SITA TAPPE

Desde que llegaron con sus salchichones picantes y su tarta llena de bichos duermo abajo, sobre la mesa de billar. No sólo porque Mary habla tan alto mientras duerme que se la oye desde el otro extremo del pasillo del piso de arriba, y porque Celestine sube y baja toda la noche a buscar vasos de agua, comer cereales o freír huevos. Ni tampoco porque jamás solicité su compañía, porque no la quiero y porque incluso desearía que se pusieran enfermas y se marcharan. Duermo abajo por motivos propios. Uno es la misma mesa de billar. Me gusta el roce del paño verde. Me gusta la superficie lisa. Me gustan los huecos, útiles para meter revistas enrolladas, un vaso o mi cepillo del pelo. Cuando duermo siento un olor escolar a tiza azul, junto con el olor adulto del whisky y la ceniza volcados. Les he explicado a Celestine y a Mary que la superficie lisa y dura de la mesa de billar es buena para mi espalda, pero la verdad es que me gusta dormir en el sótano.

Mi primer marido llamaba a esa habitación enorme y sin ventanas su centro recreativo. Jimmy lo hizo revestir a prueba de ruido con madera de roble muy cara, pero los adornos de las paredes son cachivaches regalados por sus amigos distribuidores de bebidas y de las tabernas locales. A un lado hay estantes llenos por el equipo estéreo, cajones de discos, una televisión en color. Cuando volví a casarme, Louis añadió música clásica a los discos de country-western y música ligera de Jimmy. A veces Louis hacía experimentos en la parte sin terminar del sótano o celebraba reuniones de su grupo de buscadores de setas. Instaló un equipo de radio de onda corta y llamaba a lugares situados detrás del telón de acero. Hay aquí tantas cosas de Louis y de Jimmy que la habitación es una especie de monumento a los dos, y a ninguno.

Ahora es mi habitación. He trasladado aquí todas mis cosas favoritas. He hecho un nido para mis joyas en la caja de las casetes, hay fotos de mi padre en las mesillas mexicanas, tres de mis mejores jerséis de cachemir están doblados y apilados, y hay un par de zapatos descubiertos italianos. Hasta he limpiado el cuarto de baño que hay detrás de la pared. Lo fregué tres veces con un limpiador especial y luego le pasé desinfectante Lysol. Tiré los productos químicos del cuarto oscuro de Louis y las botellas de litro que los hermanos de Jimmy guardaban debajo del fregadero. Ahora en el armario del cuarto de baño guardo mi maquillaje, pero no el resto de las píldoras que heredé de Louis. Para ellas tengo un sitio más seguro.

En una época las guardaba en cualquier parte. Pero siempre olvidaba dónde las había escondido. Aparecían inesperadamente, lo que no era muy fiable. No podía perder ni una después de la muerte de Louis porque ya no hay un solo médico de la ciudad que me haga una receta. «Se volvería adicta», me decían. Querían privarme de ellas. Pensaban que lo habían conseguido. No sabían lo que Louis me dejó.

La habitación está oscura a cualquier hora del día. Ya no me gusta que me despierte el sol. Esta mañana, aunque sé que pronto tendré que levantarme y ver a Mary y a Celestine, me quedo boca arriba, envuelta en mantas que han absorbido el olor terroso del aire del sótano.

Aquí, acostada, pienso en todo lo que puedo hacer con el mando a distancia.

Louis puso cables debajo de la gruesa moqueta. Le encantaba estar en su sillón de orejas y apretar botones. Jimmy, lo sé, se hubiera echado en su grueso sofá de estilo mediterráneo y habría lanzado maldiciones de puro asombro al ver lo que había hecho Louis. Desde aquí puedo encender la televisión si quiero. Si la cara de la presentadora está algo borrosa, puedo enfocarla con un movimiento. Tengo los cascos junto al codo. Puedo encender la radio o el equipo de música. Puedo escuchar cintas de ocho canciones o mirar en silencio el movimiento de las agujas en los diales y barómetros brillantemente iluminados. Puedo aumentar o disminuir la luz de la araña de cristales de imitación del modelo Tiffany. Puedo encender todas las lámparas hechas de latas de cerveza y mirarlas. En una, se ve la larga silueta de una diligencia tirada por caballos que corren una y otra vez en silencio junto a las montañas y los cactus del desierto de la pantalla iluminada. En otra, una canoa que gira interminablemente por un lago azul. Algunas están hechas con botellas de cerveza Hamm o Schmidt, y otras con las sencillas botellas romboidales de Grain Belt. En el extremo opuesto de la habitación Jimmy construyó un bar en forma de U tapizado con un grueso vinilo negro acolchado.

Desde la noche en que Mary trató de partirme la cabeza con un ladrillo el dolor ha disminuido. Es como si el golpe hubiese roto una serie de conexiones nerviosas. Ésa es una de las razones por las que no llamé a la policía cuando finalmente estuve en condiciones de hacerlo; ésa y el problema de las píldoras. Tenía miedo de que hiciesen un registro y encontraran las que están flotando en la cisterna dentro de la caja impermeable donde Louis guardaba las cerillas cada vez que salía al campo a buscar especímenes botánicos. Ahora casi odio tomar píldoras, me quedan muy pocas. ¿Qué pasará dentro de un mes, un mes y medio? He tenido la suerte de que el ladrillo desconectara las terminaciones nerviosas. Eso hace más tolerable el futuro. Me siento mejor. Sin embargo, he perdido el uso del brazo izquierdo y debo mantenerlo apretado contra las costillas como un ala de gallina.

Tengo que levantarme antes de que terminen con el reparto y vuelvan a buscarme con esa furgoneta que huele a sangre y a cuero caliente. Más tarde quieren llevarme a Argus a ver el Festival de la Remolacha y la coronación, que se hará en una tribuna de asientos duros y sin respaldo. Al principio me negué, pero ellas insistieron.

—Te divertirá ver la coronación de Dot —dijo Celestine para engatusarme.

—Te sorprendería saber cuánto me divierto acostada —respondí.

Mary, todavía taciturna después de que casi me mató prematuramente, trata de quitar importancia a lo que hizo. No acepta su responsabilidad. Dice que a todos nos dan cuerda y que no paramos hasta que la cuerda se acaba.

—También podrías salir a pasear por una vez —dice sin entusiasmo. Probablemente, es su falta de entusiasmo lo que me lleva a aceptar.

Sin embargo, levantarme no es tarea fácil. Supone el uso de muchos músculos y de las piernas, que yo prefiero tener abrigadas y envueltas en mantas de punto y almohadones. La sala de recreo está helada, lo que no me importa mucho con el calor del verano, salvo para afrontar esa primera larga caminata sobre la moqueta o el momento de pisar las baldosas frías del cuarto de baño.

Ruedo sobre el estómago y bajo las piernas de la mesa. Del hueco izquierdo saco un vaso de agua y doy un trago largo. No he quitado las bolas de colores del billar que ahora ruedan y chocan en sus canales ocultos. Me parece un sonido cordial, que me distrae y me tranquiliza. La mesa es tan sólida que sólo se mueven cuando subo o bajo. Empiezo a caminar por la moqueta. Pero esta mañana no llego siquiera hasta el sofá. Algo ha cambiado, una debilidad que no he sentido desde el golpe del ladrillo. Desearía haberles pedido algo de comer antes de que las dos salieran, o que hubiera algunas galletas olvidadas en el bar de Jimmy. Pero entonces, recuerdo, esas galletas tendrían ahora quince o veinte años. Yo no me lo proponía, pero descubro de pronto que estoy acostada en el suelo. No creo que me haya caído, pero estoy, sin lugar a dudas, tumbada sobre el estómago, con la cara aplastada contra las hebras de la moqueta, que son como de lana gruesa. Debo quedarme allí. No puedo llamar pidiendo ayuda. No sé cuánto tiempo pasa hasta que recobro las fuerzas, me pongo a cuatro patas y gateo. Yo tengo orgullo, pero debo reservarlo para momentos peores y para cuando Mary y Celestine me miran.

Para ellas la muerte es una tarea semanal, nada más que eso, nada más que el ruido que la causa. El tiro de escopeta. El golpe sordo. El tajo en el cuello de la gallina. Estoy segura de que jamás escuchan los sonidos que hacen los animales. Pero yo siempre oía los gritos y los mugidos cuando era pequeña, antes de marcharme de la carnicería. Los cerdos chillaban como vecinos asesinados en la cama. Y cuando les cortaban la cabeza a las gallinas, aleteaban y levantaban una nube brillante de polvo.

Todavía oigo ese aleteo. Barrían el suelo con un frenesí de esperanza. Incluso sin cabeza el cuerpo continuaba su baile de marioneta. Cuando me toque a mí, no quiero que Celestine ni Mary oigan el ruido. Ésa es otra de las razones por las que duermo en la sala de recreo. Recuerdo el camión de planchas insonoras que trajo Jimmy, el aislamiento especial. Recuerdo que Jimmy probó el equipo de música a toda su potencia mientras yo estaba arriba, en la cocina, y sólo notaba la vibración de los timbales pero no oía en absoluto la música, apenas un zumbido tan leve como el de un insecto.

Ahora el cuarto de baño. La puerta. La luz.

Jimmy hizo instalar agarraderos de acero. Decía que los ponía para los inválidos, pero por supuesto eran para sus hermanos, que cuando estaban ebrios no podían apuntar bien ni siquiera apoyándose en ellos y dejaban rastros sobre las baldosas azul claro. Ahora me alegro de los pasamanos y las tiras antideslizantes. Me acerco al inodoro. Levantar la tapa de cerámica de la cisterna es la empresa más delicada de cada día. Siempre temo que se caiga cuando la muevo. Esta operación exige todo mi control. Saco la cajita impermeable. Vuelvo a poner la tapa, no del todo, apenas lo suficiente para que no resbale. Y luego respiro con más facilidad. Lleno de agua el vaso de lavarse los dientes. Abro el frasquito y dejo caer tres en mi palma. Tres no. No. No. Me debo limitar a una. Vuelvo a meter dos adentro. Entonces, por alguna razón, vacío todo el frasco. Siento curiosidad por saber cuántos días me quedan antes de que se acaben. Y así veo qué pocas quedan.

Miro las brillantes píldoras anaranjadas durante no sé cuánto tiempo. Es como si estuviéramos unidas por un nexo de comprensión. Sólo queda medio frasco. Quiero tomarme una ahora, pero las píldoras me lo impiden. Tengo que escucharlas. Tengo que saber qué significa esto. De modo que nos miramos, una y otra vez. Realmente no pasa mucho tiempo antes de que comprenda.

Sin nosotras, me dicen, sin Louis, será nuevamente el hospital mental. La sala de los caníbales. La aguja. Las vistas que no te gustaría ver en tu jardín.

No hay ninguna duda. Sé de pronto que he venido hasta este momento a través del tiempo. Para llegar aquí he caminado sobre espacios vacíos. Ahora he llegado.

Y entonces es fácil. Me las trago todas.

Un rato más tarde, me dejo caer sobre el váter con el brazo sano. No pienso en el futuro. Me inclino tanto que casi toco el lavabo. Me gustaría bañarme. No pienso más que en el agua. Así se me hace más fácil deslizarme hasta la bañera. Y una vez que estoy allí, sentada, con los grifos abiertos, las píldoras se apoderan de mí junto con el chorro de agua caliente y de inmediato empiezo a flotar.

Adoro las plantas. Durante mucho tiempo creí que morían sin dolor. Pero por supuesto, cuando lo discutí con Mary, ella me enseñó recortes acerca del sufrimiento de las plantas cuando les arrancan las raíces, e incluso de algún sonido indescriptible, aterrorizado, una vocal prolongada que emiten y sólo puede registrarse con instrumentos especiales. De todos modos amo su hábito del constante retorno. No me gustan las flores cortadas. Sólo las que crecen en la tierra. Y estos nenúfares, pintados con pinturas tóxicas sobre la cortina de la ducha, me enloquecen con su pureza. Cada pétalo blanco es una gran lágrima de leche. Cada fino tallo es una verde cuerda salvavidas.

Este ruido. La catarata de agua que cae. Nunca he visto una catarata y ni siquiera he oído un torrente. Los sitios donde he vivido son demasiado llanos para que el agua corra tempestuosamente. Sin embargo, conozco el río, su violencia y las riberas castigadas. Conozco su lengua destructora, que en verano se reduce a un sucio hilillo de barro. No, el río no es esta maravilla de agua limpia que brota de un grifo, caliente y salvaje, y me inspira esta extraña ilusión de que estoy bien.

Fuera, de pie, seca, las píldoras bloquean los caminos de los nervios.

El espejo está empañado. Lo seco con una toalla. Debo esperar a que mi mano deje de temblar antes de quitarme el gorro de baño de plástico y cepillarme el pelo. Tengo un color gris marengo y realmente estoy demasiado flaca. Pero saco de la cajita tallada el collar de granates, me lo pongo y cierro con mucho cuidado el viejo broche de filigrana. Desnuda, aparte de las piedras rojo sangre, pienso en mi tía. Una vez escuché detrás de la puerta que Fritzie le contaba a alguna amiga la historia de la huida despiadada de tía Adelaide. Las dos pensaban que el sufrimiento la había enloquecido, pero ¡qué bien la comprendía yo! Podía verla absorbida por una nube. Tenía los huesos ahuecados como los de un ave. Sus alas no hacían el ruido terrible de las gallinas sacudiendo el suelo; no hacían ningún ruido. No tenía que aletear sino que se deslizaba sin esfuerzo por las corrientes y los torrentes invisibles que fluyen por encima de nosotros. De modo que se fue volando. Y lo mismo habría debido hacer yo, en lugar de trasplantar flox. Sus raíces eran fuertes y nunca encontré el lugar adecuado para ponerlo, la valla adecuada. Flox blanco sobre una valla blanca. Nunca quedó bien. Debería haber pintado la valla de azul. Debería haber bajado un vestido más elegante.

No me gusta éste, con estos blancos pliegues arrugados por el vapor de la ducha, el cinturón color lavanda y los puños de encaje que me raspan las muñecas. Ni siquiera creo que le haga justicia al collar, pero aun así llevaré los granates en honor de Mary. Nunca me los ha visto puestos, aunque de todos modos es probable que no le importe. Es una mujer dura, nada sentimental. Jamás consigo acercarme a ella, ni tampoco a Celestine, excepto a través de su hija.

Una de las pocas veces que tuve que ir de compras a su tienda, me encontré con la chica. Dot estaba sentada detrás del mostrador y comía; daba enormes bocados a su sándwich de carne picante y se chupaba los dedos. Tenía los mismos malos modales que su padre. Se lo dije. Paró, parecía interesada. Le dije que era muy distinta de su madre y que se parecía, en los ojos y la nariz, a su abuela Adelaide. Se lo dije para fastidiar a Mary, que jamás hablaba de su madre. Fui más lejos y le conté a Dot lo que había hecho Adelaide. Lo pinté como algo romántico, casi como una leyenda. Dot estaba fascinada, pidiendo más. Le pedí que se callara cuando entró Mary.

Durante un segundo les había robado a Dot, así como Mary me había robado a Celestine. A pesar de todos estos años, todavía recuerdo aquel momento horrible que pasé en el cementerio, cuando me quité la camisa.

Tantas cosas ocurren a la vez. Un extraño recuerdo que conservo de las notas que tomaba Louis era mi visión de esos niños bajo tierra el día del Juicio Final.

Suenan las trompetas, le dije. Se oyen todas las sirenas. Del depósito municipal de agua brota sangre. Y luego, le dije, el suelo lleno de raíces se abre encima de cada pequeña tumba. Los niños emergen. Son esqueletos. Sorprendentemente pequeños, de marfil labrado con herramientas de precisión bajo una lupa de joyero. El aumento revela la simetría de cada articulación diminuta. Pero no hay tiempo para asombrarse, porque mientras recorren las calles de Argus los huesos se cubren de carne, y luego de piel y finalmente de ropa.

¿Pero qué clase de ropa, y de qué época?

¿Y qué ocurría —pregunté a Louis— con sus padres? ¿Qué ocurriría si sus padres habían pecado e ido al infierno? ¿Habría escuelas, un autobús, orfanatos, madrastras y padrastros, alguna organización que los cuidara? Si no era así, ¡qué espanto! Imagínate a esos pobres niños vagando entre los muertos en busca de alguien o de algo familiar.

Es demasiado triste, Louis, le dije.

Ahora estoy lista. El collar brilla como la maldad sobre la ruina que es mi garganta. Es demasiado tarde para cambiarme. No me quito el collar. Mis brazos crujen mientras me pongo el vestido. Luego el maquillaje, el pelo y la concentración que esto requiere. El esfuerzo de mover cada dedo por separado, de coger los pequeños tubos y cepillos, es inmenso. ¿Quién se iba a creer la firme voluntad que exige todo? Me sorprendo con cada pincelada. El resultado es una enorme mejoría. Necesaria. Debo hacer un buen trabajo en la parte de arriba para apartar la atención de mis piernas, porque ya no puedo agacharme para subirme las medias. No puedo usar medias. Por lo tanto no miraré hacia abajo, excepto para admirar las puntas de mis zapatos blancos de piel fina como la de un guante.

Y ahora las luces. Apagadas. La puerta del cuarto de baño. Pronto entrarán en el jardín con la furgoneta y se apoyarán en la bocina. Las esperaré arriba, en el porche. Me pondré de pie para recibirlas. Pero antes de subir los catorce escalones alfombrados, eso tan engañosamente fácil, descanso. Descanso donde estoy. Me hundo en la fresca oscuridad, en el sofá de cuero marrón que Jimmy adoraba y en el que una vez, hace mucho tiempo, la única vez en mi vida, no tomé precauciones y retocé en brazos de Jimmy turbada ante esa ventana al futuro.

Tales eran las posibilidades.

A Papá le hubiera encantado un nieto, y también a Fritzie. Nunca se atrevieron a decírmelo a la cara, pero yo lo sabía por sus pequeñas sugerencias. Cuando venían de visita al norte, siempre buscaban en mí alguna señal, una expresión más suave, un cambio en la temperatura de mi cuerpo. Fritzie siempre se preocupaba por los niños con los que nos encontrábamos, y en una ocasión, recobrando su antiguo carácter, me preguntó si no estaría utilizando algún método que fuera en contra de la Iglesia.

Papá adoraba las lámparas hechas de latas de cerveza de Jimmy. Cuando Jimmy y yo nos casamos, Papá venía de visita y los dos las miraban mientras bebían y escuchaban discos. Más tarde subían un poco ebrios en busca de sándwiches y encurtidos. Yo los atendía, pero nunca bajaba con ellos. Me parecía que esas lámparas eran vulgares. Eso era entonces. Sólo cuando me trasladé abajo comprendí el consuelo casi hipnótico que me daban, lo tranquilizadoras que eran con respecto a cualquier paisaje real, con la ventaja de que podía mirarlas a oscuras.

Toco un botón con la mano derecha y una de ellas se enciende. Es la de las aguas azul celeste, mi favorita. Mientras espero, miro cómo la pequeña canoa sale de la costa del lago de Minnesota y se aventura a través de las olas brillantes. Los pinos de la costa parecen verdes, negros y rígidos. El agua centellea, iluminada desde atrás. El bote avanza. Casi puedo ver los peces que suben, curiosos, debajo de su sombra.