13
La decisión de Orisses
KAROS Y EIREN
La mañana siguiente, tercer día de octabriêll
Mucro entró en la cámara real donde dormía el real matrimonio. La información que traía, estaba seguro, que modificaría completamente el entristecido estado anímico en el que desde hacía días se encontraba su rey.
Las primeras luces apuntaban ya por el horizonte, aunque en la parte noble de la torre del homenaje todavía no había comenzado la normal actividad diurna. Los pasillos aún seguían alumbrados por las antorchas encendidas en sus soportes de hierro clavados a intervalos regulares en los gruesos muros del castillo.
El paje de Karos se quedó un instante parado a los pies del enorme lecho de madera, sin acabar de decidirse a cual de los dos bultos, cubiertos por las peludas pieles, debería despertar primero. Su duda no era tanto porque no tuviera clara la identidad de cada una de las dos figuras dormidas bajo ellas. No, eso lo tenía muy claro, la simple diferencia de tamaño de una y otra no dejaba lugar a la equivocación. Su problema era más bien la posible reacción cuando se acercara para despertar a quien eligiera.
El rey, y eso lo sabía por experiencia propia, reaccionaría defensivamente como su entrenamiento le había grabado a fuego. En cambio, el pequeño consorte seguramente tendría un despertar menos violento y defensivo, pero Mucro no lo había tratado tanto y desconocía, por eso, si era de los gruñones cuando despertaba de golpe. Finalmente, armándose de valor, optó por acercarse por el lado derecho y advertir al rey Karos.
—Mei koningur, mei koningur, despertad, me’hssur —susurró desde una distancia prudencial, sin osar tocar el musculoso hombro que asomaba ligeramente bajo la peluda cubierta para sacudirlo. Mucro, que no era tonto, recordaba el frío de la hoja que en otras ocasiones tuvo en su cuello y que a punto estuvo de cercenarle la yugular.
Karos quien había notado la dubitativa aproximación de su paje, no pudo evitar una levísima sonrisa ante la prudencia que el muchacho manifestaba tras otras tantas veces en que se vio con la punta de su daga a milímetros de su garganta.
—Estoy despierto desde que abriste la puerta, Mucro —le dijo mirándolo por entre sus largas y amarronadas pestañas—. ¿Qué ocurre?
—Me’hssur, vuestro hermano el kuningiks ha despertado —anunció el paje apartándose rápidamente de un brinco, cuando las pieles se levantaron bruscamente y el poderoso torso desnudo de su rey emergió a la vista.
—Pásame la túnica, Mucro.
«Que la divina Varnaë me de fuerzas. ¿Por qué no puede dejar de excitarme ver todo ese maravilloso cuerpo que posee me’hssur?» pensó el joven paje mientras le alargaba a Karos la túnica de suave cuero marrón oscuro, y se volvía a continuación para tomar los pantalones de piel color caramelo que habían caído de los pies de la cama.
La puerta de la antecámara de Kaisaros estaba abierta y Balkar salía por ella cuando los reyes llegaban.
—Balkar ¿es cierto? —preguntó Karos ansiosamente al sanador.
El hombre respondió inmediatamente mirando a su rey.
—Lo es, mei koningur, aún no puedo creerlo ni explicar cómo ha ocurrido, pero ciertamente el joven kuningiks está despierto y con buena salud.
—Pero algo debe de haber provocado su despertar, Balkar, ¿o debemos pensar que es obra de los Dioses? —intervino entonces Eiren, el cual había sido despertado por Karos, y se había vestido precipitadamente para poder acompañar a su esposo a ver al príncipe.
El hombre mayor asintió y respondió:
—Sí koningur siôur, y quizás el sanador Eurol os pueda decir algo más, era él quien se encontraba con el kuningiks cuando despertó.
Karos, sin entender qué demonios había ocurrido, decidió que ya tenía suficiente y que iba a encontrar una respuesta clara al precio que fuera, así que, agarrando la mano de Eiren, tiró de él para que lo siguiera y ambos entraron en la antecámara.
En la habitación vieron al comandante Orisses y a Eurol inmersos en una animada conversación de pie delante de un gran sillón, en el cual se encontraba sentado un muy despierto Kaisaros comiendo con buen apetito, entre risas, y ayudado por el joven Hanon, sentado en un escabel a sus pies, de un gran plato que mantenía el príncipe sobre su regazo, con queso, pan, gordas aceitunas y arenques secos, todo regado con el vino aguado de los dos copones que tenían junto a ellos en un mesita auxiliar.
Los dos hombres vestían aún las ropas que llevaban durante la última etapa del viaje, aunque ahora se veían mucho más arrugadas, lo que le decía a Eiren que habían dormido con ellas puestas, probablemente en la misma antecámara de su cuñado Kaisaros.
—¡Por las garras de Arconi el Dios demonio! Kai, ¿cómo es posible? —Gritó Karos precipitándose hacia ellos sin dar crédito a lo que sus ojos contemplaban—. Dime que no es una visión lo que estoy viendo.
—Karos, hermano mío, que feliz estoy que estés aquí. Hola Eiren, ya sé que volviste de tu viaje al sur —respondió el príncipe con una gran sonrisa que iluminaba su bello rostro, incluso si aún no se veía completamente con la misma lozanía de siempre.
—Meûm koningar —dijeron Orisses y Eurol al mismo tiempo que se inclinaban. Hanon, en cambio, permaneció callado mientras su rostro iba poniéndose rojo por momentos sin dejar de mirar al enorme rey.
Eiren se dio cuenta del rubor que bañaba la cara de su protegido más joven y le dijo riendo:
—Tranquilo Hanon, nada debes temer de mi real esposo Karos. Te prometo que solo come niños para la cena, y aún faltan muchas horas para eso —volvió a reír con más fuerza al ver como la rojez de su semblante se trocaba en palidez.
—Eiren, no asustes a mi nuevo amigo, por favor. Eso no está bien. Hanon el koningur siôur solo bromeaba —lo tranquilizó el príncipe.
—Humm, ¿qué me estoy perdiendo…? Bueno es igual —dijo Karos arrodillándose junto al sillón donde se sentaba su hermanito—. Dioses benditos, Kai, como me alegra oír de nuevo tu voz —le dijo, y levantándose lo atrajo a sus brazos dándole un fuerte abrazo que casi conseguía impedirle el resuello al menudo príncipe.
—Mei koningur, cuidado, vuestro hermano aún está débil —intervino Orisses.
—Sí, sí, viejo amigo, tienes razón —estuvo de acuerdo el rey, cejó en su abrazo y se volvió hacia Eurol—. Dime qué has hecho. Balkar me ha comentado que quizás tú tengas la explicación a este milagro.
El joven sanador enrojeció e inclinó su cabeza antes de comenzar a explicar todo lo ocurrido la noche anterior, pero guardándose las partes que no tenía permitido revelar según los misterios de Taut, el Dios de la curación y su patrón secreto.
* * *
Esa misma noche Karos dispuso que se celebrara un banquete después de realizarse una ceremonia de reconocimiento para premiar a los que mucho lo habían merecido, tanto por la exitosa misión en Uxama, como por la milagrosa recuperación de su hermano pequeño.
El salón del trono, por tanto, aparecía engalanado y lleno de caras expectantes.
La sala rectangular de unas ciento cincuenta varas cuadradas, estaba engalanada con pendones capturados a las tropas enemigas en combate, de distintas formas y tamaños y bordados con muy diferentes motivos heráldicos, colgados de su techo de madera oscura. En sus paredes se exponían toda una plétora de armas de todos los tipos y tamaños. Espadas, hachas de combate, lanzas y arcos, además de escudos redondos y de otras formas, también botines provenientes de las muchas victorias conseguidas durante generaciones por los guerreros anani.
En el extremo norte, sobre una tarima de un codo y medio de altura, estaban los dos tronos. El principal o mayor, de envejecida madera de cornejo, el árbol totémico del reino, alto respaldo y con la cabeza del huargo de los Amarokiên grabada en él. El otro más pequeño, de medio respaldo, aunque también de la misma madera, para el consorte real.
Cuando una puerta lateral al lado derecho de los tronos se abrió, Luton, en su función de camarlengo real, golpeó tres veces las piedras del suelo con su bastón y anunció con fuerte voz:
—¡Los koningar Karos y Eiren!
Entraron ambos reyes. La mano derecha de Eiren elegantemente posada sobre la muñeca izquierda del rey. Sin mirar a nadie se dirigieron a sus respectivos tronos y se quedaron de pie ante los mismos. Esperaron que el viejo senescal Bilistages, el strategos Korbis, y el maestro de espías Turro, además de los generales Abadtiker y Biosildun, quienes habían sido llamados al castillo para preparar a las tropas en caso de que estallase la probable guerra con Sekaissa, entraron siguiendo a los monarcas y se situaron en sus posiciones junto a la tarima.
Luton volvió a golpear esta vez dos veces con su recio bastón y gritó:
—¡El kuningiks Kaisaros!
Al mismo tiempo que entraba el hermano de Karos, dos siervos colocaron una cómoda silla al lado izquierdo del entarimado real, pero fuera de este. Hasta allí se encaminó Kaisaros ayudándose de un bastón al caminar, y se sentó muy derecho en el asiento dispuesto, disimulando el esfuerzo que incluso esa pequeña distancia le había supuesto a su debilitado cuerpo.
Cuando todos estuvieron listos, el camarlengo, situándose delante de los tronos, aunque ligeramente a la izquierda de estos, desplegó un pergamino y tras carraspear disimuladamente, volvió a anunciar:
—¡Oíd! ¡Oíd! ¡Oíd la palabra del koningur! Por los servicios ejemplarmente prestados a la corona. Se llama a presencia de los koningar al sanador Eurol Biurtanek, nacido en la V marca del sur. ¡Que pase!
Las puertas principales del salón situadas justo frente al estrado real se abrieron, revelando al joven Eurol vistiendo una túnica de lana blanca, de largas y anchas mangas, y larga hasta los tobillos; sujeta a la cintura por un cinturón de cuero teñido de añil, el color representativo del Dios de la curación. Entró el sanador en la sala caminando lentamente para presentarse ante los reyes.
Hincó la rodilla en tierra cuando estuvo a dos pies de los tronos e inclinó la cabeza, manteniendo la posición hasta que oyó la grave voz de su rey.
—Álzate Eurol Biurtanek —así lo hizo el joven y se quedó esperando a lo que fuera que el soberano dispusiera—. Desde hace quince años —continuó Karos—, no hemos tenido un maestro de sanadores en la corte. Tiempo es ya que corrijamos esto.
Los presentes murmuraron su sorpresa, quedando todos en silencio nuevamente cuando la afilada mirada del rey se levantó del joven y se fue clavando en algunas caras.
—Tú, Eurol Biurtanek —reanudó el discurso el rey cuando los murmullos se hubieron apagado por completo—; has demostrado no solo con tu comportamiento en la recién concluida misión a la sagrada ciudad de Uxama, sino además con la recuperación de mi hermano el kuningiks Kaisaros, una sabiduría poco común en alguien tan joven. Has puesto de manifiesto que estás bendecido por el divino Taut —aquí Karos hizo una pausa dramática antes de proseguir—. Es por tanto mi voluntad nombrarte maestro de sanadores del reino. De aquí en adelante, por orden real, todos los iniciados en los misterios del Dios de la medicina deberán obedecer cuantas disposiciones creas necesario implantar. ¡Así lo mando!
¡Haf till koningur! Se escuchó que gritaron los presentes en el salón, lo cual quería decir en la antigua lengua: «Por orden del rey» o «Lo manda el rey», cualquiera de las dos traducciones servían, y que era el grito tradicional en Skhon para evidenciar que se aceptaba un mandato real.
—Ordeno también te sea entregada la cantidad de quinientos maravedíes de plata —siguió mandando el rey cuando el sonido del grito de aceptación se acalló—, y diez aranzadas de buena tierra de cultivo. ¡Así lo mando!
Volvió a sonar el tradicional acuerdo del público en el salón. Entonces Eurol, con el rubor cubriendo su cara, agradeció a los reyes, y se colocó de pie detrás del príncipe Kaisaros que le sonreía feliz.
Luton se adelantó de nuevo para llamar al siguiente homenajeado. En este caso el hombre pronunció:
—Se llama a presencia de los koningar, al muy valiente y muy leal comandante de la guardia real, Orisses Vaikgaurim. ¡Que pase!
Kaisaros, al oír el ofensivo apellido de su amor, entristeció el semblante. Vaikgaurim era como se nombraba a los hijos no reconocidos, los niños bastardos, y eso significaba la raíz de la que provenía el nefando apellido desde tiempos inmemoriales. El comandante apareció orgullosamente erguido bajo el dintel de las puertas cuando estas se abrieron. Caminó con paso firme mirando al frente por el pasillo formado por los presentes e hincó, como antes lo había hecho Eurol, la rodilla delante del estrado donde lo esperaban los que consideraba eran su verdadera familia, los reyes y el príncipe.
En esta ocasión Karos no le dijo que se alzara; en cambio fue él quien se levantó y bajando la tarima lo agarró por los hombros y le hizo ponerse de pie, dándole un gran abrazo a continuación. Era la manera de decirles a todos lo que el serio militar era querido por el rey. Cuando lo soltó, lo besó en los labios y tras apretar cariñosamente sus hombros, volvió a subir al estrado; dándose la vuelta se quedó de pie mirando a la audiencia y le hizo una señal afirmativa con la cabeza al senescal.
El viejo servidor se adelantó y desenrollando un pliego leyó:
—Yo, Karos II, koningur de Skhon y de los primeros nacidos, señor de las Costas del ámbar y las Islas de la tormenta, y favorito de los Dioses, hago saber; que a partir de este día te nombro a ti, Orisses, como Vinuir ef koningur, y barón feudal del reino. De ahora y en adelante, tú y tus descendientes os nombraréis como Vinurhêin y ese será el nombre de tu casa. ¡Así lo mando!
¡Haf till koningur! Resonó en el salón como una sola voz. El comandante era muy respetado y querido, y todos entendían que al nombrarlo «amigo del rey» y darle el nuevo apellido, el monarca pretendía borrar la mácula de su oscuro nacimiento.
—Amigo mío —llamó Karos la atención del emocionado soldado—. ¿Hay algo que desees pedirme?, habla sin dudar.
Los empañados ojos de Orisses se cruzaron brevemente con la enamorada mirada de Kaisaros. Parpadeó repetidamente para evitar que las vergonzantes lágrimas de emoción consiguieran escapar y, solo entonces, pudo mirar el comandante a su rey.
Karos sabía perfectamente lo que pasaba por la cabeza de su más antiguo amigo en ese momento. El hombre siempre se había dolido por la ilegitimidad de su nacimiento. Desde que el rey Kallucio, el padre de Karos, lo trajera al castillo siendo un niño de ocho años, dos más de los que tenía entonces el propio Karos, se convirtieron en buenos amigos. Aprendieron juntos los secretos de la espada. Entrenaron combatiendo furiosamente cientos de veces uno al lado del otro, cuando no, uno contra el otro, y practicaron juntos todas las artes guerreras que, el entonces comandante de la guardia real, les enseñó.
Orisses siempre fue querido y apreciado por el viejo rey Kallucio. Jamás ni a sus hijos ni a él, como tampoco a los primos de Karos, los príncipes Leukon y Laro, les importó su origen ni le hicieron ver que era menos que ellos por haber nacido sin padre. Pero aun así, el rey conocía muy bien el agujero que su amigo tenía en su corazón por esa causa.
Y aquí estaban ahora los dos, mirándose mutuamente con el mismo nudo en sus gargantas, emocionados, y siendo golpeados por tantos y tantos recuerdos vividos en común. «Vamos querido amigo, di las palabras, permite que pueda hacerte mi hermano, no solamente en mi corazón como lo eres ya, sino también de nombre» le transmitió en silencio Karos a su amigo.
—Mei koningur, os ruego me concedáis la mano de vuestro hermano, el kuningiks Kaisaros. Aun sin ser merecedor de ese honor, os prometo que miraré de hacerlo un hombre feliz —dijo finalmente el comandante. Un sollozo se oyó claramente procedente del príncipe, aunque rápidamente se tapó la boca con la mano para ahogarlo.
Karos sonrió sin poder contenerse al mirar a su hermanito. Sentía su corazón ligero de nuevo tras la tensa espera de la decisión por parte del hombre ante él.
—Querido amigo, nada me hace más feliz que concedértela —le respondió el rey. Levantó la vista y con fuerte voz continuó—. Que nadie tenga ninguna duda de esto: ¡Es mi casa la que será honrada con este enlace!
Los presentes comenzaron a murmurar, sorprendidos por el honor que para el comandante significaban las palabras reales. Era obvio que no daban crédito. ¿Un bastardo, sí, un amigo muy querido del rey y criado junto a él, pero bastardo al fin y al cabo, decía su soberano que honraría su casa al enlazarse con su príncipe?, eso era difícil de aceptar por muy respetado que fuera el militar.
Orisses ignoró los murmullos y se acercó a Kaisaros cuando el rey le indicó con un gesto que podía hacerlo. Se inclinó delante del menudo príncipe y le dio un amoroso beso en los labios, profundizando sin dilación con su lengua en la dispuesta boca de su amor.
La ceremonia continuó, ya sin tanta emoción. Se llamó a la hermana procreadora Geseladin, y fue presentada a la corte como el vientre elegido para gestar al futuro heredero de la corona. Después, se recompensó de manera equitativa a los guardias reales que acompañaron al consorte real en su viaje al sur.
Y, tras eso, se invitó a los presentes a dirigirse al gran comedor donde se serviría el banquete de celebración.