Viernes 30 de junio
Bodenstein y Pia estaban apoyados en la cerca de la dehesa, mirando las dos yeguas con sus potros. En la terraza de la casa de Pia, Cosima von Bodenstein y todos los integrantes de la K 11 seguían el primer tiempo del partido de cuartos de final de Alemania contra Argentina. Pia había bajado el toldo y preparado ensaladas; Ostermann y Behnke habían llevado carne y salchichas para hacer a la parrilla, y Bodenstein, por su parte, se encargó de las bebidas.
A lo largo de la semana previa, por fin habían llegado todos los atestados a la fiscalía. Esther Schmitt sería acusada de provocación de incendio, estafa al seguro y engaño a la Policía, y dado que tenía antecedentes, probablemente tuviera que cumplir buena parte de la pena. Sin pensárselo mucho, Pia se llevó a Birkenhof los perros que Esther le dejó a una conocida de la sociedad protectora de animales antes de prenderle fuego a la casa. Los perros podían quedarse allí y vivir en libertad, a lo que estaban acostumbrados. A Tarek Fiedler le esperaban varios juicios en cuanto saliera del hospital. La fiscalía lo acusaba de doble asesinato, lesiones con secuelas, secuestro de dos personas, daños materiales, robo de un vehículo, coacción y algunas cosas más. Franjo Conradi no se libraría de una acusación por complicidad. Mareike Graf y Stefan Siebenlist también sufrieron las consecuencias de los actos de Tarek, en el más amplio sentido de la palabra, ya que a ambos los pusieron de patitas en la calle sus respectivos cónyuges.
—Lukas me ha llamado hace un momento —explicó Pia a su jefe—. Saldrá del hospital mañana, y por el momento se quedará con los Sander. Su padre ha salido por fin del coma, e incluso lo ha reconocido.
—Gracias a Dios. Ese chico ya ha sufrido bastante.
—Tú pensaste en todo momento que era el asesino. Pero ¿por qué? Si no tenía ningún motivo. —Pia miró un instante a Bodenstein, que había apoyado los brazos en el último travesaño de la cerca y observaba los caballos.
—Me falló la intuición —admitió él—. Tendría que haberme dado cuenta mucho antes de que Lukas no tenía nada que ver con todo ello. No sé por qué lo enfilé, la verdad.
—Eso es lo que pasa con las intuiciones —murmuró Pia.
Al parecer, el primer tiempo del partido de fútbol había terminado, puesto que Frank Behnke se acercó con parsimonia, seguido de cuatro perros que estaban pendientes de él.
—Vaya —le dijo Pia—. Ya veo que has hecho amigos.
Behnke hizo una mueca y levantó el plato un poco más.
—No me hago ilusiones —repuso—. No es por mi encanto irresistible, sino por la carne. Toma, esto es para ti. No has tenido ni tiempo de comer.
—Gracias. —Sorprendida, Pia tomó el plato de papel. Es muy amable por tu parte.
—En el fondo, tengo buen corazón. —Behnke había renunciado a sus sempiternas gafas de sol y se comportaba correctamente—. Creo que te habría echado de menos si no hubieses vuelto, de veras. Cabrear a Kai y Kathrin no es ni la mitad de divertido.
Pia sonrió con incredulidad. Aquello casi parecía una declaración de paz.
—¿En serio? Así que no eran solo las horas extra, ¿no?
—Si no te comes eso pronto, me lo comeré yo —terció Bodenstein—. A mí aún no me han dado nada.
En ese instante cruzó el portón de Birkenhof[6] la pickup verde que había suscitado toda clase de sospechas y se detuvo junto al coche de Behnke, entre los abedules que daban nombre a la finca. A Pia se le aceleró el corazón. Sin decir palabra, le alargó a su jefe el plato con la salchicha.
—Vaya, vaya —comentó él—, pero si es tu director de zoo.
—El posesivo te lo puedes ahorrar —contestó ella al tiempo que lanzaba una mirada significativa a Bodenstein y Behnke—. Y no estaría de más que delante de él no hablarais de pesca ni pescado. Si no es pedir demasiado…
—Prometido.
Los dos hombres sonrieron y vieron que Christoph Sander se bajaba de la camioneta y se dirigía hacia ellos. En la mano llevaba una botella de vino tinto y una bolsa que despertó en el acto el interés de los perros.
—Buenas tardes —saludó, y sonrió a Pia.
—Hola, Christoph —respondió ella—. Me alegro de que hayas podido venir.
—Te lo prometí. —Levantó la bolsa—. He traído unas cosas para la parrilla: filetes de salmón y atún.
—Dáselos a Behnke —le indicó Pia—. Es el que se ocupa de la parrilla.
Frank Behnke tomó la bolsa y la olisqueó.
—Vaya por Dios —a su rostro asomó una ancha sonrisa—, pero si es pes…
Sin terminar la frase, miró a su jefe.
—Casi se me escapa la palabra prohibida.
—Pues menos mal. —Bodenstein sonrió a su vez—. Se lo hemos prometido a Pia Kirchhoff por lo más sagrado.
Sander miraba ya a uno, ya al otro.
—¿No te gusta el pescado? —le preguntó ingenuamente a Pia.
Behnke no pudo contenerse.
—Pues claro que le gusta, ¡y mucho! —soltó.
Pia arqueó las cejas.
—El descanso del primer tiempo ha terminado —les dijo a sus compañeros con un gesto de exhortación. Así que ahora, la parrilla os llama.
—Cierto. —Bodenstein le quitó la bolsa a Behnke—. Venga, Frank. Vamos a poner el pes… eh… el salmón en la parrilla.
Pia los miró y sacudió la cabeza.
—Me da la impresión de que os entendéis bien —constató Sander al tiempo que le pasaba un brazo por los hombros a Pia—. ¿Qué pasa con el pescado?
Ella le sonrió.
—¿Quieres que te lo cuente? —inquirió.
—Por favor —respondió, divertido, él—. Pero solo si no es un secreto policial, desde luego.
—Te aseguro que no. —La sonrisa de Pia se ensanchó—. Es más bien una especie de… bueno… de alusión. A ti. Y a mí.
—Ahora sí que tengo curiosidad.
—¿No prefieres ver el fútbol?
—Ah, no. —Sander la abrazó—. Primero quiero oír la historia del pescado.