CAPÍTULO 18
Presenté mi dimisión al director del colegio.
Intenté, primero, encontrar una mentira creíble, que explicara mi repentina marcha al comienzo del curso escolar, lo que le dejaría en una situación delicada, pero luego me retracté y decidí decir la verdad. Puesto que tenía ganas de vivir mejor, esta era la primera oportunidad para iniciar mi entrenamiento.
La entrevista fue difícil. Solo le daba tres semanas para reorganizarse, muy poco, desde luego... Pero cuando pronuncié las palabras «vocación de infancia» y, sobre todo, el nombre del prestigioso periódico, sacudió el mentón, se rascó la oreja y murmuró: «Sí... Naturalmente...». Un puesto de periodista en prácticas en La Tribune le parecía más atractivo que el oficio de profesor, quizá porque él también había soñado, cuando tenía ocho años, con escribir en un periódico... Acarició, una vez más, las solapas de fieltro de su chaqueta y luego me miró con valentía y dijo:
—Bien, le dejo marchar y le deseo que triunfe.
Salí de la entrevista embriagada. Eduardo tenía razón: decir la verdad y ser uno mismo hacía de la vida un trayecto excitante, apostar por objetivos que dan miedo te pone alas en los pies.
Me tomé un chocolate caliente en la plaza Saint-François y contemplé a la concurrencia del salón de té, revestida de audacia, yo, que normalmente entraba trastabillando en cualquier local público...
Ya no sentía necesidad de fumar o de fingir que esperaba a una amiga, para justificar mi soledad.
Regresé a casa como en una alfombra de plumas. Decidí leer un buen libro y no ver la televisión, me envolví en la manta escocesa de Antoine y me sumergí en un ensayo cultural. Me sentía bien, eficaz, decidida, con un principio de futuro por delante.
Pasé la noche feliz por estar sola, sin buscar ocupaciones con que entretener el tiempo. Me disponía a acostarme cuando sonó el teléfono.
Antoine. Desde Washington.
—Hola, ¿Sophie?
—Cariño...
—Llego mañana a Ginebra, ¿vas a buscarme?
—¡Oh! Sí... Te quiero...
—¿Qué?
—Te quiero.
Grité al aparato, volcando en él la alegría de mi jornada, mi primera victoria. Un «te quiero» que parecía venido de otra parte.
—Yo también. Te echo de menos, tengo muchas cosas que contarte. Ya verás, vamos a tener una vida extraordinaria...
Intercambiamos todavía unos cuantos balbuceos de amor loco y colgué. Hacía tres semanas que se había ido. Tres semanas sin vivir con él y sin morirme.
Al día siguiente, aparcaba en el aeropuerto de Ginebra-Cointrin. Dos días atrás, había ido a recoger a Eduardo. Llegué justo cuando el avión aterrizaba y corrí hasta el vestíbulo de llegada de pasajeros. Antoine. Un año antes también le había esperado. Sin saber que aterrizaba por mí.
Está tan guapo como siempre, tan bronceado, tan jaguar. ¡Mierda! ¡Qué guapo es! Mi prometido tiene la piel mate y suave. Siento ganas de abrazarlo, me imagino desnudándole allí mismo, ante los aduaneros y la policía del aeropuerto. Un deseo furioso que me trae a la boca el sabor de su sexo y me hace salivar.
—Antoine...
Sus brazos y su oreja que huele a madreselva. Su boca en la mía, su maleta que cae, mis manos que se deslizan bajo su cazadora.
Una vez en el coche, recomenzamos. Y hablamos. Ya no sabemos dónde retomar nuestros besos y la conversación.
—Es inútil. Así no llegaremos a Lausana. Vamos, conozco un hotel...
Me lleva a un hotel detrás de la estación. Sube las escaleras, yo le sigo... Nos desnudamos rápidamente, nos deslizamos bajo las sábanas, lo agarro a manos llenas, me aferro a su espalda, mientras él me toma sin esperar, sin hacerse esperar. No quiero gozar demasiado rápido, ¡es tan agradable...! Desearía que durara eternamente. Nos suplicamos: «Espera, aguanta un poco...», y nos detenemos tan pronto como el otro desfallece. La más mínima de sus embestidas me traspasa de placer, no me atrevo a moverme por miedo a precipitarlo todo. Nos vigilamos bajo los párpados, escuchamos nuestros corazones que bombean, saboreamos nuestro placer economizándolo. Hasta el momento en que nos dejamos llevar, mirándonos a los ojos.
Me libero en silencio en mi placer, disfrutándolo hasta el final. Antoine, desfallecido, cae sobre mí... Nos quedamos mucho tiempo sin hablar, sin movernos... ¿Hace falta separarse tres semanas para gozar tan intensamente? Acabamos de redescubrir el amor, en un hotel, detrás de la estación de Ginebra. Un amor que se hace entre dos, concentrados, en el que los discursos interiores sobre lo que voy a hacer mañana, y cómo voy a vestirme, están prohibidos...
Después viene la pausa. Acurrucada contra él, intento sin ningún éxito formar anillos con el humo del cigarrillo y le escucho. Hablar sobre nuestro futuro. Su estancia en Estados Unidos le ha traído a la mente el fabuloso dinamismo de ese país. Su padre le necesita cada vez más. Hay mucho dinero que ganar, negocios que desarrollar. Así que vamos a marcharnos...
—Nos instalaremos en Nueva York, es una ciudad mucho más animada que Washington. Termino mi trimestre aquí, paso mi último examen en diciembre y volamos a Estados Unidos...
Me toma en sus brazos, me planta un enorme beso húmedo y lanza un «¡yupi!» de alegría...
—Se acabó el economizar y los problemas. Vamos a vivir, cariño, vivir, vivir...
—Sí, pero yo... ¿qué voy a hacer allí?
—Tú montarás nuestro apartamento, aprenderás a hablar inglés de corrido, conocerás gente. Y me fabricarás a Gaylord o Caroline, a tu elección...
—Sí pero...
—Pero ¿qué? ¿No estás contenta de dejar Suiza?
—Sí. Pero... Verás, he encontrado unas prácticas en un periódico. Empiezo el primero de octubre...
—Es perfecto. Haces tus prácticas durante tres meses. Eso te dará experiencia y después, nos vamos. Ya encontraremos alguna cosa allí...
—Sí pero no hablo inglés lo suficientemente bien como para escribir en un periódico de Nueva York...
—Deja ya de decir «Sí pero...». Me pones nervioso. Escucha, ya se verá. Primero haz tus prácticas. Ya lo hablaremos...
Antoine pierde el entusiasmo. Un poco decepcionado porque no aplauda más calurosamente su cambio en la sociedad. Ha vuelto con los brazos cargados de nuevos proyectos y yo le hablo de unas prácticas en un periódico suizo... No me entiende. No le entiendo.
—Escucha, Antoine. Piénsalo. Esas prácticas son el sueño de mi infancia. Si van bien puedo convertirme en periodista. ¿Te das cuenta? Pe-rio-dis-ta...
—Sí. Está muy bien. No estoy en contra. Pero creía, sencillamente, que estarías contenta de que nos marcháramos a instalarnos en Nueva York...
—Por supuesto que estoy contenta, cariño. Pero entiende que estas prácticas me hacen ver la vida de modo diferente... Eso es todo.
—¿Cómo de diferente?
—Bueno... Por primera vez voy a ejercer un oficio que me gusta, que me corresponde...
—Nada te impide hacerlo en Estados Unidos...
—Sí. El idioma.
—Escucha, Sophie, no nos pongamos nerviosos. Haz tus prácticas, hazlas bien y ya veremos...
El encanto se ha roto. Hemos olvidado lo mucho que hemos disfrutado unos minutos antes haciendo el amor, lo felices que estábamos por habernos reencontrado. Por primera vez, no tenemos el mismo punto de vista. Por primera vez, no miro en su dirección. Tengo la mente y el corazón divididos.
****
No estaba dispuesta a ceder ni un ápice.
Mis prácticas en La Tribune comenzaron. Descubrí los despachos de agencia que había que resumir, los borradores con la papelera como destino final, las salidas precipitadas en busca de un reportaje, los comités de redacción donde parecía estar reunido el mundo entero, la iluminación desvaída, la noche en la enorme sala de redacción. No hacía nada excepcional (estaba, inicialmente, destinada en la sección de sucesos, desde el monstruo del lago Ness a los suicidios con gas), pero observaba. Los periodistas me parecían divinos e infalibles. Les oía hablar, reconstruir el mundo, borrar las revoluciones, aconsejar a Nixon y cotizar el franco. Esos hombres de gran prestigio, de cultura universal, que trataban de tú a Kissinger y a Marlon Brando, me inspiraban una devoción sin límites. Vivía un sueño, despierta y aplicada.
Todos los días pedía en el kiosco de la calle Maupas (la calle de mi edificio) «La Tribune, por favor» y abría el periódico por la página de información general, la de las noticias breves, los recuadros que no van nunca firmados. Era yo. Los leía, los volvía a leer, los recortaba, se los enviaba a mamá y a Philippe, a Ramona, a la tía Gabrielle, se los enseñaba a Antoine, se los recitaba a Eduardo y bailaba de alegría mientras repetía: «Periodista, soy periodista, escribo en un periódico». Para nadie más que para mí sola. Compraba ocho ejemplares de La Tribune cada día.
Mis horarios habían cambiado: ya no me estiraba nunca al sol de mi terraza o en la bañera. Me levantaba muy pronto, cogía el tren para Ginebra, pasaba el día aprendiendo, empezaba a escribir treinta veces un artículo sobre la intoxicación alimentaria de unos escolares en Vevey o los tirones de bolsos en Montreux. Con la lengua fuera, el bolígrafo agotado, tenía el entusiasmo de una alumna enamorada de su profesor de francés. Nada me costaba. Ni el tren a primera hora de la mañana, ni los borradores llenos de tachones, ni la escasez de mi salario. No más rencor o aburrimiento desesperado, sino el sentimiento de estar haciendo, por fin, algo que me atraía, que me pertenecía. Era yo. Incluso si garabateaba sobre los altos hornos abandonados o las ballenas fantasma. Por la noche, salía del periódico lo más tarde posible, cogía el tren pensando en el día siguiente y me encontraba con Antoine, aún inmersa en mi nuevo mundo.
Al principio, interesado por mi entusiasmo, orgulloso de mi nuevo trabajo, me escuchaba, me felicitaba, leía mis noticias breves y mis recuadros, me animaba. Más tarde constató que ya no pasaba suficiente tiempo con él.
Evitábamos hablar de la marcha a Nueva York, pero me parecía cada vez más evidente que no podría dejar mi sueño por todos los Boeing del mundo...
Me dormía, agotada por mis horas en tren, mi frenética actividad en el periódico y mis tentativas de conciliarlo todo. Hacía el amor solo con una parte de mi cuerpo, deseando que se terminara para poder dormir y estar en forma al día siguiente.
Fue así como aprendí a fingir para dar credibilidad al acto. Y no solamente un poco, sino totalmente: desde el primer suspiro a la crispación final. Mientras Antoine, ignorante del melodrama en cinco actos que se desarrollaba justo debajo de él, me poseía con gran delicadeza, yo pensaba en rotativas y en tinta de imprenta. Ausente. «La portera está en la escalera. Tenga la amabilidad de dejar su pequeño paquete en el felpudo. Vuelvo enseguida».
Cobardemente, evitaba decirle la verdad. Para ser sincera, no dominaba completamente mi verdad. Fingir era un modo perfecto de contentar a todo el mundo. Es decir, a Antoine. Y a mí también. Pues, en cuanto él expulsaba su placer, yo corría al bidé para lavarme, le plantaba un beso en la boca y me sumergía al encuentro de mis rotativas. Con la conciencia en paz: sabiéndole satisfecho. El hacerle feliz tan fácilmente me arrancaba olas de ternura maternal y me dormía enroscada en sus brazos, incluso sin sentirme acosada por una libido insoportable. Mi impulso, mi capacidad creadora, lo consagraba a mis ballenas y a mis suicidas. Me excitaba al redactar tres noticias breves, estallaba sobre la punta de mi Bic mordisqueado, gozaba al ver mi prosa impresa...
El único que seguía esa transformación con aire experto era Eduardo. A menudo venía a verme a Ginebra y almorzábamos juntos. Sin despegar los labios, me dejaba hablar y parecía satisfecho de mi metamorfosis. Me pasaba las patatas paja, me servía un poco de Chambertin, se asombraba de que ya no rebañara mi plato ni el suyo. Yo continuaba expresando mi alegría por el trabajo, sin profundizar en el matiz pedagógico de mi nueva situación.
Una noche, en la que regresé a casa en el último tren, Antoine me esperaba con cara de pocos amigos con una carta en la mano. Una carta escrita en papiro.
—¿Ramona?
—Supongo...
Tenía aspecto de estar muy disgustado y toda su actitud reflejaba lo tardío de mi llegada. Pretexté un hambre de lobo para instalarme ante una tarrina de paté con la carta de mi cómplice faraona. Leí la explicación del estremecimiento. La releí. ¿De modo que no era más que eso, ese placer que me atenazaba, que hacía que me precipitara bajo el porche de Patrick? Había estado a punto de decir sí a un nido de mariposas que podía fabricar yo sola...
Olvidé el paté, la hora tardía, el entrecejo furibundo de Antoine, mi sección de sucesos... Tenía la impresión de ser víctima de una estafa. El estremecimiento perdía toda su magia para convertirse en una ensayada danza del vientre. Me habían privado de un misterio.
Antoine seguía enfadado. Decidí llevarlo a la cama y experimentar, directamente, las afirmaciones de Ramona, la saboteadora de escalofríos. Se dejó hacer, sorprendido de mi iniciativa. Le desnudé lentamente, le besé, le lamí los labios, deslicé mi lengua por su cuello, por su pecho, por su sexo y le chupé lentamente, suavemente. Gimió, sacudió la cabeza y las manos, rechazó un instante el placer que ascendía y después se dejó llevar. Entonces fui poseída por un furor uterino incontrolable. Ya no follaba con él, solo era sexo puro y duro. En silencio, como una extraña. Con aplicación y ciencia. Dado que el amor estaba inscrito en un manual de gimnasia...
Tenía necesidad de un surtidor de esperma, de una mención en el cuadro de honor como la mayor sacerdotisa del placer. Me hice experta, comedora de sables y devoradora de hombres.
Antoine me agarró, asombrado:
—Ahora soy yo quien te va a follar, pequeña puta.
Aquello me excitó todavía más, me abrí con las dos manos y le dejé penetrarme. Giré lentamente sobre su miembro, frotando mi sexo contra su vello púbico, oscilando sobre él, las manos aferradas a sus caderas. Entraba y salía, yo seguía mi recorrido de combatiente obstinada. Lúcida y concienzuda. Sabía que la contracción de mi vagina, como una tenaza, le impulsaba a gozar más vertiginosamente, que le trituraba con un placer instantáneo, pero lo que yo quería era sentir mi estremecimiento antes que él.
Ya no había amor entre nosotros. Éramos dos enemigos que se medían haciendo el amor. Cada uno por su lado, sin pensar en el otro. Todo lo que habíamos callado durante días resurgía en ese enfrentamiento silencioso. Cuando, a fuerza de frotarme, sentí ascender el placer, reconocí lo que me había atornillado a los riñones de Patrick, al muro de Portofino. Supe que iba a gozar en una espiral creciente de placer. Aplastada, negada, olvidada, en mi tornado de fuerza diez. Grité y me sentí transportada lejos, lejos, lejos, por un placer nacido de lo más hondo de mí. Dejé a Antoine seguir, triste, ¡oh!, tan triste por haber confirmado el mensaje de Ramona...
El estremecimiento sin una musiquilla en el corazón era tan mecánico que el goce no iba más allá del vientre, no hechizaba la mente. Tan fuerte, tan violento, tan fulminante como antes, pero portador de un manual de instrucciones que me dejaba amargada, desengañada. Podía gozar con cualquier hombre... Ya no tendría el sexo henchido por la expectación. Tal vez me había convertido en experta, especialista, buena compañera de cama, pero había perdido mi magia encantada.