5
Un mal comienzo

KAROS Y EIREN

Castillo del Vado

Vados del Sequere

II marca del nordeste, Skhon

El ataque por parte de los bolskanes fue feroz. Aunque en un primer momento los defensores pudieron contener las dos primeras embestidas, la tercera vez que los bárbaros asaltaron la muralla les fue imposible por lo que irrumpieron en el patio del castillo como si de una riada se tratase.

Los soldados de la guarnición y los de la escolta de Eiren, murieron por igual a manos de las armas empuñadas por los salvajes.

Orisses y Leukon combatían muy cerca uno del otro, junto a la puerta destrozada por el recio árbol que los bolskanes habían usado como ariete. Estaban además en inferioridad numérica, por lo que poco tiempo más podrían aguantar.

Eiren disparaba un arco desde lo alto de las escaleras de acceso a la torre del homenaje junto a otros pocos guerreros que tenían buena puntería. La puerta de la torre, en la cual se protegían las mujeres y los siervos varones demasiado jóvenes o demasiado viejos para combatir, permanecía abierta para que sirviera como último refugio si las cosas se volvían aún más irremediables de lo que ya se presentaban. Junto al joven rey permanecía el castellano, Istolac, revestido de los pies a la cabeza de acero y con un espadón enorme en sus manos.

Eiren seguía disparando sin parar, mientras los goterones de sudor iban deslizándose por su frente, hasta acabar metiéndoseles en los ojos, lo que le cegaba y no tenía más remedio que parar para limpiarse como podía.

Tagus luchaba junto a cinco soldados más delante de las escalinatas, impedían en lo posible que los infrahumanos bolskanes irrumpieran en la torre barriendo a su paso a Eiren y a los arqueros apostados en ella. La situación se iba volviendo cada vez más desesperada, los bárbaros seguían acercándose cada vez más. Si no se producía un milagro, estarían perdidos.

—¡Me’hssur, entrad en la torre, el patio está perdido! —le gritó Istolac al rey mientras trataba de empujarlo hacia el interior—. Debéis protegeros. Yo daré la orden de retirada.

Eiren miró a Tagus, quien en ese momento acababa con un oponente de un mandoble que casi le cercenó la cabeza. Se volvió y le gritó:

Koningur siôur, debemos retirarnos y defender la torre —no había acabado de darse la vuelta y adoptar la posición de combate, cuando ocho bolskanes llegaron hasta donde se encontraba. Tres de los soldados que luchaban junto a él no fueron lo suficientemente diestros como para contener el ataque y cayeron en seguida. El capitán consiguió parar una estocada dirigida a su pecho y desviando la espada, empujó al salvaje con su hombro haciéndole caer, sin esperar le clavó la espada en la barriga y rápidamente se preparó para recibir al siguiente.

Fue entonces cuando Eiren vio, sin saber de donde venía volando, cómo una lanza atravesaba al capitán Tagus en el pecho saliendo más de un palmo por su espalda. El rey lanzó un grito y tirando el arco, desenvainó su espada y bajó las escaleras corriendo al mismo tiempo. Istolac soltó una maldición y ordenó a los otros arqueros que hicieran lo mismo que su impulsivo rey.

Cuando el rey Karos y sus hombres llegaron a los vados, las puertas del castillo ya habían sido tomadas. Miró horrorizado desde su posición como los bolskanes iban introduciéndose por las destrozadas puertas, mientras otros luchaban en las murallas con sus defensores. Sin perder tiempo, aprestó a sus tropas y dio la orden de cargar.

Cabalgaron directamente hacia las puertas, arrollando a los pocos bárbaros que todavía no habían entrado en el pequeño patio. El rey, en cuanto estuvo en su interior, le abrió la cabeza de un golpe con su espada a un bolskan lo suficientemente estúpido para acercarse al gran corcel que montaba. Una vez la mayoría de sus hombres habían entrado también, Karos desmontó para tener mejor libertad de movimientos y evitar que si herían a su montura, acabase siendo aplastado por esta al caer.

Echó un rápido vistazo a su alrededor y viendo a su primo Leukon y al comandante Orisses en situación apurada, corrió hacia allí, soltando un grito de combate seguido por sus guardias reales de capas rojas. Mató rápidamente a un bolskan y entabló combate con otro. El príncipe Leukon exclamó al verle:

—¡Karos, por los Dioses, ayuda a Eiren, deprisa! —El rey miró a su alrededor hasta que se fijó en quienes combatían al pie de las escalinatas que llevaban a la torre del homenaje.

Corrió hacia allí, cruzando su espada con los bolskanes que fue encontrando a su paso, pero sin realmente entablar combate, dejó que sus capas rojas se ocupasen de liquidarlos. Cuando llegó hasta donde luchaba Eiren y los otros skhonianos, se aprestó a sumarse a la lucha, repartiendo espadazos a diestra y siniestra furiosamente, abriéndose camino de esa manera hasta conseguir colocarse delante de su pequeño y joven esposo.

Él y sus hombres lucharon con denuedo, impidiendo que los bárbaros arrollasen a los caídos, entre los cuales se encontraba el capitán Tagus. A su alrededor la batalla comenzaba a decantarse hacia el bando de los skhonianos. La sorpresa y el menor cansancio de los soldados del rey estaba trabajando claramente a su favor.

Karos era consciente que no faltaba mucho para que los bolskanes acabasen por desmoralizarse completamente y pidieran cuartel a sus tropas. Lanzó un suspiro y bajó la espada cuando acabó con el último bárbaro que lo combatía de un certero tajo a su barriga, que hizo que las tripas del bolskan acabaran rociadas por el suelo.

Se dio la vuelta entonces y lo que vio le hizo apretar los dientes. Su esposo, el hombre al que había deseado desde que vio su retrato en una sala del castillo de sus padres, permanecía arrodillado junto al capitán de su guardia real, con la cabeza de éste en su regazo mientras le acariciaba el rostro y le decía entre lágrimas:

—Tagus, aguanta, por favor. Pronto estará aquí el sanador, resiste mi dulce Tagus, no me dejes te lo suplico.

El rey Karos endureció su semblante, unas irreprimibles ganas de hacer daño a su infiel esposo le corrieron imparables por el cuerpo. A duras penas se pudo contener para no adelantarse y hacerle pagar a golpes la dolorosa furia que sentía por lo que creyó, era un enamoramiento entre su consorte y el yacente capitán. La llegada del sanador y varios siervos y el tradicional grito de: Skhon, Skhon, kuôlimman, «Skhon y a muerte», más el de: Haf koningur Karos, «por el rey Karos», que resonaron en el patio anunciando el victorioso final de la batalla, fue lo que salvó a Eiren de conocer el violento temperamento del rey.

Mei koningur, os agradecemos vuestra providencial llegada —dijo Istolac hincando una rodilla en tierra y bajando su cabeza ante él. Eiren levantó la vista y lo miró; al principio pareció como si no comprendiera quién era el imponente hombre que continuaba mirándole con una helada mirada y expresión iracunda. Poco a poco fue tomando consciencia de que el que así lo acechaba no era otro que su esposo y rey. Abrió mucho los ojos, mostrando el pánico que la comprometida situación en la que se encontraba le producía.

El sanador se acercó tras recibir un pequeño asentimiento de Karos y le dijo a Eiren que debía apartarse para así poder trabajar en un primer reconocimiento del herido capitán.

—Acompañad al koningur siôur a su cámara —resonó la voz de Karos en el silencio que se había adueñado del patio, roto solo por los quejidos de los heridos o moribundos. Su orden dirigida a dos siervos que presenciaban toda la escena, pálidos debido al miedo que habían pasado y que aún los embargaba, fue negada por un Eiren que se cuadró y lo miró con rabia en los ojos.

—¡No! No voy a ir a ningún lado hasta saber que Tagus está fuera de peligro.

Eso acabó con la contención mantenida a duras penas por Karos, dio dos pasos hacia delante y aferró el cuello de Eiren con una de sus manos.

—Harás lo que he ordenado o por Sukellos el buen pegador, que romperé tu cuello y luego destriparé al capitán con mis propias manos —lo amenazó invocando al Dios de la muerte, lo que le dijo a Leukon, que se había acercado y permanecía a unos pasos del rey, su primo, que no bromeaba.

—Primo, te lo suplic… —la cortante mirada que le metió Karos, hizo que se le cortaran en seco las palabras en su boca.

Dándole un empujón el rey soltó finalmente a Eiren. Se volvió hacia los dos siervos y repitió la orden:

—Llevad al koningur siôur a su cámara. ¡Ahora!

Los dos hombres se colocaron cada uno a un lado de Eiren y lo sujetaron por los brazos intentando apartarlo, pero sin dar la impresión de que lo obligaban por la fuerza al mismo tiempo. Estaban tan asustados por la situación que apenas se atrevían a levantar la vista del suelo. Eiren plantó los pies en el firme, dispuesto a resistirse, cuando la voz de Leukon que se le había acercado, llamó su atención susurrándole:

—Eiren, por favor, ve con ellos. Te prometo que me quedaré con Tagus y me aseguraré de que sea bien atendido, te lo ruego, primo, no tientes más a tu suerte.

Él finalmente accedió a la suplica con un solo asentimiento de su cabeza, permitiendo que los dos jóvenes siervos lo llevaran hacia la torre.

Karos no le quitó la vista de encima hasta que los tres atravesaron la puerta. Quería entrar también en la torre y castigar a su esposo en la cama durante horas, y lo haría, más tarde, pero ahora debía preocuparse por sus responsabilidades reales, tenía que comprobar que todos los heridos fueran atendidos y decidir qué sería de los guerreros bolskanes que se habían rendido o que estaban fuera de combate por las heridas recibidas. La vida de todos ellos estaba en sus manos, y el rey no era de los que eludían la toma de decisiones. Tras ver que se perdían en el interior, se volvió hacia su primo.

—Tienes mucho que explicar, Leukon, y por tu bien espero que no se confirme lo que pienso —dicho esto el rey se encaminó a encontrarse con el capitán Ollin y el general Alucio, diciéndole a este último cuando lo tuvo delante—: Que los prisioneros sean empalados ante las murallas del castillo. Todos, general, y quiero que se haga lo antes posible.

—Así se hará, mei koningur. Enhorabuena por otra victoria más, me’hssur —contestó.

Karos asintió agradeciéndole sus palabras y miró a su alrededor valorando las necesidades del fuerte.

—Debemos doblar la guarnición aquí, Alucio, este puesto está demasiado cercano a la frontera y temo que lo de hoy volverá a repetirse —le dijo al viejo guerrero—; Ollin, manda un mensaje a Megar, comunícale que treinta de sus hombres deberán permanecer aquí por orden mía. Asegúrate que todos nuestros heridos son bien atendidos y que al resto se les sirva de comer y beber.

—Me ocuparé inmediatamente, mei koningur —dijo el hombre, alejándose tras hacerle una inclinación con la cabeza. Karos buscó a continuación al comandante Orisses, lo vio recostado contra la pared de los establos y hacia allí se dirigió. Tenía una fea herida en el brazo izquierdo a la altura del bíceps y un buen tajo en su costado derecho, del que escapaba un goteo constante de sangre pese a la presión que un soldado ejercía sobre la herida con un paño, ya completamente empapado en ella.

Se arrodilló el rey junto al hombre, el cual hizo amago de alzarse, lo detuvo Karos posando su mano en su hombro.

—Qué haces insensato, permanece echado —le mandó—, el sanador vendrá en unos instantes. Parece que vas a añadir un par de buenas cicatrices a tu maltratado cuerpo, viejo amigo.

Me’hssur, un par más no harán gran diferencia. Además, nadie me espera que pueda lamentarse por mi falta de prestancia —contestó intentando reír y fracasando cuando una tos sanguinolenta le hizo parar bruscamente.

—No hables más —se volvió a uno de sus capas rojas y le ordenó—. Ve a por el sanador inmediatamente.

El guardia real se apresuró a buscar al hombre mientras el rey continuaba ayudando a su amigo en lo que podía. Un joven se acercó rápidamente cargando un zurrón, Karos lo miró con el ceño fruncido.

—He ordenado que viniera el sanador —exclamó—. ¿Quién eres tú?

—Soy Eurol, el ayudante de Pellas, el sanador, me’hssur. Él está ocupado con el capitán atravesado por la lanza. Yo ya he finalizado mi adiestramiento y estoy iniciado en las artes de Taut, puedo ayudar a este hombre, si me lo permitís —Karos valoró al joven de cabello castaño oscuro, lo que le indicó que probablemente era de procedencia extranjera. Cuerpo esbelto y bien formado, y un rostro hermoso, donde unos ojos negros plenos de inteligencia anunciaban que era una persona confiable. Una ligera excitación lo sacudió; «Demonios, si no es atractivo el mancebo». Acabó aceptando la ayuda del joven, diciéndose para sí, «si el muchacho es cierto que ya ha acabado su iniciación en las artes del Dios de la curación, puede considerarse un sanador él mismo, así que sabrá como salvar a Orisses».

—Bien Eurol, lo dejo en tus manos —dijo el rey—. Pídele a Taut que guíe tus manos, porque este es mi amigo, al que estimo muchísimo.

Apartándose para no estorbar la labor del joven sanador, el rey se puso de pie y le hizo un gesto para que se acercara su primo Leukon. Cuando lo tuvo delante le pidió con tono cortante el informe de la situación. Cuántos heridos, las bajas que habían tenido, y por último el estado del capitán Tagus. El príncipe le informó que todavía estaba siendo tratado por Pellas, pero que según creía el sanador, aunque grave, si conseguía superar la noche era muy posible que sobreviviera a la operación.

—De lo que haya pasado entre mi consorte y Tagus —le dijo finalmente Karos—, te hago personalmente responsable. Eras mi custodio familiar, primo, y has fracasado miserablemente.

Leukon tuvo la decencia de ruborizarse ante la reprimenda real.

—Te aseguro, mei koningur, que pese a lo que pueda parecer, nada grave ha ocurrido —respondió el príncipe—. En cuanto fui consciente de que, lo que comenzó como un simple coqueteo inofensivo, podría ir más lejos, lo hablé con Orisses como custodio mayor y ambos decidimos que debíamos advertir tanto a Eiren como a Tagus. Cosa que hicimos, él al capitán y yo a tu mihensê.

—Muy bien, de momento lo dejaremos así. Estoy cansado, hablaremos mañana. En cuanto sepa que Orisses no corre peligro me iré a descansar. Retírate —lo despidió el rey dándole la espalda. Se quedó allí, a mirar el trabajo de curación que realizaba Eurol en el comandante.

«Un coqueteo. Si fuera verdad, aún habría esperanzas» le pasó por la cabeza.

Eiren se sentía en la cámara que Istolac le había cedido, como una fiera en una jaula, no paraba de pasearse de la puerta a la cama y vuelta otra vez. Quería saber qué había sido de Tagus, pero cuando quiso salir de la habitación se encontró con dos guardias de rojas capas, que amablemente, aunque con firmeza, le advirtieron que el rey Karos les había ordenado que no permitieran que abandonase su cámara hasta su llegada.

Su cabeza era un torbellino. «Maldito bastardo, no tiene ningún derecho a hacerme esto» maldijo en silencio, para seguidamente recriminarse su propia actitud: «Infierno y condenación, sí que lo tiene, es tu esposo y tu rey y te ha visto de la peor manera posible; preocupándote por otro hombre, con su cabeza en tu regazo y pidiéndole que no te abandonara, y no cualquier hombre, uno de tus custodios. Oh dioses, soy un estúpido» continuó paseándose, cada vez más irritado con toda la situación. «¿Qué ha debido pensar de mí?, ¿Cómo le habrá sentado el que su consorte pareciera sentirse atraído por otro hombre?»; los pensamientos no paraban de llegarle y mientras más pensaba, peor se sentía consigo mismo, hasta el punto de comenzar una discusión argumentando y respondiéndose como si de dos personas distintas se tratara.

«Ha sido muy violento, me ha agarrado muy fuertemente el cuello, el muy bestia». Una parte de su mente parecía que estaba decidida a resaltar los defectos de Karos y las ofensas recibidas por él. «Me ha dominado completamente, he sentido que podía llegar a matarme, es un zafio y un bruto». Otra en cambio, más sincera, argumentaba a favor de su esposo, remarcando su verdadera naturaleza; como si esa parte lo conociera mejor: «Oh, vamos Eiren, reconoce que te ha gustado sentirte dominado; además te has excitado, el hombre es impresionante, es todo lo que siempre has soñado, te gustaría que te hiciera el amor, que fuera tu primero», este último pensamiento lo aterró. Negó repetidamente sacudiendo la cabeza: «No, no, no es cierto, es Tagus el que me atrae, es mucho más guapo, es dulce y me ama». La realidad pese a todos sus esfuerzos, se impuso, cuando su ladina parte a favor de Karos zanjó la cuestión: «No es cierto. El capitán solo engordaba tu ego, pero sabes perfectamente que no lo quieres, no es tu tipo. A ti te gustan más rudos, más hombres, y Karos es al que deseas realmente, porque sabes que él sería el único que podría dominarte y hacerte perder el sentido amándote noche tras noche. Miéntete todo lo que quieras, pero eres consciente de que es verdad». Ante esto Eiren pareció que se calmó de golpe, se quedó helado, parado en mitad de la habitación.

Empezaba a preguntarse cuando llegaría Leukon; le había prometido que vendría para informarlo, pero estaba tardando demasiado. «Vendrá, sabes que lo hará, Leukon es tu amigo, así que ten paciencia» intentó tranquilizarse así mismo.

Al otro lado de la puerta, escuchó una voz que les decía a los guardas que se retirasen. No pudo reconocer si la voz pertenecía a al primo de su esposo, pero supuso que debía ser la suya, por lo que permaneció expectante. La puerta comenzó a abrirse lentamente, Eiren se iba a precipitar hacia ella ya con la pregunta formándose en sus labios, tragándosela de golpe al ver que era Karos el que entraba. El hombre ni siquiera lo miró, era obvio que aún estaba dolido y enfadado por lo que había presenciado en el patio.

Karos no tenía muy claro como reaccionaría si comenzaba a recriminarle al joven y este le discutía. Conociéndose, lo más probable es que hiciera algo irremediable, de lo que luego acabaría arrepintiéndose y posiblemente daría al traste con cualquier posibilidad de continuar con el matrimonio, por lo que decidió ignorarlo; no hablarle y ni tan siquiera darse por enterado de su presencia en la cámara.

Había decidido que lo mejor era embotar su mente con alcohol y dormir. Tiempo habría por la mañana para tratar el problema planteado. Fue directamente hasta una mesita redonda sobre la que había una bandeja con una jarra de agua y otra más pequeña de vino junto a dos copas, todo ello, de plata. Se sirvió una de vino, bebiéndosela en varios largos tragos y cuando acabó volvió a servirse.

Un leve roce de las yemas de unos dedos en la puerta anunció la entrada de un paje, que tras hacer una reverencia, se acercó al rey y empezó a desabrochar las correas de la cota de malla, tras haberle sacado previamente la sobrevesta.

Eiren miraba en silencio como su esposo iba siendo desvestido; cuando el jubón acolchado le fue quitado, quedándole solo la muy sudada túnica de lino, dio un paso adelante y exclamó dirigiéndose al paje:

—Déjanos, seguiré yo mismo ayudando al rey. Karos lo miró entonces por primera vez, luego cruzó la mirada con el paje que todavía permanecía sujetando los bajos de la túnica, listo para subirla y sacársela por la cabeza, y le dio un asentimiento.

En cuanto el paje se hubo retirado, Eiren lentamente se aproximó colocándose justo frente a Karos.

—Mi señor, os ruego me digáis cómo se encuentra Tagus.

El rey le clavó una fría mirada y pensó en castigarlo no dándole ninguna información, pero la compasión que le inspiró el dolor que vio en los bellísimos ojos dorados que lo confrontaban anhelantes, pudo más que su enfado.

—Si sobrevive a esta noche se encontrará fuera de peligro. Está siendo atendido por Pellas; y no consentiré que lo veas ni que sigas hablándome de él, de modo que no insistas. ¿Me he explicado con claridad? —le contestó tajante.

A Eiren se le pusieron los ojos brillantes, pero asintió y, acercándose más, le quitó la prenda de lino por la cabeza, tragándose un jadeo al ver el masculino y muy musculoso tórax. Era peludo, aunque eso no le restaba atractivo en absoluto. El vello dorado aparecía bien repartido. El joven rey no pudo dejar de notar las dos hermosas corolas amarronadas de sus tetillas ni los pronunciados pezones en ellas. Más abajo, se maravilló ante la forma de tabla de lavar que presentaba su vientre; los abdominales y los oblicuos duros y marcados, hicieron que salivara con fruición. Levantó la cabeza y se encontró con la mirada de Karos. El hombre parecía indeciso entre el enfado y el deseo. Ninguno de los dos dijo nada.

Sin amedrentarse, Eiren comenzó a manipular el nudo de los cordones de los pantalones de cuero de Karos para soltarlos. Una vez lo hubo conseguido, empujó suavemente al rey, dirigiéndolo hacia la silla que estaba a unos pasos de la mesa con el vino. Hizo que se sentara y agarrando su pie, lo ayudó a quitarse la bota. Se miraban el uno al otro en silencio, como hechizados. Una vez tuvo descalzado a su esposo, Eiren se arrodillo colocándose entre las piernas del alto hombre; fue desatando los cordones de los pantalones, poco a poco, sin dejar de mirarlo a los ojos. El masculino olor a hombre saturaba sus fosas nasales, haciendo que su excitación fuera creciendo. Metió sus dedos dentro de la cinturilla de los pantalones y esperó a que Karos se levantara un poco para poder bajarlos hasta más debajo de sus fuertes muslos.

Tomó el más joven una profunda inhalación cuando vio la erecta polla que apuntaba hacia él. Karos lo miraba serio, pero Eiren, pudo detectar en sus ojos, cómo la lujuria del hombre iba creciendo al mismo tiempo que su ritmo cardiaco. No supo de dónde le vino el valor, pero llevó su mano hasta el pene empuñándolo y apretándolo intermitentemente. El fuerte jadeo del rey le dijo que aquello no solo estaba bien, sino que era bienvenido. Eiren se inclinó despacio, casi agónicamente, y se tragó la bulbosa cabeza, chupándola primeramente con desconfianza, pero pronto con mucha más firmeza. Notaba la esponjosa carne en su boca, el sabor fuerte del líquido preseminal que iba soltando cuanto más chupaba.

Karos lo agarró por el pelo y empujó ligeramente su cabeza para que se tragara más profundamente su pene, tirando otra vez para que la levantara de nuevo. «¡Varnaë bendita protégeme! Este pequeño pícaro lascivo, va a conseguir que me corra pese a su poca destreza» pensó invocando a la Diosa de la sexualidad. La lengua de Eiren jugando con su glande, lo estaba conduciendo a la locura rápidamente. Cuando ya no pudo aguantar más, tiró de su pelo levantando su cabeza y mirándole por un instante fijamente a los ojos, lo besó. No fue tierno ni suave, no lo pretendía tampoco, ese beso no era de cariño. Era puro libido ardiendo. Le devoró literalmente la boca, mordió y chupó la lengua del joven, también sus labios, pero ni aun así fue suficiente.

Colocando sus manos bajo las axilas del pequeño hombre, lo alzó, sentándolo de cara sobre su regazo, alargó la mano hasta alcanzar la lamparilla de aceite, que se encontraba sobre la mesita que tenía al lado de la silla, hundiendo tres dedos en el oleoso líquido. Afortunadamente Eiren solo llevaba una túnica larga hasta sus rodillas, por lo que con su otra mano, le fue fácil levantarle los bajos de la misma hasta dejar su increíblemente sexy culo al descubierto. Comenzó a bordear la fruncida apertura con un dedo mientras que volvía a adueñarse de su boca. El joven soltó un pequeño jadeo cuando introdujo el dedo hasta el nudillo en su interior. Lo movió en círculos y en cuanto notó que se distendía como para que profundizara hasta el segundo nudillo, lo sacó y sin transición volvió a meter esta vez dos de sus dedos. Eiren se movía arqueando y encorvando su espalda, al mismo tiempo que sus caderas iban hacia atrás y adelante. Karos no le dio tiempo a que se acostumbrara y añadió el tercer dedo a los anteriores.

Los movió dentro del virgen culo por unos momentos más, pero su excitación se desbocaba rápidamente, por lo que sacó los dedos, los volvió a mojar en el aceite de la lamparilla y llevo seguidamente su mano hasta su propio miembro, lubricándolo todo lo posible. Sin pensar en nada más, sin dejar de comerle la boca a Eiren, lo agarró por la cintura y llevó la distendida entrada hasta la cabeza de su polla. Lo dejó caer, empujándose al mismo tiempo hacia arriba, introduciéndole casi la mitad de la columna de carne en su cálido cuerpo de un solo golpe.

Eiren lanzó un grito, no se había esperado, tras el placer que había notado momentos antes con los dedos del hombre, que ahora notara ese dolor. «Ethenion, hermano mío, gracias por tus enseñanzas, pero esto se te olvidó decirlo» pensó «bien, no es tan malo. ¡Oh Dioses! No, nada malo» continuó cuando una nueva estocada del pene de Karos la llevó directamente a rozar su próstata. El chispazo de extremo placer, se repetía una y otra vez con cada nuevo empuje de la verga de su esposo en su interior. Después de eso, ya ninguno de los dos pudo pensar en nada que no fuera en la cabalgada sobre esa dura columna de carne, de uno y en las cada vez más violentas embestidas del otro.

Karos mantenía a Eiren sujetó por las caderas, pero cuando notó que no era suficiente, se sentó derecho despegando su espalda del respaldo de la silla y le rodeó la cintura con sus brazos, pegando su esbelto cuerpo al mucho más grande suyo y profundizó las estocadas, levantando y dejando caer al joven. Lo hizo durante unas cuantas veces, hasta que sin poder retener más su orgasmo, al notar las contracciones del culo de Eiren sobre su pene cuando el joven comenzó a correrse, apretó el abrazo tras la última caída y se corrió también en el interior de hasta ese momento virgen y ahora amado hasta la desesperación culo, como no recordaba haberlo hecho desde hacía mucho tiempo.

Eiren respiraba entrecortadamente, sin saber muy bien qué debía hacer a continuación; permaneció echado contra el gran cuerpo de su esposo, con su cabeza reposando sobre su hombro, con cada entrecortada respiración inhalando el fuerte aroma a sudor del hombre que acababa de agotarle.

—¿Qué haces, a dónde me llevas? —preguntó alarmado cuando notó que Karos se levantaba sin dejar de abrazarlo, aunque si colocando una de sus grandes manos bajo sus cachetes, mientras con la otra se subía todo lo que pudo sus pantalones para poder caminar.

—Te llevo, mi libidinoso mihensê, hasta el lecho. Aún faltan con suerte un par de horas para que amanezca —le contestó llamándole «esposo» en la kal-ananiê por primera vez—. Y antes de que llegue la mañana, quiero repetir el ejercicio una o dos veces más. Todavía no te he castigado, ¿o creías que todo había sido olvidado?

A Eiren se le enrojecieron hasta las orejas y volvió a meter su cabeza entre el hombro y el cuello del hombre. Este se rio fuertemente, con sonoras carcajadas y al mismo tiempo que le daba una fuerte cachetada en su culo, exclamó:

—Ah, mi dulce muchacho, creo que para cuando acabe de castigarte, seré un hombre viejo.

El joven rey consorte pensó que esto de los castigos iba a tener que hacer por provocarlos muy a menudo.