Además, el portal siempre estaba de par en par porque en el entresuelo se ubicaban una clínica dental, la sede de una mensajería y una academia de idiomas.

— Celia, asúmelo, ese cabrón dinamitó tu autoestima.

— No me rompió nada de nada. Te he dicho mil veces que no estaba enamorada de él. Era divertido —aclaró; pensándolo bien, añadió un matiz—. A veces, cuando no tenía el día tonto.

No tenía intención de confesar ni a Nico ni a nadie que se lio con el idiota de Jacobo por quitarse de encima a Guillermo Andrade, que desde que andaba medio separado de su mujer no dejaba de perseguirla. Y para mayor fastidio, ahora que sabía que ella volvía a ser una mujer libre, aún la atosigaba más. Celia estaba aburrida de soportar los requerimientos de un hombre que no parecía entender el significado de la palabra «no».

— Pues te ablandó el cerebro —insistió Nico—, porque si te quisieses un poco a ti misma no harías este tipo de locuras para encontrar novio.

— Es que no busco eso —replicó, casi sin resuello después de tanto escalón—. Me interesa un socio para una semana o dos. Punto y final.

Al llegar al último rellano, Celia se acercó a una maceta, la levantó un poco y sacó de debajo una llave.

— ¿Ves? Como en las películas —dijo enseñándosela a Nico—. Todo lo que tiene de pijo lo tiene de tonto.

Con una mueca elocuente, Nico dio al espabilado propietario del ático un calificativo bastante más grosero.

Celia abrió la puerta y entró, sin perder ni un segundo en miradas para el recuerdo. En cambio, Nico, con un simple barrido visual se hizo una idea aproximada de la personalidad del dueño de aquella decoración minimalista tirando a hortera.

— Nunca busques amor en un hombre enamorado de sí mismo —la aleccionó señalando la pared principal.

Una imitación de Andy Warhol la cubría prácticamente de suelo a techo, con la cara del tal Jacobo multiplicada por cuatro en una variada gama de colores chillones.

— ¡Es que no lo buscaba! —aclaró ella—. Nuestra relación se basaba en sexo y diversión sin planes de futuro. Duró lo que duró.

— Pero te dejó él.

— Su ego no habría resistido que fuese al contrario.

— Y dudo que resultara tan entretenido en la cama como dices. Un cuadro tan grande… —elucubró entornando los ojos—. No hace falta ser Freud, seguro que la tenía pequeña.

Celia ni asintió ni negó. Nico tradujo aquel silencio a su manera.

— Lo sabía, como un choricillo de aperitivo.

— Qué sabrás tú.

— Si la tuviese como un salchichón me lo habrías dicho corriendo.

— Pero qué bruto eres.

Nico dejó el asunto de lado en cuanto se fijó en las puertas corredizas del fondo.

— ¡Qué maravilla de terraza! —exclamó

Corrió las puertas de cristal y contempló aquel impresionante lujo al aire libre.

— Ahí las tienes —dijo ella señalando dos kentias que hacían sombra sobre una chaise-longue—. El amor de su vida. Adora esas plantas más que a sí mismo, que ya es decir.

— ¿A qué hora esperamos al primer pardillo? —preguntó; estudiando las queridas plantas de ese tal Jacobo con una mirada calculadora.

Celia dio un vistazo a su reloj.

— Si es puntual, dentro de diez minutos.

— ¿Me quedo contigo?

— Ni pensarlo. Escóndete en la cocina y no pierdas ojo por si tienes que venir a rescatarme.

Mientras esperaban a que sonara el timbre, Nico se puso a escudriñar entre los libros de la estantería.

— ¿Quién se ha llevado mi queso? —leyó perplejo—. ¿Quién ha escrito esto? ¿El ratón Mickey?

— Jacobo es un fanático de la autoayuda.

Nico, escéptico por naturaleza, se rio del ex a mandíbula batiente mientras cotilleaba en su colección de CD de música.

— Il Divo, U2—recitó en voz alta—, chill-out andino… ¿Pimpinela? ¡No me jodas!

— No toques nada y vete para la cocina —lo riñó.

Sonó el timbrazo esperado, Celia se atusó rápidamente la melena para recibir al primer candidato.

Al abrir la puerta se encontró allí plantado al chico de la foto número uno. Pero con acné. O había mentido en la edad o era un eterno adolescente.

— No imaginaba esa faceta tuya heavy metal —dijo Celia señalando su camiseta de los Ramones.

El chico se tocó el pecho con el dedo, con aire solemne.

— Me la regaló mi abuelo, para que no me olvide de él.

— ¿Tienes un abuelo rockero?

— No, se llama Ramón.

— Qué cachondo —murmuró pensando a toda velocidad en el modo de quitárselo de encima sin ser brusca.

Él sacó la cartera del bolsillo.

— Mira —señaló enseñándole una foto—. Es el que está entre mi padre y mi madre —y se quedó mirándola veinte segundos que a Celia se le hicieron larguísimos—. Quieren conocerte —soltó de sopetón.

Plaf. Celia cerró de un portazo.

Las siguientes tres citas tampoco es que fueran un éxito.

En segundo lugar se presentó un madurito con mucha gomina en el poco pelo que le quedaba.

— No recuerdo bien cuánto dijiste que pagabas —preguntó tecleando en la calculadora de su móvil.

Celia le cerró la puerta en las narices.

El tercero no se presentó; pausa que Nico y Celia aprovecharon para ponerse al día de sus respectivas vidas.

La llamada a la puerta del cuarto y último los sorprendió con media hora de adelanto.

— Hola. Tú eres Ernesto, ¿verdad?

— El mismo, chochín, y no perdamos el tiempo.

— Oye, oye…

— A la faena, que te tengo preparado un taladro de siete velocidades —dijo palpándose el paquete.

Celia empezaba a asustarse de verdad, cuando una voz llegó para salvarla.

— Huyyyyy… Qué ilusión. ¡Bricolaje para tres!

Nico asomó por encima de su hombro. Llevaba un trapo de cocina en la cabeza como un pirata y las gafas de sol de Celia, que le daban el aspecto de una mosca gigante.

— ¿Esto qué es? ¿Una cámara oculta? —preguntó el otro, espantado.

— ¿Quieres probar mi Black and Decker? —jadeó—. Me llaman Míster Bricomanía —añadió meneando la lengua como una víbora.

No hizo falta decir más. Celia y él lo vieron huir escaleras abajo como alma que lleva el diablo.

— Un hombre inteligente no necesita recurrir a la violencia —dijo Nico quitándose el camuflaje y volviendo a su voz habitual.

En secreto, estaba contentísimo. El hecho de que aquella chaladura ideada por Celia hubiera resultado un tremendo fracaso le venía muy bien para el plan que venía maquinando desde hacía días. Y en ese plan, aunque no pensaba decírselo a ella todavía, entraba Álvaro también.

Celia le arrebató las gafas de sol y fue hasta el sofá para recoger sus cosas. Las citas a ciegas habían sido un desastre y allí no había más que hacer. Se colgó el bolso al hombro y buscó a Nico. Acababa de oírlo trastear por la cocina, pero allí no había rastro de él.

Regresó al salón y oyó su voz. Celia sonrió, porque el cantante al que imitaba era su debilidad y Nico lo hacía de maravilla. Se dirigió a la terraza; como él estaba de espaldas, se quedó muy callada para no interrumpir la escena.

— Tiembla, Bublé —proclamó orgulloso.

Y siguió cantando Crazy love a la vez que regaba las amadas kentias de Jacobo con una botella de lejía.

Dos días después, Nico citó a sus dos mejores amigos en una terraza del paseo de Recoletos.

— Sí, mamá, sí, sí, sí —decía Álvaro con infinito aguante mientras esta le contaba que acababa de matricularse en un curso de Yoga Dance—. Te dejo, mamá. Vale… Que sí, que sí, que sí. Un beso.

Álvaro se quedó mirando la pantalla con la mezcla de aburrimiento y estoicismo propia de un hijo único, mientras pulsaba el icono de colgar. Se inclinó hacia Celia y la besó en el cuello.

— De parte de mi madre.

— Tu madre nunca me lo daría ahí —alegó castigándolo con un pellizquito en el brazo.

Él se quejó como si le hubiese retorcido la carne con unas tenazas.

— ¿Y a mí qué? —preguntó Nico, celoso.

— A ti también te envía otro, no seas coñazo.

Sonó el teléfono de Celia. Ella miró la pantalla. Al ver que se trataba del pesado de Guillermo, apagó el móvil con fastidio y lo lanzó dentro del bolso de mala manera.

— ¿Quién era? —preguntó Álvaro.

— No te importa —él le echó una mirada inquisitiva que ella sostuvo sin pestañear—. ¿Qué? —lo desafió.

— A mí no me mires así, que tienes todas las de perder.

— Huy, qué miedo.

Álvaro decidió dejarla ganar. Rio con la boca cerrada y, con un gesto indolente y teatral apoyó la cabeza en el hombro de Nico.

— Me iría mejor siendo gay. Seguro que tú me tratarías mejor que esta loba agresiva.

— ¡Aparta, pervertido! —lo rechazó dándole un codazo—. ¿Es que no ves que somos familia?

Álvaro volvió a la carga, entornando los ojos a un centímetro de la cara de Nico.

— Venga… —ronroneó—. Y te imito al rubio de Coldplay.

Un camarero con pinta de chico de calendario llegó con tres vasos anchos en una bandeja.

— Si no te quiere, dímelo —se ofreció a Álvaro, depositando sobre la mesa los tres mojitos—. No hay nada que me ponga más que un hetero con ganas de nuevas experiencias.

Él se quedó mirándolo con una expresión entre vergonzosa y halagada. Nico se lo quitó de encima de un empujón y se dirigió al camarero.

— No le hagas caso —rumió—. Nunca debimos sacarlo de la perrera.

Bandeja en mano, este se quedó observando los pectorales de Nico y despacio, muy despacio, alzó la vista hasta sus ojos.

— Si hay algo que me pone más que un hetero con ganas de probar, es un gay orgulloso de sí mismo y con sentido del humor.

Nico entreabrió los labios con una leve sonrisa satisfecha. El otro se despidió con una mirada de fuego puro.

— Que adivine que yo soy hetero y tú gay lo achaco a ese sexto sentido vuestro —alegó Álvaro—. Pero lo de orgulloso es mucho suponer.

— ¿No lo ves? —preguntó Nico. Álvaro alzó las manos para que se explicara mejor—. ¿Tú tampoco? —le preguntó a Celia.

— No tengo ni idea de qué quieres decir.

Él se señaló la camiseta que llevaba puesta.

— ¿Qué? —preguntó Álvaro sin entender a qué se refería.

— Ahí solo pone GAP —leyó Celia, totalmente de despistada.

— Gay and proud —pronunció despacio, como si razonara con un par de párvulos—. Gay y orgulloso.

La traducción sobraba, porque los tres hablaban un perfectísimo inglés británico, fruto de su año de estudios en Brighton.

— Gracias por aclararlo. Juro que nunca me pondré ropa GAP —anunció Álvaro.

— Eso es solo una marca —rebatió Celia—. No me vengas ahora con tu teoría del lenguaje de las camisetas.

— Pues no soy el único que lo entiende —dijo mirando con codicia al camarero que se inclinaba para dejar una copa dos mesas más allá—. Qué cuerpo.

— Qué culo —matizó Celia.

Álvaro se sintió bochornosamente arrinconado y dio una palmada para reclamar la atención de los dos.

— Basta de mirar, ya habéis tenido bastante. Nico, dinos de una vez por qué nos has hecho venir con tanta urgencia.

Este se tomó su tiempo para crear expectación en su dos amigos. Cogió su copa, sorbió de la pajita y la dejó con parsimonia. Después, agarró su chaqueta de lino, que colgaba del brazo de la silla, y sacó del bolsillo un par de sobrecillos alargados que les entregó a uno y a otra.

Celia y Álvaro extrajeron a un tiempo el contenido de sus respectivos sobres y se quedaron mirando a Nico.

— ¿Nos vamos a Las Vegas? —exclamó Álvaro.

— ¿Invitas tú? —preguntó Celia—. ¡Ay, qué ilusión! Nico, te voy a comer a besos. Pero ¿cómo se te ha ocurrido? —se quedó pensando y ató cabos—. ¡Tú leíste mi diario en Brighton! —adivinó señalándolo con un dedo acusador y una mirada furibunda.

— Pues claro —corroboró sin avergonzarse lo más mínimo.

— Y yo también —afirmó Álvaro tan ancho—. Eso es lo que hacen todos los tíos que comparten piso con tías.

— Y si Álvaro y yo fuésemos un par de bragazas sensibles de los que escriben diarios, tú habrías cotilleado como una loca. Reconócelo —apuntó Nico.

Celia quiso replicar, pero él tenía tanta razón que fue incapaz. De haber sido al contrario, ella no habría dejado ni una sola página sin leer.

— ¿Y tu billete? —le preguntó.

— Yo no voy. Tengo un programa televisivo diario y una estrella Michelín que mantener.

— ¿Por qué no? —preguntó decepcionada.

— No me creo que no puedas tomarte un descanso de seis días —afirmó Álvaro, leyendo las fechas de ida y de vuelta de su billete.

— Esa no es la cuestión —eludió Nico entrelazando las manos—. Este viaje obedece a un motivo y me gustaría que me escucharais sin interrumpir. Tiene que ver con la herencia del padrino.

— Ya estamos otra vez con el testamento envenenado —protestó Álvaro.

— Sin interrupciones, por favor —exigió—. Yo me quedo al margen. En lo que respecta al matrimonio, no juego en esta liga.

— Porque no quieres —rebatió Álvaro.

— Porque no quiero, tú lo has dicho —sentenció tajante, con una mirada cargada de significado que solo entendieron ellos dos—. Sois mis mejores amigos. Y me siento culpable porque hasta ahora solo te he ayudado a ti —dijo dirigiéndose a Celia—. Marchaos a Nevada en igualdad de condiciones. Todo el mundo va allí a casarse, ¿no?

— Todo el mundo, no —objetó Álvaro.

— Muchos lo hacen. Conseguir una licencia de matrimonio en Las Vegas es rápido y sencillo.

— Como comprar un bonometro —apostilló sin humor.

— Tenéis cuatro días. El primero que se case, se convertirá en heredero. No tenéis por qué revalidar el matrimonio, salvo que el notario lo exija, y no creo que sea el caso. Si pusiesen pegas, ya consultaríamos con un abogado.

— ¿Esto es un secreto entre nosotros tres? —aclaró Celia.

— Exacto. Los otros dos aceptaremos el hecho con deportividad y nuestra amistad seguirá intacta. Sin reproches. ¿Aceptáis las condiciones?

— Nico, esto es una locura y lo sabes —refutó Álvaro.

Pero Celia no opinaba lo mismo y no tardó en hacérselo saber a los dos.

— Si Álvaro se echa atrás, me voy yo sola.

Él le echó una mirada muy larga. Un músculo tembló en su mandíbula tensa.

— Deséanos buen viaje, Nico —rectificó con aire agresivo y contenido—. Nos vamos a Las Vegas, y que gane el más rápido.

Celia sintió una punzada en la boca del estómago. Ya estaba dicho y no iba a dar marcha atrás. Pero lamentaba la desagradable sensación que la invadió de repente. Y es que, a pesar de tenerlo tan cerca, sentía a Álvaro más lejano que nunca al verlo por primera vez en su vida en el bando contrario.