Jueves 22 de junio
Pia se despertó porque le dio en plena cara el haz de luz de una linterna. El corazón empezó a golpearle las costillas con fuerza; estaba en la cama como paralizada, incapaz de mover un solo dedo. Notó que en la habitación había alguien. Un sudor frío, provocado por el miedo, le recorrió el cuerpo, pero no podía moverse ni gritar ni coger el arma, que tenía junto a la cama. La linterna se apagó, sus ojos se acostumbraron a la oscuridad, y de repente distinguió algo más que la silueta de un hombre.
—¡Lukas! —exclamó, y le entraron ganas de echarse a reír como una histérica, de alivio—. ¿Qué significa esto? ¿Cómo has entrado?
Le dio vergüenza, ya que debido al calor solo llevaba unas bragas. Lukas se inclinó sobre ella. Tenía los bonitos ojos verdes enrojecidos e hinchados de tanto llorar. A diferencia del sábado por la noche, su proximidad no le desagradaba. Al contrario. Sintió las manos del muchacho en su cuerpo y cerró los ojos. Sin embargo, de pronto Lukas le agarró las muñecas con fuerza, le echó los brazos atrás y la aplastó contra la cama con el peso de su cuerpo. Ella quiso apartarlo, pero el chico era más fuerte. Pia abrió los ojos, y al ver el rostro desencajado de Lukas le entró miedo. Forcejearon, en silencio, encarnizadamente. Él pesaba tanto que Pia ya no podía moverse, y apenas le llegaba aire. Quiso gritar, pero de su boca no salió ningún sonido. Presa del pánico, fue consciente de que no le serviría de nada, puesto que nadie la oiría. No tenía vecinos, nadie pasaría por allí de manera casual, nadie. Estaba sola y completamente indefensa. Las lágrimas se agolparon a sus ojos, le corrieron por la cara y le taponaron la nariz. De pronto Lukas se irguió, con sus ojos clavados en los de ella. A continuación sonrió compasivo y le rodeó el cuello con las manos.
—Por favor, no —lloriqueó ella—. Por favor, por favor…
—Me has decepcionado, Pia —susurró él con voz bronca—. ¿Y sabes qué hago yo con la gente que me decepciona?
Sus manos le oprimieron el cuello.
Pia miraba la oscuridad. Tenía la camiseta empapada de sudor y el corazón a punto de salírsele del pecho, y le temblaba todo el cuerpo. Estaba tiesa en la cama, esperando a que el pulso se le tranquilizara. Hacía años que no soñaba algo así. Se inclinó hacia el interruptor y encendió la luz: las tres y media de la madrugada. La ventana estaba abierta, pero esa noche no entraba aire fresco. Tenía la boca completamente seca, la garganta le dolía, y se dio cuenta de que, en efecto, había llorado. Con piernas temblorosas, se levantó y fue a la cocina. Llevaba dos semanas sin tocar el tabaco, y ahora rebuscaba en todas las chaquetas que tenía colgadas en el perchero del pasillo. Encontró un paquetito en el bolsillo interior de un plumífero. La primera calada tuvo el efecto de un porro: se quedó completamente aturdida, pero las manos dejaron de temblarle y el sudor se secó. Hacía ya muchos años que no pensaba en aquello que sucedió en el verano de 1989. Empezó de la manera más inofensiva durante unas vacaciones en Francia y terminó siendo un verdadero horror. El miedo la acompañó durante meses. Con los años, había conseguido reprimir la terrible experiencia, y al final dejó de pensar en ella. Se dio una ducha larga, se cambió de ropa interior y se puso unos vaqueros y una camiseta. Aún bajo los efectos de la pesadilla, abrió la puerta y respiró hondo el aire fresco. Sobre el Taunus el cielo aún estaba oscuro, pero por el este ya se veía la primera franja de claridad, anunciando un nuevo día de calor. Fue a la cuadra. Le gustaban las horas previas al alba, ese momento particularmente irreal a medio camino entre la noche y el día. Los pájaros entonaban su concierto matutino en los árboles que se alzaban detrás de la casa, y los caballos relincharon alegremente al ver a Pia. Nada la consolaba y tranquilizaba más que la rutina diaria, razón por la cual echó de comer a los animales, aunque en realidad se adelantaba una hora. Gallinas, patos y gansos también recibieron su ración matutina. Después, echó a andar y se preguntó por qué no se oía a los conejillos de Indias. Por regla general, esos animalitos peludos la esperaban correteando junto a los barrotes de la antigua perrera, donde pasaban el verano.
—¿Todavía estáis dormidos?
Pia fue a abrir la puerta de la perrera, pero la manija estaba levantada, y la puerta, que para protegerla de animales de rapiña y gatos había reforzado con tela metálica tupida, estaba abierta. Se tensó, y le dieron arcadas al ver el interior de la perrera: una marta o un zorro debía de haber entrado y matado a todos los conejillos. Después de esa noche horrible, aquello fue demasiado. Pia rompió a llorar y cayó de rodillas en la hierba húmeda.
Una hora después tomaba un café a grandes sorbos e intentaba tranquilizarse. Primero, el portón y la puerta de casa abiertos, y después, los conejillos muertos. Se obligó a no pensar en ello, y decidió centrarse en la pantalla del ordenador. Abrió de nuevo el correo de Sander y después hizo clic en el enlace que llevaba hasta la web de Svenja.
«Error 404. No se pudo encontrar la página solicitada», se leía en la pantalla.
Alguien había borrado el contenido. Y ese alguien no podía ser Jonas, ya que estaba muerto.
—Kai —le dijo Pia a su compañero—, han borrado la página web de Svenja Sievers. ¡Entera! ¿Puedes echar un vistazo?
Ostermann hizo lo que le pedía.
—Seguro que ha sido la chica —replicó unos segundos después—. O el proveedor.
—Pero, supuestamente, Svenja ya no podía acceder a su página —recordó, pensativa, Pia—. Me lo dijo su amiga ayer. ¿Puedes averiguar quién lo ha hecho?
—Lo intentaré. —Ostermann asintió y se puso manos a la obra.
Solo eran las siete y cuarto, pero Pia quería saber si Sander había hablado con el padre de Lukas. Marcó el número del director del zoológico, y segundos después oyó su voz.
—Quería llamarla yo —aseguró Sander—, pero he pensado que igual era demasiado temprano.
De pronto a Pia la asaltó el deseo de contarle más cosas de ella misma a ese hombre al que apenas conocía, de manera que contestó:
—Hoy me podría haber llamado tranquilamente a las cuatro de la madrugada.
—¿Por qué? —le preguntó él—. ¿Otro muerto?
—Uno no, quince. Conejillos de Indias muertos. Y eso dos días después de que, por motivos inexplicables, me encontrara el portón de entrada y la puerta de mi casa abiertos.
—Tal vez no debiera vivir sola en un sitio tan apartado.
Sander iba por donde ella quería que fuese.
—Eso mismo me dijeron mis compañeros —dijo—, pero no puedo ponerme a buscar a un hombre deprisa y corriendo para no tener que vivir sola.
—¿Qué hay de su marido? —preguntó Sander. Su voz denotaba curiosidad.
Pia se avergonzó un poco por semejante manipulación. En su día dominaba el antiquísimo juego de la seducción entre hombre y mujer, en su día, cuando aún no tenía preocupaciones ni miedo. Entonces, conoció a Henning, cuyo cerebro científico se mostró completamente insensible a insinuaciones y jueguecitos emocionales de ese tipo. Al conocer a Lukas, algo en ella había cambiado; ese encuentro le había despertado de nuevo las ganas de jugar.
—Vive en Frankfurt —respondió mostrando indiferencia—. Pero en realidad no quería quejarme de mis animales muertos. ¿Tuvo ayer ocasión de hablar con el padre de Lukas?
—Sí; y bastante, a decir verdad. No sabía nada de la muerte de Jonas, y se quedó conmocionado. El motivo por el que renunció al cargo de presidente del consejo en Bock fue que ya no estaba conforme con la labor del consejo. Sus palabras fueron vagas, pero si no lo entendí mal, tuvo que ver con un proyecto en Oriente Próximo y con unos socios dudosos.
Estuvieron charlando un poco más, y después Pia le dio las gracias por la información y colgó. Al levantar la vista, se encontró con la divertida mirada de Ostermann.
—¿Qué? —preguntó.
—Nada. —Su compañero se encogió de hombros y sonrió ligeramente—. Es solo que eso que acabas de hacer me ha recordado algo.
—¿Y qué es eso que acabo de hacer? —Pia fingió no saber de qué le hablaba.
La sonrisa de Ostermann se ensanchó y se echó hacia atrás en su asiento.
—Utilizar la investigación para echar tu red personal. Y dime, ¿a quién quieres pescar?
—¿Pescar? —Pia se dio cuenta de que la había pillado.
—Una vez yo también me vi atrapado en una red así. —Ostermann arqueó las cejas—. Y la verdad es que no estuvo nada mal. Puede que hubiera sacado algo más en limpio de no haberme pasado lo de la pierna.
Cuando entró en el despacho, poco antes de las ocho, Bodenstein estaba irascible. Apenas escuchó a su equipo en la reunión matutina. Cosima no había vuelto a mencionar el incidente del lunes por la tarde. Más que sus reproches injustos, que hacían daño, lo abrumaba lo preocupado que estaba por ella. A su mujer le pasaba algo, y ese día por fin tendrían el resultado de los análisis que se había hecho, y después… Se percató de que sus hombres lo miraban con expresión interrogativa.
—He llamado a todos los amigos de Jonas y les he pedido que vengan —repitió Ostermann—. ¿Quién se va a ocupar de ellos?
—Tú y Fachinger —decidió Bodenstein—. Preguntadles dónde estuvieron la noche que murió Pauly y el lunes por la noche. Dejadles claro por qué tenemos que examinarlos para comprobar si tienen mordeduras. También quiero saber por qué discutieron Jonas y Lukas. Kirchhoff, tú vuelve a hablar con Lukas. Quizá pueda buscar esos correos electrónicos en el ordenador de Jonas.
Pia asintió, aunque no le hacía demasiada gracia ver a Lukas después de la pesadilla.
—Por cierto, ¿qué hay de ese asunto con el que Pauly amenazó a su amigo Siebenlist?
¡A Pia se le había olvidado por completo!
—La documentación está en mi mesa —dijo, y salió a buscarla.
—¿Han dado los vecinos algún dato que podamos investigar? —preguntó el inspector jefe.
Todos negaron con la cabeza.
—El miércoles por la tarde jugó Alemania contra Polonia —recordó Kathrin Fachinger—; probablemente estuvieran todos delante del televisor. Por desgracia, nadie nos ha dicho nada útil.
Pia volvió con una carpeta en la mano.
—El 17 de agosto de 1982 una persona murió en una fiesta —informó—. Después de beber varios cócteles, una chica llamada Marion Rehmer entró en coma y murió camino del hospital a causa de una hipoglucemia. Se abrió una investigación por homicidio involuntario, omisión del deber de socorro y lesiones, entre otros, contra Stefan Siebenlist. Sin embargo, no había pruebas, y no se llegó a inculpar a nadie. El asunto quedó archivado como accidente.
Bodenstein frunció el ceño, malhumorado.
—Poneos a trabajar —ordenó y se levantó de sopetón. Nos vemos esta tarde. Kirchhoff, tú ven conmigo a mi despacho.
Todos se levantaron. La reunión había concluido, y Pia acompañó a su jefe con una extraña sensación en el estómago. Bodenstein cerró la puerta al entrar y se volvió.
—¿Cuándo leíste esa información? —se limitó a preguntar.
—Cuando llegó —respondió ella, que no entendía el extraño comportamiento de su superior.
—Y al leerla, ¿no te llamó nada la atención?
—N… no.
Bodenstein rodeó la mesa y se sentó.
—Voy a suponer que el asesinato de Jonas Bock te ha distraído —dijo con ceremonia—. La chica que murió se llamaba Marion Rehmer. Stefan Siebenlist se casó con una tal Bärbel Rehmer, y si la memoria no me falla, nos dijo que fue a principios de los años ochenta. La heredera de la tienda de muebles Rehmer. ¿No estarían emparentadas las dos chicas?
Pia se puso roja. Ciertamente, tendría que haberse dado cuenta.
—Lo pasé por alto, es verdad —reconoció—. Lo siento. Iré a ver ahora mismo a Siebenlist.
—Ve, sí —dijo Bodenstein con frialdad—. Sé que tenemos mucho que hacer, pero precisamente tratándose de un hombre que no tiene coartada para la hora del crimen, deberías prestar un poco más de atención.
—Sí, jefe —repuso ella, con el rabo entre las piernas.
—Pregúntale a Siebenlist por su coartada. —Bodenstein tomó el teléfono para llamar a Cosima—. Si no tiene nada nuevo, detenlo.
Pia hizo un gesto afirmativo, pero no se movió. No creía que Siebenlist hubiera matado a Pauly y trasladado su cadáver. Sus sospechas recaían en Matthias Schwarz. Los perros de Pauly lo conocían, ya que iba a ver a menudo a Esther Schmitt, de modo que no le habrían hecho nada. Además, a Schwarz no le habría supuesto ningún problema llevarse el cuerpo.
—¿Algo más? —preguntó, enfadado, Bodenstein.
—Nada —contestó ella, y salió.
No fue inmediatamente a Kelkheim. Primero se sentó al ordenador y buscó en las hemerotecas artículos de 1982 relativos a la defunción. En el Taunus-Umschau encontró lo que buscaba; el diario había digitalizado sus archivos hasta el año 1973.
—¿Para qué te quería el jefe? —quiso saber Ostermann.
—Se me pasó algo por alto —admitió Pia, que era consciente de que al menos su jefe no la había puesto de vuelta y media delante de todo el mundo. Pese a todo, estaba dolida con su comportamiento. Imprimió el artículo. Acababa de leerlo cuando Bodenstein entró en su despacho con cara de pocos amigos.
—Ya veo que sigues aquí —espetó.
Sin decir palabra, Pia se colgó el bolso al hombro, metió dentro el artículo y pasó por delante de su jefe en silencio. Sabía que Bodenstein estaba preocupado por su mujer, pero no tenía por qué descargar su frustración personal en ella.
A Stefan Siebenlist no le hizo ni pizca de gracia ver entrar a Pia en la sala de exposición de su establecimiento de muebles.
—No dispongo de mucho tiempo —afirmó con una sonrisa forzada.
Pia recordó sus manos húmedas, así que decidió no saludarlo formalmente.
—Yo tampoco. Así que vayamos al grano: tengo los expedientes relativos al supuesto accidente de 1982 y…
—¡Aquí no! —la interrumpió él—. Vayamos a mi despacho.
Pia lo siguió hasta una habitación pequeña y abarrotada que se hallaba junto a la sección de cocinas. El hombre cerró la puerta y se quedó de pie muy cerca de ella.
Pia no se anduvo con rodeos; quería poner fin a la conversación cuanto antes. No sabía por qué, pero Siebenlist le producía rechazo físico.
—¿Por qué no nos dijo que la chica que murió entonces era su cuñada?
—¿Qué importancia tiene eso? —Sus ojos acuosos se movieron inquietos—. Fue un accidente.
—Marion era la hermana mayor de su mujer —replicó Pia—, y estaba prometida. Ella y su marido habrían heredado la tienda de muebles.
—¿Qué pretende insinuar?
—La muerte de su cuñada influyó de manera positiva en su trayectoria profesional.
—Eso es ridículo —objetó Siebenlist—. Entonces ni se formuló una acusación contra mí ni fui procesado. Yo no hice nada. ¿Qué significa esto?
Pia no soportaba que sus interlocutores no la mirasen a los ojos, y de repente volvió a experimentar sensación de desvalimiento ante la superioridad física de un hombre.
—Le diré lo que pienso —se obligó a aparentar tranquilidad—. Pauly sabía lo que pasó entonces, y usted tenía miedo de que saliera a la luz una verdad que había logrado ocultar durante veinticuatro años. Por eso mató a la única persona que la conocía.
El hombre se pasó la lengua por sus labios carnosos con nerviosismo.
—Marion entró en coma después de tomarse unos cócteles. Usted sabía que era diabética, pero vio su oportunidad cuando menos se lo esperaba y no le dijo al médico lo que le pasaba a la chica. Marion murió, su mujer heredó el negocio y usted pasó a ser el jefe.
—No puede demostrarlo —afirmó él—. Y por esa vieja historia no me puede endilgar una acusación de asesinato.
—¿Ah, no? Estaba enfadado con Pauly, temía por su reputación y su prestigio y lo vieron en su casa. No tiene coartada para esa noche. —Pia se encogió de hombros. Eso basta para conseguir una orden de detención. Y seguimos indagando, tal vez averigüemos más cosas que no le gusten. La omisión del deber de socorro ya es algo en sí bastante malo.
—Eso prescribió hace tiempo.
—Desde el punto de vista jurídico, sí. —Pia se sacó el móvil para llamar a un coche patrulla—. Pero es posible que la familia de su mujer no comparta su opinión. ¿Tiene usted abogado? Será mejor que le pida que acuda a comisaría. De momento, está usted detenido.
Poco a poco el hombre comprendió que Pia iba en serio.
—¡No me puede llevar detenido delante de todos mis clientes y mis empleados! —exclamó—. ¿Sabe lo que significa esto? Mañana todo Kelkheim sabrá que soy sospechoso de asesinato.
—Deme una coartada para el martes por la noche y acuérdese de lo que pasó en realidad hace veinticinco años —propuso ella—. De ese modo, podrá pasarse el resto de su vida vendiendo camas y cocinas tan ricamente.
—No permitiré que eche por tierra todo lo que me ha costado tanto conseguir por una historia pasada. —A sus ojos asomó un brillo amenazador. Siebenlist dio un paso adelante, y Pia pensó que se abalanzaría sobre ella y la estrangularía, pero de pronto el hombre se llevó una mano al pecho, vaciló y se tambaleó. Acto seguido se aflojó la corbata y se apoyó en la mesa con ambas manos.
—Y ahora cuénteme lo que quiero saber. ¿O prefiere que llame a mis compañeros? ¿Qué hizo la noche del 13 de junio después de ir a casa de Pauly?
—El corazón —susurró Siebenlist con voz ahogada—. Dios mío, me encuentro mal.
Confusa, Pia volvió la cabeza. Solo le faltaba que ese repulsivo ser se desmoronara allí mismo y se viera obligada a prestarle los primeros auxilios. Siebenlist abrió los cajones de su mesa y se puso a revolver en ellos.
—Mi mujer… —jadeó, y cayó de rodillas—, llame… a… mi mujer…, por favor…
Respirando con dificultad, se ladeó y se desplomó pesadamente. Pia soltó una maldición y abrió la puerta. ¡No podía ser verdad!
Bodenstein permaneció mirando el teléfono un buen rato después de colgar. Le habría gustado que lo que Cosima acababa de decirle lo hubiera tranquilizado, pero con independencia de la analítica, era consciente de que a su mujer le pasaba algo desde hacía semanas. Para colmo, tenía entre manos ese condenado caso que se les resistía y les robaba tiempo. No paraban de surgir nuevas contradicciones, de aparecer sospechosos con móviles de peso que, sin embargo, tras un examen más minucioso, resultaban ser callejones sin salida. El teléfono sonó por la línea interna. Era Ostermann quien llamaba, y parecía inusitadamente nervioso.
—Jefe —dijo—, acabo de recibir las fotos que estaban en la tarjeta SIM del móvil de Jonas. Tiene que verlas.
—Voy ahora mismo.
Quizá se hiciera por fin con algo tangible con lo que pudiese dejar satisfecho a su jefe, Heinrich Nierhoff, que estaba ansioso por tener resultados firmes. Poco después observaba la ampliación de las fotos, que ahora se veían con claridad gracias a un tratamiento especial aplicado en el laboratorio. Jonas había fotografiado con el teléfono documentos, informes e incluso correos electrónicos de una pantalla de ordenador.
—Con esto Bock las va a pasar canutas. —Ostermann sonrió satisfecho—. A ver cómo lo explica.
Bodenstein echó una ojeada a la correspondencia entre Bock y un alto cargo de la Consejería de Fomento de Hesse. Habían intercambiado varios correos, y Jonas los había copiado todos. Y lo mismo con los correos entre su padre y un funcionario del Ministerio de Fomento. Estaba claro que ninguno de ellos contaba con la posibilidad de que esos correos los leyera un tercero no autorizado, puesto que ni siquiera se habían molestado en usar claves.
—Me da que este material es explosivo —confirmó Bodenstein—. Además, también está Schäfer, de Urbanismo de Hofheim. Le envió a Bock en un archivo adjunto las ofertas de los competidores para la primera fase del centro Norte.
—Acuerdos de precios prohibidos. —Ostermann asintió—. Soborno…, todo está aquí. ¿Qué hacemos?
—Nada. Esto no es de nuestra competencia —respondió Bodenstein—. Llama a los compañeros de la K 30 en Frankfurt y remíteles estos documentos. Ponles al corriente de nuestras sospechas. Puede que ya tengan algo contra Bock.
La ambulancia aguardaba a la entrada de la tienda de muebles con la luz azul intermitente encendida y provocó un atasco en la Frankfurter Strasse. Pia observó en silencio a los enfermeros, que sacaban a Siebenlist del establecimiento en una camilla. Las miradas hostiles y recriminatorias que le lanzaron su mujer y el personal no impidieron que llamara a un coche patrulla para que escoltara a la ambulancia hasta el hospital. Ya se vería si Siebenlist pretendía librarse de que lo detuvieran fingiendo un ataque al corazón o si el ataque era verdadero. Mucho más preocupada estaba por el pánico que había sentido cuando creyó que Siebenlist se iba a abalanzar sobre ella. ¿Se había hartado ya de su profesión? Las puertas se cerraron, la sirena comenzó a aullar y la ambulancia se puso en movimiento. Pia exhaló un suspiro de alivio y cruzó la Frankfurter Strasse. Había aparcado el coche en la comisaría de Kelkheim y ahora iba por la Bahnstrasse; pasó por la carnicería Conradi y se dirigió al restaurante Grünzeug. Para su sorpresa, la puerta estaba abierta, y un muchacho sacaba a la calle el gran tablón de madera que informaba de las ofertas del día. En ese preciso instante, un Mercedes clase M negro paró justo delante de la puerta del Grünzeug y de él se bajó una mujer rubia. Con un traje de chaqueta verde claro, unas enormes gafas de sol a lo Paris Hilton y tacón alto, Mareike Graf subió la escalera y desapareció en el restaurante.
—¿Qué hace esa aquí? —se preguntó Pia entre dientes.
Decidió echar un vistazo. Dio la vuelta al restaurante y vio que la puerta del patio estaba abierta. Asomó la cabeza por la esquina. En una mesa al sol estaba sentada Esther Schmitt. Supuso que la habrían puesto en libertad tras pagar una fianza. Mareike Graf salió por la puerta del comedor y las dos mujeres, que hacía tan solo unos días se habían pegado e insultado, se saludaron y se sentaron juntas tranquilamente. Pia no pudo oír la conversación. ¿Por qué habían fingido una enemistad que en realidad no existía? Todo aquel asunto olía mal.
Un cuarto de hora más tarde el marido de Mareike Graf le daba la mano.
—Por desgracia, mi mujer no está —se disculpó el hombre después de conducirla hasta una sala de reuniones acristalada—. Tenía que visitar algunas obras. ¿Quiere que la llame?
—Su mujer no está en ninguna obra. —Pia observó al hombre: le daba pena, vivía engañado y no tenía ni la más remota idea de lo que hacía su mujer a sus espaldas—. Está con Esther Schmitt en Kelkheim, en el patio del Grünzeug. La he visto allí hace diez minutos…
—Sí, pero… —empezó Graf, y se calló en el acto.
—¿Le ha dicho su mujer por qué fue detenida el lunes? —le preguntó Pia.
—Sí. —El arquitecto asintió—. La Policía la acusó de haber provocado el incendio.
—Pues no. —Pia cabeceó—. La detuvimos porque no tenía coartada para la hora a la que asesinaron a su exmarido.
—No sé si la entiendo. —El pobre Manfred Graf parecía consternado—. ¿Qué tiene que ver Mareike con la muerte de Pauly?
—A fin de cuentas, nada, porque nos ha facilitado una coartada: estaba con el señor Conradi.
—¿Con el carnicero de Kelkheim? —preguntó, estupefacto, Graf.
—Sí —corroboró Pia—. Su mujer dijo que usted aceptaba su relación con Conradi, porque hace años tuvo cáncer y desde entonces es impotente.
Manfred Graf la escuchaba con una perplejidad creciente. Su rostro pasó del blanco al rojo.
—¿Acaso no sabía usted nada de esto? —continuó ella.
—No. —El hombre se sentó y bebió un trago de Perrier. Parecía afectado—. Ni he tenido cáncer ni soy impotente.
—Pero de los antecedentes de su mujer sí estará al tanto, ¿no?
—¿Antecedentes? —El arquitecto dio la impresión de que no podría soportar muchas más novedades acerca de su mujer.
—Vamos a ver: usted y su esposa se conocen de la universidad; es decir, desde hace bastante —prosiguió Pia—. Siendo así, sabrá que en 2003 fue condenada a libertad vigilada por coacción y lesiones.
—No sé de dónde ha sacado usted eso de la universidad —afirmó Manfred Graf con voz apagada—. Mareike entró a trabajar de secretaria en mi estudio hace unos cinco años.
—¿De secretaria? —Ahora era Pia la sorprendida—. Nos dijo que estudió arquitectura.
—Y es verdad. Durante tres o cuatro semestres —contó él—. Cuando la conocí, trabajaba de camarera. Se había separado y necesitaba dinero. Me enamoré de ella, y tres días después de que se divorciara nos casamos. Luego…
El sonido del teléfono de la mesa lo interrumpió. Graf miró fuera, donde una mujer gesticulaba como una loca. Respondió al teléfono con un suspiro y permaneció a la escucha unos segundos.
—Dígale que ahora llamo —repuso—. No… no…, me da lo mismo, aunque sea el mismísimo Bock.
Colgó, se quitó las gafas y se frotó el caballete de la nariz con el pulgar y el índice.
—¿Bock? —preguntó Pia con curiosidad—. ¿Carsten Bock?
—Sí. —El hombre volvió a ponerse las gafas. De pronto parecía viejo y abatido.
Pia lamentó haber tenido que contarle unas verdades tan terribles.
—La empresa que se dedica a la construcción de edificios y a las obras públicas de Bock es nuestro principal cliente —afirmó él. Sus ojos habían perdido todo su brillo—. Ahora mismo tenemos entre manos un gran proyecto en Kelkheim y otro en Wiesbaden para ellos. Pero después de todo lo que acabo de oír, me estoy planteando aceptar su oferta.
—¿Qué oferta?
—A Bock le gustaría tener su propio estudio de arquitectura. Yo hasta ahora siempre he estado orgulloso de ser independiente y la he rechazado, pero creo que me lo voy a pensar mejor.
—No lo haga —recomendó, impulsivamente Pia.
—¿Por qué? —Graf la miró con curiosidad—. ¿Sabe usted algo de Bock? ¿Lo conoce?
—Conocerlo sería decir demasiado —respondió la inspectora—. Lo he visto dos veces.
—Pero no le cae bien, ¿no? —Graf sonrió con tristeza. A mí tampoco. Sobre todo no me fío nada de él, pero mi mujer me anima a aceptar su oferta.
Pia intuyó por qué: resultaba muchísimo más lucrativo divorciarse de un marido podrido de dinero que de un arquitecto acomodado.
—Piénseselo muy bien. —Pia le dejó su tarjeta de visita—. Ah, una última pregunta. El viernes por la noche su mujer llegó a las manos con Esther Schmitt, y hoy las he visto sentadas juntas como si fuesen íntimas amigas. ¿Se le ocurre a usted alguna explicación?
—Puede que ahora que Pauly ha muerto las dos se vuelvan a llevar bien —contestó Graf.
—¿Se vuelvan a llevar bien? —repitió ella, sorprendida.
—Mareike y Esther fueron juntas al instituto y, en efecto, eran íntimas amigas. Hasta que pasó lo que pasó.
—¿Qué sucedió?
El comentario despertó su curiosidad.
—Esther salía con Gunter Schmitt, el mejor amigo de Pauly, los cuatro eran muy amigos. Luego Schmitt enfermó de esclerosis lateral amiotrófica. Se casó con Esther cuatro días antes de morir, cuando ya no podía moverse y estaba en la UCI. Pauly la consoló cuando Schmitt murió. Demasiado, quizá. El día siguiente al del entierro, Mareike los sorprendió en la cama. Ese fue el final de su amistad.
Pia empezaba a entender.
—El edificio en el que está el Grünzeug era del difunto marido de Esther, ¿no?
—Sí —corroboró Graf—. Esther heredó no solo la casa de la Bahnstrasse, sino también otros inmuebles en Frankfurt. —De pronto sonrió—. Mareike, con su casita, no podía competir. Pauly le ofreció quedarse a vivir con ellos, pero habría tenido que dejar el dormitorio.
—Así que no fue Mareike la que se separó de Pauly —razonó Pia.
—Ah, no —replicó Manfred Graf—. Fue justo al revés.
La casa de los Van den Berg se hallaba al final de la Freiligrathstrasse, en Bad Soden, y no se veía desde la carretera. Pia llamó y respondió una voz de mujer. Poco después se oyó un zumbido, el portón se abrió, y la inspectora entró en una amplia finca. Siguió el camino empedrado que arrancaba junto a la entrada y subía hasta la casa, un chalé con ventanas enrejadas y un imponente tejado de pizarra con buhardillas semicirculares. Delante del garaje de dos plazas había un Smart. El ama de llaves la esperaba en la puerta.
—Lukas está enfermo —informó con un acento de Europa del Este.
—No lo molestaré mucho —aseguró Pia—, pero tengo que hablar urgentemente con él.
La casa era más grande por dentro de lo que parecía por fuera. En el recibidor, con el suelo de mármol reluciente en damero, podría haberse celebrado un baile de gala, y los cuadros de las paredes sin duda eran auténticos y valían una fortuna. Pia conocía las casas de la gente adinerada de verdad de Frankfurt, y esa no le iba a la zaga. Siguió a la mujer por una escalera que conducía a una buhardilla. ¿Habría puesto en práctica Lukas sus artes de seducción con la empleada? La mujer se detuvo delante de una puerta y llamó.
—Tiene visita, Lukas —exclamó, y abrió. Se hizo a un lado y la dejó pasar.
La habitación era increíblemente espartana: un armario empotrado, una cama bajo la vertiente, un escritorio debajo del tragaluz. En una mesa había un portátil abierto, ropa tirada por el suelo, y en la pared la misma foto panorámica de gran formato que vio en la habitación de Jonas Bock, aunque algo más pequeña. Sobre la mesa había fotos colgadas en la pared. Pia centró su atención en la cama. Cuando el chico se dio la vuelta y la vio, se sobresaltó sin querer. Así era exactamente como estaba la noche anterior en su sueño, triste, con los ojos hinchados y el pelo revuelto.
—Hola —susurró—. Siento estar en la cama, pero estoy hecho polvo.
—Ya lo veo. Puede que sea mejor que te lleve al hospital.
Pia estaba seriamente preocupada. El chico no se encontraba bien, y para colmo, en esa habitación alta se acumulaba un calor asfixiante.
—No, no quiero ir al hospital. —Lukas miró al ama de llaves, que seguía en la puerta—. Puede irse, Irina —dijo. No vaya a llamar a mi padre. No pasa nada.
La mujer se volvió sin decir palabra y cerró la puerta.
—Mi padre ha contratado a esa espía rusa para que me vigile —explicó el chico, y se dejó caer de nuevo en las almohadas—. De vez en cuando se lo monta con ella y cree que no me entero. Pero probablemente sea su única diversión. Lo envidio.
—¿Dónde está tu madre? —Pia fue hasta la ventana y la abrió del todo, después llevó la silla de escritorio a la cama.
—En Boston. —El muchacho torció el gesto—. En el Instituto Tecnológico de Massachusetts. De profesora invitada de Electrotecnia e Informática.
—Ya —dijo asombrada.
—Mi padre no tuvo hijos en su primer matrimonio —contó Lukas con un tonillo sarcástico—. Decidió que solo cruzaría sus valiosos genes con una inteligencia superior, como la suya. Mi madre, su segunda mujer, le pareció indicada. —Rio sin alegría—. Me sometieron al primer test de inteligencia cuando tenía trece meses, probablemente para asegurarse de que no fuera a ser una mala inversión. Si hubiera sacado un coeficiente inferior a 150, creo que me habrían dado en adopción.
La amargura de su voz le llegó al alma. Al parecer, el chico no había tenido una infancia feliz y despreocupada. Recordó lo que Sander le había contado de los Van den Berg.
—¿Qué tal te llevas con tus padres? —le preguntó.
—Me esfuerzo para estar a la altura de sus expectativas —contestó él con voz apagada—. Puede que lo consiga algún día, cuando gane el premio Nobel. Hasta entonces intento escapar a su control todo lo que puedo. Apuesto a que ahora mismo la espía está llamando a mi padre para decirle que ha venido a verme la Policía.
—¿Tiene algún motivo para desconfiar de ti?
—Mi padre no se fía de nadie por principio. —Lukas hizo una mueca—. Sufre un afán de control patológico.
Clavó la vista en el techo con aire pensativo.
—Tu padre cree que le diste dinero a Pauly —comentó Pia, que recordó la primera conversación con Sander, el día en que encontraron el cadáver de Pauly. En los ojos del chico se encendió una chispa que se extinguió en el acto.
—Eso cree, sí —confirmó—, pero no es cierto. He invertido su pasta de forma provechosa en nuestra empresa, para más señas. —Se paró a pensar un instante—. No —rectificó—, ya no es «nuestra» empresa. Jo ya no está.
Pia aprovechó para abordar el motivo de su visita:
—Hablando del tema, quería pedirte que me buscaras algo en el ordenador de Jonas. Supongo que sabrás dónde está, ¿no?
Lukas asintió, torció el gesto y se frotó los ojos.
—Echo de menos a Jo. Teníamos tantos planes, y ahora… ya no está.
—¿Es verdad que os peleasteis? ¿Por qué?
—¿Quién lo ha dicho? —inquirió, receloso, Lukas—. No será Tarek, ¿no?
—¿Por qué piensas que ha sido él?
—Porque se enteró de que Jo y yo disentíamos con respecto a un asunto. —El muchacho suspiró—. Es lo que pasa cuando se trabaja con alguien. Pero no nos peleamos.
—¿Por eso no fuiste al cumpleaños de Jonas?
Lukas titubeó una décima de segundo.
—Tenía que trabajar. No quería dejar colgada a Esther, como hicieron los otros.
Pia observó su rostro con aire reflexivo. Al parecer, entre los fundadores de la empresa no todo era armonía. Lukas se puso de lado, apoyó la cara en la mano sana y miró a la inspectora fijamente. El sol que entraba por las rendijas de la persiana dibujaba franjas luminosas en la pared de la habitación y confería un brillo dorado a los ojos del muchacho, de un verde fuera de lo común.
—Me entristece mucho lo de Ulli y Jo —confesó en voz baja—. Pero si no hubiera pasado esto, no la habría conocido a usted. Sueño con usted cada noche.
Sin apartar los ojos de ella, retiró la colcha. Solo llevaba puestos unos calzoncillos, y estaba bastante claro con qué soñaba exactamente. A Pia se le aceleró el corazón al recordar la pesadilla del día anterior, y se quedó pensando si Lukas quería confundirla o seducirla.
—Hace ya mucho que los atributos masculinos no me impresionan especialmente —aseguró con una naturalidad que no sentía—. He visto a bastantes hombres desnudos.
—¿De veras?
—Mi marido es médico forense —precisó ella—. ¿A cuántos cadáveres masculinos dirías que he visto en su mesa de autopsias? Todos estaban desnudos…
Mientras al lado, en el cuarto de baño, se oía la ducha, Pia observaba las fotos de la pared frente a la mesa. Eran principalmente instantáneas de gente joven. En varias estaban Lukas y Antonia, abrazados, de la mano, en una moto, junto con Jonas, Svenja y Tarek. Unos minutos después Lukas volvió a la habitación con el pelo mojado y una toalla en la cintura. Al parecer, temía las comparaciones con el material del Instituto Anatómico Forense.
—¿Antonia y tú salíais juntos? —quiso saber Pia, al tiempo que señalaba una de las fotos.
Lukas sacó una camiseta limpia del armario y se la puso. Después se enfundó unos calzoncillos.
—Toni y yo siempre hemos salido juntos —contestó—, pero no como usted piensa. Es mi mejor amiga. Nunca nos hemos acostado. El sexo lo estropea todo.
—¿Alguna novedad? —preguntó Bodenstein a los suyos.
—Nada. —Kathrin Fachinger sacudió la cabeza de mal humor—. Ninguno tenía ni un solo arañazo. Los dos últimos que vieron con vida a Jonas Bock fueron Franjo Conradi, el hijo del carnicero, y Lars Spillner, alias Dean Corso.
Ostermann y ella se habían pasado cuatro horas interrogando a doce chicos y tres chicas de la pandilla de Jonas Bock. A todos les hicieron las mismas preguntas: «¿Cuánto tiempo estuviste en la fiesta de Jonas?». «¿Te peleaste con él?». «¿Sabes si se peleó con alguien?». «¿Lo notabas cambiado últimamente?». Todos ellos se dejaron examinar sin rechistar en busca de mordeduras y tomar muestras de ADN de la mucosa de la boca.
—La fiesta acabó a las diez y media —continuó Ostermann—. Jonas estaba borracho e insultó a sus amigos. Todos ellos habían recibido esa tarde el correo de Jonas, pero nadie se lo explica.
—¿Qué hicieron la noche que mataron a Pauly? —quiso saber Bodenstein.
—Unos estuvieron en el Grünzeug. —Kathrin hojeó las declaraciones—. Otros, con Jonas, en la heladería San Marco viendo el fútbol. El chico bebió bastante. Poco después del descanso de la primera parte llegó Svenja; quería hablar con él, pero la mandó a paseo.
—¿Sabía alguien lo del embarazo?
—No.
—¿Y alguien dijo quién era el hombre que aparece en la foto con Svenja? —preguntó Bodenstein.
—Supuestamente, nadie. —Ostermann se frotó la nuca, agotado—. Pia llamó antes. Stefan Siebenlist no tiene coartada. Cuando fue a detenerlo, le dio un ataque al corazón. Está en el hospital.
Ostermann resumió lo que le había contado Pia de Siebenlist, Mareike Graf y Esther Schmitt.
—Las dos eran íntimas, hasta que Esther le birló el marido a Mareike.
—¿Quién a quién? —preguntó, confuso, Bodenstein.
—Pia fue a ver a Manfred Graf —empezó Ostermann. Y se ha enterado de que el hombre ni tuvo cáncer ni es impotente. Pauly dejó a Mareike después de que Esther heredara de su difunto marido. Era mejor partido.
Bodenstein frunció la frente, meditabundo. ¿Se habían reconciliado Mareike Graf y Esther Schmitt tras años de enemistad para sacar provecho de la muerte de Pauly? ¿Y Siebenlist era el asesino de Pauly? Podía ser perfectamente. El hombre tenía mucho que perder.
Por fuera, la gran nave del cinturón industrial de Kelkheim parecía insignificante y en desuso. Entre las losas de hormigón visto crecían hierbajos; en el solar había toda clase de basura y listones de madera. Lukas rodeó el edificio y llevó a Pia hasta la parte trasera, donde abrió una puerta de hierro vigilada por cámaras. Entraron en una nave que estaba completamente vacía a excepción de unas estanterías llenas de polvo. Por los cristales deslustrados de las ventanas no entraba en la nave más que una luz crepuscular.
—¿Es aquí? —La voz de Pia resonó en el amplio espacio.
—Sí. —Lukas fue hacia una pesada puerta de hierro que se distinguía al fondo—. El equipo vale una fortuna. No podemos dejarlo en mitad de la nave, donde lo pueda ver todo el mundo.
La puerta de hierro tenía unas medidas de seguridad dignas del famoso Fort Knox: vigilancia por vídeo y lector de tarjeta como en el Grünzeug, y además había que introducir un código. Lukas pulsó un interruptor, un fluorescente del techo centelleó y bañó la habitación sin ventanas con una mortecina luz azulada.
—Bienvenida a la central de Off Limits Internetservices —dijo Lukas, y Pia se quedó boquiabierta.
De repente se vio en una especie de laboratorio de alta tecnología que recordaba solo muy vagamente al cuarto de los ordenadores del Grünzeug. Las mesas formaban una larga hilera, Pia contó catorce pantallas planas enfrentadas. El lío de cables que recorrían el suelo embaldosado era considerable. Contra las paredes había estantes con aparatos que parpadeaban y zumbaban. Un sistema de climatización mantenía una temperatura que, viniendo de los treinta grados del exterior, a Pia le resultó excesivamente fría.
—¡Madre mía! —exclamó sin dar crédito a lo que veía. Pero esto no lo podéis haber montado un domingo.
—No, claro. —Lukas sonrió—. Nuestro centro siempre ha estado aquí. Los ordenadores del Grünzeug eran casi testimoniales.
—¿Qué es esto? —Pia se acercó a las consolas y observó las lucecitas, los interruptores, los reguladores y los led.
—Es el corazón de Off Limits, nuestro propio servidor —explicó, no sin orgullo, Lukas—. Ofrecemos a nuestros clientes host propios, lo cual significa que un cliente nos alquila un host y puede acceder a nuestro servidor desde el PC que tiene en su casa y administrar cómodamente su web y trabajar en ella. Diseñamos páginas web a la medida de nuestros clientes, y yo he creado un programa, un editor, con el que los clientes pueden trabajar en su página en línea, tan sencillo como el Word.
—Ya. —Pia empezaba a entender de qué iba la cosa, y estaba impresionada—. Entonces, ¿quién ha levantado todo esto?
—Nosotros solos, poco a poco. —Lukas sonrió divertido—. Para eso utilicé la pasta de mi padre.
—¿Y quiénes son «nosotros»? —se interesó ella.
—Jo, Tarek y yo somos los gerentes —respondió el chico, que se corrigió en el acto—, éramos, vamos. Ahora ya solo estamos Tarek y yo. —Esbozó una sonrisa entre orgullosa y triste—. También contamos con dos programadores, Fischi y Franjo. Lars es el responsable de la red, y Markus se encarga de la contabilidad, las facturas y demás.
—Una empresa en toda regla —constató Pia.
—Pues sí. —Lukas se sentó ante el primer monitor—. Una empresa con su número de identificación fiscal e inscrita en el registro mercantil.
—No entiendo por qué lo llevas en secreto. —Pia se sentó en uno de los taburetes con ruedas—. Tu padre tendría que estar muy orgulloso de ti si viera esto.
—Mi padre está muy lejos de estar orgulloso. —Lukas se tocó el vendaje de la mano derecha y torció el gesto. Según él, esto es una grandísima pérdida de tiempo, quiere que entre en el banco. A decir verdad, es increíble que un hombre de su posición sea tan estrecho de miras.
—¿Cuándo te ocupas de todo esto? —preguntó la inspectora con curiosidad.
—Sobre todo por la noche. —Lukas le sonrió—. Pero el padre de Toni entiende que ya no tenga tiempo para seguir con la farsa de las prácticas en el zoo.
Nada más sentarse delante del ordenador, el chico sufrió una transformación, y Pia vio, con sumo respeto, que aquel era su mundo. Mientras buscaba en las misteriosas tripas de la red de ordenadores lo que Pia le había pedido, concentrado al máximo y sin apartar los ojos de la pantalla, ella le echó un vistazo al lugar. En una pared se veía la foto panorámica que ya conocía. Sin embargo, a esa le faltaba la línea roja que representaba el trazado de la B 8. Se levantó y fue hacia ella. Vista de cerca, parecía distinta de la que tenían Jonas y Lukas en sus casas. No era una fotografía, sino más bien un plano de la ciudad, dividido en una retícula de letras y números. Pia reparó en una frase que había en la esquina superior de la foto: HAZ UN DESCUBRIMIENTO DE MIEDO. ¡ENTRA A FORMAR PARTE DE DOUBLE LIFE!
—Aquí —anunció Lukas de pronto, y ella se volvió—. Debe de ser esto. ¡Guau! Se metió en el ordenata de su viejo. —Una sonrisa de aprobación asomó a su rostro y desapareció en el acto—. ¿Qué es lo que necesita? —preguntó sin más.
—A ser posible, el disco duro entero.
—Por desgracia, eso no va a poder ser. El ordenador forma parte de la red. —Lukas se desplazó en el taburete hasta otra mesa y abrió un cajón—. Pero se lo copiaré todo en una memoria USB. Así podrá coger lo que necesite. —Se puso a trabajar, en silencio y concentrado—. ¡Listo! —anunció al cabo de un rato, y le ofreció a Pia un objeto pequeño plateado.
—Gracias —sonrió ella—. ¿Tú sabías que Pauly os dejó a ti y a tu amigo una cantidad importante de dinero?
El muchacho la miró con cara de sorpresa.
—Eso es absurdo —respondió tras un silencio—. Ulli era más pobre que una rata.
—No exactamente, Lukas. Os dejó un paquete de acciones para vuestra firma por valor de unos ochenta mil euros.
La mano del chico descansaba en el ratón. Su rostro, pétreo, adquirió una palidez cadavérica con la luz del fluorescente. El muchacho tragaba saliva compulsivamente.
—¿Por qué dice eso? —preguntó con la voz tomada.
—Porque es así. Mi compañera estuvo presente en la lectura del testamento.
Lukas miró a Pia en silencio, y después bajó la cabeza y apoyó la frente en la mano izquierda, la ilesa. Desconcertada, ella se dio cuenta de que estaba llorando.
—Lukas… —Quiso acercarse a él para consolarlo o pedirle perdón por haberle hecho daño, pero él hizo un movimiento disuasorio con la mano: al parecer, el hecho de que Pauly lo hubiese tenido en cuenta en el testamento, y tan generosamente, fue un duro golpe.
—No —dijo, controlándose a duras penas—. Por favor. Me gustaría estar solo.
Ella asintió y se colgó el bolso al hombro. Cuando, ya en la puerta, volvió la cabeza, Lukas tenía la frente apoyada en el teclado y sus hombros se movían convulsamente.
Bodenstein se puso de pie y fue al despacho contiguo. Pia Kirchhoff había vuelto. Ella, Behnke y Kathrin Fachinger se hallaban detrás de Ostermann, mirando la pantalla del ordenador.
—¿Qué hay de nuevo? —quiso saber el jefe.
—Aquí están las pruebas que tenía Pauly contra Bock —repuso Pia sin mirarlo—. Lukas ha copiado del ordenador de Jonas toda la correspondencia que mantuvieron Bock y gente de distintas consejerías y ministerios.
Aún le guardaba rencor por la dura reprimenda de esa mañana. Bodenstein hizo como si no se diera cuenta.
—¿Se puede hacer algo con ellas? —preguntó.
—Yo creo que sí —asintió Ostermann—. Nuestros compañeros se van a poner como locos de contento. Jonas debía de meterse en el ordenador de su padre con regularidad. Tardaré un rato en examinar todos los datos.
—Tienes tres horas —concedió Bodenstein—. Mientras tanto iremos a casa de Schwarz, el auto de prisión provisional y la orden de registro están en camino. La señora Matthes me ha confirmado que la noche del incendio vio salir a Matthias Schwarz de la casa.
—Por eso no podemos detenerlo. —Behnke puso cara larga, y a Bodenstein no se le pasó por alto que consultaba repetidamente el reloj.
—¿Tienes algo urgente que hacer esta tarde? —inquirió con dureza.
—No.
Malhumorado, Behnke se encogió de hombros. Claro que tenía algo que hacer: Brasil jugaba contra Japón. Bodenstein sintió cierta alegría malsana: ya no era el único al que se le había fastidiado la tarde. Según lo pensaba se avergonzó. Por regla general, era una persona ecuánime, que sacaba de quicio a compañeros, superiores y sospechosos con su absoluta calma y su imperturbabilidad.
—No vamos a detener a Schwarz por el incendio —explicó—. Pero si no tiene una buena coartada para el martes por la noche, lo detendremos por sospechoso de asesinato.
—¿Y si tiene una coartada? —quiso saber Kathrin.
—En ese caso pondremos en un aprieto a Svenja —contestó Bodenstein, y añadió—: de todos modos eso tendría que haberse hecho hace tiempo.
Pia lo miró con cara de reproche.
—A su novio lo asesinaron el lunes —espetó con frialdad—. Está embarazada y es inestable. Temí que cometiera alguna estupidez si le formulaba más preguntas.
Ostermann, Behnke y Fachinger intercambiaron unas miradas rápidas: todos se habían dado cuenta de la agresividad latente de su jefe y de la tensión que existía entre él y Pia, pero ninguno sabía darle una explicación.
—Avisadme cuando llegue el auto de prisión. —Bodenstein se fue a su despacho y cerró la puerta con más fuerza de la que pretendía. Acto seguido llamó a Cosima.
—No vas a poder, ¿no? —respondió ella.
—Puede que sí —contestó, entristecido.
La voz de Cosima sonaba tan tranquila como siempre que él tenía que cancelar algo a última hora porque le surgía un imprevisto. No era la primera vez que ocurría, pero sí fue la primera vez que él pensó que a su mujer le molestaba.
—Me remuerde la conciencia desde que dijiste que los casos son más importantes para mí que todo lo demás. Porque no es verdad. Es solo que a veces no puedo dejar las cosas sin más y marcharme.
—Bueno, no lo decía en serio —dijo ella riendo—. Esa tarde estaba de mal humor.
—Ya. Pero también puede que solo fueras sincera y dijeses lo que de verdad piensas —insistió él.
Durante un momento reinó el silencio.
—Sé desde hace más de veinte años que de vez en cuando te tienes que quedar a trabajar más de la cuenta —respondió Cosima con gravedad—. Y no te lo reprocho.
Dijo exactamente lo que él quería oír, pero no le gustó. Tendría que haberlo dejado así, pero no pudo hacerlo. Algo en él buscaba guerra.
—Entonces, te parece bien que me tenga que quedar a trabajar después de mi horario.
—¿Se puede saber qué mosca te ha picado? —preguntó, desconcertada, su mujer—. ¡Yo no he dicho eso!
—Pero lo pensabas.
—Escucha —el tono de voz de Cosima se endureció: mis más sinceras disculpas por haber hablado sin pensar. Comprendo tu trabajo, igual que tú comprendes el mío, ¿vale? En el futuro tendré mucho cuidado con lo que digo, ahora que sé que de repente mides mis palabras.
—Que mido… —empezó Bodenstein con vehemencia, pero Cosima no lo dejó continuar.
—Ya sabes dónde estaremos esta noche —lo cortó—. Si consigues llegar a tiempo, me alegraré. Si no, no me enfadaré contigo. Hasta luego.
Bodenstein se quedó mirando el auricular y lo asaltó una ira sorda, contra él mismo y contra Cosima, porque tenía razón y él no. En ese momento llamaron a la puerta. Pia entró y cerró.
—¿Ha llegado el auto? —bufó Bodenstein.
—No.
—Entonces, ¿por qué me molestas?
—Si eres demasiado orgulloso para dar el primer paso, lo haré yo —afirmó ella, impertérrita—. No soy capaz de trabajar bien cuando sé que puedes saltar a la mínima.
Bodenstein abrió la boca dispuesto a darle una respuesta contundente, pero de repente se dio cuenta de que ya no estaba enfadado.
—Ni yo mismo sé lo que me pasa —confesó.
—Todo el mundo tiene un día malo. He venido a proponer que vayamos a ver a Schwarz y te tomes la tarde libre.
—¿Quieres deshacerte de mí? —preguntó Bodenstein, suspicaz.
—Sabes que prefiero mil veces trabajar contigo que con Behnke —repuso Pia con sequedad—. Pero tal como estás ahora, no eres mucho mejor que él en uno de sus días buenos.
Bodenstein no pudo por menos de reírse sin querer. Esa mujer tenía valor. Él jamás se habría atrevido a entrar en el despacho de su jefe si hubiese estado de semejante humor.
—¿Y qué me sugieres que haga? —inquirió.
—A mí, el día de mi aniversario se me ocurrirían mejores cosas que hacer —le respondió.
Bodenstein echó una mirada al calendario de la pared. No tenía ni idea de cómo lo sabía Pia, pero tenía razón. Así que por eso quería Cosima ir a cenar con él y los niños.
—¡Mierda! —farfulló.
—Compra un ramo de flores y vete a casa —le aconsejó—. Y en caso de que hayas estado igual de agradable con tu mujer que con nosotros, discúlpate.
Bodenstein levantó la vista y sonrió compungido.
—Siento haber sido tan injusto, en serio.
—No pasa nada. —Pia también sonrió—. Y ahora vete antes de que cierren las floristerías y no te quede más remedio que comprar en la gasolinera unas flores medio pochas envueltas en celofán.
Cuando Pia, Kathrin Fachinger y Frank Behnke, seguidos de quince agentes de Policía, entraron en la propiedad de la familia Schwarz, Erwin Schwarz y su mujer estaban a punto de salir.
—Perdonen las molestias. —Pia les enseñó la orden de registro—. Tenemos que registrar su casa y las inmediaciones.
—¿Por qué? —Erwin Schwarz se irguió cuan alto era, pero Pia no se dejó intimidar.
—Está todo aquí —le tendió el papel mientras sus compañeros se desplegaban por el patio y por la casa.
Por el rabillo del ojo percibió un movimiento en el granero, luego se oyó un portazo y poco después el motor de un coche. Behnke reaccionó en el acto y, seguido de tres agentes, salió por el portón y se plantó delante del Golf de Matthias Schwarz. Presa del pánico, el joven dio un volantazo y aceleró. Uno de los agentes no se pudo apartar a tiempo y salió volando por encima del coche. Pia corrió hacia el hombre, que quedó tendido en el suelo, retorciéndose de dolor. Schwarz no se detuvo, sino que salió disparado por la calle, derrapando.
—¿Y ahora qué? —preguntó Behnke.
—Creo que sé adónde va. —Pia marcó un número en el móvil—. Llama a una ambulancia para el compañero.
El registro de la propiedad de la familia Schwarz se llevó a cabo con las protestas estridentes de la mujer y las groseras amenazas del agricultor de fondo, que Pia se tomó con absoluta indiferencia. A su juicio, la huida de Matthias Schwarz se debía a la mala conciencia, y no le sorprendió cuando, un cuarto de hora después, agentes de la comisaría de Kelkheim lo detuvieron delante del restaurante Grünzeug. Schwarz acudió en busca de protección a su adorada Esther Schmitt, que sin embargo lo despidió con cajas destempladas. Poco después de las ocho todo había terminado, y Pia volvió a Hofheim con Behnke para tomar declaración a Matthias Schwarz, al que encontraron acurrucado, y en estado de apatía, en una de las salas de interrogatorios.
—Resistencia a la autoridad —empezó a enumerar Behnke—, agresión a un funcionario público, lesiones graves en concurso con homicidio, delito de fuga… Se ha metido usted en un buen lío. ¿Por qué salió corriendo?
Pia y Kathrin esperaban detrás del cristal, observando sin compasión cómo Behnke descargaba en Schwarz la frustración acumulada por la tarde de fútbol echada a perder. El chico miraba al frente, taciturno y sin decir ni pío. ¿Qué golpe había sido más duro para él: un arrebato que acarrearía graves consecuencias o el hecho de que Esther Schmitt lo despachara así? Al cabo de media hora Behnke interrumpió el interrogatorio sin ningún resultado y ordenó que lo encerraran.
—¿Y ahora qué hacemos? —preguntó algo más tarde en el despacho a sus compañeros.
—Que duerma una noche en el calabozo —decidió Pia.
—Es nuestro hombre —aseveró Ostermann con firmeza—. Prácticamente ha admitido el crimen, y he encontrado en su móvil un mensaje que le mandó a Schmitt el 14 de junio: «He hecho lo que querías», dice.
—Eso se puede referir a cualquier cosa. —Pia cabeceó—. Puede que tuviera que coger los tomates o cortar el césped.
—¿Después de que ella le escribiera antes «Procura que ese cerdo no esté cuando yo vuelva»?
—¿Ese cerdo? —repitió Pia.
—Sí.
—Está bien —suspiró ella—. Lo siento, chicos, pero en ese caso me temo que tenemos que ponernos manos a la obra. Behnke, ¿quieres volver a hablar con Schwarz o prefieres a Esther Schmitt?
—Iré a ver a Esther Schmitt. —Behnke se guardó la copia del sms que le había impreso Ostermann—. Ahora ya da igual, el partido ha terminado.
Kathrin lo siguió. Pia bajó a los calabozos y pidió que subieran a Matthias Schwarz.
—No quería atropellar a nadie —fue lo primero que dijo Schwarz—, de veras que no. Con los nervios, se me olvidó que el coche es automático.
—¿Por qué salió corriendo?
El hombre enterró la cabeza en las manos y no dijo nada.
—Señor Schwarz, callando no hace sino empeorar las cosas —aseguró ella con energía—. El juez instructor interpretará su fuga como una confesión de culpa. ¿Por qué salió huyendo?
Silencio. Una mirada vacía.
—Hemos encontrado en su móvil un mensaje de Esther Schmitt. —Pia se percató de la reacción de Schwarz al oír mencionar el nombre de la mujer—. Le pide que se encargue usted de que «ese cerdo» no esté cuando ella vuelva, y el 14 de junio usted le respondió que había hecho lo que ella quería.
Los ojos acuosos de Matthias Schwarz se posaron, mudos, en el rostro de Pia. Después, el joven dejó caer la cabeza de nuevo.
—Mi madre tenía razón —dijo en un susurro—. Solo me ha utilizado.
—¿Qué fue lo que Esther le pidió que hiciera? —insistió Pia—. ¿Dónde estuvo usted el martes por la noche cuando murió Pauly? —Vio que la mandíbula del hombre se tensaba—. Señor Schwarz, estoy esperando —le recordó pasados unos minutos.
Sin previo aviso, él descargó el puño en la mesa. Su musculatura más la rabia, la impotencia y un deseo de venganza absolutamente comprensible daban como resultado una combinación amenazadora.
—¡Esa perra mentirosa! —gritó Schwarz, mirando a Pia con cara de loco—. Las mujeres sois unas víboras.
—Cálmese —pidió ella, si bien fue en vano.
Las compuertas se habían abierto, y Matthias Schwarz se liberó del yugo de la esclavitud: se levantó de un salto, levantó la mesa con las dos manos y la lanzó al otro extremo del pequeño cuarto con una fuerza asombrosa. Pia se puso a salvo saltando deprisa a un lado, y el agente que aguardaba en un rincón se abalanzó sobre el loco furioso, si bien no pudo evitar que el hombre empezara a golpearse la cabeza contra la pared hasta sangrar. Tuvieron que acudir tres compañeros que estaban de servicio para reducir a Schwarz, que acabó gimiendo en el suelo y con las manos esposadas a la espalda. Pia ya había asistido a cosas parecidas, pero ni en sus peores interrogatorios se encontró con semejante arrebato de ira. Se agachó delante de Schwarz.
—¿Mató usted a su vecino Hans-Ulrich Pauly el martes, 13 de junio? —le preguntó.
Él la miró con unos ojos inyectados en sangre, tan decepcionado y tan herido que Pia no pudo evitar que le diera pena.
—Sí. —Sus músculos se relajaron—. Sí, lo maté. Porque era lo que quería Esther.
Cuando se bajó del coche en Birkenhof, Pia estaba cansada. Aunque contaban con una confesión, no tenían al verdadero asesino, de eso estaba segura. A Matthias lo había herido profundamente la frialdad de Esther. El muchacho idolatraba, admiraba y amaba a la pareja de su vecino, era el sol en el limitado universo de su pobre cerebro, pero ella había pisoteado su amor y su lealtad, lo espantó como si fuese un insecto molesto. Schwarz no era especialmente inteligente, pero vio la oportunidad de vengarse y la aprovechó entregando a Esther, acusándola de ser la instigadora del asesinato. Behnke había detenido a Esther Schmitt, aun cuando esta protestó con vehemencia, afirmando que el «cerdo» era un cerdo de verdad, un cerdo vietnamita que Schwarz le regaló. Parecía convincente, y sin duda también hacía honor a la verdad. Como muy tarde al día siguiente, cuando se supieran los detalles, se demostraría que la confesión de Schwarz era mentira. Bodenstein opinaba lo mismo que Pia. Lo había llamado y comprobó, aliviada, que sonaba relajado. Su mirada descansó en la perrera vacía, y sin querer la asaltaron el recuerdo de la masacre de los conejillos de Indias y el miedo de la noche anterior, algo en lo que no había pensado en todo el día. Fue hacia las cuadras. Cuando acabó con el jardín y fue a ocuparse de los animales, el sol ya se había puesto y anochecía. En la nevera aún quedaba algo de salsa verde y un filete empanado, que metió sin más en el microondas. De repente, saltaron los fusibles, el microondas se apagó cuando se fue la luz, y el presentador del telediario se quedó con la palabra en la boca. Pia estaba paralizada en la cocina, con la sangre agolpándose en sus orejas. No soportaría otra noche como la anterior. Salió de casa deprisa y corriendo, se subió al coche y se fue a Frankfurt. Le daba lo mismo lo que pensara Henning de su repentina aparición, necesitaba su impasibilidad objetiva, capaz de ahuyentar todos los miedos y malos espíritus. Tras dar unas vueltas, encontró aparcamiento, y poco después entraba en la casa en la que había vivido tantos años. Henning insistió en que se quedara con las llaves, probablemente con la esperanza de que algún día pudiera convencerla de que volviese. Por guardar las formas, llamó al timbre. Al no oír nada, metió la llave en la cerradura y entró en el piso, que conocía como la palma de su mano. El televisor estaba encendido a todo volumen. En la cocina reinaba el típico caos que Henning solía dejarle a la señora de la limpieza: vasos usados, platos sucios, media botella de vino tinto, restos de sus artes culinarias. Pia sonrió. Antes era ella la que recogía todas las noches, ya que no le gustaba encontrarse la cocina patas arriba por la mañana. Se dirigió al salón y se quedó petrificada en la puerta: sin entender muy bien lo que estaba viendo, clavó los ojos en las extremidades entrelazadas en éxtasis de dos personas que se amaban en la sólida mesa del salón, jadeando y con desenfreno. Curiosamente, lo primero que se le pasó por la cabeza fue que Henning y ella compraron la mesa en un anticuario de la Leipziger Strasse por dos mil trescientos marcos. No estaba preparada para la dolorosa punzada de celos que sintió. Al mismo tiempo, se enfureció al ser consciente de que Henning le había mentido. Sin el traje y las medias de seda, la fiscal Löblich solo resultaba moderadamente atractiva: tenía celulitis en los muslos y el trasero, gordo. Se planteó esfumarse sin más, pero no pudo resistir la tentación.
—La mesa no es tan estable como parece —comentó, y presenció con una satisfacción perversa el clásico coitus interruptus.
—¡Pia! —jadeó, asustado, Henning—. ¿Qué estás haciendo aquí?
—Solo quería devolverte las llaves. Perdona la interrupción.
El forense buscó a tientas las gafas, que estaban en el suelo, al lado de la mesa. Por su parte, la fiscal Löblich hizo lo mismo, mientras intentaba taparse las vergüenzas con la primera prenda de ropa que pilló.
—Te dejo las llaves en la mesa de la cocina. —Pia se volvió—. Que os divirtáis.
—¡Espera! —exclamó él.
Pero antes de que pudiera salir corriendo en su busca, Pia dejó las llaves en el aparador que había junto a la puerta del salón y se fue. Tenía un nudo en la garganta mientras se dirigía al coche, y desoyó a Henning, que la llamaba desde el balcón. Qué extraño, fue ella la que quiso separarse y, sin embargo, nunca en su vida se había sentido más sola que en ese momento.