MARY ADARE

¿Cuánto tiempo bailotearía Sita sin su camisa y mientras descendían los nubarrones?, me pregunté. Oí que Celestine entraba en la cocina, abajo, y abría de un golpe la puerta del horno y miré cómo sacaba las galletas de la bandeja con una espátula. No rompió ninguna. No levantó la vista. Pero sabía que yo estaba allí y que había estado en el piso de arriba mirando a Sita. Sé que lo sabía porque apenas me miró cuando hablé.

—Ha oscurecido repentinamente —dije—, viene una tormenta.

—La madre de Sita se va a enfadar —dijo Celestine, quitándose la harina de las manos.

Fuimos a buscarla, pero cuando estábamos a mitad de camino Sita apareció, pasó junto a nosotras, montó en su bicicleta y se marchó. Y así fue como esa tarde me sorprendió el aguacero. Llovía a mares cuando todavía me faltaba un kilómetro. Me detuve empapada en la puerta trasera, goteando sobre el felpudo de cáñamo.

Fritzie corrió hacia mí con una gruesa toalla y prácticamente me arrancó la cabeza frotándome hasta que me secó.

—¡Sita! Ven aquí y pide disculpas a tu prima —aulló. Tuvo que llamar dos veces antes de que viniera.

El primer día de escuela, ese otoño, salimos juntas por la puerta, llevando ambas gruesos cuadernos y lápices nuevos en idénticas cajitas de madera, las dos vestidas de azul. El vestido nuevo de Sita estaba endurecido por el apresto, el mío suavizado por muchos lavados. No me importaba usar la ropa vieja de Sita porque sabía cuánto le molestaba ver aquellos viejos vestidos descoloridos que Fritzie había acortado con pespuntes desparejos, encogidos para mí y usados hasta que se deshacían y no puestos en un altar, como probablemente ella deseaba.

Recorrimos el camino de tierra juntas y luego, ocultas por los pinos de la vista de Fritzie, nos separamos. O mejor dicho, Sita echó a correr con sus largas piernas, llamando alegremente a un grupo de chicas también vestidas con telas nuevas y rígidas, medias blancas, zapatos sin rozaduras. Sobre sus espaldas colgaban cintas de colores atadas en lazos. Yo iba mucho más atrás. No me importaba caminar sola.

Y sin embargo, una vez que estuvimos en el patio de grava de la escuela, en grupos y luego en filas, y una vez que Celestine habló y que Sita dijo con maldad que yo había venido en el tren de mercancías, me convertí en objeto de interés. Popular. Era nueva en Argus. Todas querían ser mis amigas. Pero yo sólo tenía ojos para Celestine. La busqué y la cogí de la mano. Espesas pestañas, suaves como pinceles, sombreaban sus grandes ojos negros. Tenía el pelo recogido en una coleta. Era fuerte. Tenía los brazos gruesos de tanto luchar contra su hermano Russell y parecía más alta que un mes atrás. Era más alta que los chicos de octavo, casi tanto como la hermana Leopolda, la más alta de todas las monjas.

Subimos los escalones de piedra detrás de nuestra maestra, una joven dominica de cara redonda llamada hermana Hugo.

Y luego, cuando nos asignaron los pupitres por orden alfabético, me alegró encontrarme en la primera fila, delante de Sita.

El sitio de Sita cambió pronto, por supuesto. A Sita siempre la ponían delante porque se ofrecía para limpiar la pizarra, alinear los borradores y copiar poemas con tizas de colores con su perfecta caligrafía. Para alivio suyo, pronto perdí mi atractivo. Las chicas no se agrupaban a mi alrededor durante el recreo sino que se sentaban con ella en el tiovivo y escuchaban sus chismes mientras se acariciaba la larga trenza y ponía sus ojos azules en blanco para atraer la atención de los chicos de octavo.

Sin embargo, a mitad del año escolar recuperé la admiración de mis compañeros. No me lo proponía ni intenté siquiera el milagro; simplemente ocurrió, un día glacial al final del invierno.

Ese mes de marzo, de la noche a la mañana, la lluvia se solidificó a medida que caía. Arroyos congelados cubrían el suelo y grandes carámbanos colgaban de los aleros donde el agua que goteaba se endurecía en el aire. Patinamos por las calles brillantes hasta la escuela, pero esa mañana, más tarde, antes de que sacáramos del armario nuestros abrigos y botas para el recreo, la hermana Hugo nos advirtió que estaba prohibido patinar. Era peligroso. Sin embargo, cuando estuvimos fuera, junto al gran tobogán de acero, eso parecía una injusticia, porque el tobogán era más tobogán que nunca, negro y embellecido por una clara capa de hielo. Un brillo invisible cubría los escalones y el pasamanos. Al pie del tobogán se abría un abanico de puro cristal que invitaba a apoyar los pies y a deslizarse por el centro del patio de la escuela, helado hasta el bordillo.

Fui la primera y la única que hizo la prueba.

Subí los escalones seguida por Celestine y por varios chicos, y Sita venía al final con sus amigas, todas equipadas con bonitas botas negras de goma y con guantes, que se consideraban más de adulto que los mitones. En la parte superior el pasamanos describía un gracioso arco que los chicos y las chicas más atrevidas usaban para obtener mayor impulso e incluso para dar un salto mortal antes de iniciar el descenso. Pero ese día era peligroso y estaba tan resbaladizo que no me atreví a izarme. En cambio me aferré a los bordes del tobogán. Y entonces comprendí que si me lanzaba tendría que ser cabeza abajo.

Desde donde estaba agachada el descenso parecía más empinado y peligroso de lo previsto. Pero llevaba puesto las ganancias de las cucharas robadas por mi madre: el abrigo de invierno de paño grueso con el que, según imaginaba, podría deslizarme por el patio de la escuela como si fuese sobre un trozo de cartón.

Me solté. Bajé a una velocidad aterradora. Pero en lugar de caer sobre mi estómago protegido, di violentamente contra el hielo con la cara.

Me desvanecí un momento y luego me incorporé atontada. Vi formas que corrían hacia mí a través de una bruma de manchas rojas y brillantes. La hermana Hugo llegó primero. Me cogió por los hombros, me quitó la bufanda de lana, me examinó los huesos de la cara con sus dedos cortos y fuertes. Me levantó los párpados, me golpeó las rodillas para ver si estaba paralítica, me hizo mover las muñecas.

—¿Me oyes? —gritó, mientras me limpiaba la cara con su gran pañuelo varonil, que se volvió rojo—. Si me oyes, guiña los ojos.

Yo sólo podía mirarla. En el pañuelo estaba mi propia sangre. Toda la escuela estaba en silencio. Entonces advertí que tenía la cabeza entera y que nadie me miraba. Todos se habían reunido al pie del tobogán. Incluso allí estaba ahora la hermana Hugo, de espaldas. Cuando varios de los estudiantes más religiosos se arrodillaron, no pude contenerme. Me puse de pie y avancé trastabillando. No sé cómo me las apañé para hacerme un hueco entre ellos y entonces vi.

La lámina cristalina de hielo que había al pie del tobogán se había quebrado, por el impacto de mi cara, y era una imagen blanca e imprecisa de mi hermano Karl.

Me miraba a los ojos. Tenía las mejillas demacradas y sus ojos eran pozos oscuros. Apretaba la boca de dolor y el pelo formaba sobre su frente unas espinas mojadas, como siempre cuando dormía o tenía fiebre.

Gradualmente, los cuerpos que me rodeaban se apartaron y luego, muy suavemente, la hermana Hugo me sacó de allí. Me ayudó a subir las escaleras hasta una camilla de la enfermería de la escuela.

Me miró. Tenía las mejillas enrojecidas por el frío, como manzanas brillantes, y los ojos castaños iluminados por la pasión.

—Vendrá el padre —dijo, y salió rápidamente.

Apenas se marchó, salté de la camilla y fui hasta la ventana. En la base del tobogán había aún más gente, y ahora la hermana Leopolda preparaba el trípode y el resto del equipo fotográfico. Parecía increíble que la figura de Karl creara tanta conmoción. Pero él siempre era así. La gente siempre reparaba en Karl. Los extraños le daban dinero mientras a mí me ignoraban, como ahora, abandonada a pesar de mis heridas. Oí crujir en las escaleras los pasos medidos del sacerdote y los veloces y ligeros de la hermana Hugo, y salté a la camilla.

El padre abrió la puerta trasera y por un momento enmarcó su magnificencia en el vano mientras me dirigía su mirada más penetrante. Sólo se llamaba a los sacerdotes en casos especiales de muerte o disciplina, y yo no sabía de cuál se trataba.

Hizo una seña a la hermana Hugo, que salió sigilosamente de la habitación.

Puso una silla debajo de su trasero y se sentó. Yo estaba tumbada, como para que me examinara, y hubo un largo e incómodo silencio.

—¿Pides ver a Dios cuando rezas? —preguntó finalmente.

—Sí —dije.

—Tus oraciones han sido escuchadas —declaró el padre. Juntó las manos como para rezar y mordió con fuerza la cruz de su rosario mientras incrementaba el poder de su mirada.

—La Pasión de Cristo —dijo—. Como en el velo de la Verónica, en el hielo se formó la cara de Cristo.

Por fin comprendí qué quería decir, de modo que no hablé de Karl. Por supuesto, nadie de la escuela de Saint Catherine sabía nada de mi hermano. Para ellos la imagen del hielo era la del Hijo de Dios.

Mientras duró el hielo en el patio volví a ser especial en la clase, buscada por las amigas de Sita, las maestras e incluso los chicos a quienes atraía la gloria de mis magulladuras y de mis ojos amoratados. Pero yo no me apartaba de Celestine. Después del golpe éramos todavía más amigas. Un día vino a la escuela el fotógrafo del periódico y provoqué un gran revuelo negándome a que me sacaran fotos si no era con ella. Estábamos juntas al pie del tobogán con el frío viento.

MILAGRO REVELADO POR EL ACCIDENTE DE UNA NIÑA fue el titular del Argus Sentinel.

Durante dos semanas la imagen del hielo estuvo acordonada y los granjeros recorrían largas distancias para arrodillarse junto a la valla contra los vientos de la escuela de Saint Catherine. Sobre las baldosas rojas llovían rosarios, flores de papel, cintas y hasta algún que otro dólar.

Y entonces, un día salió el sol y calentó el suelo deprisa. El rostro de Karl, o de Cristo, se dispersó en pequeños arroyos que corrieron por toda la ciudad. Al mismo tiempo que resonaba en los zanjones, que se hinchaba y desaparecía en los desagües, que inundaba los sótanos, de forma imposible conseguía estar en todas partes y en ninguna a la vez; de modo que durante toda la primavera, antes de que la ciudad se agostara y empezara la sequía, sentí su presencia en los susurros y suspiros del agua que corría.