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La locura de Kaisaros

KAROS

Castillo de Rocanegra

Sede real de los Amarokiên

I marca central

Skhon. Año 763 de la IV Era

Mes de Aëgesttol

Kaisaros furioso, abrió la puerta del estudio de su hermano el rey sin llamar, pese a que sabía que Karos estaba reunido con sus consejeros y generales. Acababa de enterarse de que Orisses había partido una vez más en una misión, esta vez encima, y lo que lo trastornaba más, iba en ella el guapo sanador Eurol.

El príncipe estaba asustado; desengañado, enfadado, y muy dolido con su hermano. ¿Por qué siempre tenía que separar al comandante de su lado?, ¿por qué no se daba cuenta de lo que necesitaba ver cada día al único hombre que conseguía calmarlo y hacer que no se sintiera como el estúpido inútil que era?, ¿tan difícil resultaba para su hermano entender que se moría un poquito más cada día por dentro al no poder gritar su amor por el comandante?

Todos los presentes en la habitación se giraron en su dirección cuando la puerta, debido a la fuerza con la que la había empujado para abrirla, golpeó la pared con un sonoro estruendo para volver a cerrarse entre vibraciones. Kaisaros extendió el brazo presentando la palma de la mano para detenerla y volvió a empujarla esta vez más suavemente.

Se quedó ahí plantado, justo bajo el marco de la entrada, mirando fijamente al rey. Su labio inferior comenzó a temblarle, al mismo tiempo que sus ojos se iban humedeciendo con lágrimas de dolor y frustración.

—¡¿Dónde está Orisses?! —preguntó gritando en cuanto creyó que su voz no sonaría como la de un niño con una pataleta, aunque para ese momento su rostro era un desastre de lágrimas y moqueras.

—Kai, ¿qué demonios te ocurre, hermano? —le preguntó a su vez el rey alarmado por el deplorable aspecto del príncipe.

—¡¿A dónde has enviado a Orisses, Karos?!

El rey miró serio a los hombres que estaban alrededor de la mesa llena de mapas.

—Salid por favor me’hssurai —dijo finalmente en un tono suave, pero que no dejaba dudas en cuanto a la conveniencia de obedecerle rápidamente. Tanto los duros generales como sus más cercanos consejeros, fueron saliendo manteniendo sus miradas bajas.

Cuando en la habitación únicamente quedaron los dos hermanos, Karos le dijo:

—Acércate Kai.

—¡No! No vas a hacer como siempre. No voy a dejar que lo hagas esta vez. No me voy a tranquilizar con tus palabras. Dime solamente adónde lo has enviado, hermano, ¡dónde está Orisses! ¡Dímelo! —le respondió Kaisaros con un desgarrado grito final, cada vez más histérico. Movía la cabeza de izquierda a derecha, negando sin parar. La mirada en los ojos del príncipe se veía afiebrada.

El rey cerró los ojos y suspiró, tenía miedo. Miedo de que su inestable hermano pequeño no fuera capaz de controlarse, miedo de que no comprendiera que había sido necesario que el comandante partiera nuevamente por el bien del reino. En definitiva, tenía miedo de que Kai tuviera un ataque del que esta vez no pudiera recuperarse. Todas las señales estaban ahí, las podía ver. El pulso acelerado en el cuello de Kaisaros, el temblor de sus manos, la respiración forzada.

Un miedo profundo y paralizante comenzó a oprimirle el corazón a Karos.

Dio unos pasos hacia delante hasta llegar donde su hermano se encontraba todavía parado, a la derecha de la puerta y con su hombro rozando la pared, como intentando resguardarse de no sabía qué.

El rey lo sujetó por los brazos y tiró de él hacia su cuerpo para abrazarlo.

—Kai, Orisses acompaña a Eiren en un viaje al sur, era necesario que fuera para protegerlo. No te preocupes por favor, volverá muy pronto —lo intentó tranquilizar.

—No, eso no lo sabes. ¡Déjame! No quiero que me trates como a un niño pequeño —exclamó el príncipe al mismo tiempo que lo empujaba apartándolo y se alejaba unos pasos en el interior del estudio. De repente se dio la vuelta hacia el rey—. ¿Por qué no puedes ver que ya soy un hombre adulto?, a ojos de todos soy el pobre retrasado de Kaisaros, y es por culpa tuya, por como me tratas.

El príncipe se echó a llorar llevando sus manos a la cara para ocultarlas de su hermano.

—Lo siento mucho Kai si te hago sentir así, no es intencionado. Es solo que me da tanto miedo que pueda ocurrirte algo que… —se calló sin terminar la frase, repentinamente se dio cuenta de que no sabía como se tomaría la frágil mente de Kaisaros lo que estuvo a punto de decir. Comenzó a acercarse nuevamente al nervioso joven.

—No te acerques. No me voy a romper, Karos, así que no actúes como si fuera de cristal —adujo el príncipe al notar las intenciones del rey.

Su hermano se paralizó donde estaba. Kaisaros bajó sus manos y le clavó la mirada. Karos pocas veces había visto tanta frialdad hacia él en los ojos de su hermano pequeño.

—Kai por favor, tienes que comprender que Orisses, por muy amigo tuyo que sea, es primero comandante de la guardia real y por tanto su primer deber es para con la familia real.

—Oh, claro, siempre el deber, y por eso tienes que apartarlo de mí en cuanto lleva dos días a mi lado, ¿verdad? —El rey no comprendió por qué insistía sobre ese punto. El comandante es cierto que era muy querido de su hermano, pero ante todo era un militar al servicio de su soberano, Kaisaros no podía pretender que lo mantuviera en el castillo únicamente para que lo entretuviera. ¡Por los Dioses! El hombre no era su juguete. Se fijó una vez más en su hermanito y vio que seguía en tensión.

—Cariño, me parece que deberías tranquilizarte, ¿quieres que llame a tu sanador?, más tarde cuando hayas descansado podemos hablar de todo esto. ¿Te parece bien?

—¡No! ¡No me parece bien!, lo que pretendes es que Balkar me de una de sus pócimas y me duerma durante días, ¿no es así?

—Por los Dioses, Kai, ¿cómo puedes decir eso? —Se defendió Karos.

—Lo digo porque así lo siento, tú en realidad lo único que pretendes es que te deje tranquilo con tus mapas, tus malditas estrategias y tus generales para planearlas. No soy tan tonto, Karos, puedo ver a través de ti como si fueras transparente.

El rey se asustó mucho al ver que su hermano en lugar de ir tranquilizándose, cada vez parecía más nervioso y alterado. Eso último lo dijo entre temblores más evidentes a cada segundo que pasaba.

—Nunca tienes paciencia conmigo. No lo niegues, lo sé muy bien —continuó desbarrando el príncipe—. El único que me escucha y me comprende es Orisses, por eso lo mandas fuera en cuanto puedes. Tú no me quieres Karos, y te odio por eso. ¡Te odio! Te odio, te odio, te odi…

El rey se precipitó hacia delante llegando justo a tiempo de evitar que Kaisaros se golpeara la cabeza al caer de espaldas después de que se hubiera quedado rígido y con los ojos vueltos completamente hacia dentro. Era aterrador de ver. Karos lo fue bajando lentamente hasta el suelo, y se puso blanco como un pergamino sin usar cuando vio los espumarajos que comenzaban a salir de las comisuras de los labios de su hermano pequeño, pese a tener este la mandíbula fuertemente apretada.

Kaisaros arqueó la espalda levantando los lumbares del suelo cuando empezó a tener algo que parecía una convulsión.

—¡MUCRO! ¡MUCRO! —gritó Karos a toda voz llamando a su paje—. Avisa a Balkar, dile que venga ahora mismo. ¡Corre! —le ordenó al muchacho en cuanto asomó por la puerta que llevaba a la cámara real.

El rey colocó la cabeza de Kaisaros en su regazo mientras rodeaba sus hombros con un brazo y le acariciaba el pálido rostro de su hermanito con la mano. Continuó sosteniéndolo así, empujando suavemente el cuerpo hacia abajo cuando una nueva convulsión lo levantaba, vigilando al mismo tiempo que el príncipe no se cercenara la punta de la lengua de un mordisco durante uno de los fuertes espasmos que tenía de tanto en tanto.

Balkar, el sanador personal del príncipe Kaisaros, salió de la cámara del hermano pequeño de Karos con un aire abatido que no presagiaba nada bueno.

Lo habían trasladado a sus propias estancias en cuanto el sanador dictaminó que el joven había entrado en un profundo sueño, una vez que consiguió con mucha dificultad, que una buena dosis de la pócima que siempre tenía preparada, fuera ingerida por la tensa mandíbula del príncipe.

El propio rey lo cargó en brazos cuando el castigado cuerpo de su hermano se relajó lo suficiente. Balkar lo examinó en cuanto Karos lo hubo dejado sobre su lecho. Llevaba una buena hora esperando junto a su primo Laro, que acudió preocupado en cuanto supo del terrible ataque sufrido por el desdichado joven, en la antecámara de Kaisaros cuando por fin el viejo galeno reapareció.

—¿Cómo está? —le preguntó el rey apenas había traspasado la puerta.

El hombre movió la cabeza negando y levantó la vista.

Me’hssur, vuestro hermano reposa ahora tranquilo, pero me temo que su cuerpo haya podido sufrir en exceso, por lo que no os puedo asegurar que vuelva a despertar.

Las palabras del sanador parecieron no llegar a penetrar la inquietud del soberano. Karos simplemente se quedó mirando a Balkar sin dar señal alguna de que lo dicho hubiera sido oído.

—¿Qué quieres decir con eso, Balkar? —intervino entonces el príncipe Laro ante el silencio de su primo—, ¿insinúas que Kai puede que no despierte nunca más?

El sanador asintió desviando al mismo tiempo la vista.

«Que razón tuviste con tu predicción Eiren, maldita sea mi testarudez que me impidió hacerte caso cuando me lo advertiste», se recriminó en silencio el rey. «Taut bendito, te lo imploro sana a mi hermano» pidió a continuación orando al Dios de la curación sin poder contener un sollozo.

Me’hssur, debemos confiar en los Dioses, no perdáis las esperanzas —le dijo Balkar al oír el sonido emitido por el monarca.

La puerta de la antecámara se abrió de improviso, entrando en ella Leukon. Las ropas del príncipe estaban cubiertas de polvo y suciedad debido a que se encontraba en una cacería de jabalíes, y fue rápidamente avisado de lo ocurrido a su primo nada más llegar al castillo.

—¿Cómo se encuentra Kai? —preguntó nada más atravesar la puerta.

—En un sueño profundo inducido por Balkar, hermano. Justo nos acaba de decir que no se sabe cuando ni como despertará, si es que lo hace —respondió Laro.

Leukon preguntó dirigiéndose al rey:

—Ha sido la partida de Orisses lo que lo ha provocado, ¿verdad?

Karos no dijo nada, pero asintió una sola vez.

—Ya me imaginaba que esto podía ocurrir. Lo que no esperaba es que ocurriera tan rápido ni fuera tan fuerte el ataque —continuó el príncipe.

—¿Cómo es que lo sabías?, Eiren me previno también antes de partir. ¿Por qué soy el único que no tenía ninguna sospecha? —le preguntó entonces el rey clavando unos dolidos ojos en su primo.

Los dos príncipes hermanos cruzaron entre sí una mirada conocedora, y tras unos instantes Leukon afirmó:

—Karos, eres un buen koningur, de eso no hay ninguna duda. Quieres además muchísimo a Kai, pero realmente careces de tiempo la mayoría de las veces para interesarte atentamente por lo que siente, piensa o padece.

El rey enderezó la espalda y frunció el ceño ante las palabras de su primo. «Eso no es cierto; siempre le he dedicado atención a mi hermano. ¿Por qué ahora mis primos parecen querer culparme de lo que le ha pasado?».

—Eso no es justo —dijo con tristeza en voz alta, pese a lo que pensaba en su interior.

Me’hssur, con vuestro permiso, iré a mi laboratorio para preparar más medicación —interrumpió Balkar el debate antes de que realmente comenzara, y que preveía iba a surgir entre los miembros de la familia Amarokiên y al cual no quería asistir. Hizo una reverencia ante su rey cuando este le dio su permiso y salió. Mientras tanto, Leukon se sirvió una copa de agua de la jarra que había en una mesa a su lado. Tenía la garganta seca, y algo le decía que iba a necesitar refrescarla cuando comenzara la discusión.

La sorpresa fue grande cuando en lugar de que el rey se revolviera contra los dos hermanos, en su lugar dijera a media voz:

—Realmente he sido un insensible con Kai, ¿no es cierto?

El tono era de total derrota, Karos lo había dicho sin levantar la mirada para enfrentarla con Leukon. Estaba muy claro que la preocupación por su joven hermano lo estaba minando por dentro y le creaba un sentido de culpa desproporcionado.

—Digamos que habría sido mucho mejor que hubieras escuchado a Eiren cuando te dijo que la ausencia de Orisses podría afectarle de la manera en que lo ha hecho —explico Laro—; pero Karos, no puedes castigarte tú solo por esto, tanto Leukon como yo somos en parte responsables.

—¿Qué quieres decir? —preguntó el rey.

—Ninguno de los dos te hemos dicho nunca el porqué de la importancia del comandante para tu hermano.

Leukon aquí soltó un pequeño gemido, Karos giró su mirada hacía él y le dijo:

—Primo qué es lo que me habéis ocultado.

—Kai lleva años penando de amor por Orisses —respondió el príncipe tragando saliva audiblemente—. Pero antes de que montes en cólera, recuerda que esta confidencia que te acabo de hacer es algo muy importante para tu hermano y si le haces saber que la conoces antes de que él mismo se confíe a ti, le harás sentir más dañado de lo que está en este momento.

El rey se quedó callado, su mente trabajando aceleradamente por lo dicho. Su primo probablemente tuviera razón; Kai nunca le había hecho partícipe de su amor por el comandante, y el conocía a su hermanito, si no lo había hecho era porque seguramente temía su reacción e incluso la posible prohibición de la unión. Por tanto debía tragarse su dañado orgullo por la falta de confianza de Kai y hacer como si nada supiera hasta que él mismo no le pidiera su parecer sobre el tema.

Un pensamiento repentino atravesó su cabeza, lo que lo llevó a preguntar:

—¿Qué hay de Orisses, siente lo mismo por mi hermano?

—Creo que el comandante lo ama, pero ya lo conoces, su nacimiento… —Contestó Leukon apagándose su voz antes de terminar, no hacía falta decir más, Orisses era el mejor amigo del rey y este lo conocía mejor que nadie.

* * *

Karos no se movió de la cámara de Kaisaros durante cuatro días excepto para atender brevemente lo asuntos más urgentes del reino, dejando el resto en manos de sus colaboradores más cercanos.

En la mañana del quinto, cuando el sanador Balkar ya había revisado al joven inconsciente y le había dicho al rey que aún no había cambios, se encontraba Karos en la antecámara escuchando al senescal Bilistages y al strategos Korbis, sobre los últimos acontecimientos en la frontera con Sekaissa, donde los movimientos de tropas seguían produciéndose cada vez de forma más descarada, cuando Chadar, el paje de su hermano, salió deprisa de la cámara anunciándole:

Mei koningur, vuestro hermano… el kuningiks ha abierto los ojos.

Karos se precipitó a la cámara llegando inmediatamente junto al lecho donde Kai parpadeaba y miraba desenfocadamente de forma alternativa.

—Oh, Dioses misericordiosos, loados seáis. Kai, cariño, ¿cómo te sientes? —preguntó el rey sentándose en el borde de la cama y abrazando a su pequeño hermano.

—¿Karos, qué me ha pasado, por qué estoy en mi cama?

—Shsss, tranquilo cariño mío, no te vayas a alterar demasiado, te lo explicaré, pero antes déjame que haga venir a Balkar, ¿de acuerdo? —Lo tranquilizó el rey y, volviéndose hacia Chadar y sus consejeros, quienes miraban alegremente sorprendidos la escena desde la puerta, ordenó—: Ya me habéis oído, que venga el sanador inmediatamente.

—Balkar en breve estará aquí, me’hssur —dijo el viejo Bilistages—, mandé a por él en cuanto oí que vuestro hermano había abierto los ojos.

El rey asintió, pero sin girarse a mirarlo, seguía con su vista clavada en Kai, acariciándole la mejilla mientras estudiaba su semblante en busca de cualquier posible lesión que pudiera detectar, como si fuera capaz de hacerlo simplemente mirando al joven.

El sanador apareció entrando en la habitación resoplando como un fuelle debido a la carrera que había realizado desde su laboratorio hasta allí al saber la noticia.

—Por favor mei koningur, mis señores, salid para que pueda reconocer al kuningiks —les pidió en cuanto pudo recobrar el resuello.

Dudando un instante Karos acabó por levantarse y, acompañado de los demás, volvió a la antecámara.

Cuando Kaisaros supo los días que había pasado sin consciencia, y el porqué del ataque, se sintió más deprimido que nunca. Su hermano Karos le explicó todo lo ocurrido, incluyendo el carácter de la misión que el comandante realizaba aún en esos momentos para el reino. Demostró, en todo momento, el rey una paciencia y confianza en el príncipe que lo emocionaba, pero no podía no obstante sentirse igualmente avergonzado y entristecido por su loco comportamiento días atrás.

Ahora, en esta noche, cuando ya llevaba tres días despierto y en el lecho, del que Balkar todavía no lo dejaba levantarse, Kaisaros pensaba en la inutilidad de su vida.

«Me he puesto en evidencia no solo ante Karos, sino delante de todo el castillo, soy un estúpido bueno para nada que lo mejor que podría hacer es desaparecer», pensó por millonésima vez el joven príncipe desde que supo lo ridículo e infantil que se había comportado.

Ese tipo de pensamientos siempre había rondado por su cabeza, mucho más a menudo cuando el comandante Orisses no estaba en el castillo. Era como si la presencia del grave guerrero lo llenase de confianza y seguridad, alejando de su cabeza los pensamientos autodestructivos que tantas veces lo asediaban cuando no contaba con la cercanía de la persona que había amado ni se acordaba desde cuando.

En estos días, esa manera errada de ver su vida parecía tener más fuerza que en otras ocasiones, lo que estaba llevando a Kaisaros a deslizarse peligrosamente hacia el precipicio. Nadie, sin embargo, sabía del profundo pozo en el que el joven enfermo se encontraba.

Ni su hermano ni sus primos habían detectado el peligro. Mucho menos su paje o Balkar. Kaisaros tuvo mucho cuidado en simular una alegría que estaba muy lejos de sentir, porque interiormente el príncipe ya se había decidido.

Muy hábilmente, hacía tiempo que ocultaba una gran dosis de polvos de adormidera, restos acumulados de la medicación que su sanador le había prescrito para aliviar el impenitente insomnio que desde siempre había padecido el príncipe.

Esta no había sido la primera vez que Kaisaros había entrado en un estado depresivo en el que terminar con la que creía su inservible vida había pasado por su cabeza. La diferencia es que en esta ocasión su resolución parecía firme.

Se levantó silenciosamente de la gran cama, mirando de no alertar a Chadar, el cual dormía en un jergón a los pies del lecho, y se acercó hasta la mesa escritorio donde se hallaban los útiles de escritura. Se sentó a la mesa y agarrando una larga pluma, afiló su punta con un pequeño puñal, sumergiéndola luego en el tintero. Colocó un pergamino virgen entre los bastidores de la mesa y comenzó a escribir:

Querido Karos:

Perdóname por lo que estoy apunto de hacer. Sé que mi decisión te causará un profundo dolor, pero entiende hermano mío, que no puedo continuar viviendo de esta manera.

Soy inútil para ti, para nuestra familia y para el reino. Creí durante un tiempo que podría conseguir el amor de Orisses, y que gracias a él sería capaz de cambiar, pero está claro que los Dioses no me consideran merecedor de un hombre tan magnífico. Probablemente le tengan reservado a alguien mucho mejor para que alegre sus días, pero comprende querido hermano que yo no pueda soportar ver como el hombre al que amo con todo mi corazón, acabe alejándose de mi vida, ni sea capaz de ver como sus besos y abrazos acaban siendo recibidos por otra persona que no sea yo.

Por favor, te ruego sepas perdonar mi cobardía y transmitas mi cariño a Eiren, Leukon, Laro y todos los otros a los que considero mis amigos, y Karos te lo ruego, cuida de Orisses, no le culpes porque de nada es culpable. Si quieres concederme un último favor, te suplico que le pases las palabras a él dedicadas en el segundo pliego.

Adiós hermano mío.

Te quiere.

Kaisaros

El príncipe calentó rápidamente en la llama de la lamparilla que había encendido a su lado la punta de una barrita de lacre y la aplastó sobre el pergamino doblado, utilizando su anillo de sello. A continuación tomó otro pergamino y escribió:

Amor mío:

Sí, amor mío. Déjame que al menos esta única vez te nombre así. Cuando leas estas palabras, yo me encontraré en los salones de Sukellos junto a mi Padre, y donde tendré la oportunidad de conocer a mi pobre madre. No sufras por mí, mi amor, lo que he decidido es lo mejor. Estoy cansado de sentirme como una carga para mi hermano y sobretodo para ti.

Te he amado desde hace tanto tiempo Orisses. Recuerdo la primera vez que me di cuenta de que te amaba. Fue aquel lejano día, tenía ocho años entonces, en que bajé corriendo las escalinatas de la torre; Karos y tú estabais entrenando con la espada, y yo, con mi torpeza habitual, me caí al bajar el último escalón, haciéndome una herida en mi rodilla mala. Tú viniste corriendo hacia mí y te arrodillaste a mi lado preguntándome si estaba bien. Casi me dan ganas de reír, pero no puedo hacerlo, Chadar podría despertar y perdería mi oportunidad si no mi valor para hacer lo que debo.

Una lágrima se deslizó por la mejilla de Kaisaros cayendo sobre el pergamino. El príncipe se limpió furiosamente los ojos y ahogó un sollozo antes de volver a sujetar la pluma y continuar.

Disculpa mis divagaciones, mi amor, tantos recuerdos me vienen a la cabeza que tengo que hacer un esfuerzo para escribir lo que quiero decirte. Como te decía, me preguntaste y cuando notaste el sangrado de mi rodilla, y mis ojos llorosos de tonto niño pequeño, me limpiaste las lágrimas y levantándome en brazos, me dijiste que no llorase, que un joven guerrero como yo no debía demostrar el sufrimiento, que tú me llevarías hasta el sanador para que me curase.

¡Dioses! Que fuerte me pareciste a tus diecisiete años. Me sentí tan feliz en tus brazos, Orisses. Ese fue el instante en que me di cuenta que te amaba. Que equivocado estaba al pensar que podría conseguir que tú sintieras lo mismo por mí. Cuantas veces habré llorado en mi cámara cuando te veía hablar y sonreír a alguna de las muchas doncellas que obtuvieron tu atención antes de que desaparecieras con ellas. Afortunadas fueron al conseguir lo que yo siempre anhelé.

Al menos cuento con el consuelo de que me nombraras entre tus amigos. Pese a lo desesperantemente formal que eres la mayoría del tiempo conmigo, siempre he sabido que podía contar con tu amistad, aunque no con tu amor.

Triste consuelo, ¿verdad?, pero que para mí lo ha significado todo, amor mío.

Te deseo que encuentres una buena mujer a la que puedas hacer feliz como estoy seguro que sabrás hacerlo.

Si algún día tienes un recuerdo para mí, allá donde el divino Sukellos me mande, estaré feliz de recibirlo.

Tu siempre enamorado.

Kai

Para cuando firmó la difícil carta a su amor imposible, el príncipe apenas veía por las lágrimas que anegaban sus ojos. Con dificultad plegó el pergamino y lo selló, escribiendo encima del lacre las palabras: «Para mi amor, Orisses».

Dejó ambas cartas sobre la mesa, bien visibles, confiando en que nadie salvo su hermano las abriría cuando lo descubrieran frío e inerte.

De un cajoncito secreto del escritorio, sacó a continuación una cajita donde había ido acumulando el polvo de adormidera, la abrió y miró la cantidad, preguntándose si sería suficiente, y en el caso de serlo, si su marcha hacia los salones de Sukellos sería dolorosa o suave.

«Oh vamos Kai, sea de un modo u otro, bien pronto lo vas a comprobar, no vayas a asustarte ahora» se recriminó a sí mismo. Se levantó resueltamente y se acercó hasta la mesita donde estaba una bandeja con una jarra de agua y unas copas de oro, regalo de su hermano Karos por su dieciocho cumpleaños. El príncipe sonrió al recordar la decepción que sintió al recibir el presente. Le habría gustado tanto que en lugar del valioso juego, le hubiera regalado una espada.

Cuando se encontraba a dos pasos de la mesa, tropezó con un pliegue de la piel de oso que alfombraba el suelo, soltando un pequeño jadeó y derramando parte del contenido de la cajita sobre el tupido pelo que una vez cubrió el enorme cuerpo del plantígrado.

«Maldita sea mi estúpida torpeza» se maldijo en silencio Kaisaros mirando la cajita, intentando ver con la poca luz si había perdido mucha cantidad de su contenido o no. Se tranquilizó al comprobar que parecía no ser así. Un sonoro suspiro escapó de sus labios.

Su paje despertó con el sonido y con voz pastosa le dijo:

Me’hssur, ¿qué ocurre, necesitáis algo?

—No, nada Chadar, vuelve a dormir —respondió rápidamente Kaisaros, no queriendo que el muchacho se desvelara y entorpeciera sus planes—; únicamente iba a beber agua, me ha despertado la sed. Todo está bien, duerme.

El joven se incorporó un poco más, preguntándole:

—Yo os puedo acercar la copa al lecho, mei kuningiks.

—No, no hace falta, ya estoy levantado, anda duérmete. Volveré a la cama enseguida —lo tranquilizó Kaisaros.

Conteniendo un bostezo, Chadar asintió y se dio la vuelta cubriéndose con la manta, al cabo de unos segundos ya volvía a sonar la respiración sibilante, demostrando lo poco que le costaba al jovencito conciliar nuevamente el sueño. El príncipe casi lo envidió.

Depositó el contenido de la cajita en el fondo de una de las copas y vertió seguidamente el agua, removiéndola con el dedo para que el polvo no quedara en el fondo, tras combatir una pequeñísima duda que lo asaltó en ese momento, se la bebió.

No pudo evitar una mueca por el gusto amargo que se le quedó en el paladar. «Bueno al menos no tendré que volver a degustar esta cosa horrible nunca más» se consoló antes de volver despacio al lecho y meterse bajo las pieles.

Se quedó ahí, acostado, escuchando el sonido de la respiración de su paje; mirando sus posesiones repartidas por la habitación. Cada objeto que divisaba le trajo un recuerdo distinto. El libro de historia que le regaló Bilistages. El arco regalo de su primo Laro, que colgaba de un gancho a la izquierda del lecho, y con el que nunca pudo practicar porque su hermano temía que pudiera hacerse daño. La lira heredada de su madre difunta.

«El ritmo de mi corazón parece que está descendiendo. ¿Será el principio de mi viaje?», pensó al notar que una conocida somnolencia iba apoderándose paulatinamente de él, «¿cómo serán las cámaras de Sukellos?, ¿estarán mis padres esperando ya mi llegada?». Los ojos al príncipe le comenzaron a pesar cada vez más, hizo un vano intento por mantenerlos abiertos. Pareció un último e inconsciente conato de rebelión contra lo que sabía iba a ocurrir.

«Orisses, mi amor. Oh mi amor».

Y con ese postrer pensamiento se entregó Kaisaros al sueño.