El ox Motel
A Karl le gustaban los moteles con nombres extraños o sugerentes, de modo que entró apenas vio las letras parpadeantes, incluso aunque la ciudad fuera Argus. Cuando bajó de su coche a la noche fresca y suave, advirtió que era simplemente el Fox Motel. La F se había quemado. De todos modos, entró.
Fue a su habitación, encendió la televisión, se duchó y se tumbó desnudo en la cama. Recorrió la guía de teléfonos, encontró sus nombres. Se proponía dejar las cosas así, pero marcó el número de Wallace Pfef. El teléfono sonó una vez y Wallace respondió.
—¿Hola? ¿Hola? ¿Hola? —Al tercer hola, la voz de Wallace sonaba crispada y desconcertada. Karl alejó el teléfono de su oído y lo bajó hacia la horquilla. La voz de Wallace se volvió metálica, cómica y, finalmente, enmudeció. Karl pensó en marcar a continuación el número de Mary, pero le daba vergüenza hablarle sin la ropa puesta. Podría haberse puesto unos pantalones, pero en cambio llamó a Celestine.
—Adivina quién soy —dijo cuando ella contestó.
Escuchó el débil sonido hueco de la línea. No se le ocurrió que ella quizá no reconocería su voz, y cuando finalmente dijo: «¿Quién es?», en tono vivo y suspicaz, él tuvo un sobresalto que cubrió con palabras.
—Ya sabes quién es. Estoy de paso y me he detenido a pasar la noche, inesperadamente, ya sabes, y ya que me encuentro aquí pensé que quizá podría verte.
Ella no respondió y él continuó.
—O podríamos encontrarnos para tomar una copa juntos. O yo podría invitarte a cenar con Wallacette.
—Karl —dijo Celestine—, prometiste que no te acercarías.
Él esperó.
—Han pasado catorce años.
—No quiero remover el pasado.
—Bueno, bueno.
—Está bien —dijo Celestine un momento después—. Supongo que tienes derecho a verla. Déjame pensar un minuto.
Pensó.
—Supongo que te irás mañana —dijo Celestine—. Entonces, ¿por qué no vamos a tomar el desayuno a las siete y media en el Flickertail?
—Esperaré allí —dijo Karl. En su voz había un deje de nostalgia que lo sorprendió. Se incorporó sobre las almohadas—. No lleguéis tarde —agregó con aspereza.
Pero la línea ya estaba zumbando.
Se levantó demasiado temprano, se vistió demasiado temprano y se encontró tomando una taza de café tras otra antes de que ellas llegaran. Cuando entraron, estaba nervioso y vagamente mareado por el efecto de la cafeína en el estómago vacío y de todos los cigarrillos que se había fumado. Se puso de pie sin saber qué decir, a tal extremo era inesperada la imagen de Wallacette. Estaba en la puerta del café con su madre, una chica robusta de tez olivácea clara, pelo castaño rojizo, los pendientes redondos y la falda corta y ceñida de una delincuente juvenil. Le sorprendieron la ropa que su madre le permitía llevar, de aspecto tan vulgar, y los ojos pintados. Escrutaba a la gente de los reservados a través de unas angostas hendiduras negras. Su mirada era viva tras la sombra azul. Lo pasó por alto, luego volvió a él cuando levantó una mano y les sonrió. Él dio un paso adelante y ella bajó la vista.
Más tarde, al recordar la escena, trataría de ignorar la decepción de su hija. Karl había envejecido, se había vuelto duro, gris y astuto, con arrugas a los lados de la boca y muchas pequeñas marcas de estrés alrededor de los ojos. Estaba tan acostumbrado a conducir, a la distancia y el movimiento, que a veces le resultaba difícil enfocar algo al alcance de la mano.
Por eso vio con más claridad a su mujer y a su hija en la puerta. Cuando se deslizaron frente a él en el reservado, los rostros se volvieron blandos y borrosos.
—Lamento llegar tarde —dijo Celestine. No parecía que lo lamentara. Parecía que quisiera estar en cualquier otra parte. Llevaba un abrigo grueso y áspero de piel sintética gris hecho de trozos claros y oscuros cosidos. Lo llevaba sobre los hombros y empujó a Dot hacia la esquina. Sus rostros imprecisos lo miraban entre el pelo y las pieles casi como si fueran animales en su cubil. Karl veía mejor los rasgos grandes y marcados de Celestine. No estaba maquillada. Tenía los labios finos en el centro, marrones, y los ojos oscuros como gotas de melaza. Su nariz y sus pómulos sobresalían y el pelo, con sus ondas castañas, se le encrespaba sobre el cráneo. Karl hubiera querido alisarlo, acercarse lo suficiente para sentir el olor a pimienta que la elaboración de salchichas dejaba en su piel.
Pero la mirada de ella lo detuvo. Miró a su hija.
La cara era más llamativa y vívida debido al maquillaje rojo y anaranjado. Llevaba el pelo cortado en una larga greña que parecía una crin aplastada. Tenía un cuello robusto.
Las dos lo miraban. Se acomodó el cuello y la corbata, sonrió, trató de seducirlas. Puso el menú delante de la chica.
—Pide lo que quieras —dijo—. Yo invito. —Trató de no mirar a Wallacette Darlene, pero ella lo miraba fijamente, concentrada, sin parpadear, con el ceño fruncido, los labios apenas entreabiertos y la respiración contenida. Los ojos de Karl iban una y otra vez a su encuentro mientras en sus labios se formaba una sonrisa nerviosa.
Dijo con voz cordial:
—¿Qué edad tienes ahora, Wallacette?
—Catorce —respondió ella, y su expresión cambió, como si hubiera decidido algo. Se echó hacia atrás y bajó sus párpados empolvados—. ¿Mamá, no le has dicho —preguntó entre dientes— que me llamo Dot?
—Dot —le dijo a Karl—. Dot.
—Usa el apodo que le puso Mary —dijo Celestine. Y dirigió a Karl una mirada de resignada complicidad que lo reanimó un poco. Era la clase de mirada que intercambiaban las monjas en los pasillos de Saint Jerome. O los adultos por encima de las cabezas de sus hijos.
Dot la sorprendió y se despejó el pelo de la frente.
—Ya soy bastante especial —dijo—. No necesito un nombre absurdo. —Su voz era dura y rotunda. Karl no supo qué responder—. No eres como esperaba —le dijo fríamente a la cara.
Karl miró a Celestine en busca de ayuda, pero ella estudiaba el menú; luego, a Dot a los ojos.
—Tampoco tú eres como yo esperaba.
Eso la cogió por sorpresa y la desconcertó un poco. Sujetó el menú y murmuró:
—Quiero el número dos con café y zumo de tomate. ¿Dónde está la camarera?
Los tres callaron mientras miraban las hojas escritas a máquina y protegidas con plástico, las combinaciones de huevos y tostadas y patatas fritas. Sin embargo, la camarera parecía haberlos olvidado y esperaron entre los demás clientes, granjeros y trabajadores de la construcción que ya estaban en su primera pausa para el café. Al otro lado de la calle se levantaba un edificio nuevo de aluminio amarillento. El martilleo y el chirrido de las sierras mecánicas llenaban la calle. El sol brillaba sobre los dulces que había debajo del mostrador, sobre la cafetera y los grifos de la leche. El nuevo turno de camareras acababa de entrar. La cocinera, una mujerona rubia con un gran delantal anaranjado, decía cosas que hacían reír sobre sus tazas a los hombres de la barra. La radio emitía informaciones rurales y previsiones sobre el ganado en un ambiente con olor a bacon. Pero nada de esto les sugería algo que poder decirse unos a otros.
—¿Hay en la vida de Dot, bueno, alguna influencia masculina? —Karl se sorprendió al preguntarlo y luego comprendió, mientras Celestine reflexionaba, cuánto le interesaba saberlo.
—Wallace Pfef es como un padre para ella —dijo Celestine.
Dot fingió no oír al principio, pero en el silencio que se produjo después de la respuesta de Celestine, habló.
—Voy mucho a casa de tío Russell. Eli me está enseñando a pescar.
Karl asintió y recordó a Russell: un indio lleno de heridas con una caja de herramientas que hacía un ruido metálico, un hombre a quien él no le gustaba.
Cuando finalmente la camarera llegó, todos pidieron. Celestine hizo lo posible por mantener la conversación y habló de Mary y de la tienda, pero se abstuvo cuidadosamente de preguntar si Karl pensaba visitarla. Karl también se esforzó. Le habló a Celestine de su nuevo trabajo, bien remunerado, aunque al principio él no sabía mucho de equipos estereofónicos. Trabajaba para una cadena de tiendas de discos y alta fidelidad y se ocupaba de los suministros.
Celestine le sonrió por primera vez.
—Eso explica el tocadiscos que enviaste.
—Último modelo —dijo, complacido, aunque Celestine no lo había llamado equipo estéreo portátil, que es lo que era, y de la mejor calidad.
—¿Te gustó? —le preguntó a Dot, que se miró las manos y las uñas rotas como si pudieran decirle algo.
—Por supuesto que me gustó —le respondió a sus dedos.
Karl decidió correr el riesgo de intentar llamar su atención.
—D. O. Doble T. I. E / Dottie es la chica para mí —cantó Karl—. ¿Conoces esa canción?
La cara de Dot se transformó en una fea máscara.
—No —dijo—. Me gusta el rock duro.
—¿Sabes —dijo Celestine, un poco violenta y aturullada—, que una vez Dot quiso escaparse para ir a buscarte?
La camarera trajo los platos humeantes y Dot bajó la cabeza. Comía rápido, sin levantar la vista. Sus largos pendientes le golpeaban el mentón cada vez que se llevaba un bocado a la boca. Karl la miró y pensó con tristeza que si hubiera estado más cerca de ella podría haber influido en sus gustos musicales. Quizá sin vivir con ellas, sólo estableciéndose en la zona; sin verla a todas horas, sino de vez en cuando. Haber perdido a esa muchacha poco atractiva le hizo sentirse insensato y angustiado.
—Te diré una cosa —dijo—, ¿escucharías unos discos si te los enviara?
—Depende —dijo Dot.
Su voz tenía el acento de la seguridad. Sabía dónde estaba. Dejó el tenedor y miró con el ceño fruncido su plato durante tanto tiempo que, finalmente, Celestine se volvió y le puso una mano sobre la suya.
—Cariño —dijo—, ¿te mataría decir que sí?
—Sí —dijo Dot.