4
Choque de voluntades
KAROS
Castillo de Rocanegra
Sede real de los Amarokiên
I marca central
Skhon. Año 763 de la IV Era
Mes de Adriel
La cámara del rey estaba en penumbras, tan solo el fuego que aún ardía en la chimenea ayudaba a entrever el gran lecho y a sus dormidos ocupantes. Mucro, el paje de Karos, comenzó a acercarse a la cama intentando hacer el menor sonido posible, no quería que la compañía del rey se despertara. El senescal del reino, el viejo Bilistages, le había dado orden de avisar discretamente a su señor Karos que se le necesitaba en la antecámara para tratar un asunto urgente y que, en caso de no encontrarse solo el rey, debía evitar que esa persona se enterase de que su señor abandonaba el lecho.
El leve roce de la suela de los botines del paje en el suelo de piedra bastó para que Karos saliera del profundo sueño en el que se encontraba, pero no hizo ningún movimiento ni abrió los ojos, tan solo movió lentamente su mano derecha hasta tenerla bajo su almohada y aferró la daga que siempre mantenía oculta allí.
Años de preparación como guerrero hacían que el rey Karos fuera capaz de mantener una parte de su mente siempre en alerta. Cuando Mucro justo iba a posar su mano sobre el hombro del rey, lo sujetó por la muñeca con su mano izquierda mientras ponía la daga en el cuello del muchacho con la derecha, el chico lo miró con los ojos desorbitados por la sorpresa y el miedo.
—Me… mei koningur —balbuceó el joven con el rostro blanco como el papel—. Vuestro senescal, el maestro de espías y vuestro strategos, os esperan en la antecámara. Necesitan de vos.
Karos alejó la daga del cuello de su paje y, asintiendo, apartó las mantas de pieles que lo cubrían.
—Está bien, Mucro, pásame la túnica, por favor —le ordenó.
El joven paje se apresuró a alargarle la túnica, sin poder dejar de apreciar el macizo cuerpo de su señor cuando este se puso de pie junto al lecho para vestirse.
El rey echó una ojeada al cuerpo del joven hijo del camarlengo aún dormido en su cama. Esa noche se había celebrado un banquete en honor del general Alucio que había regresado victorioso al castillo, tras finalizar una campaña de castigo al otro lado de la frontera del reino, en tierras de los bolskanes. Karos bebió en exceso y cuando se fijó en Liteno, el hijo de Luton, su camarlengo, que ayudaba a su padre esa noche sirviendo el vino en la mesa real, una lujuria incontrolable lo inundó ante el esbelto cuerpo y los ojos celestes del muchacho que lo miraban con evidente deseo. Se lo había llevado a la cama y disfrutó de su cuerpo repetidas veces antes de que ambos cayeran dormidos. Ahora se sintió culpable al pensar que su consorte probablemente se encontraba ya en camino y debería haberse contenido.
«Cuando llegue tendré que ser más cuidadoso» no pudo evitar pensar con algo de remordimiento.
—¿Qué hora es, Mucro? —preguntó Karos, viendo que aún no había amanecido, mientras se ataba los cordones de los pantalones de piel negra y a continuación se sentaba en la cama para calzarse las botas.
—Aún faltan dos horas para acabar la cuarta vigilia, me’hssur —respondió el paje utilizando la vieja formula en la lengua antigua para «mi señor». Eso significaba que todavía faltaban tres horas para que amaneciera. «Me pregunto qué habrá ocurrido que no pueda esperar hasta la mañana». Karos tomó la túnica también de piel negra y se la puso, atándose después el cinturón. Una vez estuvo listo, miró a Mucro y le dijo:
—Despiértalo y haz que salga por la puerta de servicio. —Encaminándose seguidamente hacía la antecámara con paso firme.
Cuando entró, los tres hombres que lo esperaban le hicieron una reverencia y el senescal anunció:
—Mei koningur, tenemos noticias de movimientos de hordas bolskanas en la II marca del nordeste, cerca de la frontera con Althir.
Karos frunció el ceño y se sentó en la ancha silla tras su mesa de escritorio. Miró a los hombres que estaban ante él y desplegó un mapa de pergamino del país que sacó de un cubo de cuero que tenía junto a la silla.
—¿En qué parte exactamente de la marca se han detectado los movimientos bolskanes? —preguntó.
El maestro de espías se acercó y señaló en el mapa con el dedo un círculo cerca del río Sequere y otro por encima del desfiladero llamado La herida de Tilenus.
—Aquí y aquí, creemos, mi señor, que la principal partida de bolskanes se dispone a saquear las aldeas al norte del desfiladero. Otra menos numerosa… —El hombre bajó la voz y miró al viejo Bilistages como si estuviera pidiéndole que lo ayudara, antes de tragar y continuar hablando—. Sospechamos que se encamina hacia los vados del Sequere para interceptar a la comitiva del koningur siôur, con vistas probablemente a secuestrarlo.
—Mei koningur, los espías me han informado que están asesinando y saqueando una aldea tras otra. Asesinan a los hombres y a los niños. Violan a las mujeres y a los muchachos y luego les rebanan el cuello —terció el strategos.
Karos golpeó con el puño la mesa haciendo que el hombre diera un respingo y rápidamente dio un paso atrás.
—¿Cómo demonios han podido infiltrarse sin ser descubiertos antes y saber en qué momento pasaría la comitiva por los vados? —preguntó el rey.
—Desconocemos ese dato, me’hssur —intervino el senescal Bilistages—. Pero es seguro que los bolskanes tienen una fuente de información dentro del reino. Las recientes razias han sido cada vez más certeras y seguidas en lo tocante a dañar nuestros intereses. Opinamos que hay un traidor aliado a esos salvajes que les pasa información. Lo que desconocemos aún es la identidad de ese personaje.
—Turro, pon a todos tus espías en alerta máxima, quiero que estén atentos a cualquier pequeño detalle que nos lleve hasta la identidad del traidor —ordenó Karos dirigiéndose al maestro de espías.
—Vuestra orden será cumplida, mei koningur —asintió el hombre con gesto serio.
El rey miró a su strategos, el cual era el encargado de idear las campañas militares que se llevarían a cabo por los ejércitos de Skhon y también planear las contramedidas en situaciones como las que tenían entre manos.
—Korbis, ¿con qué fuerzas contamos en la II marca del nordeste? —le preguntó.
El strategos dio un paso al frente y acercándose hasta la mesa, se inclinó sobre el mapa.
—Está la pequeña guarnición en el Castillo de los Vados, pero son dieciséis hombres solamente. El contingente más numeroso, unos trescientos guerreros, está acuartelado en el Castillo del Rojo, a doce leguas del desfiladero La herida de Tilenus.
«Gracias abuelo por tu previsora visión al construirlo», no pudo dejar de pensar el rey. El Castillo del Rojo, fue nombrado así por su abuelo, Kauron IV el Rojo, que tras resistir la primera embestida de los infrahumanos bolskanes, mando erigirlo para proteger toda la frontera nordeste.
—Bien, ¿qué me aconsejas?, Korbis —preguntó el rey al hombre, tenía claro una cosa, él iba a ir al frente de los soldados que acabaran con las huestes bolskanas en esta ocasión y que se encontraban acuartelados en el castillo edificado por su abuelo en la provincia—. ¿Cómo llego hasta allí a tiempo?
El strategos, que lo conocía bien, adivinó inmediatamente las intenciones del rey y aunque comprendía sus ganas de revancha no estaba convencido de que la posible solución fuera meterse de lleno en una desigual batalla, pero sabía perfectamentem al mirar la firme expresión en el rostro de Karos, que nada podría hacer para disuadirlo, así que optó por no decirle nada.
—Mi señor, dada la distancia a la que nos encontramos de la II marca del nordeste, temo que no llegaríais a tiempo para comandar nuestras fuerzas, a menos que utilicéis los Kaichaks.
—Mei koningur, esos saurios alados no son fiables —intervino Bilistages—. Por favor, no pongáis vuestra vida en peligro a lomos de un Kaichaks, vos sois…
Karos levantó una mano silenciando de golpe al viejo senescal.
—¿De cuanto saurios disponemos ahora mismo en el castillo? —le preguntó al strategos.
—Cincuenta, mi señor, pero solo treinta y cuatro están completamente domados —le respondió Korbis sin dudar. El hombre conocía todo lo relacionado con los suministros militares de Skhon, desde la cantidad exacta de flechas en la armería real, hasta el número de caballos en los establos del castillo. No era raro, por tanto, el que conociera cuantos de esos animales habían conseguido domar en los últimos tiempos.
Los Kaichaks, eran unos saurios de membranosas alas en sus extremidades superiores y poderosas patas en su parte inferior, armadas con afiladas garras. De largos cuellos que finalizaban en unas cabezas que recordaban la de los reptiles, cuerpos esbeltos aunque robustos y piel rugosa similar a la de los lagartos. Carnívoros y familiares cercanos de los extintos dragones, aunque, afortunadamente, de menor tamaño, no más grandes que un caballo en realidad, y sin la capacidad de escupir fuego. No eran muy conocidos fuera de Skhon, pero en este país, aún habitaban en las heladas montañas del norte y el oeste. Nada fáciles de domar, resultaban muy huraños incluso después de esta, no obstante eran muy rápidos en el aire, por lo que serían la mejor opción para llegar hasta la provincia en peligro en la mitad del tiempo requerido que si fueran cabalgando.
—Da orden de que los preparen, me llevaré veinte de ellos —comenzó Karos a dar órdenes a los tres hombres—. Selecciona a los guardias reales y que estén listos para partir al amanecer. Bilistages, comunica al general Alucio que me acompañará en esta ocasión. Turro, manda inmediatamente un grajo al Castillo del Rojo, que esperen nuestra llegada. Id.
Los tres servidores hicieron una reverencia y salieron apresuradamente de la antecámara real para cumplir lo mandado por el rey. En cuanto la puerta se hubo cerrado, por la que conducía a su habitación, salió su paje.
—Mucro, sírveme una copa de vino aguado y prepara luego mi cota de malla y mi casco, salgo en una misión al amanecer —le pidió al chico. Cuando le llevó la copa de vino, le preguntó—: ¿Se ha marchado ya Liteno?
—Sí, me’hssur, como ordenasteis.
El chico salió de la antecámara para realizar la tarea que le había encomendado Karos, dejando a este estudiando en profundidad el mapa que habían utilizado para saber la situación presente en la segunda marca del nordeste.
Un par de horas después, cuando las primeras luces en el horizonte anunciaban el cercano amanecer, Karos se presentó en el patio de armas del castillo equipado ya adecuadamente para partir al combate. Portaba pantalones de piel gruesa, túnica de lino, jubón acolchado bajo la cota de malla y sobrevesta de piel de cordero cubriéndola para ocultar los brillos que en la misma pudiese ocasionar el sol y que podría revelar su situación a los enemigos.
En la cabeza llevaba el yelmo con la forma de la cabeza de un huargo, el emblema de su casa. Al cinto tenía su larga espada y una daga. En una de las botas portaba oculto un puñal.
El rey se dirigió con paso firme hasta donde se encontraban esperándolo el general Alucio y su ayudante el capitán Ollin junto con su strategos Korbis y el viejo senescal Bilistages. Todos se giraron al ver como se acercaba e hicieron una reverencia.
—Señores, si todo está listo, partamos cuanto antes —les dijo Karos.
—Mei koningur, vuestras monturas nos esperan en la muralla sur —anunció el strategos y todos se dirigieron hacía allí.
—¡Karos! ¡Karos! Espera —la llamada hizo que el rey se detuviera y se diera la vuelta para esperar a su hermano, el príncipe Kaisaros, que bajaba corriendo, tanto como se lo permitía su pierna más corta, las escaleras de la torre del homenaje.
Esperó pacientemente a que el joven se acercara hasta ellos sin poder evitar que una sonrisa aflorara en sus labios ante la presencia de su hermano pequeño.
Kaisaros era mucho más bajo que él y debido a su pierna tan solo había recibido un mínimo adiestramiento en las artes del combate, por lo que tampoco tenía el musculoso cuerpo que poseía Karos. Con todo, el príncipe, estaba lejos de ser considerado feo. Tenía un luminoso cabello rubio casi blanco, como toda la familia Amarokiên, pero su piel era muy blanca y sus ojos eran grises como la niebla recién levantada al amanecer. Pero lo que lo hacía más hermoso a ojos de su hermano y a los de cualquiera que lo tratase, era la bondad que derrochaba y que era manifiesta a los pocos instantes de conocer a alguien y comenzar a hablar.
—Kai, ¿qué haces levantado tan temprano? —le preguntó el rey en cuanto el joven llegó hasta él.
—Estaba en el observatorio, contemplaba las constelaciones —respondió el príncipe mientras recobraba el aliento—. Pronto habrá una conjunción y las Gemelas y el Guerrero comenzaran su baile. Hace cincuenta años que ocurrió la última vez, quería hacer unas mediciones.
El rey soltó una carcajada y echándole el brazo por el hombro lo atrajo para darle un abrazo.
—Bueno, seguro que eso es muy interesante, pero recuerda que también necesitas dormir. No quiero que te pases todas las noches en vela mirando las estrellas, ¿de acuerdo?
Su hermano asintió varias veces con su cabeza aún pegada al pecho de Karos.
—Dime, hermano, ¿a dónde vas? —preguntó después de librarse del abrazo.
Karos pensó en ocultarle la situación, pero se dio cuenta de que para Kaisaros, eso, lo único que supondría, sería pasar los días inquieto y nervioso, lo que acabaría provocándole otro ataque, por lo que finalmente decidió decirle la verdad.
—Voy a la II marca del nordeste, Kai, los bolskanes se disponen a realizar una razia y vamos a impedírselo.
—Eso está cerca de la frontera con Althir, ¿verdad? —exclamó el príncipe, su frente se arrugó con la concentración como si estuviera intentando recordar cuan cercana estaba esa provincia del reino vecino. Repentinamente abrió muchos los ojos y continuó más nerviosamente—. La comitiva de tu esposo pasará por allí de camino aquí, Karos, pueden estar en peligro, ¿no es así?, tu esposo Leukon, y… y el… y el comandante Orisses. Todos podrían tener problemas, ¿verdad?
El rey, se apresuró a volver a abrazar a su hermano, percibía que estaba aterrorizándose por momentos y conocía como podía acabar eso.
—No te preocupes, Kai, para evitarlo es para lo que vamos a partir inmediatamente. Por favor, no te pongas nervioso, tranquilízate, recuerda lo que te ha dicho el sanador muchas veces, respira, vamos hazme caso, inspira y expira profundamente —le dijo Karos, consiguiendo que el joven lo hiciera durante unos momentos hasta que vio que su corazón iba desacelerando su ritmo—. Dioses, Kai, pensé que ya habías aprendido de las experiencias que has tenido otras veces cuando entras en un estado como este.
Por la cara del príncipe pasó una expresión contrita y asintió manteniendo la mirada baja. Se sentía mal por preocupar una vez más a su hermano, pero el pensamiento del comandante Orisses siendo atacado por un número superior de fuerzas, casi le hace olvidarse de la promesa que le había hecho sobre tener cuidado de no alterarse demasiado. «Tonto, tonto, tonto, eso es lo que eres Kai. Un maldito estúpido, bueno para nada» pensó cuando las lágrimas le anegaron la mirada, «perfecto, y ahora encima no puedo contener mis estúpidos ojos para que no lloren, al igual que no puedo hacerlo con mi tonta cabeza».
—Lo siento Karos, ha sido solo la impresión, pero ya estoy bien —dijo Kai a su hermano—. Llévame contigo, por favor, te prometo que no te estorbaré. Por favor, hermano, permíteme que te acompañe.
El rey movió su cabeza negativamente, le dolía ver la expresión desilusionada en la cara de su hermano, pero no podía evitar ocasionarla. No estaba preparado para lo que se pudieran encontrar.
—Kai, sabes que eso no es posible —intentó explicarle—. Sabes tan bien como yo que no podrías seguir el ritmo y además te sería imposible acompañarnos porque no vamos a utilizar caballos para llegar hasta allí.
—¿No vais a ir en caballos?, entonces si podré seguiros, iré en uno de los carros de aprovisionamiento. No me importa tener que viajar en un carro como si fuera un saco de legumbres, hermano.
Karos se rio con fuerza y volvió a abrazarlo, nunca dejaba de sorprenderle la ingenua espontaneidad de la que hacía gala su hermanito cuando menos se lo esperaba.
—Kai, Kai, ¿no te das cuenta de que no hay carros esperando en el patio?, no vamos a caballo ni mucho menos viajaremos con carros, por la sencilla razón de que lo haremos montando en Kaichaks, tú, no solo no sabes montarlos, sino que serías incapaz de dominar a tu montura, conoces el mal carácter que poseen esas bestias. Aun en el caso de que te permitiera acompañarme, algo que en ningún caso estaría seguro de consentir, sabes perfectamente que no estás preparado para cabalgar en uno de eso saurios alados.
El rey le dio un beso en la frente y después se separó para continuar hacia el muro del sur, donde los animales se impacientaban por lo que indicaban sus irritantes chillidos.
Kaisaros se quedó en medio del patio mirando como su hermano y los hombres que le rodeaban se alejaban. Sus lágrimas iban cayéndole sin que él hiciera ningún intento por limpiarlas de su rostro.
Cuando subieron a la muralla, Karos se volvió hacía su primo Laro que se encontraba allí.
—Te dejo como regente hasta mi vuelta, primo —le dijo en voz baja—. Bilistages tiene el documento firmado y sellado. Por favor, vigila mucho a Kai, creo que puede tener uno de sus ataques en cualquier momento.
—No te preocupes, no le quitaré la vista de encima —respondió el príncipe—. Ten mucho cuidado y no dejes que ninguno de esos bárbaros te rebane el pescuezo, ¿de acuerdo?
Se rio el rey y, asintiendo, montó en su saurio, sujetó con firmeza las riendas e hizo que el animal se encaramara al borde del muro. Cuando vio que todos los hombres también montaban ya sus Kaichaks, le pegó con los talones en las costillas al saurio, el animal lanzó un fuerte chillido que hizo que le rechinaran los dientes a todos los hombres cercanos y se dejó caer extendiendo sus alas, convirtiendo su caída en un planeo, hasta que comenzó a batirlas y fue tomando altura. Karos miró hacia atrás y vio que el resto de la partida iba realizando el mismo movimiento. Así, pronto todos estuvieron a la altura deseada y pusieron rumbo hacia el nordeste, perdiéndose en la lejanía. El tiempo jugaba en su contra, pero si la velocidad en el vuelo de los saurios no les fallaba, era muy probable que estuvieran a tiempo de llegar hasta la marca en peligro y salvar la situación.
* * *
Desfiladero La herida de Tilenus
II marca del Nordeste, Skhon
A seis leguas de los vados del Sequere
Karos miraba esa mañana agazapado desde lo alto de las paredes del desfiladero como la partida de bolskanes iba avanzando lentamente por éste. Eran unos quinientos e iban cargados con el botín recolectado a lo largo de la provincia fruto de los saqueos que habían perpetrado, aunque no por eso parecía que tuvieran ningún problema para cargar con los grandes escudos redondos, lanzas, espadas o hachas de combate, que tanto daño habían ocasionado.
A su izquierda, echado su lado, sobre su vientre se encontraba el capitán Ollin, el segundo del general Alucio, quien se encontraba oculto a la entrada del desfiladero para cerrarles la retirada a los salvajes cuando intentaran retroceder. A la derecha, el rey, tenía al comandante Megar, el castellano del Castillo del Rojo, un hombre fuerte y un buen guerrero. Gracias a su conocimiento de las necesidades de la provincia había tenido la iniciativa de adiestrar a los hombres de las aldeas más cercanas como arqueros. Ochenta de ellos estaban en esos momentos apostados en lo más alto de ambas paredes del estrecho desfiladero, esperando su orden para disparar.
El rey y sus acompañantes se retiraron silenciosamente para llegar hasta sus posiciones marcadas a la salida de La herida de Tilenus.
«Poderoso Tilenus, da valor y un brazo fuerte a tus hijos guerreros, recibe en tu casa los espíritus de los que caigan en tu nombre y devora los de los inhumanos bolskanes para que no hallen el descanso eterno. Te lo ruego Señor de la Guerra» oró Karos en silencio al Dios de la guerra cuando se posicionó al frente de los guardias reales que se distinguían por sus capas rojas.
Se volvió hacia el capitán Ollin y dio la orden que todos esperaban. El hombre levantó el arco, ya con la flecha en su cuerda, un soldado junto a él acercó la llama de una pequeña antorcha y le prendió fuego. Ollin disparó al aire.
La curva de la flecha ardiendo era lo convenido para que los arqueros apostados a ambos lados del desfiladero comenzaran a disparar a discreción sobre los bolskanes. Estos comenzaron a caer rápidamente, atravesados por las saetas de los aldeanos. Karos pensó en que era una justa compensación por el dolor que los habitantes de la marca habían padecido a manos de esos infrahumanos.
Cuando vio que los bolskanes comenzaban a superar la sorpresa inicial y levantaban los escudos protegiéndose con bastante eficacia, dio la orden de atacar y entró corriendo en el desfiladero, los soldados no tardaron en seguirlo gritando: «¡Skhon, Skhon, Kuôlimman!» En la antigua lengua del país y con esos gritos de «Skhon» y «a muerte» se inició el combate cuerpo a cuerpo.
La batalla fue feroz, los bolskanes y skonianos se mataban con la misma rabia reflejada en sus rostros. Los infrahumanos eran duros y su inhumana furia suplía su menor entrenamiento en las artes de la guerra. Combatían con desesperación y furia salvajes, por lo que no les estaba resultando fácil a los soldados de Karos acabar con ellos.
El rey combatió como uno más, los bolskanes no tardaron en notar quien era, por lo que sus guardias reales tuvieron que esmerarse en protegerlo, Karos no se lo ponía fácil ya que por su temperamento aguerrido, se metía sin dudar en lo más reñido del combate una y otra vez.
Llevaba ya un buen rato combatiendo con un salvaje especialmente duro y el cansancio le estaba comenzando a pesar. «Maldición, tengo que terminar con este lo antes posible o será él el que acabe conmigo», pensó y se preparó para contener el siguiente ataque.
El bárbaro lanzó un tajo a su cabeza que consiguió desviar interponiendo su espada a duras penas, consiguió no obstante desequilibrarlo ligeramente y a continuación el rey dio un mandoble con la espada a su oponente consiguiendo abrirle un gran corte desde su hombro derecho hasta su costado izquierdo. El salvaje abrió los ojos desorbitadamente justo antes de caer muerto.
Dándose la vuelta rápidamente le metió la espada por la boca a otro que tenía la intención de atacarlo por la espalda, le atravesó la cabeza con un repugnante ruido de chops, pero no se paró el rey a pensarlo, le plantó la suela de su bota en el pecho y empujó al mismo tiempo que tiraba de su espada hacia atrás, haciendo que la sangre y los sesos del infrahumano le brotasen por la abierta boca en silencioso grito.
Girándose buscó a otro oponente, cuando recibió un empujón de un joven guardia real que lo apartó de la trayectoria de una lanza, recibiéndola en el pecho él en su lugar, Karos vio como el soldado lo miraba con una sonrisa en sus labios e instantes después como sus ojos se nublaban y caía muerto.
Para el medio día la batalla parecía que iba tocando a su fin, los últimos restos de resistencia por parte de los bolskanes poco a poco iban siendo reducidos por los skhonianos.
El comandante Megar, cubierto de sangre al igual que Karos, se acercó, sonreía, aunque se le podía notar el agotamiento en el semblante ahora que la adrenalina del combate comenzaba a abandonarle.
—Mei koningur, el campo es nuestro —le dijo, soltando un cansado suspiro a continuación.
El rey, asintió.
—Bien, buen trabajo, comandante. Haz un recuento de las bajas que hemos tenido, pero antes descansa y bebe algo de vino, te lo has ganado. Todos lo hemos hecho.
Megar inclinó la cabeza y se dio la vuelta para obedecer.
Él se quedó mirando entristecido a su alrededor. Los cuerpos, tanto de sus hombres, como los de los bolskanes, permanecían aquí y allá, desmadejados como muñecos de trapo abandonados por un niño cansado de jugar. «¡Malditos sean los bolskanes por toda la eternidad!» dijo para sí mismo el rey cuando su mirada se encontró con los vidriosos ojos muertos del joven guardia que le había salvado la vida al recibir el lanzazo en su lugar.
Se arrodilló junto al cadáver del soldado, le cerró los ojos y pasó sus dedos en una tierna caricia por la fría mejilla, como si así pudiera hacerle saber al espíritu del guerrero que recordaría y le agradecería siempre su valiente gesto. Una lágrima se deslizó lentamente por su mejilla hasta que cayó sobre la cara del joven guardia. «Te juro que tu familia sabrá de tu valentía y nada les faltará por tu ausencia, me ocuparé de ellos por ti, mi joven amigo» le dijo silenciosamente.
—Me’hssur, hemos reunidos a unos cuantos prisioneros, ¿deseáis que sean interrogados? —oyó que le decía la voz del general Alucio desde unos pasos a su lado.
Karos se puso de pie y fue hasta él. Cuando estuvo a su lado el hombre le tendió un pequeño pellejo con agua del que el rey bebió abundantemente; tenía la garganta ardiendo por la quema de adrenalina y del polvo originado por el combate.
—Quiero interrogarlos yo mismo —le comunicó—. Llévame hasta ellos.
Se dirigieron hasta una zona acordonada por los soldados donde los prisioneros, unos cuarenta o cincuenta, permanecían sentados en el suelo los que podían y echados los más heridos.
El capitán Ollin se encontraba allí junto al comandante Megar, al ver llegar al rey se acercó y le dijo:
—No han dicho mucho, pero creo que alguno podría ser el líder de la horda.
—Cual de ellos, señálamelo —ordenó Karos.
Así lo hizo el capitán, apuntando a un guerrero grande y feo, que tenía una horrible cicatriz que le cruzaba su cara en diagonal y que le iba desde el nacimiento del pelo hasta el mentón. Se dio cuenta el rey por qué sospechaba Ollin que esa mala bestia podía ser el líder. Sus ropajes, a base de pieles cocidas burdamente, parecían no obstante ser de mejor calidad que la de los que le rodeaban; además su correaje era mucho más vistoso y más finamente labrado. Todo eso y el que pareciera que varios de los prisioneros le dirigieran miradas de vez en cuando, llevó a Karos a coincidir con la sospecha del capitán.
—¿Quién hablará por vosotros? —preguntó a los prisioneros con voz fuerte—. ¿Alguno habla la lengua común?
Los derrotados bolskanes lo miraron un momento, pero luego desviaron la mirada hacia el que parecía el líder. Al final este se puso de pie con algo de dificultad debido a las sangrantes heridas que tenía en uno de los muslos y en un hombro. Se tambaleó ligeramente hasta conseguir mantenerse erguido, al menos todo lo que era capaz.
Como todos los bolskanes era muy robusto, poseía su misma piel, con el leve tono grisáceo tan característico de su especie. De rostro tosco y brutal, con los arcos supraorbitarios muy pronunciados y de frente huidiza. Mandíbula cuadrada y con algo de prognatismo. Realmente tenían un aspecto inhumano. Su tórax era en forma de tonel, con los brazos fuertes y musculosos, ligeramente más largos que sus piernas, que eran recias y algo combadas como si hubiera pasado años motado en un caballo. Esto último, Karos sabía bien que era más otra característica anatómica de los bolskanes que no eso. Su altura sí era poco común en su especie, el líder medía por lo menos dos varas y casi un codo, cosa muy poco habitual en los bárbaros, que en raras ocasiones pasaban de las dos varas.
—Mí hablo lengua tuya poco —proclamó finalmente el bruto.
—O algo parecido —exclamó Ollin con gesto de asco.
El bolskán lo miró derrochando odio a través de sus ojos, pero permaneció en silencio.
—¿Cual es tu nombre?, ¿cómo me dirijo a ti? —le preguntó Karos.
—Mío nombre no pronuncias tú, Crasllack llamo en la tuya lengua —respondió.
—Bien Crasllack, ¿dónde están el resto de tus guerreros?, sabemos que no todos iban contigo hoy.
El salvaje le echó una mirada llena de desprecio y le mostró una maligna sonrisa de dientes torcidos y amarillos.
—Tú husmear, ellos no aquí.
Karos le clavó la mirada unos instantes, el bolskán se la mantuvo, pero acabó desviándola.
—Te lo voy a preguntar una sola vez más, Crasllack, ¿dónde está el resto de tu horda?
Como éste se obstinaba en su silencio, el rey dio un paso al frente y le cruzó la cara de un guantazo. Un joven bolskán, que estaba sentado algo más atrás que Crasllack, reaccionó con un jadeo lo que hizo que Karos se fijara en él.
—Traed a ese —le ordenó a dos soldados que vigilaban a los prisioneros cerca del rey, señalando al bárbaro. El líder de los bolskanes se traicionó al entrecerrar los ojos y poner lo que le pareció a Karos una expresión de preocupación por unos segundos.
Cuando los soldados se acercaron con el joven prisionero, el rey lo colocó de cara a Crasllack y le puso su daga al cuello.
—¿Qué es para ti este guerrero? —preguntó al líder bolskán.
Crasllack permanecía callado aunque se le notaba el nerviosismo que sentía ante la imagen del joven con la afilada cuchilla junto a su yugular.
—No dañar él, mío hijo, tú dejas yo hablo —acabó diciendo el inhumano salvaje.
—No, Crasllack, primero hablas tú y luego lo soltaré. Ahora contesta a mi pregunta, ¿dónde está el resto de tu horda?
—Cuando tú sabes, dejarás nosotros ir. Da tuya palabra —intentó una vez más negociar el líder de la horda. Karos valoró la situación, no le gustaba la idea de dar su palabra de honor cuando sabía que no tenía ninguna intención de cumplirla. Esos infrahumanos bárbaros habían masacrado aldeas enteras, por lo que no podían salir indemnes, pero por otro lado, era primordial conocer el paradero del resto de los guerreros bolskanes, que sabía muy bien aún estaban por la zona.
Terminó de decidirse por lo que le dijo al salvaje:
—Escúchame bien, Crasllack, dime por dónde andan el resto de tus guerreros y cuántos son y te daré mi palabra de que dejaré ir a tu hijo. No morirá ni a mis manos ni a las de ninguno de mis soldados, pero tú y los demás seréis ejecutados; será rápido, algo que en realidad no merecéis. Ahora habla de una vez.
El bolskán pareció como si se esforzara en analizar la situación, miró hacia atrás a sus guerreros apresados, después al número de soldados que los vigilaban, debió llegar a la conclusión de que no podría hacer nada por salvarse a él mismo y al resto de los suyos, por lo que acabó asintiendo y exclamó:
—Tan junto casa piedras cercanas río poco hondo. Antes salir el sol asaltan rocas poco guardada. Cogen hombre tuyo. Matan otros todos. Son diez veces diez y otra cuatro más veces diez.
—Me’hssur, van a atacar el Castillo de los Vados. Podemos llegar a tiempo si salimos ya —exclamó el general Alucio.
Karos no reaccionó aún. «¿Quién los advirtió del momento para esto?, esta bestia semihumana tiene que tener alguien que le dio la información» los pensamientos cruzaban por su cabeza como centellas en una noche de tormenta.
—Dime una cosa más, Crasllack, ¿cómo conocíais que la comitiva de mi esposo iba a estar en esta fecha en los vados? —le preguntó.
—Mí no sabe eso tú dices, mí recibe órdenes saquear aquí y coger hombre tuyo. No más —respondió el líder de los bolskanes—. ¿Tú libre ahora mío hijo?
El rey dio un empujón al hijo de Crasllack y los mismos dos soldados que lo habían traído antes lo sujetaron de los brazos apartándolo de allí. Karos se dio la vuelta y se alejó seguido del general, el comandante y del capitán. Cuando estaban a la suficiente distancia para estar seguro de que los bolskanes no podrían oírlos se encaró con los tres hombres.
—Megar, te quedas al mando aquí, Alucio, Ollin y yo, marcharemos ahora mismo con cien hombres hacia el Castillo de los Vados.
—Mi señor, ¿qué hago con los prisioneros? —preguntó el comandante.
Karos se pasó la mano por la cara. El cansancio y el estrés le estaban pasando factura.
—Ejecútalos a todos, pero hazlo rápido, no los tortures.
Megar asintió, se disponía ya a marcharse cuando se detuvo y dándose la vuelta le preguntó al rey.
—Mei koningur, ¿qué hay del hijo de Crasllack, debe ser ejecutado también?
Los otros dos hombres lo miraban, era obvio que pensaban que no debía permitir que el joven fuera liberado.
—Di mi palabra de que no moriría por mis manos ni por las de mis soldados. No lo ejecutes, lo llevarás a la plaza central de una de las aldeas que haya quedado indemne y anunciarás a sus habitantes quién es y cuales han sido sus crímenes. Tras eso lo dejarás libre, no sin explicarles a los aldeanos que su koningur dio su palabra de no matarlo el mismo ni ordenar su muerte a manos de sus soldados, por lo que dejo su vida en las de ellos. No intervengas decidan lo que decidan. ¿Me he explicado bien?
Los tres hombres cruzaron una mirada, sabían perfectamente el cruel destino que iba a recibir el joven bolskán.
—Se hará como ordenáis, mi señor. Aunque no me avergüenza decir que, tiemblo ante la idea de presenciar el linchamiento —afirmó finalmente el comandante.
—Te comprendo, Megar, y si Crasllack no me hubiera atado las manos, te aseguro que su hijo no sufriría ese final incluso sabiendo que sus manos están manchadas con la sangre de tantos inocentes.
Tras hacerle una reverencia el comandante se encaminó a preparar las ejecuciones.
Karos y los demás se dirigieron hacia los caballos. Su esposo podía estar en peligro y el pensarlo hacía que sintiera un brutal pellizco en el estómago. «Dioses benditos, no permitáis que lo pierda incluso antes de haberlo encontrado» oró en silencio cuando se disponía a montar y partir al rescate de Eiren.
Salieron al galope, sabiendo que el tiempo corría en su contra y que los inhumanos bolskanes no tendrían ninguna piedad para los habitantes del Castillo del Vado ni para sus invitados.