CELESTINE JAMES
Tengo el recuerdo de Mary que desliza por el tobogán al suelo. Su pesado abrigo de lana gris se abre como una campana alrededor de sus calzones blancos que gualdrapean, pero el viento no agita su bufanda azul. Inmóvil, Mary cae velozmente hasta que choca. Entonces, repentinamente, las cosas se mueven con rapidez, en todas partes, al mismo tiempo. Mary rueda dos veces. La sangre le baña la cara. La hermana Hugo corre hacia ella y luego hay gritos. Sita intenta llamar la atención caminando a trompicones hasta el tiovivo, mareada por la visión de la sangre de su prima. Una santa torturada, quizá la misma Catherine, acomoda su cuerpo entre los barrotes de hierro en el centro de la rueda y pide ayuda en tono débil pero penetrante.
Sita es cinco veces más fuerte de lo que parece, y puede vencerme en una pelea, de modo que no acudo. Ahora la hermana Hugo lleva a Mary por las escaleras, con su pañuelo y la bufanda azul apretados contra su frente. He bajado mágicamente los escalones helados del tobogán y ahora corro tras ellas. Pero la hermana Hugo me impide pasar cuando ambas llegan a la enfermería.
—Vuelve —dice con voz temblorosa. Sus ojos tienen un brillo extraño bajo su frente de lino almidonado—. Quizá no dure —dice— ¡Corre al convento! ¡Di a Leopolda que venga en seguida con la cámara!
No entiendo nada.
—El hielo, la imagen —dice frenéticamente la hermana Hugo—. ¡Ahora muévete!
Entonces yo corro, tan sorprendida y excitada por su forma de expresarse, no la de una maestra, sino la de una granjera, que no toco la campanilla del convento sino que entro de un salto en el vestíbulo y grito hacia las escaleras que retumban. En ese momento, ya sé, porque está en el aire del patio de la escuela, que la caída de Mary ha provocado alguna clase de milagro.
De manera que grito: «¡UN MILAGRO!», con toda la fuerza de mis pulmones. Hacer eso en un convento es como gritar fuego en un cine repleto. Todas se precipitan escaleras abajo, una avalancha de lana negra. Leopolda desciende la última, con terrible agilidad. Trae un trípode colgado del hombro. Entre los brazos lleva luces, cortinas y una cámara. Es como si hubiera estado detrás de la puerta, cargada con todo su equipo, rezando un año tras otro para que llegara este momento.
En el patio de la escuela todo es caos. Se ha congregado una multitud alrededor del tobogán. Más tarde, la imagen que contemplan, en una de las fotografías de la hermana Leopolda, se incluirá en todos los catecismos del Medio Oeste como «La Aparición de Argus». El texto que la acompaña describe a Mary como «una huérfana local» y el tobogán helado se convierte en «un camino inocente hacia la gloria divina». Otra cosa de la que nunca hablan es el estado en que encuentran a la hermana Leopolda varias noches después del accidente de Mary. Arrodillada al pie del tobogán con los brazos desnudos y ensangrentados, frotándose con cardos secos. Después de eso la enviaron a alguna parte a recuperarse.
Pero ese día, en medio de la confusión, regreso furtivamente al edificio de la escuela. Mientras atravieso el salón, el padre vuelve de la enfermería. Está sumido en profundos pensamientos y no levanta la cabeza, de modo que no me ve. Apenas se aleja entro alarmada porque un sacerdote junto a un enfermo es mala señal.
Pero Mary se ha recuperado del golpe, pienso al principio, porque está sentada en la camilla.
—¿Lo has visto? —dice en seguida, aferrándome el brazo. Parece fuera de sí, o por la herida o por su repentina importancia. Tiene ahora la cabeza vendada, lo que debería darle cierto aspecto de monja, sólo que alrededor de sus ojos empiezan a aparecer manchas negras y moradas de dudosa reputación.
—Dicen que es un milagro —le digo. Espero que se ría pero me aprieta la mano. En sus ojos brota un brillo tal que empiezo a sospechar.
—Fue una señal —dice—, pero no la que creen.
—¿Qué quieres decir?
—Era Karl.
Jamás ha mencionado antes a Karl, pero sé por Sita que es el hermano de Mary que ha huido hacia el oeste en un tren de mercancías.
—Descansa —digo a Mary—. Te has dado un golpe en la cabeza.
—Siempre tiene que molestarme —dice con energía—. No quiere dejarme en paz.
Su cara se tensa. Piensa profundamente, como el sacerdote, y está muy lejos de mí e incluso de ella misma. Sus ojos miran a lo lejos, claros y tranquilos, y veo que está furiosa.
Cuando la hermana Hugo me echa de la enfermería, bajo las escaleras, salgo a la intemperie, hace frío y está nublado y me reúno con el grupo que rodea la imagen milagrosa. Sólo que para mí no es tan milagrosa. Miro fijamente las formas del barro helado, el hielo quebrado, la grava que se ve debajo del hielo, la nieve gris. Otra gente que mira desde el mismo ángulo la ve. Yo no, aunque me arrodillo hasta que se me entumecen las rodillas.
Esa noche Russell y mi hermana mayor, Isabel, no pueden hablar de otra cosa que de esa cara.
—Tu amiga va a ponernos en el mapa —declara Isabel. Ella es todo lo que tenemos, nos cuida a todos trabajando para los granjeros, cocinando, y a veces incluso trilla, junto con los hombres—. Han canonizado a otras por menos —dice. Isabel es la abanderada de la procesión de Saint Catherine, todos los años, enorme y triste, pero pura. También mi madre era alta. Parece que yo he heredado la tez de mi padre, aunque me acerco rápidamente a la estatura de mi madre.
—Apuesto a que Sita debe de estar a punto de matar a la pequeña Mary —dice Russell con una risa burlona. Sita se ha mofado de él porque es indio, y siempre se alegra de que pierda puntos.
—Han sacado fotos de Mary para los periódicos —le digo. Isabel se impresiona, pero no Russell, que juega al rugby y ha aparecido muchas veces en los periódicos marcando tantos. La gente dice que es un indio que no será derrotado por la vida, sino que tendrá éxito.
La mañana siguiente, antes de clase, viene conmigo a examinar el hielo. Durante la noche alguien ha construido una cerca baja con tablas y alambre alrededor del espacio sagrado. Russell se arrodilla junto a la cerca y se persigna. Dice alguna plegaria y luego lleva a pie su bicicleta por el helado camino hasta la escuela superior. También él la ha visto. Yo me quedo al pie del tobogán, arrodillada, y miro de reojo y hasta bizqueo para tratar de que la imagen aparezca. Las monjas están preparando un altar en el patio mismo de la escuela para una misa especial. Hubiera deseado pedir a Russell que me indicara exactamente los rasgos, para ver yo también a Cristo. Incluso pienso en preguntarles a las monjas, pero finalmente no tengo valor; y durante toda la misa, mientras estoy de pie con toda la clase de séptimo y miro cómo Mary, Sita, Fritzie y Pete toman la comunión primero, simulo estar conmovida por el hielo roto, que es todo lo que puedo ver.