CAPÍTULO 14

Al día siguiente cogimos el coche, atravesamos el centro de Lausana y nos detuvimos ante un lujoso edificio con enormes terrazas y unas vistas asombrosas.

Me hizo subir hasta la séptima planta y, al llegar al rellano, me cogió en brazos, atravesó la puerta y proclamó:

—Aquí estamos, en nuestra casa.

Me encontraba en un apartamento de dos habitaciones absolutamente resplandeciente, con un gran mirador sobre el lago. Una verdadera cocina, un auténtico cuarto de baño, un dormitorio y un salón. Sentí que me ahogaba, aplaudí, pataleé, le cubrí de besos. ¿Qué? ¿Todo esto para nosotros? ¿Acaso había atracado un banco? ¿Conquistado a una vieja rica? ¿Recibido un cheque del más allá?

—Nada de eso. Este pequeño paraíso apenas cuesta un poco más que nuestros veinte metros cuadrados, y mi alumno Lavomatic ha duplicado sus clases...

Bailaba de alegría. Recorría a grandes pasos mi nuevo home sweet home con mil planes en la cabeza. Haremos esto así, ahí pondremos esto otro, y allí... Iba a vivir en nuestra casa, con un marido manitas que pondría los clavos. Me sentía exultante por mi nueva choza. Me acurrucaba contra Antoine, embargada de renuncia personal, absolutamente decidida a darle bebés y a cuidar su imagen de marca.

Antoine sonreía hablándome de Gaylord, nuestro futuro hijo, y de Caroline, la niña que vendría después. Un chico, una chica. Y, tal vez, más adelante, un tercero para que, cuando fuéramos viejos, cuidara nuestro reumatismo ante la chimenea.

Al salir, se detuvo en el gran vestíbulo acristalado del edificio y, señalando con el dedo nuestra imagen en el espejo, me dijo:

—Mira qué guapos somos...

Alcé la mirada y vi, frente a mí, a una pareja propia de una foto de revista: él, grande, protector y varonil; ella, acurrucada, frágil, con largas mechas rubias. Formábamos una bonita pareja que iba a instalarse en un bonito apartamento, con un bonito porvenir ante ellos. Una bella imagen que no debía profanarse. Nos mudamos al mes siguiente. Recorrimos todas las tiendas de saldos y segunda mano, el Ejército de Salvación, los traperos de Emaús..., para comprar al precio más bajo colchones, sillas, mesas. El resto lo fabricaba Antoine.

Lo encontraba en casa al regresar de la academia Z... El me tumbaba sobre la moqueta y me tomaba en todos los sentidos, con una habilidad que me dejaba extenuada. A continuación, nos instalábamos en el cuarto de baño donde, mientras yo me arrugaba tomando un largo baño, él disertaba, sentado en el inodoro junto a la bañera, sobre las ciencias y el porvenir. Me explicaba por qué parpadeaban las luces de la ciudad de Evian que podían distinguirse desde nuestra terraza, cómo funcionaban los motores de combustible... Se tiraba pedos, nos reíamos, nos salpicábamos, no pensábamos en nada importante. Me hizo conocer la música americana, a mí, que no tarareaba más allá de Djonny y Sylvie9; me leía páginas enteras de Salinger y deducía que, realmente, ese no era un día perfecto para el pez plátano10. Le contemplaba desde el fondo de mis turbias aguas, absorta bajo el hechizo de su belleza. Adoraba verle caminar, sonreír, reflexionar, colocar una estantería y explicármelo todo. Adoraba su imagen.

Las paredes estaban llenas de fotos de Antoine y mías mientras nos amábamos. Me veía a mí misma clavada en un álbum en el que él era el héroe sine qua non.

Me sentía feliz. Exteriormente. Aunque no plenamente satisfecha en mi interior. Me preguntaba si toda esa decoración, plantada y mantenida por mis febriles cuidados, me convenía. Esa pequeña ama de casa aplicada, que planificaba sus metros cuadrados, no era yo en absoluto. Me sentía un tanto constreñida en mi pequeño confort inmobiliario. El me tranquilizaba enormemente, pero no hacía que me crecieran alas. Tenía necesidad de agrandar mi espacio.

Pero mantenía las apariencias. Había aprendido a hacerlo desde muy joven. A fingir siempre que todo va bien y a decir: «Contad conmigo, que yo me las apañaré». Se había convertido en mi segunda naturaleza desde que, a la edad de cinco años, decidieron que era «fuerte y astuta». Mamá y mi tía de Clermond-Ferrand nos habían llevado a Philippe y a mí a unos grandes almacenes. Llevaba a Philippe de la mano y apretaba contra mí el monedero que mamá me había confiado, mientras se probaba una falda. Al vernos arrastrados por la multitud, lejos del probador de mamá, petrificados de terror entre las piernas de todas esas personas adultas, había agarrado el monedero, a mi hermano pequeño y un Valor Mayúsculo en un mismo impulso y me había dirigido hacia el señor que tenía más bolígrafos en su chaquetilla gris, explicándole que nos habíamos perdido. El hombre había emitido un aviso por megafonía y mamá, hecha un mar de lágrimas, nos había ido a recoger, quedándose atónita ante el relato del jefe de sección que comentaba con gran énfasis mi sangre fría. Desde ese día, fui Sophie la brava. Sophie la decidida. A la que nunca se cogía desprevenida. De la misma familia que Jeanne Hachette...11 Una imagen pesada de llevar cuando se tienen cinco años y muchas ganas de llorar sin motivo en las rodillas de tu madre, cuando se está muerta de miedo el día de la vuelta al colegio o el día en que, por vez primera, te mandan sola de colonias. Pero, obligada por mi denominación de origen, contenía los nervios y hacía de tripas corazón. Lanzaba los polvos mágicos para que no se dieran cuenta de mis flagrantes debilidades. Crecía decidida, insolente, sonriendo ante los inconvenientes que me apuñalaban el corazón...

Todo ese álbum de imágenes por florecer acababa por destrozar mi energía, por empañarme el ánimo y hacer imposible cualquier identificación con mi verdadero ser.

En definitiva, estaba totalmente desquiciada, viviendo una felicidad ortopédica.

****

Ese es el motivo por el que Eduardo se convirtió en mi oráculo personal. Él supo ver detrás de mi máscara de guerrero. Sintió ganas de ayudarme con sus propios medios. Desinteresadamente. Con las manos en los bolsillos. Me quiso por mí misma.

Solo a él le contaba mis accesos de desesperación. Arrebatos desencadenados por un bote de Nescafé o por las camisas que no quería planchar. Entonces era presa de extraños enojos, repentinas lágrimas que me asaltaban, peleas murmuradas y sofocadas, interrogantes sin fin sobre mi utilidad en este mundo. Me sentía insatisfecha, hastiada de mí.

Lo más duro era la noche. Nos acostábamos pronto porque me levantaba a las seis de la mañana y Antoine se iba a su universidad. El simple hecho de acostarme todas las noches en la misma cama, con el mismo señor, a la misma hora y reproducir, mecánicamente, los mismos gestos de amor, intercambiando las mismas fórmulas de cortesía de buenas noches, me llenaba de desesperación. Daba vueltas y más vueltas en mi colchón repitiéndome: «No, no es posible, tiene que pasar alguna cosa, no voy a acabar repitiendo siempre lo mismo...». Cuanto más avanzaba la noche, más difícil me parecía poder solucionar el problema. Estaba condenada a soportar la rutina. No es que no tuviese necesidad de Antoine o que lo detestara, nada de eso; pero lo ineluctable de los acontecimientos me volvía neurasténica. ¿Por qué no podía pasar una noche en casa del vecino? Solo una noche, para romper el ritmo...

Sabía muy bien que estaba prohibido por las costumbres conyugales. De modo que me sublevaba. En el desorden. Sentía la roca de Sísifo sobre el corazón, amenazando con asfixiarme. Caminaba por la habitación en busca de mi respiración perdida. O me marchaba a dar una vuelta a la manzana. Acumulaba desesperación. Igual que cuando Patrick me dio alcance entre los guijarros de la playa, una noche de mentiras.

No comentaba con Antoine esas crisis nocturnas: no casaban bien con la bella imagen que nos había reflejado en el espejo del vestíbulo. Y si se despertaba, me inventaba ataques de asma...

Pero a Eduardo se lo contaba todo.

Desplegaba mis deseos, mis pensamientos, mis cobardías. Sin miedo de ser juzgada. Era mi doble. Él lo entendía. Un día en que había jugado a ser generosa, me llamó al orden y me hizo prometer que no volvería a empezar.

—Quiero que seas tú misma, que dejes de juzgarte. Sé sórdida si te apetece, mala si así lo deseas y bella si se te pasa por la cabeza. Déjate llevar...

Al principio no entendía su lenguaje. Solo me quedaba con lo más simple: que me llevaba al Instituto de Belleza Guerlain, a Innovation, a la peluquería.

Una mañana, me telefoneó:

—Dime cuál es tu deseo más secreto, el regalo que te parecería más increíble...

—¡Oh!... Sueño con un largo abrigo de zorro plateado que me llegue hasta los talones. ¿Por qué?

—Porque voy a Ginebra a comprártelo.

Debí decirle: «No, eso no se hace, Eduardo, voy a sentirme incómoda si me haces un regalo tan caro...», pero sabía que si empezaba con remilgos de esa clase le entristecería. Que se pondría furioso por mentirle también a él.

Nos fuimos a Ginebra. Me probé cincuenta abrigos y elegí el más cálido, el más bonito, el más plateado, el más caro. Me había convertido en princesa de China multiplicada por una cifra mágica.

Pero Eduardo me aportaba algo totalmente distinto. Me enseñó a descifrar mis espacios interiores, a hacer surgir de mi imaginación infinitas perspectivas.

—Deja ya de esperar todo de los demás, de vivir en función de los hombres que conoces, de los juicios de tu madre y de las damas agustinas. Eres tú la que se sorprenderá un día...

Me reprochaba estar en la academia Z..., mi sumisión a las cartulinas. Cuando le explicaba que me sentía incapaz de hacer algo diferente, se ponía furioso y espetaba:

—¿Has tratado de hacer otra cosa?

—No, pero sé...

—Inténtalo. Preséntate en otra academia donde paguen a los profesores como es debido...

Para darle gusto, telefoneé a otros directores de cursos privados, haciendo valer mi cultura general y mis diplomas.

Fui contratada. Inmediatamente. En un colegio privado para suizos ricos donde declinaba en latín, enseñaba ortografía francesa y descubría a Luis XIV desde el lado helvético: no como un monarca iluminado, sino como un megalómano medio loco y peligroso. ¡Prácticamente doblé mis honorarios!

Eduardo aplaudió entusiasmado, como si estuviera en la Scala, ese giro de mi prestigio. Antoine me felicitó paternalmente...

Evidentemente, no le contaba a Antoine mis conversaciones privadas con Eduardo. Incluso me vi obligada a mentir copiosamente en cuanto a la profundidad de nuestro entendimiento. Así, el abrigo de zorro fue el regalo de Navidad de mamá y la tía Gabrielle, mis mechas retocadas y aclaradas la obra de un peluquero desconocido «nada caro, al que serví de cobaya, ya sabes» y mis botas «de las ofertas de rebajas»...

A Antoine no le gustaba nada Eduardo. Adivinaba en él una fuente de problemas, de ansias súbitas e incontrolables.

Estaba tan celoso... que no traté de darle la mínima explicación. Eduardo pensaba que Antoine era demasiado joven para comprenderme. En definitiva, los dos hombres preferían no conocerse. Yo conservaba el semblante fresco y la conciencia tranquila: mi amistad con Eduardo no era libidinosa, jamás puso un dedo en mi anatomía. Y, además, yo no tenía ganas...

Iba de uno a otro de lo más satisfecha. Dormía con Antoine, hablaba del futuro, de nuestro compromiso, opinaba de todos sus planes... Soñaba, me asombraba y crecía con Eduardo.

Uno me estrechaba con fuerza en sus brazos, el otro deshacía, una a una, todas mis trampas y catapultaba mis inhibiciones.

****

Mientras yo tanteaba en busca de mi ego, Ramona, que había identificado el suyo mucho tiempo atrás, vivía cambios importantes.

Refugiada en su cabaña de los Lagos Amargos, se había vuelto muy solidaria con los habitantes del poblado. Desde su vecina, una valiente mujer que se pasaba el día tejiendo medias para varices mientras esperaba el regreso de su marido pescador, al patriarca del pueblo, un centenario de barba opalescente que le relataba cómo el gran dique de Asuán, construido por Nasser, había perturbado de tal modo el agua de los lagos que los peces, desorientados, preferían nadar en otra parte, pasando por Seti, un niño que pretendía ser de origen divino y llevaba una aureola de cartón sobre la cabeza.

Ramona les escuchaba mientras el viento barría, con ensordecedor estruendo, la mitad de sus palabras. A menudo tenía la tendencia de completar, por su cuenta, los relatos que no le llegaban íntegramente.

Una mañana acudieron a despertarla, anunciándole que la falúa que traía el correo de Ismailía podía vislumbrarse en el horizonte. Dado que el correo no llegaba más que raramente a la pequeña aldea de Chaloufa, la barca postal era considerada de extrema importancia. Ramona se lavó las manos y los ojos, se puso un largo vestido blanco y se apresuró, junto al resto de los vecinos, a recibir a la barca.

El viento estaba en calma y no se oía más que el chapoteo de los remos al hundirse en el agua. Cuando las velas fueron arriadas, y el casco alcanzó el muelle, una voz grave y firme resonó, anunciando el nombre y el apellido de Ramona Chaffoteaux. Ramona se adelantó, sorprendida de ser el centro de atención y, levantando los ojos hacia el piloto de la barca, se quedó inmóvil como una estatua de sal: los brazos extendidos, los ojos deslumbrados, una sonrisa sobrenatural en los labios... Acababa de conocer a aquel a quien llevaba esperando desde su penumbra parisina. Comprendió, súbitamente, por qué había recalado en las orillas de los Lagos Amargos, en esa pequeña aldea atrasada y olvidada. Había alcanzado el final de su viaje.

Estaba allí, frente a ella, enorme, con sus largas piernas cubiertas de sarga blanca, el torso desnudo, una sonrisa de reconocimiento en su retrato oficial. Era él. No había duda.

Le entregó la carta que venía de Suiza, sus dedos rozaron los suyos y sintió una descarga eléctrica. Incapaz de moverse, de dar un paso hacia atrás para volver a su sitio y relajar el rostro. Idiotizada, con la carta arrugada por tanto trajín aéreo. Su vida resumida en una mirada, en un encuentro al borde del lago. Era él. Dotado de una belleza milenaria. Imperturbable en su solemnidad. Con tupidos cabellos castaños y una barba que se hundía en las mejillas demacradas por las salpicaduras de agua y sol. Un torso hirsuto, una nariz propia de un faraón, y ojos tan agudos y penetrantes que, cuando te contemplaban, te sentías atravesada hasta el tuétano. Un gigante que se negaba a agacharse para pasar por las puertas y cuyas manos parecían detener el viento.

Ramona lo reconoció al instante. Sus ojos se fundieron con los suyos. Se acordó de las rayuelas en las que dibujaba su cabeza en el lugar del paraíso y su muerte en el infierno, su nariz recta que garabateaba en los márgenes de los cuadernos, sus piernas que pesaban sobre las suyas en las noches de insomnio, sus manos que la estrechaban en los sueños que tenía despierta.

El tiempo se detuvo. Los aldeanos enmudecieron. Una estrella polar ascendió en el firmamento y Seti, el niño pequeño, la señaló con un dedo sagrado.

Finalmente, Ramona se reunió con el grupo de campesinos y la vida arrancó de nuevo.

Se congregaron alrededor de la barca que decoraron con lazos de papel, musgosos ciempiés y trozos de cristales de todos los colores. Las mujeres sacaron pequeños barriles de mosto con el que rellenaban panecillos redondos y huecos. Ramona no era capaz de tragar nada y esperó. Toda ella pendiente de su amor al fin encontrado. Permaneció así toda la tarde, con los pies juntos y los brazos pegados al cuerpo. El no dejaba de mirarla. Le pedían que contara cosas sobre la ciudad, el lago del cocodrilo, las avenidas a la sombra de grandes árboles, las flores en los parterres y las viejas casas de Ismailía. ¿Y el chalet de Ferdinand de Lesseps, ese señor tan distinguido que había tenido la idea de excavar un canal? ¿Y el jardín de las estelas funerarias?

El respondía a todos dando infinidad de detalles. Sin apartar, ni un solo instante, los ojos de la larga forma blanca que le esperaba apartada bajo los árboles. Les explicaba que habían tenido que revocar la fachada del chalet que se desconchaba de puro viejo, arrancar las malas hierbas de entre las tumbas y podar los tilos del florido paseo. Les explicaba que el viejo jardinero municipal había muerto de pena después de haber descubierto sus frondosos macizos devastados por una pandilla de gamberros en dos ruedas, y que no habían encontrado a nadie para reemplazarlo...

Los aldeanos asentían o manifestaban su rabia. Continuó desgranando las novedades de una ciudad cuyas noticias les ayudaban a soportar los azotes del viento, la crudeza del invierno y la ausencia de peces.

Cuando cayó la noche y llegó el momento de regresar a Ismailía, desplegó sus largas piernas de sarga blanca, y se giró hacia la falúa.

Pero antes, dio un rodeo por los árboles, agarró a Ramona de la mano y se la llevó con él a su barca.

Ella no miró hacia atrás ni una sola vez, solo hizo un gesto con la mano hacia el pueblo para que la recordaran con afecto.

El viento se deslizaba en las velas, la barca se alejó del muelle. Ramona se sentó, dispuesta a seguir para siempre la silueta bohemia que atormentaba su corazón desde hacía tanto tiempo.

Era noche cerrada cuando alcanzaron una pequeña casa baja con ventanas decoradas con cristales irisados, y una gran escalinata de madera.

—Es mi casa...

Fue la primera vez que le habló. Ramona sonrió para alentarle pero él se calló. Empujó la puerta de entrada, se apartó para dejarla pasar y accionó el interruptor. La habitación era grande, con el mismo suelo de madera que la escalinata, grandes alfombras, gruesos pufs y palmeras desdentadas. Llenó una tetera de agua y le hizo un gesto invitándola a echar un vistazo. Ramona se paseó entre los pufs y las palmeras, empujó una puerta que daba al cuarto de baño. Una gran bañera en forma de pila estaba empotrada en el suelo, varios espejos con marco de bambú tapizaban las paredes de la estancia. Subió una pequeña escalera y se encontró en una habitación similar a la de abajo, ocupada por una cama para gigantes dispuesta descuidadamente: un lecho de tres metros por tres. Un lecho de sultán. Las ventanas proyectaban una luz caleidoscópica por toda la habitación, que se reflejaba en la blancura de las sábanas. Emocionada, Ramona se tumbó en la cama.

Cuando bajó, él le tendió una taza humeante, y se concentró en el vapor que ascendía para no dar la impresión de estar demasiado intimidada. Luego, la tomó de la mano y subieron la pequeña escalera. La sentó en la cama de sultán gigante.

Ella le contemplaba muy tiesa, con las manos sobre las rodillas. No había dormido nunca con un hombre. Él le acarició los cabellos, las mejillas, el mentón, la boca, rozó sus senos, sus piernas, sus brazos. Con tanta suavidad que no tuvo miedo. No se movió. Estaba de rodillas frente a ella, aprendiéndola de memoria. Esperó con fervor. La tendió en el lecho y desabrochó lentamente su largo vestido blanco.

Estaba desnuda ante él.

Sus dedos retomaron su memoria. Recreando de nuevo su cuerpo. Con los ojos clavados en los suyos, le suplicaba en silencio que se tendiera sobre ella.

Apenas se rozaron.

—Date la vuelta.

Ramona se giró. Sintió que su mano le acariciaba más abajo de los riñones, ascendía, hurgaba en su cuello, descendía. Se estremeció.

—Eres hermosa.

Hablaba como si nunca esperara una respuesta.

Le dio la vuelta y se puso a lamerla de abajo arriba. A humedecerle la punta de los senos. A posar pequeños besos en su vientre, en sus caderas, en sus muslos. Hundió su nariz en su sexo y la hizo arquearse de placer. La nariz, la lengua, los dientes, la exploraban, sus dedos la abrían. Ramona gimió, lanzó sus brazos al cielo. Entonces él se tumbó sobre ella diciendo:

—Te he encontrado, eres mía...

Ella lloraba mientras paseaba las manos por su espalda. Cuando estuvo desnudo, se hundió en ella con tanta dulzura que pensó que podría morir: sintió que había alcanzado la felicidad absoluta. La penetró lentamente, entrando y saliendo al ritmo de la eternidad, masajeando el sexo con su sexo de gigante rizado, acariciándole la cabeza como a un bebé...

Agotada, completamente exhausta, Ramona recuperó la conciencia unos minutos más tarde, y le encontró sonriendo encima de ella. Hundió su nariz en el monumental torso: ahora sabía cómo era ese estremecimiento del que tanto hablaba Sophie.