CAPÍTULO 4: Rivales, a pesar de todo
Esa tarde Álvaro estaba de mal humor. Acababa de finalizar el partido de fútbol y en ese momento se hallaba sentado en un banco del vestuario, desatándose los cordones de las botas. Hacía ya más de un año que cada dos semanas se reunían algunos conocidos, casi todos antiguos compañeros de la facultad, para jugar un partido de fútbol siete. Por mantener y no oxidarse, más que por la compañía. Porque para Álvaro, desde que Nico decidió retirarse del equipo, aquellos partidillos quincenales habían perdido aliciente.
El vestuario de las pistas deportivas apestaba a calcetín sudado y añejo. El ambiente denso se hacía casi irrespirable. Pensativo, dio un golpe con el pie a las botas, para hacerlas a un lado, y en silencio se dispuso a quitarse las medias y las espinilleras. Algunos compañeros bromeaban y charlaban en voz alta a la vez que se desnudaban para darse una merecida ducha.
Nico nunca le dijo el motivo por el que dejó el fútbol. Estaba muy ocupado, eso Álvaro no lo dudaba, pero conocía demasiado bien a su amigo para no darse cuenta de que aquello era una excusa. Álvaro intuía que el motivo de su abandono tenía que ver con Guillermo Andrade, portero del equipo. Era socio de la agencia que se encargaba de las campañas publicitarias de Chocolates Siurana desde hacía mucho. Álvaro sabía que a Nico nunca le había caído bien Guillermo. Por algún motivo que desconocía nunca hubo buenas vibraciones entre los dos hombres y, puede que por respeto a la relación comercial que Álvaro y Guillermo mantenían, Nico nunca le confesara abiertamente el porqué de su antipatía hacia el publicista.
Quizá fuese una tontería, pero desde que su mejor amigo dejó el equipo, Álvaro tenía un mal presentimiento en relación con Guillermo. Nico era muy intuitivo, jamás se equivocaba al juzgar a otra persona. Desde niño siempre tuvo una especie de don para detectar a aquellos que no eran trigo limpio.
Mientras se quitaba la camiseta, escuchó la charla que Guillermo mantenía con otro compañero.
— Si una tía no la quieres para ti, cualquiera es libre de intentarlo con ella —argumentaba en ese momento—. ¿No os parece?
A Álvaro, que no participaba en la conversación, no le gustó que lo mirara precisamente a él mientras decía aquello.
— Depende —argumentó el otro.
— ¿De qué?
— La mujer de un amigo es sagrada.
— ¿Y la exmujer?
— A mí no me haría ninguna gracia verte por ahí con mi ex.
— ¡Pero si tú odias a tu ex! —gritó otro desde la ducha.
Hubo un coro de carcajadas. Completamente desnudo, Álvaro abrió la taquilla para sacar la toalla y el gel de ducha. De reojo vio que Guillermo agarraba el móvil y marcaba un número, su llamada no obtuvo respuesta. A Álvaro le extrañó que se quedara contemplando la pantallita con la sonrisa burlona de un cazador al acecho. Pero lo que definitivamente logró ponerlo en guardia fue la mirada breve que cruzó con él. Duró una décima de segundo, suficiente para ver en sus ojos un brillo mitad temor, mitad desafío.
Álvaro remoloneó trasteando en el interior de su taquilla hasta que comprobó por el rabillo del ojo que Guillermo iba camino de la ducha. Escuchó el chorro y el grito al caerle encima el agua fría.
Ojeó por encima del hombro la bolsa de deporte de Guillermo, la cual descansaba en un banco. Titubeó, se debatió por dentro entre lo correcto y lo incorrecto, sopesó entre la caballerosidad y el comportamiento rastrero. Por fin ganó el villano que llevaba dentro, se dijo que las buenas intenciones sobran cuando las dudas tienen que ver con las personas que a uno le importan.
Miró a su alrededor, como un furtivo, y sin pensárselo dos veces metió la mano en la bolsa de Guillermo y cogió el teléfono. Pulsó el botón para ver la última llamada.
— ¿Celia? —bisbeó confirmando una íntima sospecha.
Álvaro acabó de encajar todas las piezas. La conversación anterior, la sonrisa de hurón y la mirada esquiva. Momentos antes había tenido el pálpito de que las palabras de Guillermo sobre las mujeres que unos dejaban libres para que otros se lanzaran a la caza era una alusión velada, dirigida exclusivamente a que él la oyese.
Celia era libre, adulta y podía hacer lo que le diese la gana, le gustase a él o no… ¡Y una mierda! Maldijo entre dientes y dejó el móvil donde lo había encontrado a la vez que se preguntaba qué tenía que ver Guillermo Andrade con ella.
Celia abrió la puerta de casa con mucho esfuerzo, cargada como iba con las bolsas del supermercado. Para colmo sonó su teléfono. Cerró con el pie, corrió hasta la cocina y dejó la compra sobre la mesa para rebuscar aprisa en el bolso. Esperaba una llamada de su madre, y si no contestaba rápido en seguida se preocupaba. Con fastidio comprobó que no era ella. Celia chasqueó la lengua, irritada; no entendía cómo un tipo tan inteligente como Guillermo no era capaz de captar algo tan simple. Cinco mensajes sin respuesta y otras tantas llamadas desatendidas dejaban bien claro que no quería saber nada de él.
Se llevó el teléfono a la oreja con intención de quitárselo de encima de una vez.
— Dime —respondió con sequedad.
— ¿Qué haces, preciosa?
— Mira, Guillermo, estoy ocupada. No me apetece salir, no me apetece tomar nada, no me apetece ir a ningún sitio contigo —recalcó con una aspereza rayana en los malos modos.
Aún la irritó más oír su risa al otro lado de la línea.
— Me han dicho que te vas con Álvaro a Las Vegas.
— No es cosa tuya si voy o vengo, Guillermo.
— No seas tonta y no le sigas el juego.
— Que te vaya bien —concluyó para acabar con aquella conversación carente de sentido.
— Pierdes el tiempo con Álvaro.
— Me encanta perder el tiempo con mis amigos —replicó.
A él no pareció afectarle la acritud con que lo dijo.
— Con él no tienes ninguna posibilidad.
— Pues mucho mejor.
Y así era, porque la verdad es que no le apetecía mezclar sentimientos que más valía dejar tranquilos con el objetivo puramente materialista que tenía aquel viaje a Las Vegas.
— Celia, para él siempre serás una de tantas —añadió con un paternalismo fuera de lugar—. ¿Hace falta que te lo recuerde?
Colgó sin más y dejó el teléfono sobre la mesa. Guillermo era un completo imbécil, ¿a santo de qué le venía ahora con aquella alusión solapada a la misteriosa Amelia? Qué sabía él lo que hubo o había entre ella y Álvaro. Fuesen muchas o pocas las personas que pasasen por sus vidas, la amistad genuina que los unía era una de las cosas más valiosas que tendría jamás.
Y en ese momento recordó algo muy importante que casi se le escapa. Tal como estaban las cosas entre ellos no le apetecía verlo y discutir. Ese día menos que ninguno. Cogió el teléfono de nuevo, marcó el número de la que era y sería siempre una de las personas más importantes de su vida y esperó a escuchar su voz.
— Hola, Álvaro —y al decirlo sonrió con infinito cariño—. Feliz cumpleaños.
Tan solo una llamada. Una mísera llamada de teléfono.
Álvaro se guardó el móvil en el bolsillo, enfadado por el hecho de que Celia le racanease un rato de su tiempo el día de su cumpleaños. Fue al frigorífico a por una lata bien fría y, Coca Cola en mano, salió a la terraza de su apartamento y se dejó caer en un sillón. Desde allí se oía atenuado el rumor del tránsito en la calle, y en medio de este, el chasquido del refresco al tirar de la anilla y el típico siseo del gas carbónico. Dio un trago largo, dejó la lata en el suelo y se recostó con un brazo bajo la cabeza.
Miró sobre la mesilla de ratán y cogió el cómic que Nicolás le había regalado hacía apenas un rato. Celia, en cambio, se limitó a felicitarlo de palabra y basta. Al menos era un detalle, se dijo respirando hondo. Lo importante era que no se había olvidado de hacerlo.
Tras almorzar con su madre, que se empeñó en que lo celebraran juntos con una comida especial, recibió la llamada de Nico, que le rogaba que acudiese al restaurante, ya que tenían allí tanto trabajo que le era imposible ausentarse ese día. A Álvaro no le importó, ya había asumido las obligaciones de un cocinero mediático. Eso era bueno y se alegraba de que el restaurante le fuese tan bien.
Sentados mano a mano a la mesa de la cocina habían brindado con unos cubatitas de media tarde y, como cada año, Nico bromeó sobre su repentina vejez, ya que, aunque tenían la misma edad, Álvaro era el primero de los tres en cumplir años. Al entregarle el paquete envuelto con tanto esmero, lo hizo con la expresión satisfecha de quien sabe que ha acertado de pleno con el regalo. Y así fue. Cuando llegó la hora de preparar las cenas y Nico dio las dos palmadas al aire rituales que pusieron firme a todo el personal de cocina, Álvaro se marchó del restaurante para no entorpecer.
Acarició la soberbia ilustración de la portada en cartoné del segundo cómic de Long John Silver, una joyita. Nico lo conocía bien y sabía que le fascinaba todo lo relacionado con la náutica, la marinería y los piratas. Quizá porque le tenía al mar un respeto reverencial sentía tanta atracción por todo lo relacionado con ese mundo. Odiaba subirse a un barco, algo muy de moda entre algunos de sus conocidos. En ciertos ambientes se suponía que no eras nadie si no tenías un barquito, cuanto más ostentoso mejor, amarrado en cualquier club náutico de la costa mediterránea. Álvaro siempre declinaba las invitaciones a navegar con cualquier excusa.
Él había crecido y vivido tierra adentro. Se contentaba con contemplar de vez en cuando la maqueta de la Bounty. regalo de su abuelo materno, que el pobre hombre tardó veinte meses en montar con sus propias manos. Por eso Álvaro lo conservaba desde los doce años como un tesoro. Con aquel barco había imaginado miles de aventuras.
Tanteó con la mano en busca de la lata y dio un par de tragos. Aún recordaba como si fuese ayer el día en que su padre lo llevó a ver el mar por primera vez. Fue un verano, en la playa de Oropesa. Agarrado de su mano y desde la orilla, contempló extasiado aquella inmensidad azul sobre la que reverberaba en reflejo del sol.
— ¿Y dónde acaba toda esta agua, papá? —preguntó con el asombro inocente del niño que había aprendido a nadar en una balsa de riego sin conocer otro salvavidas que la cámara hinchada de una rueda de camión.
Álvaro no había olvidado la sonrisa de su padre aquella mañana luminosa.
— El mar no se acaba nunca, hijo. No tiene fin.
Y ya no volvió a pisar la playa durante mucho tiempo. Las vacaciones familiares transcurrían año tras año en Tarabán. Largos veranos de campo, donde los días se dedicaban a jugar en la calle, corretear en bicicleta y darse chapuzones en las balsas hasta que la Diputación Provincial tuvo a bien enviar una subvención para construir la piscina municipal. Y las noches se resumían en contar la lluvia de estrellas cada mes de agosto y en distinguir la Osa Mayor de la Menor o aprenderse de memoria la silueta de Orión. Esas mismas estrellas que las luces de Madrid no le permitían ver y que había contemplado tantas veces en compañía de Nico y de Celia, chupando un Flash Golosina o tumbados uno al lado del otro en un bancal recién segado. Siempre juntos los tres. Porque Carolina, la hermana de Nico, que cuando no estaba pintándose las uñas, iba de paquete en la moto de algún chico, se los sacudía de encima como a las moscas. Y ellos hacían lo mismo con Susana, la hermanita de Celia. «Fuera, enana. Tú no juegas con nosotros.»
Celia, siempre Celia. Eran muchos los recuerdos compartidos con ella. El regalo era lo de menos, pero le habría gustado que hubiese tenido un detalle con motivo de su cumpleaños. Su madre, en cambio, lo había atiborrado con un disco de bandas sonoras de cine, unos gemelos de plata, dos docenas de calcetines de las rebajas y una espectacular planta tropical que en sus manos tenía la muerte asegurada. Confiaba en su asistenta, a Paqui le encantaban y sabría qué hacer con ella.
Y al pensar en ello, la asociación de ideas fue inmediata. Era incapaz de olvidar que Celia le había reprochado una vez, como quien no quiere la cosa, que su madre era una mujer que disponía de chofer. Álvaro encajó muy mal el comentario, como si el estilo de vida de su familia fuese un pecado mortal por el que tuviese que pedir perdón. Una existencia que él no había escogido, porque cuando uno nace no decide en qué casa cae. Además, si Celia sumase dos más dos, llegaría a entender la tranquilidad que le suponía a él que su madre contase con un matrimonio de servicio interno. Así vivía acompañada en el enorme chalet familiar de Somosaguas que, desde la muerte de su padre, ocupaba ella sola. Y además el hecho de que el jardinero ejerciese de chófer lo libraba a él de llevarla de aquí para allá cada vez que decidía salir de casa. ¿O es que Celia había olvidado que su madre no sabía conducir? Su querida madre era una mujer encantadora, pero muy pesada. Y como hijo único que era, la sufría en solitario desde que se quedó viuda.
No entendía qué le había pasado a Celia en los últimos años. A veces le entraban ganas de sacudirla por los hombros para que espabilara de una vez. Tras sus comentarios desagradables siempre planeaba la sombra del dinero. Por culpa de Nico, del padrino y su apestosa herencia estaban a punto de embarcarse los dos en una aventura demencial. Puede que no fuese tan mala idea y aquella escapada a Las Vegas le abriese a Celia los ojos.
No, no lo creía. Tenía el presentimiento de que aquel viaje no iba a acarrearles nada bueno. Ni a él ni a ella.
Pasaron los días, los preparativos, los nervios de última hora, y llegó el momento de subir a un avión. Dos noches antes del viaje, Celia ya estaba en camisón cuando llamaron a la puerta. Escudriñó por la mirilla y se inquietó al ver a Álvaro con la mano apoyada en la pared. Abrió la puerta y él se quedó mirándola sin decir nada. Celia se hizo a un lado para que entrara.
— ¿Qué ocurre? Tienes mala cara —dijo preocupada.
Observó sombras de cansancio bajo sus ojos. La fina línea que se le marcaba en el entrecejo cuando ponía ese gesto de obstinación tan propio de él parecía más pronunciada. Lo vio observar la enorme maleta ya preparada en el recibidor y, sobre esta, el bolso de mano permitido en cabina. Celia le tomó la mano, no le gustaba verlo así. Él la alzó para acariciarle la mejilla.
— Siempre previsora, organizada… —dijo con una sonrisa de añoranza—. Hay cosas que no cambian.
— ¿Tú no has hecho el equipaje?
— No.
— Salimos pasado mañana.
— Ya lo sé —murmuró endureciendo aún más el semblante—. Celia, he estado pensando. No tenemos por qué hacer esto.
La atrajo hacia sí y la abrazó con muchísima fuerza.
Celia no quería remover las cenizas. Pero la calidez de sentir a Álvaro tan cerca derribó todas sus barreras. Cedió a su ruego silencioso y, en respuesta, le acarició la espalda con ambas manos. Alzó el rostro y no necesitaron hablar. Sus bocas se fundieron en una como tantas veces, sus lenguas se enredaron codiciosas, con la intensidad de quien recobra esa pasión buscada durante años sin saber encontrarla en labios ajenos.
Celia le dio acceso para que la besara en el cuello, en la mejilla y las sienes. Y se dejó llevar. Se guardó la razón en lo más escondido de su cerebro. Dejó que el deseo se adueñase del momento. No tenía de qué arrepentirse. No hizo preguntas ni le dio explicaciones. No tenía más que abrirle los brazos. Recibir a Álvaro y entregarse sin reservas. Las diferencias de opinión y los resquemores del pasado quedaron aparcados al otro lado de la puerta porque esa noche el hombre que le devoraba la boca y la garganta era él y sólo él. En aquel recibidor solo había un hombre y una mujer que se arrancaban la ropa a estirones y se acariciaban con ansia, conscientes de las ganas del otro.
Álvaro la cogió en brazos y, sin dejar de besarla, la llevó al dormitorio. La depositó sobre la cama, terminó de desnudarla lamiéndole los pechos, arañándole la piel sensible con los dientes como a ella le gustaba. Y disfrutó de sus besos ardientes, de sus caricias descaradas. Ronroneaba de gusto cada vez que lo atraía más cerca de ella y le arañaba el culo como una gata traviesa. Tanteó en busca del pantalón, palpando, sacó los preservativos del bolsillo y los dejó sobre la cama. Al verla agarrar un envoltorio y rasgarlo con los dientes la acarició entre las piernas y entrecerró los ojos sin dejar de mirar los suyos. Estaba húmeda y cálida, preparada para él.
Antes de colocarle el condón, Celia envolvió su miembro con la mano y lo acarició con un vaivén lento. Se agachó y atrapó la punta entre los labios que culminó con el juego erótico de su lengua. Después hizo resbalar el látex por toda su longitud mirándolo con una sonrisa sexy como el infierno. Se tumbó de espaldas, Álvaro le levantó las piernas y se colocó una en cada hombro. La penetró rudo y por sorpresa, ella dio un grito de placer. Se agarró a los muslos de él, cerró los ojos y esa vez le otorgó el mando. Álvaro tenía el dominio del momento y de ella. Se acarició los pechos para él y para ella misma mientras Álvaro la embestía más y más. Porque él era el único capaz de hacerla gozar tanto, tanto…
Medio adormilada, miró el despertador de la mesilla. Eran las seis de la madrugada, apenas había dormido una hora. Le costaba moverse como si los brazos le pesaran una tonelada. Remoloneó dando una vuelta en la cama. La había despertado el ruido de la ducha, pero no abrió los ojos. Continuó recordando medio en sueños cómo Álvaro la había poseído esa noche también en el vestidor. Sin palabras, compartiendo la mirada a través del espejo, ella con las manos en el cristal mientras él la embestía por detrás.
Celia lo oyó abrir la nevera y destapar una botella, una tónica debía ser porque no recordó que hubiese otra cosa. Levantó la cabeza y miró a su alrededor. No había rastro de la ropa de Álvaro sobre la moqueta, donde habían hecho el amor por tercera vez, sentados frente a frente, ella a horcajadas sobre él, saboreándole la boca a la vez que lo hacía gemir antes de caer exhaustos. Debía de haberse vestido ya. A Celia le dolió, habría preferido despertar en sus brazos, aunque no se engañaba, una noche de sexo impetuoso no tenía por qué concluir con abrazos románticos como en las novelas.
Sacó un camisón de tirantes de un cajón y se lo puso de camino a la cocina.
— ¿Desayunando una tónica? —dijo a modo de saludo a la vez que se abrazaba a su costado.
— Tenía sed.
Y le revolvió el pelo con un gesto tan amistoso como exento de pasión. Nada quedaba ya del fuego de la noche.
— ¿Por qué te has levantado tan temprano?
— Tú estás de vacaciones, yo no.
De su expresión dedujo que estaba a punto de irse.
— Tendrás que dejarlo todo atado antes del viaje.
Celia supuso que eso explicaba que no tuviese intención ni siquiera de quedarse a desayunar, y mucho menos de volver a la cama.
Álvaro desvió la mirada, dejó el botellín sobre la encimera y la atrajo para darle un abrazo de despedida. Celia se apretó a él y, a pesar de que solo los separaba un fino camisón de seda, no fue nada sensual.
— Al final no te dije el motivo por el que vine. Esto del viaje… He pensado mucho en ello.
Pero Celia no quería pensar, notó que la envolvía con muchísimo cariño, y sentirlo así era algo maravilloso, tanto como el sexo o más.
— Dime cuánto dinero necesitas —murmuró Álvaro acariciándole la oreja con los labios.
Cuatro palabras como un jarrazo de agua helada que sacaron a Celia del trance sentimental y la devolvieron de golpe a la realidad. Eso era lo último que habría deseado oír. Se echó hacia atrás y le presionó el pecho con las manos abiertas para que la soltara. Álvaro la liberó de la jaula de sus brazos.
— ¿Dinero? Pero ¿qué te has creído? —lo acusó dolida—. Eres como mis padres.
— ¿De qué hablas?
— No crees en mí —añadió tragando saliva—. Pues voy a demostraros a todos que puedo conseguirlo sola. Estoy sin trabajo, ¿vale? Pero no rogaré a mis padres que me acojan otra vez bajo su techo. Puedes guardarte también tu caridad.
Él sacudió la cabeza con una mirada fría y salió de la cocina. Pero Celia no pensaba dejarlo estar y lo siguió hasta el recibidor. Álvaro abrió la puerta del apartamento. Pero antes de marcharse, giró en redondo y se enfrentó a ella.
— Tu idea de la independencia consiste en recorrer Las Vegas a la caza de candidato para tu falsa boda —le reprochó, apoyando todo el peso en una pierna.
— Todos no somos como tú, Álvaro —aclaró mirándolo a la cara—. Yo no cazo, a mí me cazan. Si es que me dejo.
— Aclárame una cosa, ¿eso era un insulto?
— Pierdes el tiempo —dijo colocándose el pelo detrás de las orejas—. Si piensas que tus pullas me hacen efecto, estás muy equivocado. Lo que yo haga con mi vida es cosa mía. Tu opinión me interesa muy poco, así que mejor ahórratela.
A Álvaro le decepcionó escuchar aquel tono cáustico y agresivo. No era propio de ella. El tiempo había cambiado a Celia, y él no se había dado ni cuenta.
— ¿Qué ha sido de nosotros, Celia?
— Que crecimos, así de sencillo.
— Ojalá pudiese hallar en ti algo que me recordase a la chica que quise tanto. ¿Seis años han bastado para convertirte en una pesetera amargada?
Ella reaccionó con rabia. Álvaro nunca supo valorar el esfuerzo que hizo por mantener vivos los sentimientos que había entre ellos instalándose en Madrid, una ciudad donde no conocía a nadie. En cambio, él, ¿qué hizo? Estaba convencida, para Álvaro el amor se desvaneció el día en que dijo adiós a Brighton.
— Si tu defensa es el ataque, me demuestras que sigues siendo un crío caprichoso. Siempre lo has sido.
— Guárdate los calificativos cáusticos —exigió mirándola de arriba abajo—. Qué lástima. La mujer que eres ahora no me gusta nada en absoluto.
¿Y eso se lo decía después de todo lo que habían compartido esa noche? Celia apretó los puños, odiaba que la mirara con tanto desprecio.
— ¡Ya está bien! Lo que te pasa es que no puedes soportar que busque un hombre para casarme y no haya pensado en pedírtelo a ti. Cuánto te habría gustado ver a la pobrecita Celia otra vez babeando como una estúpida detrás de tus pasos.
Álvaro sonrió con cinismo.
— Todo lo contrario, cariño. Me has evitado el mal trago de tener que rechazarte.
Celia bajó la cabeza y se mordió los labios para obligarse a callar los insultos y no contestarle como se merecía.
— Vete, Álvaro. Y olvídate para siempre de la chica de Brighton, porque no volverá. Ahora me tomo la vida en serio.
Él giró en redondo con las manos en los bolsillos y salió del apartamento. Antes de que cerrara la puerta, la observó durante unos segundos.
— Si me conocieras un poco no me querrías como rival.
— ¿Eso es una amenaza?
Él esbozó una sonrisa que no tenía nada de alegre.
— No. Como amigo estoy advirtiéndote que yo también sé jugar en serio.
Celia llegó al aeropuerto de Barajas con tiempo suficiente. Dispuesta a esperar lo más cómodamente posible, tiró de su maleta hacia una de las cafeterías. Y allí fue donde encontró a Álvaro. Estaba desplegando sus armas de seducción con una cajera. Ella se acercó lo bastante para poder escuchar sin interrumpir la conversación. Él se empeñaba en que le sirvieran una chocolatina Álvar’s de Siurana y no las que le ofrecía la chica de entre el extenso surtido de barritas de chocolate. Tanto empeño puso, que hasta la encargada se acercó al ser requerida por la cajera. Un segundo después, ambas habían sucumbido hipnotizadas bajo el efecto de su fascinante sonrisa.
Era único para hacer negocios. Celia recordó que él llamaba a esa estrategia «marketing con encanto». La encargada, al fin, acabó obsequiándole con un par de chocolatinas de otra marca.
Cuando se dio la vuelta y vio a Celia, puso cara de circunstancias y se guardó las barritas en el bolsillo.
— Dame una —pidió ella, con una cordialidad que pretendía alejar la discusión de aquella madrugada.
Respiró tranquila al ver que le devolvía la sonrisa. La ausencia de rencor era una de las virtudes que más admiraba en él. Y en ella, reconoció orgullosa de sí misma, porque en eso eran los dos iguales.
— Ni lo sueñes. No voy a permitir que comas chocolate de la competencia.
Ella no pudo evitar echarse a reír.
— ¿Las has convencido?
— Esta semana haré llegar un lote de muestra de nuestros productos.
A Celia le gustaba oírle hablar así de la fábrica. En plural, sin atribuirse el éxito de Chocolates Siurana. Álvaro consideraba la empresa que fundó su padre en un modesto bajo del barrio de Entrevías, y que fuerza de trabajar se había convertido en un referente de calidad, no un mérito suyo sino de todo un conjunto de personas trabajando codo a codo por un mismo objetivo.
Celia estaba segura de que el plan funcionaría. Pronto las chocolatinas Álvar’s estarían a la venta en ese mostrador y en el resto de cafeterías que gestionaba aquella empresa.
— ¿Vas a tomar algo? —preguntó él.
— No, da igual. Cuanto antes pasemos la cola de embarque, mejor. No he mirado los asientos. Pero me pido ventanilla.
Álvaro la miró a los ojos con una expresión que no transmitía buenas vibraciones.
— No viajamos juntos —anunció—. He cambiado mi billete a primera hora.
Una rubia teñida se acercó taconeando. Llevaba un vestido exageradamente corto y de una talla inferior a la que debía gastar. Celia se quedó sin palabras cuando la vio colgarse del brazo de Álvaro.
— ¡Tu debes de ser Celia! La amiga esa —a Celia no le sonó nada bien lo de esa—. Encantada. Yo soy Mariví, la futura esposa.
Y con una risita tonta le plantó dos besos en la cara. El beso número tres fue a parar a la mejilla de Álvaro.
Celia se sobrepuso al puñetazo anímico que acababa de recibir y lo miró a la cara a la espera de una explicación.
— Yo también sé jugar en serio —le recordó él con las mismas palabras de dos noches atrás—. He venido con los deberes hechos de casa.