CAPÍTULO 11
En casa, me encuentro de nuevo con mamá y Philippe. Y les cuento: Rapallo, Portofino, la pensión Gondolfi, el estafador de Venecia, Antoine, sus estudios, nuestras ganas de vivir juntos, mi promesa de terminar mi licenciatura por correspondencia...
Mamá escucha, reflexiona, da su consentimiento. Me pide conocer mejor a Antoine y declara que una breve estancia en Suiza no puede ser perjudicial para mi salud.
Y ya está. Tengo permiso para expatriarme. En su examen a Antoine, el jurado familiar le dará muy buena nota. Mamá siente debilidad por los americanos.
Con los grandes asuntos del día arreglados, pasamos a nuestra intimidad. Mamá quiere saberlo todo: antes, durante, después... Continúa ampliando su educación sexual a través de Philippe y de mí, al no tener muchas ocasiones de conocer el éxtasis del séptimo cielo. Se niega a tomar la píldora por miedo al cáncer, y aún sueña con el Príncipe Encantado guapo-rico-y-libre pero, al no encontrarlo, se contenta con idilios imaginarios con el vecino del rellano, su abogado, su médico o, cuando se siente muy audaz, el marido de su mejor amiga. Pero nada en concreto. Tiene, para materializar sus fantasmas, las experiencias de sus hijos. Así es como se entera por Philippe de que se puede hacer el amor de otras formas además de uno encima de otro. Lanza un grito horrorizado y, al momento, exige rápidamente todos los detalles. ¡Por atrás, a caballo, por el ano! Es demasiado... Tras un momento de respiro, retoma sus preguntas. Asombrada por nuestra audacia, encantada por nuestra franqueza.
Se vuelve hacia mí y me pregunta:
—¿Tú también?
Asiento.
—¿Cómo se puede chupar la cosa de un hombre? Es repugnante... —exclama horrorizada.
También yo, la primera vez, lo encontré repugnante. Fue con Patrick, en una caseta de la playa. Había abierto su bragueta, exhibiendo su sexo, y lo había introducido en mi boca. Sin mediar explicación. Con la boca llena, el corazón palpitante, no sabía qué hacer. Encontraba aquello demasiado sucio. El me mantenía la cabeza baja, adentrándose cada vez más, rozando mis amígdalas. Me ahogaba y él repetía: «Chupa». De rodillas, asqueada, había chupado con valentía como lo habría hecho con una piruleta. Tras un largo instante, él había soltado un suspiro y eyaculado un líquido acre y viscoso que escupí rápidamente.
Desde entonces, no sentía especial gusto por aquello que tanto repugnaba a mamá. Me sometía ocasionalmente. Sin muchas ganas y con el tremendo bochorno de no saber qué hacer con mis dientes. Con la aprensión constante de morder, seccionar, herir peligrosamente...
Philippe, que tiene algunas amigas muy cooperadoras y ha recuperado en un año todo su retraso en educación sexual, le cuenta a mamá cómo se la hace chupar mientras alterna té hirviendo y Martini con hielo, y cómo el cambio de temperatura le transporta a estadios supremos...
Boquiabierta, mamá contempla a mi hermano preguntándose si no habrá perdido la cabeza.
—No, no puedo creeros. Decís eso para escandalizarme. Jamás vuestro padre, con el que me entendía deliciosamente bien en el plano físico, me habría pedido eso...
Ese es todo el problema de mamá. Exige al amor escalofríos deliciosos, sin plantearse que lo delicioso viene, a menudo, de la más sórdida profundidad. Que lo maravilloso nace, en ocasiones, de un gesto obsceno, de una idea estrafalaria... Cuando lamí el cuerpo de Ramona embadurnado de chocolate caliente, sentí las papilas y el sexo fundirse de placer, taladrados por mil deleites desconocidos.
Para mamá, todo eso no es más que perversión. Su único interrogante lo resolvió de la mano de Masters y Johnson, el día en que descubrió la relación entre el clítoris y la sexualidad. Y le resulta impensable recibir placer de otra forma.
Pero, en su cabeza, toma nota. Conozco demasiado su curiosidad natural para saber que lo meditará. Tiene demasiada confianza en nosotros para dejar de lado esa información. Mamá-Camille que, por falta de realización personal, había asimilado totalmente las ideas que le habían inculcado y las imágenes. Que había creído curar su ansia de vivir teniendo bebés...
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Desde que naciera su bebé, Camille resplandecía de belleza: sus dientes brillaban, sus cabellos se alisaban solos, sus uñas se iluminaban en tonos rojos y marrones. Se diría que era como un anuncio de neón, una actriz pintada con colores fosforescentes.
Había decidido llamar a su hija Sophie. Sophie, sabiduría, felicidad, equilibrio. Sophie que, cuando chillaba, hacía aparecer un triángulo violeta en su entrecejo. El triángulo de su ira.
Camille observaba dormir a su bebé. Por fin tenía a alguien totalmente suyo, alguien que se le parecería, que le pertenecería, que realizaría sus locuras y sus ambiciones. Alguien para quien ella sería lo más maravilloso del mundo, la Virgen de la inmensidad.
Camille sonreía, lejos de todos. Útil, reconocida.
Jamie, por su parte, ronroneaba de orgullo y elucubraba sobre su bebé. Lo envolvía, lo desenvolvía, contaba sus uñas, las pestañas, las cejas, los dedos de los pies. Asombrado ante la pequeña abertura de su sexo, lo rosado de sus sienes y lo plateado de su vientre.
Hicieron grabar sobre la piel de hermosos plátanos enanos las participaciones del nacimiento: «Camille y Jamie Forza tienen el inmenso orgullo y felicidad de anunciar la venida a la tierra de Sophie-Hortense-Clémence. Tataro, 22 de octubre de 1949».
La noche del nacimiento de Sophie-Hortense-Clémence, Camille preguntó a Jamie:
—¿Cómo te sientes, Jamie...?
Esas simples palabras de sano intercambio entre esposos, ese pequeño tuteo, susurrado con naturalidad y afecto en el hueco de la oreja de Jamie, le transportaron a una felicidad jamás sentida hasta entonces. Después de tres años de noches maritales consumadas, Camille accedía, por fin, a ofrecerle espontáneamente aquello que él no le arrancaba más que en los grandes momentos de éxtasis. Ese día la emoción pudo con Jamie. Tuvo que abrirse el cuello de la camisa para respirar un poco de realidad. Luego, besó a su mujer y a su hija, y se marchó en automóvil, hasta el borde del mar, para dispersar su agitación en las olas. Por un instante, incluso, pensó en atravesar las olas y dejarse engullir por la profundidad del océano.
—Jamás volveré a ser tan feliz como ahora... Le he hecho un hermoso bebé y ella me ha tratado de «tú»...
Repetía esa frase como un mago una fórmula cabalística. Haciendo partícipe a las gaviotas, a los caimanes, a las carpas, a las ballenas, a los moluscos y a las gambas. Sentado en la playa como un tesoro que hubiera arrastrado el mar. Ebrio por su desbordante alegría.
Permaneció así largo tiempo. Más tarde su cabeza dejó de dar tantas vueltas. Las ballenas, los caimanes, las gaviotas, las carpas y las gambas desaparecieron, encogiéndose de hombros ante una felicidad tan humana, tan normal... Se levantó, sacudió la arena de su pantalón para no arriesgarse a irritar al bebé y se marchó a montar guardia, al lado de su pequeña familia.
El tiempo y la felicidad fueron pasando. Tranquilamente. Sophie crecía en centímetros y en inteligencia. Camille nadaba en serenidad. Jamie había retomado su trabajo en la presa.
Solicitó el traslado para que Sophie-Hortense-Clémence pudiera conocer las costumbres francesas. Pero, antes de partir, era necesario comprobar el buen funcionamiento de su embalse...
El día en que llenaron el valle de agua fue un gran día para Tataro. El pueblo había sido completamente reconstruido al otro lado del muro de contención, pero los habitantes querían ver sus antiguas casas desaparecer entre los remolinos.
A las doce menos cuarto, se congregaron alrededor de Jamie, alineándose en un lugar llamado «mirador». Todos muy dignos, vestidos de negro, con rosarios entre los dedos y gafas oscuras para disimular su emoción.
A las doce menos un minuto, Jamie dio la orden al ingeniero al mando de soltar las aguas del río. Todo sucedió según estaba previsto en los planos dibujados por Jamie: las casas arrancadas del suelo flotaban un instante antes de desaparecer, engullidas. Se vio resistir durante unos minutos a la escuela, la iglesia y el hospital, y después nada... Las ventanas estallaban, las carpinterías volaban, los muros se desplomaban...
No hubo ni sacudida sospechosa ni temblor del cielo. Jamie estaba muy orgulloso. La mano de Camille en su brazo, la de Sophie en su hombro, se sentía el más afortunado de los hombres. Luego hubo festejos por las calles. El maestro-editor-librero del pueblo pronunció un gran discurso sobre la magia de las aguas y los cálculos de Jamie. Se bailó toda la noche. Los habitantes regresaron a sus casas ebrios de champán.
Esa noche, Jamie sacó a Camille de sus sueños y le preguntó si no desearía un segundo bebé. Medio dormida, ella respondió que no, que todavía era demasiado pronto, Sophie-Hortense-Clémence no tenía más que tres dientes y nueve meses, ya tendrían tiempo de programar otro bebé... Pero Jamie tenía ganas de volver a ser padre. De tener un niño a quien transmitir el secreto de una presa sin grietas. Describió a Camille un niño pequeño en pantalones cortos que diría «papá» y mantendría su lápiz muy recto. Camille sonrió ante esa imagen, le añadió un pantalón de franela gris, le hizo la raya del pelo al lado y dejó que Jamie se encaramara sobre ella con solemnidad. Jamie puso toda su atención en la fabricación de su niño y Camille, enternecida, no supo ya qué pensar, demasiado respetuosa con las ganas de Jamie de ser cabeza de familia.
Fue en la gran cama de Tataro, el día de la impecable puesta en marcha del embalse, mientras aún resonaba en la mente de todos el estrépito de las aguas, cuando Philippe fue concebido.
****
Aprovechando que estaba en París, decidí visitar a la tía Gabrielle.
Me gustaba ir caminando hasta su casa. Transitar por calles sin tiendas ni letreros luminosos, calles pavimentadas que solo permitían el paso de un vehículo en sentido único. Su edificio había sido construido por el hijo del arquitecto de la torre de Pisa que, en venganza contra un padre demasiado autoritario, había inclinado el inmueble en el sentido contrario a la célebre torre. La tía Gabrielle vivía en el cuarto piso. Su apartamento tenía una suave pendiente que obligaba a aferrarse a una barandilla cuando se pasaba del salón al comedor, si no se quería caer rodando hasta el dormitorio.
No la había avisado, así que tiré con fuerza del cordón que accionaba la campanilla de la puerta de entrada. Escuché a la tía Gabrielle escalar la cuesta que llevaba de su habitación hasta la entrada y jadear ligeramente en el paso que separaba el comedor del salón... Finalmente consiguió abrirme. Soltó un «¡oh!» encantado y me apretujó contra su camafeo.
Eché un vistazo alrededor: las semillas de pomelo habían crecido mucho, los huesos de aguacate se expandían en grandes escobillas verdes y los papiros recubrían todo un muro... La felicité por sus dedos de clorofila.
Me puso al día de las novedades de la familia, desde el bachillerato de uno al noviazgo de otra. No era más que un interludio, pues sabía de sobra que aquello no me divertía demasiado.
Transcurrido un cuarto de hora, cada vez más nerviosa por las ganas de contárselo, le anuncié:
—Tía Gabrielle, me voy a vivir con Antoine...
Le describí todo: el viaje, los diez días de espera, Portofino, el estremecimiento misterioso. Se mostró muy satisfecha de que el estremecimiento no fuera un privilegio exclusivo de Patrick y me preguntó si había reflexionado sobre el origen de ese placer tan intenso.
—No. Precisamente eso es lo que no logro comprender. Al principio creía que provenía de Patrick y ahí está otra vez, con Antoine. Pero ¿por qué sobre un muro, contra una iglesia?
La tía Gabrielle me respondió que con Frédéric no había tenido necesidad ni de un murete ni de subirse en brazos. ¿Entonces?
Estábamos perplejas. Perdidas ante la amplitud del misterio. Ante ese placer loco que retuerce, irradia y trasciende la imaginación. En su caso, había gozado todo el tiempo de su amor prohibido, a mí se me había echado encima por sorpresa. Ni siquiera sabía cuándo volvería a sentirlo de nuevo.
Me di cuenta de que había planteado un problema a la tía Gabrielle. Que tendría que rumiarlo durante muchos días ante sus plantaciones.
Le hablé de Lausana, de los estudios de Antoine, de nuestro juego de las casitas. Me preguntó por el color de sus ojos, la textura de su piel, la longitud de sus manos, el sonido de su voz, el abanico de su sonrisa...
—¿Y sus ojos, sonríe con ellos?
¿Cómo duerme? ¿Sueña? ¿Cómo me llama cuando quiere demostrarme que me ama con locura? Quiere saberlo todo.
Exhumo de mi pasado reciente las entonaciones, los hoyuelos, las expresiones. Ella parece satisfecha.
—No intentes seguirlo en todo. Me gusta mucho tu Antoine. Pero ten cuidado de no dejarte engullir, sería una pena.
Construirse por dentro. El viejo adagio de la tía Gabrielle. No la entiendo, la escucho, pero las palabras no me dicen nada. ¿Por qué tengo que construirme sola cuando Antoine está ahí?
Y, sin embargo, conserva un aspecto espléndido, ella sí que se ha construido por dentro. Debe de haber muchas formas de ser feliz: la mía es Antoine; la de ella, el cosmos y la soledad...
Antes de marcharme, me regala unos pendientes de rubíes.
—Porque van muy bien con tu recién estrenada pasión...
Escalamos hacia la entrada. La siento ligera en mi brazo. Me hace prometer que le traeré a Antoine y me deposita un pequeño beso de frambuesa en los labios.
Al día siguiente, mamá me despierta con un grueso sobre marrón abarrotado de sellos y jeroglíficos. Ramona. Ramona ausente desde hace un mes y ahora en el país de los faraones. Tan lejos, por falta de horizontes. Por la necesidad urgente de plantar palmeras en su mente. De deslizar arena fina entre sus dedos. De montar en un dromedario... Ramona, mi siamesa. Mi lunar gemelo. La del mentón tan puntiagudo como su malestar de vivir. Ramona que creía que se iba a morir a los veinte años escupiendo delicadamente en un pañuelo de batista.
Dejo a Antoine, dormido, y me refugio en la cocina. Siempre he tenido miedo de lo que pueda sucederle a Ramona, bruja parisina de pestilentes filtros mágicos...
La echo de menos. París sin ella no es lo mismo. Su carta acentúa su ausencia como una evidencia obscena.
Despego cuidadosamente el sobre y extraigo un fajo de folios marrones de textura esponjosa en los que la tinta ha dejado grandes manchas. Un papiro emborronado.
Mi querida conformista:
Te escribo desde un pequeño pueblo cerca de Ismailía, en los Lagos Amargos. Acabo de llegar después de un viaje de un mes a través de Italia, Grecia, Turquía, Siria, Líbano e Israel. He venido a toda prisa porque quería acercarme al pie de las pirámides lo más pronto posible. Ningún encuentro interesante durante el viaje: estaba demasiado ausente para que me sucediese nada. He alquilado una pequeña casa sin comodidades. Estudio mis pergaminos. Aquí la gente es hermosa, noble y sin preocupaciones, algo que me gusta mucho. Dan los buenos días de perfil juntando las manos, lo que significa que te aceptan en su comunidad. La vida es muy simple, regida por las faenas del campo. Te echo mucho de menos y tengo la impresión de tener un gran agujero en el costado. Pienso mucho en ti. Estoy segura de que encontraré tu destino escrito en los muros de una pirámide. En cuanto lo haya descifrado, te lo enviaré. Puedes escribirme a Lista de correos, Lagos Amargos, Ismailía, Egipto. Hay falúas que traen el correo. Te mando un beso. Acabas de romper el cascarón, rubita, así que no hagas tonterías programadas, te lo suplico. No te aproveches de mi ausencia para retomar una vida apacible y estúpida.
Te quiero. Ramona.
P. S.: Abrazos a Antoine.
Ramona en los Lagos Amargos... Sola en una cabaña de pescadores. Ramona, apacible y serena, cerca de los faraones..., escribiéndome en papeles emborronados y desplazándose en barca...
Ramona, la tía Gabrielle. Ambas inventan su felicidad al margen de las leyes del mundo, y se dedican a cultivarla sin preocuparse de los demás. Me siento incapaz de tanto desapego.
Las quiero y admiro en silencio. Impresionada por su fuerza y su independencia. Sin Antoine, estoy perdida. Y antes, sin Patrick, flotaba... En tanto que ellas persiguen su felicidad por sí solas, yo me pego a otro para poder conseguirla. Entre dos es más fácil. O entre tres, cuando tenía a mamá y a Philippe.
Ramona y la tía Gabrielle son, según la opinión pública, dos marginadas... Mientras que yo, soy como todo el mundo, he sido absorbida, comprendida, normalizada...
Me agobian con su felicidad hecha a medida, con su fuerza arrolladora. Dejadme vivir feliz con Antoine. Con él llegaré, estoy segura. Haré cualquier cosa para que funcione...