CAPÍTULO 15: Sin miedo a nada

A Álvaro le urgía ponerse al día de lo acontecido en la fábrica durante los días en que había estado ausente. Tal como esperaba, la producción marchaba al ritmo veraniego acostumbrado. Durante los meses de verano se ralentizaba la elaboración de bombones, que requerían una manipulación muy delicada, para dar prioridad al pastillaje, a los elaborados en polvo y a los suministros a granel para el sector de la confitería. Las chocolatinas Álvar’s no dejaban de fabricarse en todo el año, ya que eran el producto estrella en ventas, por precio y facilidad de distribución.

En su despacho le aguardaba, con una nota urgente, la carta remitida desde Tarabán por Cele. Estando en Las Vegas ya había hablado con el abuelo y sabía qué debía hacer con ella. Junto al sobre encontró un dossier de Carmina, su secretaria, que llevaba toda la vida en la empresa y que antes que asistente suya lo fue de su padre. El informe contenía tal lujo de detalles que parecía redactado por un detective. En él se le informaba de la dirección actual de Maxim Dupres. Álvaro respiró satisfecho por dos razones; porque Carmina era una joya y porque el destino de su próximo viaje no era un lugar tan lejano como en un principio supuso. Así que dado que Chocolates Siurana funcionaba muy bien sin él, tras almorzar con su madre y ponerla al día de sus andanzas en la ciudad de los casinos, decidió cumplir cuanto antes con la palabra dada.

Durmió toda la noche del tirón para estar despejado, porque prefería conducir temprano y aprovechar las horas de menos calor. Se puso en marcha cuando apenas había salido el sol. Casi seis horas después y con cerca de seiscientos kilómetros en el cuerpo, llegaba a su destino en el corazón de la comarca catalana del Penedés. Durante más de media hora condujo entre campos sembrados de hileras de viñas que se extendían hasta el infinito. Una mar de tierra rojiza solo roto por el color gris asfalto de las carreteras comarcales y por la verde fronda de la ribera que perfilaba el serpenteante curso del río Anoia.

Encontró la urbanización a fuerza de avanzar, equivocarse de camino, preguntar y retroceder. Cuando al fin tocó el timbre del adosado donde esperaba encontrar al destinatario de aquella carta, supo que ese sencillo gesto iba a cambiar dos vidas. Un chasquido le indicó que alguien había accionado el sistema de apertura desde dentro de la casa. Empujó la puerta metálica y atravesó un corto sendero de losas grises. Se abrió la puerta de cuarterones. El hombre que lo recibió en el dintel con cara de asombro era el mismo que recordaba, pero había sustituido las gafas de montura metálica por otras con los cristales al aire y patillas tan finas que parecían invisibles. Llevaba el pelo negro muy corto, como siempre. Álvaro se felicitó. No cabía duda, el madrugón y las horas matadoras al volante habían merecido la pena.

Fue Max el primero en hablar.

— No me lo puedo creer —exclamó en inglés, a fuerza de la costumbre—. Pero tío, ¿de verdad eres tú?

Álvaro tomó nota mental de tranquilizar al abuelo de Celia en cuanto tuviese ocasión, no fuera que albergase algún tipo de remordimiento por haberse entrometido en vidas ajenas. El hombre no pudo haber tenido una idea mejor, a la vista de la prisa que se dio Max. Porque tras leer la carta tres veces seguidas, no tardó ni diez minutos en llenar un macuto deportivo con cuatro cosas y cargárselo al hombro. Álvaro se ofreció a llevarlo en su coche, porque el lugar a donde iban no quedaba lejos de allí y así aprovecharía para mantener algo parecido a una conversación consigo mismo que llevaba demorando desde hacía mucho.

Tomaron rumbo a la costa. Era cerca de la una del mediodía cuando Álvaro detuvo el coche a las puertas del hotel donde todo indicaba que Nico se hallaba alojado. Max sacó el macuto del maletero y se despidió de Álvaro a través de la ventanilla.

— Gracias por todo lo que has hecho por mí.

— No tienes por qué dármelas. Si hubieras estado en mi lugar, seguro que tú habrías hecho lo mismo.

— ¿No entras? —lo animó señalando con la cabeza hacia el hotel.

Álvaro alzó las cejas y rehusó agitando la mano.

— Ni soñarlo. Los dos sabemos que estaría de más.

Max se rascó la barbilla, reflexionando acerca del vuelco que acaba de dar su existencia en apenas una hora. En gran parte se lo debía al hombre que tenía delante. Miró a Álvaro a los ojos con infinita gratitud. Y no solo por entregarle aquella carta. Los dos estaban unidos por el afecto hacia una misma persona.

— Siempre he sabido lo importante que sois el uno para el otro.

— No tuve hermanos, pero tengo a Nico —reconoció Álvaro—. Aunque a veces lo estrangularía.

Max se miró las manos. Le temblaban.

— ¿Puedes creer que estoy nervioso?

— Tranquilo, que todo irá bien.

— Eso espero.

Álvaro no pudo evitar sonreír al ver en su expresión tal grado de desasosiego. No era propio del Max impetuoso y firme que recordaba.

— Ya conoces a Nico —lo tranquilizó—, toda la fuerza se le va por la boca.

— Esta vez me va a escuchar, aunque tenga que atarlo a una silla.

— Lo hará, créeme —aseguró convencido.

Max dudó antes de preguntar.

— ¿Alguna vez habla de mí?

— Muy pocas. Evita mencionarte porque le duele.

— Pues no sabes cuánto me alegro —confesó soltando aire con alivio. Que le doliese todavía era algo muy bueno.

Álvaro se pasó la mano por el pelo y se quedó observándolo, con la frente arrugada.

— ¿Sabes una cosa? No sé si me acostumbraré algún día a oírte hablar en castellano.

En el momento en que montó en el coche de Álvaro, quizá como detalle simbólico, Max decidió dejar atrás el inglés con el que se comunicaban en Brighton. Desde que llegó a Sant Sadurní hablaba en español. Así era su nueva vida y así debía ser la que esperaba tener a partir de ese día junto a Nico.

— Lo harás. A todo se acostumbra uno, ¿no te parece?

— Todo es cuestión de tiempo.

— Y de saber esperar.

A Álvaro le sorprendió; estaba al tanto de los desencuentros y arrebatos que habían tenido en el pasado Nico y él. Ninguno de los dos hombres destacaba por su aguante.

— Has cambiado, Max. Veo en ti una paciencia y una serenidad que a primera vista cuesta descubrir.

— Eso es porque soy como el vino tinto, que si me tomas en frío engaño y con los años me hago más listo.

Álvaro le hizo gracia que recurriera al vino para definirse a sí mismo, no en vano tenía ante sí a un enólogo. Y reconoció qué dos grandes verdades encerraba aquella reflexión.

— Muy cierto —reconoció con admiración—. Un sabio el que dijo la frase.

Max alzó las cejas y sonrió.

— Es de Estopa

Álvaro tomó una comarcal en dirección a Valls. Con el imponente macizo del Garraf a su izquierda, rebasó las curvas que se elevaban sobre la playa del Aiguadolç, que fue dejando atrás hasta que encontró el lugar que andaba buscando. Detuvo el coche en el diminuto aparcamiento tras una rotonda. Apenas había espacio para ocho vehículos, suficiente para los curiosos que se acercaban hasta allí. Apagó el motor y antes de bajar se caló las gafas oscuras, imprescindibles bajo el sol, cegador a esa hora en pleno cenit. Anduvo por los vericuetos de tierra entre matojos de uña de gato y artemisa, la única vegetación que soportaba los rigores de la ventisca cargada de sal y la aridez de aquel terreno pedregoso.

Se detuvo al borde del acantilado. Contempló el agua cuya superficie hacía bailar los rayos del sol y se extendía hasta donde alcanzaba la vista. Miró hacia la derecha. La playa dibujaba una franja de color tostado casi blanco a lo largo de la línea de la costa hasta el puerto. Desde la altura donde él estaba, la orilla parecía un hormiguero de colores, y las olas, rizos diminutos de espuma que se intensificaban hasta desaparecer fundidos en la arena.

De nuevo centró su atención en el mar, a muchos metros por debajo de sus pies. No era la altura lo que le imponía respeto. Su reticencia a adentrarse en aquella profundidad oscura solo tenía un nombre: miedo. Él era un hombre acostumbrado a ejercer el control, marcaba los objetivos de su vida bajo la premisa de tenerlo todo sujeto y de correr los mínimos riesgos. Sospechaba que su temor irracional al mar respondía a su incapacidad para exponerse a una fuerza voluble de la naturaleza que ejercía el dominio absoluto sobre todos y todo cuanto se exponía a los caprichos de su tiránica voluntad.

Sí, tenía miedo. Miedo, se repitió. Pavor a lo que aquellas aguas encerraban de incierto, capaces de pasar de la quietud a la cólera en cuestión de minutos. Un gigante tan hermoso como embaucador, tan dulce y generoso como cruel. Y él no era un hombre que amara los riesgos si estos no estaban controlados. De ahí su pánico ante aquellas aguas que nada ni nadie logra someter.

Y si él recelaba de la inseguridad, ¿con qué derecho le reprochaba a Celia su temor a la incertidumbre ante el éxito o el fracaso que podía suponer un cambio de vida sin sueldo fijo a final de mes? La juzgó de interesada, y ella solo pretendía cubrirse las espaldas, asegurarse un colchón económico que mitigase la caída en caso de que, como ilustradora, las cosas no le fuesen bien. ¿O es que en las finanzas él no actuaba con cautela?

Celia rechazó su ayuda económica. Y sabía que no lo había hecho por orgullo. Sencillamente quería afrontar sola el reto, sin el apoyo de nadie. Álvaro lo consideraba innecesario, pero intuía que necesitaba demostrarse a sí misma su valía. Celia nunca fue sobrada de amor propio. Y además, temía defraudar a sus padres. Ellos la habían cargado con sus miedos al inculcarle desde pequeña el temor ante todo aquello que sonase inseguro.

En cualquier caso, ¿no cargaba él también con fantasmas ajenos? Quiso borrar el mal hecho por su padre procurando su ayuda a Amelia Martínez. Y ese era el escollo sin resolver que se interpuso entre Celia y él sin venir a cuento. En parte por la insistencia de ella de saber y también por la suya de no querer que ella supiera.

Necesitaba reflexionar con calma para resolver el barullo de ideas cruzadas que tenía en la cabeza. Y para eso necesitaba apaciguar la rabia que aún arrastraba desde su última pelea en Las Vegas. No hay rabia ni enfado que dure toda una vida, se dijo. Pero con la cabeza caliente le iba a resultar imposible actuar con sensatez.

En cualquier caso, tenía muy claro que había sido injusto. Durante años había actuado como si él estuviese en posesión de la verdad absoluta sin dar a los argumentos de Celia la importancia que merecían. Tentado estuvo de llamarla en ese momento, pero desechó la idea. De poco servía arrepentirse, forzar las cosas tampoco era la solución. Haría caso a Max y tendría paciencia. Un día de estos los dos estarían en condiciones de escucharse el uno al otro. Cuando eso sucediese, la espera habría merecido la pena.

Hacía calor y tenía que regresar a Madrid. Con un último vistazo al Mediterráneo, dio la vuelta de regreso al Mercedes. Y mientras caminaba bajo el sol, pensó que su intransigencia en el pasado era un fallo al que iba a poner remedio. Celia y él no podían seguir perdiendo el tiempo, porque la vida pasa rápido y, al final, lo único que importa es con quién recorres el camino.

En Tarabán, Javier estaba de servicio, pero él y la guardia Vanesa acababan de parar en el mesón para un café rápido en la barra. Tomás hurgaba con las pinzas en un bote de guindillas toreras. Coronó con una de ellas un platillo de aceitunas y lo plantó delante de un cliente que bebía una cerveza bien fría.

— Dame un número, por si las moscas —pidió este.

Tomás arrancó una papeleta de una rifa de la comisión de fiestas. El premio era modesto, un jamón de la tierra y un lote de vinos.

— Ya casi no quedan.

— Venga, dame uno a mí también —decidió Javier, dejando un billete para que se cobrase el boleto y los cafés.

El mesonero le retornó las monedas del cambio junto a la papeleta que acababa de pedir. Luego se puso a hablar con el otro cliente a la vez que pasaba la bayeta por el mostrador.

— Pues se han vendido casi todas a gente de paso. Ya se sabe, entran y al ver el talonario ahí colgado… Solo faltaría que se llevase el premio un forastero.

— A ver si hay suerte y se queda en casa —dijo el otro.

Javier, que estaba guardando la papeleta en la cartera, escuchó sin decir esta boca es mía. Tomás se dio cuenta de lo inoportuno del comentario.

— Lo de forastero no va por usted, mi brigada —intervino con un respeto por los galones algo pomposo—. Que usted es de los nuestros.

Javier se lo agradeció con una sonrisa sincera y salió del mesón satisfecho e inesperadamente contento.

En mitad de la plaza, su compañera ya lo esperaba al volante con el motor en marcha. Subió al Patrol y, mientras cerraba la puerta, algo le llamó la atención en el cielo.

— ¿Has visto, Vanesa?

Ella miró de refilón hacia arriba y emprendió la marcha.

— Águilas perdiceras. Están en peligro de extinción —Javier se quedó mirándola con la boca abierta—. Hace tiempo me eché un medio novio del SEPRONA —aclaró con una sonrisa presumida—. Quien tuvo, retuvo.

Javier se reclinó en el asiento sin dejar de contemplar a la pareja de águilas. Dos más que proteger. Se acordó entonces de una conversación que había mantenido días atrás con Susana. La pareja de águilas llegó sin hacer ruido y ahora su presencia era muy querida en aquellos parajes. Como ellos dos. Susana y él también eran importantes para aquella gente porque cuidaban de todos ellos. Recordó el comentario del Tomás y se sintió parte de allí. Él no ambicionaba riqueza o medallas. Eran otras cosas las que necesitaba para darle gracias a la vida.

Tomó la decisión en un segundo.

— Vanesa, da la vuelta y llévame al cuartel.

Susana llegó cansada al acabar el turno. Desde la entrada se olía el aroma del caldo que hervía en la cocina, solo hacía falta echar los fideos. El abuelo se había encargado de ponerlo al fuego porque era de los que preferían un plato caliente todos los días del año, incluso en verano.

Cuando entró en el comedor, no esperaba encontrarse a Javier repantigado en el sofá. Cele y él veían La ruleta de la fortuna. Que si ahí es «casa», que no que es «cosa», que si ese es muy tonto y que si desde casa todos somos muy listos. Lo habitual.

— Qué sorpresa —dijo ella a modo de saludo.

Dejó el maletín sobre la mesa. Le guiñó un ojo a Javier pero no se acercó a darle un beso porque no estaban solos.

— ¿Qué haces así vestido a estas horas? —preguntó al verlo de paisano.

— Libro el resto del día.

— No me habías dicho nada.

— Te lo digo ahora.

— ¿Qué? ¿Mucho trabajo, maja? —preguntó el abuelo.

Pero Susana no contestó; estaba empezando a inquietarse al ver que Javier no le quitaba ojo.

— ¿Tienes por ahí papel y bolígrafo? —solicitó él, sin dejar de mirarla.

Muy solícito, el abuelo se levantó del sofá, abrió el aparador y le entregó un bolígrafo recuerdo de Salou y una libretita. Luego volvió a su sitio y se cruzó de brazos mientras Javier escribía un par de líneas. Susana también lo miraba sin entender nada de nada.

Arrancó la hoja y se la tendió. Susana lo leyó y se quedó petrificada. El abuelo aprovechó su confusión para quitársela de las manos, como si aquello fuese cosa de tres.

— «Vale por dos billetes de avión a Las Vegas» —leyó en voz alta—. ¿Qué? ¿Os ha entrado el gusanillo de seguir a Celia y Alvarito?

No obtuvo respuesta. A Susana le entró una prisa repentina por ordenar el maletín. Javier le dio medio minuto de margen y dejó que rebuscara como una loca antes de insistir.

— Tú decides —la apremió—. Puedes compartirlo conmigo o guardarlo hasta que aparezca otro mejor que yo.

— ¿Y vas a pagarle el viaje con otro? —se extrañó el abuelo—. ¡Coño! Sí que te has levantado rumboso esta mañana. Porque estos billetes deben de costar un montón de perras.

Susana y él lo miraron de reojo, pero ninguno de los dos se atrevió rogarle que cerrara la boca. Javier alzó una ceja a la espera de una respuesta.

— Sabes que no va a aparecer otro mejor. Ni quiero que aparezca —afirmó ella con tres cajas de vendas en la mano.

— Entonces, estoy esperando.

Susana sabía que estaba pidiéndole ese «Bésame…» que solo le diría a un hombre de entre todos los que pueblan la tierra. Las vendas se le cayeron al suelo.

— ¿Ves? Ya me has puesto nerviosa.

Se agachó a recogerlas. Javier se levantó del sofá, se las quitó de las manos y las lanzó sin miramiento al maletín.

— ¿De qué tienes miedo? —murmuró acariciándole la mejilla.

Su abuelo contestó por ella.

— Pues yo te lo diré —explicó—. A la chiquilla le preocupa que hagas como todos los forasteros, que se van y no vuelves a verlos.

— Oye, Cele, ¿por qué no te vas a comprar tabaco? —sugirió Javier sin dejar de mirar a Susana.

— Pues mira, no. Que es muy malo para la salud —replicó ofendidísimo porque lo largaran de allí cuando se avecinaba la parte más interesante.

— Abuelo, ¿por qué no te acercas a la Ricarda? —rogó Susana, con los ojos fijos en los de Javier—. Te traes media docena de huevos y te haré una tortillita a la francesa para después de los fideos.

Cómo iba a negarse si su nieta puso una carita de súplica que lo derritió por completo. Salió decidido a tardar más de la cuenta, había que darles tiempo para los achuchones. Huevos de la carnicería, apuntó mentalmente. Y una hogaza. De tortilla nada, pensaba festejar el amorío de los chicos con dos huevos fritos y pan para mojar.

Cuando Javier oyó que se cerraba la puerta de la calle, dio un paso adelante y arrinconó a Susana contra la mesa. Le alzó el rostro tomándole ambas mejillas entre las manos y la obligó a mirarlo a los ojos para alejar de una vez todos sus miedos.

— Yo no me voy a ninguna parte.

Y la besó sin esperar a que se lo pidiera.

A doscientos kilómetros de allí, en la piscina de un hotel de la costa, Nico tecleaba un mensaje whatsapp en su móvil.

El paraíso gay existe y se llama Sitges.

Esperó una respuesta graciosa, pero como Celia no daba señales de vida, apagó el teléfono y buscó una tumbona solitaria bajo una palmera.

Soplaba viento de Poniente, que equivalía a bandera roja. Como la playa en tales condiciones quedaba descartada, se dispuso a soportar a la sombra aquella mañana tórrida sin otra faena que devorar del tirón el libro que llevaba bajo el brazo. Lo compró de chiripa en una gasolinera porque le llamó la atención la portada, versión siniestra de un recetario de los años sesenta, y por el título, que aludía a vete a saber qué efectos de las pastillas de caldo instantáneo. En seguida constató que no iba la cosa ni de intriga gastronómica ni de asesinatos entre fogones. Pero la historia era un prodigio de ironía macabra que lo tenía pegado a las páginas.

Le encantaban los libros entretenidos, puesto que él leía para olvidar los problemas y pasarlo bien. Aún recordaba con inquina a uno con fama del sabio que cayó por el restaurante y quiso saber con qué lecturas enriquecía su mente tan afamado chef. Tampoco olvidaba cómo lo barrió con una mirada perdonavidas cuando le dijo que estaba leyendo La isla del tesoro. El tipo arrugó el hocico como si Stevenson fuera un mindundi y la narrativa de aventuras cosa de tontos, y se permitió aconsejarle dos o tres títulos más aburridos que el folleto de una ferretería. Nico sonrió como un perfecto gilipollas y en un aparte le dijo a Carolina: «Que no vuelva. Cuando este fantoche llame para reservar mesa, asegúrate de que para él no haya hueco nunca jamás». Y no volvió.

No había acabado de extender la toalla sobre la tumbona cuando se le acercó un camarero que dejó en la mesilla de al lado un combinado de color azul decorado con un lorito de cartulina y muchas plumas de colores.

— Invita aquel guapetón del fondo —indicó con una sonrisa pura miel.

«Pues qué bien», pensó Nico de mala gana. Lo último que le apetecía en ese momento era convertirse en el rey del mambo. Oteó con disimulo por encima de las gafas de sol, un guaperas con bigote y bañador minúsculo le decía hola con la mano.

— Dale las gracias de mi parte, y se lo devuelves.

— ¡Pero si está fresquito!

— Es que yo soy más de cazalla —mintió con aspereza.

— Machote.

Nico soltó una palabrota mental. El camarero sacudió melena y devolvió el combinado a la bandeja.

— «SUGUS PIÑA»—leyó en la camiseta de Nico—. ¿Es un garito de ambiente?

No pensaba explicarle su teoría sobre el lenguaje de las camisetas, ¿para qué? Se apresuró a quitársela. Y se arrepintió, porque el otro se relamió los labios al ver su torso desnudo.

— Yo podría enseñarte un montón de sitios —propuso, como si hablara con sus tetillas—. Si quieres te llevo esta noche a la calle del Pecado.

¿Calle del Pecado? ¡Wou!

— Mejor no —rechazó, desoyendo la vocecilla diabólica—. He venido a descansar.

— Te dejo que me rompas el corazón —concedió el chico; y suspiró como si fuese a morirse—. Pero si dentro de un rato te apetece beber algo, promete que me lo dirás a mí y solo a mí.

— Prometido —volvió a mentir—. ¿Cómo te llamas?

El camarero se inclinó mucho y le enseñó la punta de la lengua.

— Para ti, Mariputa.

Jo… der, silabeó sin emitir sonido. ¡No des ideas!, se amonestó, dándose una especie de colleja mental. Desvió la mirada y se entretuvo en doblar la camiseta. El camarero entendió el mensaje y desapareció de allí.

Nico se tumbó en la hamaca y abrió el libro. Estaba decidido a olvidarse de todos y de todo. Se abstrajo en el capítulo recién empezado. Pero la calma duró poco porque, un minuto después, alguien se plantó a sus pies y le hizo sombra.

¿Otro? Que duro es ser guapo y sexy, rumió para sus adentros.

— My favorite is the blue Sugus forever —dijo una voz grave e inconfundible.

A Nico se le pusieron de punta todos los pelos del cuerpo. No se atrevió a levantar la vista.

La voz continuó, esa vez en español.

— El único que encierra una dulce sorpresa, especial y diferente a todas las demás.

Nico se armó de valor. ¡Saca pecho, idiota, que estás haciendo el ridículo!, gritaba su voz interior. Alzó la mirada despacio, línea a línea, hasta el margen superior de la página y por fin oteó hacia arriba. Tenía delante a un hombre de su edad, de su misma estatura e idéntico aspecto rematadamente masculino. Llevaba el pelo rapado al dos y gafas con montura de titanio.

— Max…

El recién llegado le regaló una sonrisa que consiguió desbocarle el corazón.

— Aún te acuerdas de mí —murmuró con su adorable acento francés—. Yo tampoco he podido olvidarte.

Dos horas después un rayo de luz acariciaba dos cuerpos desnudos entre sábanas revueltas, vestigios de la entrega sin límites. En la penumbra del dormitorio, dos hombres se aferraban el uno al otro en el silencio lánguido que sucede al clímax.

Tumbado de lado, Nico se cobijaba en el abrazo del único hombre al que podía amar, con las caricias latentes aún en la piel, y los labios sensibles por cientos de besos anhelados durante años. Contuvo el aliento para sentir la respiración sosegada de Max que dormía pegado a su espalda. Ese era hombre con quien discutió hasta el punto de abandonar Francia sin escuchar sus ruegos. El mismo que se negó a oír sus súplicas y lo echó sin piedad el día en que regresó a Burdeos, humillado y arrepentido de su propia estupidez.

A Nico se le llenaron los ojos de lágrimas, porque ese era también el hombre extraordinario que, por él, tuvo el valor de dejarlo todo para reinventar su vida sin ayuda de nadie, en un país extraño, y aprender una lengua que no era la suya. Porque no hay distancias imposibles cuando el corazón sabe lo que quiere.

Arrepentido por haberlo echado de Burdeos a patadas, Max cruzó la frontera y diez cartas que no obtuvieron respuesta le rompieron las ilusiones. Pero se creció en la derrota. Ahora era un enólogo muy cotizado de una de las más importantes cavas de Sant Sadurní. Y todo por culpa del padrino, que retuvo aquellas cartas una tras otra y las ocultó para que su ahijado no se enterase jamás de su existencia. Al saberlo, Nico enfermó de ira y quiso destrozar a golpes cualquier cosa a su alcance. Pero no lo hizo, porque en los labios de Max halló la calma.

A veces es difícil salvar la barrera que imponen los propios sentimientos. A Max le costó confesarle que, durante tres años y medio, fueron muchas las ocasiones en que viajó hasta Madrid y permaneció durante horas plantado frente al restaurante sin atreverse a entrar. Nico cosechaba fama y aplausos, y era infeliz sin saber que tenía la felicidad tan cerca. Pero ¿por qué? ¿Por qué?, le preguntó.

— Diez cartas sin respuesta fueron muchas. No habría podido soportar otro rechazo —le confesó—. A veces me gustaría no ser tan orgulloso, pero no puedo evitarlo.

— Yo tengo un montón de defectos —alegó él—. Aprenderemos a vivir con ello.

— Tú no tienes ninguno —murmuró Max.

No era verdad, pero Nico creyó que subía al cielo y bajaba en ese momento.

Nadie podía sospechar qué fue lo que los alejó. No hubo terceros, siempre fueron honestos el uno con el otro. Y entre ellos nunca hubo disputas entre las sábanas, porque a los dos les excitaba por igual llevar el mando que dejarse dominar. Las peleas se sucedían porque Nico y Max eran dos alfa puros, y su relación, una eterna pelea de gallos. Pero ya no eran los mismos, el peso de la soledad y de los años les había enseñado que amar es escuchar y muchas, muchas veces, ceder.

Esa mañana habían hecho planes, un cambio insensato, una locura. De cualquier modo, saltarían juntos al vacío.

Nico se removió y escuchó un gruñido de Max, que lo apretó contra su pecho para que se estuviera quieto. Sonrió porque la mandíbula rasposa que tanto le gustaba besar le hacía cosquillas en el hombro. La barba cerrada daba al rostro de Max el punto canalla que restaba seriedad a sus gafas de intelectual. ¿Existía algo mejor que una siesta mañanera en brazos de su hombre? Entre sueños lo oyó murmurar Je t’aime.

Cerró los ojos y, mientras se dejaba vencer por la modorra, Nico pensó que la vida era buena.