17
La caída del velo

EIREN

Castillo de Rocanegra

Sede real de los Amarokiên

I marca central

Skhon. Año 763 de la IV era

17 de dethimbriêll

Todo el castillo sintió la sacudida emocional que supuso ver llegar una vez más al príncipe Leukon en el centro de un destacamento de guerreros en calidad de detenido por orden real. Algunos de los habitantes más viejos del lugar, recordaron que ya en otras dos ocasiones el díscolo príncipe y barón feudal, había hecho enfadar tanto al rey, que lo castigó de la misma forma. Incluso comentaron que la última vez, a punto estuvo de ser condenado al destierro.

Nadie sabía qué nuevo delito podía haber cometido el querido primo del monarca para volver a terminar en una de las cámaras del torreón de los ajusticiados; destinadas a los miembros de la nobleza en espera de juicio, pero en cualquier caso, hasta allí vieron que era conducido el príncipe.

Orisses, que siendo el comandante de la guardia real, había tenido que recibir al «preso» a su llegada al patio de armas del castillo, no perdió tiempo en correr a las habitaciones del rey consorte para avisarle del funesto suceso.

Eiren se quedó de piedra en un primer momento, y finalmente se lanzó a la carrera hacía la puerta con intención de llegar cuanto antes al torreón.

Cuando llegó frente a la cámara donde habían encerrado al príncipe, el rey consorte ordenó al alguacil que lo había seguido hasta allí:

—¡Ábrela!

El hombre lo miró avergonzado.

Koningur siôur, perdonadme, pero las órdenes del koningur han sido muy claras, nadie puede ver al príncipe —se excusó.

—Dudo mucho que esas órdenes se refirieran a mí, buen Iscer. Abre la puerta.

Sin saber muy bien si no estaría haciendo votos para terminar él mismo en otra celda mucho menos cómoda que ante la que se encontraba, optó el alguacil por dar vuelta a la gran llave y empujar la gruesa puerta de la cámara, apartándose a continuación con una reverencia para dejar pasar al rey consorte.

—¡Leukon! —exclamó Eiren nada más ver al príncipe, el cuál se encontraba tumbado boca arriba en el lecho, con las manos tras su cabeza y completamente vestido—. ¿Qué demonios has dicho para acabar de esta manera?

El príncipe se echó a reír de buena gana, se incorporó y le soltó a su pequeño primo:

—Mira que bien. ¿Por qué crees que ha sido culpa mía?

—Porque te conozco, Leukon. Tu lengua es única para levantar ampollas, ¿o me vas a decir que no ha sido eso lo que ha llevado a Karos a encarcelarte?

El príncipe se volvió a reír con fuerza. Eiren pensó que para haber sido aprisionado el hombre seguía manteniendo una estupenda actitud.

—Tienes razón, primito —le contestó finalmente—. Ha sido mi lengua la que me ha metido en este lío. Lo curioso es que creo que Karos lo ha hecho como mal menor. Esa arpía quería que fuera ejecutado en el mismo campamento.

—¿Qué quieres decir?, ¿Geseladin?, ¿con qué motivo? —preguntó Eiren completamente sorprendido.

Leukon se levantó del lecho, y fue hasta una mesita al otro lado de la sala donde reposaba una jarra de loza con agua y otra de metal con vino, junto a unas copas también de metal. Sirvió una para el rey consorte y se la alargó, y después sirvió otra para él mismo, solo que apenas la aguó esta vez. Estaba claro para Eiren que, pese a todo, a su primo le pesaba la situación en la que se encontraba.

—Verás, esa maldita mujer me acusó de intentar violentarla —dejó caer de golpe. Eiren se quedó helado, no supo que pensar. Se dio cuenta de que en realidad no sabía las preferencias en cuanto al sexo del hombre—. Oh vamos, primo, no creerás que soy capaz de algo así, ¿verdad? —preguntó algo escandalizado el príncipe al ver la pasmada expresión que aún mantenía Eiren.

—¿Qué?, o no, no, por supuesto que no. Bu… bueno quiero decir, Leukon, ahora que caigo, nunca me has mencionado hacia donde te inclinas.

El socarrón príncipe lo miró muy serio, para poco a poco ir mostrándole al consorte real una sonrisa pícara y maliciosa de niño malo, que consiguió hacer estallar en carcajadas a Eiren.

—La verdad es que no me inclino hacia ningún lado, primo. Puedo comer igual carne que pescado —sentenció—. Pero eso no implica que intentara forzar a esa bruja. Créeme, nunca he necesitado usar la fuerza para llevar al lecho a ninguna mujer, al igual que a ningún hombre, por cierto.

—Te creo, te creo —le dijo Eiren riendo. Y era verdad, su deslenguado primo político podía ser muchas cosas, pero indudablemente lo que de seguro no era, es un violador. Leukon era un hombre muy atractivo; desprendía un aura de sensualidad a su alrededor lo suficientemente evidente como para que cualquiera en el que se fijase, sin importar el sexo que tuviera, se sintiera atraído hacia él.

El príncipe se llevó la copa a los labios y se tragó de un solo trago el resto del vino que contenía. Se dirigió hacia la mesita una vez más y volvió a servirse otra. Miró a Eiren interrogativamente, pero el rey consorte movió negativamente la cabeza.

—Dime qué ocurrió, primo.

Leukon suspiró profundamente y dándose la vuelta, se encaró con el joven rey.

—Fue al quinto día de llegar al campamento. Previamente ya habíamos tenido un par de roces. Le paré los pies varías veces. Eiren, esa mujer se da unos aires desproporcionados para su estatus en la vida. ¿Sabes que comenzó a darme el tratamiento de «primo» apenas llegué? ¿Quién se ha creído que es? —El príncipe comenzó a indignarse cada vez de manera más evidente—. Va por ahí, dándosela de segunda consorte y anunciando que muy pronto tendrá el título de karulien. Es vergonzoso.

—Tras el último cruce de palabras me amenazó con que me iba a arrepentir si me convertía en su enemigo. La verdad yo me reí y la dejé con la palabra en la boca. No me imaginé que pudiera ser tan retorcida, la verdad.

—La noche del quinto día, fui avisado de que Karos quería verme en su tienda. Acudí por supuesto, pero mi primo en realidad había salido con algunos mandos militares a reconocer el terreno y no había vuelto aún. En la tienda únicamente estaba la arpía esperándome, como una araña a la mosca.

El príncipe se quedó callado rememorando toda la escena; tenía la mirada perdida y la copa a medio camino de sus labios, como si se hubiera quedado congelado por efecto de un sortilegio. Eiren no sabía si debía sacarlo de su ensoñación contemplativa o no. Finalmente Leukon pareció volver al presente, clavo su mirada en su primo, y después miró la copa que continuaba cerca de su boca, bajó la mano e inclinó la cabeza como si estuviera avergonzado.

—En esa mujer hay algo maligno, Eiren, lo pude notar nítidamente esa terrible noche —continuó relatándole—. Al principio todo iba bien, ella se comportó muy amablemente. Yo, tonto de mí, pensé que intentaba hacerse perdonar por sus desplantes anteriores.

—Me confié, Eiren, me confié y no vi venir la representación que tenía planeada.

El rey consorte se sorprendió al ver como los ojos de Leukon se pusieron repentinamente brillantes por las lágrimas.

—Se acercó a mí sin parar de hablar sobre lo mucho que desearía poder llegar a tener una mejor relación conmigo. Lo mucho que respetaba el cariño que Karos sentía hacia mí. No sé, creo que simplemente fue regalándome los oídos, su voz tenía una extraña cualidad hipnótica —el relato del príncipe iba haciendo que a Eiren se le fuera poniendo de punta el vello del cogote—. Hasta que la tenía encima besándome, no salí de mi estado de distracción.

—La aparté de mí con fuerza y… y ella… ella entonces co… comenzó a gritar mientras se rasgaba su vestido y se arañaba el busto. Lo peor fue ver como se autoinfligía un golpe tremendo contra uno de los postes de la tienda. Lo hizo de frente, y le quedó una marca oscura a la altura del pómulo.

—Cuando entraron los siervos, sus damas de compañía y un par de capas rojas, yo estaba agachado sobre ella. Te juro Eiren que únicamente trataba de examinar su rostro, pero Geseladin comenzó a gritar, daba grandes voces pidiendo socorro y acusándome de querer violentarla. Ya conoces la lealtad extrema de los capas rojas hacia el Amarokiên reinante; por más que yo sea miembro de la familia real, su primera lealtad es para el koningur y sus posesiones, entre las cuales ya cuentan a la arpía.

—Fui retenido inmediatamente y sacado de la tienda real; se me condujo hasta la mía, donde fui confinado, custodiado por soldados hasta la llegada de Karos.

—Y cuando llegó él, te condenó —acabó Eiren por Leukon. Asintió el príncipe, y se restregó fuertemente los ojos.

—Todo apuntaba a mi culpabilidad, Eiren. Lo peor fue ver la duda hacia mí en su mirada. Karos pensó que había al menos una posibilidad de que fuera culpable, eso es lo que más daño me hace.

—No, no debes pensar eso —argumentó el rey consorte—. Al menos no lo creyó lo suficiente como para condenarte más duramente, ¿no es así?

Leukon movió la cabeza negativamente.

—Eiren, Karos tan solo ha pospuesto mi juicio hasta que acabe la campaña. Pero eso no significa que no me condene a muerte cuando regrese.

Lo último dicho, hizo que Eiren se preguntara si su esposo sería capaz de ordenar la muerte del hombre. Leukon y su hermano Laro se habían criado en el castillo de Rocanegra desde que el padre de ambos, el príncipe Otorkel, hermano menor del rey Kallucio, murió en el naufragio de su dragkis cuando ellos tenían cinco y dos años respectivamente.

No. Karos no condenaría a morir a Leukon, al igual que no podría hacerlo con Kaisaros si ese fuera el caso. Por un momento el joven rey consorte valoró la posibilidad de ordenar la liberación del príncipe, pero la descartó finalmente al darse cuenta que si lo hacía estaría desautorizado un mandato real del rey titular cuando él era tan solo el rey consorte. De todas maneras sería dudoso que el alguacil aceptara cumplir su contraorden invalidando la de Karos. Únicamente conseguiría de esa manera perder credibilidad a los ojos de sus súbditos, por lo que decidió que se conformaría con hacer que el encarcelamiento de Leukon fuera lo más cómodo posible.

* * *

El siguiente acontecimiento sorpresivo se produjo un tiempo después. Al castillo comenzaron a llegar refugiados desde las marcas fronterizas con Sekaissa. Y con ellos llegó la noticia que todos temían. El ejército de Skhon, tras una reñidísima batalla, había tenido que realizar una ordenada retirada ante la marea de tropas sekaissanas que habían invadido el reino por tres frentes distintos.

Los mensajeros iban y venían en un constante trajín, trayendo y llevando noticias, informes de movimientos, o simplemente peticiones de auxilio por parte de algunos de los barones feudatarios fronterizos.

Uno de los más castigados por la invasión fue, precisamente, el feudo del príncipe Caelo, el tío del rey. Por lo que habían sabido en el castillo, toda la baronía estaba en poder de los sekaissanos. Lo más grave del caso es que el ejército enemigo contaba con el beneplácito de Caelo. El consejo del reino, ante esto, lo había desposeído de su título de príncipe y de la titularidad del feudo.

La sorpresa total vino cuando Eiren fue llamado a la barbacana del castillo para que viera la aproximación de toda una cohorte de soldados refugiados, entre los que se encontraban los propios hijos del traidor príncipe.

Chalbos, y sus dos hermanas, las princesas Stena, la mayor, y Daleninar, la menor y melliza de su hermano, entraron al castillo con visible aire cansado. El príncipe y la pequeña de las dos hermanas tenían heridas leves que sufrieron durante su fuga del invadido feudo de sus padres. Erien inmediatamente dio orden de que fueran atendidos por el maestro sanador Eurol.

Los príncipes exiliados fueron conducidos a una sala de la torre del homenaje y atendidos lo mejor posible. El rey consorte acompañado de Laro, el senescal Bilistages, y el maestro de espías Turro, entraron en la habitación cuando ya los siervos habían proporcionado aguamaniles y toallas para que se aseasen, desprendiéndose de algo del polvo y la mugre del accidentado camino, y comida y bebida para ahuyentar la sed y el hambre que los pobres exiliados habían padecido.

Eiren había conocido a Chalbos durante el pasado festival en honor al primer Amarokiên, el Kaurentiade, pero no a sus hermanas, las cuales no habían asistido. Su impresión del primo menos querido de su esposo no había sido demasiado positiva. El príncipe de veintidós años, le había parecido un joven pagado de sí mismo, excesivamente mimado, y con pocas ganas de mejorar la distante relación que toda la familia mantenía con el resto de la casa real.

Siendo un joven muy atractivo, de hecho como todos los demás Amarokiên, alto y de buena planta, tenía la particularidad de tener el cabello de un rubio no tan blanco como sus primos, influencia sin duda de la mezcla con sangre sekaissana que corría por sus venas, y unos ojos grises indudablemente hermosos, que ahora se veían empañados por la preocupación y la penosa situación que atravesaba su poseedor.

Las dos princesas eran la noche y el día entre ellas, Stena, la mayor, era toda sekaissana. De cabello cobrizo y ojos azules, era más bajita que sus dos hermanos. Tenía veinticinco años, pero aparentaba más, quizás por el ligero sobrepeso que padecía. Eiren la catalogó de inmediato como a una mujer dura y fría. En cambio la melliza de Chalbos, Daleninar, era una beldad a la altura del propio príncipe. El tono de su cabello era idéntico al de su hermano, su esbelta figura de aproximadamente el mismo tamaño, un poco inferior tal vez que su mellizo; de piel blanca, y rosados labios, realmente era una doncella de veintidós años muy bella.

Chalbos y su hermana Stena se pusieron de pie en cuanto vieron entrar al rey consorte y a sus acompañantes. La princesa Daleninar lo intentó, pero un ligero vahído la hizo caer de nuevo en la silla donde descansaba hasta ese momento.

—No te levantes querida —le dijo Eiren a la joven cuando la vio caer. Ella le sonrió modestamente y negó como disculpándose.

Koningur siôur, mis hermanas y yo os rogamos nos deis asilo como Amarokiêns y príncipes del reino —solicitó Chalbos. Toda su presunción se había esfumado. Eiren se sintió conmovido por el aire de tristeza que envolvía al otrora envanecido joven.

—Por supuesto, primo, dalo por concedido —le dijo el rey consorte, siendo interrumpido por la llegada de Eurol. El sanador se puso manos a la obra enseguida, primero asegurándose de que la princesa Stena no tuviera ninguna lesión oculta, y tras ello, centrándose rápidamente en Daleninar. Esta, a parte de algunas magulladuras y arañazos, tenía un corte poco profundo de espada a la altura del húmero derecho. Por lo demás, tan solo mucho agotamiento era todo lo que padecía. Eurol dejó en manos de Balkar, el sanador de Kaisaros, la sutura de la herida y se dispuso a examinar al príncipe Chalbos.

Mei kuningiks, por favor, sentaros para poder curar vuestro brazo —le pidió mirando el burdo vendaje que el príncipe tenía en su antebrazo izquierdo, y que estaba sucio y manchado con sangre seca.

—Estoy bien. No te neces… —Se cortó repentinamente Chalbos en lo que iba a decir cuando cruzó su mirada con la del joven maestro sanador. Quizás fueron los tranquilos y comprensivos ojos oscuros de Eurol, o su igualmente oscuro cabello, o a lo mejor fue la paz y ancestral sabiduría que desprendía el joven, lo que hizo que el príncipe enmudeciera. Fuera lo que fuera, Chalbos se sentó y le alargó el brazo al sanador—. Muchas gracias, venerable —le dijo utilizando el tratamiento de respeto al que tenían derecho los iniciados en las artes de Taut, y que pocos seguían recordando en esos días—. ¿Cuál es tu nombre?

—Soy Eurol Biurtanek, mei kuningiks. Me’hssur está versado en la historia por lo que veo —le dijo Eurol al mismo tiempo que le mostraba una sonrisa que provocó que le faltara el aliento a Chalbos.

—¿Eh? ¿Por qué lo dices? —preguntó tontamente el príncipe.

—Hace años que no he oído llamar a ningún siervo de Taut de tal forma, mei kuningiks —explicó Eurol arrodillado delante del príncipe mientras iba retirando despacio el sucio vendaje del brazo.

—No has estado entonces en las marcas del suroeste —le contó Chalbos—. En Arbucall, la baronía de mi padre, se les sigue dando el honorífico tratamiento. Tú pareces muy joven para ser ya un maestro sanador, ¿qué edad tienes?

Eiren, que escuchaba la conversación establecida entre los dos, estaba algo perplejo. Miró hacia la mayor de las hermanas, y se quedó algo más tranquilo al ver que se había retirado hasta una mesa algo más alejada, donde estaba comiendo mientras mantenía una animada conversación con el viejo Bilistages y con Turro, el maestro de espías. Laro, en cambio, parecía no notar nada extraordinario. Entretenía a su prima Daleninar, de la cual no se había separado ni un momento desde que había entrado en la sala.

«Por las garras de Arconi que si no lo veo no lo creo» pensó el rey consorte, «el mundo parece estar cayéndose a pedazos, y aquí están Chalbos y Laro, embelesados, como si esas otras dos personas fueran el pegamento capaz de mantenerlo unido». Se habría reído si no fuera una situación tan grave la que tenía encima.

—No, no he estado nunca en las marcas del suroeste, nací en Lutiakos, en la V marca del sur, y cumplo veintidós años a finales de aënur, mei kuningiks —respondió Eurol a lo preguntado por el príncipe. Eiren volvió a prestar atención con curiosidad, entre divertido y sorprendido.

—Ah, así tenemos casi la misma edad. Yo los cumplí en aëgesttol —confesó a su vez Chalbos—. Tienes unas manos muy suaves Eurol; no he sentido nada de daño cuando has retirado el vendaje, pese a que estaba pegado por la sangre seca.

El maestro sanador le sonrió otra vez al mismo tiempo que un leve rubor tiñó sus mejillas.

—Gracias mei kuningiks, honor que me hacéis.

—¿Llevas mucho tiempo aquí? No te vi cuando asistí al Kaurentiade.

—Eurol lleva con nosotros desde días antes del festival, primo. No debiste fijarte en él, eso es todo —decidió intervenir Eiren. Por mucho que le divirtiera ver el extraño interés del príncipe en su amigo, era hora de que supiera lo que había ocurrido en la baronía de Arbucall—. Necesitamos hablar Chalbos. ¿Qué ha pasado?, ¿por qué habéis tenido que salir huyendo tus hermanas y tú?

El príncipe exiliado miró a Eiren un momento frunciendo el ceño. Por un instante pareció que iba a volver a surgir el joven mimado que había conocido meses atrás, pero fue solamente un espejismo. Chalbos asintió entristecido y se dispuso a relatar su historia.

—Perdóname koningur siôur. Tienes razón. Debes saber qué ha pasado y el peligro que corre el pueblo de los primeros nacidos. Mi padre es un traidor —comenzó a explicar sacando al mismo tiempo un manojo de cartas, algunas de ellas con lo que le parecieron a Eiren rastros de sangre—. En estos documentos está la prueba de su horrible traición, cógelas, me’hssur.

En el momento en el que le entregó las cartas al rey consorte, un sollozo le surgió de la garganta al príncipe.

—Qué cruel que tenga que ser yo, su hijo, el que denuncie a mi padre. Pero antes que hijo de Caelo, soy príncipe de los anani —acabó diciendo, haciendo un visible esfuerzo para tragarse un nuevo sollozo—. Eiren, mis padres están confabulados con mi tío el koningur de Sekaissa. También hay un consejero de Karos implicado en la traición, pero las cartas solo lo nombran en clave, por lo que no sé quién es. Debes tener cuidado a quién le dices esto.

El rey consorte no daba crédito a lo que decía Chalbos.

—Primo, cuéntame como han llegado a tus manos estas pruebas, y cómo es que habéis tenido que salir huyendo —le pidió nuevamente Eiren.

—Mi padre ha perdido la cabeza. Siempre ha pensado que él, mejor que Karos, debería reinar en Skhon. Eso estoy seguro que mi primo ya te lo ha explicado. Pero Eiren, mi padre es el segundo de los hijos del rey Kauron el Rojo; tras su muerte, el primogénito, por orden natural sucesorio, estaba claro que era Karos quién debía reinar. Mi padre no ha aceptado eso nunca. Me avergüenza decir que hubo un tiempo en el que yo mismo compartía esas ideas.

—Me imagino que por influencia de mi madre, comenzó a tener cada vez más contactos con mi tío Teitebas de Sekaissa. Creo que mi tío le prometió la corona a cambio de una parte sustancial del reino, y el loco de mi padre, aceptó.

—Hace once días, tras la retirada de Karos y su ejército, tropas sekaissanas llegaron a Arbucall. Iban al mando de un general de confianza de mi tío y conocido de mi padre. Bien, el caso es que los escuché esa noche de manera fortuita, hablaban de que sus planes iban perfectamente, que nunca fue más fácil conseguir una corona; y de los siguientes pasos a seguir, Eiren entre ellos, y el más importante, consistía en el asesinato primero de Karos, y después de mis primos y tú.

El rostro de Eiren había ido perdiendo el color, y ahora, al oír la posibilidad del asesinato de Karos, casi pierde el sentido.

—Cuando el sekaissano se retiró, encaré a mi padre, le recriminé su asquerosa traición —un nuevo sollozo ahogó la voz de Chalbos. Durante unos momentos le fue imposible proseguir el relato. Poco a poco, sin embargo, fue serenándose lo suficiente para retomar el relato—. Eiren, mi padre me amenazó de muerte, y luego a mis hermanas. Dijo que ni yo ni nadie le impediríamos recobrar lo que es suyo. Mandó llamar a la guardia y me encerró en mis habitaciones. Fue mi hermana Daleninar la que, al enterarse de todo, cuando la dejaron traerme el desayuno consiguió robar del estudio de mi padre las cartas, y la que, con la ayuda de Stena y algunos fieles, me liberaron. Escapamos del castillo, no sin algunas pérdidas. Los soldados sekaissanos nos persiguieron largo tiempo, pero finalmente conseguimos perderlos y vinimos hasta aquí a galope tendido.

Cuando acabó de relatar sus desventuras, Eiren reaccionó.

—¡Turro! —Llamó al maestro de espías. Una vez el hombre se aproximó, le hizo entrega de las cartas y le explicó de qué se trataban previniéndole que las estudiara y mantuviera seguras y en secreto.

Las noticias que seguían llegando no mejoraron el lúgubre ambiente que habitaba el castillo. Hubo otra cruenta batalla entre los dos ejércitos beligerantes, y aunque en esta ocasión el campo había quedado en manos de Karos y sus tropas, la guerra estaba lejos de ser ganada.

Las reservas de tropas sekaissanas parecían no tener fin, todo el suroeste del país estaba ya en manos del enemigo. Una tras otras las baronías iban sucumbiendo al mayor número de regimientos del ejército del rey Teitebas.

Gracias a las cartas traídas por Chalbos y sus hermanas, no uno, sino dos consejeros habían sido detenidos y estaban en esos momentos a buen recaudo en sendas celdas en las mazmorras del castillo. Afortunadamente no eran del grupo más cercano al rey. Pero no dejaba de ser doloroso para el viejo Bilistages, que fue el que los había recomendado.

Con todo, y aunque Eiren se alegraba de que hubiera sido descubierta la traición que amenazaba al reino, sentía el consorte real que su situación personal estaba lejos de solucionarse. Aún no tenía pruebas de cómo Geseladin estaba influenciando o embrujando, como lo llamaba Leukon, a su esposo. La única esperanza de Eiren estaba en un rápido navío, y en las manos de su voluntarioso capitán. La Astucia de Kauron, y Abiner, a quién le había pedido el rey consorte que fuera hasta Uxama, e intentase conseguir la mediación de las matres de Amma.

Es por eso que cuando finalmente aparecieron en el castillo la reverenda matre Muna Sakarbik y la hermana procreadora Adalis, la alegría de Eiren se desbordó. Recibió a las visitantes inmediatamente en su antecámara, no queriendo que nadie más fuera testigo de lo que se hablase.

—Os agradezco muchísimo vuestra venida, reverenda matre —le dijo a la mujer mayor en cuanto estuvieron sentados y servidos—. Al igual que la tuya hermana Adalis. No os podéis imaginar la angustiosa espera que he debido soportar.

—Mi rey, lamentamos mucho los problemas que habéis sufrido por causa de una de nuestras novicias —lo tranquilizó la reverenda matre—. Su santidad la matre superiora está desolada e indignada por igual.

Eiren acabó por tragarse sus nervios y mirando comprensivamente a las dos mujeres, terminó por preguntar:

—¿Qué ha venido haciendo Geseladin, por qué mi esposo e incluso yo, hemos sentido tan extrañas sensaciones a su alrededor?

Adalis miró a su maestra mordiéndose el labio, en cambio la mujer más madura, con una calma digna de otro momento soltó:

—La reverenda matre Loucia Anu-Nesile, la maestra de la hermana Geseladin, ha sido acusada de herejía. Ha pervertido sus votos por dinero y ambición de poder, y ahora está encerrada en una celda en espera de la llegada de su pupila y cómplice.

Eiren no estaba nada contento con las palabras de la reverenda matre, que en nada le aclaraban lo ocurrido.

—Eminencia, perdonadme si soy demasiado directo, pero necesito que me habléis claro y me digáis, ¡qué demonios ha venido haciendo esa mujer!

—Brujería. Nada más y nada menos —dejó caer la reverenda matre Muna Sakarbik—. Hemos descubierto, para nuestra vergüenza, que la orden tenía entre sus miembros a una adepta de una secta nigromántica muy antigua y que venera al Dios demonio Arconi.

Al joven se le fue ensombreciendo el semblante y un miedo atávico fue apoderándose de su corazón.

—¿El rey está en peligro?

—Oh sin duda, mi señor, pero no debéis preocuparos. Estoy aquí para detener a la bruja y eliminar la amenaza para vuestro esposo y para vos —lo tranquilizó la vieja mujer—. Su santidad desea que os asegure que compensará nuestro lamentable error. La hermana Adalis ha venido porque creemos que habría sido la elegida sino hubieran mediado las artes mágicas de la ex reverenda matre Loucia Anu-Nesile. ¿Nos equivocamos, mi señor?

—No, no, en absoluto. Estáis en lo correcto eminencia —explicó rápidamente Eiren—. Hermana Adalis, lamenté profundamente el trato que os di nada más salir de la casa capitular. Por favor te ruego que me perdones.

Adalis movió la cabeza en negación.

—Mi señor no necesita disculparse. Somos nosotras las que nos encontramos en deuda con vuestro esposo y con vos. Nada me complacería más que poder enmendar el error, dándoos el hijo deseado.

Eiren le dio una gran sonrisa.

—¿Sabéis por qué la reverenda matre Loucia nos eligió a nosotros? —preguntó

—Eso mi señor fue una de las primeras cosas que le sacamos cuando la interrogamos —la irritante mujer se quedó callada, el rey consorte pensó que era alguna técnica de las matres para desestabilizar a los solicitantes de sus servicios en las negociaciones sobre los emolumentos.

—¿Y? —La incitó a contestar.

—Fue contratada por un noble de vuestro pueblo, o mejor dicho del pueblo de vuestro esposo. No conoció nunca su nombre, pero nosotras hemos rastreado sus pagos hasta el reino vecino a este, y con el cual actualmente estáis en guerra.

—Caelo y Sekaissa —dijo Eiren sin sorprenderse—. ¿Pero qué buscaba conseguir?

—Sí —afirmó Muna—. Las órdenes de Geseladin eran separaros y provocar un comportamiento errático en vuestro esposo para así facilitar la conquista del reino cuando estallase la guerra. La fama de vuestro esposo como guerrero es bien conocida, mi señor.

—Eminencia, si me lo permitís, solo una última cosa. ¿Conocéis el método utilizado por Geseladin para nublar los sentidos? ¿Sus aceites tenían algo que ver?

—Así es mi rey, la maestra de Geseladin la proveyó de varios aceites perfumados para distintos fines —le explicó la reverenda matre—. El más potente era uno creado especialmente para dominar al procreador. Pero no os equivoquéis, mi señor. Los aceites nublan por un corto periodo de tiempo la voluntad, e incluso las preferencias sexuales, pero fueron nuestras técnicas las que hicieron la mayor parte del trabajo.

—¿A qué os referís, eminencia? —preguntó Eiren.

—Loucia fue muy lista. Geseladin es una adepta del quinto grado oficialmente. Eso la hace ser experta en distintas técnicas coitales, pero su maestra secretamente la adiestró durante años, por lo que en realidad posee las técnicas del séptimo grado. Eso mi señor está prohibido. El séptimo grado fue proscrito de nuestra orden hace cien años.

Eiren no entendía nada. «Quinto grado, séptimo o noveno, qué más da. Por los Dioses que estas mujeres tienen más secretos que monedas el cofre de un usurero».

—Reverenda matre, ¿qué es capaz de hacer una adepta de séptimo grado?

—La diferencia fundamental es su capacidad para controlar la emisión de feromonas e incluso alterarlas convirtiéndolas en estímulos olorosos con los que conseguir la atracción irracional hacia el sujeto emisor.

—Es así como Geseladin ató a vuestro esposo a su voluntad —terminó Adalis por su maestra.

Eiren se quedó en silencio, pensativo. «Entonces Karos no pudo evitar serme infiel. No era él mismo, estaba siendo controlado y empujado a hacerlo». Decidió asegurarse de que lo había entendido.

—Reverenda matre, por favor, decidme, ¿era mi esposo, el rey, capaz de resistir el efecto de los estímulos de Geseladin?

La mujer frunció los labios y cerró los ojos por un momento. Después miró a su pupila y terminó por volver a mirar al consorte real.

—No, mi señor. No era capaz, pero Geseladin estoy segura que solo usó la emisión de feromonas durante los actos sexuales. El resto del tiempo fueron los aceites los que hicieron el trabajo —la reverenda se calló, parecía como si valorase interiormente darle más detalles a Eiren o no. Al final debió apiadarse del angustiado rostro del hombre porque terminó por decirle—: Los aceites, mi señor, tienen otra facultad. Son adictivos para el sujeto al que se desea atar, cuanto más los huela más buscará a la fuente de su adicción.

—¿Queréis decir que mi esposo nunca dejará de desear a Geseladin? —La esperanza de recuperar el amor de su esposo acababa de ser asesinada delante de sus narices.

La mujer se dio cuenta de todo lo que estaba pasando por la cabeza del joven hombre. Sintió lástima al ver como el dolor iba destrozando su corazón. Así que le dijo:

—Mi señor, hay una pequeña esperanza de que el rey no haya sucumbido totalmente. He traído un poderoso antídoto, por lo que no desesperéis aún.

«Bien, el velo de sospechas, mentiras y medias verdades ha caído» pensó Eiren «Ahora sabré si mi destino es volver a Althir repudiado o conseguiré recomponer mi relación con Karos».