Domingo 25 de junio
La llamada de socorro entró en la central a las siete y cuarto. Alguien avisaba de que en la casa de al lado había un cadáver. El agente que estaba de servicio informó a un coche patrulla para que acudiera a la dirección facilitada. El subinspector Krause y la oficial Bernhardt, que se encontraban cerca, acudieron al número 52 de la Freiligrathstrasse y saltaron el portón, vigilado por cámaras, después de que nadie les abriera tras llamar repetidas veces. Dieron la vuelta a la casa por un jardín similar a un parque hasta la parte trasera, pasaron con cuidado por primorosos arriates de flores y entraron en la mansión por la terraza, cuyas puertas estaban abiertas de par en par. Tal y como había dicho el vecino, delante del escritorio, en el parqué, encontraron a un hombre que solo llevaba puesto un bañador. Alrededor de su cabeza se había formado un charco de sangre estancada. El subinspector Krause se arrodilló junto al caído y le tomó el pulso con dos dedos en la carótida.
—¡Llama a una ambulancia! —le pidió a su compañera. ¡Aún está vivo!
—¿Qué ha pasado? —preguntó Bodenstein, que llegó al mismo tiempo que los agentes de la Científica.
—Creo que alguien ha intentado romperle la cabeza —contestó el médico—. También tiene hematomas en los brazos y en los hombros.
—¿Cómo se encuentra? —quiso saber el inspector.
—Su estado es crítico. —El médico levantó la mirada. Sin duda, ya lleva aquí unas horas.
—¿Es Van den Berg, del Deutsche Bank? —preguntó el jefe de los criminólogos.
Bodenstein hizo un gesto afirmativo. La ropa de Van den Berg estaba bien ordenada en una de las tumbonas de la piscina, en el jardín. Daba la impresión de que el agresor lo sorprendió cuando daba un paseo nocturno por la piscina y le golpeó en la casa. Había habido forcejeo, prueba de lo cual eran dos sillas y una lámpara de pie tiradas por el suelo.
—¡En la terraza también hay sangre! —exclamó uno de los agentes de la Científica—. Y aquí está el arma que se empleó.
—¿Qué es esto?
—Un pisapapeles.
Bodenstein intentó reconstruir los hechos: el agresor de Van den Berg debía de haber salido de la casa, pues nadie llevaba encima un pisapapeles. El hombre, gravemente herido, consiguió llegar a rastras hasta el despacho, donde de nuevo se había producido un forcejeo. Pero ¿cómo había logrado colarse el atacante en una casa tan bien vigilada?
—La inspectora Kirchhoff no contesta —le dijo uno de los agentes a Bodenstein—. Tiene el móvil apagado.
—¿Que tiene el móvil apagado?
El detalle extrañó más que enojó a Bodenstein, ya que por regla general su compañera nunca apagaba el teléfono, y menos aún si estaba de guardia, como era el caso ese fin de semana. Pia Kirchhoff era concienzuda, además de madrugadora. Si el móvil estaba apagado, algún motivo habría. Apartó la vista del herido y llamó a su compañera al fijo.
—Hola.
Al oír su voz, se sintió aliviado, hasta que comprendió que solo era el mensaje del contestador. Algo iba mal. De haber estado enferma, lo habría avisado. El agente seguía allí, mirándolo expectante.
—Manda una patrulla a su casa.
A Bodenstein le asaltó un mal presentimiento. ¿Habría hablado Pia con Sander, a pesar de todo, la noche anterior? ¿Se habrían visto? Se volvió hacia el vecino de los Van den Berg, que aguardaba discretamente algo apartado, y descubrió que aparte del hijo, Lukas, no había parientes cercanos. La asistenta estaba fuera desde hacía unos días. Justo cuando preguntaba por el médico de cabecera del herido, la puerta se abrió y un joven entró en el recibidor.
—Es Lukas —dijo, afectado, el vecino—. ¡Pobre muchacho!
—¿Qué pasa aquí? —Lukas dejó caer las llaves y, abriéndose paso entre los agentes y los sanitarios, fue al despacho de su padre. Durante unos segundos se quedó petrificado, mirando a su padre sin dar crédito a lo que veía—. Papá —susurró con voz inexpresiva—. Papá, ¡despierta, por favor! ¡Papá!
—Tu padre está gravemente herido e inconsciente —explicó Bodenstein, y le puso una mano en el hombro. Se lo van a llevar al hospital.
Lukas le apartó la mano, se irguió y miró a los hombres con cara de loco, con los ojos inyectados en sangre.
—¡Dejadnos en paz! ¡Largaos! —gritó, perdiendo de pronto el control—. ¡Salid de nuestra casa, capullos! ¡Fuera! ¡Llamaré a la Policía!
Bodenstein lo miró con incredulidad. Hasta entonces solo lo había visto amable y sonriente, pero de pronto alguien agresivo y malicioso parecía haberse apoderado de su cuerpo. Con el rostro desencajado por la ira, Lukas se abalanzó sobre el agente que tenía más cerca y lo golpeó con ambos puños. Fueron necesarios tres hombres para reducirlo.
—Dios mío, nunca había visto nada igual —afirmó el médico.
—Ni yo —convino Bodenstein, que de nuevo abrigó la sospecha de que tras la atractiva fachada de Lukas se ocultaba algo muy distinto de lo que solía mostrar a la gente.
El inspector Bodenstein se agachó y le sujetó la muñeca al muchacho, que estaba en el suelo, jadeante. Los agentes aún lo tenían bien sujeto, por si acaso, pero su cuerpo se había quedado sin energía, y ya no ofrecía ninguna resistencia.
—Hay que llevar a tu padre al hospital deprisa —informó Bodenstein, serio—. Está gravemente herido.
—Pero ¿qué ha pasado? —Lukas lo miró perplejo.
—Todavía no lo sabemos con seguridad.
—Hoy queríamos ir juntos al brunch del hotel del castillo —farfulló, y después hizo una mueca y empezó a sollozar.
—Soltadlo —ordenó Bodenstein.
Le dio a Lukas la mano para que se levantara y le pasó un brazo por los hombros. Confuso, el muchacho miró a su alrededor. Durante la pelea se le había soltado el vendaje del brazo, la herida sangraba ligeramente. Lukas la miró sin verla. Vacilante, casi como si estuviera borracho, se dirigió al salón con ayuda de Bodenstein y un agente; andar parecía costarle al chico la misma vida.
—Tengo que llamar al castillo para anular la reserva —afirmó.
Bodenstein tuvo que localizar al médico de los Van den Berg, porque Lukas se negó a que el médico de Urgencias le pusiera la inyección sedante que quería administrarle. El doctor Bertram Röder llegó a la casa de los Van den Berg poco después de que la ambulancia se llevara al padre de Lukas. El chico estaba sentado en la escalera, apático, con la mirada perdida. No había querido ir a su habitación, y dado que todos tenían muy presente el violento arrebato que había sufrido poco antes, nadie intentó obligarlo.
—¿Qué será ahora de Lukas? —le preguntó Bodenstein al médico—. Alguien debería informar a su madre. Si mal no recuerdo, dijo que está trabajando en Boston.
El doctor lo miró con extrañeza.
—¿Eso dijo Lukas? —inquirió.
—Sí, algo por el estilo —asintió Bodenstein—. ¿Por qué?
—La madre de Lukas murió. Hace catorce años, de cáncer.
Por unos momentos en la enorme casa reinó un silencio absoluto. Entonces, Bodenstein recordó algo.
—¿Qué es un trastorno disociativo? —le preguntó al médico, y a continuación le contó lo que le había confiado Franjo Conradi.
—Bueno… —el doctor carraspeó—. Sí, es cierto que hace muchos años Lukas recibió tratamiento psicológico. Se especuló con un trastorno de personalidad múltiple.
—¿Qué es eso? ¿Esquizofrenia?
—En el más amplio sentido de la palabra.
Bodenstein miró al chico, que tenía la vista clavada en el brazo herido.
—Una personalidad múltiple se desarrolla debido a experiencias traumáticas, sobre todo en la infancia. Muchos pacientes que presentan este trastorno fueron desatendidos emocionalmente, sufrieron a menudo abandono. Lukas perdió a su madre cuando tenía siete años.
—Personalidad múltiple. —Bodenstein miró de nuevo a Lukas—. ¿Como en el caso del doctor Jekyll y Mr. Hyde?
—Más o menos. El desarrollo de distintas personalidades es un mecanismo de autodefensa; los cambios de personalidad los provoca el denominado factor desencadenante, un detonante.
—¿Cómo se manifiesta el trastorno?
—Las personas que padecen un trastorno de personalidad múltiple tienen miedo de ser abandonadas. Con frecuencia, se distinguen por su inestabilidad en las relaciones personales, por una actividad sexual impulsiva, por accesos de ira sumamente violentos e incontrolados y porque no recuerdan períodos de tiempo concretos.
—¿Significa eso que cuando una personalidad hace algo las otras no tienen conocimiento de ello? —Bodenstein arrugó la frente.
—Se han observado cosas por el estilo —corroboró el médico.
Entonces sonó el timbre de la casa. Abrió uno de los agentes de policía. Christoph Sander irrumpió en el recibidor; parecía muy preocupado. Cuando reparó en Lukas, se agachó ante él y le tomó la mano. Bodenstein no supo qué le decía, pero vio que la mirada fija del muchacho se llenaba de vida. Sander le acarició el cabello y lo abrazó para consolarlo. Lukas enterró el rostro en su hombro.
—¡Papá se muere! —sollozó, agarrándose a Sander con fuerza, como si fuera un niño desesperado—. Y yo, ¿qué voy a hacer?
Sonó el móvil de Bodenstein, pero sus esperanzas de que fuera Pia Kirchhoff y le dijese que se había quedado sin batería se vieron truncadas. Se trataba de la patrulla que habían enviado a Birkenhof.
—Aquí no hay ni un alma —informó un agente—. El portón está cerrado. Pero delante de la casa hay un todoterreno.
—Entren. —Bodenstein bajó la voz y ordenó—: Miren a ver si ha pasado algo.
—¿Cómo entramos? —preguntó el policía, prosaico.
—Pregunten en la finca de al lado —sugirió el inspector con aspereza—. Que yo sepa, tienen una llave.
Sander consiguió convencer a Lukas de que subiera a tumbarse un rato. Cinco minutos después bajó la escalera.
—He visto la ambulancia delante de la casa —dijo—. ¿Qué ha ocurrido?
—El padre de Lukas estaba inconsciente delante de su mesa. Alguien lo golpeó. —A Bodenstein no le inspiraba mucha simpatía ese hombre, y menos aún desde que había visto cómo lo miraba Inka Hansen.
—¡Dios mío! —Sander parecía afectado de veras—. A este chico le pasa todo. ¿Qué será ahora de él?
—Por el momento no debería quedarse solo —aconsejó el doctor Röder.
Por lo visto, ambos hombres se conocían.
—Le diré a mi hija que venga ahora mismo a quedarse con él. Después se puede venir con nosotros.
—Eso estaría bien. Antes ha perdido los nervios.
—Se puso hecho una auténtica fiera —precisó Bodenstein—. Agredió a un agente y se puso a chillar fuera de sí.
—Primero asesinan a un amigo suyo, luego a su mejor amigo, y poco después ve a su padre malherido —replicó, acalorado, Sander—. ¿Qué espera usted de él? ¿Que sea tan insensible e indiferente como usted?
El reproche enfureció sobremanera a Bodenstein. Le costó lo suyo callarse la respuesta subida de tono que le habría soltado de buena gana.
—¿Está aquí la señora Kirchhoff? —preguntó el director del zoo.
—No. —Bodenstein no tenía la menor intención de hablar con ese hombre más de lo necesario—. ¿Por qué lo pregunta?
—Porque hoy, a las cuatro y algo de la madrugada, me ha enviado un mensaje raro.
—¿Un mensaje? ¿Qué le decía?
Sander se sacó el móvil del bolsillo del pantalón, lo abrió y se puso a teclear hasta que el sms apareció en la pantalla. A continuación le pasó el teléfono a Bodenstein.
«DOUblelIFE. Tark. Ross».
—¿Qué significa esto? —Bodenstein levantó la mirada.
—Ojalá lo supiera —respondió Sander mientras se encogía de hombros, desconcertado.
—¿Por qué le manda un mensaje la inspectora Kirchhoff a las cuatro de la madrugada? —preguntó, suspicaz, Bodenstein—. ¿Sucedió algo antes?
Al rostro de Sander asomó una expresión reservada.
—¿Se refiere a si yo le escribí antes? No.
—Pero la noche anterior sí le escribió.
—Cierto. —Sander sostuvo la mirada de Bodenstein sin pestañear—. Como bien dice usted, la noche anterior.
La animadversión de Bodenstein hacia Sander aumentaba con cada palabra que este decía. ¿Qué tenía ese hombre? No era excesivamente atractivo, casi siempre estaba enfurruñado, y así y todo, tenía loca no solo a Pia Kirchhoff, sino también a la sobria y fría Inka. Bodenstein no pudo evitar comentarle:
—La otra noche daba la impresión de que le interesaba más bien Inka Hansen.
—¿Por qué dice eso?
—¿Es o no verdad que anoche estuvo usted con ella? —insistió Bodenstein, en un ataque de celos absurdos.
—Aunque no creo que mi vida privada sea de su incumbencia, sí, es cierto —admitió Sander con un tonillo sarcástico que enfadó más aún a Bodenstein—. Cenamos juntos. Y después me fui a casa. Solo. ¿Contesta esto a su pregunta?
—Sí, gracias —repuso el inspector con frialdad. Los dos hombres se midieron, lanzándose miradas hostiles. Finalmente, Sander dio media vuelta para salir de la casa—. Ah, señor Sander. Una cosa más —añadió Bodenstein, y el aludido se detuvo y volvió la cabeza de mala gana—. Cuando Lukas se haya tranquilizado un poco, llámeme, por favor. Tengo que hablar con él. En contra de lo que usted cree, sabe conducir perfectamente. Cuando usted no estaba, le gustaba llevarse la pick-up del zoo a casa.
A Bodenstein le deparó un placer infantil ver cómo Sander palidecía primero, se ponía rojo después y a continuación se iba a todas luces cabreado. Probablemente le pidiera explicaciones a su hija y averiguase que el guapito de Lukas había abusado descaradamente de su confianza.
En Birkenhof no había ni rastro de Pia Kirchhoff. La vecina les abrió el portón a los policías, y estos llamaron a Bodenstein, que se presentó al cuarto de hora. El coche de su compañera estaba bajo el nogal, en la casa se veían las persianas echadas, las cerraduras de las puertas estaban intactas. Nada apuntaba a que alguien hubiera entrado por la fuerza ni tampoco a un secuestro. Bodenstein llamó al marido de Pia y le preguntó si había sabido algo de ella, pero nada. Kirchhoff también se quedó preocupado, pues no era propio de su mujer desaparecer sin decirle nada a nadie. Llamó a sus padres y a su hermana; todo en vano. En torno a las once se hizo patente que tenía que haberle pasado algo. A Behnke le fue encomendado avisar a todos los agentes de la brigada que no estaban de guardia el fin de semana para crear una comisión especial que debía buscar a Pia Kirchhoff en todas las comisarías, los hospitales y morgues de la región. Quizá salió con algún amigo y se produjo un accidente o la habían atacado, robado o… no, Bodenstein no quería ni plantearse esa última posibilidad. Lo más probable era que su desaparición se debiera a algo de lo más inocente. La vecina no había visto ni oído nada fuera de lo común; por la tarde había hablado con Pia desde la cerca. Quería volver a preguntar a su marido y a los temporeros que trabajaban en las huertas de frutales que había detrás de Birkenhof, y prometió ocuparse de los animales y las plantas hasta que Pia volviera. Sumamente intranquilo, Bodenstein fue a la comisaría de Hofheim. Por el camino estuvo rumiando si con su llamada del día anterior no habría provocado en su compañera una reacción irreflexiva que, en último término, hubiera desembocado en su desaparición. ¿Y si lo que sentía Pia Kirchhoff por el tal Sander era más profundo de lo que le había dado a entender? ¿Por qué le había mandado ese mensaje tan raro? Bodenstein tenía muy clara una cosa: no se fiaba nada del hombre que el día anterior le dedicaba aquellas sonrisas a Inka Hansen y a cuyos pies, al parecer, también había caído rendida de golpe y porrazo su compañera.
La tensión que reinaba entre los integrantes de la K 11 era distinta de la habitual, cuando buscaban a desaparecidos, asesinos o víctimas. Esta vez buscaban a uno de los suyos, a una compañera, y absolutamente todos los agentes de la Policía judicial insistieron en participar en la Comisión especial Pia. Treinta y dos hombres y mujeres se apelotonaban en la sala de reuniones cuando entraron Bodenstein y el doctor Henning Kirchhoff. Ostermann informó de que en ninguno de los hospitales de las inmediaciones había ingresado una mujer que encajara con la descripción de Pia. Se había dado aviso de su desaparición a todas las comisarías de Hesse. En casa de Pia los criminólogos sacaron tazas de café y copas sucias del lavavajillas, ropa de cama y una toalla en la que había restos de sangre. A Bodenstein le repugnaba meter las narices en la vida privada de su compañera y comentar detalles íntimos delante de todos sus hombres, razón por la cual tomó la palabra. Lo importante era, en primer lugar, comprobar todas las llamadas telefónicas del móvil y el fijo, así como determinar los movimientos del móvil. En segundo lugar, había que seguir recorriendo los hospitales. Entró un compañero de la sección de Fraude fiscal.
—A las cuatro y media de la madrugada de hoy ha ingresado una mujer en el hospital de Idstein —contó—. Estaba inconsciente e iba indocumentada. La encontró un empleado del servicio de carreteras en el área de descanso de Idstein. A juzgar por la descripción, podría tratarse de la inspectora Kirchhoff.
Bodenstein alzó la mirada. ¿Idstein?
—¿A qué estáis esperando? —espetó él—. Id hasta allí.
—Hay un problema: la mujer ha fallecido hace una hora y media; no llegó a recobrar el conocimiento.
Las voces de los agentes cesaron como cuando ante una orquesta hace su aparición el director. En la sala se hizo un silencio de horror. Bodenstein se levantó bruscamente.
—Voy para allá —afirmó.
—Lo acompaño —dijo Kirchhoff al tiempo que se levantaba. Estaba atrás, escuchando en silencio, pálido, pero sereno.
«Por favor, por favor, por favor, Dios mío, que no sea Pia», rezaba Bodenstein muda y fervientemente cuando siguió a Henning Kirchhoff y la jefa de traumatología, visiblemente desbordada por el trabajo y exhausta, a las catacumbas del hospital de Idstein. En el trayecto de Hofheim a Idstein, Kirchhoff y él apenas intercambiaron diez palabras; lo que podían encontrarse cuando llegaran a su destino era demasiado aterrador. A las diez menos cuarto de la noche del día anterior había hablado con Pia, y se maldecía por haber efectuado esa llamada. Aunque su compañera siempre se mostrara fría y serena, también era humana, y posiblemente se hubiera enamorado del hombre equivocado. ¿Habría llamado a Sander? ¿Habría ido él a verla? ¿Habrían discutido? Y si en el transcurso de la pelea él hubiese… Llegaron a la cámara frigorífica donde el hospital conservaba los cuerpos hasta que eran trasladados al Instituto Anatómico Forense o a la funeraria. En la sala azulejada había una camilla con un cuerpo cubierto; se oía el zumbido de una cámara. Bodenstein clavó la vista en el suelo y cerró los puños en los bolsillos. No quería mirar. No quería saberlo. La sábana que tapaba el cuerpo hizo un leve ruido cuando la médica la retiró sin decir nada.
—No es ella —oyó Bodenstein decir a Kirchhoff, y el alivio le recorrió el cuerpo como si fuera alcohol de alta graduación. Abrió los ojos y se acercó a la camilla, con piernas temblorosas. La mujer era rubia, y eso era todo lo que tenía en común con Pia Kirchhoff.
Cuando, una hora después, Bodenstein volvió a comisaría, había una primera pista: a pesar de los serios problemas de idioma, Behnke y algunos compañeros habían hablado con los alrededor de cincuenta recolectores de la finca Elisabethenhof, y dos de ellos recordaban que a alrededor de las diez y media a Pia la había ido a buscar una mujer rubia con media melena en un Smart. Al parecer, quedaba excluida la opción del secuestro. La empresa Telekom había facilitado a Ostermann los movimientos del móvil: Pia había estado en Frankfurt hasta las dos de la madrugada aproximadamente, y la última llamada se había efectuado desde Königstein. Poco después de las tres y media habían apagado el teléfono.
—¿Tiene la lista de llamadas? —quiso saber Bodenstein.
—Hoy es domingo, jefe. —Ostermann cabeceó—. Y los de Telekom no son tan rápidos.
—Presiónelos. Y al laboratorio también. Quiero tener todos los resultados dentro de una hora —ordenó el inspector—. ¿Ha dado con Nierhoff?
—Sí —respondió Ostermann—. Ya está organizando la rueda de prensa. Por un banquero medio muerto es capaz hasta de renunciar al golf.
Bodenstein se abstuvo de hacer comentarios. Entre su jefe Nierhoff y él existía una clara división del trabajo en lo referente a las relaciones públicas, y Bodenstein se alegraba de ello. Tomó los expedientes de Pauly y Jonas Bock y se sentó para leer todos los informes que Pia había redactado. Desconcentrado, leyó por encima las declaraciones policiales del caso Jonas Bock. De pronto lo asaltó un recuerdo fugaz. Volvió atrás con la esperanza de ver algo que materializara dicho recuerdo. Opel Zoo. Sander. Lukas. La pick-up. Había algo más, pero ¿qué? Bodenstein echaba en falta a Pia y su impresionante capacidad para acordarse hasta de los más mínimos detalles. En ese momento le vino a la memoria el misterioso sms que Pia le había enviado a Sander. Buscó en el móvil el mensaje que el director del zoo le había reenviado.
—¿Ostermann?
—¿Sí? —El aludido asomó la cabeza por detrás de la pantalla del ordenador, y Bodenstein le pasó el teléfono.
—La otra noche, la inspectora Kirchhoff le mandó este mensaje al director Sander.
—«DOUblelIFE. Tark. Ross» —leyó Ostermann.
—¿Tú qué opinas? —quiso saber su jefe.
—Double Life es un juego de internet que, según las autoridades, incitaba a la violencia y, por tanto, lo prohibieron. En la web de Svenja encontré un enlace que llevaba hasta él. Se lo conté a Pia.
Bodenstein recordó la conversación que había mantenido con Franjo Conradi y trató de recuperar las palabras exactas que le dijo el muchacho: «… ese dichoso juego…», para añadir luego que Double Life fue idea de Lukas.
—Llama a Franjo Conradi y a Tarek Fiedler —le dijo a Ostermann, que lo miró sorprendido—. Que vengan aquí inmediatamente, esos saben algo de ese juego.
Ostermann miró a su jefe con cara de no entender nada.
—Ayer hablé con los dos —aclaró él—. Tarek Fiedler trabajó en el zoológico, y él y Franjo Conradi tienen que ver con el juego ese, Double Life, y con Lukas. Hay que intentar sonsacarles información.
Por su parte, Bodenstein tomó el móvil, llamó a Behnke y se dirigió hacia la puerta.
Ante la mansión de los Van den Berg se habían reunido las unidades móviles de algunas televisiones y docenas de reporteros, que aguardaban pacientemente a la espera de novedades.
—El único que se beneficiaría realmente de la muerte de Van den Berg sería Lukas —reflexionaba Bodenstein en voz alta—. El hecho de que no hayamos encontrado ninguna señal de allanamiento en la casa también apunta a que él podría haber sido el agresor.
—¿Por qué iba a querer matar Lukas a su propio padre? —preguntó, asombrado, Behnke.
Bodenstein se acordó de lo que había dicho Tarek Fiedler.
—Porque ya no le soltaba más dinero. Porque estaba harto de que su padre le diera órdenes.
—No lo creo; el chico estaba completamente conmocionado.
—¿Lo estaba de verdad o solo lo fingía? Lukas es listo, y además tiene un trastorno psicológico. —Bodenstein se detuvo delante de la casa de Sander—. Envía a los de la prensa a Hofheim —le dijo a su compañero—. Voy a ver a Sander para hablar con Lukas.
Pero Lukas no estaba con sus vecinos. Se había negado a abandonar la casa, según le dijo la hermana mayor de Antonia.
—¿Está tu padre con él? —quiso saber Bodenstein.
—No, ha ido Toni —repuso Annika Sander—. Papá está en el zoo.
Oliver Bodenstein le dio las gracias y volvió al coche. Los periodistas se disponían a marcharse; minutos después, la calle estaba silenciosa y desierta. Bodenstein llamó al timbre de la casa de Van den Berg, pero no obtuvo respuesta. Behnke no se lo pensó mucho: saltó ágilmente el alto portón y abrió por dentro. Rodearon la casa por el jardín. Los ventanales del salón seguían abiertos.
—¿Lukas? —exclamó Bodenstein al tiempo que entraba en la casa—. ¡Lukas!
Se asustó cuando en la puerta del salón apareció una chica. Antonia Sander estaba pálida, el rostro demudado. Ver al inspector pareció aliviarla.
—He desconectado el timbre —le dijo a Bodenstein—. Esa gente no paraba de llamar. Perdone.
—No importa. —El inspector escudriñó a la chica—. ¿Dónde está Lukas? ¿Cómo se encuentra?
Antonia Sander vaciló.
—Está muy raro —respondió bajando la voz—. Venga.
Dio media vuelta, y Bodenstein y Behnke salieron al recibidor por el salón y continuaron hasta el despacho, donde horas antes encontraron a Van den Berg. Alguien había puesto en su sitio las sillas y la lámpara de pie, si bien el charco de sangre seguía en el reluciente suelo de parqué. Tras el imponente escritorio de caoba estaba Lukas, con la mirada perdida.
—Hola, Lukas.
El joven lo miró un instante y esbozó una sonrisa vaga. Tenía los ojos inyectados en sangre y muy brillantes.
—Estoy esperando una llamada —explicó en voz baja—. Mi madre no tiene mi móvil.
Aunque Bodenstein se proponía preguntarle qué había hecho la noche anterior, de pronto sintió pena. No era el momento adecuado para hacer preguntas.
—Tu madre no va a llamar, Lukas —dijo con tacto—. El doctor Röder nos ha dicho que murió hace catorce años.
Lukas lo miró fijamente. La boca le tembló. Cruzó los brazos y se estremeció como si sintiera dolor. Una lágrima le resbaló por el rostro.
—Röder no tiene ni idea —afirmó con voz ahogada, y entonces se le pasó algo por la cabeza—. ¿Dónde está la señora Kirchhoff?
—Está…, ha tenido que ocuparse de otra cosa —replicó Bodenstein, echando balones fuera.
—Tiene el móvil apagado —apuntó Lukas—. He intentado llamarla. ¿Está enferma?
—No.
Lukas miraba ya a Bodenstein, ya a Behnke.
—Me ocultan algo —observó—. No le ha pasado nada, ¿no?
—Por desgracia, en este momento eso no te lo puedo decir, Lukas. —Bodenstein optó por una solución intermedia—. ¿Estás en condiciones de respondernos a unas preguntas?
—¿Tiene que ser ahora? Estoy cansado. Quiero dormir.
—Anda, vamos a mi casa —intervino Antonia—. Y preparo el desayuno.
Lukas pestañeó y miró confuso a su alrededor. Era evidente que se había olvidado por completo de la presencia de la chica.
—Ah, Toni —contestó, y de pronto las lágrimas rodaron por su rostro—. Toni, papá está en el hospital. Probablemente se muera.
Hacia mediodía, el termómetro marcaba treinta y tres grados a la sombra. No corría ni pizca de aire, y el cielo casi no tenía brillo. En la K 11 el ambiente era tan plúmbeo como el tiempo. Todas las comisarías de Alemania estaban informadas de la desaparición de la inspectora Pia-Luise Kirchhoff, treinta y ocho años, un metro setenta y ocho de estatura, delgada, rubia, ojos azules. Habían preguntado en todos los hospitales de los distritos de Main-Taunus y Hochtaunus, de Frankfurt, Darmstadt, Offenbach y alrededores. El teléfono sonaba una y otra vez, pero ninguna llamada facilitaba nada nuevo. No había manera de dar con Tarek Fiedler, pero Franjo Conradi había seguido la petición de acudir inmediatamente a la comisaría de Hofheim. Estaba sentado en una silla, rígido, se alarmaba cada vez que oía un ruido o sonaba un teléfono y miraba asustado cuando alguien entraba en el despacho.
—¿Qué sabes de Double Life? —preguntó Ostermann.
Aunque había llegado hasta la página de inicio del juego, no logró registrarse como jugador. A la tercera intentona le apareció la advertencia «Fatal error» y le denegaron la entrada.
—Nada —mintió el enjuto chico del rostro magullado, mirándose las manos.
Ostermann arqueó las cejas: a Franjo lo había amilanado, y bien, alguien. ¿Por qué? ¿Qué sabía?
—Escucha —le dijo, y se inclinó hacia él—, a mí este juego me trae sin cuidado, pero dos personas a las que conocías han muerto y Svenja Sievers ha desaparecido, al igual que una de mis compañeras, la inspectora Kirchhoff. Queremos encontrarlas antes de que también les pase algo, y a estas alturas estamos seguros de que Lukas tiene algo que ver con los asesinatos, así que debes decirme lo que sabes. No te pasará nada, te lo prometo.
—¿Lukas? —Franjo levantó la cabeza, sorprendido—. ¿Por qué razón Lukas?
—Eso no te lo puedo decir. Pero necesito saber qué relación tienen Lukas y Tarek con ese juego.
Al mencionar el nombre de Tarek, el muchacho se estremeció. Tras debatirse consigo mismo, al final decidió hablar.
—Double Life es de Lukas. En un principio solo era un programa de animación por ordenador que mostraba el trazado previsto de la B 8. Iba a tener enlaces con las páginas web de la OPMANAE y la LIK y se iba a repartir en CD-Rom por todas las casas de Kelkheim y Königstein.
»Lukas, Jonas y Tarek siguieron desarrollando el juego que Lukas creó a partir de la animación y lo subieron a internet. En un principio era inofensivo, los jugadores podían recorrer Kelkheim y Königstein con un personaje, comer en el Grünzeug o comprar entradas para el cine en Kelkheim. Después Lukas y Jonas se metieron en el ordenador de la caja de ahorros Taunus Sparkasse para ver si también se podía acceder a la banca por internet. Querían hacer del juego algo parecido al Second Life americano.
»Lukas desarrolló un programa cliente con el que uno puede administrar sus páginas y trabajar en ellas en línea a través de nuestro servidor —siguió explicando Franjo. A partir de ese programa se creó la herramienta con la que los jugadores de Double Life pueden diseñar su personaje y moverse por el juego. Para abrir una cuenta hay que facilitar el número de una tarjeta de crédito al registrarse y hay que pagar por todo lo que se hace. Funciona más o menos como una tienda online.
Ostermann asintió, fascinado. Cada vez respetaba más a esos muchachos.
—Cuanta más gente jugaba, tanto mejor era Double Life, ya que Lukas puso a disposición de todos los jugadores partes del código fuente para que pudiesen participar en la configuración. Pero Tarek se lo cargó todo.
—¿Por qué?
Franjo alzó la mirada.
—¿Sabe usted lo que es un TPS?
—Un «Third-Person-Shooter» —contestó Ostermann. Como en Tomb Raider.
—Exacto —confirmó el chico—. Tarek pensó que el juego tendría más garra si también había delincuentes y armas.
Hizo una mueca.
—¿Qué dijo Lukas a eso? —quiso saber Ostermann.
—Al principio, nada. Se ocupó de los códigos de seguridad y de acceso, y con su ayuda, más tarde pusimos el juego a salvo de la investigación de la Interpol. A Double Life se juega en nuestro propio servidor, pero no sé cómo Lukas consiguió enlazar este servidor a otro que se encuentra en el extranjero por medio de un portal. Los polis…, vamos…, la Policía no podrá llegar hasta él. —Franjo lanzó un suspiro—. Estábamos agobiados con la demanda. Es increíble la cantidad de dinero que pagaba la gente para poder ser uno de los asesinos. Un permiso de armas cuesta cien euros, y los permisos solo los podía expedir el padrino.
—¿Lukas? —supuso Ostermann, y Franjo asintió—. ¿Qué pasa con los que son asesinados?
—Uno se queda bloqueado veinticuatro horas, y mientras tanto el personaje va a parar a las mazmorras del castillo. Se puede comprar la libertad… o esperar.
—Pero el dinero es solo virtual, ¿no?
—No. Se puede usar la cuenta corriente. —Franjo sonrió con amargura—. Double Life es una mina. Eso fue lo que lo lio todo.
Sentado a su mesa, Bodenstein apartó los expedientes de Jonas Bock y Pauly después de hojearlos una y otra vez con la vana esperanza de encontrar algo nuevo o de tener una idea esclarecedora. Aunque le daba mucha pena Lukas, no se fiaba de él. Hasta entonces nunca había tratado a sabiendas con alguien que sufriera trastorno de personalidad múltiple, de manera que tampoco podía juzgar si el peculiar comportamiento del chico era un síntoma de dicho trastorno o tan solo una actuación perfecta. Por si acaso, Bodenstein ordenó que un coche patrulla vigilara la casa de Sander, que era donde había dejado a Lukas. Oficialmente, la presencia de la Policía tenía por objeto protegerlos de curiosos o de reporteros importunos, pero en realidad Bodenstein quería saber si Lukas salía de casa. Era el único pariente de Heinrich Van den Berg, el único que podía tener interés en que muriera. Del hospital no había llegado ninguna novedad: el banquero se había estabilizado, pero seguía inconsciente. Los médicos no podían determinar si debido a las graves heridas de la cabeza le quedarían secuelas o no. Un golpe de aire caliente entró por la ventana y revolvió las declaraciones de los jornaleros de Elisabethenhof. Reprimiendo una imprecación, el inspector comenzó a recoger las hojas. Y de pronto, ahí estaba, ¡la idea esclarecedora que esperaba! ¡Claro! Tenía la solución delante de sus narices desde hacía tiempo, pero no la había visto. Bodenstein se levantó de un salto y fue al despacho de Ostermann. Franjo Conradi estaba delante del ordenador, enseñándole al policía cómo abrir el portal de Double Life. Entró con el nombre de uno de los jugadores, y ante los fascinados ojos de Ostermann se abrió una simulación en 3D casi perfecta de las ciudades de Kelkheim y Königstein, aunque solo durante unos segundos. En la pantalla apareció un reloj digital que inició una cuenta atrás vertiginosa. Como si fuera una bomba.
—¿Qué significa esto? —preguntó.
Franjo se mordió los labios.
—Lukas quería parar Double Life —dijo—. Ya amenazó con hacerlo antes de la muerte de Jo, porque Jo y Tarek siempre se estaban peleando por culpa del juego. Todo empezó cuando algunas empresas de programas informáticos se interesaron por Double Life. Lukas no quería vender el juego de ninguna manera, pero Jo y Tarek no paraban de presionarlo.
—¿Recibió ofertas de empresas de programas informáticos?
—Varias. Los japoneses ofrecieron tres millones, los yanquis más aún.
—¿Tres millones de dólares? —La mirada de incredulidad de Ostermann se cruzó con la de Bodenstein.
—De euros —corrigió Franjo con voz inexpresiva—. Lukas dijo que no vendería su mundo, que antes acabaría con él. Tarek se puso como loco y le echó en cara que él podía hablar así, porque algún día heredaría la pasta de su padre. A Tarek solo le importa el dinero, en todo.
—¿Y qué pasa con esta cuenta atrás?
—La cuenta atrás significa que Lukas ha empezado a desinstalar. Dentro de seis horas y treinta y cuatro minutos, el ordenador iniciará un ataque de denegación de servicios y activará un gusano programado también por Lukas que paralizará todos los servidores y ordenadores con los que se comunica a través de Double Life. En comparación con el Svenja, tanto el Sober como el MyDoom o el Sasser eran meros juegos de niños.
Ostermann creía a pie juntillas cada palabra que decía el muchacho. A Lukas no le importaba el dinero, sino su prestigio como pirata informático. Preferiría despedirse de la comunidad con un buen golpe de efecto a comerciar con su propiedad intelectual.
—¿El Svenja? —preguntó Bodenstein, que se había acercado—. ¿Por qué llamó así Lukas al gusano?
Franjo lo miró un instante.
—Tarek opina que porque está completamente loco por Svenja. Solo que no es mutuo.
—¿Qué quieres decir con eso? —quiso saber Bodenstein.
El chico torció el gesto.
—Bueno… —vaciló—. Yo no lo sé, pero Tarek sostiene que Lukas no puede soportar que Svenja sea la única chica que no está enamorada de él.
Bodenstein clavó la mirada en el chico. En su cerebro, las piezas sueltas del puzle empezaban a encajar como por sí solas y a conformar un todo lógico que hasta ese momento él no entendía. Cuando entraron Frank Behnke y Kathrin Fachinger sonó el teléfono de Ostermann; este respondió y permaneció a la escucha un rato.
—Era el laboratorio —informó el agente al cabo, consternado—. El ADN de la sangre que había en un paño de cocina coincide con el de la muestra de tejido de la boca de Jonas. De manera que su asesino estuvo en casa de Pia.
—Creo que sé de quién se trata —dijo Bodenstein—. Qué ciego he estado.
—¿Bock? —aventuró Behnke—. ¿O Sander?
—No, no. —Bodenstein hizo un gesto negativo—. A ver, todos a mi despacho.
—¿Y yo? —inquirió tímidamente Franjo Conradi.
Bodenstein miró al chico, que parecía un conejo asustado.
—¿Dónde estuviste la noche que mataron a Pauly?
—En el Grünzeug. En la reunión —contestó Franjo—. Pero eso ya lo…
—¿Te acuerdas de si Lukas estuvo allí todo el tiempo?
El chico frunció el entrecejo, pensativo.
—La reunión terminó a eso de las ocho y media —afirmó—. Estábamos en la parte de delante del restaurante y entró Svenja llorosa. Me acuerdo de eso porque algunos chicos hicieron comentarios estúpidos.
—Continúa —pidió Bodenstein.
—Svenja fue a hablar con Lukas y se marchó. Lukas aún estaba allí, pero después Sören se quedó solo en la barra.
—¿Volvió Lukas?
—Creo que no. —Franjo miró inseguro a Bodenstein. Pero Andi lo vio cuando se iba a casa.
—¿Andi?
—Andrea. Andrea Aumüller.
A Bodenstein le sonaba vagamente ese nombre.
—La chica que llamó ayer y quería hablar con usted —le recordó Kathrin Fachinger.
—¿Qué vio Andrea? —preguntó Bodenstein.
Franjo titubeó.
—Esa camioneta verde del zoo. En el cruce de Münster. Lukas solía usarla cuando el padre de Toni no estaba, y…
Bodenstein dejó con la palabra en la boca al muchacho y se fue a su despacho.
Sabía que algo no cuadraba con Lukas. La noche que asesinaron a Pauly Lukas usó la pick-up, como contó Tarek Fiedler. Cuando su adorada Svenja se fue llorando del Grünzeug, él la siguió. Hasta casa de Pauly. Fue Lukas y no otro el que mató a golpes a Pauly y después lo dejó en el campo cercano al zoo cuando se presentó la oportunidad. Bodenstein marcó el número de Sander. Comunicaba.
—Maldita sea.
—¿Qué ocurre, jefe? —Behnke apareció en la puerta.
Sonó el móvil de Bodenstein. Era Sander.
—Le estaba llamando ahora mismo —le comunicó, y a continuación escuchó con atención lo que Sander le dijo.
—¿Cómo? ¿Que se ha ido? ¡No puede ser! Espérenos ahí, llegaremos dentro de quince minutos. —Colgó ruidosamente y se volvió—. Ostermann, solicite una orden de búsqueda en gran escala contra Lukas Van den Berg. Nos ha tomado el pelo a todos como le ha dado la gana. Que no sabe conducir… ¡y un cuerno!
—¿Podrías explicarnos qué pasa, jefe? —preguntó Behnke, confuso.
Bodenstein sacó su arma reglamentaria del cajón de la mesa y se la enfundó.
—Al parecer, los temporeros vieron en casa de Pia Kirchhoff a una mujer rubia con media melena. No era una mujer, ¡era Lukas! Ostermann, llame también a esa Andrea y pregúntele qué vio exactamente esa noche. Nos vamos a casa de Sander. Estoy completamente seguro de que el chico tiene a Svenja, y probablemente también a la inspectora Kirchhoff. Me figuro que Pia le descubrió el juego y se convirtió en un peligro para él.
—¿Y qué es lo que descubrió? —inquirió Ostermann.
—Que Lukas es el asesino de Pauly —contestó el inspector mientras se levantaba—. Lo he sospechado todo este tiempo, pero no tenía claro el móvil. Y ahora sí: Lukas estaba celoso. La única chica que se le había resistido era Svenja, y cuando la vio con Pauly, se le cruzaron los cables. Lo mató a golpes, lo metió en la pickup y luego lo dejó en el campo. El único que se interponía ya en su camino era Jonas, con quien además se peleó por Double Life. Para impedir que Svenja y Jonas hicieran las paces, difundió el correo electrónico que llevaba hasta las fotos de la página web de ella. Cuando Pia Kirchhoff fue a verlo al restaurante el lunes por la tarde, él no le dijo nada de la fiesta de Jonas porque ya había planeado matarlo. Nos ocultó las mordeduras del brazo dejándose morder por el camello.
—Pero es muy poco probable que el ADN de Lukas se parezca tanto al de Jonas —objetó Behnke.
El inspector jefe tampoco podía explicar ese punto débil en su teoría.
—Nos hemos dejado confundir —aseveró—. La persona a la que Jonas mordió no tiene por qué ser necesariamente su asesino.
Behnke seguía sin convencerse.
—¿Por qué se supone que está implicado Lukas en la desaparición de Svenja? —planteó.
—Porque en el ordenador de la chica faltaba el disco duro. —Bodenstein se puso la americana—. Y en el disco duro había algo que no debía estar allí: un acceso a Double Life. Démonos prisa: ese chico sufre un grave trastorno psicológico y es capaz de cualquier cosa.
Justo cuando Bodenstein se metía por el Alter Kurpark sonó el teléfono del coche. Era Ostermann.
—Ayer por la tarde Andrea Aumüller sufrió un grave accidente y está en el hospital universitario de Frankfurt, en coma. Un testigo le dijo a los nuestros que vio un Mercedes o un BMW oscuro que literalmente esperaba a la chica en el cruce de Münster y se la llevó por delante.
—¿Cuándo fue eso?
—Sobre las once y media.
—El padre de Lukas tiene un Mercedes clase S oscuro —recordó Behnke—. Vi el coche esta mañana en el garaje.
Bodenstein apretó los labios: la chica había llamado el día anterior porque quería hablar con él, pero se le olvidó. ¿La atropellaron por haberlo llamado? ¿Habría averiguado Lukas que la chica lo había visto en la pickup? Franjo Conradi también estaba muy acobardado. ¿De qué iba todo aquello? Sea como fuere, el autor no retrocedía ante nada, ni siquiera ante el asesinato. Si Lukas sabía dónde estaba Pia Kirchhoff, esta estaba en grave peligro.
Ante la casa de Sander ya aguardaban dos coches patrulla. Bodenstein paró y se bajó. La camioneta verde del zoo estaba atravesada en el camino de entrada. Behnke y Fachinger siguieron adelante para registrar la casa de Van den Berg con los agentes en busca de huellas y pistas. Sander salió al encuentro de Bodenstein. Estaba pálido, y su semblante reflejaba que se hallaba sometido a una gran tensión.
—Lukas encerró a Antonia en el cuarto de baño —explicó—, y después se escapó por el jardín.
—¿Dónde está su hija? —preguntó el inspector—. Tengo que hablar con ella.
—A mí también me gustaría hacerlo —respondió el director del zoológico—, pero les dijo a sus hermanas que sabía dónde estaba Lukas y que iba a verlo. Le preocupaba que pudiera herirse.
—¿Por qué no se lo impidió?
—Por el amor de Dios, ¡porque no estaba en casa! —exclamó, acalorado, Sander—. De vez en cuando tengo que trabajar.
—Su hija corre un gran peligro —repuso Bodenstein con gravedad—. Lukas mató a Pauly, y probablemente también a Jonas. El día que murió Pauly usó la camioneta del zoo, y una testigo vio el vehículo en Münster, en el cruce. Estamos seguros de que tiene en su poder a Svenja y a la inspectora Kirchhoff.
Sander miró a Bodenstein sin poder creer lo que oía.
—Lukas debió de provocar al camello para que lo atacara y, de ese modo, enmascarar las mordeduras que le hizo Jonas cuando se pelearon —prosiguió el policía—. El chico ya no tiene nada que perder. Incluso sospecho que ha intentado matar a su padre. Y ha programado ese juego de internet en el que casi vivía de manera que se autodestruya dentro de seis horas, con lo cual ocasionará daños imprevisibles en miles de ordenadores.
—Usted se ha vuelto loco. —Sander soltó una carcajada incrédula—. Todo esto es de lo más rebuscado.
—Yo no creo que sea rebuscado —concluyó Bodenstein, inflamándose de ira de repente—. ¿Qué más pruebas necesita para que se le meta en la sesera que su Lukas no es quien usted cree? El chico está enfermo. Padece un trastorno disociativo.
Sander sacudió la cabeza.
—Llame a su hija —le pidió Bodenstein.
—Ya lo he hecho, y no contesta al móvil. Sus hermanas lo siguen intentando.
—Entonces, el móvil está encendido, ¿no?
—Sí.
Uno de los agentes cruzó la calle.
—El Mercedes del garaje estuvo implicado no hace mucho en un accidente —informó—. Tiene daños en la parte delantera, y en el radiador hay restos de sangre.
Bodenstein y Sander siguieron al policía hasta el garaje de Van den Berg. Behnke inspeccionó el interior del vehículo.
—He encontrado algo —dijo de pronto, y se bajó. En la mano tenía dos móviles.
—Uno es de Pia —constató Kathrin Fachinger.
—Y el otro podría ser el de Svenja —añadió Sander con voz temblorosa—. Ella y Toni se compraron el mismo modelo hace unas semanas. ¡Dios mío!
Se apoyó en el guardabarros del Mercedes y se pasó las manos por la cara con torpeza.
—Os diré lo que significa esto —intervino Behnke—. El que atropelló premeditadamente a esa chica con este coche, no solo se llevó a Svenja y a Pia Kirchhoff, sino que además intentó matar a Van den Berg.
—Y ese alguien es Lukas —afirmó Bodenstein vehemente.
En ese momento una joven cruzó la calle a la carrera.
—¡Papá! —exclamó sin aliento, y Sander giró sobre sus talones—. ¡He hablado con Toni! Está en Kelkheim, en la empresa de Lukas.
Delante de la nave del cinturón industrial de Münster, solitaria y abandonada, vieron la Vespa gris plata de Antonia Sander. La puerta de la nave estaba abierta, así como la de la sala de ordenadores. Bodenstein y Behnke desenfundaron y amartillaron sus respectivas armas. Cabía la posibilidad de que la chica no se encontrase sola y de que Lukas tuviera el arma de Pia Kirchhoff. De pronto, Bodenstein vio llegar a Sander, que atravesaba la nave hacia ellos.
—¿Dónde está? —gritó fuera de sí—. ¿Dónde está mi hija?
—¿Qué hace usted aquí? —bramó Bodenstein—. ¿Acaso no le dije que se quedara en casa?
La preocupación por Pia Kirchhoff, que tal vez se hallara a merced de un enfermo mental de veintiún años, tenía completamente desquiciado a Bodenstein. Hasta el momento en que vio su teléfono todavía albergaba la esperanza de que ella lo llamara en cualquier momento. Pero ahora estaba más que claro que tenía que haberle pasado algo.
—¡No puedo quedarme en casa de brazos cruzados cuando mi hija corre peligro! —respondió, irascible, el director del zoo—. ¡Antonia! ¡Toni!
—¡Aquí! —se oyó decir a la chica—. ¡Estoy aquí!
Bodenstein entró en el amplio espacio y miró a su alrededor sin dar crédito. A diferencia del calor sofocante de fuera, dentro casi hacía frío. Observó los aparatos, que zumbaban y lanzaban destellos, a la luz azulada de varios fluorescentes; los haces de cables y los monitores en los que avanzaba la cuenta atrás, números rojos sobre un fondo negro. En el plazo de cinco horas y dieciocho minutos, Double Life sería destruido y al mismo tiempo un gusano informático devastador viajaría por la red. Antonia estaba acurrucada en un rincón, llorosa y maniatada con cables; en una mano sostenía el móvil.
—¡Toni! —Sander corrió hacia su hija y comenzó a tirar de los cables para liberarla, cosa que finalmente consiguió con ayuda de Behnke.
La chica le echó los brazos al cuello a su padre.
—Papá —sollozó—, Lukas está fatal. Cuando llegué, se estaba pegando con Tarek. Pensé que se mataban.
—¿Quién te ató? —preguntó Bodenstein.
—Lukas. —Antonia se limpió las lágrimas y se frotó las muñecas, donde se veían bien marcadas las señales que le habían dejado los cables—. No quería que fuera detrás de él.
—¿Adónde quería ir? ¿Y dónde está Tarek?
—No lo sé —respondió la joven con voz temblorosa—. Lukas dijo algo de un gusano y de que a él no lo chantajeaba nadie y que antes mataba a quien fuese.
Bodenstein miró a Sander y vio pánico en sus ojos. ¿Se habría equivocado con él? ¿De verdad se preocupaba por Pia Kirchhoff?
—El chico no le hará nada a ninguna de las dos —aseguró Sander con voz trémula, pero más bien daba la impresión de que quería convencerse de ello.
—Espero con toda mi alma que esté usted en lo cierto —replicó el inspector, sombrío—. No soy psicólogo ni criminólogo, pero creo que Lukas es un psicópata peligroso que ya ha matado dos veces y ha estado a punto de hacerlo una tercera.
Para Bodenstein, Lukas era una bomba de relojería, dispuesto a todo. El tiempo apremiaba.
—Creo que está en el castillo de Königstein —aventuró de pronto Kathrin Fachinger.
Bodenstein se volvió.
—¿Por qué lo dices? —preguntó, sorprendido.
—Las mazmorras de Double Life —razonó ella—. Puede que Lukas se inspirara en su propio juego.
—A Lukas le encanta el castillo —confirmó Antonia—, íbamos a menudo allí, Jo, Svenja, Lukas y yo.
—Muy bien. —Bodenstein levantó la cabeza y miró a Sander—. Usted váyase a casa con su hija.
—No —se opuso Antonia—. Yo también voy. Conozco mejor el castillo que usted. Además, a mí Lukas no me hará nada.
Sobre el Taunus reinaba una oscuridad absoluta. La gruesa capa de nubes estaba inmóvil, el cielo era una única masa pesada que descendía más y más hacia tierra. Los pájaros habían dejado de trinar. Todas las criaturas, a excepción de los hinchas de fútbol, sabían que sobre ellas se cernía una amenaza. Königstein entero era un mar de negro, rojo y amarillo. Caravanas de coches con aficionados alegres que agitaban banderitas congestionaban la rotonda. Impaciente, Bodenstein tamborileaba con el puño sobre el volante. Sander se inclinó hacia delante e indicó:
—Gire hacia Mammolshain.
—Ya. ¿Y luego, qué?
—Por el amor de Dios, ¡hágalo sin más!
Tras lanzarle una mirada irritada por el espejo retrovisor, el inspector obedeció. Sander le indicó que atravesara el aparcamiento del bosque del zoológico y se dirigiera a Kronberg. Poco antes de entrar en la localidad le pidió que girase a la izquierda en dirección a Falkenstein. Minutos después llegaban al casco antiguo de Königstein.
—¿Cuándo llegarán los GEO? —quiso saber el inspector.
Behnke llamó por teléfono.
Un viento caliente levantaba polvo y arrastraba papeles por el suelo adoquinado. En la zona peatonal no había mucho movimiento; con la tormenta que se avecinaba, la gente se había metido en casa. Sander guio a Bodenstein con órdenes escuetas por las callejuelas, y dejaron atrás el palacio de Luxemburgo y la iglesia evangélica. Bodenstein pisó el acelerador cuando llegaron al camino que llevaba hasta la puerta principal del castillo.
—Las fuerzas especiales estarán aquí dentro de media hora —informó Behnke—. Si son capaces de cruzar la ciudad.
—No podemos esperar tanto.
Bodenstein tenía los nervios de punta. Lukas iba armado, y ninguno de ellos llevaba chaleco antibalas. No podía poner en peligro a Sander y a su hija, y sin embargo necesitaba a la chica perentoriamente. Las primeras gotas de agua, condensadas, cayeron sobre el parabrisas.
—¡Ahí delante está el Smart de Lukas! —exclamó con nerviosismo Antonia.
Bodenstein hundió el pie en el freno. El pequeño coche se hallaba medio metido en el monte bajo, y la puerta del conductor estaba abierta. El muchacho había salido pitando, pues se figuraba que Antonia llamaría a la Policía. ¡Ojalá no llegaran demasiado tarde! Se volvió y miró a Antonia. En comparación con otras fortificaciones medievales, el castillo de Königstein no era especialmente grande, pero había docenas de bóvedas, sótanos y pasadizos. Y disponían de poco tiempo.
—Dinos adónde tenemos que ir.
—Tardaré demasiado —objetó la chica—. Voy con ustedes.
—No. Es demasiado peligroso; Lukas va armado.
—Vamos con ustedes —remachó Sander.
—No puedo responder de su seguridad. —Bodenstein meneó la cabeza—. Debo insistir en que…
—¿Piensa seguir mucho más de cháchara? —Sander lo cortó y abrió la puerta. A continuación, descendió y echó a andar hacia el castillo, seguido de su hija.
—No podrá impedírselo, jefe —advirtió Behnke—. Démonos prisa, o de lo contrario ocurrirá otra desgracia.
Pia había perdido la noción del tiempo. Tenía la boca completamente seca, y la cabeza como un bombo. Trató de mover brazos y piernas y lanzó un ¡ay!, cuando la sangre empezó a circular de nuevo. A continuación, abrió a duras penas los ojos y parpadeó desconcertada al ver la luz titilante de una vela casi consumida. Unos metros más arriba distinguió vagamente una reja. ¿Qué había pasado? ¿Dónde estaba? ¿Cuánto llevaba allí? El suelo era frío y húmedo; la espalda le dolía porque se le clavaban piedras. El sábado por la noche Lukas había ido a su casa y la había llevado al edificio Maintower. Pia bebió muchísimo, más de lo que solía, pero ¿por qué? Cerró los ojos y se paró a pensar. Tenía sed, y la vejiga a punto de reventar. El Maintower. Lukas. Después habían estado en otro sitio, en una discoteca donde se celebraba una fiesta con cientos de personas. Se encontraron a Tarek, el jardinero, y bebieron más. A partir de ahí sus recuerdos se interrumpían, se volvían fragmentarios. Se sintió mal, vomitó; luego, Lukas y Tarek protagonizaron una discusión subida de tono y, de pronto, Lukas tenía prisa. «Lo siento, Pia, pero tengo que hacer una cosa», se disculpó. Quiso llevarla a casa. Pia se devanaba los sesos. Se acordaba de un maletero. De rosas. Rosas rojas. En el maletero del coche había rosas rojas, las mismas que le pusieron a ella junto a la cama. Después no fue a su casa, en vez de eso ahora estaba tendida en ese suelo frío de piedra, en un agujero de unos dos metros por dos metros de diámetro. ¿Cuánto tiempo había pasado desde entonces? ¿Tres horas? ¿Treinta? A lo lejos, en alguna parte, retumbó un trueno. Pia sentía los dedos entumecidos y rígidos, pero consiguió levantarse con un esfuerzo. Permaneció quieta un instante, esperando a que se le pasara la sensación de mareo. Las paredes eran sólidas y bastante lisas, y la reja estaba demasiado alta como para alcanzarla. De repente oyó pasos arriba. Con el corazón desbocado, se pegó al muro frío. En ese momento notó la mente despejada y sintió miedo.
—¿Señora Kirchhoff? —susurró alguien sobre su cabeza—. ¿Dónde está?
¡Lukas! Una oleada de alivio le recorrió el cuerpo. ¡Se hallaba a salvo!
—¡Estoy aquí! —exclamó con voz bronca—. ¡Aquí abajo!
La luz de la linterna le dio en la cara y la cegó un instante.
—¡Gracias a Dios! —Lukas sujetó la reja con ambas manos—. Pensé que había muerto.
El muchacho tenía el rostro demacrado debido a la tensión, en los ojos un brillo febril, y el sudor perlaba su frente.
—¿Dónde estoy? ¿Qué ha pasado?
—Estamos en el castillo de Königstein. —Lukas miró impaciente a su alrededor, como si temiera que lo atacaran por la espalda—. Tenemos que largarnos de aquí deprisa.
—¿Por qué? —quiso saber ella—. ¿Me puedes decir qué está pasando?
En lugar de responder, Lukas sacudió la reja. Jadeaba debido al esfuerzo, pero apenas consiguió moverla.
—¡Maldita sea! —exclamó—. No voy a poder quitar esta mierda. ¡No puede ser!
El evidente pánico del muchacho hizo que Pia se despejara considerablemente.
—¿Por qué tenemos que largarnos? ¿De quién tienes miedo? ¡Lukas!
—¡Quita las manos de ahí! —ordenó de pronto una voz aguda que resonó en el espacio abovedado—. ¡Vamos!
Lukas se estremeció y volvió la cabeza.
—A ella no le hagas nada —pidió con voz trémula—. No tiene nada que ver con esto.
Se oyó un crujido de pasos.
—¿Has podido pararlo?
—¡No, maldita sea! Lo habría hecho, si no hubieras metido por medio la mierda esa de gusano.
—Esa es una excusa barata. Tú siempre lo haces todo bien, cerebrito. No me digas que eso te supone un problema…
Pia intentó reconocer la voz del otro hombre, y sintió que se le hacía un doloroso nudo en la garganta. Aquello no era ningún juego, la cosa iba muy en serio. Nadie sabía dónde se encontraba, y si a Lukas le pasaba algo, ella moriría en ese agujero. El miedo le heló la sangre en las venas.
—¿Lukas? —llamó con voz ahogada—. Lukas, ¿dónde estás?
Pero no obtuvo respuesta. Y entonces se oyó un disparo.
Antonia los condujo con paso firme hacia el patio exterior del castillo, que cruzaron para llegar hasta la torre del homenaje de las viejas ruinas. La lluvia arreciaba, ráfagas huracanadas azotaban los restos de los muros, y rayos y truenos se sucedían en intervalos de tiempo cada vez más cortos. La chica se detuvo de pronto y señaló una puerta pequeña y medio destartalada.
—Por ahí se va a las catacumbas —dijo Antonia—. La otra manera de llegar a las mazmorras y el pasadizo secreto es por el pozo.
—¿Qué pasadizo secreto?
Bodenstein levantó el brazo a fin de protegerse los ojos de la lluvia.
—Hace unos años descubrimos un pasadizo medio cegado que baja directamente hasta el casco antiguo —explicó ella—. Creo que no lo conocen ni los del ayuntamiento, pero así nosotros podemos acceder al castillo siempre que queremos.
Se acercó al arco derruido, se coló por el intersticio y desapareció en la oscuridad. Bodenstein, Behnke y Sander la siguieron. Dentro no hacía frío. El calor de los días anteriores se acumulaba en el pequeño espacio. Behnke encendió la linterna, y los cuatro avanzaron a tientas, con cuidado, por el piso cubierto de piedras y cascotes hasta alcanzar una escalera empinada que apenas hacía honor a ese nombre. Behnke alumbró el hueco tenebroso. A medida que se adentraban en la antigua fortaleza, más húmedo y frío se volvía el aire, que olía a moho. Cuando por fin bajaron, se vieron en un corredor tan angosto que Bodenstein casi sintió claustrofobia. Se prohibió pensar en las toneladas de piedras sueltas que tenía sobre su cabeza y echó a andar detrás de Antonia, hasta que esta se detuvo.
—Ahí delante hay luz —susurró al tiempo que señalaba un débil resplandor que se colaba por algunos orificios de los muros—. Esas son las mazmorras.
Bodenstein notaba el corazón acelerado, ahora que sabía con certeza que seguían la pista correcta. Respiró hondo y levantó el arma.
—Ponte detrás de tu padre —le ordenó a la chica—. Y pase lo que pase, no te separes de él.
Poco después, desde una especie de galería medio derruida, miró abajo y vio el amplio espacio abovedado, iluminado por unas velas dispuestas en círculo en el suelo. Bodenstein distinguió a Lukas, que, arrodillado, tiraba de una reja herrumbrosa. Justo cuando iba a decir algo se oyó una voz.
—¡Quita las manos de ahí! ¡Vamos!
—¿Qué hacemos? —siseó Behnke.
Se escondieron tras los restos del parapeto, y Bodenstein se arriesgó a mirar abajo.
—Es Tarek Fiedler —susurró—. Y tiene un arma.
El cerebro le iba a mil por hora. ¿Dónde estaba Pia Kirchhoff? No podía cometer ningún error, pero en esa situación esperar era la peor alternativa.
—Vamos a intervenir —decidió, y le hizo una señal a Behnke.
—¡Tire el arma! —gritó este último—. ¡Policía!
Tarek Fiedler no vaciló un solo segundo. En lugar de bajar la pistola, la levantó y disparó en dirección a la voz de Behnke. El estruendo del disparo en la bóveda fue ensordecedor. La bala golpeó el muro como si fuera una explosión, y fragmentos de piedra salieron volando. Llovieron piedrecitas. Se oyó un segundo disparo, un tercero. Con un estrépito sordo, se desplomó una pared entera.
—Ese niñato idiota —despotricó Behnke.
El aire estaba lleno de polvo, pero Bodenstein pasó por alto el pánico que le provocaba la idea de perecer enterrado vivo.
—¿Estáis todos bien? —preguntó.
—Sí —respondió Behnke, ahogando las toses.
Sander y Antonia hicieron un gesto afirmativo, y Bodenstein abandonó su escondite, se incorporó y vio que casi todas las velas se habían apagado.
—¡La linterna! —pidió.
Behnke dirigió la luz hacia abajo. El polvo la engullía, pero se veía claramente que allí no había nadie. Ni rastro de Lukas y Tarek. Salvaron el parapeto y bajaron a las antiguas mazmorras.
—¡Socorro! ¡Hola! ¿Alguien me oye? —resonó una voz sorda procedente del suelo.
Behnke y Sander fueron más rápidos que Bodenstein. Se abalanzaron hacia la reja que antes sacudiera Lukas, y Behnke iluminó el vacío.
—¡Pia! —exclamó Sander, y de puro alivio, el inspector jefe se sintió desfallecer.
Entre todos lograron apartar la oxidada reja. Pia Kirchhoff estaba exhausta y sucia, pero sana y salva. Los hombres se tumbaron boca abajo y la ayudaron a levantarse. Ella permaneció un instante tendida de espaldas con los ojos cerrados, y después miró a Behnke.
—Mala suerte —sonrió débilmente—. Sigo con vida.
—No esperaba menos de ti —repuso él con sequedad, y le tendió la mano para ayudarla—. Porque no me apetece nada pasarme la final del Mundial haciendo horas extra.
La tensión disminuyó. Aliviado, Bodenstein le dio unas palmaditas en la espalda a su compañera.
—Ya hablaremos más tarde —le dijo—. Primero vamos a ver cómo salimos de aquí.
—Por ahí delante se va al pozo y al pasadizo secreto —apuntó Antonia con voz temblorosa—. Aparte del camino por el que hemos venido no conozco otra salida.
Y el camino en cuestión ahora estaba obstruido. Tras ellos seguían cayendo piedras. Los disparos habían dañado gravemente los vetustos muros de la bóveda.
—Tenemos que salir de aquí antes de que el castillo entero se nos caiga encima —afirmó Behnke, tosiendo de nuevo.
Él y Bodenstein desaparecieron detrás de Antonia en un corredor estrecho. Pia se volvió hacia Sander.
—Tenía tanto miedo por ti… —susurró él.
Se miraron, y a la tenue luz de las velas que aún seguían encendidas, Pia vio que tenía lágrimas en los ojos. La abrazó en silencio y la estrechó con fuerza.
—¡Venid, rápido! —se oyó decir a Bodenstein desde el corredor—. Tenemos que darnos prisa. Ya tendréis tiempo después para eso.
Antonia los condujo por un corredor estrecho y bajo por el que había que ir agachado. Al cabo de unos metros, describía un recodo pronunciado y ganaba en altura. Al fin llegaron al pozo. Behnke fue el primero en trepar por los pasos herrumbrosos que había empotrados en la pared. Detrás fueron Antonia, Pia, Sander y por último Bodenstein, a quien le costó sujetarse con las suelas de cuero lisas de sus zapatos. El fuerte viento casi le cortó la respiración un instante cuando salió del pozo al patio, a los pies de la torre del homenaje, y la lluvia lo empapó en cuestión de segundos. Behnke, Pia y Sander y su hija se resguardaron de la virulenta tormenta en la entrada al sótano donde se hallaba la armería. Bodenstein se unió a ellos y respondió sin aliento el móvil, que sonaba.
—Mis hombres han tomado posiciones por todo el castillo —le comunicó el jefe de los GEO por teléfono—. ¿Qué quiere que hagamos?
No tenía sentido registrar el castillo entero. Lukas lo conocía mucho mejor y sabía dónde esconderse.
—En alguna parte hay dos hombres —replicó sin resuello Bodenstein—; al menos uno de ellos va armado, y ya ha utilizado el arma, así que vayan con cuidado. ¿Dónde está usted ahora mismo?
—Me dirijo al patio del castillo —contestó el jefe.
—Ahí estamos nosotros. —Bodenstein se atrevió a mirar fuera: desde donde se encontraba no se veía nada salvo el patio—. Andando —dijo—, vamos a la torre. Al menos desde allí podremos ver algo.
Un francotirador de las fuerzas especiales se había apostado en la torre, y otro se hallaba agazapado enfrente, en los restos del muro. Desde sus posiciones controlaban toda la extensión de la fortaleza. Tras los muros, en escalones o tumbados en el suelo, acechaban siluetas oscuras, todas ellas armadas hasta los dientes y equipadas con chaleco antibalas, casco y máscara de asalto. Después de que Antonia les revelase dónde acababa el pasadizo secreto, dos hombres subían por él al castillo desde la ciudad, con lo cual los chicos tenían cortada esa vía de escape.
—Los míos han tomado posiciones alrededor del castillo —comunicó el jefe de los GEO a Bodenstein—. De aquí no sale nadie sin que lo veamos.
Bodenstein asintió, tenso. Dos francotiradores, veinticinco agentes fuertemente armados, un chico de veintiún años perturbado que había matado a sangre fría por lo menos a dos personas y otro que iba armado. La radio del jefe de operaciones especiales cobró vida.
—Dos personas a las cinco —comunicó un agente—. Están bajando por la vieja torre del polvorín, al otro lado del campo grande.
Bodenstein notó que la adrenalina se le disparaba sin querer. Miró a Behnke y luego a Pia Kirchhoff, que se había sentado en los escalones de madera que subían a la torre, pegada a Sander. Antonia estaba apoyada en la pared, callada y pálida.
—¿Puede ver si van armados? —preguntó el jefe de operaciones especiales.
—Negativo. No…, un momento, uno tiene un arma. El rubio.
—Lukas… —Pia se levantó y se acercó a su jefe—. Que no disparen a Lukas. No tiene nada que ver con esto.
—Ha asesinado a dos personas, ha intentado matar a su propio padre, ha secuestrado a Svenja y te ha metido en ese agujero.
—¡Al revés! —negó Pia—. ¡Quería sacarme!
—Tú no sabes lo que ha sucedido en tu ausencia —replicó Bodenstein sin mirarla—. Al padre de Lukas lo atacaron el sábado por la noche y le dieron una paliza brutal. Está en coma. Poco después alguien que conducía el coche de Van den Berg atropelló a la chica que vio a Lukas en la pick-up del zoo la noche que mataron a Pauly.
—¿Cuándo atacaron al padre de Lukas? —Pia abandonó la circunspección y agarró por el brazo a Bodenstein—. ¿A qué hora?
—Me vas a romper el brazo —se quejó él—. No sé exactamente cuándo. Sobre las once o las doce.
—Entonces no pudo ser Lukas: pasó a buscarme poco antes de las once. Estuvimos juntos en Frankfurt, en el Maintower.
Bodenstein se volvió y clavó la vista en su compañera.
—¿Y cómo llegaron tu móvil y el de Svenja al Mercedes del padre de Lukas? —inquirió Behnke.
Pia se paró a pensar. En su cabeza había imágenes que no era capaz de interpretar debidamente.
—Los objetivos se ponen en movimiento —se oyó decir al francotirador por la radio del jefe de los GEO, que envió a sus hombres al campo de la parte superior mientras el francotirador seguía informando de lo que veía desde la torre—. Parece que discuten.
—¿Qué hacemos? —El jefe miró a Bodenstein expectante.
—Intervenir —decidió este sin vacilar—. De inmediato.
—¡No! —gritó, agitada, Pia—. No permitas que disparen a Lukas, jefe.
—¿Tienes una idea mejor?
—Hablaré con ellos.
—¡Y un cuerno! —Bodenstein se volvió hacia el jefe con resolución—. Adelante. Pongamos fin a esto.
La tormenta pasó, el viento dejó de soplar con la misma rapidez con la que antes se levantara. Llovía a cántaros, pero por el oeste las nubes empezaban a disiparse, y una franja de cielo rojo vivo apareció sobre las elevaciones del Taunus. Con el cuerpo entero temblando, Pia, junto a su jefe, oía la voz del francotirador. Lukas y Tarek no tenían ni idea de que iban directos hacia toda una unidad de las fuerzas especiales, y Pia sabía perfectamente que los francotiradores de los GEO podían acertar con precisión a cualquier blanco móvil que se hallara a cientos de metros de distancia.
—Objetivos a veinte metros.
—¡Escopolamina! —soltó Pia de pronto.
El recuerdo de la noche previa volvió a su mente como retazos del sueño que uno tiene poco antes de despertar.
—¿Cómo dices? —preguntaron Bodenstein y Behnke a la vez.
—¡Ahora me acuerdo! —exclamó Pia con nerviosismo—. Lukas y yo vimos a Tarek en esa fiesta de Bockenheim… o él nos vio a nosotros. Me dio algo, y después me sentí mal. Solo me enteré de que Tarek y Lukas discutían por Double Life. Lukas me dejó a la puerta de Birkenhof, pero no pude abrir. De pronto, apareció Tarek. Se rio y dijo que la escopolamina seguía siendo lo mejor para… —Se interrumpió—. ¡Me metió en el maletero de su coche! Y ahí estaban las rosas. Rosas rojas. Creo que mandé un mensaje, ¿o no?
—Sí —se oyó al fondo la voz de Sander—. A mí. Ahora lo veo claro: «Double Life, Tarek, rosas». Pero no lo entendí.
—Los objetivos se dirigen hacia el arco interior —advirtió el francotirador de la torre—. Los pierdo de vista.
Bodenstein no dudó.
—Intervengan —ordenó—, pero no disparen.
Tarek Fiedler vio los bultos oscuros antes que Lukas, y aprovechó la sorpresa de este para quitarle el arma, que amartilló y le colocó a Lukas en la cabeza.
—¡Si alguien se mueve, disparo! —gritó Tarek.
—Sé dónde está Svenja —dijo Franjo Conradi de pronto desde el rincón en el que se había acurrucado.
Ostermann volvió la cabeza como electrizado y miró con cara de sorpresa al muchacho, que estaba sentado en la silla, pálido y en un estado lamentable. Sabía lo que estaba pasando en el castillo y que la cosa era muy seria.
—¿Ah, sí? —preguntó Ostermann—. ¿Y cómo es que lo sabes de repente?
—Lo he sabido todo el tiempo —admitió el chico, bajando la cabeza. Era la encarnación de la mala conciencia.
Por un momento, Ostermann deseó darle un bofetón.
Se contuvo y levantó el teléfono.
—¿Dónde está?
—En casa de los Van den Berg, en el cuarto de la caldera, en el sótano.
—¿Viva?
—Eso…, eso no lo sé —dijo Franjo Conradi, y se tapó la cara con las manos.
Ostermann marcó el número del puesto de control y después se incorporó.
—Vamos —le dijo al muchacho—; tú te vienes conmigo. Y por el camino me vas contando todo lo que sabes.
La situación era crítica. Tarek empujaba a Lukas, con el arma apuntándole a la nuca, y avanzaba con el muro a sus espaldas para protegerse. Ninguno de los dos francotiradores tenía un buen ángulo de tiro, y los GEO mantenían las posiciones.
—¿Y ahora qué? —quiso saber el jefe.
—¿A cuántos hombres tiene delante de la puerta de dentro?
—A cuatro.
Sonó el móvil de Bodenstein. Era Ostermann.
—¡Jefe! —exclamó—. ¡Hemos encontrado a Svenja Sievers! Viva. Franjo Conradi nos dijo dónde la habían escondido: en el sótano de la casa de los Van den Berg.
De manera que Lukas estaba detrás de la desaparición de la chica. Bodenstein miró a Pia Kirchhoff, que al parecer seguía firmemente convencida de la inocencia del chico.
—Tarek la encerró en su casa —prosiguió Ostermann. A Franjo le entraron remordimientos y se fue ayer por la tarde, pero Tarek dio con su paradero y lo obligó a ir con él a casa de los Van den Berg. Entraron por el jardín; Tarek golpeó al padre de Lukas y luego dejaron a Svenja en el cuarto de la caldera.
Bodenstein escuchaba en silencio.
—Svenja y Franjo nos lo han contado todo. Tarek lo planeó con sumo cuidado para que las sospechas recayeran sobre Lukas.
—¿Estás completamente seguro de que nada de esto es obra de Lukas? —se quiso cerciorar Bodenstein.
No podía cometer un solo error a la hora de evaluar la situación. El arma del francotirador apuntaba a Tarek y Lukas. El hombre solo esperaba recibir la orden de disparar.
—Al ciento por ciento. —La voz de Ostermann, por lo común serena, temblaba de nerviosismo—. Pero aún hay más: Tarek Fiedler es hijo ilegítimo de Carsten Bock; es decir, hermanastro de Jonas. El único que lo sabía era Pauly, ya que Tarek se lo confió en un momento de debilidad. Cuando el padre de Jonas no lo quiso contratar en su empresa, Tarek se puso furioso y entró en su ordenador. Quería hacer daño a Bock, de la manera que fuese. Toda la información que Pauly tenía contra Bock era de Tarek, no de Jonas. Cuando Tarek se enteró de que Pauly pensaba hacerla pública, montó en cólera, pues lo que él quería era presionar con ella a su padre. El martes por la noche Tarek fue a ver a Pauly. Se produjo una fuerte discusión, y Pauly se dio cuenta de que a Tarek en realidad no le importaba nada Jonas. Solo lo había utilizado para llegar hasta su padre y su dinero. Pauly se lo dijo a la cara y lo amenazó con decirle a Jonas la verdad sobre el origen de Tarek. Este quería impedirlo a toda costa, y por eso golpeó a Pauly. Svenja lo oyó todo y presenció el asesinato.
Bodenstein escuchaba con suma atención. Le costaba hacerse a la idea de que Lukas era inocente. Todo le parecía tan concluyente… ¿o acaso lo había interpretado de la manera que más le convenía? Si era sincero, debía admitir que su teoría tenía algunas pegas importantes.
—Tarek llamó a Franjo al Grünzeug y le pidió que distrajera a Lukas y que fuera a casa de Pauly con la pickup —prosiguió Ostermann a una velocidad de vértigo—. Juntos subieron el cuerpo y la bicicleta en el vehículo, que después dejaron delante del Grünzeug. Lukas anduvo todo el día paseando el cadáver en la caja. Al día siguiente, los dos dejaron el cuerpo de Pauly en el campo durante el partido de fútbol, así se aseguraban de que nadie los sorprendería y…
—Basta por el momento —cortó Bodenstein a su subordinado—. Te llamo yo en cuanto pueda.
—¡Espera! —gritó Ostermann—. Tarek y Franjo también entraron en casa de Pia. Hemos encontrado en el piso de Tarek un diario suyo, además de copias de atestados policiales de 1988. Por aquel entonces, Pia fue vejada y violada por un acosador. Tarek estuvo husmeando en su pasado.
La mirada de Bodenstein se posó en su compañera, que, junto con Behnke y el jefe de operaciones especiales, lo miraban con impaciencia.
—Andando —ordenó Bodenstein—. Tarek Fiedler es nuestro hombre; Lukas es inocente.
No se le escapó la mirada que intercambiaron Pia Kirchhoff y Sander. Los dos tenían razón. Repitió en pocas palabras lo que Ostermann le había contado, aunque se calló lo de los atestados policiales y el diario.
—¿Así que Tarek es hermanastro de Jonas? —preguntó Pia con incredulidad.
—Sí.
—Eso explica la similitud del ADN —razonó Behnke—. Mató a su propio hermano.
—Y estuvo en mi casa. —Pia se estremeció.
Salvaron las piedras desiguales, que resbalaban debido a la lluvia. El jefe de los GEO informó a sus hombres de que el chico de pelo castaño que empuñaba el arma era el objetivo y dio orden de que lo pusieran fuera de combate de un tiro cuando llegara el momento si no se rendía. Entretanto, los dos jóvenes habían llegado a la torrecilla exterior y se dirigían hacia la puerta principal, donde Kathrin Fachinger aguardaba con dos agentes de operaciones especiales. El francotirador del muro lo veía todo perfectamente. Bodenstein, Behnke, Pia Kirchhoff y el jefe de los GEO se quedaron en el arco del portón interior.
—Objetivos en el punto de mira —dijo el francotirador. Espero órdenes.
En aquel momento, Tarek comprendió que no tenía escapatoria, y obligó a Lukas a subirse al muro, que en ese punto apenas llegaba por la rodilla.
—Si me disparáis, él muere conmigo —amenazó.
Al oír eso, Pia no pudo seguir de brazos cruzados, y abandonó la protección que le brindaba el arco antes de que Bodenstein pudiera impedírselo.
—Hombre, hola, señora Kirchhoff. —Tarek esbozó una sonrisa burlona—. Cuánto me alegro de volver a verla. ¿Le gustaron las rosas? ¡Rosas rojas! Tardé un poco, pero al final lo averigüé todo de usted. Y las cerraduras de su casa son ridículas. ¿La asusté?
Pia siguió imperturbable, aunque de buena gana se habría acercado a él y lo habría tirado del muro con sus propias manos. Las pesadillas y los miedos de los últimos días y semanas se los debía a ese niñato.
—Por cierto, ¿cómo te enteraste de todo? —le preguntó.
—¿Se puede saber qué estás haciendo? —intervino Bodenstein—. ¡No lo provoques!
—Solo quiero hacerlo hablar —respondió ella—. Puede que así se descuide.
—Estuve curioseando en su casa, así de sencillo. —Tarek dejó escapar una risa hostil—. ¡Si hasta conservaba los diarios! No fue difícil dar con su admirador de entonces. Kai-Michael Engler. Dicho sea de paso, ¿sabía usted que ahora vive en Darmstadt? Se alegró mucho cuando supo que vive sola.
A Pia se le revolvieron las tripas de rabia y odio. ¡Ese cerdo!
—Vimos juntos las fotos. —Tarek casi soltó un gallo—. Coloqué unas cámaras pequeñitas en su dormitorio, en el cuarto de baño y en la cocina. Y los fusibles fundidos también son cosa mía. Oiga, fue increíble verla llorar y temblar de miedo.
Pia desoyó la creciente ira que sentía y se obligó a no perder la calma. Un psicópata que había descubierto el placer de la crueldad. Pia no sabía decir si su enfermizo afán de notoriedad se debía a un fuerte complejo de inferioridad o si compensaba una infancia sin amor, pero una cosa estaba clara: Tarek Fiedler era ambicioso e inteligente, y la envidia que les tenía a su hermanastro y a su amigo Lukas se transformó en odio a partir del momento en que su padre lo rechazó.
—Y antes que a usted vi a Svenja. —Tarek estaba extasiado—. Esa chalada arrogante que ni me miraba, ¡como si ella fuera mejor que yo! Cómo imploraba y lloraba de pronto. Me suplicó que no le hiciera nada. —Le propinó a Lukas un fuerte golpe en los riñones, y dijo con voz rebosante de odio—: ¿Sabes lo que hacía vuestra adorada Svenja? Yo lo grabé para que pudierais ver que es una puta barata. Me…
El odio lo embriagó, se volvió imprudente y perdió por escasos centímetros la protección que le proporcionaba el cuerpo de Lukas. Eso le bastó al francotirador del muro. Pia vio que la bala se incrustaba en el hombro izquierdo de Tarek y lo empujaba hacia atrás, al abismo. Ella salió corriendo, confiando desesperadamente en poder agarrar a Lukas, que braceó desvalido, con los ojos muy abiertos, horrorizados. Fue en vano: el chico perdió el equilibrio y se precipitó al vacío de espaldas desde el muro del castillo.
Pocos minutos después la fortaleza estaba llena de gente. Los hombres del cuerpo de bomberos de Königstein iluminaban con potentes reflectores portátiles el sitio donde habían caído ambos muchachos, en la oscura maleza. Las fuerzas especiales se retiraron, mientras de la ciudad se aproximaban ambulancias con sirenas y luces azules centelleantes. Bodenstein y Behnke se dirigieron a los pies del castillo, apoyados por docenas de agentes. Christoph Sander le puso por los hombros a Pia una manta que le facilitaron los bomberos y la abrazaba con fuerza. Poco a poco fueron disminuyendo la tensión y la angustia a que había estado sometida las horas previas, y comprendió el peligro que había corrido.
—¿Crees que ha dicho la verdad? —preguntó, preocupado, Sander.
Pia lo miró y asintió.
—Me temo que sí. El tipo se llamaba Kai-Michael Engler. Y yo también sé que vive en Darmstadt.
—No puedes seguir sola en esa finca.
—¡Veo a uno de los chicos! —exclamó en ese instante uno de los bomberos, agitado—. ¡Está colgando de un árbol!
En una acción de salvamento dramática, los bomberos consiguieron rescatar a Lukas de la copa de un árbol, quince metros más abajo. Pia, que se negó a subirse a una ambulancia, esperó con Sander y Antonia a que los hombres izaran la camilla que lo transportaba. El muchacho, que estaba consciente, esbozó una débil sonrisa al ver a Pia. Con la caída se había roto algunos huesos, pero al menos seguía con vida. De no haber estado allí el árbol, habría acabado cincuenta metros más abajo, en las rocas de granito, algo a lo que sin duda no habría sobrevivido. Los sanitarios lo llevaron hasta una de las ambulancias que esperaban, y entretanto, Sander le contó a Pia lo que había sucedido las veinticuatro horas previas.
—Tu jefe estaba firmemente convencido de que Lukas quería matar a su padre —le dijo—. Tuvimos un buen rifirrafe.
—Sospechaba de ti…
—Lo sé. No me soporta. —Sander sacudió la cabeza.
—Puede que esté celoso —sugirió Pia sonriente.
—¿Por qué iba a estarlo?
—Inka Hansen fue su primer amor. Te vio cenando con ella.
Sander empezó a atar cabos.
—Eso lo puedo entender. Pero ¿qué pasa contigo?
—¿Conmigo? —preguntó ella, sorprendida—. ¿A qué te refieres?
—Por lo visto, a tu jefe tampoco le cuadra que me gustes.
A Pia el corazón le dio un vuelco de alegría.
—Bueno —repuso—, lo que pasa es que en el corral solo puede haber un gallo.
Un helicóptero de la Policía sobrevoló el castillo. El dispositivo de operaciones especiales se había reunido y se dirigía a sus vehículos. Para ellos, la operación había sido una de tantas.
Sander le pasó a Pia un brazo por los hombros y con el otro rodeó a Antonia.
—Vamos, chicas —dijo—. Estoy hasta las narices de este castillo.
—Y yo —respondió Pia—. Pero, sobre todo, tengo que ir lo antes posible al servicio.
Tarek Fiedler salió bien parado de la caída. Aterrizó en la densa maleza que crecía a los pies del castillo, un sitio relativamente blando, y al parecer, la herida de bala del hombro izquierdo no le impidió poner pies en polvorosa. La Policía y los bomberos peinaron el terreno; por su parte, Bodenstein estaba con cara de pocos amigos y el móvil pegado a la oreja cuando Pia, Sander y la hija de este bajaron del castillo.
—El chaval ha escapado —informó Behnke—. Es increíble que alguien pueda ser tan duro.
—Está muy mal de la cabeza —opinó Antonia, y se estremeció; tenía la ropa empapada—. Nunca me cayó bien.
—No llegará muy lejos. —Bodenstein se guardó el teléfono y se volvió—. He pedido refuerzos y sabuesos. Llegarán dentro de unos minutos.
—Puede que aún tenga mi arma —observó Pia.
—Lo sé. —Su jefe sacudió la cabeza—. Tendría que haber caído mucho antes en que Tarek era el asesino. Estaba claro que intentaba que sospecháramos de Lukas.
—Tarek siempre les tuvo envidia a Lukas y Jo —contó Antonia—. Quería tener todo lo que tenían ellos. Entró en nuestra pandilla con calzador, y desde que apareció de repente el verano pasado, todo cambió. Yo le decía a Lukas que Tarek era falso y malicioso y que solo pensaba en él, pero Lukas no quería creerlo. —Prorrumpió en sollozos—. ¡Lo odio! —espetó, y miró a Pia—. Jo ha muerto y el padre de Lukas ha estado a punto de morir. Y lo que les hizo ese cerdo a Svenja y a usted…
La chica dio rienda suelta al llanto, y Pia la abrazó para consolarla mientras se preguntaba cuál de las dos necesitaba más ese consuelo.
—Lo atraparemos —le dijo, y apretó con fuerza a la muchacha—. Atraparemos a ese asesino, y pagará por todo lo que ha hecho.
Sonó el móvil de Bodenstein, que escuchó unos segundos en silencio, con semblante serio. En el aparcamiento de la estación de autobuses, Tarek había amenazado con un arma a una mujer, la obligó a bajarse del coche que conducía y ahora se dirigía a la rotonda en un Touareg gris perla. Le pisaban los talones tres coches patrulla, pues las fuerzas especiales habían recibido orden de regresar. Bodenstein, Pia, Sander y Antonia se subieron al BMW del inspector después de que Pia, sin importarle lo que pudieran pensar de ella, orinara tras el muro del parque Kurpark. Ostermann tenía más novedades, todas ellas espeluznantes. Bodenstein puso el manos libres.
Hacía algún tiempo, Tarek había averiguado que Svenja mantenía una relación con el padre de Jonas. Fue él quien sacó las comprometedoras fotos de la chica con Bock que Bodenstein encontró en un libro en la mesa de Jonas. Como sabía lo de su aventura, Tarek obligó a Svenja a no decir nada del asesinato de Pauly, pero poco después él mismo le dio las fotos a Jonas. Cuando empezó a temerse que, a pesar de todo, Svenja y Jonas podrían hacer las paces, subió las fotografías a la página web de Svenja y envió los correos electrónicos. El secuestro de la chica, a su vez, tenía por objeto presionar a Lukas, al igual que las irrupciones en casa de Pia, ya que Tarek estaba al tanto de que a Lukas le gustaban Svenja y Pia. Los últimos sms los mandó desde los móviles de Svenja y Jonas. Este tenía que morir porque descubrió que Tarek había enviado los correos electrónicos.
—¿Y por qué quería matar al padre de Lukas? —preguntó Sander.
—Probablemente para cargarle el mochuelo a Lukas —aventuró Ostermann—. Sé por Franjo que tiempo atrás hizo copias de las llaves de Lukas. Y luego Tarek usó el Mercedes de Van den Berg para atropellar a Andrea Aumüller, porque la noche que mató a Pauly la chica lo vio en la camioneta del zoo.
—Pero ¿qué pinta Franjo en todo esto? —quiso saber Pia—. ¿Qué lo impulsó a ayudar a Tarek?
—Tarek le prometió a Franjo el oro y el moro —respondió su compañero—. Después de contarle que Lukas y Jonas querían embolsarse ellos solos los beneficios de Double Life, le dijo que él se encargaría de hacerlo socio igualitario si se vendían los derechos. Y cuando a Franjo empezó a remorderle la conciencia por haberse deshecho del cuerpo de Pauly, ya era demasiado tarde para volverse atrás. Tarek le dijo a las claras que lo mataría si abría la boca.
Bodenstein se metió por las estrechas callejuelas del casco antiguo, dejó atrás el colegio St. Angela y torció a la derecha hacia la Limburger Strasse.
—¿Dónde está ahora Franjo? —inquirió.
—Conmigo.
—Mételo en el calabozo y ocúpate de él. Tarek se nos ha escapado. Se ha hecho con un coche y un arma y ya no tiene nada que perder.
El Touareg gris atravesó la rotonda de Königstein a toda velocidad. Bodenstein era consciente del peligro que corría el resto de conductores, pero no podía arriesgarse a que Tarek le diera esquinazo a la Policía y desapareciese. La creciente oscuridad constituía un problema adicional, pero el helicóptero todavía podía ver claramente adónde se dirigía el Touareg, e informaba a los compañeros de tierra. Por radio se deliberaba lo que se debía hacer mientras Tarek pasaba disparado por el zoológico hacia la ciudad de Oberursel. Los GEO, de nuevo en acción, sustituyeron a los coches patrulla que lo perseguían, y Bodenstein se quedó rezagado. Todos esperaban que el chico no se metiera en el centro de Oberursel, pues ya estaban bloqueando la B 455 poco antes del túnel de la A 661. Sin embargo, como si Tarek se oliera la trampa, giró a la derecha por la K 771 hacia Oberursel.
—¿Qué se propone el mamón ese? —gruñó Bodenstein.
En el coche reinaba un silencio tenso. La persecución siguió por Oberursel, pasando por un barrio del centro y atravesando Oberhöchstadt. A pesar de lo tarde que era, en las carreteras había mucho tráfico. Era peligroso, ya que Tarek no se detenía ante ningún semáforo en rojo. En Oberhöchstadt fue el culpable de una colisión, y a punto estuvo de despistar a los GEO cuando en Kronberg hizo caso omiso de la luz roja del paso a nivel. No obstante, el conductor de las fuerzas especiales también logró pasar bajo la barrera antes de que terminase de bajar. Saltaron chispas, y el tubo de escape se desprendió cuando el coche salvó el desnivel que había delante de los raíles, pero eso fue el mal menor. En el cruce de Kronberg, Tarek giró a la izquierda en dirección a Schwalbach, e iba a tal velocidad que derrapó y se salió de la carretera. Solo gracias al buen equipamiento del Touareg robado consiguió hacerse con el control del pesado vehículo en el último momento. Y aunque un puesto de venta de espárragos ambulante quedó destrozado, nadie resultó herido. Tras enfilar la L 3005 a casi ciento sesenta kilómetros por hora, adelantó a tres coches, obligó a un microbús procedente de Niederhöchstadt a frenar en seco y torció a la derecha por la L 3014.
—El objetivo se dirige a Bad Soden —informó por radio la voz del agente del helicóptero—. ¡No! Hacia la zona industrial. A Kronberger Hang. ¡De ahí sí que no sale!
—¿Qué pretende? —se preguntó Bodenstein.
—Creo que va a la empresa del padre de Jo —dijo Antonia—. Está ahí mismo. La segunda calle a la derecha.
Bodenstein comunicó la suposición de la chica a todas las unidades y entró en el amplio callejón sin salida justo a tiempo de ver que Tarek invadía con el todoterreno el césped, reblandecido por la reciente lluvia, e iba directo al frente de cristal del edificio de aires futuristas.
—¡Mierda! —soltó, y frenó al adivinar lo que pensaba hacer el muchacho.
El vehículo de dos toneladas salió disparado por la explanada pavimentada, aceleró de nuevo con fuerza y se estrelló con el motor rugiendo contra la fachada de cristal igual que hiciera el 11 de septiembre uno de los aviones secuestrados en las torres del World Trade Center.
La oscuridad se vio iluminada por los reflectores del cuerpo de bomberos y el brillo de las luces azules de las sirenas. El servicio de extinción de incendios de Schwalbach tardó una hora en llegar hasta el coche, sepultado bajo montañas de acero retorcido y cristales y completamente destrozado, y sacar al muchacho. La carrocería salió casi intacta del impacto, solo el bloque del motor acabó incrustado en el interior del vehículo.
—Vive —les dijo el jefe de bomberos a Bodenstein y Pia Kirchhoff—. Incluso está consciente. Es increíble.
—Se le ha chafado la salida triunfal —afirmó Bodenstein con amargura—. Tendría que haber elegido un coche de gasolina con el depósito lleno, no un diésel.
Con ayuda de los bomberos, finalmente el personal sanitario rescató de los escombros al chico, gravemente herido. La entrada del edificio parecía un campo de batalla; un pilar resultó dañado y fue apuntalado provisionalmente para no poner en peligro la estabilidad del edificio.
—¿Cómo se encuentra el muchacho? —le preguntó Bodenstein al médico, que se quitaba los guantes de látex manchados de sangre—. ¿Sobrevivirá?
—Tiene las piernas destrozadas —respondió el médico. Creo que se ha partido la columna. Si sale adelante, su vida no será la misma, desde luego.
—De eso no cabe la menor duda. ¿Se puede hablar con él?
—Sí, lo hemos estabilizado. Ahora mismo no tiene dolor. ¿Por qué?
—Porque lo voy a detener.
Bodenstein se acercó a la ambulancia.
Tarek Fiedler estaba tendido en la camilla con los ojos abiertos, pero consiguió esbozar una sonrisa al ver a Bodenstein.
—Soy el señor de la vida y la muerte —susurró burlón. Mi nombre pasará a formar parte de la historia.
—Como mucho, a la historia del atestado policial —replicó Bodenstein con frialdad.
—Me veré en los titulares de los periódicos y en televisión. Algún día se hará una película basada en mi vida —agregó el herido, y prorrumpió en una risa bronca.
—Yo no estaría tan seguro —le contestó el inspector. Y en una silla de ruedas y sin piernas, la cárcel es aún menos divertida de lo que ya es. Es usted un pobre diablo, señor Fiedler. Un perdedor envidioso y con afán de notoriedad.
Tarek dejó de sonreír, y sus ojos reflejaron una ira asesina. Bodenstein contempló el rostro blanco y bañado en sangre del muchacho que había matado cruel y despiadadamente a dos personas y causado sufrimiento, miedo y dolor a muchas más.
—He infectado internet con el gusano más destructivo de todos los tiempos, he… —dijo, jadeando, Tarek.
—Se equivoca —lo interrumpió Bodenstein—. No ha llegado tan lejos: los nuestros han podido pararlo con ayuda de Franjo. Y estoy seguro de que Lukas todavía ganará mucho dinero con Double Life, no usted. En la cárcel no hace falta dinero. Ha arruinado su vida, señor Fiedler: dos asesinatos, lesiones graves…
—¿Cómo que lesiones graves?
—El padre de Lukas no ha muerto. Será usted muy viejo si algún día puede salir de la cárcel.
Tarek miró a Bodenstein con unos ojos que tenían un brillo antinatural y el rostro se le demudó. De pronto su boca se crispó, y ladeó la cabeza.
—Mierda —dijo bajando la voz, y cerró los ojos.
Ostermann tecleaba en el ordenador las últimas palabras del atestado de la confesión de Franjo Conradi y mientras tanto, en la mesa de enfrente, esperaba Henning Kirchhoff, con semblante tenso. Ambos hombres se levantaron de un salto, aliviados, cuando Bodenstein, Frank Behnke, Kathrin Fachinger y Pia entraron en el despacho. Ostermann le dio un cariñoso abrazo a su compañera, y a continuación Henning Kirchhoff hizo lo propio. El ambiente era relajado; los dos casos estaban resueltos…
—Sin embargo, hay una cosa que sigo sin entender —dijo Kathrin Fachinger—. ¿Por qué dejó Tarek el cadáver de Pauly en el zoo? Si lo hubiésemos encontrado en otra parte, es posible que no hubiera salido todo a la luz.
—Al señor de la vida y la muerte, según él, le perdieron sus ansias de venganza —replicó Bodenstein con una sonrisa cínica—. Quería desviar las sospechas hacia Lukas o Sander, pero no contó con nuestra desconfianza.
—¿Nuestra desconfianza? —Pia ladeó la cabeza y sonrió.
—Desde luego. Somos un equipo. —Bodenstein volvió a sonreír.
Henning Kirchhoff se quedó esperando en la puerta a Pia. En su rostro, por lo general contenido, asomó una expresión de alivio.
—Me alegro mucho de que no te haya pasado nada —afirmó cuando ella se detuvo a su lado—. La verdad es que nos temíamos lo peor.
—¿Nos temíamos? ¿Quiénes? ¿Tú y la fiscal Löblich?
—Ah, vamos. —Henning cabeceó cohibido—. Solo pasó una vez. Fue un desliz. Quería explicártelo, pero no respondías a mis llamadas.
—No estoy enfadada contigo. Al fin y al cabo, fui yo quien te empujó a los brazos de Löblich; pero sí es cierto que me molestó un poco que escogieras precisamente mi mesa para…
—¡Chiist! —la cortó el forense, ya que Kai Ostermann pasaba a su lado.
—¿Cómo va la pesca? —preguntó su compañero, guiñándole un ojo a Pia.
—Confío en que el pez me esté esperando abajo —contestó ella.
—Ya comprendo. —Henning enarcó las cejas—. Esta noche no vas a necesitar mis servicios de enfermero.
—Me temo… que no. —Pia pasó un brazo por el suyo. Pero gracias por venir. No lo olvidaré.