Jueves 15 de junio
Eran las ocho menos cuarto de la mañana cuando el zumbido del móvil dio al traste con las esperanzas de Oliver von Bodenstein, inspector jefe de la Brigada de homicidios, de disfrutar de un día libre. Llevaba tres años al frente de la Brigada de Delitos Contra Personas (BDCP) de la Policía judicial de Comandancia de Hofheim, y se encargaba de la cara más desagradable del género humano entre Main y Taunus; antes había trabajado veinte años en la K 11, la sección de Homicidios, de Frankfurt. Bodenstein se incorporó y buscó a tientas el móvil, medio dormido. Cosima se pasaría el día en la mesa de montaje para elaborar la versión definitiva de su nuevo documental, que se iba a estrenar en tres semanas. Lorenz y Rosalie hacía tiempo que iban por libre, y ya no estaban muy por la labor de hacer senderismo o excursiones con su padre, de manera que ese día había aceptado estar disponible. Respondió al móvil que sonaba en la mesilla. Un número oculto, lo que faltaba.
—Oliver, soy Inka Hansen. Perdona que te moleste a estas horas.
Inka Hansen era veterinaria y amiga de la infancia de Bodenstein. El año anterior él había investigado un caso, el asesinato de la mujer de Kerstner, compañero de Inka, y sus caminos volvieron a cruzarse.
—Estoy en el Opel Zoo de Kronberg —dijo ella—. Los cuidadores han encontrado algo que se parece a una mano. De verdad.
—Voy ahora mismo —respondió Bodenstein al tiempo que se sentaba.
—¿Te vas? —preguntó Cosima bajando la voz. Estaba boca abajo, con la cara medio hundida en la almohada.
Ya no se inmutaba cuando alguien llamaba a horas intempestivas un día de fiesta. Se conocieron hacía veintitrés años, a los pies de un suicida: Bodenstein era un joven inspector que se enfrentaba a su primer cadáver; ella, la reportera de televisión que quería informar del impactante caso del corredor de Bolsa que se había ahorcado en su despacho.
—Sí, por desgracia. —La besó en la mejilla tibia y fue al cuarto de baño bostezando—. En el zoo han encontrado algo que parece una extremidad humana.
—Por favor…
No muy impresionada, su mujer se hizo un ovillo bajo la sábana, y estaba dormida otra vez cuando, diez minutos después, él bajaba la escalera recién afeitado y vestido.
Un cuarto de hora más tarde, mientras cruzaba el paso a nivel de Kelkheim, llamó a Pia Kirchhoff, su compañera. Ante la heladería San Marco, la calle parecía un campo de batalla. Habían instalado una public viewing area, una zona acotada con pantalla gigante para seguir el Mundial de fútbol, en la que el día anterior cientos de hinchas entusiasmados vivieron y celebraron por todo lo alto la ajustada victoria por 1 a 0 de la selección alemana frente a Polonia. Pia Kirchhoff tardó casi un minuto en responder al teléfono.
—Buenos días, jefe —respondió sin aliento—. Hoy es mi día libre, ¿lo recuerdas?
—Era —la corrigió él—. En el zoo han encontrado una mano humana. O eso creen. Avisaré a la Científica. ¿Podrías encargarte de llamar a un médico?
—Casualmente, tengo a un experto a mano.
—No será Henning Kirchhoff, ¿no? —Bodenstein sonrió.
—Para que no saques conclusiones precipitadas, te diré que esta noche solo me ha ayudado con un parto —contestó Pia con voz que sonaba a guasa.
La inspectora Pia Kirchhoff formaba parte desde hacía un año escaso del equipo de la K 11 de la Policía judicial de Comandancia de Hofheim. Tras separarse de su marido, Henning Kirchhoff, subdirector del Instituto Anatómico Forense de Frankfurt, compró una finca con un gran terreno en Unterliederbach, donde vivía con sus animales, y se reincorporó a la Policía judicial.
—¿Que te ha ayudado con un parto? —Bodenstein levantó el pie del acelerador para que no saltara el radar que había a la salida de la ciudad.
—Esta noche ha nacido mi segundo potro, un pequeño semental. Lo hemos llamado Neuville.
—Enhorabuena. ¿Por qué Neuville?
—Me da que no te va mucho el fútbol, jefe —dijo riendo. Ayer, en la prórroga, Oliver Neuville marcó el tanto decisivo.
—Ya. —Bodenstein atravesó Fischbach, respetó el ceda el paso y giró en el semáforo a la derecha hacia Königstein por la B 455—. Bueno, te necesito. Puede que no se alargue mucho.
En mitad del bosque, poco antes de la entrada de Schneidhain, Bodenstein tuvo que reducir la velocidad y finalmente detenerse, porque la carretera estaba llena de gente. En un principio pensó que se había producido un accidente, pero después reparó en la docena de coches que había a la derecha, en el aparcamiento del bosque. Varias personas desenrollaban pancartas y levantaban paneles. Bodenstein, que intentaba leer lo que decían, se asustó cuando dos chicas de unos quince o dieciséis años llamaron a la ventanilla y le pidieron que la bajara.
—¿Qué pasa aquí? —les preguntó.
—Una campaña colectiva de la OPMANAE[1], la ALK[2] y la LIK[3] —contestó una chica morena de pelo largo con los ojos pintados a conciencia y uñas acrílicas impecables—. ¿Sabía usted que el trazado de la B 8, la carretera de circunvalación oeste de cuatro carriles, pasará exactamente por aquí?
La muchacha agitó ante sus narices una hoja. Bodenstein observaba a dos mujeres que desenrollaban una pancarta. LA B 8 ACABARÁ CON EL BOSQUE, leyó.
—Se talarán miles de árboles —apuntó la otra chica, que era rubia y vestía una camiseta que ponía NO A LA B 8 y le dejaba la barriga al aire y unos pantalones vaqueros con un cinturón rematado por una hebilla brillante—. Partirán en dos biotopos de gran valor y bosques vírgenes; la contaminación en general y la contaminación acústica en particular aumentarán considerablemente en Königstein.
Bodenstein escuchaba a medias lo que con tanto fervor le contaban aquellas jóvenes. Conocía los argumentos de los detractores de la B 8, aunque él no estaba a favor ni en contra del proyecto de la «autovía del Taunus».
Las chicas seguían bombardeándolo con números y datos.
—Tengo prisa —las interrumpió—, lo siento.
—Claro, a usted nuestro bosque le da lo mismo —le espetó con desdén la morena—. Lo esencial es que pueda conducir a toda pastilla y fardar de cochazo.
—Pues nada, siga llenando el aire de monóxido de carbono —añadió la rubia.
Bodenstein no pudo evitar sonreír. En su época los jóvenes ecologistas llevaban parkas militares y pañuelos palestinos al cuello y no se hacían tratamientos para el pelo. Aquellas dos pijitas del Taunus, como solía llamar irónicamente su hijo a las hijas de familias acomodadas de Königstein y los alrededores, esas dos chicas que enseñaban el ombligo, parecían haberse pasado una hora ante el espejo esa mañana para arreglarse para su misión. Probablemente sus mamás las hubiesen llevado hasta allí en un Touareg o en un Cayenne relucientes. Los tiempos cambian.
De no esperarle una mano en el zoo, se habría molestado en explicar a esas mocosas que, desde luego, no le daba lo mismo que se cargaran el bosque. Pocos conocían la zona mejor que él, al fin y al cabo había crecido en una propiedad histórica, en el valle, entre Ruppertshain, Fischbach y Schneidhain. Después de estudiar Derecho y, más tarde, decidirse por hacer carrera en la Policía judicial, fue su hermano menor, Quentin, quien tomó las riendas del patrimonio familiar y convirtió la finca centenaria en un popular destino turístico. A Quentin no le hacían mucha gracia los planes de ampliación de la B 8, que volvían a estar de actualidad, pues la nueva carretera pasaría a menos de cien metros de la finca Bodenstein.
Tres minutos después, Bodenstein llegaba a la plaza de Königstein, una rotonda donde confluían varias carreteras. Las ambiciosas obras de reforma se habían interrumpido durante el Mundial. Alrededor de la fuente ondeaban banderas brasileñas. Todo Königstein se había puesto como loco de contento cuando se supo que las brillantes estrellas de la selección brasileña, ni más ni menos, se alojarían en el hotel Kempinski de Falkenstein. Y ahora en todo Königstein reinaba la decepción, ya que ninguno de los dioses sudamericanos del fútbol se dejaba ver por ninguna parte.
Christoph Sander, el director del zoológico, tenía cuarenta y tantos años, era de estatura media y de constitución fuerte, sin ser gordo. Su apretón de manos fue firme; su mirada, directa. Sus ojos oscuros reflejaban preocupación.
—Ojalá me equivoque —dijo, y señaló uno de los montones de hierba cercano—, pero me temo que eso de ahí es una mano.
Henning Kirchhoff se sacó unos guantes de látex del bolsillo, se los puso y se agachó.
—No se equivoca —confirmó escasos segundos después, dirigiéndose al director del zoo—. No cabe duda de que es la mano izquierda de una persona. Se la cortaron por encima de la muñeca. Y no se puede decir que con precisión quirúrgica.
El forense sacó la mano de la hierba y la observó con más atención.
—¿Quién la encontró? —quiso saber Bodenstein.
—El cuidador de los elefantes —contestó Sander—. Como cada mañana, dejó salir a los animales al recinto después de distribuir el forraje. No se dio cuenta de que pasaba algo hasta que vio que los elefantes estaban inquietos.
—¿Cuánto cree usted que…? —le preguntó Bodenstein a Kirchhoff.
—Espero que no me vaya a preguntar por la hora exacta de la muerte —cortó el forense mientras contemplaba con aire pensativo el extremo cercenado.
—¿Es una mano de hombre o de mujer?
—De hombre, sin duda.
A Bodenstein casi se le revolvió el estómago al ver cómo Kirchhoff le daba vueltas a la mano y a continuación la olisqueaba y la tocaba. Miró deprisa a su compañera, pero, para su sorpresa, Pia no observaba la mano ni a su exmarido, sino al director Sander, que estaba allí con los brazos cruzados y daba la impresión de hacer un esfuerzo ímprobo para no vomitar.
—¿Cuánto tiempo van a necesitar? —preguntó este—. A las nueve llegan los primeros visitantes, y además estamos esperando a un equipo de televisión.
—Los criminólogos llegarán en unos minutos —contestó Bodenstein—. ¿Cómo puede haber llegado la mano hasta aquí?
—Ni idea. —El director del zoo se encogió de hombros—. Quizá con la hierba. Todas las mañanas cortamos hierba del prado que se encuentra sobre la carretera.
—Podría ser una explicación. —Bodenstein asintió con aire pensativo—. Pero eso significaría que podría haber más partes. Será mejor que su gente inspeccione todos los montones de hierba del zoo.
Sander movió la cabeza con vehemencia y poco después se alejó del lugar en compañía del forense y de la mano.
A las nueve en punto el zoo abrió sus puertas, y entró la primera tanda de visitantes, sobre todo familias con un montón de niños pequeños. Bodenstein y Pia se quedaron en el restaurante Sambesi. Inka Hansen se había limitado a llevar a Bodenstein hasta Sander, y después, para alivio suyo, se despidió sin hacer alusión a lo sucedido el verano anterior. Desde la última vez que se vieron apenas habían transcurrido nueve meses. En la actualidad no entendía qué mosca le había picado entonces, pero estaba claro que habría engañado a Cosima con Inka si ella no lo hubiera rechazado. El inspector contempló la larga cola que se había formado delante de la taquilla y sintió que se remontaba diez años en el tiempo. Antes le gustaba ir con sus hijos al zoo, y lo visitaba a menudo. En ese preciso instante sonó el móvil.
—Hemos encontrado un pie —anunció el director de mal humor—, donde los alces. Pasando por delante de los elefantes a la derecha y luego a la izquierda, hacia el sendero forestal educativo. Lo espero aquí.
—Es la primera vez que vengo a este zoo —afirmó Henning Kirchhoff al inspeccionar el pie—. La parcela es enorme.
—Doscientos setenta mil metros cuadrados. —Sander se puso en jarras, ceñudo—. Y puede haber trozos de cuerpo humano por cualquier sitio. He mandado cerrar la granja educativa. Sería una pesadilla si un niño se encontrara la cabeza.
El pie estaba dentro de un gastado mocasín de piel marrón marca Camel active, talla 44, y lo habían cortado por encima del tobillo.
—Ni el pie ni la mano los cortaron de un tajo limpio, más bien los desgarraron —dictaminó Kirchhoff mientras miraba atentamente el pie. Después levantó la cabeza. ¿Puedo echarle un vistazo a la segadora?
—Sí, desde luego. —Sander miró a su alrededor. Los visitantes del zoo circulaban por los caminos como la sangre por las venas del cuerpo humano. En breve estarían por todas partes, en los recintos de los animales, en el sendero forestal educativo, en las barbacoas y las áreas de descanso, en el picadero de camellos, en los servicios. Mejor no pensar en lo que sucedería si efectivamente alguien encontraba algún resto humano. Su móvil dejó escapar unos tonos melodiosos—. ¿Sí? —respondió el director, y después permaneció a la escucha un instante.
Bodenstein vio que su rostro se ensombrecía.
—¿Qué ocurre? —inquirió.
—¡Mierda, mierda y mierda! —exclamó el director del zoo con toda su alma—. Creo que voy a desalojar el zoo y disculparme con el equipo de televisión. En el recinto de los muflones también hay algo.
A las diez y media el sabueso, que para entonces ya había llegado, encontró algo en la pradera que se extendía por encima de la B 455. Bodenstein y Pia se abrieron paso entre la multitud que, presa de la curiosidad, había estado observando desde el sendero que bordeaba el prado los movimientos de una unidad de la Policía que iba peinando metro a metro la zona. El jefe del operativo los esperaba con el guía canino no muy lejos del aparcamiento de la zona inferior.
—El cuerpo de un varón —dijo—. Y una bicicleta. Aquí delante, ni a tres metros del terraplén del aparcamiento.
Se respiraba un fragante olor a hierba recién cortada. La bóveda azul acero del cielo cubría los densos bosques de la cordillera del Taunus. Desde la pradera se disfrutaba de unas magníficas vistas del castillo de Kronberg y, a lo lejos, del horizonte resplandeciente de Frankfurt. Era una apacible y bonita mañana de junio, demasiado bella para ver un cadáver mutilado. Bodenstein se puso unos guantes de látex y se acercó al cuerpo. El hombre estaba boca abajo, medio oculto entre la hierba alta. Llevaba una camiseta de color caqui y unos calzoncillos. Como era de esperar, le faltaban el brazo izquierdo hasta el codo y la pierna izquierda hasta la rodilla, pero no se veía sangre. El fotógrafo hizo fotos desde todos los ángulos, y los criminólogos recorrieron la zona en torno al lugar del hallazgo en busca de huellas aprovechables.
—En vista de esto, no encontrará nada más en su zoo —le comunicó Kirchhoff al director, que se hallaba a cierta distancia, petrificado—. Parece que no le falta ningún otro miembro.
—Vaya, no sabe usted cómo me alegro —respondió Sander con sarcasmo.
—¿Quiere que le demos la vuelta? —preguntó uno de los criminólogos.
Bodenstein asintió y contuvo la respiración sin querer. La visión de un cadáver no era para pusilánimes: el calor favorecía el proceso de descomposición; las facciones apenas se distinguían, insectos y hormigas habían empezado a colonizar el tejido muerto.
—¡Jesús, María y José! —El director del zoo se volvió y vomitó en la zanja que se abría entre la pradera y el aparcamiento.
Hasta ese momento Bodenstein había admirado sus nervios templados y su aplomo. En una situación excepcional como aquella, Sander había logrado controlar tanto a sus empleados como a sí mismo. En la asignatura de gestión de crisis no cabía duda de que había sacado matrícula de honor.
—No llevaba documentación encima —se oyó decir a Kirchhoff después de examinar la escasa ropa del fallecido—. Y las livideces aún se pueden presionar un poco.
—¿Qué significa eso?
Hasta Bodenstein llegó un olor dulzón a descomposición y dio un paso atrás.
—Que no lleva muerto más de treinta y seis horas, pero tampoco mucho menos.
Bodenstein hizo sus cálculos.
—En ese caso habría muerto la tarde-noche del martes —aventuró luego.
—¿Se encuentra bien? —Pia miró con cara de preocupación al director del zoo, que respiraba profundamente y soltaba el aire. Estaba blanco como el papel.
—Conozco a ese hombre —respondió Sander con voz ahogada, y se fue del prado hacia el aparcamiento, que atravesó acelerando el paso.
Pia le dio alcance y consiguió agarrarlo del brazo justo cuando se disponía a cruzar la transitada carretera nacional sin mirar. Tiró de él bruscamente. Un BMW gris plata pasó por delante a escasos centímetros, el conductor los pitó y se llevó un dedo a la sien.
—Creo que debería tranquilizarse —aconsejó Pia.
Sanders respiró hondo.
—No soy de los que se impresionan fácilmente —aseguró pasados unos segundos—, pero esto me ha afectado bastante, la verdad.
—Es normal. —Pia asintió comprensiva—. ¿Quién es el hombre?
—Hans-Ulrich Pauly. Acompáñeme a mi despacho y le hablaré de él.
Poco antes de llegar a la caseta que albergaba las oficinas provisionales de la dirección del zoológico mientras seguían las ambiciosas obras, salió a su encuentro un joven de unos veinte años que se dirigió hacia ellos con parsimonia. Llevaba unos pantalones verdes, recios zapatos de trabajo y una camiseta blanca, como todos los cuidadores del zoo.
—¿Qué está pasando ahí arriba, en la pradera? —le preguntó al director—. ¿Me he perdido algo?
Sander se detuvo.
—¿Se puede saber de dónde sales tú a estas horas? —le espetó—. Aquí se empieza a las siete, y no cuando a ti te da la gana. Creía que te había quedado claro que eres como los demás.
El muchacho fingió arrepentimiento.
—No volverá a pasar, jefe. Lo siento.
Pia lo miró fijamente. Tenía un rostro muy atractivo, un cabello rubio que le llegaba por los hombros, los ojos de un verde poco común y un cutis que cualquier mujer envidiaría. Probablemente en ese momento Sanders se acordó de que no estaba solo.
—Este es Lukas Van den Berg —le dijo a Pia—; está haciendo prácticas. Lukas, la inspectora…
—… Pia Kirchhoff —lo ayudó ella.
—Hola.
Lukas Van den Berg sonrió y dejó al descubierto unos dientes blancos como la nieve.
—Arriba, en la pradera, han encontrado el cadáver del defensor de los animales —informó Sander—, de ese tal Pauly.
La sonrisa desapareció de golpe y porrazo del rostro del joven. Fue como si alguien le hubiera dado un puñetazo en el estómago.
—¿Cómo? ¿Ulli Pauly? —preguntó, visiblemente afectado.
—El mismo, sí. Muerto y bien muerto. —El director siguió andando—. Nos dio un montón de problemas.
—No, no puede ser. —Lukas había palidecido—. Pero si lo vi anteayer. Lo…, bueno…, ah, mierda…
Sander se detuvo, estupefacto, y dio media vuelta.
—¿Cómo que lo viste anteayer? —quiso saber.
—No puede ser. —El joven se tapó la boca y la nariz con las manos, horrorizado, y sacudió varias veces la cabeza.
—A ver —Sander lo sujetó por los hombros bruscamente—, te he hecho una pregunta. ¿Dónde lo viste? ¿Estaba aquí, en el zoo?
—No, es que… bueno… no se lo podía decir a usted, habría ido corriendo a contárselo a mi padre. —De pronto, el tono de Lukas sonó rebelde—. Este trabajo no está mal, pero necesito un poco más de pasta de que la que me dan aquí.
Sander lo soltó como si se hubiera quemado los dedos.
—No me lo puedo creer —respondió, controlándose a duras penas—. Así que sigues en ese… en ese restaurante ecológico. Y vete tú a saber si por la noche no les haces también las páginas web a esos psicópatas con sus campañas difamatorias. No es de extrañar que por las mañanas no seas capaz de salir de la cama.
—¡Mi padre no me da un céntimo! —protestó Lukas—. Y aquí gano una miseria. ¿Qué quería que hiciera? A Ulli no le importaba que trabajase aquí…
—¡Pero a mí sí me importaba que trabajases para esos tipos! —gritó el director del zoo de repente, como si la tensión acumulada durante las últimas horas por fin hubiese encontrado una válvula de escape—. Juraste y perjuraste que ya no tenías nada que ver con él. Me mentiste.
—Quería decírselo hace tiempo —gritó a su vez el chico—, pero cada vez que sale a relucir Ulli pierde usted los estribos.
—¿Y tanto te extraña, con todos los trastornos que me ha causado ese tipo?
Pia movía la cabeza a un lado y a otro como si estuviera viendo un partido de tenis. Los visitantes que pasaban por allí los miraban intrigados.
—¿Sería posible tratar esto a un volumen civilizado? —intervino la inspectora—. Podríamos continuar en el despacho, para que no se entere todo el que pase.
—Déjeme hablar con él, por favor —le pidió Pia al airado director del zoológico cuando se cerró la puerta de la caseta.
El aludido la miró de arriba abajo y a continuación soltó un suspiro y asintió. Lukas se había sentado en una silla ante la mesa del director, el rostro entre las manos. Pia ocupó la otra silla.
—Puede que sea una equivocación —farfulló el muchacho al tiempo que miraba a Pia desconcertado con aquellos ojos verde hierba—, y que no se trate de Ulli.
—¿De qué conocías al señor Pauly? —le preguntó ella.
Lukas tragó saliva y evitó mirar a su jefe.
—Trabajo en el Grünzeug —contestó con voz inexpresiva mientras se metía un mechón de pelo detrás de la oreja—, el restaurante vegetariano de Kelkheim; es de Ulli y de Esther.
—¿A qué hora lo viste anteayer? —se interesó Pia.
—No lo sé exactamente. —El chico reflexionó un momento—. A última hora de la tarde. En el restaurante había una reunión, por lo de la manifestación informativa de hoy.
—Entre otras cosas, Pauly también se oponía a la ampliación de la B 8, la carretera de circunvalación oeste —terció Sander—. De un tiempo a esta parte, los grupos ecologistas de Königstein y Kelkheim organizan regularmente campañas informativas contra la ampliación.
—Es verdad —convino Lukas—. Hoy iban a pasar por el tramo de trazado de Schneidhain y el albergue de la organización Amigos de la Naturaleza… No me lo puedo creer. Conozco a Ulli desde hace siglos. Fue mi profesor de biología.
—¿En qué instituto? —preguntó, interesada, Pia.
—El FSG —contestó Lukas, y añadió—: Friedrich Schiller Gymnasium. En Kelkheim. Es un tío súper… —Dejó la frase a medias—. Quiero decir era… un tío superguay —dijo bajando la voz—. Era lo más, en serio. Siempre tenía tiempo para los alumnos y estaba dispuesto a escuchar. Solíamos ir a su casa a charlar con él. Era muy inteligente. —Lukas miró a Sander—. Aunque usted no lo crea —añadió con un tonillo agresivo.
El director del zoo, en pie y con los brazos cruzados, lo miró con indulgencia desde detrás de su sillón y no dijo nada.
Diez minutos después Pia se hallaba a solas con Sander en la caseta-despacho, donde ya entonces, a esa hora de la mañana, hacía un calor sofocante.
—Se ve que tiene una relación bastante personal con su empleado —comentó Pia—. Le cae bien, ¿no es así?
—Sí, me cae bien. Y me da pena —admitió él.
—Y eso, ¿por qué?
—No lo tiene fácil —dijo por toda respuesta el director del zoo—. Su padre lo presiona bastante. Forma parte de la directiva de un gran banco y espera que su hijo siga su camino.
Sander se apoyó en la ventana y cruzó los brazos.
—Lukas es muy inteligente, y en el colegio se aburría. En décimo lo echaron del instituto Bischof Neumann, y después se pasó medio año en un internado. Luego su padre tuvo que llevárselo de allí. Durante un año y medio no hizo nada, después conoció al tal Pauly, que de algún modo consiguió conectar con él y lo convenció de que al menos terminara el instituto.
Pia asintió.
—Así que Lukas no es solo un empleado en prácticas, ¿no?
—¿Por qué lo dice?
—Antes le dijo usted que aquí era como los demás. ¿A qué se refería?
Al director pareció chocarle la buena memoria de Pia.
—Su padre forma parte del Consejo directivo —respondió—. Me pidió que contratara a Lukas en prácticas unos meses. —Sander se alzó de hombros—. Al principio no le parecía tan mala la influencia que Pauly ejercía en su hijo. Lukas se empezó a interesar por los estudios, y el año pasado salió airoso en selectividad; todo iba bien.
—¿Pero?
—La paulytis adquirió unas proporciones que no le gustaban al padre —continuó el director—. Lukas sacó hasta el último céntimo de la cuenta que su padre le había abierto, y por lo visto le regaló el dinero a Pauly para sus proyectos. A raíz de eso, su padre le cortó el grifo. Después empezó a trabajar de camarero en el restaurante ecológico de Pauly, dejó de ir por casa y al cabo de una semana dijo adiós a las prácticas en el banco. El pasado otoño lo detuvieron por allanar las oficinas de una empresa farmacéutica junto con otros jóvenes para manifestarse contra los experimentos con animales. Entonces Heinrich Van den Berg prohibió a su hijo que viera a Pauly y me pidió consejo.
—¿Por qué a usted? —quiso saber Pia.
—Prácticamente somos vecinos. Lukas iba a la misma clase que mi hija mediana, entra y sale de nuestra casa a su antojo.
—Así que las prácticas son una especie de libertad vigilada.
—Creo que el padre de Lukas lo ve así —asintió Sander—. Quería cargar sobre otro la responsabilidad del muchacho. En este caso, sobre mí. En fin… —Se apartó de la ventana, abrió un armario y se puso a buscar algo—. No hay nada de beber —dijo—. ¿Quiere que vaya por unos cafés al restaurante?
—Para mí no, gracias —contestó Pia—. Esta noche me debo de haber bebido una cafetera entera.
—¿Y eso? No se las habrá tenido que ver con otro cadáver, ¿no?
—No, no —sonrió Pia—, el motivo de que no haya dormido es más agradable: el nacimiento de un potro.
—Ah. —Sander se sentó tras su mesa y miró a Pia con curiosidad, como si se hubiese convertido ante sus ojos en un animal poco común. Y por primera vez ese día sonrió. Una sonrisa amable, benévola, que le iluminó la cara de repente y la cambió por completo—. Caballos para compensar su trabajo con muertos y asesinos. —Sander la observó con aire escrutador, como si no tuviera claro qué pensar de ella.
—Pues sí. —Pia le devolvió la sonrisa—. Vivo al lado de mis caballos.
—¿Vive al lado de sus caballos?
La conversación amenazaba con ir por un derrotero bastante personal. No es que a Pia le desagradara, Sander le caía bien, pero por desgracia no tenía tiempo para charlar.
—Iba a hablarme del fallecido. ¿De qué lo conocía?
La sonrisa de Sander se borró en el acto.
—Hace unos años Pauly creó una comunidad contra la tenencia de animales en zoos y orquestó campañas de descrédito en las secciones de los periódicos de cartas al director y en foros de internet contra los zoológicos —respondió—. Entre otros, contra nosotros. Lo conocí hace dos años, cuando repartía octavillas con unos jóvenes delante del zoo y se manifestaba contra la cautividad de elefantes. Por lo visto, los profesores disponen de mucho tiempo —añadió con tono de censura—. A lo largo de los últimos años hemos hecho mucho para mejorar las condiciones de nuestros animales —prosiguió el director—, pero al tal Pauly no le bastaba. Según él, no debería haber zoos, y nunca se ha molestado en ocultar su opinión. Le gustaba dar grandes discursos, cargar las tintas e insultar a la gente.
—¿Le dio problemas? —preguntó Pia.
—No liberó animales ni llenó de pintadas las instalaciones, si se refiere a eso. —Sander frunció el ceño—. Pero siempre estaba protestando por algo, ya fuera en internet o aquí, causando alboroto, preferiblemente cuando en el zoo había mucho movimiento. —El director hizo un gesto de rechazo con la mano—. Yo discutía mucho con él, incluso lo invité a venir y le expliqué lo que hacemos y por qué lo hacemos. Una verdadera pérdida de tiempo. Puedo encajar las críticas justificadas, pero no la polémica. Y no soporto la forma en que Pauly soliviantaba a la gente. Era totalmente subjetivo; y sus puntos de vista, intransigentes. A los jóvenes eso les encanta; es guay. Ya ha oído usted a Lukas. A mí me parece peligroso. En la vida no todo es blanco o negro.
—¿Cuándo fue la última vez que habló con él? —continuó Pia.
—El domingo. El tipo se presentó con un destacamento de sus muchachos y empezó a armar bronca otra vez. Y a mí se me acabó la paciencia.
Pia se imaginó perfectamente lo que pasaba cuando Christoph Sander perdía la paciencia. Según su primera impresión del cadáver, Pauly era más bien poca cosa, un rival débil para el director del zoo, que rebosaba vitalidad.
—¿Qué ocurrió? —preguntó.
—Nos enredamos en una discusión —dijo vagamente Sander—. El tipo empezó a tergiversar mis palabras, y en un momento dado me sacó de mis casillas. Lo eché y le prohibí la entrada.
Pia ladeó la cabeza.
—Y ahora aparece muerto a menos de cincuenta metros del zoo.
—Y hasta muerto consigue saltarse a la torera mi prohibición. —Sander sonrió con amargura—. Por lo menos, en parte…
—¿Podría tener algo que ver el director del zoo con la muerte de Pauly? —le preguntó Bodenstein a su compañera después de que le contara su conversación y la bronca entre Sanders y Lukas Van den Berg.
—No, no creo. —Pia sacudió la cabeza.
—El muchacho se acercó al lugar donde encontraron el cadáver; quería ver a Pauly —informó él—. Parecía muy afectado, y le preocupaba la pareja de Pauly. Me dio la impresión de que los dos le caían bien.
Pia opinaba lo mismo.
—Trabaja en el restaurante de Pauly y su pareja. Ahí fue donde vio a Pauly por última vez, el martes por la tarde.
Bodenstein pulsó el mando a distancia del coche, y el BMW respondió con un doble parpadeo.
—Tu exmarido se ha ido a Frankfurt, al Instituto. Tendrás que recurrir a mis servicios de chófer.
—Lo que faltaba —sonrió ella—. Pero dime, Lukas… Es decir, ¿dejó que Lukas viera el cuerpo…?
Bodenstein enarcó las cejas.
—¡Por supuesto que no! —exclamó y le abrió la puerta a Pia galantemente—. He llamado a Kai Ostermann y a Kathrin Fachinger y les he pedido que vayan a la oficina. No he podido localizar a Behnke.
—Tenía entradas para el partido de ayer por la tarde en Dortmund —le recordó Pia a su jefe.
A su compañero Frank Behnke le había sonreído la suerte en la complicada adjudicación de entradas de la FIFA; solo la muerte le habría impedido ir a Dortmund.
La casa de Hans-Ulrich Pauly era la última antes de llegar a la rotonda de una calle sin salida, en KelkheimMünster. Más allá se extendían praderas y campos hasta el bosque, al otro lado del cual se hallaba la finca Hof Hausen vor der Sonne, con su campo de golf. Bodenstein y Pia se bajaron delante de la casa cubierta de hiedra, con cristales emplomados y contraventanas, que se alzaba entre un imponente nogal y tres grandes abetos. Pia llamó al timbre, instalado en una celosía desvencijada. En la parte trasera de la casa sonó un coro de ladridos de perros. Las losetas de cemento pulido que llevaban hasta la puerta, tapizadas de malas hierbas, permitían deducir que la entrada principal no se utilizaba mucho.
—No hay nadie —afirmó Bodenstein—. Demos la vuelta.
Se acercó a la puerta y la empujó: estaba abierta. Entraron en un patio. Por todas partes crecían plantas frondosas en grandes macetas, y geranios y petunias florecían en tiestos colgantes de distintos tamaños. En mesas con caballetes contra la pared se amontonaba un sinfín de macetas con flores en todas las fases de crecimiento; junto a ellas, útiles de jardinería y sacos de tierra. Al fondo se abría un jardín extenso y descuidado con un estanque y varios invernaderos. Bodenstein se estremeció cuando toda una jauría de perros dobló la esquina de la casa, encabezada por una mezcla indefinible de perro lobo, husky y ovejero con los ojos azul claro. Lo seguían un rodesiano con cresta y dos mestizos de menor tamaño que daban la impresión de haber sido los perros más feos de la protectora de animales. Los cuatro meneaban el rabo con ganas y parecían alegrarse de la inesperada visita.
—Desde luego perros guardianes no son. —Pia sonrió y dejó que los animales la olisquearan—. ¿Estáis solos en casa?
—Ten cuidado —le advirtió su jefe—, el gris parece peligroso.
—Ah, vamos. —Pia le rascó la cabeza al perrazo detrás de las orejas—. Eres un perro muy guapo, sí, señor. Te llevaría a mi casa ahora mismo.
—Pero no en mi coche. —Bodenstein vio una puerta abierta. Subió los dos escalones y llegó a una gran cocina. A todas luces aquella era la entrada principal. En los peldaños había varios pares de zapatos, tiestos vacíos y toda clase de trastos—. ¿Hola? —gritó.
Pia dejó atrás a su jefe y echó un vistazo en la cocina: las baldosas del suelo estaban llenas de huellas de perro, en la encimera se amontonaban platos y cazuelas sucios, en la mesa había dos bolsas de la compra aún por ordenar. Pia abrió la puerta. En el salón reinaba un auténtico caos. Los libros no estaban en las estanterías, sino desperdigados por el suelo; los sillones estaban volcados, los cuadros arrancados y la puerta de cristal que daba a la terraza y al jardín, abierta de par en par.
—Llamaré a Criminalística.
Bodenstein se sacó el móvil del bolsillo, y Pia continuó inspeccionando la casa para lo que se puso unos guantes de látex. La habitación contigua al salón parecía el despacho de Pauly. También allí era como si hubiera caído una bomba. El contenido de las estanterías y los archivadores se encontraba en el suelo; habían sacado y vaciado los cajones de la mesa de madera maciza. De los carteles de las paredes se podía deducir cuál era la ideología política de los habitantes de la casa: llamamientos desvaídos a manifestaciones celebradas hacía tiempo contra centrales nucleares, la pista Oeste del aeropuerto de Frankfurt, el transporte de residuos radiactivos, una lámina de Greenpeace y otras similares. En un rincón del cuarto había una pantalla plana hecha trizas, y al lado, una impresora de chorro de tinta y un ordenador portátil destrozado.
—Jefe —Pia avanzaba con cuidado en dirección a la puerta para no destruir pruebas—, esto no ha sido un allanamiento, esto es…
Se asustó cuando Bodenstein apareció delante de ella.
—No grites así —sonrió—, que todavía oigo perfectamente.
—¡No deberías darme estos sustos!
Pia calló porque en algún lugar de la casa sonó un teléfono. Siguieron el sonido escalera arriba, hasta la primera planta. Allí los vándalos habían respetado las habitaciones. En el cuarto de baño estaban todas las luces encendidas, ante la ducha había una toalla en el suelo, junto a unos vaqueros, una camisa y ropa interior sucia. Pia nunca se sentía cómoda cuando invadía la esfera privada más íntima de desconocidos, pero era lo que había que hacer si uno quería saber más cosas del entorno de un fallecido. ¿Dónde estaría la pareja de Pauly? El armario del dormitorio estaba abierto, en la cama había algunas prendas de ropa. El teléfono enmudeció.
—Da la impresión de que Pauly se duchó y se disponía a cambiarse —razonó ella—; eso explica que prácticamente fuese en ropa interior.
Bodenstein asintió.
—Ahí está el teléfono. —El Siemens inalámbrico estaba tirado de cualquier manera en la cama, entre camisas limpias y pantalones vaqueros. Pulsó la tecla que no paraba de parpadear.
«Tiene treinta y cuatro mensajes nuevos —anunció la voz informatizada—. Mensaje número uno, recibido el martes 13 de junio a las 15.32 horas».
«Ulli, sé perfectamente que estás ahí —decía una voz de mujer—. Estoy harta de tus tácticas dilatorias. He hecho todo lo que estaba en mi mano para llegar a un acuerdo contigo por las buenas, pero eres un cabezota. Solo para que lo sepas: me da lo mismo que vayas corriendo a ver a tu abogado con esta grabación, de todas formas me volverán a dar la razón. Es tu última oportunidad: me pasaré a verte a las ocho y media. Si no estás o si te vuelve a perder el orgullo, tendrás que atenerte a las consecuencias, te lo juro».
Se oyó un pitido y a continuación se sucedieron cuatro llamadas sin número ni mensaje. Al parecer, habían respondido una llamada poco antes de las 17.00, pues el mensaje se interrumpió después de que un hombre dijera: «Hola, señor…». A las 20.13 un hombre había dejado un mensaje.
«Soy Carsten Bock —informó una voz masculina grave—; han llegado a mis oídos las impertinencias que soltó usted en público el lunes. Eso es calumnia y difamación. Ya he emprendido medidas legales contra usted, y espero por su parte y cuanto antes una disculpa por escrito y una rectificación pública de los hechos en el periódico».
Los policías se miraron. En la noche del martes al miércoles habían entrado dos llamadas más sin número, y el miércoles por la tarde había vuelto a llamar un hombre.
«Hola, Ulli, soy yo, Tarek. A ver si te compras un móvil de una vez, tío. Ya estoy aquí. Tenemos la presentación lista y subida a la página. Puedes echarle un vistazo. Hasta luego».
Las demás llamadas eran de la pareja de Pauly, Esther, que había dejado una docena de mensajes, primero inquisitiva, luego preocupada, finalmente enfadada. En ese preciso instante llegó un taxi, y los perros entonaron un frenético recibimiento a base de ladridos.
Esther Schmitt saludó en el patio a sus perros, que bailoteaban a su alrededor aullando y ladrando nerviosos, y a continuación entró en la casa por la puerta de la cocina; en la mano llevaba un bolso de viaje y colgado del hombro, un ordenador portátil. Era una mujer delicada, que rondaría los cuarenta, de rostro pálido y pecoso, con el cabello de tono rubio rojizo recogido en una trenza floja.
—¿Pero qué es esto? —comentó—. Estoy fuera tres días y…
—No se asuste —dijo Bodenstein.
A pesar de la advertencia, la mujer se estremeció. Dejó caer el bolso ruidosamente y dio un paso atrás.
—¿Quiénes son ustedes? —preguntó con los ojos muy abiertos—. ¿Qué están haciendo aquí?
—Me llamo Bodenstein, y esta es la señora Kirchhoff, mi compañera. —Le enseñó la placa—. Policía judicial de Hofheim.
—¿Policía judicial? —La mujer parecía perpleja.
—¿Es usted Esther Schmitt? —preguntó Bodenstein.
—Sí. ¿Qué está pasando aquí?
Pasó junto a ellos y respiró hondo al ver el estado del salón. Se volvió y se quitó la bolsa del ordenador del hombro, que dejó en la mesa pegajosa de la cocina. Sobre una arrugada falda de lino llevaba un blusón estampado; sus pies, con los dedos sucios, estaban enfundados en unas sandalias de cuero de aspecto cómodo, pero poco elegante.
—Tenemos que darle una mala noticia —empezó Bodenstein—. Esta mañana encontramos el cuerpo de su pareja. Lo siento mucho.
Sus palabras tardaron unos segundos en llegar al cerebro de la mujer.
—¿Ulli ha muerto? ¡Dios mío! —Clavó la vista en Bodenstein sin dar crédito, y después se sentó en el borde de una silla de la cocina—. ¿Cómo…, cómo murió?
—Eso aún no lo sabemos exactamente —contestó él. ¿Cuándo fue la última vez que habló con el señor Pauly?
La mujer cruzó los brazos.
—El martes por la noche —dijo sin expresión alguna—. Yo estaba desde el lunes en Alicante, en un congreso de vegetarianos.
—¿Sobre qué hora habló por teléfono el martes con el señor Pauly?
—Tarde. Serían aproximadamente las diez de la noche. Ulli quería dejar listas las hojas del recorrido del trazado de la autovía en el ordenador, pero poco antes de que yo llamara fue a verlo otra vez su exmujer.
El rostro se le demudó, pero no se permitió echarse a llorar.
—¿Quiere que llamemos a alguien? —preguntó Pia.
—No. —Esther Schmitt se levantó y miró a su alrededor—. Me las arreglaré sola. ¿Cuándo puedo limpiar esto?
—Cuando los criminólogos lo hayan examinado todo —contestó Bodenstein—. Sería muy útil si pudiera usted decirnos si falta algo.
—¿Por qué?
—Puede que este revoltijo no tenga nada que ver con la muerte de su pareja —explicó él—. Suponemos que murió el martes por la noche. Siendo así, la casa habrá estado abierta un día entero.
Los perros ladraron fuera. Se oyó un ruido de puertas de coche que se cerraban, y poco después aparecieron los agentes de la Policía científica en el umbral de la cocina.
—Ya. —Esther Schmitt lo miró, con ojos enrojecidos, y se encogió de hombros—. Se lo diré, claro. ¿Alguna otra cosa?
—Nos interesaría saber con quién se enfadó o tuvo problemas su pareja últimamente.
Bodenstein le ofreció su tarjeta de visita. Ella le echó un vistazo y levantó la cabeza.
—No fue un accidente, ¿verdad? —quiso saber.
—No —repuso el policía—. Lo más seguro es que no.
A las dos y media, Pia llegó a la villa de la calle Kennedyallee, donde se hallaba el Instituto Anatómico Forense, en Sachsenhausen. Conocía el edificio por dentro. En sus dieciséis años de matrimonio había pasado un sinfín de horas en las salas de autopsias del sótano; Henning era de esos científicos consagrados en cuerpo y alma a su profesión y sus investigaciones. La fiscal Valerie Löblich había llegado poco antes que ella. El cuerpo de Pauly yacía desnudo en la mesa metálica bajo las potentes lámparas, y Ronnie Böhme, el ayudante de Henning, lo había completado con las partes del cuerpo que le cortaron. El olor a descomposición era tremendo.
—¿Le cortaron las extremidades con la segadora? —inquirió Pia después de ponerse la bata y la mascarilla protectora.
—Sí, así es. —Henning Kirchhoff se inclinó sobre el cadáver y examinó la piel centímetro a centímetro con una lupa—. Pero antes ya llevaba algún tiempo muerto. Tras un primer análisis superficial, estoy convencido de que el cuerpo fue trasladado por lo menos una vez en el curso de las últimas veinticuatro horas. A todas luces, la muerte la causaron las heridas de la cabeza. Ahí están las radiografías.
Señaló con la cabeza el negatoscopio.
—¿Pudo caerse de la bicicleta? —preguntó la fiscal, una atractiva mujer morena de treinta y pocos años. A pesar del calor que hacía fuera, llevaba una americana elegante, una falda ceñida cortísima y medias de seda.
—¿Es que no me ha oído? Acabo de decir que trasladaron el cadáver. —La voz del forense tenía un deje de irritación—. ¿Cómo iba a hacer eso él solo después de sufrir un accidente de bicicleta mortal?
Pia y Ronnie intercambiaron una mirada elocuente. Antes ambos hacían preguntas ingenuas de vez en cuando, solo para recibir comentarios mordaces. Henning Kirchhoff era un forense brillante, pero una persona poco tratable. Sin embargo, la fiscal Löblich no se dejaba amedrentar fácilmente.
—No he preguntado si murió a causa de una caída de bicicleta —respondió imperturbable—, sino tan solo si pudo sufrir una caída.
Henning Kirchhoff alzó la mirada.
—Cierto —reconoció—. No se cayó, de lo contrario presentaría excoriaciones en los nudillos y en las extremidades inferiores, y no es así.
—Gracias. Muy amable, señor Kirchhoff.
Pia vio cómo Henning abría en forma de «Y» la caja torácica, con movimientos rápidos y hábiles, y cortaba las costillas con el costótomo para llegar a los órganos internos. Conocía el procedimiento, que seguía un estricto protocolo. Henning iba relatando cada una de sus maniobras y cada uno de sus hallazgos al micrófono que llevaba al cuello. Más tarde la secretaria transcribiría el informe de la autopsia. Por su parte, Ronnie pesaba y medía los órganos extraídos y anotaba los resultados.
—Steatosis hepatis, y eso que era vegetariano —constató Henning al tiempo que le ponía el órgano a la fiscal debajo de la nariz con una sonrisa burlona—. ¿Sabe lo que significa?
—Hígado graso —respondió la fiscal Löblich, sonriendo sin inmutarse—. No se esfuerce, doctor Kirchhoff, no le daré la satisfacción de desmayarme.
El forense examinó con una lupa cada milímetro de la cabeza, rasurada a conciencia, y con ayuda de unas pinzas extrajo de la herida unas partículas minúsculas que depositó en recipientes de plástico para que el laboratorio las analizara. Ronnie rotuló los recipientes de inmediato.
—Le rompieron la cabeza con un objeto sin punta —concluyó—. En la herida de la parte anterior de la cabeza hay huellas de metal y óxido. La herida posterior es de la caída.
Con el escalpelo practicó un corte en la piel de la mitad posterior de la cabeza, retiró hacia delante el cuero cabelludo, echándolo sobre el rostro del cadáver, y examinó los huesos del cráneo.
—Aquí tenemos una imagen característica de dos fracturas —observó el médico—. Primero se produjo el golpe, y luego, la fractura del hueso craneano provocada por la caída.
—¿Y eso es mortal? —se atrevió a preguntar Pia.
—No necesariamente. —Kirchhoff echó mano de la sierra eléctrica, con la que abrió los huesos del cráneo—. Con frecuencia después de una lesión de este tipo se producen hemorragias intracraneales y un edema cerebral progresivo. La creciente presión craneal provoca una parálisis respiratoria y después una parada circulatoria, a consecuencia de la cual sobreviene la muerte clínica. Puede suceder relativamente deprisa o tardar horas.
—Lo cual significa que aún pudo vivir un buen rato.
Henning extrajo el cerebro de la cavidad craneal, lo observó con aire crítico y lo cortó en rebanadas finas.
—No hay hemorragias —dictaminó; le pasó el cerebro a Ronnie, se inclinó y examinó el cráneo por dentro. Acto seguido ladeó la cabeza del cadáver, se acercó al negatoscopio y miró de nuevo las radiografías—. En su caso, sobrevino deprisa —afirmó—. Debido a la caída, se escindió y rompió la vértebra cervical de la base del cráneo. Murió en el acto.
Los criminólogos trabajaban en la cocina y en el despacho cuando Esther Schmitt estuvo lista para contestar a unas preguntas. A Bodenstein siempre le parecía injusto interrogar a alguien que acababa de sufrir una pérdida dolorosa y aún se hallaba conmocionado, pero sabía por su larga experiencia que era durante esas primeras conversaciones cuando averiguaba más cosas.
—¿Dónde encontraron a Ulli? —quiso saber la mujer.
—En Kronberg, cerca del zoo —respondió el inspector jefe, y vio que ella abría mucho los ojos, sin dar crédito a lo que estaba oyendo.
—¿En el zoo? ¡Entonces seguro que ese director ha tenido algo que ver! Odiaba a Ulli porque siempre le estaba restregando por las narices que tener animales en un zoo es una crueldad. Hace unas semanas ese tipo casi me atropella, ¡adrede! —exclamó con vehemencia—. Repartíamos octavillas en el aparcamiento que hay delante del zoo y él entró a toda velocidad con su todoterreno. Nos amenazó, dijo que nos descuartizaría con sus propias manos y nos echaría a sus lobos si no salíamos del aparcamiento en diez segundos.
Bodenstein escuchaba con atención.
—Y el domingo pasado le prohibió la entrada a Ulli —continuó Esther Schmitt—. Ese hombre es capaz de cualquier cosa, lo que yo le diga…
Bodenstein no compartía su opinión. Es posible que Sander fuese temperamental e impulsivo, pero eso no lo convertía necesariamente en un asesino.
—Una mujer dejó en el contestador un mensaje bastante hostil —informó—. ¿Sabe quién puede ser?
—Probablemente la ex de Ulli, Mareike —respondió con dureza—. Nada más divorciarse se volvió a casar con un arquitecto de Bad Soden. Ella y su marido levantan esos mazacotes que llaman casas, todos iguales. Aquí ya han llenado la calle entera, y ahora andan detrás de este terreno.
—A mí me dio la sensación de que la mujer amenazaba al señor Pauly —apuntó Bodenstein—. Mencionó a un abogado.
—Ulli y ella heredaron el terreno y la casa a partes iguales —explicó la mujer—. Cuando se fue, Mareike le cedió la casa a Ulli, cosa que lamentó enseguida. Quiere recuperarla, por eso andan metidos en pleitos desde hace años.
—Le dio un ultimátum al señor Pauly, amenazándolo con que si no accedía a sus ruegos tendría que atenerse a las consecuencias. —Bodenstein no la perdía de vista. ¿Cree usted que la exmujer de su pareja sería capaz de…?
—La creo capaz de todo —lo cortó Esther Schmitt con rudeza—. Ella y su marido quieren construir seis adosados en este terreno. Hay en juego un montón de dinero.
—¿Con quién más estaba enemistado su pareja?
—Ulli incomodaba a mucha gente. Solía sacar a la luz irregularidades y no se mordía la lengua.
En ese instante pasó traqueteando por delante de la casa un gran tractor con dos remolques llenos de fardos de heno. El conductor, un gigante canoso con una camiseta interior sucia, se quedó mirando el patio, intrigado.
—Ese también estaba en pie de guerra con Ulli —informó Esther Schmitt—. Erwin Schwarz; vive enfrente. Está en el ayuntamiento y cree que se lo puede permitir todo…
Siendo vecino de Kelkheim, Bodenstein sabía que Erwin Schwarz era un firme defensor de la circunvalación oeste de la B 8 e íntimo amigo del alcalde Funke. Se propuso ir a visitar al vecino de Pauly cuando acabara.
—… igual que Conradi, ese asqueroso. —La mujer apretó los labios y frunció el entrecejo—. No hace mucho le pegó un tiro a un perro nuestro; al parecer, porque se había escapado y era agresivo, pero no es verdad. Chaco tenía catorce años y estaba prácticamente ciego. Conradi cazaba aquí, y solo buscaba un motivo para jugarnos una mala pasada.
—¿Se refiere usted al carnicero Conradi, de la Bahnstrasse? —se quiso asegurar Bodenstein.
—A ese mismo, sí. Ulli lo denunció una vez porque hacía filetes de carne de jabalí sin haber pasado los controles pertinentes.
—¿Y qué motivo tenía el agricultor, Schwarz, para que no le cayera bien su pareja?
—Schwarz es un infractor de las leyes medioambientales. Ulli dio a conocer que utiliza sus campos y sus sembrados de basurero y vierte fertilizantes en el río Liederbach. Como era de esperar, Schwarz logró encubrirlo todo gracias a sus contactos, pero no podía ni ver a Ulli.
Los agentes de la Científica, con sus trajes de papel blanco, se afanaban en los escalones que conducían a la cocina. Uno de ellos se volvió.
—Hemos encontrado algo —le dijo a Bodenstein—. Debería echarle un vistazo.
—Voy —contestó el policía, y le dio las gracias a Esther Schmitt. Pero entonces le vino algo a la memoria—. ¿Conoce a alguien llamado Tarek? —le preguntó.
La mujer asintió.
—Sí. Lleva todo lo relativo a la informática en el restaurante.
—¿Y a Lukas Van den Berg?
—También lo conozco, claro. Trabaja en el Grünzeug, en el bar. ¿Por qué lo pregunta?
—Por nada, no tiene importancia. —Bodenstein dio media vuelta para marcharse—. Muchas gracias.
Esther Schmitt se encogió de hombros y desapareció en el jardín con los perros sin despedirse. Bodenstein se acercó al criminólogo.
—¿Qué tenéis? —se interesó.
—Trazas de sangre. —Uno de los agentes se quitó la mascarilla y señaló el muro junto a la puerta de la cocina. En la pared, los zapatos y las flores. Cabe pensar que es sangre humana.
Bodenstein se agachó y observó las salpicaduras, que a primera vista parecían pulgones.
—Los perros tenían sangre en las patas —añadió el hombre—. Hemos visto en la cocina huellas de perro ensangrentadas. Podría ser que los perros lamieran la sangre de los escalones. Y en el portón hemos encontrado la huella de una mano también con sangre. Pero tenemos que esperar a que oscurezca para poder trabajar con luminol. —Se inclinó y le ofreció a Bodenstein una bolsa con una herradura oxidada—. Estaba a los pies de los escalones. —Señaló un clavo que había junto a la puerta de la cocina—. Probablemente estuviera ahí colgada. Si no me equivoco, en la herradura hay sangre. Es posible que sea el arma homicida y que al hombre lo mataran aquí mismo.
Bodenstein observó la herradura en la bolsa de plástico. Estaba tan oxidada que sería difícil, por no decir imposible, encontrar huellas dactilares aprovechables.
—Muy bien —aprobó—. Quizá tengamos suerte y la huella de la puerta sea del asesino.
—Introduciremos la huella en el banco de datos del AFIS[4] —replicó el agente—. Puede que así averigüemos algo.
La fiscal seguía en la puerta abierta, hablando en voz baja con Henning. Su expresión corporal expresaba lo que Pia ya había visto durante la autopsia: Valerie Löblich andaba detrás de su ex. No había parado de hacer preguntas y de apoyarse en la mesa, con el escotazo que llevaba. Aunque, por supuesto, Henning no cayó en la cuenta. Cuando tenía delante un cadáver, ya podía estar a su lado la mismísima Angelina Jolie desnuda, que probablemente ni la mirase. Pero ahora la autopsia había concluido, y él parecía percatarse de que el interés de la bella fiscal no se limitaba en modo alguno a los restos mortales de Pauly. Se reía de algo que ella había dicho, y la fiscal lo secundaba tontamente. Ronnie Böhme devolvió los órganos extraídos al cuerpo, incluido el cerebro, con el objeto de coser el corte en «Y». Su mirada se cruzó con la de Pia, y el ayudante arqueó las cejas y puso los ojos en blanco. Por toda respuesta ella se alzó de hombros. Henning era un hombre atractivo y gozaba de una reputación excelente. A decir verdad lo raro es que no tuviera a su lado a otra mujer. Aunque había sido ella la que se separó de él, sintió una punzada de celos. Finalmente la fiscal se despidió, y Pia siguió al forense hasta su despacho, en la planta baja.
—¿Tenéis algo, Löblich y tú? —preguntó como de pasada.
Él se detuvo y la miró con atención.
—De ser así, ¿te molestaría?
Esa era una pregunta en la que no se había parado a pensar hasta ese momento. En su imaginación, desde que se separaron él vivía en celibato, como ella. La sola idea de que no fuera así le molestaba, tenía que admitirlo.
—No —mintió—, no me molestaría.
Él enarcó las cejas.
—Qué lástima —murmuró.
El móvil de Pia comenzó a sonar.
—Perdona. —Sacó el teléfono, casi aliviada, e informó a su jefe con pocas palabras del resultado de la autopsia. Henning esperó a que hubiera terminado—. ¿Cuándo tendré el informe de la autopsia? —quiso saber.
—Mañana por la mañana.
Se miraron.
—¿Qué haces esta noche? —le preguntó el forense—. Me gustaría pasarme por tu casa para echarle un vistazo a ese potro. Llevaré una botellita de vino…
—No sé cuánto voy a tardar —fue la evasiva respuesta de Pia. Se guardó el teléfono. No estaba segura de si cometía un error dejando que volviera a Birkenhof, pero después se encogió de hombros—. De acuerdo —dijo—. Esta noche, en mi casa. Pero no sé cuándo llegaré.
—No importa —aseguró él—. Puedo esperar.
Enfrente de la casa de Pauly la actividad era frenética. Como todos los agricultores del mundo, también Erwin Schwarz se regía menos por el calendario que por el tiempo, y el calor incesante de los días anteriores había creado las condiciones perfectas para cortar la hierba. Schwarz era uno de los últimos agricultores de Kelkheim; sin embargo, cada vez tenía menos campos de cultivo. Se recibía más dinero del Estado por las superficies sin explotar del que él podía ganar con la colza o el trigo. Bodenstein llamó a una puerta abierta.
—¡Pase! —exclamó alguien desde dentro.
Bodenstein entró en una gran cocina rústica. La casa estaba en penumbra y hacía fresco en comparación con la temperatura del exterior. Se oía un ruidoso tictac de un reloj de péndulo y se respiraba un olor ácido. Cuando sus ojos se acostumbraron a la escasa luz, Bodenstein vio al hombretón del peto azul y la camiseta interior sudada del tractor. Estaba sentado en el banco rinconero; ante él, encima del hule de cuadros, una botella de agua y un tarro con pepinillos en vinagre. Bodenstein solo conocía a Erwin Schwarz por fotos del periódico de Kelkheim, en las que siempre aparecía con un favorecedor traje y con corbata, la vestimenta oficial de concejal.
—Me llamo Bodenstein, soy de la Policía judicial de Hofheim —se presentó.
Schwarz lo miró con sus ojos acuosos.
—Viene usted de enfrente, de casa de Schorsch Schmitt, ¿no? ¿Qué ha pasado?
Schwarz bebió un trago de agua. Aunque Bodenstein no hablaba con el típico acento cerrado de Hesse, lo entendía sin problemas.
—Esta mañana se ha encontrado el cuerpo del señor Pauly —informó.
—¡Ah! —Schwarz abrió mucho los ojos, estupefacto.
—Creemos que el señor Pauly fue asesinado a la puerta de la cocina de su casa el martes por la noche. Me gustaría saber si usted oyó o vio algo.
Erwin Schwarz, meditabundo, se rascó los sudorosos mechones de pelo que le caían por la calva, quemada por el sol.
—El martes por la noche —farfulló— no estaba en casa. Estuve con los de siempre en el Lehnert, hasta las doce menos cuarto aproximadamente.
El Lehnert era un popular restaurante tradicional de Münster, muy cercano al antiguo ayuntamiento, y en realidad se llamaba Zum Goldenen Löwen. Desde allí hasta su casa había unos cinco minutos en coche.
—¿Por casualidad le llamó algo la atención cuando pasó por delante de la casa? —inquirió Bodenstein—. Cuando llegamos nosotros hoy, todas las puertas estaban abiertas y la casa entera patas arriba.
—A mí eso no me extraña nada —contestó Erwin Schwarz con cierto desdén—. ¿Sabe usted lo que de verdad es un circo? Lo que es un circo es toda esa gente joven que llega en ciclomotor o en coche, que se ríe y empieza a dar vueltas como si estuviera sola en el mundo. Y luego están los chuchos de Pauly, que andan correteando por todas partes y lo llenan todo de mierda. Y el tipo ese es profesor, de modo que se supone que va a educar a nuestros hijos. ¡Imagínese!
—¿Cómo se llevaba usted con su vecino? —preguntó Bodenstein.
—No éramos amigos. —El agricultor se rascaba ahora el pellejo de su pecho fofo—. Pauly era un tipo desagradable, siempre poniéndole peros a todo. Y no tiene nada que ver con que no compartiéramos las mismas ideas políticas.
—Entonces, ¿con qué?
—Ese tipo no era trigo limpio —aseguró Erwin Schwarz. Fue su exmujer, la nieta de Schorsch Schmitt, Mareike, quien heredó la casa, no él. Cuando ella se fue, después de separarse, Pauly se quedó en la casa. Y eso que no es suya. El martes vino Mareike, y se tiraron los trastos a la cabeza. Me lo contó Else Matthes, la vecina de enfrente.
En el umbral apareció un joven.
—La prensa ya funciona, padre —dijo, haciendo caso omiso de Bodenstein—. ¿Voy primero abajo, al campo grande del bosque, o al de arriba, al del monasterio?
Erwin Schwarz se levantó con un ay, se subió los tirantes del peto y torció el gesto.
—La hernia —explicó a Bodenstein, y a continuación se dirigió a su hijo—: Tú vete al monasterio. Yo iré a hacer pacas pequeñas al campo del bosque.
El joven asintió y se fue.
—Estamos en mitad de la siega —añadió el agricultor; tengo que aprovechar el buen tiempo.
—En ese caso no lo entretendré más. —Bodenstein esbozó una sonrisa amable y dejó una tarjeta de visita en el mantel de hule—. Gracias por la información. Si recuerda alguna otra cosa, por favor, llámeme.
Elisabeth Matthes vivía en una de esas casas viejas que tenían los días contados. Un letrero en el jardín delantero notificaba el inminente derribo. Cuando Bodenstein llamó al timbre, la puerta se abrió casi en ese mismo segundo, como si la vecina lo esperara. La señora Matthes lo hizo pasar a una cocina impecable. La mujer tendría unos setenta y cinco años y caminaba encorvada debido a una osteoporosis grave, pero sus ojos azules eran penetrantes y despiertos. En primer lugar, Bodenstein satisfizo su curiosidad anunciándole que Hans-Ulrich Pauly había fallecido.
—Bueno, estaba más que claro que pasaría —afirmó Else Matthes con voz temblorosa—. Pauly andaba a la greña con todo el mundo.
Refirió la conversación que mantuvieron Pauly y su exmujer casi palabra por palabra, y además sabía la hora exacta —poco antes de las ocho y media—, y reconoció al hombre que fue a ver a Pauly una media hora después.
—Yo estaba en el jardín regando las plantas cuando vi a Pauly en el jardín delantero. —La anciana se apoyó en la mesa de la cocina—. Hablaba desde el otro lado de la cerca con Siebenlist, de Cocinas Rehmer. Era uno de sus amigotes. Aunque… —Arrugó la frente y se paró a pensar—. En realidad discutían. Siebenlist le dijo a Pauly que no iba a permitir, bueno, que lo chantajeara con viejas historias.
Pero Else Matthes vio más cosas esa noche. Cuando sacó el cubo de la basura a la calle, a eso de las diez y media, del portón de Pauly salió una chica en ciclomotor a toda velocidad, tan deprisa que perdió el control y fue a parar al suelo.
—En esa casa siempre había jarana. —La señora Matthes era la viva imagen de la reprobación—. Siempre había gente entrando y saliendo. No sabían lo que es tener consideración. En plena…
—¿Reconoció a la chica de la moto? —la interrumpió Bodenstein antes de que se enredara en detalles poco importantes.
—No; es que todas son iguales: pantalones vaqueros, blusitas cortas con media barriga al aire —repuso tras una breve reflexión—. Creo que era rubia.
—Y… ¿cómo era la moto?
Else Matthes se paró a pensar un instante y acto seguido su rostro arrugado se iluminó.
—¡Un scooter! —exclamó con aire casi triunfal—. Creo que se dice así. Amarillo canario. Como los de Correos.
Entonces pareció como si se le ocurriese algo increíble. Se inclinó hacia Bodenstein y dijo en voz baja, en un susurro:
—¿Cree usted que fue ella la que mató a Pauly, señor inspector?
Cuando Oliver Bodenstein entró en la comisaría de Hofheim, a las cinco y media, Kai Ostermann y Kathrin Fachinger ya habían averiguado algunas cosas de Hans-Ulrich Pauly. Tal como le dijera a Pia el director del zoo por la mañana, Pauly era un internauta empedernido y usaba la red para dar a conocer su opinión sobre todos los temas posibles.
—Si queréis que os diga lo que pienso —dijo Ostermann—, lo cierto es que había un montón de gente que tenía un motivo para cargarse al tipo.
—¿Por qué?
Bodenstein se quitó la chaqueta y la colgó en el respaldo de una silla. Tenía la camisa completamente sudada.
—He metido su nombre en Google. —Ostermann se echó hacia atrás—. Era miembro de miles de asociaciones para la defensa del medio ambiente, la naturaleza y los animales; se oponía a la caza de aves canoras en Italia, al transporte de residuos radiactivos, interpuso una demanda por las partículas en suspensión, se manifestó en contra del transporte de caballos destinados al matadero… Una de sus páginas web se llama Animales en libertad, o AeL.
—No es de extrañar que el director del zoo no pudiera verlo ni en pintura —observó Pia con sequedad.
—Pero no acaba aquí la cosa —continuó Ostermann—. Pauly tiene otra página, llamada El manifiesto de Kelkheim, donde despotrica contra todo lo que no le cuadra en Kelkheim. Ahora mismo principalmente contra los planes de ampliación de la B 8, pero también contra la remodelación del centro Norte, la urbanización del terreno de Varta, etcétera, etcétera. Ha ofendido, y mucho, a algunas personas.
—¿A quién, por ejemplo? —quiso saber Bodenstein.
—A Dietrich Funke, el alcalde de Kelkheim; a un tal Norbert Zacharias, que al parecer es el responsable de la ampliación de la B 8; a alguien llamado Carsten Bock…
—¿Bock? —interrumpió Pia a su compañero—. Le dejó un mensaje en el contestador. Para que se disculpara por no sé qué declaración.
—Es verdad —asintió Bodenstein—. ¿Quién es ese hombre?
—El responsable de Bock Consult, la empresa que elaboró informes técnicos de emisiones de gases y acústicas por encargo de las ciudades de Kelkheim y Königstein —respondió Ostermann—. Como fruto de esos informes, el asunto de la B 8 pasó a ser prioritario en el plan nacional de carreteras de golpe y porrazo. De ese modo ya no había nada que se interpusiera en la construcción de la autovía. Pauly afirma que detrás había intereses económicos y financieros por parte de «la mafia de la región del Vordertaunus», de la cual, según él, forman parte Funke, Zacharias, Bock y algunos más. Los llamó delincuentes, compinches, granujas corruptos y otras lindezas.
Kathrin Fachinger apuntó con un rotulador el nombre de todas las personas que mencionó Ostermann en la gran pizarra que colgaba de la pared del despacho. Bodenstein agarró el rotulador y añadió «Schwarz», «exmujer, Mareike», «Conradi» y «Siebenlist».
—Tú sabes algo que nosotros no sabemos —afirmó Pia.
—He mantenido varias conversaciones interesantes —contestó Bodenstein al tiempo que ampliaba la lista con un nombre: «Sanders, director del zoo».
—¿Por qué él? —preguntó, asombrada, Pia.
—Porque la pareja de Pauly me dijo que no hace mucho amenazó a Pauly y los suyos y estuvo a punto de atropellarlos.
—Me veo venir un trabajo de mil demonios —suspiró ella.
—Por cierto, es probable que tengamos el arma homicida —anunció el inspector—. Una vieja herradura en la que los compañeros de la UCI[5] han encontrado sangre. Estaba al pie de los escalones de la cocina.