CAPÍTULO 05

Mis relaciones con Patrick cambiaron completamente a partir del día en que conocí ese placer histórico. Dado que la tía Gabrielle, mamá y Ramona eran incapaces de explicarme por qué experimentaba esa intensa felicidad, tuve que orientar mis investigaciones hacia fuentes más científicas.

Me dirigí a la Biblioteca Nacional donde estudié toda la correspondencia de las grandes enamoradas de la historia, desde Segismunda la Terrible a nuestros días.

Fue así como me enteré por qué la puritana reina de Inglaterra, Victoria, estaba tan unida a Alberto, el príncipe consorte. Un día en que tomaba el té en casa de su amiga, la duquesa de Redford-on-Avon, y se quejaba de su esterilidad (hacía dos años que se había unido a Alberto y que su vientre permanecía desesperadamente plano y seco), la duquesa le sugirió que, durante el acto amoroso, colocara un cojín bajo sus riñones con el fin de retener los huidizos espermatozoides. La reina Victoria dejó su taza de té y corrió a Buckingham para reencontrarse con su querido Alberto, a quien susurró la receta de la duquesa. Esa noche, cuando el gran chambelán anunció que la reina ya se había retirado a sus habitaciones, el príncipe Alberto se adelantó, llevando en sus brazos un pequeño cojín rojo rubí, con las iniciales de la corona real, que colocó delicadamente bajo la pelvis de su esposa. Luego trepó al lecho, demasiado alto, lo que además de ser incómodo no favorecía los embates improvisados, y se colocó encima de la dulce y cariñosa Victoria que, a pesar de sus finos cabellos castaños y de sus ojos azul pastel, no le excitaba más que medianamente. Esa noche, sin embargo, tras las dos o tres caricias de rutina que se deben dirigir a toda dama a quien se presentan esos íntimos homenajes, el príncipe Alberto se adentró en la pelvis real y, con un movimiento de vaivén regular, cumplió con su deber.

Pensaba en la cacería del día siguiente, en el collar que había que poner a Durham, su lebrel preferido, en el caballo que debería escoger y en el jarabe contra la tos, que no debía olvidarse tomar antes de que diera comienzo la caza, porque siempre sufría temibles accesos de tos en ese delicado momento; pensaba, pues, en mil propósitos cotidianos cuando, la muy discreta Victoria, dejó escapar un largo clamor y fue presa simultáneamente de una especie de crisis de epilepsia —la pelvis arqueada y los ojos en blanco—. Aquello duró alrededor de un minuto, tras el cual ella se relajó, dejando fluir a lo largo de sus mejillas una tibia lava de maravillado agradecimiento. Alberto se inclinó y le preguntó, muy caballerosamente, si le había hecho daño o si el cojín la había incomodado... Pero la reina solo sabía repetir: «Alberto... ¡Oh! Alberto... Si supieras..., amado mío».

El príncipe, bastante desorientado, escribió a su íntimo amigo, el Dr. Williams, preguntándole cuál podía ser la causa de aquella manifestación histérica.

Nunca conseguí encontrar la respuesta del Dr. Williams, aunque leí otras muchas cartas del príncipe Alberto en las que describía la evolución de ese fenómeno que tanto le desconcertaba. No fue hasta mucho más tarde, familiarizado con la falta de contención de su esposa, y al ir cogiendo el gusto a semejante desenfreno de sentidos y caricias, cuando el querido Alberto envió una nota al Dr. Williams, rogándole que diera aquel asunto por concluido y notificándole que consideraría una falta de cortesía que se volviera a mencionar.

Yo había llegado a sentir ese estremecimiento sin cojín real ni Alberto. Por tanto, eliminé esos dos factores y me centré en otros desconocidos.

Patrick no me era de ninguna ayuda. Pero, no obstante, continuaba proporcionándome grandes escalofríos haciéndome el amor de pie, mis piernas anudadas alrededor de sus riñones. Solamente así lograba experimentar la suprema extenuación. Esa posición vertical me impedía tomar como amante a un ser enclenque, que habría sido incapaz de propulsarme durante varios minutos a lo largo de su miembro, sin perder el coraje y el deseo, sin enrojecer ni mostrar inquietantes signos de hernia discal. Al igual que Victoria, condenada a mantener su cojín bajo la pelvis, yo lo estaba a esa postura de pie y a Patrick. Lo que reducía a cero todas mis investigaciones sexuales.

Nos pusimos entonces a hojear, de común acuerdo, catálogos de muebles, de casas provenzales y de barbacoas automáticas. Patrick tendría que hacer horas extras para que no me faltara de nada. Si había elegido continuar en contabilidad, era porque conocía mi gusto moderado por el confort.

Sentados en el sofá azul lavanda del salón, bajo la mirada atenta de mamá, nos cogíamos de la mano y hablábamos de nuestro previsible futuro.

Por supuesto, fui presentada al padre y a la madrastra de Patrick, que había entrevisto vagamente sobre las rocas de la playa, en la época de mi debut libidinoso.

Hijo único, adulado y compartido, Patrick me presentó en una bella mañana de abril, en un comedor mitad Tudor, mitad Galerías Barbés. Representé a la perfección el papel de chica bien educada, evité usar palabras malsonantes, poner los codos en la mesa, y me acomodé a los deseos de la familia. Supe enrojecer cuando era necesario, hablar de bebés con ternura, evocar los nombres de nuestros futuros hijos. Me contemplaban con benevolencia engullir la ternera en salsa, y no levanté en sus espíritus ni espasmos ni aprensión.

Al llegar el momento del café, me había convertido en la novia oficial de Patrick. Los vecinos fueron invitados a contemplarme de cerca, eructándome en la nariz al apurar su calvados. Acurrucada contra la espalda de Patrick, nadaba en un difuso bienestar en el que había dejado de existir por mí misma para ser un sucedáneo.

Todos mis sueños de niña avispada se habían desvanecido ante un misterioso estremecimiento que me conducía directa al matrimonio. Me imaginaba en la pequeña habitación del décimo piso, decorando con tela fucsia las paredes de nuestro nido de amor. Mi vientre se redondearía. Patrick llevaría más contabilidades. Por la mañana, antes de marcharse a trabajar, me traería el café a la cama y me plantaría un beso protector en la frente.

Esa vida vulgar, perfectamente diseñada, me sumergía en un estado tan vegetativo que tuve que luchar para no adormecerme en la mesa. Mi eterna inquietud había abandonado mi médula espinal. Me dejaba llevar sin temer los reproches de mi demonio interior, pillado en la trampa y adormecido.

Solo Ramona se encogía de hombros y suspiraba bien alto que iba derecha a mi perdición, que esta historia estaba al mismo nivel que la de cincuenta millones de consumidores...

Hay que admitir que los amores de Ramona eran mucho más originales.

****

Ramona se había prometido, en efecto, permanecer intacta, exenta de todo toqueteo libidinoso, hasta encontrar al hombre o la mujer que hiciera despertar su pasión. Los niñatos invadidos de acné, con los que frecuentábamos las oscuras salas de cine o con los que compartíamos bailes lentos en las fiestas, no le interesaban en absoluto. Si asistía a esas manifestaciones culturales, era únicamente con la esperanza de ver surgir, en la pantalla o detrás de un sofá, al Ser de su vida. Con sus ojos fijos en la concurrencia, manos cruzadas sobre su falda escocesa y expresión mística, esperaba.

Acababa de recuperarse de una pasión desafortunada y totalmente imaginaria, que había experimentado por una joven en la sala de estudios de la universidad a donde asistía a clases de egipcio. Fascinada por el perfil de nariz larga de la desconocida, había caído enamorada y le escribía ardientes poemas en jeroglíficos. La chica, molesta por las miradas que Ramona concentraba sobre ella, le había devuelto la misiva hecha una bolita de papel con unas sencillas palabras: «Déjame en paz, especie de egiptóloga tarada». Aquel mensaje de amor conmocionó tan vivamente a Ramona, que tuvo que guardar cama durante un mes. Tosiendo intensamente en su pañuelo de batista, rechazaba, sin embargo, la idea de involucrarse en amores sencillos. Según ella, si el mundo funcionaba de cualquier manera, era precisamente porque la gente lo banalizaba todo, incluidos sus sentimientos.

Le repugnaban las señoras que empujaban cochecitos con bebés a lo largo de las aceras, mientras comparaban el sueldo de sus esposos con el número de botones de su televisor en color.

«El amor verdadero ignora las ruines transacciones comerciales... Vivir sin pasión es morir dulcemente».

Yo le servía sus tisanas, ahuecaba sus almohadas, encontrando su recuperación demasiado rebuscada, pero reconociendo lo bien basadas que estaban sus afirmaciones. Creer con tanta fuerza en el amor transformaba a Ramona. Sus ojos negros brillaban, su piel se volvía rosa y comestible, sus cabellos se esponjaban alrededor de su cabeza.

En cuanto estuvo restablecida y logró olvidar la malvada bolita de papel, retomó la búsqueda de su gran amor. Tuvo el presentimiento de que lo encontraría en la Antigüedad. Asistimos a todas las exposiciones y conferencias dedicadas a los faraones, a sus amores incestuosos, a sus vendajes antimicrobios. Yo le ofrecía mis conocimientos literarios, ella me descifraba los caracteres oscuros que abarrotaban la base de las pirámides.

Nos sentíamos transportadas a muchos siglos atrás. Ramsés y Nefertiti eran más actuales que Tintín y Milú.

De vez en cuando seguíamos tumbándonos en su cama al final de la tarde, como antes: con mis dedos enredados en su cabello y el pecho atrapado por su largo brazo, nos quedábamos dormidas, soñando con Napoleón y Chateaubriand, valerosos conquistadores de esos lugares de arena y piedras puntiagudas que tanto nos fascinaban...

Dividida entre el misticismo para autoconsumo de Ramona y la sólida salud física de Patrick, permanecía perpleja e indecisa. La vida no debía de ser tan simple como Patrick la preveía, ni tan frenética como creía Ramona. Pero, sin opinión propia y consumida por la ansiedad de gustar a ambos, me sometía a sus fantasías. Ama de casa y progenitora para uno, etérea y romántica para la otra. Reconocida así como una de ellos, estaba salvada. Incluso si, en realidad, esos dos mentores me absorbían energía y creatividad.

Aún no había aprendido a existir y me buscaba referencias que imitar, obsesionada por la idea de gustar, por el temor a no ser amada. Dispuesta a todos los compromisos con tal de hacerme un hueco en la estima y el afecto de la gente que me importaba.

Deseable si me pellizcaban las nalgas, inteligente al estar matriculada en la facultad, normal puesto que Patrick quería casarse conmigo, y en absoluto banal dado que Ramona me tomaba en sus brazos.

Todas esas referencias me transmitían seguridad y me hacían vivir una felicidad de sonámbula.

****

Y Patrick continuaba planificando nuestro futuro.

Viviríamos en casa de su padre, repintaríamos el porche de verde, construiríamos un dúplex aprovechando la doble altura, habilitaríamos una cocina en un armario, instalaríamos una mesa de ping-pong en el sótano. Nada escapaba a esas cejas rectas.

Y, menos aún, yo.

Le gustaba que llevara los cabellos con las puntas hacia dentro y pequeños trajes estampados y cortos para sembrar la envidia entre sus compañeros. Yo era su referencia. Os presento a mi futura esposa, mirad qué mona es, qué bien educada, amable, cultivada. Ya casi licenciada en letras. Nada presumida, sin embargo. Me había transformado en un objeto de su propiedad.

Por supuesto, podría continuar mis estudios, conservar mi Velosolex5, ver a Ramona de vez en cuando, abrazar a mamá todos los domingos. Paternal, confeccionaba la lista de mis autorizaciones.

Mi padre, advertido de mis proyectos matrimoniales, agachaba la cabeza. No es que sintiera gran pasión por Patrick, pero formaba parte del orden natural de las cosas casar a una hija de veinte años. Y a pesar de que su fibra paternal se había atrofiado un poco con el tiempo, sentía cierta emoción.

Todo el mundo parecía contento. Todo estaba en su sitio: mamá, papá, Sophie, Patrick, su madre, su padre, su madrastra...

Entonces, ¿por qué no iba a ser yo la primera en estar feliz por complacer a todo el mundo?

Pues no era feliz.

Pasados los momentos de plácido ronroneo en los brazos de Patrick donde todo me era indiferente, se me caía la venda de los ojos y me angustiaba. Ante lo limitado de las conversaciones, la barbacoa encargada o la falta de perspectiva de mi amor, me faltaba el aire.

Pero, incapaz de disolver mi angustia, aceptaba pasivamente todo lo que me sucedía. No tenía nada que decidir, ya lo hacían por mí. Las únicas pruebas de mi existencia las exhibía montando escenas. A Patrick.

Me burlaba de su calculadora, de su jersey de punto con agujeros, de sus ridículas certidumbres... Le colgaba el teléfono, le dejaba llamar sin responderle, rompía sus cartas, le ignoraba durante un mes y después le llamaba... Era mi forma de existir. No demasiado eficaz, dado que los preparativos de la boda continuaban, pero, al menos, me desfogaba.

Estaba harta de ser programada, encasillada a mis veinte años. Era preciso que algo sucediese y, como no pasaba nada, improvisaba...

Una noche, en la que él me había llevado a Fécamp a una discoteca y que sentía una necesidad demoníaca de atravesarle el corazón, succionar su placidez e inyectarle mi angustia, le miré fijamente a los ojos y le anuncié que pensaba matarme. Él se encogió de hombros, dio un buen trago a su whisky y volvió sus ojos azul Caribe hacia la chica que tenía al lado. Salí de allí y eché a correr, a correr por los guijarros de la playa en dirección a la línea blanca de las olas.

Corría desesperadamente, sabiendo que no me detendría, que no deseaba vivir para esa pequeña felicidad tan vulgar, que prefería terminar como Ofelia, con los cabellos castaños flotando en el agua salada.

Esa idea me complacía, convirtiendo mis piernas en pedales. Mis tobillos se torcían, los pulmones se asfixiaban, pero me sentía transportada. Desbordada.

Escuché pasos detrás de mí y una voz que gritaba mi nombre... ¡Por fin, él comenzaba a sufrir! ¡Ah! ¡O sea que algo debo de valer si alguien se toma el trabajo de correr cien metros detrás de mi desesperación! Él corría, cada vez más rápido, gritando cada vez más fuerte, mientras yo chillaba que me dejara en paz, que me dejara morir tranquila, añadiendo, para dejarlo bien claro, que su porche repintado en verde almendra me provocaba espasmos en el corazón y me congestionaba los sentimientos.

Pero él ya me había atrapado, rodeándome con sus brazos y meciéndome contra su pulso acelerado. Ya no existían más que esos dos brazos, su voz que preguntaba: «Pero ¿por qué haces esto?», sus labios que se deslizaban por mis lágrimas y las lamían, sus manos que calmaban mi pánico, sus ojos en los que podía leer todo su amor... La evidencia de tanta pasión me hacía vibrar, dándome la sensación de ser hermosa, fatal, esencial. Ante la desesperación de Patrick, me desplegaba, me volvía gigantesca.

Sin embargo, estando en sus brazos me empequeñecía otra vez, convirtiéndome de nuevo en feto, inexistente. Retornando a mi rutina. No había tenido el valor de saltar a las olas, pero tampoco lo tenía para rechazarle. Le balbuceaba: «Te amo, te amo»... Porque no era capaz de explicarle mi desesperación y mis ansias de cumbres nevadas. Era demasiado cobarde para vivir sin su porche color verde almendra y su mesa de ping-pong en el sótano.

Te quiero, vigílame, arráncame la mente para que no sienta jamás ganas de escalar hasta allí arriba, para que me convierta en una buena esposa que te dé muchos bebés imitación del póster de Alain Delon. Quítame la angustia que se esconde bajo mi cuero cabelludo. Ahí es donde me corroe. Y, acurrucada contra él, vencida, solo sabía repetir: «Te amo».

Estaba atrapada. No por Patrick, sino por mi terror a la libertad. No deseaba vivir en su porche pero regresaba a él sin cesar.

Esa noche, dejé que me llevara, machacada, hasta el coche. Le dejé que secara mi rostro, me sonriera, me dijera: «Te amo, quiero que seas mi esposa». Le dejé cerrar sobre mí la trampa de su felicidad comprada por catálogo.

Había gastado toda mi energía en mi carrera hacia las olas. No me quedaban fuerzas para darle una patada a su seguridad de macho. Prefería la mentira, el silencio. Estaba poseída, preparada para empezar de cero, recuperada.

Mi acceso de desesperación, como todos los demás, había sido anárquico y vano. Le había hecho sufrir durante algunos minutos... Triste consuelo.

Solo quedaba secarme el pelo recogiéndolo un poco hacia dentro, alisar mi traje y poner una sonrisa Profident para que sus compañeros no se dieran cuenta de nada y mantuviéramos nuestro halo de novios jóvenes y felices.