CAPÍTULO 1: El testamento

El funeral estaba a punto de empezar, si podía llamársele así.

Don José María, hombre raro y solitario, no tuvo en vida amistades dignas de mención. Pero esa mañana el pueblo de Tarabán al completo, buena parte de la comarca, curiosos y aficionados a eventos mortuorios se habían congregado en la finca para presenciar el extraño sepelio. Porque la última voluntad del finado fue marcharse de este mundo haciendo ruido y dando que hablar.

Celia Vega aguardaba con su hermana en la explanada junto a la Casa Grande, un edificio señorial que, a pesar del paso de los años, conservaba su imagen imponente con su torreón y su fachada emparrada de buganvillas. Los padres de ambas y el abuelo Cele aguantaban también de plantón unos pasos por delante de ellas dos. Celia vio acercarse por el camino que cruzaba entre los viñedos un Mercedes color azul noche, que conocía muy bien. Álvaro iba al volante. Ella observó cómo aparcaba el último en la fila india de vehículos de los familiares lejanos del difunto que habían acudido a Tarabán más por compromiso que por otra cosa.

A Susana no le pasó por alto que su hermana no quitaba ojo a los recién llegados que en ese momento se apeaban del Mercedes. La tomó del brazo y se inclinó hacia ella bajando la voz.

— Conozco esa mirada.

Celia no dijo nada. Se limitó a contemplar cómo Álvaro abría la puerta del coche y ayudaba a bajar a su madre.

— Sigue afectándote —insistió Susana.

— Sí, me afecta. ¿Para qué voy a negarlo? —reconoció—. Dicen que el tiempo todo lo cura, pero…

— Ay, Celia —se compadeció Susana dándole un cariñoso apretón en el brazo. Ella le cubrió los dedos con los suyos, agradecida.

— A veces me pregunto con cuántas tías se lo habrá montado durante estos años —sugirió sin dejar de mirar a Álvaro, que en ese momento apremiada con la mano a Nicolás, amigo de ellas también, para que dejase de hablar por teléfono.

Se refería a los seis últimos, el tiempo que había transcurrido desde que «se dieron un tiempo», eufemismo que suele utilizarse cuando en realidad se quiere decir «esto se acaba aquí y hoy».

— Ese es un pensamiento un poco egoísta, ¿no te parece? —le reprochó.

— Y aunque las hubiese contado, nunca me lo diría.

— No tiene por qué, ¿o acaso le harías tú a él un resumen detallado de tu vida sentimental?

— Hay muy poco que contar —murmuró, pensativa.

— Porque después de él solo has tenido lo que una amiga mía llama «historias de amar y olvidar».

— El amor no tiene nada que ver con eso —rebatió.

Susana estaba en lo cierto. Pocas muescas tenía en su revólver, aventuras más o menos eróticas pero en absoluto sentimentales. Hombres que habían pasado por la vida de Celia de largo, sin dejar recuerdos dignos de conservar. Porque cuando cualquiera de ellos la abrazaba y ella cerraba los ojos, siempre era el rostro de Álvaro el que veía. A veces se revelaba, furiosa, contra esa imagen permanente que siempre la asaltaba a traición. Pero era un secreto íntimo que nunca confesaría en voz alta.

— Álvaro es muy selectivo, Celia —alegó Susana para disipar aquellos celos teóricos y absurdos—. Tú lo sabes mejor que yo.

— No es cosa mía con quién va o con quién deja de ir —afirmó muy seria.

Susana le tocó suavemente la mejilla para reclamar su atención y que la mirase a los ojos.

— Eso no te lo crees ni tú.

Rindiéndose a la evidencia, Celia esbozó una sonrisa de disculpa.

— Pero ha sonado convincente, ¿a que sí?

— La abuela Pilar decía que una mujer puede tener muchos amoríos, pero que amor verdadero solo hay uno.

— ¿Amoríos… la abuela? —cuestionó alzando las cejas.

La mera asociación de aquella palabra con la imagen de su querida abuelita, con el pelo blanco ondulado, las gafas de hacer ganchillo y su eterna sonrisa bondadosa, les provocó una risa tonta absolutamente inadecuada en un funeral. Su padre debió de oírlas, porque giró la cabeza y les echó una mirada severa por encima del hombro. Ambas se llevaron la mano a la boca para disimular.

Celia respiró hondo, adoptó un aire formal, y de manera inconsciente buscó a Álvaro con la mirada.

— ¿Por qué no os dais otra oportunidad? —la animó Susana, con tono de confidencia—. No importa quién dé el primer paso.

— No se trata de orgullo.

— ¿A qué esperas, pues?

— Álvaro y yo siempre seremos amigos, y eso no hay quien lo rompa —zanjó—. A veces es mejor dejar las cosas tal como están.

Existían motivos que le impedían retornar al pasado como si nada hubiese sucedido. Preguntas sin respuesta que Celia se guardaba para sí y no tenía intención de revelar a nadie, ni siquiera a su hermana.

A unos cien metros de donde ellas se encontraban, Álvaro Siurana tenía en mente otra clase de preocupación.

— Es que no cambiarás nunca —le recriminó a su amigo, con el rostro tenso.

Le exasperaba la impuntualidad de Nicolás, especialista en llegar tarde a todas partes. Este corría dos metros por detrás de él, colocándose las gafas de sol.

Dado que eran los últimos en llegar, se quedaron a una distancia prudencial para no llamar la atención. Julia, la madre de Álvaro, que había viajado con ellos desde Madrid, no tuvo tantos reparos y se acercó a saludar a un grupo de conocidos.

Los funerales dan pie a mucho saludo y más chismorreo. Así, muchas miradas se centraron en los dos hombres solos, elegantes y con tan buena planta. Se notaba que eran de los que cuidaban su apariencia. Ambos tenían los ojos verdosos, como los gatos pardos, herencia de algún antepasado común. Pero el cabello castaño cortado a navaja de Álvaro Siurana contrastaba con el estilo informal del otro. Nicolás Román, rubio oscuro natural, lucía esas greñas descuidadas de diseño que cuestan una fortuna. No fue el físico de ambos el único motivo de tantos ojos curiosos. Tampoco era algo usual que un famoso se dejara caer por el pueblo, y Nicolás Román era un cocinero de prestigio con programa diario en una cadena privada de televisión.

Como el difunto dejó por escrito que nada de discursos, con mucha solemnidad los músicos de una rondalla, ataviados con galas mañas, se fueron colocando en primera fila con la Chata de Calanda a la cabeza. Bandurria y laúd rasgaron el primer acorde, porque don José María quiso volar al más allá al son de una jota baturra.

Mientras el chorro de voz de la Chata ponía los pelos de punta a todos los presentes, Álvaro buscó con la mirada a Celia Vega. La localizó al lado de su hermana, con ellas estaba el abuelo, y sus padres también.

Nicolás notó que su amigo —primo lejano, en realidad— miraba a Celia muy fijo, sin pestañear siquiera. Los tres tenían mucho en común; entre otras cosas, eran los únicos ahijados del difunto don José María.

— ¿Por qué no ha venido en el coche con nosotros? —preguntó Álvaro, con evidente resquemor, dado que Celia también vivía en Madrid.

— Ha venido desde Cartagena con sus padres —le explicó su amigo—. Recuerda que los colegios llevan casi un mes de vacaciones.

El argumento tenía su lógica, pero solo consiguió aumentar el enojo de Álvaro. Siempre habían sido inseparables los tres, desde niños. Conforme fueron creciendo, Celia y él habían compartido mucho más que amistad. Mucho, muchísimo más. Pero ahora le irritaba comprobar que Nico sabía más de ella que él.

— ¿Habláis a menudo?

— Lo normal entre amigos —alegó—. Tú también hablas con ella, ¿o no?

Álvaro no respondió. Veía a Celia cada vez menos. En los últimos años se habían distanciado, y eso le dolía. Para colmo, saber que la relación entre ella y Nico seguía siendo íntima e igual de estrecha lo reconcomía más de lo que estaba dispuesto a reconocer.

— ¿Por qué no me llama casi nunca? A lo mejor tú lo sabes —replicó a la defensiva.

Nico chasqueó la lengua. Dado que él era gay, celos no podían ser. Intuyó que Álvaro se sentía arrinconado y aquello sonaba a rabieta infantil.

— Agua que no has de beber, déjala correr —aconsejó Nicolás—. Ya oyes la jota.

Eso mismo decía la estrofa que en ese preciso momento cantaba la Chata de Calanda. Álvaro giró el rostro hacia él, muy serio.

— ¿Y eso lo dices tú, que vives encadenado a un recuerdo? —contraatacó.

Nico le aguantó la mirada, pero Álvaro era terco y no solía dejarse vencer. Así que desvió la vista al frente y dio por perdida la lucha visual.

— No estamos hablando de mí —sentenció, y señaló con la barbilla hacia la viña—. Y ahora, silencio.

A unos cien metros, entre las cepas, aguardaba un pirotécnico de renombre al que habían hecho acudir desde Valencia. Era especialista en ese tipo de funerales insólitos. Las cenizas del muerto se hallaban encerradas en una carcasa del tamaño de un balón. El experto encendió la mecha. Vino el silbido y todos miraron al cielo. El estruendo hizo temblar las hojas de vid y espantó a los pájaros.

Y como era su deseo, la brisa de tramontana se encargó de desintegrar a don José María sobre sus amadas hileras de viñas.

— ¡Mecagüen…!

Nico se sacudió con aprensión los restos de cenizas fúnebres de la camisa negra de Armani. Álvaro mascullaba maldiciones a la vez que se golpeaba las mangas para desprender aquella asquerosidad de su traje hecho a medida.

Había llegado el momento de los saludos, y las hermanas Vega se acercaron a ellos, acompañadas de su abuelo.

— ¿Pero a quién se le ocurre ponerse contra el viento? —los sermoneó este con una sonrisa burlona.

Con cara de grima, Nico y Álvaro continuaron sacudiéndose de encima al padrino pulverizado, a manotazo limpio.

El abuelo Cele rondaba los ochenta, pero gracias a una salud de hierro y al buen humor, aparentaba diez años menos de los que tenía. Los dos le estrecharon la mano. Susana y Celia intercambiaron besos con ellos. Después, las chicas se colgaron cada una de un brazo de su abuelo. El viejecillo era feliz presumiendo de nietas.

— ¿Habéis visto qué par de soles?

Susana le besuqueó la mejilla, Celia le dio un achuchón y otro beso, ante la mirada divertida de los otros dos. El abuelo no era muy alto, apenas les llegaba al hombro a las nietas. Lo mismo que a su mujer, fallecida seis años atrás. La abuela Pilar era rubia trigueña y de mocita tenía cuerpo de vedette. Según contaban, un empresario que paró en el pueblo por casualidad quiso llevársela a un cabaret del Paralelo de Barcelona para que hiciese carrera en el artisteo. Pero el padre de la muchacha, al enterarse de la propuesta, sacó la escopeta de postas de tirar al jabalí y puso al forastero en las lindes del pueblo en un visto y no visto.

Era una mujer de bandera la abuela Pilar. Con zapatos de medio tacón le sacaba a Cele un palmo. De jóvenes, los domingos la llevaba a tomar el aperitivo al bar de la plaza; él siempre un vermut, ella siempre una Mirinda. Y Cele la lucía orgulloso del bracete, como si quisiera decirle al mundo entero: «Esta es mi señora».

El hijo de Cele, padre de Celia y Susana, sacó la altura materna. Hijo único, al acabar la mili se reenganchó en el cuerpo de Infantería de Marina como cabo especialista y se casó con Rosita, su novia de toda la vida. Ahora era suboficial en la reserva. Desde que el abuelo enviudó vivía con ellos en Cartagena. Las nietas habían salido bien plantadas, como el padre y la abuela. Porque Rosita era guapa de cara, pero más bien bajita y tirando a culona.

Susana alzó la mano e hizo un gesto a sus padres para que se acercaran al corrillo. La pequeña de las hermanas vivía desde hacía casi un año en Tarabán. Trabajaba como enfermera en el centro de salud comarcal. Y eso tranquilizaba bastante a su madre, que se preocupaba por que a su suegro le tiraba mucho la tierra aragonesa y se empeñaba en pasar en el pueblo desde la primavera hasta bien entrado el otoño. Con ochenta años, la nuera no quería que viviese solo. Por suerte, ahora estaba allí Susana para cuidar de él.

Mientras Nico y el abuelo conversaban muy animados, Celia y Álvaro intercambiaron unas cuantas miradas. Él le guiñó un ojo y por fin obtuvo de ella la preciosa sonrisa que tan bien recordaba. Sintió un pellizco de alivio en el estómago, porque echaba de menos la complicidad que siempre tuvo con Celia. Pero con tanta gente alrededor les fue imposible hablar de nada personal.

En un aparte, Rosita, la madre de las chicas, daba instrucciones a Susana para que vigilase las comidas del abuelo.

— Y que no fume —concluyó.

— A mí me quitas el tabaco, el vino con gaseosa y los huevos fritos con pan para mojar, ¡y ya me puedo morir! —protestaba su suegro.

— Mujer —intervino su hijo—, a estas edades ya da igual.

— ¿Ya me estás mandando al cementerio? —replicó mirándolo indignadísimo.

Susana pasó el brazo por los hombros de su abuelo.

— ¡Eso ni en broma! —objetó achuchándolo con unos cuantos besitos—. Tú tranquila, mamá, que yo cuido de él y él cuida de mí, ¿a que sí?

El hombre asintió la mar de contento.

Celia se acercó a él y se colgó de su brazo, con gesto posesivo.

— Ahora déjamelo a mí —exigió a su hermana—, que tú tienes al abuelo todos los días y yo hace tres meses que no lo veo.

Yendo de mano en mano, el octogenario se sentía feliz en vista de cómo sus nietas se desvivían por él. Celia miró a Álvaro.

— ¿Vienes?

Con una breve sonrisa, Álvaro agradeció el detalle y acompañó al abuelo y la nieta mayor hacia la Casa Grande, donde habían preparado un refrigerio.

Susana los siguió acompañada de sus padres. Desde que vivía en Tarabán, la chica solo los veía cada dos meses, y los echaba de menos.

Nico se quedó algo rezagado porque lo retuvo la tía Reginín. Todos la llamaban tía aunque el grado de parentesco con aquella mujer era bastante incierto. Se trataba de una anciana ricachona de Zaragoza, prima lejana del muerto. Había enterrado ya a dos maridos y solo se juntaba con la familia en bodas y funerales.

Al ver a su televisivo pariente, corrió a colgarse de su brazo.

— ¿Qué me cuentas, Nicolasito?

— Pues ya ve, poca cosa.

— Te veo todos los días en ese programa. Pero qué bien te mueves en tu cocinita.

— ¿Y salgo guapo? —dijo por decir.

Lo ponía nervioso aquella vieja que solo usaba diminutivos al hablar. Y encima, para dárselas de fina, lo hacía con un «ita» que sonaba extrañísimo en boca aragonesa.

— Huy, como si no lo supieras. Bien guapo que sales, ya lo creo. A mi asistenta la tienes enamoradita —agregó con una mirada zorruna—. ¿Y qué? ¿Tienes novia?

Nico arrugó el ceño. ¿Pero esa mujer aún no se había enterado de que a él las chicas no le iban en absoluto? Se mordió la lengua y negó con una sonrisa falsísima.

— Mira a la Susana —insistió la mujer, señalando a la pequeña de las hermanas Vega, que iba con sus padres unos metros delante de ellos—. Qué lista, qué buena chiquita y qué trabajadora. ¡Haríais muy buena parejita!

— No es mi tipo.

— ¿Será posible? ¿Y puede saberse por qué?

Nico perdió la paciencia y decidió cortar por lo sano con un lenguaje que entendiese aquella cotilla.

— Pues, principalmente, porque no tiene pollita.

La esquivó y apretó el paso para poner distancia, mientras la mujer cavilaba y cavilaba qué habría querido decir aquel chico tan majo con aquello último.

Como agradecimiento y dado que muchos deudos llegaban desde lejos, tras los entierros era costumbre ofrecer unas pastas y una copa de mistela o anís. Manuela la del mesón se había encargado de todo. Ella fue quien cuidó a don José María durante el último año, más por lástima que otra cosa.

El finado siempre fue hombre de trato difícil. Pero su declive comenzó cuatro años atrás, con la muerte de doña Paquita. No tuvieron hijos, y al enviudar se abandonó. La bodega, que tantos éxitos cosechara en el pasado, dejó de importarle. Despidió a los empleados —decisión que acabó de enemistarlo con medio pueblo—, cerró el lagar y se conformó con vender la uva a intermediarios que se encargaban también de vendimiar. Dejó de tratarse con la familia. A los parientes que iban a verlo no les abría la puerta, cuando no los echaba de la finca con cajas destempladas.

Nunca se supo muy bien de qué vivía. Unos decían que de rentas, otros que le tocó un lingote de oro en el sorteo de la Cruz Roja y que se lo ventiló en cuatro días en el puticlub que había en el cruce de la Venta del Pajarico. Cierto o no, la Wiskería Aladín cambió de nombre y desde aquellos días lucía en el tejado un esplendoroso Chema’s Club en letras de neón.

En los últimos meses era Manuela, por compasión, quien le llevaba comida y cena a la casa. Una mañana lo encontró muerto en su cama. Se fue mientras dormía, más solo que la una. No fue un hombre querido. Con sus acciones se ganó a pulso el despego de toda su parentela. Quizá por eso, de entre todos los presentes en la Casa Grande que conversaban y se ponían al día entre bocado y trago, Manuela era la única con los ojos enrojecidos por el llanto. Le había tomado afecto al difunto. Sin ser familia suya, era ella quien más pésames recibía esa mañana.

Mientras los hombres hablaban en un corrillo, Julia, la madre de Álvaro, se acercó a saludar a las hermanas Vega y a la madre de estas. Hubo reparto de besos.

La madre de Álvaro había nacido en Madrid, pero al casarse se enamoró de la tierra del marido. Presumía de ser gata de nacimiento y maña de corazón. Las dos madres se piropearon entre ellas hasta hartarse y, ya puestas, se compararon con otras féminas de su edad.

— ¿Has visto, Rosi, qué arguellada está la hija del cartero? —decía, usando el término típico de la tierra para definir todo lo que luce un aspecto arruinado y pansido.

— ¿Y qué me dices de Nieves? —agregaba la madre de las Vega—. ¡Cuánta arruga! Pues la hermana, peor. Y son más jóvenes que nosotras.

— Tú y yo nos conservamos diez veces más jóvenes y cien veces más guapas que todas estas.

— ¡Dónde va a parar!

La diferencia social entre ambas mujeres era notable y venía de antaño, de los tiempos en los que el suegro de Julia conducía un Dodge importado mientras que el de Rosita, es decir, el abuelo Cele, viajaba a lomos de una Vespa con la familia y las maletas apiñados en el sidecar. Julia era viuda del dueño de una importante fábrica de chocolate, empresa que ahora dirigía su hijo Álvaro. Los Vega eran de la rama pobre de la familia, parientes de doña Paquita, la difunta del difunto. El marido de Rosita era un modesto marino de chusco. Pero el cariño que las dos mujeres se tenían perduraba desde los tiempos en que sus respectivos hijos eran pequeños y veraneaban en Tarabán.

Julia tomó a Celia por los hombros para echarle una regañina cariñosa.

— Me voy a enfadar contigo. Viviendo en Madrid y no vienes nunca a verme.

— Con las clases no tengo tiempo ni de respirar.

— ¿Y qué hay de tus dibujos? Hay que ver qué talento —la alabó con una admiración sincera—. Con ese don se nace.

A Celia se le iluminó el rostro de alegría. Julia era la única persona que siempre le mostró admiración y la animaba a dedicarse a su carrera.

— Acabo de publicar un trabajo. Me pidieron que ilustrara un libro benéfico de cuentos infantiles —explicó—. Y la verdad es que estoy emocionada.

— No nos habías dicho nada —protestó su madre, molesta y algo picada.

Celia no lo diría nunca, pero no le hacía ilusión compartir la noticia con sus padres, que consideraban su pasión un mero pasatiempo que no daba de comer.

— Mamá, ¡si no he tenido tiempo! Además, aún está en la imprenta. Ni siquiera yo lo he visto terminado.

— Tienes que decirme dónde venden ese libro —exigió Julia.

Muy complacida por su interés, Celia aseguró que así lo haría.

El tema pasó a segundo plano, porque se acercaron Nico y Álvaro y la conversación viró por otros derroteros.

— ¿Visteis a mi chico el otro día en las revistas? —preguntó Julia cogiéndose del brazo de su único hijo.

Álvaro hizo una mueca. Su empresa patrocinaba un acto al que él asistió con fines promocionales y en la fiesta fue fotografiado, a su pesar. Cualquier publicidad era poca cuando se trataba de negocios, pero lo de aparecer en las revistas del corazón no iba con él.

— Y esa rubia que salía contigo en la foto, ¿quién es? —insistió su madre.

— Una amiga —atajó incómodo.

Celia decidió que ya había escuchado bastante.

Álvaro vio desaparecer a Celia escaleras arriba, en tanto su madre hacía un repaso medio en broma de sus últimas conquistas.

— ¿Cuándo traerás a alguna novia a comer a casa un domingo? —lo presionó, ansiosa por ver a su hijo con pareja estable y no con una hoy, otra mañana.

— Nunca.

Rosita y su hija Susana se echaron a reír. Álvaro agradeció infinitamente la llegada de Nico porque, como solía pasar, acaparó toda la atención de las mujeres. Su don de gentes era algo portentoso.

— Ahora nos lo explicará Nico, que es un profesional —le decía Julia a Rosita—. Es lo último, mucho más que un robot de cocina. Esa maravilla igual te ralla pan que te hace unas lentejas.

— ¡No me digas!

Álvaro perdió interés cuando la conversación se centró en asuntos culinarios. Y decidió seguir a Celia.

Subió al piso de arriba, recorrió el pasillo y fue abriendo una puerta tras otra. La casa era como un museo deshabitado de otra época.

Celia, entre tanto, se hallaba en el dormitorio principal. Observaba con interés aquella estancia que pisaba por primera vez en su vida. Miró el alto lecho matrimonial de forja, debajo se veía un orinal de porcelana. Le entró risa al imaginar a don José María y doña Paquita dedicados a entretenimientos eróticos. Vaya par.

Rememoró sus correrías infantiles por aquellos pasillos y las reprimendas de doña Paquita, prima segunda de su abuelo, que los echaba de allí para que no marearan en el piso de arriba. Nicolás y Álvaro pertenecían a la rama consorte, por eso Celia no tenía relación de parentesco con ninguno de los dos.

A Paquita, hija de labradores, se le subieron los humos al casarse con uno que tenía tierras para dar y regalar. Por eso prohibió que a su marido, vinatero con posibles, osase nadie llamarlo tío Pepe como al fino de Jerez. Aunque las malas lenguas decían que en la intimidad marital, o sea, en el catre, la difunta se dejaba de remilgos. Una criada que duró poco corrió el rumor por el pueblo y juraba haberlo escuchado con sus propios oídos. «Ay, Pepitín, sigue, sigue… Ay qué gusto, Pepitín.»

Al acordarse de aquello Celia no pudo evitar echarse a reír. Se quedó mirando la fotografía de la cómoda. Costaba imaginar al matrimonio difunto en pleno desenfreno sexual, a la vista de la cara de vinagre de doña Paquita, allí retratada con teja y mantilla de clavariesa mayor.

La llegada de Álvaro la sacó de aquellos pensamientos.

— Creo que Nico acaba de unir a nuestras respectivas madres a la secta de adoradores de la Thermomix —anunció desde el umbral—. Y tú, ¿qué haces aquí sola?

— ¿Puedes creer que es la primera vez que entro en esta habitación? —dijo acariciando la colcha de ganchillo.

Álvaro se acercó a ella. Le colocó la melena detrás de la oreja demorando la caricia más de la cuenta.

— Yo me acuerdo de otra, dos puertas más allá —dijo con toda la intención.

Se miraron a los ojos y explotaron a reír, con una complicidad que no compartían desde hacía bastante. Celia le pegó un golpecito en el brazo; él le atrapó la mano y le besó los dedos.

— Hay días en que me acuerdo de aquellos veranos —dijo él—. ¿Tú no?

— Muchas veces.

Ninguno de los dos podría olvidar el dormitorio de fondo, porque justo allí perdieron los dos juntos la virginidad. Fue una tarde de agosto, a la hora en que todos dormían la siesta y solo se escuchaba el canto de las chicharras.

— Siempre me he preguntado por qué antiguamente hacían las camas tan altas —comentó curiosa.

Álvaro se acercó más a ella y la abrazó por detrás.

— ¿No lo sabes? La gente de antes era más lista. O más práctica. Estas camas altas facilitaban ciertas variantes amatorias. Permitía practicar el sexo oral con comodidad o, por ejemplo, que el hombre acometiese a la dama por detrás.

Celia giró la cabeza y lo miró a los ojos.

— ¿Cómo sabes tú tanto?

— El erotismo es un arte. La Imperial se llamaba esa postura —continuó acercando sus labios a los de ella—. Un día tenemos que probar.

Celia se alejó solo un centímetro, siguiendo el juego de seducción.

— ¿Es que a ti y a mí nos queda algo por probar?

Sin necesidad de hablar, recordaron los dos cómo cumplieron juntos sus fantasías más secretas. La de ella, que se empeñó en practicar sexo en un probador de Harrod’s. La de él, hacerlo en un lugar público, gracias a la cual compartieron un orgasmo explosivo en pleno Hyde Park. Antes de que sus labios se rozaran, Celia escapó de sus brazos con sutileza. Álvaro la dejó ganar el asalto.

— Hemos compartido muchas cosas, Celia. Muchísimas. Y sé que lo echas de menos tanto como yo.

— Ya no estamos en Brighton.

La alusión, más que un lugar, insinuaba recuerdos que tenían que ver con la mejor época de sus vidas. Recién licenciados Álvaro y Celia, y Nico con flamante título de Técnico Superior en Dirección de Cocina, los tres disfrutaron de un año de postgrado en la universidad de esa ciudad costera de Inglaterra gracias al bolsillo del padrino. Generosidad entre comillas, ya que don José María fue tan espléndido enviándolos a ampliar sus estudios al extranjero porque tenía planes con respecto ellos tres. Como no tuvo hijos, quería convertir a cualquiera de sus ahijados en su sucesor al frente de la bodega. Pero la jugada le salió mal. A Celia dejó de hablarle cuando se enteró de que había vuelto de Inglaterra, no con un título expedido por la Brighton Business School como era su deseo, sino con un diploma relacionado con su carrera de Bellas Artes, puesto que no tenía intención alguna de dedicarse al mundo de la empresa, como Álvaro.

Fue un año de locura, sexo sin freno, pasión salvaje y mucha diversión. Ellos no disfrutaron de una beca Erasmus, ni falta que les hizo. Tampoco el padrino llegó a sospechar que les pagó de su bolsillo un, en palabras de Nico, memorable año orgasmus.

La estancia en Inglaterra se vio truncada por un suceso trágico que los hizo madurar de repente. El padre de Álvaro murió de un infarto, y él tuvo que regresar corriendo para dirigir la empresa familiar. Para Celia, Brighton dejó de tener aliciente, y regresó a España también. En lugar de volver a Cartagena, se instaló en Madrid y buscó trabajo como profesora. Pero por culpa de las obligaciones con el negocio, que abrumaban a Álvaro en esa época, la falta de comunicación y un montón de dudas que le surgieron a ella, la relación se enfrió hasta que, de común acuerdo, decidieron darse un tiempo. Tiempo que duraba ya seis años.

Para don José María, desde el momento en que vio a su posible sucesor al frente de la fábrica de chocolate Siurana, Álvaro dejó de existir también y le soltó sin pensárselo dos veces que para él era como si hubiese muerto con su padre. Julia, enfurecida con el desaire, sacó toda su rabia de madre. Así que mientras el chófer sacaba el coche del garaje, ella se pintó los labios de rojo guerrero y se plantó en Tarabán en menos que canta un gallo. Le espetó al padrino de su hijo cuatro verdades bien dichas, sin olvidar sugerirle como colofón por dónde podía meterse sus millones, su bodega y su viña, y la emprendió de regresó a Madrid sin despedirse siquiera.

Sin Álvaro ni Celia, Nico no quiso quedarse más tiempo solo en Inglaterra. Dejó la Culinary Arts Studio y decidió continuar sus estudios de cocina en la ciudad francesa de Burdeos. Ciudad en la que, curiosamente, vivía Max, un compañero del equipo de futbol en el que Álvaro y él jugaban mientras estuvieron en Brighton, y que ampliaba estudios de Biotecnología de los Alimentos en aquella universidad para completar su formación como enólogo.

Pero sin que nadie supiese el porqué, Nico dejó Francia y regresó a España de la noche a la mañana. Para colmo, sus padres fallecieron ese mismo año con una diferencia de meses. A raíz de ello, Nico sufrió tal conmoción que, para no interferir en el matrimonio de su hermana mayor, decidió instalarse una temporada en Tarabán con el padrino. Sin embargo, no encontró a su lado el cariño que necesitaba. Dos meses duró allí, porque don José María lo echó a patadas de la Casa Grande el mismo día en que se atrevió a confesarle su homosexualidad.

Cuando Julia tuvo noticia de lo ocurrido se puso hecha un basilisco. Y anunció bien alto que aunque Nicolás había perdido a su padre y a su madre, allí estaba su tía Julia María para defenderlo. Por segunda vez se pintó los labios con carmín de entrar a matar, apremió al chofer para que sacara el coche del garaje y recorrió del tirón la montonera de kilómetros que separan Madrid de Tarabán. Esa vez aún fue más fiera, los gritos que le dio al padrino se oyeron desde la plaza Mayor. Cuando le hubo dicho hasta el mal del que se tenía que morir, giró en redondo sin decir ni adiós y regresó a Madrid, indignadísima pero satisfecha.

Fue precisamente Nico quien repiqueteó con los nudillos sobre el quicio de la puerta abierta y los sacó de aquel paseo por los recuerdos.

— ¿Qué? ¿Comprobando la herencia? —dijo poniendo los brazos en jarras.

— Explicándole a Celia las posibilidades eróticas de una cama tan alta. Está deseando que le toque en el testamento.

Ella afiló la mirada y le dio un manotazo.

— No le hagas ni caso.

— A ver, decidamos —propuso Nico—. ¿Tú vuelves a Madrid con nosotros?

— Ya contaba con eso —agradeció Celia—. Quepo en el coche, ¿no?

— Claro que cabes —dijo Álvaro, pellizcándole la nariz con aire juguetón.

— Bien —convino Nico ojeando su reloj—. Aclarémonos, entonces. El notario viene de camino.

— Pero ¿no teníamos que estar hoy a las tres y media en la notaría de Alcañiz? —se extrañó Álvaro.

— Ha llamado al alcalde. Me ha comentado que el notario es el… —dudó—. Contador-partidor de la herencia, creo que ha dicho, ¿puede ser? —Álvaro se encogió de hombros—. Da igual. Sea como sea, el hombre quiere ver las propiedades. Además, ha supuesto que el alcalde acudiría al funeral y por eso le ha encargado a él que nos reúna, dado que todos los que aparecemos mencionados en el testamento estamos aquí.

— ¿Y somos muchos? —preguntó Celia, algo recelosa.

— ¿Te da miedo salir a menos parte? —la pinchó Álvaro.

Nico chasqueó la lengua.

— ¿Vais a estar toda la vida con ese pique tonto de críos? —los amonestó—. Ya es hora de que nos pongamos serios. Aunque sea solo por curiosidad, imaginaos por un momento que a la mayoría nos deja cuatro euros mal contados, cachivaches viejos y una caja de galletas llena de fotos del año catapum. Supongamos que todo esto —señaló con el dedo a su alrededor, pero se refería a la finca entera—, pasa a manos de un único heredero.

— Abrevia, Nico —pidió Álvaro.

— La pregunta es, ¿qué haréis en caso de heredar una bodega centenaria y todos estos viñedos con tanta solera?

Celia y Álvaro intercambiaron una mirada. Respondieron al unísono y sin necesidad de pensar.

— Venderlos.

Una hora y tres cuartos después, se hallaban reunidos en el comedor de la Casa Grande. El notario fue leyendo las disposiciones del finado. Las primeras en largarse fueron las monjas del asilo, que salieron de allí echando pestes al saber que solo les había dejado un san José de tamaño natural, ya listo y embalado en el taller de un imaginero de Zaragoza, y calderilla para misas.

Manuela lloró a moco tendido cuando supo que heredaba una cantidad de ocho cifras. Y fueron las únicas lágrimas sinceras que se derramaron por don José María, que empezaba a quedar en el olvido, como suele pasar.

Las suyas y las de la muchacha a la que Manuela se encargó de contratar para que tuviera la casa aseada y la ropa limpia. De no ser por ellas dos, aquello habría sido un antro de mugre, y su dueño habría muerto de inanición o comido por las pulgas. Aquella chica, que era de Bolivia, lloró de alegría y gratitud al saberse dueña de una pequeña fortuna; ya podía regresar a su tierra y montar el negocio de comidas preparadas con el que siempre soñó.

Ningún pariente más había sido convocado, salvo los tres ahijados, con lo cual la familia se dio por desheredada. Álvaro, Nico y Celia aguardaban intrigados porque, de momento, no los no los nombraban ni por error.

Y como el testamento no era otra cosa que el testimonio de la voluntad del muerto, no hacía falta saber de leyes para adivinar las intenciones de este con una lectura somera: don José María quiso convertir su querida viña en un legado indivisible. Una empresa familiar, unida y perdurable, en la cual los hijos sucederían a los padres y los nietos a los hijos por los siglos de los siglos. El problema venía al leer la disposición un tanto expeditiva, por no decir tiránica, con la que quiso asegurar esa descendencia de generaciones futuras que se encargarían de cumplir su última voluntad.

El notario guardó la parte peliaguda para el final y la soltó a bocajarro.