18
Triunfo y muerte
KAROS
Un campo en la baronía de Bergidum
III marca del suroeste
9 de aënur
Los movimientos de los regimientos sekaissanos eran seguidos atentamente a distancia por parte del rey y sus mandos desde la cima de una de las pequeñas lomas que rompían el llano paisaje, y donde ambos ejércitos previsiblemente pronto entablarían combate.
A las tropas de Karos y el general Biosildun, se les había unido las llegadas al mando del general Alucio dos días antes procedentes de las marcas norteñas. La decisión había sido difícil de tomar, debido al peligro de un nuevo ataque general por parte de los salvajes bolskanes, pero la situación de la guerra no permitía muchas más opciones que la de desguarecer la frontera norte del reino.
Con el añadido de la tropas de Alucio, el ejército skhoniano era de unos seis mil hombres. Por el contrario, el enemigo, según las últimas estimaciones de los exploradores, pasaba de los ocho mil.
La batalla que se avecinaba sería probablemente la última que habría hasta bien entrada la primavera. El terreno ya estaba considerablemente nevado, y las frías temperaturas que estaban padeciendo, unidas a las fuertes ventiscas, hacían de la campaña un infierno difícil de soportar para los soldados rasos.
«Si destruimos completamente al ejército sekaissano en esta batalla —se dijo a sí mismo Karos— el rey Teitebas probablemente solicitará conversaciones de paz. Debemos vencer hoy a cualquier precio».
—Mei koningur —oyó que le hablaba Biosildun—. Mirad, parece que su estrategia consistirá en un falso ataque en punta dejando las reservas detrás como apoyo, pero que en realidad convertirán en un avance en tres frentes. Como predijisteis.
—Los generales Alucio y Abadtiker ya deben estar cerca de los flancos izquierdo y derecho de la posición del enemigo para aprisionarlos en tenaza cuando llegue el momento, me’hssur —terció el barón Urgidar, el feudatario titular de Bergidum, un buen guerrero ya mayor, que ante la invasión de su feudo por parte de los sekaissanos, había resistido de tal forma su avance, que se habían visto obligados a doblar el número de regimientos requeridos para mantener la ocupación.
Karos asintió. Llevaba cuatro días sin la presencia constante de Geseladin a su alrededor, y su mente cada vez la extrañaba menos. Los primeros dos días en cambio, una fuerte ansiedad hizo que tuviera ganas de montar su caballo y salir al galope en su busca.
«¿Qué estará haciendo Eiren en estos momentos? Es curioso, pero mientras más días paso sin Geseladin, más lo extraño a él».
—Me’hssur, ¡mirad! —Llamó nuevamente su atención el general Biosildun—. Es el propio Teitebas si no me falla la vista.
El rey aguzó la mirada para ver bien a lo que anunció el viejo militar. Estaba en lo correcto; un grupo de unos cincuenta jinetes rodeaban a otro montando un corcel blanco. Los estandartes azules con la sirena de sekaissa delataban su identidad. El rey enemigo debía también considerar la inminente batalla como la última del año. Debían haberle asegurado que, en el día de hoy, barrerían la resistencia de los anani, destruyendo a sus mejores tropas.
Karos estaba convencido que el confiado Teitebas ya paladeaba la reconquista de las en otros tiempos tierras sekaissanas y que ahora formaban el realme de Skhon.
«Bien Teitebas, veremos si te resultará tan fácil como te han dicho. Aquí estamos los anani preparados para estropearte el día». Vio como el grupo se quedaba en el flanco derecho de la formación enemiga. Era obvio que presenciaría el combate desde esa posición.
—Me’hssurai, a vuestros puestos, esto está por comenzar —les ordenó el rey, y, tirando de las riendas, hizo a su montura girar para descender la loma y llegar hasta el centro de la formación skhoniana.
La batalla duraba ya siete horas. Había comenzado con los anani aguantando firmemente la posición mientras los regimientos sekaissanos embestían como las olas contra un acantilado. El peso y la dificultad de movimientos que provocaban las pesadas cotas de mallas de los soldados sekaissanos y sus enormes escudos en forma de lágrima, facilitaban la labor de los mucho más ligeros arqueros anani, que vestían solamente una túnica de cuero bajo un chaleco también de piel, pero remachado con pequeñas placas de hierro, y que arrojaron nubes de flechas contra el enemigo y clarearon las filas enemigas apenas comenzó el avance.
Ninguno de los dos bandos podía utilizar la caballería, el terreno nevado era demasiado peligroso para la patas de las monturas, por lo que el combate se desarrolló con el avance de la infantería.
Karos se había visto obligado a echar mano de sus reservas ante el mayor número de tropas enemigas, pero aún no había ordenado el ataque por los flancos de los generales Alucio y Abadtiker. Esperaba el momento preciso, justo tras la retirada en falso que había planeado para engañar al enemigo, y hacerle cargar con todas sus reservas.
Ya no faltaba mucho. Los mensajeros a caballo traían y llevaban las órdenes a los mandos. El rey pensó que ya sus fuerzas habían resistido lo suficiente como para parecer que finalmente cedían terreno, por lo que ordenó el comienzo de la fingida retirada.
Cuando los anani empezaron a ceder, los enemigos arreciaron en su embestida, pero poco a poco y con muchas pérdidas por ambos bandos, las tropas de Karos fueron retrocediendo.
—Mei koningur, Teitebas ha ordenado a la reserva que avance como un solo hombre —le avisó un mensajero enviado por el general Alucio desde sus posiciones ocultas en el flanco izquierdo del enemigo.
—Bien, ahora los tenemos donde queríamos. ¡Urgidar! Da la orden a nuestras tropas que vuelvan a cargar contra el frente sekaissano —le mandó al barón. El hombre no tardó en mandar a los mensajeros para avisar a los comandantes de la nueva orden de batalla.
Las cosas no tardaron en cambiar en poco tiempo. Los soldados skhonianos resistieron a pie firme de nuevo las embestidas de los ya cansados enemigos.
El calor y la fatiga comenzaban a pesar en las tropas de sekaissa. Aun habiendo tenido que soportar muchas bajas, los anani se encontraban en mucha mejor situación.
Una conmoción en ambos flancos del frente y de la retaguardia del ejército sekaissano advirtió a Karos que sus reservas ocultas habían tomado cuerpo ya con las tropas contrarias. Dio orden de avanzar para completar la tenaza que acabaría por destrozar las esperanzas de Teitebas de recuperar lo que su pueblo perdió hacía tantas generaciones.
La carga de los anani no se hizo esperar, fue algo desordenada, pero su impulso devastador para el orden de las fuerzas sekaissanas. La primera carga fue rechazada, entonces las tropas de Karos retrocedieron, y volvieron a cargar para volver a ser rechazados nuevamente. Únicamente a la tercera carga consiguieron romper la formación del centro.
Al mismo tiempo las fuerzas mandadas por Alucio a la izquierda, y las de Abadtiker a la derecha, fueron envolviendo al ejército sekaissano por ambos flancos y por la retaguardia en una bolsa como había sido planeado, causando el terror en las fuerzas enemigas.
Como si se tratase de la soga en torno al cuello de un condenado, los soldados skhonianos fueron estrangulando lentamente la resistencia de los agotados y desmoralizados sekaissanos.
Quince horas después de haber comenzado la batalla de Bergidum, en todo el campo se oyó saliendo de miles de gargantas:
—¡SKHON, SKHON, KUÔLIMMAN!
Karos se alegró como el resto de sus hombres. El día había sido muy duro, pero también dichoso para las armas de Skhon.
—Kuôlimman haf koningur, Me’hssur. Esta victoria pasará a los anales de los anani —«A muerte por el rey» le dijo acercándose emocionado el viejo Biosildun en kal-ananiê, la lengua antigua, al monarca—. Felicitaciones.
—Täniê, täniê mahuê, mei dragoäs —«Gracias, muchas gracias, amigo mío» le respondió en la misma lengua Karos—. Pero la victoria nos pertenece a todos.
El rey buscó con la mirada al general Abadtiker, cuyas tropas fueron las que más cercanas a Teitebas habían estado. Cuando le vio acercarse esperó. No sabía el destino que había corrido el soberano enemigo, y quería saber si había muerto o era prisionero.
—General, ¿sabemos qué suerte ha corrido Teitebas? —preguntó cuando el hombre estaba a pocos pasos.
—Sí, mei koningur. Fue capturado cuando intentaba escapar y está bajo custodia —respondió Abadtiker—. Una gran victoria en un gran día para Skhon, me’hssur. Enhorabuena.
—Lo mismo digo, general, lo mismo digo.
Tras aceptar la derrota, el monarca sekaissano fue conducido sin perdida de tiempo al castillo de Rocafría en previsión de un intento desesperado por parte de los remanentes de su ejército, que aún permanecía desperdigado por las distintas marcas del suroeste, de liberarle; y donde sería mantenido en custodia mientras las negociaciones de paz se llevasen a cabo. En cuanto al resto de los prisioneros, se haría lo tradicional.
El reino de sekaissa pagaría una pequeña suma como rescate por la liberación de cada hombre. Suma que se iría incrementando según la importancia de rango o la nobleza que tuviera el cautivo en cuestión. Ese dinero, así como el que se consiguiera con la venta de lo requisado en el campamento enemigo, y el de las armas, cotas de mallas, escudos, tanto de los vivos como de los muertos, más lo que se obtuviera por los animales, iría, después de pagar generosamente a las tropas, a compensar los daños en las marcas afectadas por la guerra.
Karos llegó a su tienda bien entrada la noche. Apenas podía mantenerse en pie. Su agotamiento era más mental que físico. El rey se sentía deprimido. Extrañaba a Eiren, y deseaba poder conseguir que le perdonara. En Geseladin no quería ni pensar, ahora que llevaba unos días sin verla, no sentía más que odio por la mujer, a la que culpaba de todos sus males. En cuanto su paje Mucro le hubo ayudado a despojarse de su cota de malla y demás arreos bélicos, cayó como un tronco en el lecho de campaña sin terminar de desnudarse siquiera.
La mañana resultó algo menos fría que el día anterior, pese a la fuerte nevada que se había producido por la noche. El rey, que se levantó con las primeras luces, desayunó con su alto mando, y decidió los siguientes movimientos del ejército, ahora que tan solo faltaba recobrar los castillos en poder de los enemigos, aconsejado por los generales presentes. Y se despacharon correos a todas las marcas del reino para que el pueblo conociera la victoriosa finalización de la guerra y la pudiera celebrar.
La dama Geseladin se puso en camino, desobedeciendo las instrucciones del rey, en cuanto tuvo noticia de la victoria. Era una jugada arriesgada, la ex hermana procreadora lo sabía, pero también era consciente de que los días que llevaba separada de Karos podían debilitar su dominio sobre la voluntad del hombre. Ahora que su patrón secreto, Teitebas de Sekaissa, había sido derrotado, todo lo que quedaba entre ella y el fracaso más absoluto era su posición como segunda consorte.
Pensó por unos momentos en su maestra allá en Uxama. Pero la descartó sin una pizca de remordimientos. Había descubierto que era mucho mejor y más seguro, su actual posición en Skhon como casi reina, que todos los sueños de poder de la vieja bruja, a la que en el fondo de su corazón detestaba.
«Además —se dijo a sí misma— esa puerca nunca ha sido generosa conmigo con el oro entregado a cuenta por nuestros servicios».
Arribó al campamento real a última hora de la tarde. Karos la había dejado relativamente cerca, en un pequeño castillo de la baronía de Vadinia, colindante a la de Bergidum, donde tuvo lugar la batalla, y donde se encontraba acampado el ejército skhoniano.
El rey fue informado por un capitán, ayudante del general Biosildun de la llegada de la dama, mientras terminaba de leer unos despachos. Karos frunció el ceño. No estaba nada complacido con la falta de obediencia de la mujer. «Bien, creo que ha llegado el momento de hacerle ver a Geseladin cuán poco me gusta que se ignoren mis órdenes».
—Preparad una tienda, pero levantadla lejos de la mía —ordenó el rey—. No quiero que se le permita el paso, ¿me he explicado con claridad?
—Sí, mei koningur —confirmó el militar con algo de nerviosismo en la voz.
Geseladin montó en cólera cuando fue informada de las instrucciones del monarca, pero no le quedó más remedio que claudicar cuando vio que los guardias reales de rojas capas, cruzaron sus lanzas ante su intención de acercarse a la tienda real. Un fuerte presentimiento de que su dominio sobre la voluntad de Karos se había evaporado, comenzó a atenazarle el estómago.
* * *
Eiren había salido del castillo junto con la reverenda matre Muna y la hermana procreadora Adalis en cuanto pudo organizar su partida, algo que no fue fácil, porque Bilistages intentó convencerle de que esperase al regreso de Karos, con la intención de enfrentar a Geseladin lo antes posible.
Ahora cuando ya veía en la distancia las primeras tiendas del campamento real, una fortísima emoción lo embargó. «¿Cómo reaccionará Karos a mi presencia?» Pensó recordando la frialdad y distanciamiento que había tenido con él cuando se vieron la última vez, justo antes de que partiera en su viaje a las Costas del ámbar con su amante.
Unos soldados a caballo aparecieron repentinamente saliendo del bosque que tenían a la derecha del camino. La escolta de guardias reales provista por Orisses, rápidamente rodearon al rey consorte y a las dos mujeres para defenderlos de un posible ataque. Los capas rojas de la escolta no tardaron sin embargo en tranquilizarse al darse cuenta que los otros soldados eran una patrulla del ejército skhoniano que al ver el estandarte del huargo Amarokiên que portaba el portaestandartes del grupo de Eiren, simplemente los interceptaban para saber de quienes se trataba.
—El koningur siôur de Skhon viene a ver al koningur —explicó parcamente el capitán de los capas rojas al oficial de la patrulla.
Los dejaron pasar inmediatamente y le indicaron la mejor forma de llegar hasta la tienda real a través del laberíntico campamento.
Prosiguieron su camino tras despedirse, felicitando los guardias reales a sus compañeros del ejército por la victoria obtenida.
Un comandante anunció la inminente llegada de su consorte real a Karos.
—¿Eiren? ¿Aquí? —preguntó sorprendido el rey. «¿Por qué?, ¿acaso ha ocurrido algo con Kai?» continuó en silencio—. Gracias comandante, avísame cuando se esté acercando a la tienda.
—Sí, mei koningur.
El rey salió unos minutos después, cuando Eiren y sus acompañantes estaban a cinco metros de la gran tienda real. Karos no podía apartar la mirada de su consorte. ¿Cómo pudo pasar tantos días sin ver a la hermosa criatura que se iba acercando sobre la bonita jaca de dorada capa y crines blanquísimas? Era como mirar la aproximación de un Dios. Una divinidad del amor, a la altura de la propia Varnaë, la bella Diosa de la sexualidad.
Pasada la primera impresión, una gran sonrisa iluminó su rostro, pero rápidamente murió en sus labios al notar que, aunque Eiren no había dejado de mirarlo en ningún momento, no le era correspondida.
Se dio cuenta el rey que era probable que hubiera perdido para siempre el amor de su esposo. Su espíritu se hundió en la más profunda desesperación y tristeza, incluso reconociendo que se había ganado a pulso la indiferencia que creía ver en Eiren.
Enderezó la espalda y recompuso su expresión para, en lo posible, ocultar el dolor que estaba sintiendo y, con equivocado orgullo, esperó mientras desmontaba Eiren para dirigirse a él.
—Hola, mihensê meûn. ¿A qué se debe tu venida hasta aquí? —le dijo cuando se le acercó tras desmontar.
Eiren le hizo una profunda reverencia.
—Mei koningur. Enhorabuena por tu aplastante victoria sobre los enemigos de los anani. Kuôlimman haf Skhon air haf hädum koningur —Dijo el rey consorte en la lengua antigua: «A muerte por Skhon y por su rey». Karos se sorprendió por tan protocolaria entrada, y volvió a pensar en que todo estaba perdido entre ellos dos.
—Täniê mahuê, mei mihensê —le agradeció en la misma lengua también el rey—. Que triste que la primera vez que me hables en la lengua de los anani sea en estas circunstancias. Veo con todo que ha crecido tu dominio de la kal-ananiê, apenas queda rastro de acento cuando la pronuncias.
Ahora sí, una pequeña sonrisa le brotó en los labios al rey consorte. Fue como si un efímero rayo de sol atravesara un cielo nublado, y por desgracia, duró el mismo tiempo.
—No he carecido de tiempo desde vuestra partida para practicarla, me’hssur.
—Eiren, por favor, no continúes con ese trato distante y formal. Soy tu mihensê, tu esposo, y me daña oírte tratarme como si solo fuera tu soberano —le dijo con un tono dolorido y apenado, sin poder soportar más tiempo la frialdad que notaba tras la respetuosa formalidad que le estaba dando el hombre al que era más consciente que nunca, amaba con todo su ser.
Se miraron a los ojos durante lo que pareció a cada uno de ellos un milenio.
—Karos, me has hecho mucho daño, así que vas a tener que darme tiempo para que busque la manera de perdonarte —finalmente le dijo Eiren. Se dio la vuelta y extendió la mano hacia las dos mujeres para que se acercasen—. Te presento a su eminencia la reverenda matre Muna Sakarbik, y a la hermana procreadora Adalis, de la cual ya te hablé —siguió diciéndole cuando las dos féminas se hubieron acercado.
—Eminencia, hermana, sed bienvenidas.
El rey que no se había percatado de la presencia de las dos mujeres hasta que las tuvo delante, se preguntó a qué se debía su venida. Decidiendo que lo mejor sería enterarse de todo privadamente por lo que invitó a Eiren y a las mujeres a entrar con él en su tienda de campaña.
Rápidamente los tres pusieron al corriente al monarca. Primero Eiren lo informó de sus, por mucho tiempo, desechadas sospechas; después lo que le había contado Hanon, y continuó, ahora sí, con la ayuda de la reverenda matre, de cuanto había sabido por ella sobre la ex hermana Geseladin.
A Karos al principió le costó creer lo que le fueron narrando, pero sus propias sensaciones cuando estaba cerca de la mujer, hicieron que acabase por aceptar la veracidad de todo cuanto le dijeron.
Montó en cólera el rey, y quiso mandar prender inmediatamente a la mujer, pero Muna le pidió primero examinarlo para ver si la influencia de Geseladin había sido erradicada totalmente de su organismo. El pedido de Eiren, uniéndose a la petición de la reverenda matre, consiguió el que Karos transigiera.
Procedió la mujer mayor con su examen y se concentró llevando al rey a una introspección inducida. Sin comprender muy bien como lo hacía, Karos notó una conciencia ajena a él en su interior. Era la reverenda matre que buscaba rastros de algún sortilegio que pudiera permanecer solapado debajo de la firme voluntad del soberano.
Soportó con paciencia Karos la incómoda sensación de la conciencia ajena hurgando en la suya; arañando y levantando capas y capas de recuerdos, pensamientos e ideas, sentimientos y sensaciones que había acumulado a lo largo de su vida. No fue agradable, pero finalmente, tranquilizada al no encontrar nada, Muna, o mejor dicho la mente consciente de Muna, se fue retirando lentamente, recolocando delicadamente todas las cosas que había movido en el interior del rey.
Justo antes de salir completamente, la vieja mujer, hizo que la mente de Karos ordenará a su cuerpo que comenzara a transpirar profusamente, con la intención de que cualquier partícula del mágico aceite que Geseladin había venido utilizando en el rey, fuera eliminada con el sudor.
Volvió la reverenda matre a su propio cuerpo, y tras unos instantes de respiración. Le dijo al rey:
—Ahora estáis libre de todo peligro, mi señor. No he detectado nada ajeno a vos en vuestra mente. Y cualquier mínimo rastro de la influencia nigromántica de Geseladin, ha sido purgada.
Eiren respiró más tranquilo al oír la sentencia de la mujer. No había sido consciente de lo mucho que temía que Karos pudiera haberse convertido en adicto a la bruja, hasta que no escuchó a Muna asegurar que era completamente libre del encantamiento.
—Si me lo permitís, mi señor, hay una última cosa que me gustaría hacer para mayor tranquilidad. Os ruego que inspiréis fuertemente cuando yo os lo diga —le pidió la reverenda matre—. ¡Inspirar!
Karos así lo hizo, al mismo tiempo que Muna soplaba ante el rostro del rey un polvillo dorado que había mantenido en su mano. La polvorienta nube que provocó con su soplido, terminó en parte siendo inhalada por el monarca.
—Eso, mi señor, es el antídoto a la adicción que provoca el aceite —le explicó Adalis a Eiren.
—Bien, si ya está todo, ha llegado el momento de que Geseladin sea enjuiciada —anunció Karos con una dura e implacable mirada en sus ojos.
La reverenda matre Muna movió la cabeza negativamente, y mirando al rey le dijo:
—No, mi rey y señor. Eso no va a pasar. Geseladin nos pertenece a nosotras, y será la sagrada orden de las matres de Amma, la que condene su traición.
—Ni lo penséis, eminencia. Estáis muy equivocada si pensáis que voy a entregárosla tan fácilmente. Esa mujer me ha embrujado, y es en Skhon donde recibirá su castigo.
Muna volvió a negar.
—No, mi señor, sois vos el que está equivocado. Tengo órdenes de su santidad la matre superiora muy claras al respecto. Si os negáis, he sido investida con el poder de lanzar un interdicto sobre vuestro reino, y declararlo en entredicho, con lo que nadie del país que necesite de las matres de Amma podrá obtener nuestros servicios, incluido vos, mi señor. Así que mi rey y señor, pensad bien lo que vais a hacer.
Karos miró a la mujer mayor frunciendo el ceño. Volvió su vista hacia Eiren, y después hacia la hermana Adalis. Los pensamientos pasaban como centellas por su cabeza. Lo que la reverenda matre había dicho era muy grave. Incluso con la guerra acabada, el reino necesitaba de un heredero, y aunque podría encontrar a una mujer de su pueblo que aceptase el darlo, no tenía claro si su consorte real lo aceptaría.
Fue Eiren quien lo convenció al decirle:
—Karos, me quedaría más tranquilo si no vieras de nuevo a esa mujer. Por favor, permite que sean las matres las que se ocupen. Te lo suplico, esposo mío.
Esas palabras bastaron para que una mínima esperanza creciera en el corazón del monarca. Pensó que quizás no todo estaba perdido. Que quizás todavía había una pequeña posibilidad de que consiguiera el perdón del impactantemente hermoso hombre; por lo que asintió y dio su consentimiento a la reverenda matre.
Geseladin había visto a Eiren y a las dos mujeres de su orden al frente de la comitiva, cuando pasaron por delante de la modesta tienda que le habían levantado a la entrada del campamento.
La presencia de la reverenda matre no podía significar más que una cosa. Su verdadera naturaleza había sido descubierta. El maldito pequeño consorte del rey, seguramente había conseguido desentrañar sus sortilegios y había conseguido que la orden reaccionara. Geseladin lo volvió a maldecir. Pensó por un breve momento en asesinarle, pero sabía lo difícil que sería para ella conseguir que el prevenido hombre se le pusiera al alcance.
Después se le pasó por la cabeza el huir. Pero también fue consciente de que la perseguirían implacablemente y, además, no tenía conocimientos suficientes del país para eludirlos.
«¿Qué hago entonces?, porque algo tengo que hacer» se dijo. «No puedo permitir que me lleven a la casa capitular».
Sabía muy bien cual iba a ser su destino si la llevaban ante el capítulo de la orden. El castigo de las matres para las herejes que traicionaban sus votos, era ser emparedada en una pequeña celda, tan solo con una jarra de agua y un pan ácimo.
No. No. Ella no podía terminar así, era una muerte horrible. Sabía que las personas que sufrían ese castigo gritaban con la cordura perdida hasta quedarse roncas, y que terminaban desgarrándose la cara con las uñas por la desesperación.
«Antes me quitaré la vida».
Sí, eso era lo mejor, nada de sufrimiento, nada de puertas siendo enladrilladas. Nada de ser humillada antes de ver la luz por última vez.
Geseladin corrió hacia uno de sus baúles y rebuscó en su interior hasta dar con una pequeño frasquito de un líquido verde. Era un poderoso veneno destilado del de un lagarto que habitaba muy al sur del desierto de Loûm. Se decía que su toxina producía una muerte tan dulce como la miel recién recolectada.
Tuvo un momento de duda. Una pequeña vacilación. Pensó en como habría sido su vida si hubiera sido asignada a otra maestra.
Quizás en lugar de estar ahora mismo a punto de tomar una dosis mortal de veneno, estaría embarazada. Gestando al futuro heredero del reino de Skhon. Reconoció no sin algo de amargura, que teniendo Eiren el carácter gentil y compasivo que poseía, posiblemente habría habido un segundo embarazo, y que ella habría vuelto a Uxama con el renombre de una gran reverenda matre. Hubiera podido volver de visita alguna que otra vez, y habría sido cariñosamente recibida por sus dos amigos.
En cambio ahora todo acabaría para ella. Nunca tuvo suerte en esta vida, quizás los Dioses fueran misericordiosos y se apiadaran de ella en la otra.
«No, no voy a llorar» se dijo cuando notó el delator picor en los ojos, obligándose a sí misma a no verter ni una de las lágrimas que pugnaban por escaparse. «No quiero morir. Oh Dioses, no estoy preparada para morir». El pánico ante lo desconocido le oprimió el pecho. Durante un instante pareció que iba a lanzar el frasco de veneno lejos de sí, pero en lugar de ello, empujó con su pulgar el pequeño corcho que lo cerraba, y se lo llevó a los labios, bebiéndose todo su contenido.
La encontraron echada en su lecho. Fría e inerte. Su cabello suelto enmarcando su bello rostro. Los dedos de sus manos entrelazados.
Eiren acudió a la tienda solo, ya que ni estando muerta la mujer, quería que Karos se expusiera a la nigromántica influencia de la fallecida. Por eso le pidió a su esposo que permaneciera apartado de la tienda de Geseladin.
El rey consorte contempló a la mujer que tanto daño le había causado. Pensó que sentiría odio, o al menos alivio, al ver la yacente figura, pero todo lo que sintió fue pena, una compasiva pena, por lo que pudo ser y no fue.
Sin decir nada, salió de la tienda y se encaminó hacia la salida del campamento, deseando pensar mientras paseaba en soledad.