Lunes 19 de junio
Después de que la Policía científica inspeccionara su Mercedes combi, la cosa pintaba mal para Zacharias. Aunque el coche había sido objeto recientemente de una limpieza en profundidad, en la tapicería del maletero, aunque lavada con champú y tratada con detergentes químicos, se encontraron restos de sangre. En virtud de esta prueba, el lunes por la mañana el juez de instrucción desestimó la libertad con fianza de Zacharias y ratificó el auto de prisión. Antes de que fuese trasladado para que cumpliera prisión preventiva en Weiterstadt, Bodenstein habló una vez más con él. Zacharias estaba sentado en el camastro del calabozo, hundido. Sin cinturón, corbata ni cordones en los zapatos, el hombre ofrecía una imagen lamentable. Afirmaba una y otra vez que ni siquiera había visto a Pauly, y que desde luego no lo había matado. La sangre del maletero de su coche no era de una persona, sino de un jabalí que compró a un cazador amigo y que le había llevado a Conradi para que lo descuartizara.
—Cuénteme algo que anule sus cargos —dijo Bodenstein—. Nombre a un testigo que lo haya visto a usted a una hora concreta y pueda corroborar su versión. Tal y como están las cosas en este momento, el asunto pinta mal para usted.
Zacharias hundió el rostro en las manos y se limitó a sacudir la cabeza. De casa de Pauly había ido directo a su terreno, donde se había quedado hasta la mañana siguiente. ¿Por qué? Porque quería estar solo. Porque se había dado cuenta de que su propio yerno lo había utilizado. Porque no podía soportar más los lamentos de su mujer. Al final, cuando Bodenstein ya se iba, dijo algo sensato.
—Conozco a la chica de la moto —admitió Zacharias con voz ahogada—. Es la novia de mi nieto Jonas.
El lunes por la mañana Bodenstein y sus hombres llevaban al trote al fiscal y al juez instructor. Un matrimonio que vivía en el segundo piso del número 52 de la Starkeradweg, en Sulzbach, había visto en la escalera a Mareike Graf y a Conradi el martes por la noche a las doce y media. Sin embargo, según las declaraciones de varios socios del club de golf, ambos habían salido del club poco después de las diez. Ni la señora Graf ni su amante pudieron o quisieron aclarar dónde habían estado durante esas dos horas largas. Además, llegó el informe del Instituto Anatómico Forense, según el cual las livideces cadavéricas que presentaba el cuerpo de Pauly tenían el dibujo de un palé como el que se encontraba en una de las dos furgonetas de reparto de la carnicería Conradi. Esto, sumado a los motivos que tenían Mareike Graf y Conradi, supuso que el decreto de los autos de prisión apenas fuera una formalidad. Para que los Schwarz, padre e hijo, comparecieran en el Instituto Anatómico Forense bastaba la sospecha de que Erwin Schwarz había estado en casa de Pauly el martes por la noche y probablemente tres días después le prendiera fuego a la casa con ayuda de su hijo. Además, Pia se había hecho con una orden de registro para las dependencias del restaurante Grünzeug. Con la orden en el bolsillo, Ostermann se dirigió a la Hauptstrasse con algunos agentes.
Las ruinas, ya frías, de la casa de Pauly estaban siendo examinadas a fondo una vez más por expertos de la Brigada Provincial de la Policía judicial cuando Pia pasó por delante en dirección a la casa de Erwin Schwarz.
Cuando llegó, Bodenstein escuchaba con semblante imperturbable los reproches de la señora Schwarz. Renate Schwarz era una persona robusta y enérgica, con un rostro duro en el que el paso de los años y las muchas preocupaciones habían dibujado profundas arrugas.
—¿Que mi marido y mi hijo le prendieron fuego a la casa de Pauly? —Se puso en jarras—. ¿Es que se han vuelto todos locos de repente? ¿Por qué iban a hacer eso?
Bodenstein pasó por alto las ofensas.
—¿No le llamó la atención que su marido no estuviera en casa la noche del viernes al sábado? —preguntó.
—Pues claro que me llamó la atención —afirmó la mujer con un timbre de voz que hacía daño a los oídos—. Yo estaba fuera, con los bomberos. Teníamos miedo de que el fuego se extendiera a nuestra casa.
—Cálmese —pidió Bodenstein en tono apaciguador.
—¡Que me calme! —resopló ella, indignada—. ¡Han detenido a mi marido y a mi hijo! ¿Cómo quiere que me calme?
—No están detenidos —puntualizó él—. Los tendrá de vuelta dentro de unas horas.
—Deberían buscar al asesino de Pauly en otra parte, no en esta casa —les aconsejó—. Media ciudad tenía motivos para querer mandarlo al infierno. Ya sufrimos bastante a ese asqueroso en vida.
—¿En qué sentido?
—¿Sabe usted la cantidad de veces que tenían la calle tan llena de coches que no podíamos pasar con los tractores y las máquinas? —respondió, airada, la mujer—. En verano se pasaban la noche entera en el jardín, riendo y cantando, los chuchos de Pauly nos ponían perdida la hierba y nos mataron a un gato. —La señora Schwarz, cada vez más sulfurada, iba dando sin querer posibles móviles de asesinato. Bodenstein y Pia escuchaban con interés, cuidándose muy mucho de interrumpirla—. Y la pelirroja esa —se acaloró la mujer—, su forma de tratar a nuestro Matthias, ¡menuda cara! En cuanto Pauly salía de la casa, lo llamaba y lo ponía a trabajar en el jardín como un poseso. Yo siempre le decía que esa solo lo estaba utilizando, pero a él no le daba la gana escuchar. Cree que tiene algo que hacer con ella. ¡Y un cuerno! Lo único que hace es comerle la cabeza al chico para tener un esclavo barato, nada más.
El móvil de Pia sonó. Era Ostermann, y tenía malas noticias.
Diez minutos después Pia estaba en el sótano completamente vacío del restaurante Grünzeug.
—Mierda —se lamentó—. Demasiado tarde.
—Los pájaros han volado —confirmó Ostermann—. ¿Y ahora qué?
Pia reflexionó un instante. Si quería, podía ordenar el cierre y un registro del local, pero estimó que sería una auténtica pérdida de tiempo. Había visto los ordenadores con sus propios ojos, los montones de cables, las pantallas, el lector de tarjetas electrónico, la cámara de vigilancia de la entrada. Si alguien se había tomado tantas molestias como para llevárselo todo a otra parte en tan poco tiempo, seguro que cualquier otra cosa que pudiera ser sospechosa o estar prohibida ya habría desaparecido del Grünzeug. Ni siquiera sabía qué había que buscar exactamente.
—Preguntaremos a los vecinos de al lado —decidió, y mandó a los agentes a las casas vecinas.
Ostermann y ella volvieron al restaurante. Esther Schmitt estaba detrás de la barra, saboreando su triunfo sin disimulo.
—¿Y bien? —preguntó, sonriendo con malicia.
—Tiene muy buenos inquilinos —contestó Pia—. Se lo han dejado todo impoluto.
—¿Ah, sí? —La mujer abrió mucho los ojos—. Vaya…
—¿Le importaría enseñarnos el contrato de alquiler del sótano? ¿Y los extractos de la cuenta en la que ingresa el alquiler?
A la mujer se le borró la sonrisa de la cara.
—No hay ningún contrato —negó con sequedad—, ni ningún alquiler. Les dejaba el sótano gratis.
—Ya sé que solo cuenta verdades a medias. —Pia sonrió—. Lo de los cincuenta mil euros lo recordó con cierto retraso, pero tal vez se acuerde de a quién le dejaba el sótano y para qué.
Esther Schmitt se puso roja.
—Ahora mismo no tenemos nada que hacer. Mis compañeros pueden ayudarla a buscar con mucho gusto —propuso Pia—. Partiré de la base de que no cobraba el alquiler en negro. Y me imagino que con tantos ordenadores, la factura de la luz será elevada.
—Está bien. —Esther Schmitt dejó el paño en el fregadero—. A algunos chicos se les ocurrió la idea de abrir un cibercafé. No tenían mucho dinero, y tampoco querían tener a desconocidos rondando por el sitio, por eso Ulli y yo pusimos a su disposición ese cuarto. Gratis. A cambio echan una mano de vez en cuando en el restaurante o nos ayudan con sus conocimientos.
—Los chicos. Suena bastante vago. ¿Me podría dar nombres?
—Lukas y Tarek. A los demás solo los conozco por el apodo.
—Puede que quizá conozca mejor el nombre de su clientela femenina —apuntó Pia—. Concretamente, estamos buscando a una chica que tiene un scooter amarillo al que se le ha roto un espejo retrovisor. El día que mataron a su pareja estuvo en su casa, y es posible que sea una testigo muy importante. Al parecer, es la novia de un muchacho llamado Jonas Bock. ¿Los conoce?
El rostro de Esther Schmitt se ensombreció. Quizá no le gustara enterarse de que en su ausencia entraran y salieran jovencitas de su casa.
—Ni idea —afirmó tajante.
—Ya. —Pia se encogió de hombros—. Pero si conoce a una chica que va en un scooter amarillo con desperfectos, llámenos, por favor. Estamos convencidos de que suele venir por aquí.
—Me informaré —prometió Esther Schmitt, circunspecta—, pero esto está lleno de chavalitas con scooter.
—Quiero pensar que le interesa que se esclarezca el asesinato de su pareja —espetó Pia con frialdad—. Ya sabe cuál es mi número.
Los agentes que habían ido a la casa de al lado volvieron e informaron de que un día antes algunos jóvenes se habían llevado todos los ordenadores en un vehículo de alquiler de la empresa Turtle Rent. Tuvieron que hacer tres viajes. Al parecer no iban muy lejos, porque siempre estaban de vuelta al cabo de una hora. Eso era algo que se podía comprobar; alguien tenía que haber alquilado el coche.
El móvil sonó justo cuando Pia estaba en la ducha, lavándose el pelo. Cerró el grifo soltando un taco y salió deprisa y corriendo de la ducha. El teléfono estaba en la mesa de la cocina.
—¡Kirchhoff! —dijo sin aliento mientras contemplaba enfadada el charco que se formaba bajo sus pies.
—Christoph Sander —respondió una voz de hombre. Perdone que la moleste a estas horas.
El corazón de Pia se aceleró sin querer.
—No me molesta —se apresuró a decir—. ¿Qué tal su mano?
—¿Mi mano? —Sander pareció desconcertado—. Ah, sí. Ya casi está bien.
Pia se percató de que le había hecho perder el hilo.
—He estado pensando en la conversación que mantuvimos el sábado —empezó él—. Sobre la chica a la que están buscando…
A Pia le desilusionó que solo le interesara el caso.
—La mejor amiga de mi hija tiene un scooter amarillo —prosiguió—. Se han ido ahora mismo y he visto que la moto de Svenja tiene un retrovisor roto. Entonces me he acordado de lo que me dijo usted.
—¿Cómo se llama la chica? —preguntó, atenta, Pia.
—Svenja. Svenja Sievers.
El nombre le sonaba vagamente de algo. Lo había oído no hacía mucho tiempo, pero ¿dónde? ¿Y en qué contexto?
—Mi hija es muy amiga de Svenja —contó Sander—, pero desde hace unos días la chica está muy rara. Por lo visto, el sábado se peleó con su novio, y desde entonces no para de llorar.
Pia se enderezó e intentó ordenar las ideas.
—¿Conocían las chicas a Pauly? —quiso saber.
—Lamentablemente, sí —contestó Sander—. Acabaron en el círculo de Pauly por el novio de Svenja. Por suerte mi hija tuvo el suficiente sentido común para calar a ese tipo, pero Svenja se quedó muy impresionada con él.
Pia volvió al cuarto de baño y se envolvió en una toalla, como si Sander pudiera verla.
—¿Dónde están las chicas ahora? —preguntó.
—No lo sé. Antonia no ha dicho nada.
—¿Dónde vive Svenja? —continuó Pia—. ¿Qué hay de sus padres? ¿Sabrán ellos dónde está?
—Me temo que saben menos que yo —repuso él—. Svenja no se lleva bien con su madre, y su padrastro trabaja en el turno de noche en el aeropuerto.
—Probablemente sea inútil ponernos a buscarlas al tuntún. —Pia se sentó en el borde de la bañera para meditar, y al final prosiguió—: El hombre que vio a la chica dijo que podía tratarse de la novia de Jonas, el hijo del señor Bock. No será esa la amiga de su hija, ¿no?
Durante un momento se hizo el silencio en la línea.
—Pues sí —afirmó Sander—. Svenja es la novia de Jo.
Svenja. Jo. De pronto Pia se acordó. «Y esos de ahí son Jo y Svenja». Se lo dijo Lukas la noche que fueron al castillo, y Pia recordó que el día anterior había visto al tal Jo en el Grünzeug. Poco a poco iba viendo la relación: Boris Balkan, en realidad, se llamaba Jonas. Era hijo de Carsten Bock, que le había dejado a Pauly un mensaje en el contestador automático diciendo que sus abogados se le echarían al cuello. De manera que el abuelo de Jonas era Norbert Zacharias, que estaba metido en un buen lío y estaba en prisión preventiva como sospechoso de asesinato. Ahora bien, Jonas era amigo de Pauly y habitual del restaurante Grünzeug. ¿De qué lado estaba el muchacho?
Esa noche Cosima había invitado a todos los que habían colaborado con ella los meses previos en el proyecto. Querían tratar algunos detalles, pero sobre todo celebrar que la película estaba lista. Bodenstein la ayudó a poner la mesa en la terraza, puso a enfriar champán y subió un buen vino tinto de la bodega. Estaba descorchando las botellas cuando Rosalie entró en la cocina desde el garaje con el casco de la moto colgando del brazo. Era clavada a Cosima, y por si fuera poco, también había heredado su pelo rojo, que ahora llevaba teñido de rubio platino.
—Vaya, si estás aquí —le dijo a su padre sin mucho entusiasmo, y luego abrió la nevera y echó un vistazo.
—Bonita forma de saludar. —Bodenstein recordó los tiempos en que por la noche su hija le echaba los brazos al cuello alegremente y la miró con desaprobación. ¿Y así vas por ahí en moto?
Rosalie llevaba unos vaqueros con el tiro tan bajo que se le veían las gomas del tanga, y la blusita le dejaba al aire todo el vientre. Así iban vestidas las furcias que frecuentaban la zona de la estación.
—Qué remedio —fue la aguda respuesta—. No tengo coche y el de mamá está para el desguace.
Bodenstein cabeceó. Poco a poco Lorenz empezaba a mostrarse razonable, pero Rosalie aún vivía las últimas etapas de obstinación de una pubertad bastante intensa con todos sus síntomas secundarios.
—Por cierto —dijo de pronto—, tengo un trabajo superguay para el verano.
—No me digas que te han dado la pasantía en Lovells.
—No —negó la chica, y metió la punta del dedo índice en una de las salsas para la barbacoa—. Tengo un trabajo en Cas Viajes, en Sóller, Mallorca.
—¿Cómo? —Bodenstein miró a su hija con cara de desconcierto—. Y de qué, si se puede saber.
—A ti probablemente no te parezca tan guay. —Rosalie asentó hábilmente el pequeño trasero en la encimera, entre una fuente con berenjenas y calabacines a la vinagreta y una ensaladera con lechuga—. De ayudante de cocina y camarera. Pero me dan ochocientos euros, y la manutención y el alojamiento son gratis. Y el chef es ¡Claudio Belcredi!
Bodenstein dejó la botella de vino.
—¿Quieres trabajar de ayudante de cocina en Mallorca? —preguntó para cerciorarse—. ¿Es que te ha dado una insolación? Creía que querías estudiar Derecho y hacer prácticas en verano en ese bufete de Frankfurt.
—El Derecho es aburrido. —Rosalie sacudió la cabeza. Quiero ser cocinera. ¿Sabes quién me ha conseguido ese supertrabajo en Mallorca?
—Lo intuyo. —Bodenstein profirió un suspiro—. La idea te la ha metido en la cabeza el maître St. Claire, ¿a que sí?
Jean-Yves St. Claire era el afamado cocinero francés al que su cuñada había contratado durante algún tiempo en su hotel. Cosima le había contado a Bodenstein que Rosalie estaba loca por el temperamental francés del sur.
—No me ha metido ninguna idea —se defendió ella, y se puso a mover las piernas con indiferencia, pero su padre vio que se había puesto roja—. Solo me ha aconsejado que trabaje en una cocina antes de que me decida en serio a ser cocinera.
Cosima entró en la cocina.
—Bájate de ahí, Rosalie —ordenó. La muchacha obedeció, pasó por delante de su madre y abrió la nevera de nuevo—. Deja eso. —Cosima la apartó del frigorífico y cerró la puerta.
—Es que quiero beber algo —se quejó la chica.
—Pues ve a buscarlo al garaje.
—Está calentorro… lo…
—¡Sal de aquí! —le gritó Cosima a su hija.
—El que grita pierde la razón —respondió, ofendida, Rosalie, y se fue.
—Me saca de quicio. —Cosima se apoyó en la pila y lanzó un suspiro—. Todo me saca de quicio.
Bodenstein observó a su mujer. Cosima siempre había sido delgada, pero de un tiempo a esa parte su delgadez parecía enfermiza. Estaba muy pálida y tenía unas ojeras que no le había visto nunca.
—Necesitas descansar urgentemente —le advirtió—. Me alegro de que por fin hayas terminado esa película.
—Sí, sí, te alegras… —repuso ella con sarcasmo—. Sé que no te apetece lo más mínimo pasarte la noche entera hablando de la película, cuando en la cabeza solo tienes tu caso.
El reproche era injusto, y no hacía honor a la verdad.
—Aquí cargo yo con todo —se lamentó ella, en tono estridente—. Aquí solo soy la cocinera y la mujer de la limpieza, y tengo que apañármelas yo solita.
Bodenstein, que no se explicaba la vehemencia del arrebato de su mujer, no se sentía culpable. Durante un rato la estuvo oyendo despotricar en silencio.
—Tú te vas por la mañana y me dejas a mí todo —le echó en cara—. Y no te interesa lo más mínimo lo que hacen tus hijos.
—Un momento —la interrumpió él, consternado—. Me interesa, y mucho, todo lo que hacéis tú y los niños. Tengo…
—¡No mientas! —Cosima alzó la voz—. Pero ¿sabes qué? Vete al coche y ocúpate de tu caso. Me las puedo apañar perfectamente sin ti, si no te apetece hablar con mis amigos.
—¿Se puede saber qué mosca te ha picado? —preguntó Bodenstein, también a voces.
Rosalie entró en la cocina.
—Uy, pelea conyugal —dijo, y acto seguido, Cosima, la imperturbable, rompió a llorar, pasó por delante de su hija y salió corriendo de la cocina. Padre e hija se miraron desvalidos y confusos—. ¿Qué le pasa? —quiso saber Rosalie—. ¿Es la menopausia o qué?
—No hables así de tu madre.
A Bodenstein se le olvidó en el acto el enfado y subió al dormitorio detrás de Cosima, preocupado. Oyó sollozos desconsolados en el cuarto de baño. Su mujer, sentada en el borde de la bañera, tenía en las mejillas churretones negros de rímel. Bodenstein se agachó a su lado y le acarició la rodilla con delicadeza. Cosima pasó de los sollozos histéricos a una risa igualmente histérica y, de pronto, se desmayó. Él logró impedir por los pelos que se golpeara la cabeza contra los azulejos. La levantó en brazos, la llevó al dormitorio y la depositó en la cama. Rosalie estaba en la puerta, consternada.
—Creo que vamos a tener que suspender la fiesta —murmuró Bodenstein.
Delante del Grünzeug había algunas bicicletas, motos y scooters, pero no un scooter amarillo. Pia entró en el restaurante. Ver a Lukas tras la barra le provocó una sensación extraña en el estómago. Esa tarde no había mucho movimiento; los jóvenes que solían frecuentarlo, al parecer se divertían en otra parte. Lukas la saludó como si estuviera encantado de verla y no le guardase rencor por las calabazas del sábado por la noche.
—Hola. —Pia se sentó en uno de los taburetes; estaban todos desocupados—. Esto está muy vacío.
—El fútbol —señaló con el pulgar a su espalda, hacia el patio—. ¿Quiere tomar algo?
—Pues sí. ¿Qué me recomiendas?
—Mi especialidad es el Sex on the Beach —respondió mientras le guiñaba un ojo, un gesto en él arrollador.
Pia intuyó que por lo menos el cincuenta por ciento de las chicas iba al Grünzeug solo por verlo.
—Creía que ya habíamos aclarado ese tema —zanjó ella con sequedad—. Me apetece una piña colada, pero no te pases con el ron.
—De acuerdo.
Pia observó cómo Lukas preparaba hábilmente el cóctel.
—Dime —apoyó la barbilla en la mano—, ¿qué sabes de ese misterioso cibercafé del sótano que desde hoy ya no existe?
—De misterioso no tenía nada —repuso, asombrado, el muchacho—. Poco a poco fue creciendo y, claro, también se fue corriendo la voz. Como no paraba de llegar más gente a la que Ulli y Esther no querían ver por allí, lo convertimos en una especie de club. Privado, por así decirlo.
—¿Y por qué ya no está?
—De repente, Esther pretendió hacernos un contrato y cobrarnos el alquiler, y a algunos de nosotros no nos hizo gracia. —Le sirvió el cóctel, debidamente decorado y acompañado de fruta exótica. Sonaba verosímil: Esther Schmitt era codiciosa—. ¡A su salud! —Se inclinó hacia ella sobre la barra.
—¿Te llevas bien con ella? —Pia probó la piña colada y exclamó entusiasmada—. Mmm… qué rica.
—¿Con Esther? Ah, sí. —Lukas titubeó y apoyó los codos en la barra—. Aunque no es como Ulli, no está mal.
—¿Qué quieres decir? —preguntó Pia, presa de la curiosidad.
—Esther es la que lleva esto. Tiene que mirar los gastos. A Ulli el volumen de ventas, los sueldos, los costes o la declaración de la renta le traían absolutamente sin cuidado. Siempre andaba con ideas nuevas y salidas espontáneas, pero Esther lo frenaba. —Sonrió entristecido—. Según Ulli, era una avara estrecha de miras. Él tenía grandes visiones, y no le apetecía lidiar con lo cotidiano.
—¿Adónde habéis llevado los ordenadores? —siguió Pia.
—A un almacén del cinturón industrial de Münster —contestó Lukas—. Es del padre de un colega. Vamos a seguir ahí.
—¿Con qué?
—Con el ciber solo para socios.
Sonrió, y Pia recordó sin querer la expresión de deseo en sus ojos. Seguro que así se ligaba a cualquier chica que quisiera: unos cuantos cumplidos, miradas profundas con esos ojos verde hierba, un aire melancólico, un poema…
—¿De verdad no tienes novia? —Pia sorbió lo que quedaba de piña colada con la pajita.
—No. —Lukas echó mano de la copa—. ¿Le apetece otra?
—Sí, pero esta vez sin nada de alcohol, por favor —Pia asintió—. ¿Por qué no tienes novia? Con esa cara, seguro que te persiguen un montón de chicas.
Durante una décima de segundo el rostro del muchacho se ensombreció.
—No hay nada más aburrido que las chicas jóvenes que me idolatran y no tienen espíritu crítico. Odio las cosas fáciles.
Pia lo miró con cara pensativa. ¿Es que no solo los feos, los gordos y los que tenían granos estaban descontentos con su apariencia? ¿Podía ser la belleza una carga?
—Te has llevado muchos chascos. —Pia sabía que se adentraba en terreno peligroso, pero le interesaba de veras.
Lukas bajó la coctelera y frunció el ceño.
—Supongo que tengo demasiadas expectativas —concluyó.
—¿Expectativas en lo referente a las chicas?
—No, en lo referente a la vida. Lo puede comparar con este cóctel. Sabe cómo debería ser su sabor, y tiene ganas de beberlo, pero luego solo sabe a agua. Insípido. Eso es lo que me suele pasar.
Le sirvió a Pia la segunda piña colada, esta vez sin alcohol.
—Suena muy frustrante, la verdad —opinó ella.
—La mayoría de las cosas no son lo bastante importantes como para frustrarme. —Lukas cruzó los brazos y la miró ladeando la cabeza—. Busco desafíos. Preferiblemente los que a primera vista me parecen insalvables.
A sus labios asomó una sonrisa que desarmaba. Pia no ahondó en el comentario y bebió un sorbo. Era hora de abordar el verdadero motivo de su visita.
—Tu amigo Jo en realidad se llama Jonas Bock, ¿no?
—Sí.
—Y su novia se llama Svenja.
—Ajá. —Lukas la miró fijamente—. ¿Por qué?
—Porque Svenja tiene un scooter amarillo —respondió ella.
Sorprendido, el muchacho arqueó las cejas, pero antes de que pudiera decir nada llegó Aydin y le pidió unas copas. En el patio se oían los gritos de los que veían el fútbol, probablemente habían metido un gol. Aydin miró con recelo a Pia, se apoyó en la barra a la espera y vio cómo Lukas preparaba las bebidas. Por su forma de comérselo con los ojos, Pia comprendió que también ella era una presa fácil para el chico.
—Así que Svenja es la chica a la que busca… —comentó Lukas cuando Aydin se fue con la bandeja llena—. Ni se me pasó por la cabeza.
—¿Qué podía querer Svenja el martes de Pauly? —quiso saber Pia.
—Ni idea. —Lukas fregó los vasos que Aydin le había llevado—. Puede que lo sepa Toni. Antonia Sander.
—Sé quién es Antonia. ¿Sabes dónde podrían estar ahora las chicas?
A Lukas se le resbaló un vaso, que cayó al suelo y se rompió.
—Mierda —maldijo entre dientes, y recogió los cristales. Puede que se pasen por aquí más tarde.
—¿Sabes si Jo y Svenja se han peleado por algo últimamente? —preguntó ella.
—Menudas preguntas hace… —Lukas sonrió, pero a Pia le dio la impresión de que de pronto el muchacho se ponía a la defensiva—. ¿Cómo voy a saber yo eso?
—He oído que Jonas y Svenja mantuvieron una fuerte discusión el sábado.
—Pues yo no sé nada —aseguró él—. Pero tampoco volví al castillo.
—Y el domingo, cuando os llevabais los ordenadores, ¿no te dijo nada Jonas? —insistió ella.
—No. Estaba de muy mal humor, pero pensé que era por lo de Esther.
Un grupo de gente joven entró en el restaurante y ocupó varias mesas, riendo y arrastrando las sillas. Lukas ya no tenía tiempo para charlar. Como no quiso cobrarle nada, Pia dejó diez euros en la barra, le dio las gracias y se levantó.
—Estoy seguro de que Svenja no tuvo nada que ver con el asesinato de Ulli —dijo Lukas—. Le caía bien, como a todos nosotros.
—Pero puede que viera al asesino —aventuró Pia—. Si él también la vio a ella, corre un gran peligro. Si por casualidad la ves esta noche, por favor, dile que me llame cuanto antes, ¿vale?
—Claro —asintió él, y se acercó más a la barra—. Y señora Kirchhoff…
—¿Sí?
—El mensaje que le envié iba en serio.