CELESTINE JAMES
—Me he pasado toda la noche luchando contra los robots asesinos —dice Mary para sus adentros, aunque estoy trabajando a su lado.
Falta una década antes de que maten al presidente y el mundo se vuelva loco, pero Mary se adelanta a su tiempo. La idea de los robots, muy habitual en las revistas, ha arraigado en su mente, como otras. Las armas atómicas. Los viajes espaciales. El ginseng. Cree que la remolacha azucarera, que ha enloquecido a esta ciudad, es nociva para la salud. Ha empezado a hablar de criar abejas. Pero los robots siguen siendo su tema favorito.
—Los robots no tienen sentimientos —dice ahora, misteriosamente—. No podrías apelar a su piedad.
—¿Y cuándo —le digo— se ha podido apelar a la piedad de cualquier soldado? Se la hacen sudar en el campo de entrenamiento.
Eso dice Russell, que tiene motivos de sobra para saberlo. Le han dado de baja del hospital de veteranos, donde ha estado desde que regresó de su última guerra, la de Corea. Está en casa finalmente, y nunca más será soldado. Pero ahora tiene aún más heridas que antes, y se dice que lo convertirán en el héroe más condecorado de Dakota del Norte. Yo pienso que es una estupidez, que ha dedicado su vida a que le hagan pedazos. Ahora debe esperar hasta que algún funcionario estatal haga en un informe el recuento de sus heridas y las compare con las de otros veteranos, para ver cuál ha perdido más carne.
Ha estado tanto tiempo en el ejército que ya está acostumbrado a esperar. Y además, hemos recibido otra mala noticia, acerca de nuestra hermana Isabel, que se casó con un hombre de una familia sioux y se marchó a Dakota del Sur. Supimos que murió de manera violenta, de una paliza o un accidente de coche. Y nada más. Ni una palabra de su marido, y no sabemos si tuvo hijos. Russell se acercó hasta allí el fin de semana, pero el funeral había sido hace tiempo. Russell vuelve y me dice que es como si se la hubiera tragado la tierra. No hay rastro de Isabel, ni una palabra.
Russell se pasa toda la noche en los bares, o vaga por la casa con su caja de herramientas hasta que Mary se entera y lo contrata para que se ocupe de la furgoneta de la tienda o del sistema de refrigeración. Ahora entra y sale a todas horas, cojeando, cubierto de los pies a la cabeza de marcas y cicatrices que parecen de garras de algún animal. Trabaja tantas horas con los congeladores que tiene las manos ásperas y en carne viva por el frío, pero parece que ha mejorado un poco mentalmente, que se interesa más por la vida.
Mientras Russell mejora, la situación de Sita se va a pique. No porque ella nos lo diga, sino por los rumores que nos traen los clientes y las cosas que observamos. La han oído criticar a Jimmy, su marido, en la cocina del Poopdeck Restaurant por la forma en que preparan la comida. Todo lo que se hace en el Poopdeck se reboza primero y se fríe después. Como le gusta a la gente de aquí. Pero Sita quiere convertir el Poopdeck en un restaurante de primera clase, un cuatro estrellas, como nuestros clientes le han oído decir a gritos. Han visto salir a Jimmy como un huracán, la cara roja, pateando el suelo con sus pequeños pies. Luego se sienta en un extremo de la barra ante una bandeja de rosquillas de canela y se las come todas delicadamente, sin dejar de hacer pucheros. Ha engordado tanto con los dulces que come cuando está furioso, que ya casi no cabe en las mesas del restaurante.
Sita conserva su mal humor y su delgadez de palillo. Para mantenerse hermosa tiene que esforzarse más que nunca. Pasa horas en la peluquería, gasta dinero en tratamientos para la piel y el resultado es que parece embalsamada.
De modo que Russell sufre una depresión de guerra. Sita está enfrascada en sus cosas. Y Mary tiene un millón de ideas que rebotan contra la pared. El ejército de robots asesinos que he mencionado apareció anoche en sus sueños.
—Se me acercaban —dice con entusiasmo— lanzando rayos mortales con los dedos. —Estamos sentadas en sillas de plástico, detrás de la cocina, sobre el suelo de baldosas de cemento de su porche acristalado. Es un jardín enmarañado lleno de parras. Pienso que es una idea inspirada por los salones de juegos, y se lo digo.
—Por supuesto —responde— se necesita una mente especial.
—Tú eres especial —digo—. Estoy segura de que nada puede hacerte más feliz.
No sé si lo oye o lo ignora. Parece haberse vuelto más fuerte en los últimos años; no más robusta, sino menos permeable a los hechos y a las palabras. Lo que no le gusta, no lo oye. Ahora se mueve entre los tiestos del invernadero donde lleva a cabo sus ideas acerca del crecimiento de las plantas.
La tierra de sus tiestos está mezclada cuidadosamente con posos de café y cáscaras de huevo molidas. Las rosas rojo oscuro se alimentan de huesos pulverizados. Ata con ligas las lechugas jóvenes para que se endurezcan. Los tomates cuelgan de gruesas cañas cubiertas de sangre seca y envueltas en hojas de roble. Las esparragueras y los cebollinos cuelgan por todas partes como cabellos. Mary usa cualquier cosa que tenga al alcance de la mano. Ahora se inclina y ata los tomates a finas varillas de hierro que, según creo, ha cogido de una obra.
Hemos hecho una pausa para comer, pero el chico que nos ayuda en todo, Adrian, que se supone que es mi primo, grita que hay gente.
—No pierdas mucho tiempo —le digo a Mary mientras salgo—, tenemos que ocuparnos de la salchicha de hígado. —La mezcla está preparada en una enorme cubeta de acero, y una de nosotras debe limpiar las tripas de cordero, rellenarlas con la máquina de hacer salchichas y luego retorcer y atar los largos tubos.
—Ya sé, ya sé —dice ella, pero no sé si me responde o si arrulla a sus tomates. De veras no lo sé. Atravieso el salón, me acerco al mostrador y el cliente a quien veo allí es nuestro antiguo compañero de la escuela, Wallace Pfef, que sigue soltero y preside ahora la Cámara de Comercio. Mira atentamente nuestros bistecs a través del grueso cristal, como si estuvieran a punto de desprenderse de sus adornos de papel verde. Las luces de la vitrina le iluminan la cara y le dejan sombras moradas debajo de los ojos y la nariz.
—¿Qué puedo ofrecerte hoy? —preguntó. Wallace es un cliente habitual, pero hace semanas que no viene.
—Buenas tardes, Celestine —dice—. Esperaba ver a Mary. —Mira a mi alrededor, pero no la ve en el salón ni por las ventanas.
—Está atrás —le digo—, atareada con sus tomates.
Parece a la vez aliviado y decepcionado.
—No importa, la veré la próxima vez —dice. Le pregunto si es importante, pero él sólo despliega su sonrisita de hombre de negocios y golpea la vitrina con la uña de un dedo—. ¿Puedo ver ése? —pregunta.
A Pfef hay que mostrarle la carne de cerca, como si fuese una joya. Pongo el bistec rojo en una hoja de papel encerado y él lo examina antes de expresar su aceptación con un gesto de la cabeza.
—Envuélvemelo —dice— y también un cuarto de libra de cheddar.
Lo corto y envuelvo ambas compras en papel blanco. Y luego, curiosa a causa de su interés por Mary, le pregunto si no quiere que vaya a buscarla.
—No —rechaza el ofrecimiento—, no, por favor. Sólo era por esto.
Me enseña The Sentinel. Es un anuncio. A toda página. GRAN INAUGURACIÓN, dice. CHEZ SITA, LA CASA DE LA GAMBA FLAMBÉE. El anuncio habla además de «cena placentera», «ambiente selecto» y «comidas exquisitamente servidas». Y hay un menú.
—¿No es magnífico? —dice Wallace—. El restaurante de Sita es una prestigiosa contribución a nuestra ciudad. —Levanta la voz con tal entusiasmo que Mary lo oye cuando entra con su ovillo en la mano.
—¿Qué es eso? —dice.
—¡Mary! —dice Wallace. Le sonríe y le ofrece un sobre blancuzco que ha sacado del bolsillo interior de su chaqueta. Da explicaciones—. La han enviado a todos los comercios de la ciudad, pero tu prima Sita me pidió especialmente que me asegurara de que recibías la tuya.
—Naturalmente —dice Mary. Abre el sobre y veo que es una invitación. Impresa. Mary me la da. Leo que estamos cordialmente invitadas a la gran inauguración de Chez Sita, dentro de una semana. Hay una nota al pie, en la caligrafía pequeña y apretada de Sita, donde nos dice que los hombres deben vestir traje y corbata y las mujeres de manera apropiada. Ésa es la manera de Sita de anunciarnos que realmente no desea que nosotras, sus antiguas amigas y parientes pobres, vayamos. Sólo nos envía la invitación para refregarnos por la cara el selecto ambiente de su próspera vida nueva.
Mientras divago mirando la tarjeta color crema, Mary lee el anuncio del periódico.
—Chez Sita. —Pronuncia chez como si rimara con pez. No parece impresionada por el anuncio ni por el menú. Y apenas se marcha Wallace, descubro que un cliente ya le había contado a Mary la historia oculta del restaurante de Sita. Mary me la cuenta junto al mostrador. Al final, Sita y Jimmy se han divorciado, me dice. Lo guardaban en secreto, pero ahora es definitivo. Viven separados. Jimmy se ha quedado con el negocio de venta de terrenos y el desguace de coches, los almacenes y The Trampoline, el bar al que se proponía atraer a la clientela joven, así como el minigolf. Sita conserva la casa y el restaurante. Ha cerrado The Poopdeck, remodelado el interior y contratado nuevo personal, incluso un chef traído de Minneapolis, como dice Mary. Este hecho evidentemente le fastidia, y su rostro se oscurece cuando lo menciona.
—Es caro —digo, mientras examino el menú—. ¿Quién crees que irá a comer a Chez Sita?
Mary no lo sabe, no se lo imagina. Pero el relato del cliente nos explica lo que yo había visto de la transformación exterior de The Poopdeck en las últimas semanas.
Yo había visto trabajadores que arrancaban los coloridos estandartes de plástico del mástil del The Poopdeck, bajaban el bote salvavidas y finalmente cubrían toda la decoración náutica azul y blanca con pintura rojo vino. Sin embargo, no había modo de disfrazar la forma de casco del edificio, los ojos de buey, el mástil que probablemente no se podía cortar sin causar daños a la estructura principal. Ahora, al acercarse al restaurante desde las afueras de la ciudad, no se veía un yate alegremente encallado como antes, sino un barco tan oscuro que asustaba. Era la negra nave de Sita sin amarras entre los arbustos, lista para partir a recoger almas.
Es una idea extraña, pero yo iba con Mary cuando vimos por primera vez los cambios y ella afirmó que parecía la embarcación de los muertos.
Ahora Mary arroja la invitación a la basura y se dirige a la mesa de la salchicha de hígado. No piensa acudir a la gran inauguración de Sita, eso es evidente, pero la sigo y recojo la tarjeta.
—¿No quieres saber cómo es por dentro? —pregunto.
—Cómo es por dentro ¿qué? —Mary hurga en la fuente de tripas de cordero y desenreda las largas tiras opacas preparándolas para rellenarlas.
—El restaurante de Sita.
—¿Para qué gastar dinero?
No respondo para ver si agrega algo.
—Ese sitio me pone la carne de gallina —dice.
—Las carnicerías le hacen el mismo efecto a algunas personas— digo, y me aparto, fastidiada porque no comprende lo que no quiere comprender. Levanto la tapa de la máquina de hacer salchichas y empiezo a poner la mezcla en su interior con una paleta. Mary ajusta una tripa a la boquilla y se limpia las manos en el delantal.
—Yo iré de todos modos —le digo—. Contigo o sola.
Más o menos una semana después, el día mismo de la inauguración, Mary cambia de idea y pregunta a qué hora saldré.
—A la hora de la cena —le digo.
—Entonces, vayamos en la furgoneta.
Yo preferiría no exhibir en el aparcamiento de Sita la furgoneta con los enormes letreros de CARNICERÍA, pero no vale la pena discutir. Así que esa noche nos reunimos vestidas con nuestras mejores ropas de verano. Russell se sienta en el asiento del conductor, Mary se acomoda al lado. Yo debo arrastrarme hasta la parte trasera, detrás de ellos, cuidando de no echar a perder mis medias en las rodillas.
Russell lleva el traje gris nuevo que le compré cuando le pidieron sus dos uniformes de gala para el museo del condado. Ahora los llevan puestos dos maniquíes en una vitrina donde hay además una fotografía y una lista de las medallas de Russell. En la foto aparece tal como era al volver de Alemania, antes de Corea, cuando sus cicatrices eran más atractivas que ahora. Mary se ha hecho un moño de estilo francés con su pelo entrecano, y lleva un vestido azul eléctrico. Es de tafetán brillante y se cierra con broches de cristal de roca sobre los hombros. Ni el color ni el modelo le sientan bien a Mary, con ese talle ceñido y esa enorme falda fruncida. Es una de esas equivocaciones que las tiendas venden durante las rebajas de fin de año, y probablemente fue entonces cuando lo compró Mary. En lo que a mí respecta, siempre me han aconsejado, por mi estatura y mis huesos grandes, trajes de falda y chaqueta algo informales. Llevo una chaqueta y falda tableada marrones y una blusa rosa de volantes. Creo que estamos presentables con la sola excepción de Mary. Está agachada y se limpia las puntas de los zapatos con un trozo de periódico, y luego le susurra algo al salpicadero. No le gusta cómo conduce Russell, pero la he convencido de que le deje hacerlo, no sé bien por qué, aunque me preocupan las apariencias y lo normal es que conduzca el hombre. Todavía me desagrada que vayamos en la furgoneta. Y que llamemos la atención en un sitio elegante.
—¿Dónde diablos están mis ramitas de milenrama? —dice Mary, mientras busca con una mano entre los mapas, las gafas de sol y los pedidos.
Se supone que esas ramitas dicen lo que va a ocurrir en breve plazo. No creo que predijeran gran cosa esa noche. En estos últimos tiempos Mary ha pedido por correo y leído libros sobre control mental, de esos que se ofrecen en los periódicos. Asegura que cuando era niña tenía poderes psíquicos y que hizo aparecer la cara de Cristo cuando se cayó al pie del tobogán de la escuela. Eso pasó hace tanto tiempo que aquí nadie lo recuerda. Y yo no logré ver esa cara por más que miré, de modo que no me lo creo. Le digo a Mary que ha empezado a creerse lo que dicen sus viejos recortes de periódico, pero nada parece debilitar su profunda fe.
—Ya hemos llegado —digo. Me deslumbra la tela brillante del vestido de Mary. Russell baja de la furgoneta. Yo estoy acostumbrada a su cara llena de costurones, pero con frecuencia espanta a los demás. Y ni siquiera me sentía segura de mí misma. Soy demasiado alta. Tengo una cara ancha. Cuando sonrío mis dientes parecen temibles, rasgo que heredé de mi madre. Pero sé que preocuparme por lo que parecemos a los demás es absolutamente inútil, de modo que me resigno.
Cuando entramos en el restaurante ni me encojo ni me escondo. Avanzo con mi habitual paso largo y le digo a la pequeña encargada, que lleva un vestido de fiesta de fin de curso, que estamos invitadas.
—¿James? —dice, mirando su agenda encuadernada en piel—. Me temo que no.
—Adare —dice Mary, y empieza a deletrear.
—Ah, sí —dice la chica—. Su mesa está reservada, señora. Por aquí.
Nos conduce a través de puertas acolchadas como las paredes de una celda de manicomio, hacia aquella oscuridad aristocrática.
—¿Qué te dije? —dice Mary—. Es horroroso.
Estiro el brazo para acallar su comentario, pero toco el aire. Creo ver un destello fantasmal de su vestido, pero el salón es inmenso, engañoso, está lleno de sombras. Mientras avanzamos nos agarramos de las mangas. Russell, más adelante, coge del brazo a la encargada, que se mueve con tanta seguridad como el guía de una caverna. En cada mesa una vela titila en un cuenco y veo que hay muchas mesas ocupadas. La gente ha acudido, atraída como nosotros por la novedad, o quizá con el legítimo deseo de una cena agradable. Al principio creo que examinan enormes álbumes de fotografías, pero cuando nos sentamos y nos dan los nuestros compruebo, por supuesto, que se trata de la carta.
—La propietaria, la señora Sita Bohl, vendrá a saludarlos personalmente —dice la mujer.
—Dígale que no se moleste —dice Mary antes de que yo pueda darle un puntapié.
La encargada levanta las cejas y se desvanece en la sombra, entre las mesas. Viene un camarero. Pedimos whisky. Pero está demasiado oscuro, y creo que Sita ha tapado los ojos de buey, lo que es pésimo porque la luz de las estrellas podría ayudarnos a leer la carta. Nuestra vela, dentro de un cuenco, es especialmente tenue. No da suficiente luz para leer. Pero por suerte Russell fuma, o quizá por desgracia, porque quiere la casualidad que, mientras acerca su mechero al papel para leer las palabras, prende fuego a la carta. Al principio no se da cuenta. Nosotras tampoco, aunque la luz aumenta en nuestra mesa. Yo aprovecho para elegir rápidamente. Luego Russell golpea el fuego con su servilleta, muy almidonada y doblada en forma de corona. La servilleta absorbe el fuego, lo apaga.
—La diversión se ha terminado —asegura Russell al camarero que está detrás de nosotros con una jarra de agua helada. Sobre nuestra mesa flota ahora una nubecilla de humo en el aire tenebroso. Hemos creado una conmoción que atraerá inevitablemente a Sita, lo sé. Y por supuesto se materializa bruscamente, con un ceñido vestido negro y unas perlas. Se inclina sobre la mesa procurando no montar una escena y susurra algo inaudible. La luz de la vela hace de su cara una máscara de bruja maligna. Me lleva un momento caer en la cuenta de que no habla del papel quemado, la nube de humo, la conmoción, sino de algún problema propio.
—Venid atrás —dice—. Seguidme.
Pero Mary pregunta en voz alta:
—¿Para qué?
Sita intenta hacerla callar, pero Mary es inflexible.
—No nos moveremos —dice, hundida en su silla.
Sita tiene que suplicarle, pero nada de lo que le susurra convence a Mary, que casi grita:
—Tienes un problema, ¿verdad?
—Vamos. —Finalmente, no puedo soportar la incertidumbre—. Sigamos a Sita. —Pongo de pie a Russell, de modo que Mary está obligada a venir con nosotros, o a quedarse sola. Sita nos guía. Pero su vestido negro se funde con la oscuridad y vagamos a tientas, chocando con las mesas, antes de localizar una puerta que nos conduce a la cocina, bien iluminada. Allí vemos, parpadeando, que Sita se ha transformado. Se ha puesto un delantal; está junto a una parrilla y detrás de ella hay dos largas mesas cubiertas de ollas vacías y libros de cocina abiertos.
Un camarero entra de un brinco por la puerta.
—¡Cualquier cosa! —exclama—. ¡Están mordiendo los tenedores!
—Dios mío —dice Sita, mientras revuelve una olla de sopa con una mano y prueba un trozo de carne con la otra—, haz que esperen. Sírveles una bebida gratis.
—¡Ya están borrachos!
—Mi chef —explica Sita por encima del hombro— ha sufrido una intoxicación. Él y todos sus asistentes. Fueron las gambas rellenas de cangrejo.
Era lo que yo iba a pedir.
—Qué espanto —dice Mary. En su voz vibra la victoria, y yo me siento un poco avergonzada de ella porque Sita ha llegado al límite. Tiene la cara tensa de angustia. Está casi despeinada. Se mueve mecánica y desacompasadamente, como los robots del sueño de Mary. A pesar de todos los esfuerzos de Sita para demostrar que somos inferiores, esa situación no me alegra. Pero es Mary quien tiene más motivos de queja, y aguardo porque siento que a ella le toca decidir qué debemos hacer.
—Está bien —dice—. A trabajar.
Sita flaquea como si se hubiera cortado el hilo que la sostiene y se desata el delantal. Lo cuelga de un gancho, se alisa el pelo y sale por la puerta.
—Poneos esto —ordena Mary, que ha tomado de un estante chaquetas blancas y amplios delantales para todos—. Tú —le dice al próximo camarero que asoma la cabeza por la puerta— ve a decir a la gente que todos los aperitivos corren por cuenta de la casa y que les haremos un descuento del veinte por ciento. Con eso dejarán de protestar.
El camarero sale como una flecha. Hay una enorme pila de pedidos. Empiezo a leerlos. Afortunadamente, la renovación no se ha llevado una de las enormes freidoras del Poopdeck. Asumo el control al máximo. Mary ha encontrado en el congelador bolsas de plástico de gambas grandes rebozadas. Apenas el aceite burbujea, Mary prepara una bandeja y luego otra, y Russell envía una fuente de doce a quince a cada mesa. LA CASA DE LA GAMBA FLAMBÉE, decía el anuncio de Sita. Casi todos los pedidos incluían gambas.
Mientras tanto leo libros de cocina y trato de entender cómo preparar ancas de rana, foie gras o un velouté de volaille froid, por no mencionar los platos principales: poulet sauté d'Artois, filet de boeuf Saint-Florentin, buîtres à la Mornay y, por supuesto, el casi mortal plato de gambas con cangrejo. Pero de éste, por el momento, no hay existencias.
—No puedo hacer estas cosas —le digo a Russell con desesperación.
Después de acabar con las gambas, ha pelado y cortado patatas y ahora fríe y dora una inmensa bandeja.
—Cálmate —dice, sonriendo debajo de su gorro de chef. Parece que la situación le divierte—. Nadie entiende el menú —explica—. Por si no te has dado cuenta, está todo en francés.
No comprendo adonde quiere ir a parar.
—No saben cómo debería ser la comida —dice—. Simplemente, cocina como lo harías en tu casa.
Tiene razón, así que eso es lo que hago.
Preparamos pollo frito, ternera al horno, pastel de ostras. Mary revuelve enérgicamente la famosa sopa polaca de Pete. Russell encuentra varias cajas de deliciosas obleas francesas y las recubre de chocolate, helado, gelatina de frutas. Hacemos algo con todo lo que descubrimos en la cocina. Sita aparece de vez en cuando. Su expresión, mientras los camareros pasan a su lado con platos de pollo frito, es a la vez de agotamiento y de alivio.
Sólo tenemos un respiro bastante después de las once. El personal fijo —hijos e hijas de nuestros clientes— ha jurado guardar el secreto acerca de la salud del chef y de nuestra contribución. Pero por supuesto, lo veo en sus ojos, será imposible que no cuenten lo ocurrido.
La comida fue excelente. Los clientes se marchan satisfechos, resueltos a volver, y declaran que el estilo francés de fritura es caro pero delicioso, y que la abundancia justifica el precio. Casi todos se llevan una bolsa blanca, forrada de papel de plata, en la que pone pour le chien. Finalmente los tres nos sentamos en el naufragio de la cocina.
La encargada se ha bajado las medias y los tirantes del vestido. Se sienta con nosotros, los pies sobre una silla. Lentamente se nos unen los camareros y camareras, exhaustos y hambrientos. Los lavaplatos todavía están trabajando. Todo el mundo empieza a picotear de esto y de aquello y a probar las ostras de Russell y las patatas fritas sobrantes.
—Han salvado la noche —dice el mismo camarero que estaba detrás de nosotras con la jarra de agua helada—. Ella todavía está haciendo las cuentas.
Ella es, por supuesto, Sita, que finalmente viene.
—Bueno —dice, mientras se masajea las sienes —supongo que debo daros las gracias.
—De nada —dice Russell.
—Un momento —Mary sostiene la mirada de Sita—, si quieres, puedes darle las gracias a la sopa de tu padre.
Sita asiente; eso es todo lo que puede hacer. Un momento después se da la vuelta y sale.
Cuando Sita se marcha, todos nos relajamos.
—¿No quieren beber algo? —dice la encargada cordialmente. Aceptamos. Hay muchas botellas abiertas de vino, y hasta de champán. La encargada se inclina hacia adelante en su silla, con el maquillaje corrido, y deja que Russell le frote la espalda.
Es casi de madrugada cuando Mary, Russell y yo salimos por la puerta situada debajo de la oscura proa del barco. El aire está gris y fresco. El cielo brilla y el rocío hace que todo, inclusive la grava del aparcamiento, huela bien. Russell se apoya un instante en un lado de la furgoneta y enciende un cigarrillo que protege con las manos. La lumbre se refleja en su rostro. También Mary brilla. Su vestido espectral flota sobre el suelo. Busca las llaves en su bolso sin recordar que las tiene Russell. Antes de que él pueda devolvérselas, las manos de Mary encuentran algo.
—Mis ramitas —exclama, sacando un delgado haz de pajas como de escoba.
—Tíralas aquí, sobre la cubierta del motor —dice Russell—. Conozcamos el futuro.
Mary canturrea en voz muy baja y deja caer las ramitas según las instrucciones que le enviaron por correo. Caen de cualquier modo, en montón, pero ella las mira fijamente como si el dibujo que trazan fuera obvio y excitante. Por más que insistimos Mary no dice una palabra de lo que ve, y las deja allí cuando Russell le da las llaves de la furgoneta. Subimos y Mary conduce. Mientras avanzamos, las ramitas resbalan y se caen una por una y nos reímos cuando esto ocurre, como si arrojáramos toda precaución al viento.
Poco después de la noche en que rescatamos a Sita del indudable desastre de la gran inauguración, empiezan a correr nuevos rumores. Un cliente viene a la tienda y dice que el inspector de sanidad del estado, que ha venido desde Bismarck para hacer una investigación porque se ha filtrado la noticia de la intoxicación, ha vuelto muchas veces. No siempre lleva su placa ni su maletín, y nadie sabe si sus visitas son de carácter social o si la comida desconocida es todavía peligrosa. Nos enteramos de que Sita ha despedido a la encargada y a la mayor parte de los camareros. El restaurante está casi siempre vacío. Pero no parece inquietarle.
Un día, cuando voy a buscar unos toneles de sal al mercado de Fargo, la veo cortar una judía verde y olisquear la punta para ver si es fresca. Hay un hombre con ella. Es alto y discreto, de pelo gris y gafas con montura de acero gris. Sita le acerca el extremo de la judía verde a la nariz y frunce el ceño. Sonríe y parece casi una muchacha. Tiene el pelo suelto. Me aparto para que no me vea allí, mirándola. El hombre que está con Sita parece uno de esos que salen en los anuncios de televisión y nos aconsejan, con voz grave y tranquila, cómo aliviar el dolor. Pienso que debe de ser el inspector de sanidad del estado, y a juzgar por la sonrisa de Sita probablemente sus visitas ya no son oficiales. Ese hombre parece muy alejado del negocio de los restaurantes, una oportunidad para que ella inicie una nueva vida. Siento alivio por ella y me alegra su buen ánimo.
Pero mientras regreso del gran mercado con los toneles de sal para preparar conservas, pienso otra vez en el rostro de Sita y vuelvo a ver la judía verde en su mano. Eso me lleva a hacerme preguntas sobre mí misma. ¿Alguna vez sonreiré, enrojeceré, ofreceré alguna cosa de comer? Esas cosas que Sita siente, esos placeres de los que hablan los libros, ¿son sentimientos que yo podría experimentar? Todavía no ha ocurrido, aunque he conocido hombres. Quizá, pienso, soy demasiado parecida a ellos, demasiado fuerte o imponente cuando cuadro los hombros, demasiado ansiosa por tener el control.
Conduzco un rato entre los campos llanos y silenciosos, pero la larga perspectiva de las cosechas no me calma, ni las nubes, apenas unos arañazos muy altos, ni los postes de telégrafo que incesantemente pasan y giran. No estoy en paz ni siquiera cuando llego a la tienda. Encuentro la nota donde Mary dice que ha salido y que yo debo cerrar. Quizá porque me encuentro así, extraña, turbada, sola en lo más profundo de mi corazón, no estoy en mi mejor momento cuando el hombre entra por la puerta.
Es de huesos delgados, hábil, agradable y va vestido de forma exagerada, con un elegante traje negro, un chaleco de color vino, una corbata marrón. Está peinado con brillantina. Tiene los labios rojos y febriles como dos capullos. Durante un largo momento me mira, inmóvil, antes de abrir la boca.
—No eres guapa —son las primeras palabras que dice.
Y yo, que jamás refreno las palabras ni siquiera con los clientes, guardo, para mi asombro, un silencio herido y no me miro al espejo por placer sino para apreciar el desgaste de la tarde.
Estoy de pie sobre un taburete y escribo con tiza en una pizarra, como todas las semanas, la lista de precios. Morcillas. Salchichas suecas. Chuletas. Bistecs. Sigo escribiendo sin darle la satisfacción de una respuesta. Está abajo y espera. Tiene con las mujeres la paciencia de un gato. Cuando termino, sólo puedo bajar.
—Pero la belleza no lo es todo —continúa suavemente, como si mi silencio no se hubiera interpuesto.
Le interrumpo.
—Dígame qué desea —le digo—. Voy a cerrar la tienda.
—Apostaría a que nunca has pensado que volvería —dice él.
Se acerca a la vitrina de cristal llena de carne. Puedo ver a través del falso brillo del interior de la vitrina su pecho de levantador de pesas. Sus manos precisas y gruesas. Puedo percibir el penetrante olor a menta y a tabaco de su aliento por encima de la pimienta blanca y el serrín de la tienda.
—Nunca lo había visto antes —le digo—. Voy a cerrar.
—Mira —dice—, Mary...
—Yo no soy Mary.
—Oh, Dios mío, ¿Sita?
—Sita se ha marchado —digo—. Vive en la casa más grande de Blue Mound. Es la próxima ciudad.
Se endereza, se lleva la mano a la nuca y se acomoda el pelo pensativamente.
—Entonces, ¿quién eres?
—Celestine —digo—, aunque no sea asunto suyo.
Antes de irme a casa, debo examinar la caja registradora, cerrar las puertas y dejar la alarma encendida. A esa hora de la tarde la luz pasa por los gruesos cristales de las ventanas, una luz dorada que suaviza los estantes y los toneles. El anochecer es mi hora, esa atmósfera especial de formas cambiantes, y se me ocurre que, si bien él dice que no soy guapa, quizás al anochecer sea irresistible.
—Adare. Karl Adare.
Se presenta sin que yo se lo pida. Cruza los brazos sobre el mostrador, se inclina y sonríe deliberadamente ante mi reacción. Tiene dientes pequeños, brillantes, nacarados.
—Una gran noticia —digo—. El hermano de Mary.
—¿Alguna vez ha hablado de mí?
—No —debo responder—, y ha salido a entregar un pedido. No volverá antes de dos horas.
—Pero tú estás aquí.
Supongo que se me tuerce un poco la boca. Que yo sepa quién es apenas lo ha apartado de la que parecería ser su firme intención, que es ¿cuál? No puedo leerle la mente. Me aparto de él y me ocupo de la caja registradora, pero me tiemblan las manos. Pienso en Sita probando judías verdes. Ahora parece que es a mí a quien le está sucediendo algo. Me vuelvo para mirar a Karl. Sus ojos son agujeros ardientes y querría atravesarme con ellos, si pudiera. Los hombres se comportan así en las novelas. Sólo que él es un poco más bajo que yo, y además el hermano de Mary. E insiste en ese irritante refrán.
—La belleza no lo es todo —repite—. Eres como... —se interrumpe, trata de ocultar su confusión. Pero se le enrojece el cuello y pienso que tal vez no tenga más experiencia que yo.
—Si por lo menos te rizaras las puntas —dice, tratando de sobreponerse—, si te cortaras el pelo. O quizá sea el delantal.
Siempre llevo un largo delantal blanco de carnicería, almidonado y atado a la cintura con tiras anchas. Me lo quito de inmediato, lo sacudo y lo arrojo sobre el radiador. Decido que le ganaré a ese juego, puesto que lo he estudiado en privado y he reflexionado al respecto.
—Está bien —digo, saliendo de detrás del mostrador—. Aquí estoy.
Como he ido al mercado llevo un vestido azul marino ribeteado de blanco, con un lazo en la cintura, zapatos negros y un collar de plata. Siempre he creído que con ese vestido no se me puede tomar a la ligera. Y por supuesto, se le agrandan los ojos, parece sorprendido y bruscamente inseguro acerca del movimiento siguiente, que —pienso— me corresponde a mí.
—Sígueme —digo—. Prepararé un café en la cocina.
Es la cocina de Mary, naturalmente, pero ella no volverá hasta dentro de varias horas. No me sigue en seguida, sino que enciende un cigarrillo. Tabaco fuerte, que yo ya no fumo. De sus labios brota un bucle de humo.
—¿Estás casada? —pregunta.
—No —digo. Arroja el cigarrillo al suelo, lo aplasta con el pie, y luego lo recoge y dice:
—¿Dónde puedo poner esto?
Señalo un cenicero en el salón y tira la colilla. Mientras regresamos a la cocina de Mary, veo que trae una maleta negra en la que no me había fijado antes. Estamos en la puerta de la cocina. Está oscuro. Tengo la mano en el interruptor y estoy a punto de encender el tubo fluorescente cuando él se acerca desde atrás, me pone las manos sobre los hombros y me besa en el cuello.
—Apártate de mí —digo; no esperaba eso tan pronto. Primero debe haber miradas, adoración, muchas conversaciones.
—¿Por qué? —pregunta—. Es lo que quieres.
Le tiembla la voz. Ninguno de los dos domina la situación. Esquivo sus manos.
—Lo que quiero —repito estúpidamente. Las historias de amor siempre terminan aquí. Yo no tuve una madre que me explicara qué venía después. Da un paso, me abraza, acerca mi cara a la suya. Se supone que yo debo sentir la ardiente dulzura de sus labios, pero su boca es dura como el metal.
Intento eludir su abrazo, pero él viene conmigo. Pierdo el equilibrio. Lucha por dominarme y me empuja hacia el suelo con todas sus fuerzas, pero yo no soy menos vigorosa que sus brazos de levantador de pesas y sus activas piernas. Podría echarlo a un lado, lo sé, pero siento curiosidad. Hay olor a maicena, a algo que se le ha caído a Mary esa mañana. En eso me fijo mientras sucede y estamos juntos, rodando, abrazados, golpeándonos contra las patas de la mesa. Me muevo instintivamente, debajo de él, manteniendo en vilo la mente como si fuera un espejo donde me veo la cara, divertida, confusa, y aliviada. No es tan complicado y ni siquiera tan doloroso como temía, y tampoco dura mucho. Él suspira cuando termina, su aliento es cálido y sonoro junto a mi oído.
—No me creo que esto haya sucedido —se dice.
Es curioso: ése es el momento en que arremeto contra él. Es tan pesado que podría gritarle en la cara. Empujo su pecho, un peso muerto, y luego le doy la vuelta de modo que él cae en la oscuridad, lejos de mí, y puedo respirar. Luego nos alisamos la ropa y el pelo tan cuidadosamente que cuando por fin encendemos la luz y parpadeamos es como si nada hubiese ocurrido.
De pie, miramos a todas partes menos al otro.
—¿Y ese café? —dice él.
Me acerco al hornillo.
Y cuando me vuelvo con la cafetera veo que está montando una compleja serie de accesorios de bronce que convierten su maleta en un enorme exhibidor vertical. Parece absorto, con una sola idea, no muy distinto de como era en el suelo. La maleta está forrada por dentro de terciopelo morado. Los cuchillos relucen. Cada uno se aloja en un compartimiento, la punta cubierta para preservar el paño, los mangos de asta sostenidos por tiritas de piel de cerdo.
Me siento. Le pregunto qué hace pero no contesta; sólo se gira y mira significativamente. Coge un cuchillo y un pequeño rectángulo de madera oscura.
—Con este borde serrado —empieza— puedes cortar madera e incluso escayola. O también —saca de su bolsillo un panecillo blancuzco—, el pan más blando.
Hace la demostración, corta con facilidad el extremo del bloque de madera de balsa, y luego, con delicados movimientos de vaivén, el panecillo cae en perfectos óvalos transparentes.
—No podrías untarlos de mantequilla —me oigo decir—. Se desharían.
—También es bueno para las hortalizas de piel blanda —dice al aire—. Las frutas. Los filetes de pescado.
Prueba el filo del cuchillo.
—Toca —dice y me acerca la hoja. Yo no hago caso. Si entiendo de algo es de cuchillos, y los suyos son chucherías que no valen la mitad de la bonita caja. Continúa con su demostración, corta trocitos de tela, un tomate muy maduro y una caja de helado del congelador de Mary. Me enseña todos los cuchillos, uno tras otro, y explica su uso. Luego el afilador, y procede a afilar todos los cuchillos de Mary con sus ruedecillas. Lo último que hace es sacar unas útiles tijeras. Corta el aire con ellas mientras habla.
—¿Tienes una moneda? —pregunta.
Mary guarda el cambio en una jarra de cristal sobre el alféizar de la ventana. Saco una moneda y la pongo en la mesa. Y Karl, a la luz de la cocina, coge las tijeras y la recorta en espiral.
Pienso entonces que eso es lo que viene después del beso ardiente cuando la música truena. Imagínate. Los amantes están atrapados en una mansión desierta. Los labios de él descienden. Ella le toca los magníficos músculos.
—Corta cualquier cosa —dice, mientras pone la espiral al alcance de mi mano. Empieza otra. Veo la tensión de sus dedos, el ceño lentamente fruncido de placer. Pone otra espiral perfecta junto a la primera. Y como parece dispuesto a recortar todas las monedas de la jarra, resuelvo que ya he visto qué es el amor.
—Recoge y vete —le digo.
Pero él sólo sonríe y se muerde el labio, concentrado en la moneda que desenrolla con las manos. No se mueve. Puedo quedarme mirando al hombre y a sus cuchillos o llamar a la policía. Ni una cosa ni la otra parecen un final adecuado.
—Me quedo con éste —digo, señalando el cuchillo más pequeño.
Con un solo movimiento saca un cuchillo para hortalizas de su hueco de terciopelo y lo pone sobre la mesa, entre nosotros. Dejo caer de la jarra de las monedas un dólar en calderilla. Él cierra la maleta. Levanto el cuchillo. Es afilado como una navaja, bueno para pelar patatas. Pero él se ha marchado apenas he articulado el próximo pensamiento.
Según las historias de amor, ellos siempre vuelven. También lo hace Karl. Tengo algo que él debe entender. No sabe qué es ni yo se lo puedo decir, pero no han pasado ni un par de semanas cuando reaparece en la ciudad, sin siquiera haber visto aún a su hermana. Una mañana Russell mira afuera y lo ve en el sendero de piedras de casa.
—Es un fideo —dice Russell. Miro por encima de su hombro y veo a Karl.
—Tengo que hablar con él —digo.
—Entonces ve a la puerta —dice Russell—. Yo me voy.
Sale por la puerta trasera con sus herramientas.
El timbre suena dos veces. Abro la puerta y me asomo.
—No necesito cuchillos —digo.
Se le congela la sonrisa en la cara. Parece confuso y luego desconcertado. Me doy cuenta que ha venido a mi casa por casualidad. Quizá pensaba que no volvería a verme. Su expresión me lleva a decidir que tiene algo en vista. Estoy envuelta en varias capas de ropas ligeras y tengo un martillo en la mano. Sé que eso lo pone nervioso cuando lo invito a entrar, pero tiene tan alta opinión de sí mismo que no puede retroceder. Arrimo una silla, sin dejar de mover el martillo, y él se sienta. Voy a la cocina y le sirvo un vaso de limonada para la que estaba picando hielo. Casi espero que se haya ido, pero cuando vuelvo aún está allí, con la maleta humildemente a sus pies y un grasiento sombrero negro en las rodillas.
—Pues bien —le digo, sentándome a su lado.
No responde a mi comentario. Mientras se bebe la limonada sin embargo, mira a su alrededor y recobra lentamente su desenvoltura de vendedor.
—¿Cómo va el cuchillo? —pregunta.
Me río.
—La hoja se salió del mango —digo—. Tus cuchillos son un camelo.
De algún modo conserva la compostura y recorre con la mirada el salón. Cuando concluye el inventario de cerámicas, libros, almohadones, ceniceros y máquinas de escribir, mira de soslayo su maleta.
—¿Vives sola? —pregunta.
—Con mi hermano.
—Oh.
Vuelvo a llenar con la jarra su vaso de limonada. Ya es hora de que Karl confiese que soy una mecha de ignición lenta en sus entrañas. Un gatillo sensible. Un nombre que no puede silenciar. Un sueño que jamás ha aflorado.
—Bueno... —dice.
—¿Qué significa eso? —pregunto.
—Nada.
Nos quedamos allí un rato mirando a las musarañas hasta que se tornan muy evidentes el silencio y la ausencia de Russell. Y entonces dejamos nuestros vasos y subimos la escalera. En la puerta de mi habitación le quito el sombrero de la mano. Lo cuelgo del picaporte y le indico que entre. Y esta vez ya he estado antes allí. He tenido dos semanas para imaginar las partes que faltan en los libros. Él está escandalizado por lo que he aprendido. Es como si se le oscureciera la mente. Antes había silencio y roces, ahora hay gritos. Antes estábamos escondidos; ahora hay una luz deslumbrante. Vale la pena mirar dos veces lo que hacemos, aunque sólo puedan verlo las ardillas de los arbustos. En una ocasión se cae de la cama y hace temblar toda la casa. Cuando se incorpora está agotado y le duele la espalda. Se queda allí.
—Puedes quedarte a cenar —le ofrezco finalmente, porque no parece probable que se vaya.
—Me quedaré. —Y luego me mira de un modo diferente, como si no pudiera intuirme al completo. Como si no pudiera abarcarme entera. Me pongo nerviosa.
—Prepararé algo —digo.
—No te vayas. —Su mano está sobre mi brazo, sus uñas pulidas me retienen. No puedo dejar de bajar la vista y compararlas con las mías. Tengo las manos de una mujer que ha utilizado demasiado el cuchillo, con marcas y cicatrices, endurecidas por la salmuera y los condimentos, cuarteadas, y hasta me falta una uña.
—Iré si quiero —digo—. ¿Acaso no estoy en mi casa?
Y me levanto y me echo encima una bata y un jersey. Bajo y empiezo a preparar la cena en la cocina. Ahora oigo que baja, siento que está detrás de mí, en el vano de la puerta, con los ojos negros y la piel blanca como de ternera.
—Arrima una silla —le digo. Se sienta pesadamente y bebe el whisky que le sirvo. Cuando cocino, voy echando en mi sopa lo que voy encontrando por la cocina. Incluso lo más inesperado, dice siempre Russell. Judías y cebada. Un bol de arroz frito. Rabos de buey congelados. Todo va a la olla.
—Dios Todopoderoso —dice Russell cuando entra—. ¿Todavía está aquí? —No hay duda de que Russell es mi hermano. Tenemos los mismos ojos achinados y la boca ancha, la misma cara alargada y los dientes blancos brillantes. Podríamos ser gemelos si no fuera por sus cicatrices y porque yo soy una pálida versión de él.
—Adare —dice el vendedor, extendiendo su mano perfecta—. Karl Adare. Ventas y representaciones.
—Y eso ¿qué es? —Russell ignora la mano y busca una cerveza debajo del fregadero. Las hace él mismo con una receta que aprendió en el ejército. Cada vez que abre ese armario doy un paso atrás, porque a veces la cerveza explota al entrar en contacto con el aire. También el sótano está lleno de cerveza. En verano, en las noches cálidas y sofocantes, oímos a veces las botellas que revientan y caen al suelo.
—Así —dice Russell— que tú eres el que vendió a Celestine ese cuchillo inservible.
—Así es —dice Karl, bebiendo rápidamente un sorbo.
—¿Vendes muchos?
—No.
—No me sorprende —dice Russell.
Karl me mira y trata de imaginar cuánto le he dicho. Pero como no sabe absolutamente nada de mí, no lo consigue. No puede leer nada en mi cara. Sirvo la sopa en su plato y me siento al otro lado de la mesa. Le digo a Russell:
—Tiene una maleta llena.
—Entonces veámoslos.
A Russell siempre le gusta ver útiles. De modo que la maleta vuelve a convertirse en un muestrario. Mientras comemos, Russell hace un repaso de todos los detalles que puede tener un cuchillo. Los prueba sobre trocitos de papel, sobre sus propios pantalones y dedos. Y todo el tiempo, cada vez que Karl encuentra mis ojos, me dedica una triste mirada suplicante como si yo le hubiera impuesto esa exhibición de cuchillos. Como si la manzana entre los dedos de Russell fuera su propio corazón pelado. Es incómodo. En las revistas del corazón, cuando la pasión vacila, los hombres no caen rodando al suelo ni se quedan allí como muertos. Pero eso hace Karl. Esa misma noche, y en realidad, poco después de la cena, cuando le digo que debe marcharse, se cae bruscamente como una estatua derribada.
—¿Qué le ocurre? —Me pongo de pie de un salto y me aferró el brazo de Russell. Todavía estamos en la cocina. Después de beber varias botellas al atardecer, Russell no tiene la cabeza clara. Karl ha bebido más. Miramos hacia abajo. Yace encogido debajo de la mesa, desmayado, tan pálido e inmóvil que acerco un espejo a su fino bigote y sólo me tranquilizo cuando su aliento lo cubre con una tenue neblina plateada.
La mañana siguiente, la otra y todavía otra más, Karl está en casa. Al principio finge que está enfermo, y la primera noche se me arrima para evitar sus mortales escalofríos. Lo mismo la noche siguiente, y la siguiente, hasta que las cosas se vuelven demasiado previsibles para mi gusto.
Una cosa que Karl empieza a hacer apenas se siente en su casa es bajar y sentarse a la mesa en ropa interior. Jamás ayuda en nada. No vende cuchillos. Todos los días, cuando salgo a trabajar, lo último que veo de él es cómo mata el tiempo y habla consigo mismo como las hojas de los árboles. Y todas las noches cuando regreso allí está, ocupando espacio como un mueble más. Sólo que se ha vestido. De inmediato, apenas entro, se pone de pie como un sonámbulo y se acerca a abrazarme y acompañarme arriba.
—No me gusta esto —dice Russell a las dos semanas de darle vueltas al asunto—. Me iré hasta que te canses del Fideo.
De modo que Russell se marcha. Cada vez que la situación en casa es tensa se queda en la reserva con Eli, su medio hermano, en una vieja cabaña empapelada con almanaques de mujeres desnudas. Pescan o cazan ratas almizcleras con trampas y pasan medio ebrios las noches de los sábados contemplando los muchos años de las paredes. No me gusta que tenga que ir allá, pero aún no estoy lista para decir adiós a Karl.
Karl se convierte en un hábito y no veo más allá durante dos meses. Mary me dice que es asunto mío lo que haga con su hermano, pero la he sorprendido con una dura mirada amarilla clavada en mí. No se lo reprocho. Karl sólo ha ido a cenar con ella una noche. Se suponía que debía ser una gran reunión, pero falló. Se echaron en cara cosas mutuamente. Discutieron. Mary lo golpeó con un lata de ostras. Se la arrojó desde atrás y le hizo un chichón, o por lo menos eso dice Karl. Mary no me da su versión, pero a partir de esa noche las cosas han cambiado en el trabajo. No se dirige a mí, me envía mensajes por medio de otras personas. Incluso dice, lo sé por uno de los trabajadores, que me he puesto en su contra.
Mientras tanto, se me acaba el amor. Aparte de Mary, estoy harta de volver a casa y oír la pesada respiración de Karl, y también su contacto empieza a agobiarme.
—Quizá deberíamos terminar con esto mientras todavía nos queremos —le digo una mañana.
Simplemente me mira.
—Quieres que te haga esa pregunta.
—No.
—Sí que quieres —dice mientras rodea la mesa.
Salgo de casa. A la mañana siguiente, cuando vuelvo a decirle que se vaya, me propone matrimonio. Pero esta vez lo amenazo.
—Llamaré al manicomio del estado —digo—. Estás loco.
Se agacha y se pasa un dedo alrededor de la oreja.
—Envíame entonces —dice—. Loco de amor.
Algo me hace comprender que Karl ha leído tantos libros como yo, y que sus fantasías siempre se han detenido antes de que la mujer vuelva a casa fatigada de cortar bistecs de buey con una sierra mecánica.
—No es sólo por ti —le digo—. No quiero casarme. Contigo cerca no puedo dormir. Estoy siempre cansada. Me equivoco constantemente al dar el cambio y no sueño. Soy de esa clase de personas a quienes les gusta soñar. Ahora te veo todas las mañanas al despertar y no recuerdo si he soñado algo, o incluso si he dormido, porque en seguida estás encima con tu respiración caliente.
Se pone de pie y acerca con fuerza su pecho, duro, contra el mío y me recorre la espalda con la manos y apoya su boca contra mi boca. No tengo nada con que defenderme. Lo hago caer sobre la silla y me siento, ansiosa, en su regazo. Todo el tiempo tengo consciencia de que estoy viviendo según las reglas de Karl.
También a mí podrían ponerme una camisa de fuerza, pienso.
—Soy una especie de animal —digo, cuando se termina.
—¿De qué clase? —pregunta perezosamente. Estamos echados en el suelo de la cocina.
—Una vaquilla estúpida.
Pero no oye lo que digo. Me levanto. Me aliso la ropa y conduzco hasta la tienda. Pero todo el día, mientras atiendo a los clientes y cuido el fuego en el cuarto de ahumado, mientras hago pedidos a los proveedores y corto fiambre de cabeza de cerdo, preparo mi mente para afrontar la situación.
—Me voy a casa —le digo a Mary cuando termina la jornada—, a librarme de él.
Estamos solas en la entrada trasera, todos los trabajadores se han ido. Sé que va a decir algo extraño.
—He tenido una visión —dice—. Si lo haces, se quitará la vida.
Miro hacia el horno de la esquina, no hacia ella, y creo que he sorprendido una nota falsa en su voz.
—No se matará —le digo—. No es de ésos. Y tú... —ahora estoy enfadada— no sabes lo que quieres. Al mismo tiempo estás celosa de Karl y de mí y no quieres que nos separemos. Estás confusa.
Se quita el delantal y lo cuelga de un gancho. Si no fuera tan orgullosa, si no tuviera el corazón tan endurecido, podría haber dicho lo mal que lo había pasado. Podría haber dicho cuánto le había dolido todo esto porque una vez le había tirado los tejos a Russell y él se había resistido.
Pero Mary se vuelve y aprieta los dientes.
—Llámame cuando todo haya terminado —dice— y nos iremos al Brunch Bar.
Es un restaurante adonde nos gustaba ir las noches de trabajo cuando no queda tiempo para cocinar. Sé que decir eso le ha costado mucho esfuerzo, así que la compadezco.
—Dame una hora y te llamaré —digo.
Como de costumbre, cuando llego a casa, Karl está sentado en la mesa de la cocina. Lo primero que hago es recoger la maleta de muestras del sillón donde la pone, a mano para el momento en que los clientes empiecen a llegar. La llevo a la cocina, la dejo en el suelo y de una patada la arrastro sobre el linóleo.
—¿Qué piensas que trato de decirte? —pregunto.
Está rodeado de ceniceros medio llenos, migas de pan y platos sucios del día. Lleva los pantalones de su traje, el chaleco rojo oscuro y una camisa de Russell. Si tengo alguna duda, la camisa acaba con ella.
—Fuera de aquí —digo.
Él simplemente sonríe y se encoge de hombros.
—Todavía no me puedo ir —dice—. Va a empezar la primera función.
Me acerco más, no tanto como para que pueda tocarme, sólo hasta donde no tenga la posibilidad de evitar mi mirada. Se inclina. Enciende una cerilla en la suela de su zapato y empieza a exhalar humo acre. La tensión me sacude la mente pero sigo con expresión firme. Sólo vacilo cuando fuma su Lucky hasta el final y habla.
—No me des la patada. Yo soy el padre —dice.
Tengo los ojos clavados en su frente, y no oigo ni entiendo lo que dice. Se ríe. Levanta las manos como el cajero de un banco durante un atraco y entonces lo miro con atención, como si fuera un extraño. Es más guapo que yo con esos ojos oscuros, esos labios rojos y esa piel pálida de actor de cine. No se le notan la bebida ni el tabaco. Conserva los dientes blancos como perlas, aunque tiene los dedos teñidos de naranja por el humo.
—Me rindo. Eres la mujer más estúpida que he conocido. —Baja los brazos, enciende otro cigarrillo con el primero—. Estás embarazada —dice bruscamente— y ni siquiera lo sabes.
Supongo que parezco estúpida porque sé en ese momento que dice la verdad.
—Tendrás un hijo mío —dice con voz más serena, antes de que yo pueda recuperarme.
—No lo sabes.
Agarro su maleta y la arrojo lejos de él, a través de la puerta de tela metálica herrumbrada. La desgarra y cae violentamente en el porche. Él guarda silencio mucho rato, hasta que no puede más.
—No me quieres —dice.
—No te quiero —respondo.
—¿Y mi hijo?
—No hay ningún hijo.
Ahora empieza a moverse. Se aleja de mí hacia la puerta, pero no puede atravesarla.
—Vete —digo.
—Todavía no. —Su voz suena desesperada.
—¿Qué más?
—Un recuerdo. No tengo nada para recordarte. —Si se echa a llorar sé que me vendré abajo, de modo que manoseo el objeto más cercano, un libro que hay sobre la nevera. Lo gané en alguna parte y jamás lo he abierto. Se lo acerco.
—Toma —digo.
Coge el libro y ya no hay más excusas. Baja los escalones y camina lentamente por la hierba hasta la calle. Me quedo allí un buen rato y lo miro desde la puerta, antes de que se empequeñezca en la distancia y desaparezca. Y entonces, cuando estoy segura de que ha llegado a Argus, o quizás ha subido a un autobús o a un coche dispuesto a llevarlo por la carretera 30 hacia el sur, apoyo la cabeza en la mesa y dejo mi mente en libertad.
Lo primero que hago cuando estoy mejor es marcar el número de Mary.
—Me he librado de él —digo.
—Dentro de diez minutos —dice ella— pasaré a buscarte.
—Espera —digo—. Necesitaré tomarme algún tiempo libre.
—¿Para qué?
—Me he quedado embarazada.
No dice nada. Escucho el silencio hasta que finalmente aleja el teléfono del oído y cuelga.
En las novelas rosas el resultado no es nunca un niño, de modo que una vez más no estoy preparada. No imaginé la debilidad ni los tobillos hinchados. Los cuentos de amores ardientes no dicen en ninguna parte que una calurosa noche de agosto estoy acostada, sola y aterrorizada. Sé que el niño siente que estoy pensando. Da vueltas y vueltas, tan furiosamente que sin duda se ha enredado en su cordón. Temo que algo no vaya bien. Su mente falla, como la del padre. O tiene el aspecto de las ovejas enfermas que yo he tenido que matar. Un millón de cosas probables, terribles, irán mal. Y mientras estoy angustiada en la oscuridad, las botellas empiezan a estallar debajo de la casa. La cerveza de Russell explota y toda la noche, mientras el bebé da vueltas, sueño y me despierto con el ruido de cristales que vuelan a través de la tierra.