CAPÍTULO 08
En la habitación 436 del hotel, él me espera. Tumbado en la cama, con su gran estatura. Es guapo. Los cabellos negros y lisos, las manos largas y morenas, los ojos oscuros, las cejas espesas, bien rectas, y una mueca que todo el rato se parece a una sonrisa. Una mueca indiferente y segura, pero sin insolencia. Cuando se estira, parece una mezcla entre un jugador de béisbol y un jaguar que regresa tranquilamente con su hembra después de una buena cacería. Le va bien ese cuerpo, como diría la tía Gabrielle. Con aspecto radiante, el torso distendido, la piel bien enjabonada.
He olvidado que ahora mismo no soy hermosa, que tengo los ojos hinchados de tanto llorar. No obstante, me sonríe, me atrae hacia la cama, me tumba cerca de él, desliza su mano sobre mi vientre, mi cabeza sobre su brazo y murmura que no pasa nada, que lo olvidaré todo, que la vida comienza de nuevo y va a ser hermosa. Escucho el sonido de su reloj junto a mi oreja, el palpitar de su corazón. Su mano me calma al posarse en mi cabello. Me arrellano en su calor y me duermo, exhausta.
A primera hora de la mañana, me despierto asombrada de encontrarme en una habitación desconocida junto a un hombre que no es el habitual. Antoine... ¿Antoine qué más? Está en el borde de la cama, consultando mapas de carreteras. Le espío a través de mis párpados entreabiertos. Tenemos todo un mes para estar juntos. Un mes antes de empezar la facultad. Un mes de viaje, de tomar decisiones, de pensar en el porvenir.
Cada vez que encuentro un hombre que me gusta, sucede algo más fuerte que yo: me imagino casada. Si bien la simple visión de un anillo despierta mis instintos asesinos..., no puedo evitar pensar que «en caso de»... No importa con quién, quienquiera que sea el que haga tilín en mi corazón. Es una especie de juego con fuego, un exorcismo.
Para crear un poco de suspense distribuyo los obstáculos al azar. Si nos saltamos ese semáforo, me caso con él. Si gana sobre su servicio, me pide en matrimonio. Si repite cordero, tendremos un montón de hijos. Y todo eso sin llegar nunca al «sí» final. Aquellos que realmente me gustan tienen derecho a una pequeña película de comedia rosa que proyecto por la noche en mi cabeza antes de dormir y que se divide en tantos episodios como dure el interés. Así, a los trece años, un tal Pachou se convirtió en mi héroe durante ciento sesenta y tres noches. Alimentaba mi película observándole los domingos por la mañana, en la pista de patinaje, donde rompía corazones al ritmo de sus piruetas. Lo filmé hasta que, desalentada, elegí un héroe más accesible. En esa época, los amores platónicos no me desanimaban. ¡Todo lo contrario! Me habría sentido muy molesta si me hubiera visto acorralada en el vestuario, con el aliento de Pachou sobre mi gorro y mis manoplas en las suyas. Esos folletines bastaban para mi vida sentimental. Había un montón de situaciones imprevistas: preludio, amor, idilio, riña, traición de la mejor amiga, reconciliación... Y también: madrastra enemiga, diferencia de clases, padres indignos, pero, sobre todo, un amor a prueba de cualquier cosa y rehabilitación social. Todo ello seguido de éxito, dinero, aplausos, un palacete, niños, niñeras, rivales, fuga, carreras en Ferrari, reencuentros, promesas de amor eterno, claro de luna...
Era infatigable. El palacete era siempre el mismo, solía amueblarlo de manera sencilla, según el estilo de cada nuevo héroe. El orden y el sexo de los niños era inamovible (primero un niño, es mucho mejor) y el happy end inevitable.
A medida que fui sumando años y práctica, el guión se volvió menos simple: tenía menos Ferraris, muchos más amantes, y era periodista.
No me ha dado tiempo a imaginar a Antoine dentro de mi palacete. Y sin embargo... Desde ayer, camino sobre un cumulonimbo, uno grande y muy denso, que me mantiene los pies calientes. Tengo la impresión de recomenzar mi vida desde cero. Un corazón totalmente nuevo y piel de bebé. He olvidado que, hace apenas una semana, Patrick me poseía en mi habitación escocesa y yo gemía «te quiero».
****
Antoine saborea la vida con la sabiduría de un filósofo asomado a la cima de una montaña. Para nuestro viaje necesita un coche sólido y confortable. Lo alquila por teléfono: modelo, color y las opciones que desea, sin levantar la voz. Encogida bajo las sábanas, me decido a emerger para preguntarle de dónde saca esa facilidad para gastar sin necesidad de pensar en el dinero.
Él me cuenta la historia de su abuelo...
Un colono inglés que, harto de la neblina anglosajona, desembarcó un amanecer en Brasil en pleno bosque verde... Era la época del auge del caucho. Manaos era la capital más rica del mundo, la de los caucheros. Eran incontables los palacios con fachadas de mayólica inglesa, las lámparas de porcelana de Viena, las aceras de cerámica y azulejos y las ventanas que brillaban como si estuvieran hechas con fragmentos de diamantes biselados.
Desde que el irlandés MacIntosh y el americano Nelson GoodYear descubrieran las virtudes del caucho y se pusieran a fabricar grandes impermeables de doble botonadura y neumáticos estriados, Manaos vivía en una inflación galopante. Los bebés agitaban sus sonajeros con diamantes, los sirvientes fregaban el fondo de las cacerolas con esmeraldas en bruto, los dentistas rellenaban las caries con zafiros y los farmacéuticos recomendaban deshacer una perla negra o blanca en una taza de té para combatir el ardor de estómago o las quemaduras del sol...
En Manaos se había instalado el primer teléfono de América del Sur, el primer telégrafo, el primer tranvía eléctrico que unía la residencia del cónsul de Francia con el teatro Azul. La ropa se enviaba a lavar a Londres y a planchar a París, pues el agua de Europa era más suave y el trabajo más delicado. Las escalinatas se recubrían con grandes espejos para que la gente pudiera comprobar el estado de sus botines antes de salir... El circo Barnum acudía, cada invierno, a presentar a sus tragafuegos, sus cucañas, sus monstruos peludos y rampantes, sus hombres elásticos y a la gran estrella del libertinaje: Lola Montes. Con la lista de sus amantes bordada sobre su maillot, se balanceaba en un trapecio por encima de los cigarros de los ricos terratenientes y de sus fajos de billetes, que recogía con la punta de sus dientes.
De París, Londres y Berlín, los barcos descargaban a curiosos, hambrientos de riquezas, que venían a comprobar los milagros relatados por los viajeros.
El abuelo de Antoine no había podido resistirse a la curiosidad y, desde lo más profundo de Inglaterra, había llegado para participar en la increíble fiebre del caucho. Había vendido sus terneras y sus tierras, dejando a su mujer de dieciséis años embarazada. Cuando llegó a Manaos, encontró tal actividad, tal barullo, que a punto estuvo de regresar a la pacífica Inglaterra. Bellas extranjeras, llegadas del mundo entero, se habían instalado en escaparates decorados y recibían todas las mañanas a pretendientes dispuestos a entregarles pepitas de oro y promesas para obtener su mano, sus noches o sus favores por horas.
Así fue como el abuelo de Antoine conoció a Molly Saint-James, una joven americana de Dakota cuya virtud se revalorizaba día a día: desde que abriera su escaparate en Manaos, había dormido siempre sola.
Esperaba al rico pretendiente capaz de adjudicarse, para siempre, su virtud, sus ojos color capuchina y su aspecto parisino. Todas las mañanas recibía las proposiciones, ponía en fila a los terratenientes asombrados y los entrevistaba uno tras otro, tomando notas. Cuando la entrevista terminaba, pestañeaba un par de veces para darles alguna esperanza y dejaba su decisión para más adelante. Molly no tenía prisa: todavía quedaban seis meses antes de que llegaran las lluvias y las calles se llenaran de fango.
En cuanto la vio, el abuelo de Antoine supo que no regresaría nunca a Inglaterra. Que no vería nunca a su hijo. Pero tenía poco que ofrecer a Molly Saint-James. Por más que sacara pecho y peinara su barba mientras esperaba en la cola, no se distinguía demasiado de los otros pretendientes.
Acababa de adquirir una plantación de heveas. Su fortuna era sin duda honrosa y antigua, sus negocios prometedores, pero la bella Molly deseaba mucho más a cambio de entregar su mano.
Así fue como se le ocurrió una idea depravada, pero genial.
La cotización del caucho se establecía con cada cosecha, al arbitrio de los terratenientes de Manaos. Estos últimos, que no conocían rival en el mundo, exigían siempre enormes beneficios por su producción.
Una noche de mayo, metió en un carguero setenta mil semillas de hevea y las sacó clandestinamente de Brasil, pagando una gran suma por una escolta de piratas. Muchas de las semillas se malograron en el trayecto. Al final del viaje, solo quedaban tres mil. Las plantó rápidamente en Ceilán, Java y Malasia, dando lugar a inmensas plantaciones, que dio a conocer al mundo entero y cuyas cosechas vendió a un precio muy inferior al de Manaos.
Aquel fue el final del paraíso verde; el deterioro de los palacios de cerámica azul, el abandono de los sonajeros de diamante en las escalinatas de cristal. Los plantadores tuvieron que despedir a sus caucheros, cerrar sus campos de árboles de troncos lisos. Se produjo un paro terrible, miles de muertos de hambre. Las imprecaciones maldiciendo el nombre del abuelo de Antoine llegaban hasta el cielo.
Los colonos se marcharon en busca de otras quimeras, abandonando el teatro Azul, el teléfono privado y las bellas extranjeras.
Molly Saint-James recogió sus crinolinas, y se reunió con el abuelo de Antoine en Malasia, posando su mano con mucho pudor sobre el escroto del genio. Pasaron su luna de miel sobre una enorme piragua, acurrucados el uno junto al otro y colmándose de felicitaciones.
Convertido en respetado millonario, el abuelo de Antoine se instaló en Washington, en un gran palacio blanco construido siguiendo los planos del edificio presidencial.
Molly le dio cinco hijos y trece hijas. Solo dos sobrevivieron: Amy, la madre de Antoine, y Jacques, que no superó jamás la edad mental de doce años. El abuelo vio en ese encarnizamiento de la suerte un signo de la venganza de los caucheros. El final de su vida fue muy triste, rodeado de guardaespaldas y médicos.
Antoine está muy orgulloso de ese abuelo estafador. Quiere viajar para conocer personajes igual de fantásticos y falsos. La mesa de ping-pong de Patrick me parece completamente anacrónica, penetro como por encanto en un mundo de cuentos de hadas internacionales en el que el título de Príncipe Charlatán se hereda de abuelos a nietos...
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Antes de marcharme, quiero pasarme a ver a Ramona para contárselo todo. Me presento en su casa por la tarde. Sale a recibirme, con la mirada inquieta, y un enorme «¿y bien?» escrito en negro, en el fondo de su pupila. Se lo confieso todo: mi primera ruptura frustrada, mis dudas, mis remordimientos, mi visita a casa de la tía Gabrielle y el telegrama que cobardemente le he mandado por teléfono.
Ramona sabe escuchar. Cuando le hablo, está presente en cuerpo y alma. No con un oído en sus cosas y un ojo en la tele, sino con todos sus sentidos. Su desdén por Napoleón, al que tanto había admirado a causa de las pirámides, comenzó el día en que se enteró de que podía dictar tres cartas a tres secretarios, preparar un plan de campaña y, al mismo tiempo, preguntarse dónde estaría Josefina... Ramona se había encogido de hombros y decretado que Napoleón ya no ofrecía interés alguno.
Le describo a Antoine, con sus mapas de carreteras y sus ansias de personajes y viajes. Cuando termino, me anuncia suavemente:
—Yo también me marcho. Lejos. Estaba esperando a que dejaras a Patrick. No podía permitir que te hundieras en una historia vulgar. Pero ahora me marcho. A Egipto. A encontrarme con los faraones. Aquí me ahogo...
Ramona se ahoga por no poder amar sin palabras. Sin tener que explicarse, justificarse. El amor, según Ramona, no entiende de comas ni comillas. Admite todos los extremos, toda embriaguez. Siempre que uno permanezca «ojo con ojo», como dice ella.
Ha comprendido que no encontrará jamás esa clase de amor en las bibliotecas atestadas de corazones apergaminados, usados, rotos por la rutina de la ciudad.
—Me marcho dentro de una semana, tengo todo preparado...
Es nuestra última noche las dos solas.
Con Ramona ausente, no sé muy bien qué va a ser de mí. Ya no estará aquí para transformar mi razón demasiado loca en locura razonable. Ha estado a mi lado desde mis primeras reglas de tres. Hemos mezclado nuestra alquimia para crecer la una con la otra. Me ha hecho salir de los manuales de la moral. Con ella he aprendido que todo es normal, que se puede hacer de todo, a condición de ir hasta el límite de uno mismo sin trampear ni mentir...
No estoy triste. Sé que volveré a encontrarme con ella, que permanecerá siempre intacta, incluso a los pies de Osiris. Sé, también, que quiere pasar esta última noche conmigo. El tiempo para revivir, una última vez, nuestras aventuras de infancia, desde el chándal quiquiriquí del señor Héctor hasta las noches consteladas de chocolate de este último verano.
Llamo al hotel de Antoine: ha salido. Le dejo un mensaje diciendo que dormiré en casa de Ramona.
Apenas hablamos entre nosotras. Nos sentimos un poco viejas y sabias. Casi adultas. Y si, hacia el final de la noche, nos encontramos la una contra la otra es más por el recuerdo de un recuerdo que por el deseo de estremecimientos...
A la mañana siguiente, me trae una bandeja con el desayuno. Con su kimono azul y blanco, tiene los gestos graves de una vestal diplomada. Lentamente, suavemente, detiene el instante. Con una absoluta concentración. Tanto para los hechos más anodinos como para los más graves.
—Todo se vuelve bello y único cuando prestas atención...
Voy a extrañar a Ramona. Mucho...
Me marcho de puntillas. No quiere enterarse de mi partida. Camino hacia atrás, manteniendo como horizonte la línea de su espalda, sus cabellos negros y los dos faldones del kimono, las baldosas negras y blancas del vestíbulo donde la hermosa dama rubia... Cierro la puerta como si fuera un cajón lleno de fotos. Ramona y yo. Diez años de besos húmedos, de retos cumplidos, de sueños emborronados. Y ahora, las dos separadas, por caminos diferentes.
A punto de partir...