CAPÍTULO 9: Un cambio de aires
Por fin Nico hizo caso a su hermana. Dejó el restaurante a su cargo y la cocina en manos de su cuñado, y aceptó tomarse unas merecidas vacaciones.
Aunque desde Madrid era el camino más largo, repitió por costumbre el trayecto que su padre tomaba para llegar a Tarabán cuando él y Carolina eran niños. Por la provincia de Cuenca, atravesaba el valenciano Rincón de Ademúz. En Teruel paraban a dar un bocado. Siempre jamón; el pan tostado, con ajo restregado, tomate y aceite de oliva. Luego tomaban la carretera de Utrillas.
Fue un regreso pleno de añoranza al lugar que abandonó años atrás, con lágrimas en los ojos y el alma resentida por culpa de la intolerancia de su padrino. Hacía cuatro años ya del día en que juró que nunca volvería a pisar aquella tierra.
Durante horas condujo en soledad por unas carreteras secundarias rurales de las que conocía cada curva. Algo mágico tenía aquel paisaje agreste, porque poco a poco los hechos amargos fueron sustituidos por el recuerdo de tantos veranos felices.
Ya en Alcorisa, le pareció que el bellísimo campanario de la iglesia le daba la bienvenida. Detuvo el coche para dejar pasar a una mujer mayor cargada con un botijo de barro. Una imagen de las que ya no se veían, pensó Nico. Seguro que iba a llenarlo a la fuente de los Tres Caños.
Aparcó junto a un cajero automático. Les dio los buenos días a dos viejecillos que veían pasar la vida sentados a la sombra en sillas de anea arrimadas a una pared. Eran de los que usaban manga larga y la camisa abotonada hasta el cuello igual en verano que invierno. Los dos con boina de lana. Uno apoyaba las manos en un garrote, el otro llevaba gafas de operado de cataratas.
Con disimulo, Nico los escuchó comentar entre ellos mientras sacaba la tarjeta de crédito.
— Mira que me suena a mí esa cara —dijo el de las gafas—. ¿Ése no es el novio de la Chenoa?
Al oír aquello, Nico se sacudió de risa.
— Que no, hombre —contradijo el otro—. Que es el cocinero de la televisión.
— ¡Anda, la leche!
Cuando terminó la operación, Nico guardó los billetes en la cartera y se dirigió de nuevo al coche.
— Oiga, joven, ¿usted es nieto de Nicolás el Gatonegro, de Tarabán? —indagó el del garrote.
— Si, señor. Y no me llame de usted que me hace mayor.
El hombre asintió con la cabeza.
— Tu abuelo y yo hicimos el servicio juntos, en Paterna; quinta del cuarenta y seis. Por aquí te vemos todos los días en la tele, que lo sepas.
— Que tienes a las mujeres locas con esos guisotes que preparas —añadió el otro anciano.
Él les dio las gracias por los cumplidos y regresó a su coche. Justo detrás, paró un Alfa Romeo del que bajó un tipo con gafas de sol en la cabeza, bermudas de cuadros y calzado náutico de ir en yate para pisar aquella tierra de secano.
— Ya verás como sí —le dijo al otro ocupante del coche—, que estos rústicos entienden de esas cosas.
A Nico le picó la curiosidad y se entretuvo más de la cuenta en abrocharse el cinturón. El urbanita se dirigió al anciano de la garrota.
— Buenos días, abuelo —le espetó con excesiva confianza—. Venimos de fin de semana y se ven unas nubes ahí al norte que dan muy mala espina. ¿Qué me dice? ¿Esta tarde lloverá o no?
El viejecillo le echó una mirada impasible.
— Pues mire usted, igual llueve que igual no. ¿A mí que me cuenta? Pregúntele al hombre del tiempo.
— ¡Que ven una boina y se creen que somos adivinos! —replicó el de las gafas de cristales gordos.
Nico soltó una carcajada que se oyó a cien metros. El de las bermudas lo miró con cara de mala uva.
Puso el motor en marcha, subió el volumen de los Arctic Monkeys a todo meter y se despidió de los abuelos sacando el brazo por la ventanilla. Ellos correspondieron con las manos levantadas; los dos vejetes lucían sendas sonrisillas cachondas.
— Esto es el Bajo Aragón —murmuró Nico, sin dejar de reír—. Bienvenido a casa.
A unos cuantos kilómetros al Este, el brigada Javier Parrondo se enfrentaba a uno de los peores desafíos a la autoridad: convencer a una vecina entrada en años empeñada en salirse con la suya.
— Ya verá, mi brigada, que el asunto tiene tela —le informaba un guardia jovencillo.
Javier Parrondo escuchaba sin disimular su irritación, dado que no era lógico que una trifulca entre vecinos no pudieran solucionarla sus subordinados con un poco de mano izquierda sin que el problema llegase a mayores.
En cuanto el muchacho abrió la portezuela que daba al huertecillo anexo a la casa, el olor a cadáver en descomposición los recibió como una bofetada. El guardia se tapó la nariz, y Javier notó que le subía la bilis a la garganta.
— Nada, que la Encarnita está empeñada en que eso —explicó el chico señalando una garrafa en una esquina— ahuyenta a las avispas y otros bichos.
— Esa peste espanta las avispas, a las visitas… ¡Y al turismo si me apuras! —farfulló el brigada, aguantándose una arcada.
La mujer estaba empeñada en que almacenar las tripas y cabezas de las sardinas en una garrafa plena de agujeros era el mejor remedio para los insectos que atacaban sus verduras, además de ecológico. Aquel recipiente de plástico rebosante de detritus a pleno sol despedía tal hedor que hasta los buitres andaban despistados, sobrevolando Tarabán en círculos a ver si descubrían dónde estaba la carroña que se olía a kilómetros.
Por supuesto, el vecino de al lado no estaba en absoluto de acuerdo con el afán ecologista de la Encarnita que, vete a saber por qué, se negaba a sulfatar las tomateras como llevaba haciendo toda la vida. Fue él quien avisó al cuartelillo porque no estaba dispuesto a pasarse todo el verano con las ventanas cerradas a cal y canto por culpa de aquella pestilencia pútrida.
Javier Parrondo alzó la vista hacia el balcón cerrado, una cabeza asomaba detrás de los visillos. El vecino era precisamente quien más le preocupaba. En concreto, su posible reacción, dado que el hombre no parecía tener la cabeza muy en su sitio. Por lo que le habían contado, se llamaba Anselmo y con dieciocho años se marchó del pueblo a Barcelona para estudiar la carrera de Psicología. El primer mes escribió a sus padres. Nunca más volvieron a tener noticias suyas. Ocho años anduvo desaparecido hasta que lo encontró aquel Lobatón que tenía un programa para buscar parientes huidos. Se contaba por el pueblo que el muchacho, viendo que aquello no era lo suyo, dejó la universidad. Por vergüenza no dijo nada a la familia y prefirió desaparecer del mapa hasta que lo encontraron los de la tele de taquillero en un circo en las afueras de Salamanca.
A raíz de aquello, volvió a casa como el turrón. Pero sus padres duraron poco, no se sabe si de la alegría o del disgusto. La cosa es que Anselmo ahora subsistía gracias a una modesta granja de pollos. Hombre poco sociable, mataba las horas enganchado a una Play Station y a las páginas de contactos de Internet. En opinión de Parrondo, respondía al perfil del típico sujeto inofensivo que el día menos esperado agarra un cuchillo jamonero y la lía. Por eso decidió ir a hablar con él en primer lugar a fin de apaciguar los ánimos, ya que no le apetecía que le montara en su territorio un festival gore con la Encarnita de protagonista.
Tarabán era todavía un pueblo de esos en que las puertas de las casas permanecen entornadas. Javier Parrondo avisó de su llegada alzando la voz y emprendió las escaleras al trote. Cuando llegó al comedor, en el piso superior, su boca dibujó una amplia sonrisa. No esperaba encontrarse allí con Susana, o lo que era lo mismo, su chica.
Ella giró la cabeza y sonrió apenas un segundo. Javier captó el mensaje; nada de mezclar los asuntos privados con el trabajo. La saludó con formalidad e inmediatamente, sin dejar que Anselmo interviniese, se lanzó al ataque con una perorata florida y sutil sobre lo conveniente de la convivencia en paz y buena vecindad. Escuchó las protestas del hombre que, cargado de razón, se negaba a que su vecina mantuviese aquella garrafa apestosa debajo de su balcón. El brigada le aseguró que en unos minutos ese problema quedaría resuelto sin necesidad de denuncias, que llevaban mucho papeleo. Luego, viendo que el hombre parecía conformado, llevó a Susana aparte.
— ¿Estás segura de que lleva controlada la medicación? —murmuró para que el otro no lo oyese, señalando una caja de fármacos que ella acababa de dejar sobre la mesa.
— Claro que sí —alegó en defensa del paciente, mostrándole las indicaciones escritas en la caja de su puño y letra—. Apenas sufre brotes de ansiedad, pero con esto de la pelea con la vecina está un poco nervioso, eso es todo.
— ¿Seguro?
— Seguro —dijo observando con compasión a Anselmo, que miraba por el balcón de espaldas a ellos—. No hay nada peor que la soledad.
— Sí, supongo —dijo Javier por decir algo, y se inclinó un poco sobre ella—. Dame un beso.
Susana sonrió.
— Aquí no.
Él le devolvió una sonrisa juguetona, al tiempo que se despedía en voz alta de Anselmo y le aseguraba que de inmediato bajaría a ordenarle a la vecina que se deshiciese de la garrafa de la discordia. Luego miró a Susana de nuevo.
— ¿Me darás alguno esta noche? —agregó bajando la voz para que solo lo oyese ella.
— Si me pillas.
— Te pillaré —susurró.
Susana suspiró al verlo salir por la puerta, sacudió la coleta y se puso a cerrar el maletín. Mientras le daba las últimas indicaciones sobre las medicinas a su paciente, sonó su teléfono móvil. Era Celia desde Las Vegas.
— Hola, guapa…
Fue hasta el balcón y escuchó las novedades de su hermana, a la vez que observaba a través del cristal cómo Javier hablaba en el huerto con la Encarnita. La mujer, que al principio se puso flamenca con los brazos en jarras, pasados unos segundos se retorcía las manos mirando al brigada con cara de tonta.
Anselmo se acercó a ella con cierta cautela.
— Oiga, doña Susana, pero si se pone cazurra —interrumpió refiriéndose a su vecina—, ¿usted me daría una jeringuilla para inyectarle laxante en los tomates del huerto?
Susana se apartó del teléfono de la oreja.
— ¡No! —lo conminó con una mirada de madrastra mala—. ¡Ni se te ocurra!
— Pero…
— Anselmo, no la líes, que la tendremos —advirtió moviendo el dedo índice levantado.
El otro se achantó y asintió obediente. Susana regresó la mirada al jardín y retomó la conversación con su hermana, que desde Las Vegas le preguntaba si estaba discutiendo con alguien y a qué venía aquel tono de bruja.
A través de los cristales contempló con deleite el cuerpo poderoso de Javier que, de brazos cruzados como Mr. Propper, seguía hablando con la vecina. Susana observó aquella sonrisa ladeada capaz de apaciguar a la Encarnita y al mismísimo lobo feroz si fuese hembra.
— Nada, Celia. Solo que hay días que parece que en este pueblo están todos locos —dijo con un suspiro cansino—. Todos menos uno que me tiene loca a mí.
En Las Vegas era de noche. Celia no podía dormir. Nada raro después de pasar todo el día sola y de relax, puesto que Jack no podía escaparse de la convención que lo había llevado hasta Nevada. Tras despedirse de su hermana y dar recuerdos y besos para toda la familia, dejó el teléfono sobre la mesilla, con un rebufo de hastío. Susana la había vuelto a obligar a que prometiese que no se desharía del viñedo del padrino.
Prometido.
Esa misma mañana, su madre le había hecho prometer que tendría cuidado de no ir sola a ningún sitio en Las Vegas, no fuera a ser que la raptasen o algo peor, que a las chicas guapas todo el mundo las codicia y hay mucho hombre malo suelto.
Prometido también.
Su padre le había hecho prometer que le traería de recuerdo alguna insignia rara del ejército americano y que no se jugaría el sueldo en los casinos, que costaba mucho de ganar el dinero.
¡Prometido, prometido y prometido!
Estaba harta de promesas. Llevaba la vida entera plegándose a los deseos de los demás. En ese momento vibró el móvil, Celia giró la cabeza y lo observó durante unos segundos. El aparatejo se movía sobre la mesilla como si tuviese vida propia. Al fin extendió la mano y soltó un bufido desesperado al ver en la pantalla el nombre de Álvaro. Cerró los ojos, pulsó el botón y se lo llevó a la oreja.
— Dime —dijo sin ganas.
— Vamos a dejarnos de juegos estúpidos —le espetó él, en un tono que invitaba a colgarle sin contemplaciones—. Vente a mi cama.
Celia tentada estuvo de apagar el teléfono y lanzarlo bien lejos. Otro con órdenes. ¿Pero qué se había creído? Encima de que llevaba todo el día sin verle el pelo, sin una mísera llamada, cuando por fin daba señales de vida le venía con esas. Sin romanticismo ni una palabra bonita. No es que ella necesitara flores y violines, pero resultaba bastante humillante que la reclamase en su cama como un cavernícola.
Con gran esfuerzo recobró el aplomo antes de contestar, mejor que uno de los dos demostrase algo de sensatez.
— Tres son multitud —respondió en clara referencia a Mariví—. ¿O es que no lo sabes?
— No voy a discutir eso ahora.
Arrastró la última sílaba y Celia chasqueó la lengua. Sospechaba que Álvaro también estaba acompañado por otro Jack que no era de Indiana sino de Tennessee: Jack Daniel’s.
— Yo tampoco tengo ganas de discutir —aceptó—. No son horas.
— Ven —insistió bajando la voz.
— ¿Cuántos whiskes te has metido en el cuerpo?
— Tres.
Celia se sintió culpable sin motivo al saber que estaba bebiendo solo. Si la rubia rondase por allí, su voz no sonaría tan triste. De todas formas, ni por asomo pensaba subir a la suite y encontrarse allí con Mariví en camisoncito, por mucho que Álvaro asegurara que era una pareja ficticia. Tampoco era tan tonta como para reprimir toda la vida el deseo que sentía por él. Pero el día en que volvieran a compartir una noche de sexo sin pensar en el mañana, y estaba segura de que volvería a pasar, sería ella quien decidiese cuándo y él se plegaría a sus deseos, no al revés.
— Duérmete —le aconsejó—, será lo mejor.
Álvaro lanzó el teléfono a los pies de la cama. Apuró el vaso que tenía en la mano y se incorporó para añadir otro cubito de hielo. Metió los dedos en la cubitera, pero fueron necesarios tres intentos, porque en el proceso se le cayeron varios al suelo, que rebotaron por aquí y por allá. Al final recogió uno de la moqueta y lo dejó caer en el vaso barbotando una palabrota. Se sirvió un par de dedos de whisky y volvió a repantigarse con la espalda apoyada en los almohadones mal amontonados sobre el cabezal.
— «Duerrrrrmete» —repitió imitando el tono de Celia—. ¿Quién te crees para darme órdenes? —le reprochó al techo.
No tenía por qué darle explicaciones, ni a ella ni a nadie. No tenía que arrepentirse de nada…
Sí, sí tenía. No debió abrir la boca cuando el marrullero de Nico se sacó de la manga los condenados billetes de avión. Por bocazas, ahora se encontraba en el culo del mundo, con más alcohol en el cuerpo del que tenía costumbre y más solo que la una.
Mejor no pensar en Nico, porque se le calentaba la boca. Tenía dos llamadas perdidas suyas que no le había devuelto. No quería hablar con él de momento, porque estaba seguro de que acabaría mandándolo a la mierda o algo más lejos por meterlo en aquel embolado.
A Mariví hacía horas que no la veía. A saber dónde y con quién debía estar. Tampoco es que le importara. La Barby girl estaba disfrutando de aquella aventura porque, según decía con una simpleza irritante, le encantaba estar rodeada de guiris. ¿No se daba cuenta de que en Nevada los guiris eran precisamente ellos? Todavía se preguntaba cómo se le ocurrió llevársela de viaje si apenas la conocía. Era amiga de una amiga, la exnovia de no sé quien. Había que reconocer que era mona. Mucho más que eso, tenía su punto de morbo. Sobre todo si no abría la boca. Pero a él no le despertaba ni el instinto más primitivo. Grima le daba imaginarla debajo de él, arañándole la espalda con aquellas uñas postizas.
De un manotazo mental apartó a Mariví de sus pensamientos, porque era otro nombre el que le mariposeaba en la cabeza. El de la única mujer la que le enloquecía la libido. Esa que estaba en el piso de abajo. A saber con quién salía esa noche. ¿Con el yanqui? Distintas imágenes de Celia con otros hombres discurrieron por su imaginación con una velocidad atropellada, producto del exceso de alcohol, hasta detenerse en una cara conocida que aún lo puso de peor humor.
Quiso pronunciarlo, pero el nombre se le atragantó a medio camino. ¿Por qué tenía que acordarse justo en ese momento del malasombra de Guillermo Andrade? Su padre era un buen hombre, leal, una excelente persona. De no haber sido por él y por la estima que su propio padre siempre le tuvo al de Guillermo, jamás le habría confiado la publicidad de la marca. Había algo de siniestro en él, era una de esas personas que transmiten malas vibraciones. Y desde que descubrió el número de Celia en su móvil ya no se fiaba en absoluto de él.
Se negaba a admitir que Celia tuviese que ver algo con ese sujeto. ¡Que estaba casado, coño! O descasado. O malcasado. O recasado, vete a saber. Ya había perdido la cuenta de las veces que Guillermo y su mujer se habían separado y vuelto a juntar. Además, le importaba un carajo el culebrón que se traían aquellos dos… Mientras Celia no estuviese de por medio. No, eso era imposible. Ella tenía demasiados escrúpulos, nunca se involucraría como tercera en discordia.
Claro que era una mujer libre, adulta y sin compromisos. Un bocado muy apetecible, mucho. Los hombres no eran ciegos, y ella estaba muy, muy buena. Se llevó la mano al paquete y se sobó el miembro erecto por encima de los calzoncillos.
— Demasiado whisky —murmuró.
Una excusa que ni el mismo se creyó.
«Demasiado tiempo sin sexo», le recordó la chivata de su conciencia.
Y tenía razón. Llevaba a las espaldas demasiados días de castidad monacal. Sólo de pensar en aquella noche se ponía duro. Y en Las Vegas las cosas habían empeorado. O sea, que la deseaba todavía más. No dejaba de observarla como un puma al acecho. En la piscina, con aquel bikini diminuto que lo ponía más caliente que el infierno. O cuando se ponía esos vaqueros cortos con los que sus piernas parecían no tener fin.
Después del desencuentro de aquella noche memorable en que gozaron sin límite hasta que se saciaron el uno del otro, el amor propio le impedía volver a insistir. Bajó la vista hacia el punto de unión de sus piernas abiertas donde los calzoncillos se erguían como una pirámide. Estaba claro que el orgullo conllevaba dos cosas: un terrible dolor de huevos o satisfacción amanuense. Y en ese momento no le apetecía ni lo uno ni lo otro.
¿Y Celia, qué? La conocía lo suficiente como para percibir su deseo a la legua. Pero tenía más aguante que él, o más escrúpulos, o más orgullo, o… A lo mejor en ese momento estaba arreglándose para salir y por eso acababa de despacharlo de mala manera. La imaginó frente al espejo del cuarto de baño de su suite repasándose los labios, alzada sobre unos tacones imposibles y con un vestido de esos que le marcaban un culo fabuloso.
«El sexo no arregla nada», intervino de nuevo su conciencia.
Pero Álvaro no estaba para consejos mentales. Dejó el vaso en la mesilla y se incorporó para coger el móvil que estaba tirado junto a su pie derecho, con una idea clarísima en mente. Quería sexo con Celia y lo quería ya.
Celia chasqueó la lengua al ver en la pantallita que era él por segunda vez. Se llevó el teléfono a la oreja, pero Álvaro no la dejó ni decir «hola».
— O vienes ahora mismo a mi cama o voy yo a la tuya —insistió con cabezonería.
— No.
— ¿Voy?
— He dicho que no.
El tono de Celia no admitía réplica. Álvaro guardó silencio durante un par de segundos.
— Algún día serás tú quien me lo pida.
Celia ni se molestó en responder.
— Buenas noches, Álvaro —concluyó. Y pulsó el fin de llamada.
Devolvió el móvil a la mesilla y apagó la luz. Por la ventana se veían la irreal silueta de la falsa torre Eiffel iluminada por miles de lucecitas.
Se repitió en silencio las últimas palabras de Álvaro. Mirando con tristeza aquel cielo negro, en el que millones de bombillas eclipsaban las estrellas, pensó en lo bonito que sería escuchar «ven conmigo, vamos a nuestra cama». Eso significaría algo importante, que era única, y su presencia a su lado, algo muy valioso para él.
— Ni a la tuya, ni a la mía —murmuró—. A la de los dos.
Cerró los ojos, con la idea de que Álvaro y ella habían perdido ya todos los trenes posibles. Seguramente ese momento no llegaría nunca.
El teléfono volvió a vibrar. Celia giró la cabeza, molesta, ¿otra vez? Pero no, se trataba de un whatsapp. Leyó furiosa la pantalla. ¡Nico! Justo el que faltaba.
¿Te lo estás pasando bien, princesita? Álvaro no contesta. Cuéntame cosas… Me aburrooooo
Apretó los dientes y tecleó con el pulgar a toda máquina.
Tdo ste lio eskulpatuya. Cerdo cerrrdo. T juro k sta mlapagas.