Sábado 24 de junio

La madre de Svenja ha reconocido al hombre de la foto —afirmó Bodenstein cuando salieron y cruzaron el aparcamiento—. ¿Por qué no dice quién es?

—Puede que sea el padrastro —aventuró Pia.

—A mí también se me ha pasado eso mismo por la cabeza —convino él—. No es que tenga nada contra la madre de Svenja, pero en comparación con una hija guapa de diecisiete años es un vejestorio, y ese tipo tiene a la chica todo el día delante. —Sacó la llave del coche—. ¿Vamos directamente al aeropuerto o esperamos hasta mañana por la mañana?

Pia no quería ir a casa. Todavía no había ido un electricista para que le echara un vistazo a los fusibles, y sabía que después de la turbadora experiencia con Sander, de todas formas no podría pegar ojo.

—Por mi parte, podemos ir ahora.

Un cuarto de hora más tarde pasaban a toda velocidad el nudo de autopistas en forma de trébol de Frankfurt en dirección al aeropuerto, que con sus luces era responsable de que el cielo de la región Rin-Meno nunca oscureciera del todo. A Pia le gustaba ver el aeropuerto por la noche, le resultaba tan reconfortante como las gasolineras vivamente iluminadas en las oscuras noches de invierno. Consultó el reloj: la una menos cuarto. ¿Qué estaría haciendo Sander? La había acompañado en silencio hasta su coche, y luego, la despedida fue breve y sobria.

Bodenstein aparcó el BMW hábilmente en un hueco que encontraron delante del vestíbulo de llegadas A. Una vez dentro, tuvieron que atravesar el imponente edificio del aeropuerto hasta el vestíbulo C en busca de un mostrador de información que permaneciera abierto.

—¿A qué se refirió antes Ostermann con lo de la pesca? —preguntó él como de pasada.

Aunque Pia se esperaba la pregunta hacía tiempo, la pilló desprevenida.

—A nada —repuso evasiva—. Una broma tonta.

—No te creo —afirmó Bodenstein—. Habría que ser ciego y tonto para no darse cuenta de que entre Sander y tú hay algo.

Pia notó que la sangre se le agolpaba en la cara.

—No es verdad, no hay nada. —Anotó mentalmente retorcerle el pescuezo a Ostermann en cuanto pudiera.

—Así que no va a haber otra oportunidad para Kirchhoff —comentó él mientras iban pasando por delante de puertas de embarque desiertas.

Pia no hablaba mucho con su jefe de su vida privada, y cuando lo hacía era solo de nimiedades. Se detuvo.

—Ayer sorprendí al que aún es mi marido oficial montándoselo con una fiscal en la mesa del salón. Desde entonces estoy bastante segura de que ya no necesita otra oportunidad.

Le deparó una gran satisfacción ver a su jefe atónito unos segundos. Aunque en el fondo a Bodenstein le gustaban los cotilleos, sin duda no esperaba tanta franqueza. Sin embargo, para su sorpresa, sonrió de pronto.

—Ahora lo entiendo —dijo.

—¿Qué es lo que entiendes? —preguntó Pia con recelo.

—Por qué no coges el teléfono cuando llama Kirchhoff. Y eso que llama bastante, ¿no?

—Pues sí. Bastante. —Pia también sonrió—. Desde ayer por la noche van ya unas cincuenta veces.

Tardaron más de una hora e hicieron falta alrededor de veinte llamadas de teléfono para dar con Ivo Percusic en el inmenso recinto del aeropuerto de Frankfurt, y que se presentara en el mostrador de información del vestíbulo de llegadas C. Trabajaba para una empresa de seguridad que se encargaba de la vigilancia del edificio.

Entrenado, uno ochenta y cinco, corte de pelo al estilo militar, rasgos angulosos, con el uniforme negro de seguridad, Ivo Percusic parecía un hombre con el que era mejor no meterse.

—Su hijastra ha desaparecido —informó Bodenstein. ¿Cuándo vio a Svenja por última vez?

La noticia pareció inquietarlo.

—¿Cómo que ha desaparecido? —preguntó.

—Le mandó a una amiga un mensaje diciéndole que iba a «largarse» durante un tiempo.

Bodenstein le hizo a Percusic las mismas preguntas que antes le formulara a la madre de la chica, pero a diferencia de esta, él sí se había dado cuenta de que Svenja había cambiado. De un tiempo a esa parte se mostraba agresiva, solía encerrarse en su habitación y lloraba. Sin embargo, no había querido hablar con él del motivo de que estuviera así. No, Svenja y él no tenían problemas, la chica lo quería y lo respetaba, igual que él a ella.

—Svenja está embarazada. ¿Lo sabía usted?

El hombre vaciló. A su rostro, hasta entonces impertérrito, asomó una expresión de malestar por primera vez. Asintió.

—Su madre no lo sabía —contó Bodenstein—. ¿Por qué no se lo dijo usted a su mujer?

Ivo Percusic se encogió de hombros.

—Quizá porque se acostaba con su hijastra, ¿podría ser?

—No —negó él—. Eso no es verdad.

—Señor Percusic —empezó Bodenstein con voz enérgica—, Svenja ha desaparecido, probablemente después de ser testigo de un asesinato, y además su novio fue asesinado brutalmente el lunes pasado. Esta no es una conversación amistosa, ¿lo entiende?

El hombre clavó la vista en Bodenstein.

—¿Jonas ha muerto? —preguntó incrédulo—. ¿Asesinado?

—¿Conocía a Jonas? —quiso saber Pia.

—Sí, claro. —Percusic asintió, consternado.

—¿Por qué no le dijo nada a su mujer del embarazo de su hijastra? —repitió el inspector—. Supongo que habrá alguna razón de peso.

—Svenja no quería. Se lo tuve que prometer —respondió él, y apretó los puños; luchaba consigo mismo. La semana pasada llegó tarde a casa, a las cuatro de la madrugada. Estaba fuera de sí, y me contó que había tenido un accidente con la moto.

—¿El martes de la semana pasada? —puntualizó Bodenstein.

Percusic asintió.

—Lloraba a moco tendido —continuó—, y me costó lo mío tranquilizarla. Luego me dijo que estaba embarazada. Y que no sabía de quién.

—¿Quién podría ser el padre? —inquirió Pia.

—No me lo dijo. —Percusic hizo un gesto de impotencia con ambos brazos—. Me dijo que no le gustaban nada los chicos de su edad, ni siquiera Jonas, en realidad. Y después me contó que tenía algo con un hombre casado. Pensé que mentía.

Percusic hablaba buen alemán; después de diez años en Alemania, apenas tenía acento.

—¿Le confió Svenja lo que hizo Jonas? —le preguntó Pia—. ¿Lo del correo electrónico y las fotos de la página web?

Percusic asintió de nuevo.

—¿Qué le dijo exactamente?

El hombre se detuvo a pensar un momento, rascándose la cabeza casi rapada.

—Svenja estaba furiosa con Jonas porque había hecho algo —recordó—. Tenía que ver con el padre de Jo y con Pauly. Por eso se pelearon. Ella se pasó el domingo entero en la cama, llorando. A mí me dijo que se mataría si Jo averiguaba la verdad.

—¿Qué verdad? —quiso saber Pia.

—No lo sé —Percusic evitó su mirada.

Lo sabía perfectamente. ¿Por qué no decía lo que sabía? Pia le pasó la fotografía en la que Svenja se acostaba con un hombre.

—¿Reconoce al hombre de la foto? —preguntó.

Percusic la miró atentamente, y su semblante se ensombreció, pero sacudió la cabeza. Mentía, igual que había mentido su mujer dos horas antes.

—¿Dónde estuvo usted el lunes entre las 23.00 y las 00.00 horas? —quiso saber Bodenstein.

—En casa. Solo. ¡Mierda, no me creen!

—Cierto —repuso Bodenstein—. Le gusta Svenja. Cuando se enteró de lo que le había hecho Jonas, se enfureció. Quiso pedirle cuentas, pero la conversación se salió de madre y usted lo mató.

—¡No, maldita sea! Yo no lo maté.

—Sabía lo de la fiesta. Svenja se lo contó.

—Aunque fuera así, no estuve.

—Tenemos el ADN del asesino del chico. Si nos facilita una muestra de saliva y su ADN no coincide con el que tenemos, quedará usted descartado.

En el coche, de camino a Hofheim, nadie dijo nada. El móvil de Pia sonó poco antes de que llegaran a la salida de Hofheim Norte. Miró el teléfono temiéndose que volviera a ser Lukas, pero el mensaje que acababa de entrar era de Christoph Sander.

«¿Está despierta?».

Ella tecleó la respuesta:

«Sí. Trabajando. ¿Cómo es que está usted despierto?».

La respuesta no tardó ni un minuto en llegar.

«¿Esa pregunta va en serio?».

Bodenstein miró a Pia con cara de interrogación, pero ella se limitó a sonreír y tecleó la respuesta.

«No. Yo tampoco paro de darle vueltas a lo que habría pasado si…».

Clavó la vista en el teléfono después de enviar el mensaje.

«¿Cómo podríamos averiguarlo?», le escribió Sander.

A Pia empezó a brincarle el corazón.

«Quedando y siguiendo por donde nos interrumpieron…».

Llegaron a comisaría. Bodenstein fue hasta la misma entrada y se bajó del coche.

«Ahora aquello está demasiado oscuro, pero lo de quedar suena bien. ¿Dónde?».

Pia se bajó de mala gana, y Bodenstein dio la vuelta al coche y abrió la puerta para que Ivo Percusic bajara.

—Ahora mismo voy —anunció Pia, y notó que le temblaban las manos de puro nerviosismo.

«¿Qué propone?», contestó mientras Bodenstein y Percusic desaparecían en el edificio.

«¿Desayunamos?».

Pia reflexionó un instante. Eran las tres y veinte, cuando pudieran acabar con Ivo Percusic les darían las cinco.

«Suena bien. ¿En mi casa? ¿A las seis?».

Dudó durante un minuto antes de enviar el sms. Cuando lo hizo, se apoyó en el guardabarros del coche de su jefe y se quedó mirando el teléfono. Tenía la sensación de haberse tomado diez tazas de café y haber metido los dedos en un enchufe. La pantalla se iluminó y ella esbozó una sonrisa.

«Yo llevo el pan y usted hace el café. ¿Dónde vive?».

Eran las seis menos cuarto cuando Pia llegó a casa en un coche patrulla. Ivo Percusic se había dejado extraer sangre y una muestra de saliva sin oponer resistencia, pero estuvo muy poco comunicativo. Sin embargo, lo que sí resultaba muy interesante era que el hombre había trabajado para Carsten Bock de chófer y guardaespaldas hasta que fue despedido sin previo aviso a principios de abril. Y más interesante aún era que conoció a la madre de Svenja en casa de Bock, ya que durante muchos años fue el ama de llaves del castillo. El coche patrulla frenó delante del portón verde de Birkenhof. Pia les dio las gracias a sus compañeros y se bajó. En los altos chopos, los pájaros daban su concierto matutino y saludaban a la mañana. Abrió y luego dejó el portón abierto, ya que el timbre no funcionaba. Las dos yeguas asomaron la cabeza por la parte superior de la puerta de los boxes y relincharon alegremente, esperanzadas. Ella les echó forraje en los comederos y repartió media bala de heno antes de entrar en la casa. ¡Dentro de nada llegaría Christoph Sander! No había podido dormir en toda la noche ¡por ella! Pia temblaba de agitación cuando abrió la puerta. Al pasar echó un vistazo a los fusibles, que seguían bajados, y de pronto se quedó paralizada: la puerta del salón estaba completamente abierta. Una violenta descarga de adrenalina le recorrió el cuerpo y la hizo temblar. Se llevó la mano a la pistola en un acto reflejo y comprobó que no la llevaba encima. Claro, el día anterior no había acudido armada a la cita con Sander, y después de dejar su coche para ir con Bodenstein al aeropuerto ya no había vuelto por casa. Pia oía los ruidosos latidos de su corazón mientras recorría su propia casa de puntillas, como si fuera una intrusa. No había nadie, todo parecía estar como lo había dejado. Más tranquila, cerró la puerta del salón y fue a su dormitorio. Una vez allí, abrió el armario y buscó el arma, que el día anterior había dejado, como de costumbre, en el cajón de la ropa interior. Las piernas le flaquearon de alivio cuando sus dedos tocaron el cañón de la Sig Sauer P6.

—Gracias a Dios —dijo, y se apoyó en el armario.

Pero entonces su mirada se posó en la mesita de noche y se estremeció. Se quedó donde estaba, rígida, y notó un escalofrío helado en la nuca de auténtico pánico. En la mesa había un jarrón con un ramo de rosas de un rojo vivo. Y desde luego, no las había puesto ella.

Pia salió corriendo de casa, se metió en el box de Gretna y Neuville y se acurrucó en un rincón, temblando como una hoja. Nadie sabía nada de las rosas rojas, nadie salvo el tipo que tiempo atrás la persiguió durante meses y que al final la violó. No había hablado de ello absolutamente con nadie, exceptuando a los agentes que llevaron el caso, de manera que con los años consiguió mantener en secreto la terrible experiencia. Las lágrimas formaron un nudo en su garganta, el cuerpo entero le dolía de miedo. En su ausencia, alguien había irrumpido en su casa y le había dejado las flores junto a la cama, alguien que sabía muy bien lo que significaban las rosas rojas. No podía seguir viviendo sola en la finca. La sola idea de que alguien había estado en su casa, en su habitación, le producía auténtico terror. Con una mano apartaba al curioso potro, que intentaba mordisquearle el pelo. Adiós al sueño de vivir con sus animales. Esa misma tarde cogería una habitación en un hotel y el lunes por la mañana iría a una inmobiliaria para que pusieran la finca a la venta. ¡No se quedaría allí ni un segundo más!

—¿Hola?

La silueta de un hombre apareció en la puerta del box, y durante unas décimas de segundo los niveles de adrenalina de Pia volvieron a alcanzar nuevos picos. Se asustó, y Neuville y Gretna pegaron un salto atemorizado.

—¿Pasa algo? —preguntó, preocupado, Sander—. Como la puerta estaba abierta, pensé que… —Dejó la frase a la mitad, levantó las manos y dio un paso atrás. Me rindo.

Solo entonces Pia se dio cuenta de que lo estaba apuntando con el arma, y rompió a llorar.

—¿Oliver?

Bodenstein se volvió y vio a Cosima en la puerta, con cara de dormida.

—No quería despertarte.

—Ya estaba despierta.

Cosima llevaba únicamente una camiseta, el cabello le caía revuelto por la cara, y cuando se sentó a la mesa de la cocina, bostezando, parecía una hermana mayor de su hija.

—¿No has dormido nada esta noche? —le preguntó.

—No —contestó—. ¿Te doy pena?

—Mucha. —Su mujer sonrió—. ¿Qué te parece si nos vamos a la cama? Tú me hablas de tu caso y yo te cuento una cosa.

—Buena idea. —Asintió y bostezó—. Porque estoy a punto de perder el norte. Todas las pistas parecen prometedoras al principio, pero después acaban en nada. En cualquier caso, los dos asesinatos están relacionados.

Lanzó una mirada rápida a Cosima y comprobó, aliviado y satisfecho, que lo escuchaba con atención e interés. A lo largo de las semanas pasadas había echado en falta cambiar impresiones con ella. Para no agravar más su agotamiento, no le había hablado mucho de los casos, pero esa mañana parecía de nuevo la Cosima de siempre, ni rastro de nerviosismo ni palidez. Fueron arriba, y justo después de quitarse los zapatos, el traje y la corbata, las ideas deshilvanadas que rondaban la cabeza de Bodenstein en una maraña confusa se enlazaron de manera repentina e inesperada. De pronto vio con una claridad meridiana lo que antes se le escapaba.

—¡El padre de Jonas! —exclamó en voz alta.

—¿El padre de Jonas? —repitió cautelosa Cosima—. ¿Qué pasa con él?

Tanto Ivo Percusic como su mujer habían reconocido en el acto al hombre de la foto. ¿Y si Svenja no mentía cuando afirmó que tenía algo con un hombre casado? Aunque a Bodenstein no le caía especialmente bien Bock, cabía la posibilidad de que su vida corriera peligro. Percusic tenía motivos más que sobrados para odiar a los Bock.

—Tengo que irme. —Se vistió deprisa y corriendo y se guardó el móvil—. ¿No querías contarme algo?

—Pero no así, a matacaballo. —Cosima se metió en la cama—. Ya habrá tiempo cuando vuelvas.

—De acuerdo.

Bodenstein ya tenía la cabeza en otra parte, y se limitó a sonreír distraídamente mientras trataba, en vano, de localizar a Pia Kirchhoff en el móvil.

En la oscuridad del box Pia le contó lo sucedido a Christoph Sander con voz temblorosa y entrecortada por sollozos histéricos. Él se sentó a su lado en la paja y la abrazó para consolarla; de puro alivio, Pia se desahogó y lloró a lágrima viva.

—Creo que tengo los nervios a flor de piel —confesó cuando se hubo calmado un tanto—. Primero las puertas abiertas, y ahora ese ramo de flores.

Sander la escrutó con cara de preocupación.

—¿Quién tiene llave de esa puerta? —preguntó.

—La vecina, mi marido, mis padres y yo. —Pia se secó las lágrimas con el dorso de la mano—. Pero ninguno de ellos haría algo así. Sobre todo lo de las rosas rojas, porque no lo sabe nadie…

Se interrumpió y sacudió la cabeza sin decir nada.

—¿Qué pasa con esas rosas? —inquirió él en voz queda.

Obedeciendo a un impulso repentino, Pia sintió la acuciante necesidad de contarle lo que la atormentaba desde hacía tantos años. Aunque apenas lo conocía, creía que podía confiar en él.

—Fue hace bastante tiempo —empezó, a trompicones, tras una breve vacilación—. Después de hacer la selectividad me fui a pasar el verano a Francia con unos amigos. Allí conocí a un chico, un estudiante de Frankfurt. Para mí solo fue un flirteo, pero para él fue algo más. Empezó a seguirme, estuvo semanas y meses atosigándome, acechándome y amenazándome. Entró en mis casa tres veces a escondidas, y siempre me dejaba un ramo de rosas rojas junto a la cama. —El recuerdo de esa época aterradora hizo que se estremeciera—. Yo ya no sabía qué hacer, así que lo denuncié y le enseñé a la Policía las cartas que me había escrito, pero ellos dijeron que no podrían hacer nada hasta que no pasara algo. —Pia prorrumpió en sollozos—. Entonces, de la noche a la mañana, dejó de perseguirme. Yo creí que todo había terminado, pero un día entró en mi casa y me… violó y estuvo a punto de estrangularme.

—¡Dios mío! —Sander la mantenía abrazada con fuerza—. Es terrible.

—No se lo he contado a nadie, ni siquiera a mi marido —dijo ella, que se sentía desfallecer, en parte aliviada porque por fin, ¡por fin, le había contado la historia a alguien!, y en parte preocupada de que a Sander lo echara para atrás ese fantasma del pasado.

—A veces hablar es bueno —afirmó él en voz baja.

Se miraron.

—La verdad es que pensaba que este desayuno sería distinto —le dijo ella—. Siento mucho haber…

—No, no —la interrumpió él deprisa—, no tiene por qué sentirlo, no pasa nada. Pero creo que debería hacer algo. ¿No puede recibir protección policial?

—Sí, pero tendría que contarlo todo.

—Yo en su lugar lo haría —repuso Christoph Sander con gravedad—. No sirve de nada callar esas cosas, de esa manera todo se agranda y empeora. Es mucho mejor hablar de ello. Lo que haga falta.

La sola idea incomodó a Pia. Todo el mundo conocería sus puntos flacos y su miedo, y sabría que la habían humillado y degradado, y que estuvo a punto de morir. Durante un momento reinó el silencio. Christoph Sander la estrechó más contra sí y le acarició el rostro con ternura. Pia se percató de que su corazón latía con la misma fuerza que el de ella.

—Nos están escuchando —le advirtió él bajando la voz.

Pia alzó la cabeza y vio que el potro los observaba con curiosidad, con la cabeza graciosamente ladeada. No pudo por menos de reírse, y Sander también lo hizo. Acto seguido se puso de pie, le dio la mano y la levantó. Entonces se miraron y recobraron la seriedad.

—Venga —dijo él, cogiéndola de la mano—, vamos a tirar esas rosas a la basura.

El portón de la finca de Bock estaba abierto de par en par. Bodenstein entró y vio un Nissan Micra blanco ante la puerta de la villa, el mismo coche con el que Anita Percusic había ido a buscar a su marido a comisaría hacía unas dos horas. Estaba más que claro que sus suposiciones eran certeras. Confiaba en no llegar demasiado tarde. Tras pedir refuerzos por radio y sacar el arma de la guantera, bajó del coche y se dirigió a la casa. La puerta estaba abierta. Bodenstein temía que Percusic fuese armado y estuviera dispuesto a hacer cualquier cosa. Amartilló el arma y entró en el amplio recibidor. En la escalinata que conducía a la primera planta oyó unos pasos rápidos, furtivos, que se aproximaban.

—¡Benjamín! —exclamó Bodenstein al ver al hermano menor de Jonas en el descansillo. El muchacho, helado, se detuvo, y Bodenstein bajó el arma y le indicó por señas que se acercara. El niño dudó, miró a su alrededor asustado y cruzó a la carrera la entrada—. ¿Qué pasa aquí? ¿Dónde están tus padres?

—No… no l… lo sé. —El chico balbucía de miedo y nerviosismo—. Creo que en la biblioteca.

—¿Está Ivo solo o ha venido aquí con alguien? —quiso saber Bodenstein.

—Solo. —Benjamín estaba blanco como la pared y le temblaba el cuerpo entero—. Dice que papá mató a Jonas.

Bodenstein supo que no podía perder más tiempo.

—Ahora vas a salir de casa. —Le puso la mano en el hombro al muchacho y se inclinó hacia él—. Ahí fuera está mi coche, un BMW. Súbete y espérame ahí, ¿de acuerdo?

Benjamín asintió, los atemorizados ojos muy abiertos, y se fue. Bodenstein no sabía lo que encontraría en la biblioteca, pero no podía quedarse plantado delante de la puerta esperando a sus compañeros. Respiró hondo y abrió de golpe. Lo que vio lo dejó estupefacto: Carsten Bock estaba sentado en una silla, en camiseta y calzoncillos, detrás su mujer, apuntándole a la nuca con un arma; delante Ivo Percusic, con los brazos cruzados. La señora Bock no parecía la misma. Con la muerte de su hijo mayor, la dama atildada y contenida del collar de perlas y la eterna sonrisa se había desvanecido, y su lugar lo ocupaba una mujer consumida y pálida que encañonaba a su marido con una pistola del calibre 38, lista para apretar el gatillo de un momento a otro. A Bodenstein le vino a la memoria la manera en que la señora Bock apartó a su marido antes de desplomarse: «¡No me toques!», le dijo vociferando. Tras la suntuosa fachada del castillo, hacía mucho que ya nada era lo que aparentaba.

—Señora Bock —comenzó Bodenstein con serenidad—, aparte el arma.

—No —repuso ella sin levantar la mirada—. Ni hablar. Quiero saber la verdad de una vez. Este hombre ya me ha mentido y engañado bastante.

—Sea razonable. —Se dio cuenta de que la mujer estaba dispuesta a todo—. Piense en Benjamin. La necesitará cuando su marido esté en la cárcel.

—¿En la cárcel? —Los ojos de la mujer brillaron, y luego miró a Percusic.

Carsten Bock no dijo nada. Tenía la vista clavada en la pared, la mirada inexpresiva.

—En la cárcel, sí —corroboró el inspector—. Tenemos bastantes pruebas contra él. Tendrá que responder en los tribunales por la acusación de soborno y coacción.

—¡Bah! —La señora Bock pegó de nuevo la boca del arma a la nuca de su marido—. Con la ayuda de sus abogados y una fianza no tardará en salir. ¿Sabía usted que dejó embarazada a la novia de su hijo? —Su voz se volvió estridente—. Cuando Jonas se enteró, lo mató.

—Si de verdad fue así, su marido también tendrá que responder de ello —aseguró Bodenstein—, pero si le dispara ahora, usted acabará en la cárcel.

—Me da lo mismo. —La mujer soltó una risa forzada. He deseado muchas veces que este cerdo estuviera muerto. No tiene usted idea de lo que nos ha hecho a mi padre, a nuestros hijos y a mí.

—Gerlinde, por favor, baja el arma —dijo Bock con una voz controlada a duras penas—. Te lo explicaré todo. Yo no…

—¡Cierra el pico! —le cortó ella groseramente al tiempo que le propinaba un golpe con la pistola en la cabeza—. Siempre me has tomado por tonta, pero eso se acabó.

Hay que reducir la tensión, pensó Bodenstein. Pero ¿cómo podía convencer a la señora Bock de que le entregara el arma? Hablando. Tenía que seguir hablando. Esa mujer no era una asesina a sangre fría. Si de verdad le hubiese querido pegar un tiro a su marido, lo habría hecho en el acto, sin vacilar. Cuanto más hablara, mayor era la posibilidad de que él pudiera quitarle el arma. Bodenstein alzó la mirada y se topó con la de Ivo Percusic. Le indicó en silencio, con los ojos, al padrastro de Svenja que no dijera nada.

—A mi padre lo abandonaste a su suerte —seguía ella, y subrayaba cada palabra asestándole un golpe con el cañón en la cabeza a su marido—. A mí me querías dejar morir de hambre. Probablemente pensaras que no sabía cómo eres en realidad, pedazo de cerdo. Pero ahora has ido demasiado lejos. Has matado a mi hijo porque tenías miedo de que te diera problemas. ¡Vamos, dilo! ¡Admítelo!

El enjuto rostro de Carsten Bock hizo una mueca sin querer. El hombre no daba la impresión de estar temblando de miedo.

—Admito que tuve una aventura con esa chica —afirmó con voz bronca—, pero con la muerte de Jonas no tengo nada que ver.

—No te creo una sola palabra. —Gerlinde Bock esbozó una sonrisa rebosante de odio, en los ojos tenía un brillo como febril, pero las manos que empuñaban la pistola no temblaban—. ¡Esa noche no estuviste en Múnich, lo sé perfectamente!

—Señora Bock, deme el arma, por favor. —Bodenstein tendió la mano con aire de súplica—. Todo lo que le diga su marido ahora será una confesión obtenida por la fuerza que no tendrá ningún valor en los tribunales. Déjeme hablar con él.

La mujer pestañeó: dudaba.

—Ya has oído lo que ha dicho. —Bock se irguió y cometió un error fatal al subestimar el odio que le tenía su mortificada esposa—. ¡Baja de una vez la puñetera pistola, estúpida!

La mujer hizo un gesto que revelaba decisión y apretó el gatillo. Bodenstein reaccionó en una décima de segundo: le dio un golpe en el brazo y se oyó un disparo ensordecedor, pero en lugar de en la nuca de Bock, la bala se incrustó en una estantería. Gerlinde Bock se tambaleó debido al inesperado retroceso de la pistola, y Bodenstein logró quitársela de las manos. A continuación, la mujer comenzó a dar vueltas como una histérica, cayó de rodillas y comenzó a aporrear el suelo con los dos puños. En ese mismo instante irrumpieron en la biblioteca los refuerzos que había pedido Bodenstein. Bock y Percusic se dejaron llevar detenidos sin oponer resistencia; la señora Bock solo se tranquilizó cuando su marido se hubo marchado. Bodenstein se arrodilló a su lado y le puso la mano en el hombro huesudo.

—¿Por qué lo ha hecho? —susurró entre lágrimas—. ¿Por qué no me ha dejado matar a ese cerdo?

—Alégrese de que se lo haya impedido. Su hijo Benjamin la necesita, porque su marido se va a pasar una buena temporada en la cárcel.

Bodenstein iba por la sexta o séptima taza de café cuando Pia entró en su despacho. Estaba pálida y tenía mala cara, no mucho mejor que la de él.

—Lo siento —dijo, repitiendo lo que ya le había dicho antes por teléfono—. Me dejé el móvil en el coche.

—No pasa nada. —Bodenstein profirió un suspiro.

—¿Ha dicho Bock algo de Svenja? —preguntó ella.

—Es verdad que tuvo una relación con la chica, pero supuestamente no sabe dónde está. Y niega tener algo que ver con el asesinato de su hijo. Los compañeros de la K 30 vienen de camino. Hoy detendrán a todos los que se vendieron a Bock.

—¿Y la señora Bock?

—En el psiquiátrico de Höchst. —Bodenstein bebió un sorbo de café y torció el gesto—. Qué poco faltó. Estuvo a punto de pegarle un tiro a su marido.

—¿Y cómo llegaron las cosas tan lejos?

—Percusic reconoció a Bock en la foto en la que estaba con Svenja —contó Bodenstein—, y quiso llamar a capítulo a su exjefe. La cosa se salió de madre cuando la señora Bock oyó que Percusic acusaba a su marido de haber matado a Jonas, porque este se enteró de su relación con Svenja.

—¿Y fue así?

—La similitud del ADN que encontramos en Jonas ciertamente apunta a que lo hizo un pariente cercano, pero Bock asegura que el lunes por la noche estuvo en Múnich.

—¿Cómo se te ocurrió que Percusic podía haber ido a ver a Bock? —quiso saber Pia.

—Intuición —Bodenstein sonrió débilmente—. Gracias a Dios no la he perdido por completo.

Cuando volvió a casa, Cosima estaba sentada a la mesa de la cocina, haciendo la lista de la compra.

—¿Y bien? —preguntó con curiosidad.

—No preguntes. —Oliver Bodenstein fue a la nevera a buscar un yogur—. El sexto sentido.

Le relató una versión simplificada de lo que había ocurrido por la mañana.

—Me alegro de no saber todo lo que te pasa —afirmó ella—. Si lo supiera, probablemente no volvería a tener un minuto de tranquilidad.

—A mí aún me tiembla el cuerpo —admitió su marido. Aunque puede que solo sea que no he dormido lo suficiente y he tomado demasiado café.

—¿Te tienes que ir otra vez?

—Más tarde.

Bodenstein sacó una cucharilla del cajón y abrió el yogur.

—Por cierto, voy a decir que no a la expedición de otoño a Nueva Guinea —dijo Cosima como de pasada, y siguió con la lista.

Él dejó de comer.

—¿Y eso? No me digas que estás empezando a entrar en razón.

—Bueno. —Cosima lo miró y sonrió—. No sé yo si lo que me ha hecho tomar esa decisión es muy razonable.

—Ahora sí que me tienes en ascuas.

—Me enteré hace una semana. Al principio fue un golpe muy fuerte. En cierto modo, mentalmente yo ya estaba en modo abuelita, y de repente…

Bodenstein miraba a su mujer sin entender nada.

—Primero creí que estaba enferma, porque no contaba con ello. —Cosima se puso seria—. Tengo cuarenta y cinco años, y aunque no es que sea vieja, primero he tenido que hacerme a la idea de volver a cambiar pañales y dar de mamar.

Poco a poco, él empezaba a caer.

—No —dijo sin dar crédito—. No es verdad, ¿no?

—Pues sí lo es. Vamos a tener un hijo.

Bodenstein la miró sin decir palabra y después sonrió. Se esperaba cualquier cosa menos eso.

—De ahí lo de no ir a Nueva Guinea, ¿no?

—¿Me consideras una blandengue por eso? —Cosima sonrió.

—Bueno, con la edad cada vez eres más remilgada —bromeó su marido, y acto seguido se acercó a ella, la abrazó y la mantuvo firmemente apretada contra él. Cosima le echó los brazos al cuello.

—Siento no habértelo dicho antes —se disculpó bajando la voz—, pero primero tenía que lidiar con ello. ¿De verdad te parece bien? ¿Pasar otra vez por lo mismo?

—Estoy… entusiasmado. —Bodenstein notó que se le saltaban las lágrimas de felicidad—. Ay, Cosi, no me lo puedo creer, es estupendo, de veras.

Se miraron sonrientes.

—Quién lo habría pensado —afirmó él bajando la voz, y le acarició la mejilla. Después la besó, primero con ternura, después con una creciente pasión.

Tras ellos se oyó la voz de Rosalie.

—¿Se puede saber qué mosca os ha picado?

Sus padres dejaron de besarse, se miraron y soltaron una risita de enamorados.

—¿Se lo decimos? —preguntó él.

Su mujer asintió.

—¿Decirme qué? —Rosalie miró con recelo a sus padres.

—Díselo tú —pidió Bodenstein a su mujer.

Y Cosima lo dijo, fue hacia su hija y la abrazó.

—No te lo vas a creer, Rosi: estoy embarazada. Vamos a tener un hijo, en diciembre —anunció.

Rosalie se zafó del abrazo con brusquedad.

—¿Cómo dices? —Estaba atónita, y miró primero a su madre y luego a su padre con una expresión casi de espanto—. Pero eso no puede ser… ¡Es supervergonzoso!

—¿Por qué? —inquirió su padre—. ¿Qué tiene de vergonzoso?

—¿Sabéis cuántos años tenéis? —contestó ella en tono de reproche.

—¿Qué quieres decir con eso? —Cosima rio divertida. ¿Qué somos demasiado mayores para tener hijos o para hacerlos?

Rosalie se quedó sin habla.

—No lo entiendo —dijo, y se fue.

Oliver Bodenstein sonrió. Los jóvenes eran increíblemente mojigatos y preferían no pensar que sus padres se amaban y se acostaban como hacían ellos. Recordó la vez que, con unos doce años, sorprendió a sus padres haciéndolo. No pudo mirarlos a la cara durante semanas sin sentir vergüenza ajena.

—Ahora sí que hemos caído bajo a su juicio —observó, y le dio la mano a Cosima—. ¿Qué te parece si nos vamos a la cama y cerramos la puerta?

—¿Y luego? —Ella ladeó la cabeza y sonrió.

—Eso ya lo verás.

La denuncia de la desaparición de Svenja Sievers se retransmitía mañana tarde y noche por radio y televisión. No había sido posible localizar su móvil. Según los movimientos, el teléfono había sido utilizado por última vez el viernes a las 20.07 en Bad Soden, más o menos a la hora en que Svenja le mandó el mensaje a Antonia Sander, y desde entonces estaba apagado. Los ciudadanos facilitaron algunas pistas que, tras un examen más minucioso, resultaron ser falsas. Respecto a las investigaciones de ambos asesinatos, los agentes de la K 11 se hallaban en un callejón sin salida. Cuando Bodenstein volvió a comisaría, de excelente humor, encontró a los suyos en un estado de letargo malhumorado. La ausencia de resultados tenía un efecto desmoralizador en el equipo, y el sofocante calor que hacía en los despachos, carentes de aire acondicionado, propiciaba un ambiente pésimo.

—¿Alguna novedad? —preguntó Bodenstein, aunque sabía que podría haberse ahorrado la pregunta.

—Antes llamó una tal Andrea Aumüller —replicó Kathrin Fachinger—. Es de la pandilla del Grünzeug, y según dijo, quería hablar contigo.

—La llamaré. Dame el número.

Iba a mandar al equipo a casa cuando entró Ostermann con un informe del laboratorio de la BPPJ que había llegado por fax.

—¡Tenemos algo! —informó después de mirar por encima el informe—. El cuerpo de Pauly estuvo en la caja de la pick-up del zoológico.

Bodenstein y Pia se miraron un instante.

—La UCI ha encontrado cabellos, sangre y partículas de piel de Pauly en el palé y en el lado interior de la caja, y además, la madera del palé coincide con las astillas que se encontraron en la autopsia —contó Ostermann—. También había restos abundantes de sal gorda, como la que se utiliza para elaborar bloques de sal, y restos de pintura de la bicicleta de Pauly en el portón de carga trasero. No cabe la menor duda.

Durante un momento reinó el silencio. Después Bodenstein se aclaró la garganta.

—Pia —dijo—, dame el número del director Sander. Frank, comprueba la coartada del director del zoo. Mira a ver si de verdad llegó en el avión que nos mencionó.

—Yo podría… —empezó Pia, pero su jefe la hizo callar con un movimiento de mano.

—No —negó—; lo haré yo. Tú vete a casa.

Pia suspiró y asintió. Bodenstein ya no la consideraba objetiva en lo referente a Sander, motivo por el cual la apartaba de la investigación, y quizá no se equivocara al hacerlo. Anotó el móvil de Sander en un papel y se lo dio a su jefe.

—Bueno, pues entonces me voy —dijo, y se colgó el bolso al hombro.

—Un momento. —Bodenstein la detuvo y la escrutó a conciencia—. Por favor, no cometas ninguna imprudencia.

El comentario sonó a advertencia.

—¿A qué te refieres? —preguntó Pia.

—Mantente al margen de la investigación de Sander. Y con esto me refiero a nada de llamadas ni mensajes.

—No creerás en serio que tiene algo que ver con el asesinato de Pauly, ¿no?

Bodenstein no vaciló mucho.

—Tenía móvil y medios —repuso—. Solo me queda por averiguar si también tuvo la oportunidad.

Christoph Sander se presentó en la comisaría de Hofheim a la media hora de que Bodenstein lo llamara, y dejó bien claro que ausentarse del trabajo un sábado soleado por la mañana, cuando en el zoo reinaba un gran ajetreo, le parecía de lo más inoportuno. El inspector jefe lo llevó a su despacho, le ofreció un café, que él rechazó dando las gracias, y le expuso los datos que les había facilitado el laboratorio.

—El asesino de Pauly tiene alguna relación con el zoo —afirmó Bodenstein a continuación—. Sin duda, tuvo la posibilidad de utilizar el vehículo. En cualquier caso, ahora usted y sus empleados están en el punto de mira de nuestra investigación.

—Todos mis empleados conocían a Pauly. Al fin y al cabo, siempre andaba dando la lata. —Sander se cruzó de brazos—. Pero soy incapaz de imaginar que alguno de ellos haya ido tan lejos como para matarlo y dejar su cadáver cerca del zoo.

—¿Qué hay de usted? No vino en el avión de Londres que nos dijo. Sin embargo, su nombre figura en la lista de pasajeros de un vuelo que aterrizó a las ocho y cuarto. ¿Podría darme una explicación?

Sander miró a Bodenstein imperturbable con sus vivos ojos oscuros.

—El billete era para ese vuelo —respondió—. Incluso facturé por teléfono, pero de camino a Heathrow se produjo un accidente y me vi atrapado en un atasco cuando estaba en el taxi. Cuando llegué al aeropuerto, el avión ya había salido, y por eso cogí el siguiente.

Sonaba creíble, pero también podía ser una mentira.

—Quiero serle completamente sincero —reconoció Bodenstein—. Ahora mismo todo está en su contra. Móvil, medios, oportunidad: todo encaja. Además, su relación de amistad con la inspectora Kirchhoff se podría considerar un intento de influir en ella a favor de usted.

Sander ni se inmutó; mantuvo el semblante inexpresivo.

—En mi opinión, que usted sea el autor lo respaldan el lugar en el que se encontró el cuerpo y el hecho de que hayamos descubierto huellas en la caja de la pick-up. Pero supongo que si usted hubiera llevado el cuerpo de Pauly a alguna parte, habría elegido un lugar distinto de esa pradera cercana al zoo. Además, podría haber sacado el palé y limpiado a fondo el vehículo.

Sander se limitó a enarcar las cejas y no dijo nada. Bodenstein se echó hacia atrás en su asiento y lo observó atentamente.

—¿Está encubriendo a alguien? —preguntó.

Por lo visto, a Sander no se le había ocurrido esa idea.

—No. —Cabeceó sorprendido—. ¿Por qué iba a hacerlo, si de ese modo las sospechas recaerían sobre mí?

—Por simpatía, por ejemplo…

—Desde luego que no. Me llevo bien con todos mis empleados, pero jamás iría tan lejos.

—¿Ni siquiera por un amigo de la familia e hijo de un miembro del consejo directivo del zoo? —insistió Bodenstein.

—Se refiere a Lukas… —Sander frunció el ceño y sopesó un instante la posibilidad, si bien la desechó en el acto—. El chico no tenía ningún motivo para matar a Pauly. Le caía bien.

—¿Conoce mucho al muchacho? —quiso saber Bodenstein.

—Bastante —respondió el director del zoológico—, y desde hace tiempo.

—Verá usted, yo no conozco mucho a Lukas. —Bodenstein se echó hacia atrás de nuevo e intentó calar al hombre que tenía delante—. Pero a diferencia de lo que le sucede a la mayoría, no me resulta especialmente simpático. Es demasiado majo, y eso puede llevar a engaño.

—¿Qué quiere usted decir? —Sander se enderezó.

—Lukas es atractivo, inteligente y deseado. Ni una sola de las numerosas personas a las que hemos tomado declaración a lo largo de los últimos días ha mencionado su nombre.

—¿Por qué iban a hacerlo? ¿Por qué iba a tener algo que ver con los asesinatos de Pauly o Jonas? Los dos eran sus amigos íntimos.

—Tengo por costumbre desconfiar de aquellos de quienes otros no desconfían. —El inspector sonrió—. La inspectora Kirchhoff, mi colega, le tiene mucho afecto a Lukas, y a mí me da la sensación de que ya no es imparcial en lo tocante a ese chico.

—¿Y a qué cree que se debe?

Los dos hombres se miraron en silencio.

—Las emociones pueden influir poderosamente en la objetividad de una persona —aseguró Bodenstein—. Eso es algo a lo que ni siquiera son inmunes agentes con experiencia. A la inspectora Kirchhoff, Lukas le inspira compasión, en cierto modo debido a lo que usted le ha contado del chico, y la compasión es una emoción muy fuerte.

Sander no dijo nada; se limitó a mirar expectante a Bodenstein, que continuó:

—A mi entender, Lukas es un maestro de la manipulación: le enseña a cada uno la cara que quiere ver o la que conviene a sus intereses, de manera que la gente solo ve en ese chico lo que él quiere que vean. Nadie conoce al verdadero Lukas.

Sander apoyó el mentón en el puño con aire pensativo.

—Creo que sobreestima usted al muchacho —objetó. Sí, tiene razón: es atractivo y parece seguro de sí mismo, pero en realidad es un joven muy inseguro y muy sensible, que busca un reconocimiento y un respaldo que su padre no le da.

—Le cae a usted bien —constató el inspector.

—Sí, eso es cierto. Me gusta Lukas. Tuvo que superar algunas experiencias muy traumáticas cuando era pequeño, y me duele en el alma que ahora tenga que volver a sufrir.

—A Pauly lo mataron a golpes en la puerta de la cocina —contó Bodenstein—. Cargaron el cuerpo en la caja de su pick-up y lo dejaron allí unas veinticuatro horas antes de trasladarlo al campo. Para eso hace falta tener algo.

—Cierto: odio o sangre fría, y en relación con Pauly no creo a Lukas capaz de ninguna de esas dos cosas. Dicho sea de paso, el chico ni siquiera tiene carné de conducir.

—¿Y a quién cree usted capaz de semejante acto? ¿Cuál de los empleados del zoo que tenían acceso al vehículo podía odiar tanto a Pauly para hacer algo así?

—Ninguno.

—Se lo preguntaré de otra forma: ¿cuál de sus empleados puede odiarle a usted tanto como para querer endilgarle ese crimen?

Sander esbozó una sonrisa de incredulidad.

—¿Cree que todo esto pudo suceder para inculparme a mí de un asesinato? ¿Por qué?

—Tal vez alguien quisiera vengarse de usted. ¿Hay algún antiguo empleado al que haya despedido y que se sintiera tratado injustamente?

El director Sander arrugó la frente y comenzó a reflexionar. Bodenstein lo observaba atentamente.

—Sí, hay uno —replicó al cabo de un buen rato, titubeando—. Es una de esas personas que se sienten discriminadas por principio. Solo estuvo cuatro semanas allí, pero no tenía espíritu de equipo, y era vago y descuidado. Le advertí en dos ocasiones y lo despedí en el acto hará un mes. Se enfureció de tal modo que se abalanzó contra mí. Tuvimos una buena bronca.

—¿Me puede decir su nombre? Me gustaría comprobarlo.

—Tarek. Tarek Fiedler.

Bodenstein se puso en guardia. ¡Tarek Fiedler! El amigo de Lukas y Jonas Bock que trabajaba en un vivero y fue a buscar a Esther Schmitt a lo que quedaba de su casa. Sin duda conocía a Pauly.

—Puede irse, señor Sander —dijo el inspector al tiempo que echaba mano de la información sobre Jonas Bock, que tenía delante, en la mesa—. Gracias por haber venido tan rápido.

—De nada.

El director del zoológico se levantó de la silla y salió del despacho sin darle la mano al inspector.

Cuando media hora más tarde llegó a casa de Tarek Fiedler, en uno de los grandes edificios de la Ostring, en Schwalbach, Bodenstein estuvo a punto de chocar con un joven que salía en ese momento cargado con varias bolsas. El chico se sobresaltó, y con el susto se le cayeron las bolsas.

—¿Tú no eres Franjo Conradi?

Bodenstein creía acordarse de la cara del chico de cuando fue a comisaría.

—Sí, ¿por?

El muchacho dio un paso atrás, temeroso. A la luz crepuscular del pasillo sin ventanas, Bodenstein vio que tenía heridas en la cara: en el labio, una gran hinchazón, el ojo izquierdo amoratado, las gafas dobladas y con un cristal roto.

—¿Qué te ha pasado? —le preguntó.

—Nada —replicó el joven, y se inclinó para coger las bolsas. Era bajito y flaco, y sus movimientos nerviosos delataban su tensión. Franjo Conradi tenía miedo.

—¿Está el señor Fiedler en casa? —preguntó Bodenstein—. Tengo que hablar urgentemente con él.

—No; está en la empresa —repuso Franjo con nerviosismo.

—¿Te vas de casa?

—Sí —se limitó a decir el muchacho.

Sorprendido, Bodenstein se dio cuenta de que luchaba por no llorar. Algo debía de haberle producido una fuerte impresión, ya que los chicos de su edad preferirían saltar de un decimocuarto piso a llorar delante de un desconocido.

—¿Te has pegado con alguien? ¿Con Tarek? Pensaba que erais amigos y teníais juntos esa empresa de informática.

—¡Amigos! —exclamó Franjo entre la risa y el llanto—. Todos éramos amigos hasta que apareció Tarek. A ese solo le importa el dinero. —Se llevó la mano al maltrecho labio, que sangraba ligeramente—. Estoy harto de la mierda esa de empresa y del dichoso juego —afirmó con vehemencia—. Creía que de verdad querían cambiar, mejorar, pero no es eso lo que les interesa. Las ideas y los proyectos de Ulli les importaban una mierda. Llevo demasiado tiempo sin querer ver la realidad.

El muchacho era un idealista que había roto con sus padres por pura convicción.

—¿A quiénes en concreto? —preguntó Bodenstein con la esperanza de aprovechar su decepción para sacarle algo de información. Pero esa pregunta, de boca de un policía, era demasiado, y el muchacho no respondió—. ¿Cómo vas a irte de aquí?

—Ni idea. —Franjo se encogió de hombros.

—Si quieres, te llevo. Voy a Kelkheim.

En el coche, Franjo se relajó. Contó que Pauly lo había animado a seguir su propio camino.

—Mi padre no entiende que no quiera ser carnicero —se quejó—. Cree que soy un desagradecido. Pero me horroriza la idea de hacer salchichas y estar detrás del mostrador hasta que me muera.

Bodenstein escuchaba en silencio. Había entendido a Conradi cuando le contó indignado que Pauly había puesto a su hijo en su contra, pero la cosa sonaba muy distinta expuesta por el chico. Franjo no quería ser carnicero, igual que Lorenz no quería ingresar en la Policía. Oliver Bodenstein aún recordaba bien el chasco que se llevó su padre cuando le comunicó que no quería ponerse al frente de la finca familiar, que prefería estudiar Derecho y ser policía. Por su parte, se propuso no obligar a sus hijos a hacer nada que no quisieran. Sin embargo, le había sorprendido su propia reacción al intentar impedir que Rosalie trabajara de pinche en verano.

—Quiero estudiar Biología —contaba Franjo en ese momento— y trabajar en una estación científica de las Galápagos. Mi padre se rio de mí y me dijo que me desheredaría.

Bodenstein miró de reojo un instante el maltratado rostro del muchacho.

—Por eso me metí en la empresa —continuó—. Jo dijo que ganaríamos un montón de dinero. Se me da bien la informática, sé programar, pero no soy Lukas.

—¿Qué quieres decir? —se interesó Bodenstein. ¿Acaso había dado por fin con alguien a quien Lukas no le caía bien y que no lo admiraba?

—Lukas es un genio —contestó Franjo, sin embargo, para su decepción—. Lee códigos fuente como otros leen libros, y sabe diez veces más de Perl, Java, BASIC y C que Tarek. Double Life fue idea suya, pero ahora Tarek quiere apropiársela.

—¿Se llevan bien Lukas y Tarek?

—Lukas se lleva bien con todo el mundo —aseguró Franjo, y después su voz se tornó amarga—. Tarek le lame el culo, porque sin él nada funciona. Hasta Tarek se ha dado cuenta.

—¿Te cae bien Lukas?

—Sí —afirmó el muchacho—. De vez en cuando tiene sus salidas, pero es normal tratándose de un genio. En una ocasión que estaba raro, Ulli nos dijo que se debía a su enfermedad. Tarek se reía de Lukas, solo a escondidas, claro, pero a mí me parecía fatal por su parte. Creo que los amigos no deberían hablar mal los unos de los otros.

A Bodenstein el comentario le pareció de lo más interesante.

—¿Y qué enfermedad tiene Lukas? —inquirió.

—Ulli dijo que padecía un trastorno disociativo. —Franjo se encogió de hombros—. No sé lo que quería decir con eso.

Bodenstein tampoco, y decidió consultarlo más tarde.

Tarek Fiedler salía de la nave de la zona industrial de Münster donde estaba alojada la empresa de internet justo cuando llegó Bodenstein. Sujetaba el móvil con el hombro pegado a la oreja, y estaba claro que discutía acaloradamente con alguien mientas iba echando las llaves a la puerta. Al ver al inspector, lo saludó con la mano y puso fin a la llamada.

—Hola, señor… lo siento, pero he olvidado su nombre —dijo amablemente, sonriendo. Ya no había ni rastro de su enfado.

—Bodenstein. ¿Tiene tiempo para responderme a unas preguntas?

—Claro —el muchacho asintió. Se oyó una melodía: era su móvil, pero no contestó.

—El cuerpo del señor Pauly fue trasladado en la caja de una camioneta del zoológico —refirió el inspector—. Y ahora nosotros nos preguntamos cómo llegó hasta allí y quién pudo utilizar ese vehículo.

La sonrisa del joven se esfumó.

—Ah, ya entiendo —dijo—. Seguro que ha hablado con Sander. Me peleé con él cuando me echó. Es increíble que me crea capaz de haber robado un coche.

—No es ese el caso —precisó Bodenstein—, pero seguimos todas las pistas, por poco probables que sean.

El teléfono de Tarek seguía sonando estridentemente.

—¿Por qué no le pregunta por el coche a Lukas? Siempre usa las camionetas cuando Sander no está.

—Pensaba que no tenía carné de conducir.

—Ni idea. Pero conducir sí sabe.

Bodenstein se preguntó por qué el muchacho se chivaba de su amigo. ¿Estaría celoso? Recordó que Sander había dicho que Tarek Fiedler siempre se sentía tratado de manera injusta.

—¿Qué hace usted exactamente en la empresa de Lukas y Jonas? —preguntó.

—La empresa es de los tres —corrigió Tarek—, pero yo no tenía el dinero que necesitábamos para la S.L., y por eso oficialmente los gerentes son Lukas y Jo. Sin embargo, en el orden interno no hay jerarquía: cada cual hace lo que se le da mejor.

—¿Y qué es lo que se le da mejor a usted?

—Programar. —El chico sonrió—. Solo cosas completamente legales, claro. He aprendido la lección.

—¿Qué tal se lleva con Lukas?

—En general, bien. —El joven se puso pensativo—. Últimamente ha cambiado mucho.

—¿En qué sentido?

—Es difícil de decir. A veces está… distraído por completo, luego se pone a flipar sin motivo y empieza a dar gritos. Pero también es verdad que su padre lo presiona mucho. Le ha cortado el grifo, y eso es muy duro para alguien como Lukas.

—¿Por qué?

—El dinero de la empresa es de los padres de Lukas y Jo. En su mayor parte, sin que ellos lo sepan. Lukas y Jo lo han… bueno…, birlado no es la palabra. Quieren devolvérselo, con intereses.

El móvil sonó de nuevo, esta vez con otra melodía. Tarek Fiedler le echó un vistazo a la pantalla.

—¿Alguna cosa más? —preguntó impaciente—. Tengo mucho que hacer.

—¿Por qué pegó a Franjo Conradi?

—¿Quién dice eso?

—Tiene heridas en los nudillos —observó el inspector. Y Franjo en la cara. Solo ato cabos.

De pronto el chico se puso nervioso.

—Discutimos; nada importante.

—Pues para no ser importante Franjo parece muy afectado —comentó Bodenstein—. ¿Cómo acaba la gente después de pelearse con usted cuando es por algo importante?

—En cualquier caso, no acaban muertos como un amigo mío que tuvo una pelea. —Tarek Fiedler sonrió, no así sus ojos.

—¿Jonas?

—Pues sí. Y se peleó con Lukas.

El calor asfixiante del día dio paso a una tarde de verano tibia. Desde la terraza del restaurante del castillo se disfrutaba de unas vistas soberbias de todo el valle Ruppertshain. Quentin, el hermano de Bodenstein, se sentó a la mesa con él y con Cosima cuando terminaron de cenar.

—Por cierto, tengo una empleada nueva en las cuadras —decía Quentin en ese momento—. Vuestra futura nuera, Thordis Hansen.

—¿Sí? —Bodenstein recordó el reciente encontronazo de madrugada en el garaje, que a punto estuvo de ser violento—. ¿Desde cuándo?

—Desde anteayer. El asunto de la propiedad en la finca Waldhof aún no está claro, el lugar anda echado a perder.

—Es una lástima —observó Bodenstein.

Un año antes había metido en chirona al antiguo y también al nuevo propietario de las selectas cuadras de las afueras de Kelkheim.

—A mí no debería quitarme el sueño. —Quentin llamó a uno de los camareros y le señaló la botella de vino tinto vacía—. Ahora tengo todos los boxes llenos. Además, Urbanismo por fin me ha dado vía libre: si conseguimos la financiación, la próxima primavera podemos empezar a derribar el viejo picadero y levantar el nuevo.

—Ah… ¿Y cómo has conseguido lo de Urbanismo? —le preguntó Bodenstein a su hermano—. Al fin y al cabo, tenían grandes dudas, estando como está protegido el antiguo picadero.

—Al concejal de Urbanismo le gusta comer bien —respondió Quentin.

—Eso es soborno.

—¡Bah, vamos! —Quentin le restó importancia con un gesto—. Los polis os lo tomáis todo demasiado al pie de la letra.

—No solo los polis —objetó él—. Que sepas que el concejal de Urbanismo y el que lo sobornó están en prisión preventiva desde esta mañana. Precisamente por ese asunto. Espero por tu bien que haya cerrado y firmado la operación, de lo contrario ya puedes cruzar los dedos para que su sucesor sea igual de glotón.

—No digas bobadas. —Quentin se sentó muy tieso.

—No son bobadas —aseguró su hermano—. Schäfer no solo aceptaba sobornos tuyos.

Llegaron nuevos comensales a la terraza, a los que la mujer de Quentin, Marie-Louise, saludó y acompañó a la última mesa libre.

—¿No es esa la madre de Thordis? —inquirió Cosima con un tono un tanto burlón—. ¿Vuestro primer amor?

Los hermanos Bodenstein volvieron la cabeza: en efecto, era Inka Hansen, en compañía de algunos hombres y mujeres. Bodenstein no dio crédito a sus ojos cuando reparó en Christoph Sander.

—Mira tú por dónde —farfulló.

—La dirección y el consejo del zoo de Kronberg con unas damas —explicó Quentin—. Vienen a cenar una vez al mes. Cuando esté listo su restaurante, en otoño, probablemente los perdamos como clientes.

Oliver Bodenstein vio que Sander le retiraba la silla galantemente a Inka Hansen, que le dio las gracias con una sonrisa por la que veinticinco años antes él habría matado de buena gana. Daba la impresión de que Pia Kirchhoff se había hecho ilusiones en vano con el tal Sander. La forma en que el director del zoo y su veterinaria se trataban, se sonreían y leían juntos la carta hablaba de intimidad. Un viudo atractivo y una mujer sola no menos atractiva que, debido al trabajo, tenían muchos puntos en común y compartían intereses: una combinación ideal. Por el contrario, ¿cómo encajaba en la vida de Sander una agente de la Policía judicial que aún estaba casada? La desconfianza que le inspiraba a Bodenstein ese hombre iba en aumento. Y de repente supo qué era lo que había estado dándole quebraderos de cabeza durante todo ese tiempo.

Pia pasó toda la tarde sometida a una gran tensión, esperando, en vano, que Sander la llamara. ¿Estaba enfadado porque ella no le había advertido? ¿Lo habría detenido Bodenstein? La incertidumbre la ponía muy nerviosa.

Eran las diez menos cuarto cuando le sonó el móvil. Para su decepción era Bodenstein, no Sander.

—Kirchhoff —dijo en voz baja, con un ruido de fondo de platos y voces—, ¿puedo hacerte una pregunta muy personal?

—¿Por qué? Quiero decir, sí, claro.

—Sander y tú…, ¿es algo serio o solo un… bueno…, un flirteo?

Pia se dio cuenta de que la mención del nombre de Sander le aceleraba el corazón. Pensó sin querer en lo que podría haber pasado esa misma mañana si su jefe no hubiese llamado.

—¿Por qué lo preguntas? —quiso saber con cautela—. ¿O es tan solo curiosidad?

—No, va en serio —respondió Bodenstein con voz ahogada—. Cuantas más vueltas le doy a este tema, más tengo la extraña sensación de que formamos parte, tú en particular, de una puesta en escena pensada al milímetro.

—¿Qué te hace pensar eso? —Pia tragó saliva, agobiada, y se enderezó—. ¿Qué interés podría tener… —le costó pronunciar su nombre— Sander en tramar algo?

—Eso tampoco lo tengo claro del todo. Puede que tenga que ver con Svenja, la mejor amiga de su hija. O con Lukas. No sé cómo, pero los dos están relacionados con los casos. Sander lo sabe y quiere protegerlos. Pero es solo una sensación.

¡Bodenstein y sus intuiciones! A menudo lo habían traicionado. Pia recordó fugazmente el altercado que protagonizó en otoño del año anterior su jefe con una karateka a la que consideró sospechosa erróneamente guiándose por un pálpito.

—Estoy en el restaurante de mi hermano —contó él—. También está Sander. Con Inka Hansen. No tiene por qué significar nada, es la veterinaria del zoo, pero…, bueno…

—Pero ¿qué? —Pia cerró los ojos. ¿Es que todas las palabras bonitas, los mensajes de la noche anterior, el consuelo y la comprensión de esa misma mañana únicamente formaban parte de un plan pérfido para cegar a la poli enamorada? La confirmación de la leve duda que la atenazaba le dolió igual que si fuera una herida abierta.

—Dan la impresión de tener bastante confianza.

—¿Por qué no iba a ser así? A fin de cuentas, trabajan juntos a diario —se oyó decir Pia con voz cavernosa. Entre él y yo no hay más que…, vamos no hay nada.

Se odió por albergar sueños, por ese enamoramiento alocado, infantil, y odió a Bodenstein por haberle hecho trizas aquella bonita ilusión. El chasco se transformó en rabia. Cuando su jefe puso fin a la conversación, ella se quedó mirando al cielo nocturno sin ver nada. Con lágrimas en los ojos, estuvo reflexionando acerca de si Sander la había utilizado. El hombre tenía que haberse dado cuenta enseguida de que gozaba de sus simpatías. ¿Se habría aprovechado de esa debilidad? ¿Y si el pez no había caído en su red, sino ella en la de él? Pia no podía creer que se hubiera equivocado de tal modo. Sin embargo, el hombre al que esa misma mañana había confiado su peor secreto, ahora estaba cenando con otra mujer y a todas luces no pensaba en ella, ya que de ser así al menos habría dado alguna señal de vida. Rara vez se había sentido tan desgraciada, tan sola. El trabajo y la vida privada se habían mezclado de manera funesta e imperceptible. Pia se devanaba los sesos, trataba de remontarse al punto en que había perdido el norte en la maraña de sus confusos sueños y miedos. Mientras seguía contemplando el cielo, el móvil volvió a sonar. Pia miró la pantalla: ¡Lukas! La persona perfecta para lamerle las heridas.

Alemania entera se hallaba en estado de excepción desde que esa tarde los futbolistas alemanes habían eliminado del Mundial a los suecos en octavos de final con un dos a cero. Por la noche aún daban vueltas por las calles de Frankfurt caravanas de automóviles con hinchas exultantes que agitaban banderitas, como si Alemania ya fuera campeona del mundo.

—Idiotas —dijo Lukas—. Les falta un tornillo.

Pia lo miró un instante. Se había presentado en su casa tan solo un cuarto de hora después de que la llamara, hermoso como un arcángel con sus vaqueros ceñidos, una camisa blanca remangada y el cabello rubio suelto. No le preguntó adónde la iba a llevar. Lo principal era no seguir sola en casa pensando en Christoph Sander y su comportamiento.

—¿Qué ha pasado? —preguntó Lukas cuando dejaron atrás el recinto ferial y se dirigieron al centro en el Smart del ama de llaves de los Van den Berg.

—¿Cómo que qué ha pasado? —respondió ella.

—La noto distinta —aseguró él—. Confusa y ausente.

—Tengo que resolver dos asesinatos y no consigo avanzar —explicó Pia, sorprendida por la sensibilidad de Lukas.

—No es eso. Alguien le ha hecho daño, ¿me equivoco?

La voz del joven rebosaba tanta compasión que Pia casi se echó a llorar.

—Bueno, da lo mismo.

Con mucho tacto, Lukas le concedió el momento que necesitaba para recuperar el control. Se metió por la Mainzer Landstrasse y a continuación entró en la Neue Mainzer Strasse.

—¿Adónde vamos? —quiso saber Pia.

—A tomar unos cócteles.

—¿Aquí? ¿En la zona de los bancos?

—Sí. ¿Ha estado alguna vez en el Maintower?

Lukas estaba concentrado buscando aparcamiento, y finalmente encontró un hueco justo para el Smart.

—No. —Pia sacudió la cabeza—. ¿Se puede entrar sin más?

—Yo sí. —El chico sonrió.

Pia no lo dudó ni un segundo. Cuando se aproximaban al rascacielos del banco Helaba, un edificio de ciento ochenta y siete metros de altura que alojaba la radio de Hesse y un restaurante, el muchacho sacó una tarjeta de plástico. Tomando de la mano a Pia, se abrió paso con ella entre la gente que esperaba. Tras el mostrador de granito de recepción, dos mujeres jóvenes y un hombre con uniformes azul marino y una sonrisa sempiterna en la boca controlaban la entrada con formas educadas y resueltas. Al trío del que dependía el éxito o el fracaso de una noche de sábado, Lukas le mostró la tarjeta, que pasaron por un lector.

—¿Tendría la amabilidad de enseñarme el carné? —El hombre recelaba. Desde que los ataques terroristas a rascacielos habían dejado de ser una utopía, en Frankfurt también se habían intensificado las medidas de seguridad. Lukas le enseñó el documento, y después de mirarlo bien, la sonrisa helada del joven se volvió cordial, casi sumisa—. Muchas gracias. —Le devolvió el carné y la tarjeta a Lukas—. Bienvenidos al Maintower. Por favor…

La codiciada puertecita de acceso se abrió con un zumbido, y Pia siguió a Lukas hasta los ascensores tras pasar un control de seguridad.

—¿De dónde la has sacado, por cierto? —preguntó Pia cuando se vieron a solas con un vigilante en el ascensor.

—En Frankfurt, el apellido de mi padre abre todas las puertas. —El chico le guiñó un ojo.

El ascensor subió los ciento ochenta y siete metros en cuestión de segundos.

—Me quieres impresionar —aventuró ella.

—Claro. —Lukas le dedicó una sonrisa que desarmaba. Para una vez que sale conmigo, no la voy a llevar a un antro.

Cuando entraron en el restaurante Maintower, Pia se quedó boquiabierta: ventanales panorámicos de ocho metros de altura permitían contemplar la ciudad entera. A sus pies se extendía un grandioso mar de luces.

—Buenas noches, señor Van den Berg —los saludó la gerente del restaurante, tan obsequiosa como antes el personal de recepción—. ¿En qué podemos ayudarlo?

—Esta es la primera vez que viene mi novia —respondió él con fingida altanería—, y le gustaría sentarse junto a la ventana. A ser posible, en el bar.

—Naturalmente. Un momento, por favor.

La mujer se alejó con diligencia, y segundos después la mesa estaba lista. Sin duda, alguien había tenido que cederle el sitio al hijo del banquero Van den Berg. Las vistas desde los enormes ventanales eran impresionantes, y los cócteles no se quedaban cortos. La compañía de Lukas le hizo bien a Pia; su atención y su discreta deferencia eran un bálsamo para su corazón desencantado. Sander, Henning y sus problemas del trabajo quedaban a años luz. ¡A la porra los hombres y los sentimientos! Después del quinto cóctel, el humor de Pia había mejorado considerablemente.

—Esto empieza a decaer —dijo Lukas de pronto—. Vamos a otro sitio.

—De acuerdo.

Estaba achispada, y las miradas de Lukas la hacían sentir más joven y deseada que nunca. El sistema de alarma de su sentido común se había apagado hacía rato con un último y débil resplandor. Llevaba años siendo prudente y comedida, pero esa noche no quería serlo.