Vista aérea de Argus
Un día tía Fritzie llamó a Mary a su despacho, donde se guardaba la caja de seguridad negra y dorada, donde los libros de cuentas llenaban seis estantes y la cinta blanca de la calculadora corría como espuma sobre el suelo. Las largas tiras se enredaron en los tobillos de Mary cuando se sentó ante el escritorio gris de acero. Fritzie hurgaba en los cajones y sacaba papeles, clips, nuevos rollos de papel para la calculadora. Tenía a mano, en una esquina, un cenicero de pie; una radio canturreaba en el armario de roble, encima de su cabeza. Las plantas que crecían en el despacho de tía Fritzie tenían hojas finas como dólares y jamás necesitaban agua. Las luces fluorescentes que encendía por la noche zumbaban y atraían suaves polillas oscuras.
Ese despacho era el sitio favorito de Mary. Ya había decidido que en la escuela superior aprendería a llevar los libros de contabilidad como Fritzie. Quería sentarse entre las plantas secas las noches de frío y trabajar con los números. Una noche al final de cada mes, cuando Fritzie enviaba las facturas, Mary se quedaba dormida con el tic, tic, whirr de los dedos de tía Fritzie sobre las teclas de la máquina de sumar.
—Supongo que ya eres bastante mayor para decidir por ti misma —dijo tía Fritzie. Había encontrado lo que buscaba y se lo dio a Mary. Era una postal. Mary observó cuidadosamente la foto antes de darle la vuelta. Un hombre vestido de etiqueta subido en las ramas de un árbol. Debajo de él, con recargadas letras verdes, ponía «El roble más grande de Jacksonville, Filadelfia». En el reverso de la postal había un breve mensaje.
«Estoy viviendo aquí. Pienso todos los días en los niños. ¿Cómo están? Adelaide».
Mary alzó la mirada a tiempo para ver cómo tía Fritzie dejaba escapar el humo en dos finos chorros desdeñosos. Luego volvió a mirar la postal. Fritzie esperaba una reacción, pero Mary no sentía nada en particular.
—Bueno —dijo tía Fritzie—, ¿qué vas a hacer?
En el vozarrón de tía Fritzie, Mary percibió la conspiración. Después de todo Fritzie era la única hermana de Adelaide. Adelaide también la había abandonado a ella.
—Todavía no lo sé.
—Por supuesto que no —dijo Fritzie. Apagó su cigarrillo con un furioso movimiento—. A mí me gustaría darle unos buenos latigazos.
Mary arrancó una hoja muerta de la planta que se había caído sobre la ventana.
—Escríbele si quieres, es tu madre. Yo me lavé las manos y me desentendí de Adelaide en cuanto entraste en esta casa.
Mary espió la expresión de tía Fritzie. Pero tía Fritzie la sorprendió y Mary no se pudo liberar.
—No vuelvas con ella, es lo único que te pido —dijo Fritzie.
Algo parecido a una cinta opresora se cortó en el pecho de Mary; se echó a reír, le salió un brusco y torpe rebuzno de intenso alivio que la avergonzó.
—Muy poco probable —dijo—. Tú eres más que una madre para mí.
Fritzie sacó otro cigarrillo del paquete. Su piel amarillenta se cubrió de un rubor dorado y miró de reojo su mechero.
—¿Por qué no lo dejo? El tabaco me está matando.
—Y además huele mal —dijo Mary.
—Eso dice Sita.
Mary rió.
—Después de este paquete —prometió tía Fritzie.
—Después de este paquete —repitió Mary.
Tía Fritzie cogió un lápiz verde en que se leía KOZKA, LO MEJOR EN CARNES y empezó a hojear el libro de contabilidad encuadernado. Mary sacudió las tiras de papel de sus tobillos.
—Me la llevaré —dijo Mary, cogiendo la postal, y luego salió.
Mary no pensaba explícitamente en la postal; pero la tuvo presente durante las semanas siguientes, y a veces se sorprendía dirigiendo largas cartas imaginarias llenas de odio y dolor a Adelaide. Luego, un día respondió a la postal de su madre con otra que eligió casi sin pensar de un estante del drugstore de la esquina. «Vista aérea de Argus, Dakota del Norte». Los puntos marrones de los edificios de Argus, las callecitas vacías y las manchas verdes de los árboles estaban rodeados por un patchwork de campos parduzcos. Lo que escribió en el reverso de la postal sorprendió a Mary tanto como hubiera sorprendido y satisfecho a tía Fritzie, cuya firma y estilo caligráfico imitó cuidadosamente.
«Tus tres hijos han muerto de hambre»,
escribió Mary.
Agregó la dirección y fue hasta Correos con la postal en la mano. Compró un sello, lo lamió y lo pegó en el ángulo superior derecho. Cuando sus dedos dejaron caer la postal por la ranura del buzón pensó que no sentía nada. Pero esa noche, la última del mes, mientras se dormía acunada por la máquina de sumar de tía Fritzie, imaginó que veía la postal en las manos de su madre. Adelaide la miraba y examinaba los detalles de la foto, pero aunque miraba atentamente no lograba ver a su hija, era demasiado pequeña para hacerse notar y ella miraba a través de Mary, no muerta sino bien escondida en la vista aérea.
La postal de Mary, después de ser remitida sucesivamente a dos direcciones, quedó retenida varias semanas en la agencia que se ocupaba del Gran Omar y llegó a manos de éste justamente después del accidente. La guardó en el bolsillo y la hubiera olvidado pero, en el hospital, mientras cuidaba a Adelaide, no tenía nada con que distraerse. De modo que penosamente sacó la postal con sus manos quemadas, la miró varias veces y volvió a guardarla.
Omar trataba de no moverse mucho y respiraba con inspiraciones cortas, pálido por el dolor de sus costillas vendadas y de su pierna rota, entablillada desde la cadera. Sólo sus ojos se movían desde las puntas de los pies de Adelaide, bajo la sábana del hospital, hasta la curva de su muñeca, hasta la severa línea del pómulo izquierdo, y luego volvían a empezar. Sobre su cabeza había una ventana pequeña, un trozo del índigo de Florida. El día era sofocante. Justamente detrás de la cortina alguien se quejaba y más lejos, en la sala, el agua fluía continuamente, tanto que él se preguntó si quedaría algo. Abrió la boca, trató de hablar, pero si a Adelaide, cuando estaba viva, no sabía qué decirle, ahora que estaba tan cerca de la muerte él se sentía aún menos seguro de sí mismo.
Ni siquiera podía tocarla. Sus manos eran como palitos suaves e hinchados, vendados con largas gasas. Durante el accidente habían saltado chispas de los controles, pero él no había apartado las manos. Había gritado mientras aquello sucedía, pero por lo que él recordaba Adelaide no, y ahora podía imaginar que había permanecido a su lado fría como el hielo mientras él trataba de evitar la caída.
Había logrado llegar a tierra y evitar un auténtico desastre, lo que era extraordinario, pero lo ocurrido ya era bastante malo. Volaban sobre una feria rural, de modo que había mucha gente para correr en busca de médicos, hielo, vendas, camillas y sales. Recordaba la conmoción y, por encima de ella, la barahúnda de los caimanes luchadores, el tintineo de la música de alguna noria. Había repetido el nombre de Adelaide, pero los ojos de los extraños que lo transportaban estaban dilatados de excitación y le dijeron nada.
No sabía cuán malherida estaba ella, ni si despertaría en su sano juicio o si despertaría siquiera. No sabía que las heridas de Adelaide eran mucho menos graves de lo que parecían, ni que sólo le quedaría una cicatriz en el cuello, en tanto que él viviría siempre cojeando y con dolores en las rodillas. Ahora pensaba que cualquier momento podía ser el último de la vida de Adelaide, sin que él lo supiera.
Entró una enfermera con bandejas que se entrechocaban y en seguida salió. Del otro lado de la cortina los quejidos se convirtieron en una maldición débil y monótona. La mano de Adelaide temblaba. Omar estuvo a punto de llamar de nuevo a la enfermera, pero se contuvo temeroso de que ese temblor significara un empeoramiento. Siguió vigilando. Cuando ella habló, él se asustó.
—Tengo que enviarle a Mary una máquina de coser —dijo Adelaide.
La voz provenía de la zona oculta del pómulo; flotó hasta Omar y lo atrajo. Se inclinó sobre Adelaide.
—Si aprende a coser, tendrá una habilidad que siempre podrá servirle.
Tenía los labios fruncidos en una expresión práctica que Omar recordaba de las noches en que ella contaba el dinero, las ganancias del día, y decidía cuánto para la habitación, si comerían caro o barato y lo que debían apartar para reparaciones y gasolina. Adelaide era perfecta para eso. Desde que se había unido a él no sólo disponían de lo suficiente, sino que tenían ahorros; ella los guardaba en su cuenta y no le dejaba sacarlos.
Omar se acercó más. Gimió cuando sintió el dolor de sus costillas, pero ella no pareció advertirlo.
—Mírame —dijo él.
Los ojos gris azulado de Adelaide se quedaron fijos mirando hacia la pared; sus bonitas cejas se unieron imperiosamente.
—Hay bastante dinero ahorrado para una Singer —dijo.
Luego cerró los ojos. Ahora dormía. Fruncía el ceño como si desafiara a alguien a que la despertara. Omar se apartó, turbado y celoso. Adelaide casi nunca hablaba de sus hijos o de su vida anterior.
Las moscas se lanzaban afanosamente contra la cortina azul. Olía a cerrado. A Omar no le agradaba pensar que mientras Adelaide dormía podía soñar con Mary o con el otro, el chico, y no con él. Antes jamás había dudado de ella. Estaba orgulloso de que hubiera abandonado a sus hijos y una vida que él imaginaba cómoda, a juzgar por su joyas y sus buenas ropas, por un vagabundo que sólo poseía una bufanda amarilla y un avión atado con cables.
Ahora el avión estaba pintado, todavía en el taller de reparaciones, y su nombre era conocido en el circuito. Además ya no bebía.
Gracias a ella, pensó. Su mano estaba inmóvil. La miró buscando una señal de debilidad que no encontró. Los nudillos de Adelaide palidecieron como si estuviese golpeando una puerta. Contrajo la mano y apretó más y más el puño. Omar sintió que se le cerraba la garganta, aunque ella sólo apretaba el aire.
Se quedó junto a Adelaide hasta que comprendió que estaba fuera de peligro. Entonces se puso de pie, sacó la postal de Argus del bolsillo y la apoyó en la mesilla de noche donde ella pudiera verla apenas despertara.