La boda de Sita

Bajo las estruendosas polcas de The Six Fat Dutchmen, el hermano y los primos de Jimmy Bohl, agazapados, muy juntos, en el camión de la Legión, estudiaban la forma de secuestrar a Sita en el baile nupcial y el sitio donde la dejarían para que Jimmy la encontrara. Como estaban ebrios de aguardiente y licor de guindas, se ponían de acuerdo en todo y en nada. Lo único que podían hacer era reírse, con los ojos desorbitados y las caras rojas, mientras pensaban en Jimmy aullando: «¿DÓNDE ESTÁ SITA?». Casi se sofocaron al imaginar su enfado cuando subiera de un salto a su Lincoln, decorado con espuma de afeitar y papel higiénico, pusiera el motor en marcha, saliera a buscarla en la fría noche de marzo y sintiera de pronto el terrible olor que salía de la calefacción.

—Queso apestoso —fue todo lo que tuvo que decir un primo para que el otro se inclinara y cayera de lado contra los paneles de madera del camión.

—Ahí está —dijo el hermano de Jimmy, señalando la pista de baile.

Jimmy, un hombre alto y regordete a quien apenas salvaban de la normalidad anodina su cuidada barba de chivo y el tupé ondulado, daba vueltas por allí. Experto bailarín de salas de fiesta, se movía con mucha agilidad. Sita tenía una mirada vidriosa de renuncia mientras él la llevaba de un lado a otro de la pista.

—¿Y los Kozka? ¿Crees que enfadarán? —preguntó el hermano de Jimmy. Los primos miraron a Pete y a Fritzie, pero ambos parecían tan tranquilos con sus flamantes kilos de más y sus rostros bronceados que la posibilidad de que se enfadaran parecía remota. Ahora los novios bailaban un vals. En el cuello de Sita resplandecían unas piedras rojas. Cristales de roca relucían en la diadema que le sujetaba el velo. Llevaba un vestido extraordinario, con una falda inmensa de muchas capas y el talle adornado con cuentas nacaradas. A los hombres agazapados les parecía que un halo de encanto, una luz suave, brillaba en la cara de Sita; pero era sólo efecto del alcohol y del fino velo, porque en realidad la sonrisa de Sita era anodina y su mirada, por encima el hombro de Jimmy, era muy dura por culpa del agotamiento y los nervios.

Mientras la miraba, uno de los primos resopló:

—Y, sin embargo, es guapa —dijo. Su voz era maliciosa. El hermano de Jimmy se inclinó y frunció los labios.

—Se creía demasiado buena —dijo—. Tuvo a Jimmy en vilo hasta que se imaginó que no aparecería ninguno mejor. —Guiñó un ojo a nadie en particular—. Esta noche las pagará.

Cuando el vals terminó, Sita huyó por un pasillo al lavabo de señoras con el velo envuelto alrededor del brazo. Al verla, los primos se levantaron de común e involuntario acuerdo. Precedidos por el ansioso hermano de Jimmy, se deslizaron vacilantes entre los bailarines hacia el mismo pasillo por donde había desaparecido Sita y que conducía, más allá del lavabo, al aparcamiento de tierra.

Y así ocurrió. Nadie vio el secuestro de Sita cuando salió por la puerta del lavabo de señoras. Cuando Jimmy terminó de bailar con todas sus camareras y la buscó, su flamante esposa estaba ya lejos, por la carretera 30 hacia el norte, apretujada en el asiento trasero del coche del hermano de Jimmy, entre los dos primos, cuyas bromas obscenas y sudados trajes de alquiler habían puesto a Sita furiosa, hasta el punto de perder la voz.

También ellos dejaron de hablarle, de todos modos. La carretera era recta y parecía resbaladiza bajo las frías estrellas, y la botella que se pasaban unos a otros se evaporó rápidamente. El aliento dulzón con olor a aguardiente era más de lo que Sita podía soportar, y en un momento dado trató de decir que estaba mareada y que debían dejarla salir. Pero sus palabras fueron un ronco graznido y cuando se inclinó sobre el duro abdomen de un primo para coger el picaporte de la puerta trasera todos, de golpe, repararon en ella.

—¡Qué haces, nena!

—¡Sujétala!

—¡Ya está! —Sus voces la empujaron nuevamente contra el tapizado, y sus manos torpes la retuvieron. Se hundió en sí misma, sintiendo un odio feroz que la sacudió como una corriente eléctrica. Los miró uno por uno y deseó que sus ojos pudieran desprenderles la carne de los huesos.

—¿Adónde la llevamos? —preguntó uno de los primos, y todos prorrumpieron en risotadas que los dejaron agotados. Después se tranquilizaron, momentáneamente pensativos.

—¡No lo sé! —dijo uno de los primos, de quien todos se estuvieron riendo hasta la extenuación. Cuando se callaron, momentáneamente, se quedaron pensativos.

—Vayamos a pescar en el hielo este invierno —dijo uno. Durante media hora discutieron qué lago visitarían, y a casa de quién irían. Sita dormitaba, segura de que la llevarían de regreso. Pero cuando ya parecía que habían satisfecho su deseo de conducir de noche, y quizá incluso la habían olvidado, llegaron a las tierras de la reserva, yermas, sin cercar, desiertas excepto por una lucecita en un patio.

El hermano de Jimmy condujo hasta el círculo de luz y se detuvo frente a una destartalada estructura de madera que no tenía inscripciones, pero era reconocible para todos los hombres.

—¡Qué bien! —exclamó un primo, celebrando el genio del hermano de Jimmy.

—Dejadla bajar ahora —ordenó el hermano de Jimmy—. Y tú, dale tu chaqueta, hace un frío del carajo.

El primo saltó afuera, dejó a Sita y volvió al coche. Súbitamente asustada, se acurrucó en la chaqueta. Pero la calidez de la prenda desapareció antes de que el hermano de Jimmy tocara el claxon, pusiera el intermitente y se alejara. El frío le rodeó los brazos y le subió por la falda.

Sita intentó gritar.

—¡Idiotas! —susurró.

Las luces traseras desaparecieron. El viento era fuerte, casi de tormenta, y Sita tuvo que esforzarse para avanzar a tropezones entre los coches aparcados y golpear la sencilla puerta de madera. Nadie respondió. Esperó un momento y el viento le levantó violentamente el vestido desde atrás, le dio vuelta y se lo echó sobre la cabeza como un paraguas, y luego la arrojó al interior.

Había entrado en un pequeño bar indio de bebidas de contrabando, cuya clientela de esa noche helada estaba formada por siete viejos que bebían en silencio, dos mujeres chillonas y Russell Kashpaw, que estaba pasando la noche con ellas. Lo que vieron entrar las diez personas y el dueño del bar fue una explosión blanca, una bola de gasa que el viento glacial hacía rodar. En el centro, dos piernas desnudas con tacones de aguja se movían como tijeras; describían arcos letales y desgarraron la chaqueta de un anciano antes de que retrocediera espantado. Además la bola blanca era espantosa porque, mientras el viento la revolvía y los parroquianos esquivaban el peligro, de ella surgía un gruñido ahogado e inhumano. Pero luego, cuando finalmente cerraron la puerta, el vestido se calmó lentamente; aparecieron unos brazos que lo alisaron frenéticamente, capa por capa y por fin un rostro emergió de la desgarrada espuma.

—¡Es una puta reina! —dijo una de las mujeres en el silencio del asombro.

—Cállate —dijo la otra mujer, mientras aferraba el brazo de Russell—. Es una novia.

Era una novia; ahora todos lo veían. Se puso de pie, despeinada, pero normal en todos los sentidos, aunque tenía la cara torcida, furiosa y descompuesta y se movía horriblemente en silencio.