15
Lo que duele una traición

EIREN

Tres días después

Aunque habían pasado ya tres días de la decepcionante experiencia, los reyes seguían sin hablarse. Mejor dicho. Eiren era en realidad el que no hablaba con Karos ni permitía que entrara en su cámara.

El joven consorte del rey no había superado el dolor que sintió al ver la traicionera actuación que tuvo este, esa maldita noche. Aun habiendo intentado Karos en repetidas ocasiones una aproximación para intentar hacerse perdonar, siempre obtuvo el mismo resultado, una negación total.

En cuanto a Geseladin, no la había vuelto a ver. A la joven parecía que se la había tragado la tierra. Eiren pensaba que lo estaba evitando a propósito, algo que a su pesar le agradecía. No tenía ningunas ganas de volver a verle el rostro. De hecho, si por él fuera, la mujer ya estaría viajando hacía el sur, a ser posible, caminando.

Esa noche, Eiren se encontraba en la parte superior del torreón del león, llamado así, por la pétrea cabeza de dicho felino que tenía adosada encima del dintel la principal puerta de acceso.

El torreón era más bajo que la torre del homenaje, y estaba situado en el lado este de la muralla del castillo. Pero era un lugar tranquilo, cuya terraza le gustaba a Eiren utilizar como mirador. Llevaba ya un rato contemplando el oscuro cielo cuajado de destellantes estrellas que se extendía sobre él.

Realmente el porqué de que ese lugar en concreto le gustase tanto al joven consorte, era que desde su terraza, y en ocasiones como las que vivía en esos días, se imaginaba que, si aguzaba mucho su mirada, podría ver su país de origen. Incluso el castillo de La rosa blanca, su hogar durante sus primeros diecisiete años.

Por supuesto era tan solo una quimera. Un deseo irrealizable; era muy consciente de eso, pero cuando se sentía triste le consolaba pensar así.

Eiren comenzaba a sentirse cansado, por lo que pensó que era hora ya de regresar a sus habitaciones. Miró una última vez hacia el lejano oriente, y se iba a dar la vuelta cuando algo le llamó la atención.

Abajo, en el adarve de la muralla, percibió a dos figuras que parecían pasear tranquilamente mientras hablaban. No eran dos guardias. Una de las figuras vestía un largo y albo vestido. Eiren palideció al darse cuenta que se trataba de Geseladin y Karos. Sus ojos se estrellaron con ira al verles tan amigables entre sí, ira que no tardó en trocarse en lágrimas que los anegaron.

Se quedó allí y lloró contemplando a su esposo mientras este reía ante algo que le decía la hermosa mujer a su lado. Eiren no pudo escuchar lo que provocó la hilaridad del rey, pero por su divertida reacción, era obvio que ambos mantenían unas estupendas relaciones.

Karos y Geseladin se fueron aproximando cada vez más a la esquina del cuadrado torreón con la almenada muralla. El rey consorte no sabía muy bien qué hacer. Seguir espiando lo que pasaba abajo, o retirarse y esperar en la azotea a que la persona que tanto daño le estaba ocasionando se marchase con su nueva favorita.

El problema era que, para alejarse, Eiren tendría que salir por la puerta junto a la que ahora se encontraban hablando Karos y Geseladin.

El silencio de la noche se unió entonces con la brisa nocturna, por lo que comenzó a entender retazos de la conversación que se desarrollaba abajo, cada vez más claramente.

—Confiad en mí, mi hermoso señor. Lejos estoy de quererle mal a vuestro esposo —le decía la mujer a Karos—, pero estarás de acuerdo conmigo en que es caprichoso y poco maduro. Su reciente actitud es buena prueba de ello.

—Sí, es cierto. Aun así, no puedo dejar de sentirme culpable de provocar su enfado; sabes perfectamente que se me fue la cabeza esa malhadada noche, mi lujuria me superó, eso no debió ocurrir de esa manera —habló el rey confirmando lo que Eiren pensaba. Hablaban de él, y de lo que había pasado.

—Mi rey y señor es demasiado duro consigo mismo. Lo que pasó fue un accidente. Solo a tu destreza en el lecho y a mi ardiente pasión por ti, deberíamos culpar —argumentó Geseladin.

«¡Zorra traidora y farsante! Maldita seas mil años». A Eiren las palabras escuchadas le hicieron el mismo efecto que si la pérfida mujer le hubiera abierto el vientre con una daga sin filo. Lo que más le dolía es que su esposo, lejos de apartarla y reprocharle hablarle de tal forma, parecía encantado con su compañía.

El cambio de la brisa y el tono susurrante que comenzaron a utilizar, impidió que pudiera entender lo que seguían hablando. Estuvo tentado de inclinarse sobre las almenas para intentar captar mejor la conversación, e incluso valoró por un momento la idea de bajar cautelosamente hasta la puerta del torreón para oír mejor lo que se decían.

Acabó finalmente por descartar tanto una como la otra. Si los Dioses deseaban hacerle partícipe de algo, volverían a traer la suave brisa que llevase de nuevo sus palabras hasta él, en caso contrario, todo quedaría ahí. No se rebajaría a espiar a su rey y esposo, por mucho dolor y desconfianza que sintiera en esos momentos.

Los Dioses debían querer retorcer su suplicio, porque poco después las palabras subieron nítidamente otra vez hasta Eiren.

—… ntáis señora. Esos bellos ojos casi me hacen dejarme convencer. Nunca, desde que descubrí la sexualidad me he sentido tan atraído por un cuerpo femenino —oyó decir a Karos.

—Si te sientes tentado, mi señor, no veo razón para que te niegues lo que deseas. ¿Qué mal haría el rey dándose un capricho? No es como si alguien pudiera saberlo, ¿no es así?

Ahora ya entendía Eiren lo que venían negociando. Las lágrimas comenzaron a correr libremente por su rostro. Sintió como si el último haz de leña de su pira funeraria hubiera sido colocado. Solo faltaba la mano sosteniendo la antorcha que provocaría su ardiente holocausto, en el cual terminaría finalmente su dolor.

—Bésame mi señor, te lo suplico, concédeme al menos una vez más el calor de tus brazos —le oyó decir a Geseladin. No pudiendo contenerse más, Eiren miró inclinándose entre dos almenas. Casi tuvo que sacar medio cuerpo para obtener una buena vista de lo que ocurría abajo.

La hermana procreadora estaba envuelta en los fuertes brazos del rey Karos. Este la besaba apasionadamente, de una manera que, hasta ese momento, Eiren pensó que solo él disfrutaría. Las manos de la traidora mujer acariciaban la espalda de Karos, arriba y abajo, hasta que terminaron uniéndose sobre los omoplatos del rey y lo atrajeron aún más hacia su cuerpo.

Percibió claramente Eiren cuando su esposo comenzó a desanudar los cordones de cuero de sus pantalones, ayudado ahora por las manos de Geseladin. Pronto estuvieron sueltos, y Karos se los bajó hasta tenerlos por debajo de su culo. Sin dilación comenzó a subir la tela de la falda del largo vestido de la mujer. Y si sus lágrimas se lo hubieran permitido, Eiren habría podido ver el momento exacto en el que el erecto e hinchado miembro de su amor, asaltó duramente la intimidad de la joven hermana procreadora.

Karos embistió una, y otra, y otra, y otra vez. Los gemidos y jadeos que salían de los rojos labios de la fémina le contaban con nitidez como se estaba desarrollando la escena; porque para entonces Eiren ya se había sentado sobre las frías piedras de la terraza del torreón, con la espalda pegada contra el muro almenado que rodeaba la misma. Flexionó sus piernas, pegó los talones a sus posaderas y se abrazó las rodillas.

Lloró su dolor. Todo el tiempo, mientras abajo se oían los sonidos de la adultera pasión, estuvo ahí, llorando su dolor. Lloró por la traición de la que era objeto, y también por su amor mancillado. Lloró por sus sueños rotos, y por sus esperanzas destruidas. Lloró por la pérdida de su confianza en Karos, y también por la de su hijo aún no nacido. Eiren lloró en silencio, sin apenas emitir un sonido, por todas las promesas de amor eterno que dio y recibió mientras yació en el lecho envuelto en los cálidos brazos de su esposo.

Y siguió llorando, acompañado de los excitados jadeos que exhalaba la garganta del que sabía muy bien, era su único y ahora perdido amor.

No supo por cuanto tiempo estuvo ahí, acurrucado sobre sí mismo, sin cambiar la posición. Sin que sus lágrimas pararan de fluir. Tampoco le importó.

Su cuerpo estaba helado. La noche era muy fría. Las noches de Skhon siempre lo eran.

Eiren, en el fondo de su mente, sabía que tenía que levantarse y volver a su cámara, donde de seguro, Thoren tendría encendida la chimenea con un buen fuego, pero no tenía voluntad para hacerlo.

Su mundo entero estaba en ruinas. El pequeño hombre se fue inclinando hacia un lado, hasta estar echado sobre su costado derecho. Adoptó la posición fetal casi sin darse cuenta. Cerró los ojos y deseó no volver a tener que abrirlos nunca más.

«Mejor dejo que el duro clima de esta tierra termine con mi dolor» pensó mientras una mortal somnolencia iba apoderándose lentamente de su mente. «Si desaparezco, quizás mi esposo pueda encontrar la felicidad con alguien mejor que yo». Su maltratado espíritu encontró algo de morboso consuelo en eso. «Geseladin tenía razón en algo, he sido un malcriado caprichoso. Ha debido ser mi falta de madurez la que ha terminado por alejar a Karos de mí» continuó machacándose sin piedad. «Que decepcionada estará mi madre cuando sepa de mi fracaso» ese fue el último pensamiento coherente que tuvo antes de hundirse completamente en la inconsciencia.

* * *

Despertó brevemente en su lecho. No recordaba como había llegado hasta el mismo. Eiren miró a su alrededor, notaba su piel caliente y su cabeza pesada. Tenía muchísima sed. Su garganta le dolía, notó fuertes pinchazos al intentar tragar y cerrando los ojos, se quejó.

—Tomad, mei koningur, bebed —oyó la voz de Eurol, y sintió el brazo del sanador rodeándole los hombros y levantándole un poco antes de conseguir abrir sus ojos. El joven mantenía al alcance de sus resecos labios una copa con un líquido dorado. Eiren pegó su boca a la copa y comenzó a tragar con desesperación, hasta que casi termina atragantándose por la rapidez con la que bebió—. Despacio, mi señor, tragad lentamente.

Su cabeza continuaba embotada. Tenía sueño, sus parpados le pesaban.

—¿Cóm…? ¿cómo he…? —Intentó preguntar justo antes de volver a perder la conciencia.

Cuando volvió a abrir los ojos se encontró mucho mejor. Parecía que su mente en esta ocasión estaba más lúcida. De nuevo echó un vistazo alrededor. Buscó a Eurol, pero no lo vio. Su garganta, aunque algo seca, no le dolía como la vez anterior. De todos modos tenía sed y le apetecía beber. Al ver que nadie parecía estar junto a él, retiró la profusión de pieles que cubrían su cuerpo.

—Mi rey, estáis despierto —exclamó Thoren.

Eiren giró la cabeza hacia donde procedía la voz y vio a su paje en la puerta que daba al pasillo de servicio. El joven se acercó rápidamente al lecho, y volvió a subir las pieles que con dificultad había conseguido retirar parcialmente de sí el rey consorte.

—No debéis destaparos mi señor, aún no estáis fuera de peligro.

—¿Cuánto hace que estoy en la cama, Thoren? —preguntó.

—Dos días completos y buena parte de la mañana, mi rey y señor —respondió el joven althireño que tanto tiempo llevaba a su servicio, quebrándosele la voz al final—. El maestro de sanadores no ha dejado vuestro lado hasta hace media hora.

—¿Eurol?

—Sí, mi rey. Temimos que incluso con su ayuda no superarais la fuerte fiebre que os atacó.

Eiren se sintió conmovido por la lealtad que el joven sanador parecía haberle demostrado, y se sintió nuevamente un poco culpable por el pasado trato que recibió de su parte.

—¿Dónde está mi esposo el rey? —Se atrevió finalmente a preguntar, temiendo la respuesta que podía recibir al ver la huidiza mirada de su paje.

El joven no contestó inmediatamente.

—Vuestro real cuñado el príncipe Kaisaros, también os ha estado velando, mi señor. Es evidente el cariño que os profesa —Eiren se dio cuenta de que Thoren no quería decir nada que pudiera dañarle.

—¿Y mi esposo, Thoren?, por favor, dímelo.

El paje hizo un movimiento brusco y seco con su cabeza, y apretó los labios sin pronunciar palabra. Al final terminó por decirle:

—El rey lleva dos días seguidos sin salir de sus habitaciones, mi señor.

Un frío dolor comenzó a hendirle el corazón. La fuerte sospecha de que lo peor aún estaba por llegar le atenazaba por dentro.

Haciendo un evidente esfuerzo, le preguntó:

—¿Solo?

A Thoren se le ensombreció el semblante.

—No, mi señor. La dama Geseladin ha permanecido todo ese tiempo junto al rey.

Eiren no necesitó nada más. Sintió un escozor en sus ojos que evidenciaban sus ganas de llorar, pero no quiso hacerlo delante de su servidor.

—Creo que voy a dormir un rato más, Thoren. Gracias, puedes retirarte.

El chico asintió con la mirada entristecida y salió de la habitación. Solamente cuando vio que se cerraba la puerta, pudo Eiren dar rienda suelta a sus lágrimas.

Debió volverse a dormir, porque despertó repentinamente de nuevo. Había estado soñando, reviviendo toda la escena que presenció desde el torreón. En esta ocasión sin embargo, era mucho peor. En el sueño, Geseladin, levantaba los ojos hacia él y clavándole una despiadada mirada, le sonreía diabólicamente mientras seguía disfrutando de las ardorosas embestidas de Karos.

—Mi señor, ¿os sentís mejor? —Oyó que le decían asustándole al no haberse dado cuenta de que no se encontraba solo.

Miró hacía donde había oído la voz y vio a Hanon sentado en una silla en un rincón de la cámara, con sincera preocupación dibujada en su expresión.

—Hanon, ¿qué haces ahí? —respondió Eiren, diciéndole a continuación—. Sí, gracias, estoy bien.

—Eurol me mandó para que os vigilara. Él llegará en unos momentos.

El rey consorte no contestó, pero asintió manifestando su acuerdo. La sensación de rabia, celos, y pena, que le había provocado el desagradable sueño, aún no se había diluido del todo.

—¿Cómo te vas adaptando, Hanon? ¿Eres feliz aquí? —le preguntó Eiren, quizás para poder borrar de su cabeza las imágenes que había revivido en la pesadilla. Lo cierto es que desde que volvió del sur, y con todo lo ocurrido con Kaisaros, es que no había tenido demasiado tiempo para interesarse por el muchachito. Incluso en su actual situación, sintió algo de culpa por eso.

—Oh, sí, soy muy feliz aquí. Todo el mundo ha sido muy amable conmigo, y Eurol está enseñándome muchas cosas —le respondió el niño de carrerilla, casi sin tomar aliento, y olvidándose de darle el apropiado tratamiento al rey consorte.

—Me alegro de que sea así, Hanon —sonrió Eiren, aunque su sonrisa murió rápidamente, esforzándose por impedir que de sus ojos volvieran a escaparse las lágrimas. «Le envidio. Por patético que pueda parecer, envidio la inocente alegría que este pobre niño manifiesta».

El muchacho le devolvió la sonrisa a Eiren.

La puerta de la cámara se abrió y entró el maestro de sanadores Eurol. En sus manos cargaba una bandeja cargada con lo que pensó el joven rey serían los alimentos que el galeno habría decidido que comiese. Si fuera tan fácil.

Me’hssur, os he traído vuestra comida. Os ruego que intentéis al menos acabar con el primer plato —le pidió mientras se acercaba y dejaba la bandeja sobre su regazo—. Hanon, ve tú también a comer. Es tarde. Yo me quedaré con el koningur siôur, y me aseguraré de que se porte bien, y coma —Eurol sonrió al niño, el cual no tardó en obedecerle.

Eiren se percató del sincero afecto que el joven sanador parecía haberle tomado a Hanon.

—Te agradezco mucho, Eurol, que le hayas tomado bajo tu protección —dijo cuando el pequeño había abandonado la habitación—. Creo que yo no he sido el mejor de los protectores, y lejos de poder arreglarlo, temo que menos le podré servir como tal en el futuro —finalizó apesadumbrado.

—Es un buen muchacho, koningur siôur. Es muy inteligente y muy bien educado. No me da ningún problema. Y ahora os ruego que comencéis a comer.

Eiren asintió y miró hacia abajo a la bandeja. Optó por el cuenco de sopa. Al llevar la primera cucharada a su boca, comprobó que era de pescado. No era su preferida, pero pensó que si Eurol la había elegido, sus razones tendría. Así que comenzó a sorberla silenciosamente. Se dio cuenta de que tenía más apetito de lo que en principió había pensado, por lo que continuó sorbiéndola a buen ritmo.

—Eurol, me gustaría saber cómo terminé en mi cama —preguntó tímidamente entre cucharada y cucharada.

El sanador asintió ante la buena disposición que demostraba Eiren ante la comida, y se relajó visiblemente.

—Fue precisamente el pequeño Hanon el que, al ver que tardabais en regresar, salió a buscaros —le explicó—. Debéis saber, me’hssur, la alta estima que siente por vos. Imagino que el que impidierais que terminase en las minas, ha ocasionado que se convierta en vuestro incondicional seguidor.

El rey consorte lo miró asombrado. La verdad es que no tenía ni idea de que el muchacho lo viera de esa manera, pensaba más bien que era a Eurol a quien había convertido en su principal héroe.

—Llegó corriendo a buscarme, advirtiéndome de vuestro estado casi catatónico y diciéndome dónde os encontrabais. Con la ayuda de unos capas rojas os trajimos hasta vuestra cámara —finalizó la explicación el maestro sanador. Se levantó rápidamente y tras apartarle el cuenco de sopa, ya vacío, le acercó un plato con una pequeña pechuga de pollo fileteada—. Por favor intentad acabaros al menos la mitad de esto —le dijo.

—¿Qué más me he perdido estos días?, Eurol —preguntó Eiren con algo de miedo ante la posibilidad de recibir un nuevo hachazo en su ya muy lastimado corazón, pero sin poder evitar por otro lado intentar averiguar sin ser demasiado obvio, noticias sobre Karos. Lo miró fijamente el sanador y valoró si sería contraproducente, o no, darle cualquier información más.

—Todo el mundo ha estado muy ocupado con los preparativos bélicos, mi señor —le dijo, y tras un momento de vacilación, continuó—. Parece que últimamente se han precipitado los acontecimientos en nuestra frontera con Sekaissa. Ya se han producido los primeros enfrentamientos.

—¿Me estás diciendo que estamos en guerra, Eurol? —preguntó alarmado el rey consorte.

—Sí, koningur siôur, lamentablemente estamos en guerra.

Se encontraba el rey consorte en su antecámara con su cuñado Kaisaros un par de días después. Había comenzado a levantarse del lecho con el permiso del maestro sanador, aunque todavía no lo tenía para salir de sus habitaciones. Su debilitado cuerpo aún no había terminado de reponerse completamente de los miasmas de la fuerte fiebre que lo había dejado postrado. La pena que le oprimía el corazón tampoco ayudaba a su pronta recuperación.

Los dos cuñados habían formado una alianza de exclusión en contra del hermano de uno y esposo del otro. El príncipe fue tan lejos, tras conocer lo ocurrido, como para enviarle a Karos una nota en la que le decía que de momento y hasta que no rectificase su comportamiento, no lo perdonaría ni hablaría con él.

Estaban los dos jóvenes señores enfrascados hablando sobre los preparativos de la próxima boda del príncipe, prevista para comienzos de año, cuando recibieron el anuncio de que el senescal Bilistages solicitaba una audiencia con el consorte real.

—Dile que pase, por favor Thoren —le contestó Eiren a su paje.

El viejo entró inmediatamente y, tras hacerles la reverencia de rigor, se aproximó hasta ellos.

Koningur siôur, mei kuningiks, disculpad que os interrumpa —les dijo el viejo hombre—, pero es importante que sepáis, que me’hssur Karos piensa partir en una visita no prevista hacía las Costas del ámbar.

Tanto Eiren como Kaisaros se miraron por un momento. La decepción en sus rostros era pareja, aunque fue el rey consorte el que más dolor sintió por lo que creía un nuevo abandono por parte de Karos. Había pasado todos esos días sin que se hubiese molestado en visitar a su convaleciente esposo, ni siquiera contestó a las peticiones por parte de Eiren pidiéndole que por favor lo hiciera. Thoren, a quien había enviado con ellas, se encontró con el muro infranqueable del paje de su esposo, el cual manifestaba invariablemente que su señor, el rey, no estaba disponible.

—Gracias por informarnos, Bilistages. ¿Cuándo está previsto que el rey salga? —preguntó Eiren.

Koningur siôur, me temo que el koningur ya se encuentra en el patio de armas —le respondió el viejo servidor; la penosa expresión que mostraba en su rostro era indicativa de la preocupación que lo embargaba.

—Tengo que bajar antes de que se marche —le dijo Eiren a Kaisaros y al senescal—. Debo intentar frenar esta locura —se dio la vuelta y haciéndole un gesto a su paje, le pidió—: Ayúdame Thoren, dame tu brazo y bajemos deprisa.

Y así, con la ayuda del muchacho y de su cuñado, y seguido por el viejo senescal, comenzó el descenso hacia el patio de armas.

Tuvo que detenerse para tomar aire en varias ocasiones mientras bajaba por las estrechas escaleras, afortunadamente sus habitaciones se encontraban en el primer piso de la enorme torre del homenaje. Sus pulmones aún se resentían, y se preguntó apenado si algún día volverían a tener la misma capacidad que antes de su enfermedad.

En el patio, buscó con la mirada a Karos y le vio junto a los establos. El aliento se le quedó atorado en la garganta al volver a ver a su adultero amor. «Oh Dioses, que dolor. Incluso ahora lo quiero tanto que me hace daño contemplarle».

Se fue aproximando lentamente hasta donde se encontraba el rey. En el momento en que este se dio la vuelta y lo miró. Eiren atisbó la causa de todos sus males. La hermana procreadora. Vestía la mujer un rico vestido de brocado rojo de amplias faldas, y se protegía del frío con una larga capa de carísima piel. Guantes en sus finas manos y una estola blanca que cubría su cabello y caía por su espalda hasta llegar casi a sus muslos. A Eiren le sorprendió mucho el vivo color del vestido de la fémina. Siendo una hermana procreadora, debía vestir en todo momento de blanco virginal, incluso tras haber sido desflorada. No le estaba permitido trocar el albo color en negro, hasta que no hubiera alumbrado exitosamente un bebé sano.

Se dio cuenta Eiren que la elección de color de sus vestiduras era una declaración de intenciones. Lo que la mujer estaba diciéndole al mundo vistiendo ese color, era: «Miradme, soy más que una hermana procreadora para mi hombre». Las dos damas de compañía y la doncella que permanecían cerca de ella, también decía mucho de su situación.

Eiren la odió profundamente. Un fuego al blanco vivo le subió desde sus tripas y acabó brotándole por los ojos. ¿Cómo podía Karos consentir semejante descaro?, ¿por qué no ponía en su lugar a tal arpía? Repentinamente un pensamiento explosionó en su cabeza: «Está hechizado por ella». Una profunda pena brotó en su pecho. Fue completamente consciente en ese momento de que poco podría conseguir para hacer recapacitar a su esposo.

Karos finalmente decidió notar la presencia del grupo que se le aproximaba, y frunciendo el ceño, los esperó pacientemente.

Dio dos pasos hacia Eiren y le preguntó:

—¿Qué haces aquí? Deberías permanecer en tus habitaciones y acabar de reponerte. ¿Por qué has bajado?

—Mi señor no me ha dejado otra opción —respondió su consorte, la fría y distante formalidad con la que le habló eran un reflejo de todo el dolor y el orgullo herido que los pasados días sin saber de Karos le habían ocasionado—. Ante la noticia de vuestra partida, he querido confirmarla por mí mismo, dado que no la creía posible. ¿Debo recordar a mei koningur, que el reino está en guerra? —Utilizó Eiren la forma en la lengua antigua para nombrar al rey como recordatorio del olvido de sus deberes reales por lo que aun ahora esperaba no fuera más que un vano capricho y no otra cosa peor, como sospechaba.

Le alivió ver que por un breve momento, los ojos de Karos mostraron algo de culpa y arrepentimiento, pero fue un espejismo que acabó desvaneciéndose rápidamente al producirle un nuevo dolor con sus siguientes palabras.

—Eiren, volveré en pocos días. Solamente voy a mostrar a mi dama nuestras bellas Costas del ámbar. Ella me lo ha pedido, y es algo que me place mucho concederle.

—¿Tu dama?

Pareció pasarle un velo de tristeza por sus ojos a Karos, pero inhalando profundamente, le contestó:

—Mi dama Geseladin. La señora de mi alma.

Eiren casi perdió el conocimiento ante la revelación de su esposo. Era mucho peor de todo lo que pudo haber imaginado.

—Mi amado señor, se hace tarde, deberíamos partir ya —dijo Geseladin aproximándose hasta ellos. Le clavó a Eiren una dura mirada cargada de soberbia, y posó su mano sobre el brazo de Karos cuando pareció que este iba a alargarlo para rozar la mejilla de su consorte.

—Estás en lo cierto mi hermosa dama. Discúlpame Eiren.

Y con eso se retiró sin tan siquiera mirarlo a la cara ni despedirse de su hermano Kaisaros, quien se había quedado unos pasos más atrás, junto con Belistages y el paje de Eiren.

—No vas a poder recuperarlo. Su amor es mío ahora —le dijo Geseladin cuando se quedaron solos cara a cara—. Mejor sería que desaparecieras y volvieses a tu país. Yo de ti, pequeño hombrecillo, me preocuparía de tu seguridad si no lo haces.

Las palabras no podían ser más claramente una amenazante declaración de guerra, y así se la tomó Eiren. Una fuerza que desconocía que poseyera invadió su menudo cuerpo. Desde ese momento el rey consorte tomó conciencia de que únicamente la destrucción de la mujer, o la suya propia, resolvería la situación.

—¿Sabes Geseladin?, no solo el reino, también tú y yo estamos en guerra.

La mujer se rio despreciativamente y, dándose la vuelta, se encaminó hacia donde ya la esperaba, junto a una hermosa jaca enjaezada con valiosos arreos, el rey Karos. Ella volvió su cabeza para mirar a Eiren una vez más, y poniéndose de puntillas al tiempo que llevaba su mano a la nuca del rey, lo hizo inclinarse y lo besó ardientemente en los labios.

Eiren cerró los ojos para no seguir viendo lo que tanto sufrimiento le reportaba.

«Ahora ya sé lo que duele una traición».