Miércoles 21 de junio
Poco después de las tres, Pia paró el coche delante del portón de Birkenhof. Ella y Ostermann se habían pasado media noche revisando los datos del disco duro del ordenador de Pauly, pero no había una sola prueba de que este tuviera algo sólido contra alguien. ¿De verdad lanzaba únicamente amenazas vacías? Pia se bajó con el motor en marcha y fue a abrir. El corazón se le aceleró cuando se dio cuenta de que la puerta estaba entornada, pero no cerrada.
—No puede ser —murmuró.
No se olvidaba de cerrar nunca, ya que precisamente en verano había mucho movimiento en el camino asfaltado que discurría paralelo a la A 66 desde Unterliederbach hasta Zeilsheim. A media tarde se llenaba de gente que salía a correr, a pasear, a patinar o a montar en bicicleta, además de los jornaleros de la finca colindante, la Elisabethenhof. Pia se inclinó y examinó la cerradura a la luz de los faros del coche: no estaba forzada. Antes, cuando había ido a buscar los caballos y darles de comer a toda prisa, ¿tan distraída estaba que no echó la llave? Asaltada por un mal presentimiento, entró en su finca, se bajó de nuevo y cerró el portón. En las cuadras le dio al interruptor del alumbrado exterior y fue a ver a los caballos. Las yeguas la miraron adormiladas; los potros dormían tumbados en la paja. Todo estaba en orden. Pia se tranquilizó. Era una noche de verano agradable, el aire era tibio y olía a lilas y a las rosas que trepaban por la pared del establo. Fue hacia la casa, y allí se llevó un nuevo susto: la puerta estaba abierta de par en par. Si Henning hubiera ido, la habría llamado; además, estaba obsesionado con lo de cerrar. En la carretera vecina había tan poco tráfico que Pia podía oír los latidos de su corazón. Volvió al coche, arrancó y encendió las luces. A continuación, marcó el 112. Segundos después contestó el agente del puesto de control.
—¿Podéis mandarme a alguien? —pidió ella después de explicar lo sucedido.
—Claro. Ahora mismo. No entre sola en la casa.
—No pienso hacerlo, no me apetece hacerme la heroína.
Pia colgó y volvió al portón para dejárselo abierto a sus compañeros. Con el corazón desbocado y la Sig Sauer en las manos sudorosas, permaneció a la espera del coche patrulla, que apareció minutos después.
Vio cómo se iba encendiendo la luz en cada una de las habitaciones y su pulso se normalizó. Poco después apareció en la puerta uno de los dos agentes y la llamó para que se acercara.
—Aquí no hay nadie —afirmó al tiempo que enfundaba el arma—. Mire a ver si falta algo.
Pia fue de habitación en habitación, pero todo parecía estar como ella lo había dejado.
—De todas formas, este no es sitio para que viva una mujer sola —observó el otro policía.
—¿Y qué propone usted? —Pia se sentó en una silla de la cocina y notó que seguía temblándole todo el cuerpo. ¿Que salga a pillar al primer tío que pase?
—No tiene por qué ser un hombre. —El agente sonrió. Para empezar, bastaría con un perro; aquí hay sitio más que de sobra. Y ahora váyase a dormir. Nosotros nos quedaremos fuera. Nuestro turno termina a las seis de la mañana; si no pasa nada hasta entonces, esperaremos aquí.
Profundamente agradecida, Pia esperó a que ambos estuvieran fuera y apagó todas las luces, se desvistió y se metió en la cama. Aunque estaba firmemente convencida de que no podría pegar ojo, al cabo de unos minutos se quedó dormida como un tronco.
Alrededor del mediodía llegó el informe de autopsia provisional del Instituto Anatómico Forense. Antes de morir, Jonas tuvo que sostener una pelea: tenía grandes heridas en las manos y los antebrazos, y en la boca y entre los dientes había tejido humano. Jonas Bock había muerto debido a la oclusión de las carótidas, que había interrumpido la llegada de sangre al cerebro; es decir, por ahorcamiento. Pero ni siquiera Kronlage, el forense que practicó la autopsia, supo decir si la muerte se la había causado él mismo u otra persona. Los resultados de los análisis de ADN de las muestras del tejido que encontraron en la boca de Jonas y de la sangre de su camiseta eran particularmente extraños, ya que dicho ADN coincidía casi por completo con el del chico.
—¿Tenemos ya el informe del laboratorio de la cuerda y el gancho? —quiso saber Bodenstein.
Levantó la cabeza y vio los trasojados rostros de su equipo: Pia Kirchhoff y Kai Ostermann habían estado revisando el disco duro del ordenador hasta tarde, y Behnke había celebrado por todo lo alto la victoria de la selección alemana. La única que parecía haber dormido y descansado era Kathrin Fachinger.
—Sí. —Ostermann hojeó los faxes que habían llegado por la mañana del laboratorio de la BPPJ—. Espere un momento… aquí, en el gancho oxidado del que colgaba el cuerpo, han encontrado una rozadura clara y han comprobado que el roce se debe a la cuerda de nailon.
—Eso podría querer decir que alguien lo levantó —aventuró Bodenstein—. Pero el chico debía de estar vivo aún, porque murió ahorcado.
—Puede que lo hiciera él mismo y la cuerda cediese —opinó Behnke.
Reprimiendo un bostezo, Pia miraba las fotos del cuerpo que habían tomado los criminólogos en el lugar de los hechos. De pronto se detuvo.
—¡Mirad esto! —exclamó al tiempo que levantaba una foto que había sido sacada desde atrás, en diagonal—. ¿No veis aquí nada raro?
Los demás observaron la instantánea con detenimiento.
—¿A qué te refieres? —preguntó Kathrin Fachinger.
—Imagínate que te quieres ahorcar y te pones una cuerda al cuello. —De repente Pia estaba completamente despierta—. ¿Cómo lo harías?
Kathrin Fachinger hizo como que se ponía una cuerda en el cuello, y con una mano se sujetó el pelo, que le llegaba por los hombros, y se lo echó a un lado.
—¡Para! —gritó Pia.
Todos la miraron asombrados y confusos.
—Mirad la foto —pidió, agitada—. El chico tiene el pelo metido por dentro de la cuerda. Si se hubiera ahorcado él, se lo habría apartado, como acaba de hacer Kathrin.
Bodenstein la miró y esbozó una sonrisa de aprobación.
—Podría ser un indicio de que no lo hizo él —confirmó.
—El chaval tenía 2,5 mg de alcohol en la sangre —objetó Behnke—. Probablemente el pelo le importara un pepino.
—No lo creo. —Pia cabeceó—. En la gente que lleva el pelo largo es un acto reflejo.
—Lo cual significaría que a Jonas lo asesinaron —razonó Kathrin con aire pensativo.
—Exacto —convino Pia.
—Y antes de morir mordió a su asesino —añadió Bodenstein.
—Así que el asesino de Jonas tendrá una mordedura. —Ahora que también Bodenstein aceptaba la tesis del asesinato, Behnke se avenía de inmediato a ello—. Deberíamos hablar con todos los que asistieron a la fiesta. Y además podríamos tomarles muestras de saliva.
—Sí, buena idea —asintió Bodenstein—. Los llamaremos a todos.
—También tenemos el análisis de la tarjeta SIM que encontramos en la parcela de Zacharias —recordó Ostermann—. Era el móvil de Jonas Bock.
Aparte de un sinfín de tonos, logos y números de teléfono, el muchacho también tenía guardadas en la tarjeta fotos, que ahora miraban los miembros de la K 11 en la pantalla de Ostermann. La modelo preferida de Jonas era su novia, Svenja: su bello rostro se hallaba en casi cuarenta fotos.
—Por favor, vaya una mierda que fotografían —observó Behnke: coches, botellas vacías en fila, jóvenes riendo y haciendo muecas, imágenes borrosas de documentos.
—¿Puedes ampliar eso? —pidió Pia—. ¿Qué será?
Ostermann fue haciendo clic con el ratón y las imágenes aumentaron de tamaño, si bien la calidad empeoró más aún.
—Dame algo de tiempo y conseguiré que se pueda leer.
—Ahí, mirad. —Pia señaló una de las fotos—. Ese es Pauly. Y con qué cara de adoración lo mira Svenja. Y ese… ¡ese es Lukas!
Se fijó más: Svenja, abrazada por Lukas, sonreía a la cámara de Jonas.
—Algo bajito, tal vez, pero guapo —Behnke sonrió con malicia—. No es de extrañar que quisiera usted estar a solas con él.
Pia no reaccionó a la provocación.
—Esta es la última foto que se hizo. —Ostermann, meditabundo, hacía girar la foto en la pantalla—. ¿Qué es eso?
—Imprímela —propuso Pia. Segundos después salía el papel de la impresora—. ¿Tú qué opinas, jefe? —Pia le pasó la fotografía a Bodenstein.
—Mmm… —Bodenstein pensaba—. Parece una ecografía, la eco de un feto.
—Yo también lo creo. ¿Qué hace una foto como esta en el móvil de Jonas?
—Pues muy sencillo —razonó Bodenstein—: su novia está embarazada.
—¡Menuda bomba! —Pia sacudió la cabeza. Eso explicaría la mala cara de Svenja: algunas embarazadas sufrían las clásicas náuseas todo el día—. Tenía alrededor de cien mensajes en el móvil —dijo—. El último se lo escribió a Svenja, a las 22.56. Debió de morir poco después. Kronlage calcula que la muerte sobrevino entre las 22.30 y las 23.00 horas. —Pia hojeó lo que habían impreso—. Jonas hizo las últimas llamadas a las 22.19 y a las 22.23, ambas a Svenja, y utilizó el teléfono por última vez a las 22.11, aunque por desgracia el que le llamó ocultó el número. Y después entraron otras cuatro llamadas que ya no pudo atender, y a partir de las 0.22 el móvil estaba apagado.
Bodenstein miraba expectante mientras Pia pasaba hojas en busca de algo.
—En el teléfono solo estaban las huellas de Jonas —añadió—, y no había ningún motivo de asesinato. ¿Por qué estuvo apagado el móvil más de una hora?
Carsten Bock, con camisa y pantalón negros, les abrió la puerta; tenía el rostro, ya de por sí delgado, demacrado. Parecía no haber pegado ojo.
—¿Qué tal está su mujer? —se interesó Bodenstein cuando cruzaron el recibidor de la mansión-castillo hacia la biblioteca.
—¿Cómo quieren que esté? Está tomando tranquilizantes —repuso él—. Ha venido su madre.
Cedió el paso a Bodenstein y Pia y cerró la puerta una vez que estuvieron dentro de la biblioteca.
—¿Hay alguna novedad?
—A su hijo lo mataron —asintió Bodenstein—. El asesino debió de colgarlo para encubrir el crimen.
—¿Y qué van a hacer ahora? —preguntó Bock con voz ronca.
—Buscamos a alguien que tuviera un motivo para matarlo —respondió Pia—. No muy lejos de su cuerpo encontramos su móvil. Pero con los nombres de la agenda y las fotos que hizo no hemos sacado, ni sacaremos, nada en claro. Confiamos en que usted pueda ayudarnos.
—Lo intentaré.
Pia no perdía de vista a Bock. Había algo en él que le inspiraba desconfianza. No se comportaba como un padre que se enfrenta a la muerte violenta de un hijo. Carsten Bock distaba mucho de estar conmocionado; su frialdad y su falta de emociones dejaban helada a Pia. Abrió el bolso, sacó las impresiones de las fotos del móvil de Jonas y se las pasó al hombre, que las hojeó deprisa.
—¿Reconoce a alguna persona o algún lugar donde se hayan podido hacer las fotos? —le preguntó—. A esta de aquí, a la novia de su hijo, sí la conocía, ¿no es así?
—Sí, claro que conozco a Svenja —replicó Bock—, y este es Lukas Van den Berg. Algunos me suenan, pero no sabría decirles los nombres.
—¿Podría darnos el nombre del amigo con el que vivía Jonas cuando se fue de casa?
Bock fue pasando fotos, señaló una y torció el gesto.
—Este; Tarek Fiedler.
Pia observó la fotografía y reconoció al joven de rasgos asiáticos y cabello negro por los hombros que fue a buscar a Esther Schmitt a su casa el sábado por la mañana en la furgoneta de reparto. Además, esa misma noche Pia también lo había visto en el castillo de Königstein.
—No se llevaba bien con su hijo, ¿no? —preguntó Bodenstein.
Bock vaciló.
—A lo largo de los últimos meses Jonas cambió mucho. —El hombre se pasó una mano por el enjuto rostro—. Antes le gustaba practicar deporte, jugaba bien al tenis y le entusiasmaba la vela. Los fines de semana solíamos salir con la bicicleta de montaña. Pero desde que conoció al tal Tarek ya no le interesaba nada de eso. De repente se pasaba las horas muertas delante del ordenador y hablaba de ganar dinero.
—¿No le caía bien el amigo de su hijo? —inquirió Pia.
De pronto Bock parecía tenso.
—No. —Le devolvió las fotos—. Me cayó mal desde el principio. Jonas siempre tuvo un círculo de amigos amplio, pero de pronto todo giraba únicamente en torno a Tarek. Cuando me enteré de que Tarek había solicitado empleo de responsable de informática en mi empresa, me extrañó.
—¿Por qué? —quiso saber Pia.
—Me dio la impresión de que en realidad a Tarek no le importaba mi hijo, sino que únicamente era un medio para conseguir un fin. —Bock se detuvo un instante—. Elegimos a otro para el puesto, y Jonas nos trajo a casa a Tarek. No querían entender que yo no tengo nada que ver con las decisiones relativas al personal. Jonas me instó a que contratara a Tarek.
—Pero usted no lo hizo —apuntó Pia.
Bock la escrutó.
—Cuento con un jefe de personal que sabe de lo suyo. Si no quiso a Tarek, sus razones tendría. No contratamos a nadie solo porque sea amigo de mi hijo. Eso fue lo que les dije a Jonas y Tarek.
—Y entonces se pelearon.
—Entonces, no. Pedí la documentación que había que presentar para el empleo y vi que Tarek no estaba cualificado para ese puesto: ni había terminado los estudios ni tenía experiencia. Le ofrecí trabajar en atención al cliente o en las obras, si necesitaba un empleo a toda costa, pero no quiso. Se puso impertinente e incluso me amenazó.
—¿Ah, sí? ¿Qué dijo?
—No lo recuerdo bien, pero se sentía ofendido, supongo que denigrado. Le di a entender sin ambages que en mi casa no se le había perdido nada.
—¿Cómo reaccionó Jonas al oír eso?
—Justo como le enseñó su amigo Tarek. —El semblante de Bock se puso serio—. Nada objetivo: empezó a chillar y a decir que no quería saber nada de mí y que no quería ser economista ni ingeniero, sino biólogo.
—Y entonces lo echó usted de casa —aventuró Pia.
Carsten Bock la miró; en los ojos azules verdosos no había ni una pizca de calor.
—No —negó—. Yo no lo eché, Jonas se fue por decisión propia.
La habitación de Jonas se encontraba en la segunda planta de la casa, y era más o menos igual de grande que la casa de Pia. En la pared de mayor tamaño había una foto enorme, de al menos tres metros por seis. Era una panorámica de Kelkheim y Königstein, con una línea roja serpenteante que atravesaba bosques y campos.
—¿Qué es eso? —Pia retrocedió unos pasos para ver en su totalidad la imagen.
—Una simulación por ordenador del trazado previsto de la nueva B 8 —explicó Bock desde la puerta.
—¿Es cosa de sus ingenieros? —Pia estaba impresionada. Todos los detalles cuadraban: casas, el monasterio de Kelkheim, el castillo de Königstein, el centro de formación del Dresdner Bank; casi parecía una foto.
—No —repuso Bock con amargura—. Lo hizo mi hijo. No para mí, sino para sus nuevos amigos, los que se oponen a la B 8.
El hombre se pasó la mano por la cara. Por un instante, Pia creyó que finalmente se dejaría llevar por la emoción y rompería a llorar, pero al cabo de unos segundos volvió a ser el mismo.
—¿Dónde está el ordenador de Jonas? —Bodenstein señaló la mesa, en la que se veían una pantalla plana y, suelto, el cable que en su día la unía a la torre del ordenador.
—Probablemente se lo llevara cuando se fue.
Bodenstein abrió los cajones del escritorio: toda clase de cachivaches, libros del instituto, cajas de DVD; nada especial. Sacó algunos libros y los abrió. De uno de ellos cayeron unas fotografías sobadas; en todas aparecían una chica de pelo largo rubio y un hombre abrazados. Al hombre no se lo reconocía, ya que alguien le había pintarrajeado la cara.
—¿Le importa que me lleve estas fotos? —le preguntó Bodenstein a Bock, que se limitó a arquear las cejas y alzarse de hombros. Ni siquiera quiso verlas.
—¿Aprobaba usted la relación que tenía su hijo con Svenja? —quiso saber Pia.
—No era nada serio.
Pia sacó la copia de la ecografía y se la pasó al padre del muchacho muerto.
—Esta foto estaba en el móvil de Jonas. Pensamos que Svenja está embarazada.
Bock la miró por encima. Su rostro siguió imperturbable, pero contrajo un músculo de la mejilla.
—Muchas gracias, señor Bock —se despidió Bodenstein—. No queremos molestarle más.
—¿Por qué tanta prisa de pronto? —le preguntó Pia a su jefe cuando salieron de la mansión y se vieron de nuevo en el coche—. Estaba a punto de arrancarle una reacción humana a ese témpano de hielo.
Bodenstein se sacó las fotos del bolsillo y se las dio a Pia.
—Estaban en uno de los libros del instituto de Jonas —dijo—, y da la impresión de que el chico las veía bastante a menudo.
—La chica podría ser Svenja. —Pia fue pasando las fotografías—. En cambio, al hombre no se lo reconoce. Quizá en el laboratorio puedan eliminar el rotulador.
—Eso espero.
—Este Bock es tremendo —comentó Pia—. Frío como el hielo.
—Me figuro que le dolería mucho que su hijo simpatizara con sus rivales —opinó él—. Pauly se movía en terreno peligroso al meterse con Bock.
—Bock odiaba a Pauly por el mismo motivo que Conradi. —Pia cavilaba en voz alta—. Puso a su hijo en su contra, más incluso: Jonas tomó partido abiertamente por los enemigos de su padre.
—Pero Bock no es de los que se cargan a alguien con una herradura —argumentó Bodenstein.
—Quizá fuera un acto pasional. —Pia seguía elucubrando—. Svenja lo vio y se lo contó a Jonas. Cuando el chico quiso denunciar a su padre, firmó su sentencia de muerte. Eso explica que el ADN que encontramos en su cuerpo sea tan parecido al de Jonas: fue su padre.
Bodenstein miró de reojo a su compañera, divertido.
—Ambos casos resueltos. Detenemos a Bock por asesino en serie y nos preparamos para recibir una bonita demanda por difamación —sonrió.
—Pero podría ser —insistió ella.
—No creo que la cosa sea tan sencilla.
—Sea como fuere, existe una relación entre los dos asesinatos —afirmó Pia—. Estoy segura.
—No cabe duda de que el círculo de conocidos de Pauly y Jonas coincide —convino Bodenstein—. Pero el proceder de los asesinos es totalmente distinto en cada caso: es posible que Pauly fuera víctima de un acto pasional, ya que había emociones en juego, pero lo de Jonas fue diferente. Al chico lo ahorcaron. Lo mataron con premeditación.
Kathrin Fachinger volvió de la lectura del testamento, en Wiesbaden, con noticias asombrosas: Pauly no era tan pobre como suponía Mareike Graf. Le había legado su parte de Grünzeug Lastro GmbH a Esther Schmitt, así como todos sus objetos personales, que se habían quemado en el incendio. Las acciones que poseía se las había dejado a partes iguales a Lukas Van den Berg y a Jonas Bock para que crearan su empresa de informática, y el valor de las acciones el día que se redactó el testamento ascendía a ochenta y tres mil euros. Ostermann averiguó que Pauly tenía dos seguros de vida, cuya beneficiaria en caso de muerte era Esther Schmitt: aproximadamente trescientos mil euros la consolarían deprisa de la pérdida de su pareja. Sin embargo, la guinda del pastel era un seguro adicional contra incendio: en caso de siniestro, él, Esther Schmitt y Mareike Graf como copropietaria de la casa recibirían nada más y nada menos que ciento cincuenta mil euros. Esa noticia proporcionó la prueba definitiva a Jürgen Becht y sus compañeros de la K 10. De todas formas, ya se disponían a detener a Esther Schmitt por haber provocado un incendio basándose en la declaración de Matthias Schwarz, e iban camino de Kelkheim a detenerla.
El centro de jardinería Sommer se encontraba en la nueva zona industrial que se erigía en el terreno de la que fue la base norteamericana de Eschborn, frente a la cadena de la tienda de muebles Mann Mobilia. Bodenstein había ido a ver a Norbert Zacharias a la cárcel, donde estaba en prisión preventiva, razón por la cual les había pedido a Pia y Behnke que fueran a hablar con Tarek Fiedler. Lo encontraron detrás de los invernaderos, mientras cargaba plantas en un camión, silbando.
—Hola, señor Fiedler —saludó Pia.
Tarek dejó de hacer lo que hacía y se volvió.
—Hola —respondió, y miró a Pia y a Behnke con una mezcla de curiosidad y recelo—. ¿He cometido algún delito?
Por lo visto, tenía experiencia en el trato con la Policía. Tendría poco más de veinte años, el rostro delgado con la boca llamativamente carnosa y los ojos oscuros, imagen que no terminaba de casar con los brazos musculosos, tatuados, y los piercings de las orejas.
—No. —Pia se presentó y le presentó a Behnke—. Se trata de su amigo Jonas Bock.
El chico se quitó los guantes de faena.
—Ya me he enterado —afirmó—. Se ahorcó.
—Ah. ¿Y quién se lo ha dicho? —preguntó Pia.
—Un amigo. Las malas noticias vuelan.
—Creemos que a Jonas lo asesinaron, igual que a Hans-Ulrich Pauly.
Al parecer, eso sí sorprendió al muchacho.
—¿Que a Jo lo asesinaron? —inquirió desconcertado.
—Todo apunta a que sí —confirmó Pia—. ¿Podría decirnos si Jonas se peleó con alguien?
—La tuvo con su novia. —La noticia de lo sucedido a Jonas había afectado sobremanera a Tarek—. Más no sé. Después se enfadó con Esther. El domingo casi no dijo ni mu, y el lunes también estuvo de mal humor.
—¿Qué clase de empresa de informática querían montar Lukas y Jonas?
—Lukas, Jo y yo —corrigió Tarek Fiedler—. La Off Limits Internetservices, S.L.
—¿Ah, sí? Una sociedad limitada… ¿Y de qué se ocupan?
—De hacer páginas web —respondió Tarek Fiedler—. Ahora mismo estamos desarrollando un sistema con un servidor propio a través del cual los clientes pueden administrar sus páginas web en línea.
—¿Estamos? —preguntó Pia—. ¿Usted también participa?
El muchacho enarcó las cejas.
—Supongo que usted piensa que solo soy un jardinero estúpido, ¿no? —De pronto su voz sonaba agresiva—. Claro, un medio chino tatuado y con piercings de la cuenca del Ruhr, que trabaja de jardinero para los ricachones de aquí, por fuerza tiene que ser idiota…
—Yo no he dicho eso —replicó Pia con frialdad—. Pero, en cualquier caso, para ser responsable de informática de la empresa Bock no estaba lo bastante cualificado.
Con ese comentario Pia tocó un punto débil. El chico la miró fijamente y después rio sin alegría.
—No tengo un padre rico que me pague los estudios —añadió—, y en Alemania hay que tener un título para todo.
—Para estudiar no hace falta tener un padre rico —objetó Pia—. ¿Para qué están las becas?
Aunque Bock no le caía bien, Pia podía entender la antipatía que le inspiraba Tarek Fiedler. La condescendencia que reflejaban sus ojos se convirtió en hostilidad. Pia se dio cuenta de que su táctica de hacer hablar al muchacho no parecía dar buenos resultados. En ese preciso instante tomó la palabra Behnke, que hasta entonces no había dicho nada.
—¿De qué conocía a Jonas? —le preguntó.
—Del Grünzeug. Conocí a Esther cuando trabajaba en el centro de acogida de animales de Sulzbach. Es la presidenta de la sociedad protectora de animales.
—Vaya, conque también ha trabajado en el centro de acogida. —Pia se hizo la sorprendida—. Se ve que no aguanta mucho en ningún sitio, ¿eh?
Tarek la miró de soslayo y se dirigió a Behnke.
—¿Qué significa esto? ¿Me quiere provocar o qué?
Behnke aprovechó la oportunidad que le brindaban en bandeja.
—Ya basta, Kirchhoff. Vayamos al grano —dijo con la altanería indulgente del profesor que ha de poner en el lugar que le corresponde a una alumna sabelotodo.
Pia miró furibunda a su compañero, y Tarek se percató y esbozó una sonrisa burlona.
—¿Por qué desmantelasteis los ordenadores el domingo? —inquirió Behnke.
—Esther quería que le pagáramos un alquiler, y a nosotros no nos daba la gana.
—¿No pudo convencerla de que siguieran como hasta ahora?
—Me llevo bien con Esther —admitió Tarek—, pero cuando se trata de negocios, es dura como una piedra.
—Me dio la impresión de que no solo se lleva bien con ella, sino que además es muy amigo de Esther —intervino Pia, y miró a Behnke para advertirle de que no volviera a interrumpirla—. ¿Es así desde que su compañero murió?
Tarek casi ni se molestó en mirarla.
—Ulli era un buen amigo mío —respondió—. Por eso ahora que está sola me ocupo un poco de Esther.
—Ya… —dijo Pia.
—¿Me quiere acusar de algo? —le preguntó el chico a Behnke—. Con tantas preguntas tontas tengo la sensación de estar haciendo algo malo solo por ayudar a una amiga que lo está pasando mal.
—No se sulfure —lo apaciguó Behnke con una sonrisa solidaria—, no es esa la intención de mi compañera.
Ahora fue Pia la que se enfadó. ¿Qué hacía Behnke? ¿Quería ponerla en evidencia a posta delante de Tarek? ¿O acaso pensaba que el muchacho era tan tonto como para caer en la trampa de una variante barata del poli bueno y el poli malo?
—¿Por qué el lunes por la tarde Lukas no estaba en la fiesta de Jonas, sino en el Grünzeug? —prosiguió Behnke—. Al fin y al cabo, era el mejor amigo de Jonas.
Tarek dudó un instante.
—Habían reñido —repuso al cabo—. Pero no sé por qué.
Quizá Behnke se tragara que el chico no tenía ni idea, pero Pia no se creía una sola palabra. Tarek Fiedler sabía perfectamente por qué se habían peleado sus amigos. Contó lo que había pasado en la fiesta de Jonas, confirmando así la versión de Svenja: después de discutir con su novia, Jonas agarró una borrachera de aúpa, y Tarek se fue de la fiesta sobre las 22.00.
—Jonas vivía con usted —continuó Behnke—. ¿Por qué se fue de casa de sus padres?
—Porque su viejo es un pedazo de capullo —bufó Tarek asqueado—. Y Jo ya estaba harto de que siempre se metiera con su vida.
—En parte la culpa es de usted —comentó Pia.
Tarek no dijo nada; no se dignó mirar a Pia e hizo como si no existiera.
—Para Jo, sus amigos eran más importantes que su padre —prosiguió, dirigiéndose a Behnke—. La familia le viene dada a uno, los amigos se pueden elegir.
—Eso es cierto, sí —corroboró Behnke.
Pia entornó los ojos; eran tal para cual.
—Si era tan buen amigo de Jonas, quizá pueda explicarnos por qué hizo lo que hizo con los correos electrónicos y las fotos de la página web de Svenja. —Pia no estaba dispuesta a permitir que le dieran de lado así como así.
Tarek abrió la boca para contestar, pero cambió de opinión y se limitó a alzarse de hombros.
—Dijo que no había sido él —aseguró al fin.
—Pero si él no fue, entonces ¿quién lo hizo? ¿Tal vez alguien que quisiera enemistar a Jonas y Svenja? —aventuró Pia—. Y en ese caso, ¿quién podría ser?
—No sé —afirmó Tarek.
Era un mentiroso consumado, que a pesar de que había muerto un buen amigo suyo no perdía el control.
—¿Es posible que Svenja le pusiera los cuernos a Jonas y por eso él quisiera vengarse de ella?
—Tal vez. Svenja es una zorra —soltó desdeñoso el muchacho—. En cuanto bebe algo, SFC.
Behnke sonrió.
—¿SFC? —preguntó Pia—. ¿Qué significa eso?
Tarek le dirigió una mirada burlona, como perdonándole la vida.
—Se la folla cualquiera —explicó.
Norbert Zacharias solo era la sombra de lo que había sido, pero en la conversación que mantuvieron, por expreso deseo de Zacharias sin su abogado, dio a entender que no le parecía mal estar en prisión.
Bodenstein se sorprendió: suponía que para Norbert Zacharias, que concedía un gran valor a las apariencias, debía ser el colmo de la vergüenza estar en la cárcel bajo sospecha de asesinato. El juez instructor había desestimado el recurso interpuesto por su abogado, así como la libertad bajo fianza.
—Hoy es el día de la deliberación, esta tarde —contó Zacharias—. Tendría que haber explicado a un centenar de personas enfurecidas cómo obtuvimos las cifras de los informes y por qué no tuvimos en consideración el contador de Königstein. Y la verdad es que no tengo ninguna explicación.
—Sin embargo, usted dijo que había sido un error —le recordó Bodenstein.
—¡Un error! —Zacharias bufó resignado—. ¿Acaso cree usted que una empresa como Bock Consult olvida algo así? Lo de ese contador no fue un olvido, lo que pasó es que no se tuvo en consideración intencionadamente porque las cifras que arrojaba no cuadraban con lo planeado.
Bodenstein comprendió lo que eso quería decir.
—Lo cual significa que Pauly estaba en lo cierto con sus sospechas, ¿no es así?
—Pues sí —asintió Zacharias.
—¿Qué repercusiones tendrían las verdaderas cifras en los informes y en todo el proceso de planificación? —se interesó el inspector.
Norbert Zacharias profirió un suspiro.
—Funestas —reconoció—. Basándose en el volumen real de tráfico, las extrapolaciones y las predicciones reducirían al absurdo los argumentos de los defensores de la carretera. En realidad, esa carretera no hace falta, y menos si se remodela la rotonda de Königstein.
—Ya. —Bodenstein observó al hombre, hundido en su silla—. ¿Qué pasará si usted lo admite?
—Bueno —empezó Zacharias, encogiéndose de hombros—, la Consejería de Fomento de Hesse ya ha recomendado encargar nuevos informes con las cifras correctas. Pero a un perito neutral, que demuestre que no tiene nada que ver conmigo ni con Bock. Me temo que ya no habrá ninguna otra evaluación de impacto territorial.
—¿Qué significa esto para usted personalmente?
—Perderé el contrato de consultoría.
No dio la impresión de que ello le fuera a quitar el sueño.
—¿Qué dice su yerno al respecto? ¿Qué consecuencias tendrá todo esto para él y para su empresa?
Zacharias alzó la mirada; tenía los ojos ojerosos.
—Si la carretera no se construye, se quedará sin una gran contrata —contó—. Perderá mucho dinero.
—¿Por qué? —inquirió Bodenstein—. Sin duda, ya se habrá embolsado el dinero de los informes; a ese respecto, solo han tirado el dinero los clientes.
—No es tan sencillo —puntualizó Zacharias—. Hay muchas más cosas de por medio. Pero eso sería extenderse demasiado.
—No sé si sería extenderse demasiado. —Bodenstein se inclinó hacia delante—. ¿Qué sabía su nieto de todo esto?
De pronto, a los ojos inexpresivos de Zacharias asomó una mirada de alarma. El hombre se enderezó.
—¿Jonas? ¿Qué iba a saber él de esto?
—Eso me gustaría saber a mí —dijo Bodenstein—. Es muy importante, porque suponemos que Pauly podría haber recibido la información de Jonas. Pauly era su profesor, se llevaban bien. Por el contrario, Jonas no tenía una buena relación con su padre.
Zacharias miraba al vacío.
—Señor Zacharias, responda a mi pregunta, por favor —le pidió Bodenstein—. No se lo pregunto porque sí: el lunes por la noche su nieto fue asesinado.
En un abrir y cerrar de ojos el color desapareció del rostro del que fuera concejal de Urbanismo de la ciudad de Kelkheim.
—¿Jonas ha muerto? —preguntó sin dar crédito a lo que oía—. No puede ser…
—Por desgracia, sí —repuso Bodenstein—. Celebraba su cumpleaños en la parcela que tiene usted. Encontramos su cuerpo allí al día siguiente.
—Dios mío, Jo. ¡Pero, qué he hecho!
Le empezó a temblar todo el cuerpo, y se le saltaron las lágrimas. Solo haciendo un gran esfuerzo logró conservar la compostura. A Bodenstein casi se le antojó cruel atormentar así a ese hombre, pero presentía que Zacharias solo necesitaba un empujoncito para que le confesara algo importante.
Los Sander vivían en Bad Soden, en una vivienda unifamiliar modesta de los años cincuenta que, con su encanto pasado de moda y su fachada parcialmente cubierta de hiedra, no terminaba de encajar entre las mansiones recién construidas que dominaban esa zona de gente acomodada, como ocurría en el barrio de Bock, en Königstein. Ante el garaje había aparcado un viejo Passat con una silla de niño en el asiento trasero, y al lado, un scooter amarillo chillón al que le faltaba un espejo retrovisor. Pia llamó al timbre. En el interior de la casa se escuchó un sonido melodioso, y poco después abrió una mujer joven con un niño pequeño en brazos. Pia se presentó y preguntó por Antonia y Svenja.
—Están fuera, en el jardín —respondió la joven, que debía de ser una de las hermanas mayores de Antonia. Pero pase…
—¡To-ni! —dijo el niño, dando palmadas—. ¡To-ni! ¡To-ni!
Pia sonrió debidamente y siguió a la joven. Se había dado cuenta hacía mucho que ver niños no le despertaba en lo más mínimo su sentimiento maternal.
—Estaba usted en el zoo cuando encontraron el cuerpo de ese hombre, ¿no? Mi padre nos ha hablado de usted.
—¡Cuer-po! —gritó el pequeño—. ¡Cuer-po! ¡To-ni!
Por regla general, a Pia le importaba bastante poco lo que la gente dijera de ella, pero en ese caso le habría gustado saber qué les había contado Sander de ella a sus hijas.
—¿También está vuestro padre? —Lo preguntó como de pasada, como si no le interesara demasiado, y hasta a ella misma le sorprendió las ganas que tenía de saber más cosas de ese hombre que la perseguía hasta en sueños.
—No —replicó la joven—. Papá está en el zoo.
Atravesó la casa y llevó a Pia hasta el invernadero. En la vivienda reinaba un agradable caos. En el suelo de parqué, que había conocido días mejores, había juguetes por todas partes, en el rozado sofá de piel del salón dormitaban dos gatos, y un tercero, blanco como la nieve, estaba sentado delante de una gran pecera acomodada en un aparador antiguo del comedor, acechando a los peces. En la amplia cocina la mesa seguía puesta y una radio cencerreaba a media voz.
—Voy a buscarlas —dijo la mujer.
—Gracias.
Pia asintió y echó un vistazo a su alrededor. El invernadero, de dimensiones generosas, estaba lleno de plantas exóticas y contaba con unos cómodos asientos de piel oscura. En una mesa baja se veían algunos libros y revistas abiertos, un bloc con notas escritas a mano y, en el centro, una copa de vino vacía y una botella de vino tinto mediada. Pia se inclinó y leyó el título de algunos libros: literatura especializada, zoología. A todas luces, el invernadero era el lugar preferido de Sander. De repente se sintió una intrusa, y se alegró cuando Antonia entró del jardín acompañada de Svenja Sievers, que tenía un aspecto ligeramente mejor que el día previo: el rostro, afilado y blanco, inexpresivo como el de una muñeca de porcelana; los enormes ojos de ciervo, y demasiado maquillados, vidriosos. Pia se sentó en uno de los sillones, y las chicas frente a ella, en el sofá. Acto seguido se sacó la foto de la ecografía del bolso y se la pasó. Svenja la miró de refilón, y Antonia arrugó la frente.
—¿Estás embarazada, Svenja? —preguntó Pia.
—¿Por qué? —La chica se hizo la sorprendida.
—Porque esta foto estaba en el móvil de Jonas —contestó Pia.
—¿Y cómo es que tiene usted el móvil de Jo? —inquirió Svenja, desconfiada.
—Siento mucho tener que deciros esto —empezó Pia con el mayor tacto posible—, pero Jonas ha muerto.
Antonia respiró hondo y palideció, mientras que Svenja clavó la vista en Pia como si estuviera hipnotizada.
—¡Dios mío! —exclamó al fin con los ojos muy abiertos, espantados—. Yo tengo la culpa… si no hubiera…
No dijo más, y Antonia abrazó a su amiga para consolarla, aunque luchaba por no perder el control. Lo cierto es que Pia quería ahorrarles los terribles detalles de la muerte de Jonas, pero no podía permitir que Svenja pensara que había empujado a su novio al suicidio.
—No, Svenja —aseguró—, tú no tienes nada que ver. Jonas no se quitó la vida, lo asesinaron.
En la cocina se oía la voz alegre de un presentador de radio, que hablaba de fútbol. Aquellos días muy rara vez se hablaba de otra cosa.
—Tengo que irme a casa.
Svenja se levantó de un salto. Respiraba entrecortadamente y parecía un alma en pena. Antonia se levantó para sujetarla por la muñeca, pero ella se zafó con resolución y echó a correr por la casa. La puerta se cerró con un golpe sordo cuando salió, y Antonia miró a Pia con desconcierto.
—Deja que se vaya —aconsejó la inspectora—. Es un golpe tremendo para ella, tendrá que asimilarlo.
Antonia volvió al sofá y se sentó. Luego enterró un instante el rostro en las manos y sacudió la cabeza. La terrible noticia también era dura para ella.
—Svenja ha cambiado tanto… —comentó abatida—. Antes no teníamos secretos, pero ahora…
—Está embarazada, ¿no?
Pia observaba a la chica, que titubeó un momento.
—Sí —admitió—. Se enteró la semana pasada, cuando fue al ginecólogo para que le hiciera una receta para la píldora.
—¿Por casualidad fue el martes? —quiso saber Pia.
—Sí. —Antonia estaba asombrada—. ¿Cómo lo sabe?
El gato blanco que antes miraba los peces de la pecera salió al invernadero, se metió entre las piernas de Antonia y se le subió al regazo de un salto. La chica hundió los dedos en el suave pelaje del animal y comenzó a acariciarlo maquinalmente.
—Tenía que haber un motivo para que fuera a ver a Pauly esa tarde —prosiguió Pia—. Esa sería una explicación: quería que la aconsejara o la consolara.
—Puede. —De pronto la voz de Antonia era amarga—. A mí ni siquiera me dijo que había ido a verlo, pero Svenja estaba como loca con Pauly. Cuando lo conoció, dejó de comer carne y empezó a criticar los coches, la contaminación y todas esas cosas. Antes no le interesaban lo más mínimo.
—¿Por qué discutieron Jo y Svenja el sábado en el castillo?
—Svenja no me lo contó.
Antonia estaba dolida, porque era evidente que su mejor amiga tenía secretos para ella.
—¿Cómo era Jonas? —quiso saber Pia—. ¿Te caía bien?
La chica reflexionó un momento.
—La verdad es que sí —replicó—, aunque también él cambió un montón. Todo cambió desde que…, bah, da lo mismo.
—¿Desde cuándo? —preguntó Pia. Antonia no pudo seguir hablando, ya que se echó a llorar. Pia esperó pacientemente a que se le pasara—. ¿Cómo reaccionó Jo cuando Svenja le dijo que estaba embarazada? —inquirió.
—Creo que se lo tomó bastante mal. —La muchacha se secó las lágrimas—. Svenja vino a verme el martes con la ecografía y estaba fuera de sí. Después le envió la foto a Jo, y él le mandó un sms. Cuando lo leyó, Svenja se echó a llorar y se fue. Quería ir a verlo para hablar con él.
—Quizá debiera haberlo hecho antes —apuntó Pia.
—Sí, puede. —Antonia se encogió de hombros—. Esa tarde también se peleó con él. Después me llamó llorando.
La muchacha calló cuando el gato blanco levantó la cabeza y se bajó de su regazo. A Pia el corazón le dio un vuelco de repente al ver a Christoph Sander y a Lukas en los escalones que llevaban al invernadero. El gato se paseó entre las piernas de Sander, maullando y reclamando atención. Antonia se puso de pie y se refugió en los brazos de su padre.
—Papá —sollozó, abrazándolo con fuerza—, Jo ha muerto.
—¿Qué? —Lukas palideció y miró a Pia con incredulidad—. ¡No! No es verdad, ¿no?
—Por desgracia, sí. —Pia se levantó también y se acercó a los dos hombres—. Lo encontré ayer.
Norbert Zacharias estuvo cinco minutos luchando consigo mismo; dio la impresión de que envejecía aceleradamente delante de Bodenstein.
—Me di cuenta demasiado tarde —murmuró por último—. Creía que me querían de consultor porque conozco el reglamento de la evaluación de impacto territorial y el proceso de planificación, pero no era así. En realidad, lo que necesitaban era un chivo expiatorio. Igual que antes… —Cerró los ojos e hizo esfuerzos en vano por no llorar—. A mí no se me compra —afirmó—. Puede que sencillamente tenga demasiada buena fe.
—¿Qué ocurrió antes? —se interesó Bodenstein.
—Tuvo que ver con los planes de edificación del área metropolitana de Kelkheim —contestó Zacharias con voz inexpresiva—. La Mancomunidad de Planificación Territorial había convertido suelo rústico en terreno urbanizable en Ruppertshain, Fischbach y Münster. Entonces, Funke y Schwarz cayeron en la cuenta de que sus terrenos de Münster se hallaban fuera de la zona urbanizable por muy poco. Los dos habían hecho sus planes y querían venderle los terrenos a la constructora de mi yerno. Para ellos era una catástrofe. Me insultaron, me acusaron de haber malinterpretado los planos y me preguntaron por qué se iba a construir en Ruppertshain. En suma, me obligaron a conseguir que la mancomunidad efectuara una modificación, cosa que, como es natural, levantó un gran revuelo entre la población. Los vecinos de Ruppertshain protestaron cuando se enteraron de que solo sería urbanizada una estrecha franja situada por debajo del centro cultural Zauberberg. Pero el ayuntamiento autorizó los planes de edificación modificados, Funke, Schwarz y Conradi le vendieron sus terrenos del centro por mucho dinero a mi yerno, y mi yerno edificó en ellos a lo grande. La oposición logró que se llevara a cabo una inspección, se descubrió que yo había intervenido y, claro está, mi relación con Bock… El caso es que se armó el escándalo. Funke me aconsejó que me jubilara alegando motivos de salud antes de que se abriera un expediente disciplinario y me prometió que no irían a por mí.
—¿Es verdad que en el pasado las empresas de su yerno siempre hacían las ofertas más bajas en los concursos públicos y obtenían regularmente contratas de la ciudad? —preguntó Bodenstein.
—Sí —asintió el hombre—, es verdad. Se construya lo que se construya en Kelkheim y sus alrededores, casi siempre se encarga una empresa de mi yerno. A cambio de que los responsables le den a conocer las ofertas de la competencia, él les paga algo.
—Entonces Pauly tampoco se equivocaba tanto cuando habló de «mafia» —observó el inspector.
—Pues no, la verdad —Zacharias asintió con cansancio—. Tenía razón en todo.
—Si no he entendido mal, Pauly podía darle muchos quebraderos de cabeza a su yerno —resumió Bodenstein—. Naturalmente, todos aquellos que adquirieron terrenos baratos dentro del trazado previsto se habrían puesto furiosos si no recibían dinero del Estado, pero el señor Bock habría perdido algo más que un contrato lucrativo. Entonces, ¿cómo podía estar seguro de que se haría con la contrata de la construcción de la carretera? Porque esa decisión no corresponde a las ciudades de Kelkheim y Königstein, ¿o acaso sí?
—No —corroboró Zacharias—, la decisión la tomaría la Consejería de Fomento de Hesse, pero mi yerno mantiene buenas relaciones con los responsables en cuestión. Sus contactos llegan hasta Berlín.
—¿Cómo sabía todo esto Pauly? —quiso saber Bodenstein—. ¿Por Jonas?
Zacharias torció el gesto, parecía ir a echarse a llorar.
—Me temo que sí —asintió con voz ahogada—. No hace mucho Jonas y su amigo Tarek estuvieron en mi finca. Me echaban una mano de vez en cuando; al fin y al cabo, el amigo de Jonas trabaja de paisajista. Ese día no me encontraba bien. Mi yerno me había amenazado: si decía algo de esas cifras falseadas lo lamentaría, y mucho. Mi hija firmó un acuerdo prenupcial según el cual en caso de divorcio renunciaría a todo, y Carsten amenazó con dejarla morir de hambre si yo no permitía que la cosa llegara hasta el final.
—De manera que lo chantajeó. —Al inspector no le sorprendió mucho. Pia no se equivocaba cuando caló a Bock.
—Sí —afirmó Zacharias—. Esa tarde había bebido mucho, y acabé contándoselo a Jonas y a su amigo. Me llevé una gran decepción cuando me enteré de que incluso mi propio yerno me había utilizado y de que, en caso de que todo se descubriera, yo sería nuevamente la víctima.
—¿Cómo reaccionó su nieto? —quiso saber Bodenstein.
—Estalló —recordó Zacharias—. Odia a su padre. Tendría que haber sabido que mi nieto no dejaría correr las cosas sin más. Jonas le proporcionó a Pauly la información pertinente, y ahora no solo ha muerto Pauly, sino también Jonas. Y yo tendré que vivir con dos muertos sobre mi conciencia.
—Todavía no se ha demostrado que Pauly o Jonas murieran por eso. —Bodenstein intentó tranquilizar al hombre—. ¿Para qué fue a casa de Pauly el martes por la noche?
—Quería decirle que lo apoyaría —respondió Zacharias, cada vez más fatigado—; pero también quería advertirle y pedirle que hiciera las cosas metiendo menos ruido. Para desbaratar los proyectos de mi yerno, tendríamos que llegar hasta la gente a la que sobornó. Pero después de la escena que protagonizó Pauly eso era impensable, pues toda esa gente está sobre aviso.
—¿Habló usted con Pauly? —inquirió Bodenstein.
—No —Zacharias sacudió la cabeza—. Al ver a la chica me entró miedo. Oficialmente yo era enemigo de Pauly. No quería que me vieran en su casa o con él.
Bodenstein miró fijamente al hombre. Lo creía.
—Le dejaremos marchar —dijo.
—No —rechazó Zacharias para sorpresa de Bodenstein—; por favor, no.
—¿Cómo dice?
—Aquí estoy seguro. —El detenido bajó la cabeza—. ¿Por qué cree que quería hablar con usted sin abogado?
—Dígamelo usted —pidió Bodenstein—. La verdad es que me extrañó.
—El abogado que se supone que me representa trabaja para mi yerno.
Sander le acariciaba el pelo a su hija; su mirada intranquila se cruzó con la de Pia.
—¿Lo sabe ya Svenja? —preguntó bajando la voz.
Pia asintió en silencio. Por su parte, Lukas profirió un sonido, una mezcla de sollozo y gemido, se sentó en la escalera y hundió la cara en las manos. Pia reparó en una venda inmaculada que tenía en la mano derecha y le llegaba por encima del codo. Antonia se separó de su padre, se sentó junto a Lukas y lo abrazó. El muchacho pegó su rostro al de ella, y Pia vio que las lágrimas le corrían por las mejillas. Sander bajó los dos escalones que conducían al invernadero. Estaba sudoroso, exhausto y agitado.
—Vayamos al jardín —propuso, y salió al aire libre por la puerta de cristal.
Pia lo siguió. Junto a la pared crecían tomates en grandes jardineras, en los arriates florecían unas hortensias, y los rosales trepadores desprendían un embriagador aroma dulzón.
—¡Menudo día de mierda! —exclamó Sander—. Ahora mismo vengo del hospital: un dromedario ha atacado a Lukas y le ha destrozado el brazo, y para colmo, delante de un grupo de niños. Ha tenido suerte, dentro de lo que cabe. De no haber llegado el cuidador y los pedagogos, la cosa habría podido acabar peor aún.
Pia miró hacia el invernadero, donde Lukas y Antonia estaban estrechamente abrazados en los escalones y lloraban juntos la muerte de su amigo. Sander se sentó en el murete que separaba la terraza del jardín.
—¿Qué le pasó a Jonas? —preguntó, mirando a Pia.
—Lo encontramos ahorcado —contestó ella—. Antes debió de haber una buena pelea, durante la cual Jonas mordió al que sería su asesino. Encontramos tejido humano entre sus dientes.
Sander hizo una mueca de disgusto.
—Dios mío —exclamó—. ¿Cómo ha reaccionado Svenja?
—Se ha ido corriendo —contó Pia—. Yo la veo muy tocada.
—Sí, esa chica está fatal —confirmó Sander—. Desde que entró a formar parte del grupo del dichoso Pauly, cambió por completo. Empieza a preocuparme seriamente.
—No me extraña —convino Pia con gravedad—. Dos asesinatos en su círculo más íntimo; y además, Svenja estuvo en casa de Pauly poco antes o después de que lo mataran. Por desgracia, no quiere hablar de ello.
Sander se pasó las dos manos por su oscuro pelo rizado y a continuación apoyó los codos en las rodillas.
—¿Qué voy a hacer? —dijo sombrío, más para sí que a Pia—. No puedo prohibirle a Toni que deje de ver a sus amigos, aunque es lo que me gustaría. Pero entonces los vería a escondidas y empezaría a mentirme.
Mientras hablaba, Pia fue consciente de que de pronto sus pensamientos giraban en torno a algo que nada tenía que ver con la investigación. La presencia de Christoph Sander le aceleraba el corazón, y eso la desconcertaba. Hacía mucho tiempo que un hombre no despertaba en ella esas sensaciones, demasiado. De repente, y de forma totalmente inesperada, supo por qué ya no podía darle otra oportunidad a Henning. No quería segundos platos ni segundas partes. No; deseaba empezar de nuevo, sentir el corazón desbocado y flojera en las piernas, pasión y aventura. Se había mentido durante años, se llegó a convencer de que estaba satisfecha con la rutina carente de emociones de su vida. Y no era así. O ya no lo era.
—… todo en mí se opone a que Antonia se relacione con gente como Jonas —oyó decir a Sander, y se dominó.
—¿Qué quiere decir exactamente con lo de «gente como Jonas»? —inquirió.
—Niños mimados, egoístas. Irrespetuosos, sin sentimientos, que solo buscan el último «subidón». —La voz de Sander sonaba sarcástica—. Sus padres les compran de todo para acallar su mala conciencia.
—¿Conocía usted bien al chico?
—Venía bastante por casa con Svenja.
—¿Y?
—¿Y qué? —La miró, alerta y en tensión, una mirada que a Pia le llegó hasta los tuétanos.
—¿Qué opinión tenía de él?
—Una que a todas luces era errónea. Jamás lo habría creído capaz de hacer lo de esos correos electrónicos y las fotos en internet. Eso demuestra la clase de persona que era en realidad. Esos chicos ya no saben lo que está bien y lo que está mal, no respetan los sentimientos, se pasan de la raya y no tienen valores.
—Sin embargo, Jonas tenía unos valores que le importaban —objetó Pia—. Se comprometió en contra de la ampliación de esa carretera, defendía la naturaleza y el medio ambiente.
—¿Cómo lo sabe?
Pia le habló de la simulación por ordenador que diseñó Jonas, y Sander la miró con escepticismo.
—¿Sabía usted que Svenja está embarazada? —le preguntó ella.
—¿Cómo dice? —Sander puso cara de asombro.
—Se enteró el martes pasado —contó Pia—. Me figuro que ese fue el motivo de que acudiera a ver a Pauly por la noche. Puede que quisiera pedirle consejo.
—A él, precisamente a él… —El director del zoo resopló con desdén y cabeceó—. Como si le interesaran los demás.
—El martes Svenja y Jonas se pelearon —prosiguió Pia—. El sábado volvieron a discutir, el domingo ella no lo vio y el lunes aparecieron las fotos en internet. Esa noche murió Jonas.
Sander miró a Pia.
—¿Adónde quiere ir a parar?
Pia apenas se atrevía a mirarlo, pues temía que él leyera en sus ojos los sentimientos que le provocaba. Al mismo tiempo, le enfadaba su falta de objetividad.
—Probablemente la finalidad de las imágenes que colgaron en internet fuera demostrar que Svenja había engañado a su novio. Si él supuso que no era el padre de ese hijo, todo el asunto de la página web y el correo que enviaron a los amigos y familiares de Svenja queda aclarado: orgullo herido, venganza.
Durante un momento ninguno de los dos dijo nada.
—¿Papá? —Antonia apareció en la terraza, con el rostro lloroso. Sander se volvió hacia ella.
—¿Te importa si me voy con Lukas? Está hecho polvo.
—No, pero no vuelvas tarde. —Sander asintió y esperó a que los dos se hubieran ido—. Lukas… —suspiró—. Esta mañana me dijo que no quería seguir con las prácticas.
—Probablemente también se quede sin el empleo en el Grünzeug —vaticinó Pia—. Después de la lectura del testamento de Pauly, no creo que Esther Schmitt quiera tener mucho trato con él. Pauly les dejó a Lukas y Jonas un paquete de acciones por valor de unos ochenta mil euros.
La sorpresa dejó prácticamente boquiabierto a Sander.
—Increíble. Cuando se entere el padre de Lukas se pondrá hecho una furia.
—A propósito, ¿conoce usted bien al padre de Lukas? —preguntó Pia.
—Relativamente bien. Forma parte del consejo directivo del zoo, y casi somos vecinos.
—¿Sabía usted que los padres de Lukas y de Jonas tienen una relación profesional?
—Es posible. —Sander observó a Pia atentamente—. Van den Berg está en la directiva de un banco, y el padre de Jonas, al frente de una gran empresa. Esa gente se suele conocer.
—Fue presidente del consejo de administración del holding Bock —informó Pia.
—A los mandamases les gusta proporcionarse mutuamente empleos lucrativos —reflexionó Sander—. ¿Y qué hay más lucrativo que un cargo en un consejo de administración?
—Cierto —sonrió ella—. A mí solo me interesa saber por qué Van den Berg renunció a ese cargo.
—¿Quiere que se lo pregunte? —Sander lo dijo muy serio—. Lo voy a ver esta tarde.
Pia pensó por un instante.
—Puede que se le presente la ocasión de sacar el tema.
—Teniendo en cuenta lo que ha sucedido, no debería ser difícil —contestó él.
Pia consultó el reloj, y ambos volvieron a entrar por el invernadero a la casa. Annika planchaba como una loca, el niño estaba en el parque, jugando solo. Cuando Sander apareció en el salón, el pequeño se puso de pie agarrándose a los barrotes.
—¡Lelo, ven! ¡Lelo, upa! ¡Upa! —exclamó el niño, estirando los bracitos.
Al serio rostro de Sander asomó inesperadamente una sonrisa. Tomó al niño y lo sostuvo en alto. Annika dejó de planchar para mirar a su padre y al niño entusiasmado. De pronto Pia sintió una punzada de dolor. No sabía por qué, pero le costaba contemplar esa estampa familiar tan idílica. Hasta el momento había conseguido no pensar en el portón y la puerta de casa abiertos, pero de repente el miedo a la soledad la asaltó como un nubarrón amenazador.
—Señora Kirchhoff, ¡espere! —pidió Sander—. He dejado el coche justo detrás del suyo.
Pia caminaba con brío, pero él le dio alcance en la puerta del jardín, aún risueño.
—¿Qué ocurre? —La sonrisa se borró del rostro de Sander, que la miró con aire inquisitivo.
—Nada —aseguró ella—. ¿Por qué?
—De pronto parece tan…, tan abatida…
Para colmo de desgracias, ¿además le leía el pensamiento?
—Tengo dos asesinatos que resolver —dijo Pia.
¿Por qué no podía ella también echarle los brazos al cuello a alguien para que la consolara como acababa de hacer Antonia? Le habría gustado contarle a Sander lo que le preocupaba desde la noche del día anterior, pero ¿qué pensaría de ella, una desconocida, si le confesaba que de pronto tenía miedo de estar sola en su casa de noche? Ese hombre tenía sus propios motivos de preocupación, y quizá se sintiera asediado por ella.
—Venga a verme otra vez al zoo a tomar un helado —le proponía él en ese momento—. Me encantaría.
Pia esbozó una sonrisa forzada.
—Claro. En cuanto haya solucionado los casos, espero volver a tener más tiempo para hacer cosas agradables.
Se encontraban junto al coche de Sander y se miraron. Pia rehuyó su mirada. No soportaba la inseguridad, y Christoph Sander la hacía sentirse tremendamente insegura.
—Tengo que irme. —Se sacó las llaves del coche del bolso—. Que tenga un buen día.
—Gracias. —Él le hizo sitio para que pudiera pasar—. Lo mismo digo. La llamaré si averiguo algo del padre de Lukas.
Pia notó que el corazón se le aceleraba y las manos le temblaban cuando poco después salía marcha atrás. Estaba a punto de implicarse emocionalmente y eso no estaba bien, nada bien. Si quería no perder el norte en la maraña de pistas falsas en que se estaba convirtiendo la investigación, necesitaba mantener la cabeza despejada.