CAPÍTULO 13
Se ha acostado con otra...
Y me lo suelta así, sin preparación pedagógica, y sin dejar de repetir que me ama hasta la locura...
Estrujada contra Antoine, no sé qué decir. El me besa, me habla, me cuenta su semana. No escucho nada. Me repito: «engañada», «con otra», «acostado». Imagino escenas: él con otra, acercando su boca a la de otra, desnudándola, encontrándola excitante, deseando sus senos, sus piernas, su sexo...
La película se proyecta en mi cabeza y se vuelve insoportable. La detengo pero vuelve a empezar. Siempre la misma. Imágenes nítidas: el rostro de Antoine cuando le invade el placer, cuando está a punto de eyacular. Sus dientes que rechinan, sus ojos que se vuelven borrosos, sus caderas que embisten, se concentran y, de golpe, todo su cuerpo que ya no puede más y retrocede a la niñez. Tras haber soltado un pequeño grito de sorpresa. ¿Ha podido hacer todo eso con otra? Imposible...
Arranco de mi mente esas imágenes. Sin embargo, vuelven a empezar. Desde el principio. Añado un prólogo. Él en un bar con una chica, él que la sonríe con esos dos hoyuelos que me derriten el corazón, él pasando un brazo por su hombro y los rostros que se aproximan, se rozan... No lo soporto más.
Le observo. Tiene aspecto de estar sinceramente arrepentido del daño que me ha hecho. No ha querido mentir.
—Nunca te mentiré. No puedo. No te cuento esto por complacencia, ni para aliviarme, sino porque soy incapaz de ocultarte nada.
Es bonito, pero hace daño. Me siento estúpidamente dolida.
Antes de él, si me engañaban, no me enteraba nunca. Lo imaginaba pero, siempre, me lo negaban. «No, querida, estás loca, vamos... Solo te quiero a ti, lo sabes bien». No del todo convincente, pero soportable. Seguramente Patrick debió de acostarse con más de una, pero jamás lo supe.
Y hoy Antoine desmonta mis compartimentos estancos. Destruye mis bonitas imágenes de cuento. Hansel no engaña a Gretel. Ni pronuncia las palabras: «Te he engañado». Ya no entiendo nada. No se dicen cosas como esa. Se ocultan.
Siento como si mi cuerpo se hubiera llenado de agujeros e hiciera aguas por todas partes.
Permanecemos mucho tiempo sin hablar. Sin movernos. Mucho tiempo.
Hundida, con el corazón del revés, noto el mundo sobre mis hombros. Nos dormimos. Durante la noche tengo una pesadilla. Es la sesión nocturna que empieza. Y entonces, súbitamente: las lágrimas... Rompedoras, liberadoras. Lloro durante una hora, en grandes oleadas con resaca, resoplidos, gritos, puños que quieren destrozar la pantalla de su sucia sala de cine... Antoine me mantiene contra él, me repite por lo bajo su amor: «Te quiero, no quiero verte en este estado, estoy aquí, no llores...». Sereno, dulce, tierno... El aroma a madreselva que asciende por su cuello, que surge de detrás de su oreja izquierda, me recuerda todas las veces que me he acercado a aspirar ese depósito de olor oculto tras el pliegue de su lóbulo... La madreselva me hace claudicar, acepto el refugio de sus brazos, el curso de mis lágrimas se hace más lento... Desposeída de mi identidad. Tachada del mapa del mundo.
Un pequeño bulto inexistente que para poder vivir se aferra a su manual de instrucciones.
Al engañarme, me ha negado.
Ya no sé quién soy. Me hundo en sus brazos.
Al día siguiente, cancelo todas mis clases en la academia Z...: estoy demasiado desmotivada para presentarme provista de un maletín pedagógico, yo, que he perdido todas mis referencias la noche anterior...
Antoine me prepara un café (ha traído un bote de Nescafé de su escapada), me estrecha contra su pecho y me ruega que le escuche. No quiere excusarse, sino simplemente contarme lo que desató en él mi crisis del Carrefour y los duros improperios que empleé. Su manera de enfurecerse es guardando silencio. Al volver del Carrefour, iba muy, muy callado. Con la necesidad urgente de quedarse a solas con sus pensamientos. Decidió dar una vuelta al lago para poder reflexionar. Lo que más le había asustado fue mi reacción ante un bote de café. Debía de sentirme muy infeliz para reaccionar tan violentamente. Muy infeliz y muy reprimida. Entonces, ¿es que cuando fingía contentarme con lo mínimo estaba representando una comedia? ¿Es que toda nuestra felicidad era fingida, pura teoría...? Esa constatación tan flagrante de fracaso le había dejado totalmente desencajado. Había regresado a la universidad y en compañía de su amigo Steve estuvo, durante seis días, de juerga. Seis días de cervezas, discotecas, chicas. Y después, una noche, se había fijado en un bonito trasero enfundado en unos vaqueros, había tenido ganas de abalanzarse sobre él y tirárselo... Durante toda la noche, había estado revolcándose sobre una imagen para exorcizar la mía.
Al día siguiente, fue cuando le llamé.
—Te quiero de verdad, pequeña tonta.
Y me deshago definitivamente en sus brazos.
Con más facilidad si cabe, dado que ahora me siento culpable. Es culpa mía que se marchara triste y que bebiera para olvidar, porque me porté muy mal. Si no hubiera tenido ese capricho de supermercado, habría dormido con mi recuerdo toda la semana...
Esa mañana hacemos el amor como dos penitentes que salen de una larga cuaresma. Yo, agarrada a sus manos; él, atento a cada centímetro cuadrado de mi piel. Giro alrededor de su sexo como alguien que se aferra a un salvavidas. Me arrimo, me anclo para reafirmar que mi verdadera felicidad está ahí. Redescubro el placer de lamerle, de chuparle, de pertenecerle. Él posa su mano sobre mí y me deshago en escalofríos. Aquello que creía perdido vuelve a mí en una hoguera de sensaciones: me he encontrado al reencontrarle a él.
****
Ramona me escribe.
Tiene, según cuenta, mucho tiempo para meditar sobre la gente que ha dejado atrás. Yo le había contado mis penas, ella me responde con sus pensamientos egipcios.
Todo aquí es extraño. Siento como si regresara a los Orígenes. Aún no he tenido tiempo de recorrer la región porque, de momento, me he dedicado a conocer más profundamente el pueblo y la orilla de los lagos. Vivimos a merced del Nilo, nos plegamos a sus aluviones. Es la verdadera divinidad local. Mucho más que todos los ricos faraones dormidos en sus vendajes. Mi casa es como la de todos los campesinos: de ladrillo, enfoscada con barro seco. La he pintado de rosa para que la gente sienta ganas de entrar. He colocado un pequeño banco delante y un cántaro de agua para la garganta seca o los calambres en las piernas. No tengo más que una única habitación, con esteras en el suelo y, en un rincón, unas baldosas para las abluciones. En la parte de atrás, hay un pequeño patio cubierto de ramas de palmera donde se acostumbra a dormir la siesta. Todavía no he puesto un pie en las pirámides. Tampoco tengo un gran amor. Pero sé que lo encontraré aquí, lo he leído en el Nilo ayer, al pasearme...
Continuaré en mi próxima carta.
Ramona.
Ramona en Egipto. En una pequeña casa de pueblo. Me fui corriendo a una biblioteca y consulté un atlas. Sentía un poco de vergüenza ante su exótica situación, comparada con mi vida de rutina doméstica, mis clases a seis francos con cuarenta y mis crisis Nescafé...
La admiraba mucho y la envidiaba un poco. Aun sabiendo que soy incapaz de imitarla.
A través de ella recibía en versión original las leyendas del antiguo Egipto.
Siento una gran debilidad por la vida de Osiris. Un dios distinto a los demás. Subió al trono tras un montón de dioses que no se molestaron en hacer nada por mejorar la suerte de sus súbditos. De buen corazón y hermoso, Osiris tiene una mujer a la que ama con pasión: Isis, y un hermano muy vicioso y perverso: Seth. Gobierna con gran tranquilidad y grandeza de alma durante largos años. Enseña a los hombres a servirse de la tierra para hacer germinar el trigo, el algodón y la cebada. Diseña para ellos arados, azadas, yugos, les muestra cómo reconocer la parte trasera y delantera de un buey y cómo clavar correctamente una reja en el suelo. En pocos años, Egipto se volverá verde y ondulado. Mientras, Seth se ahoga de rabia. El, hermano de un dios, vive confinado en su residencia sin que nadie preste atención a sus ideas, mientras que su hermano planifica el país. Una noche, abandona el banquete de su promoción y, colándose en el palacio real, sorprende a Osiris en su despacho y le clava un largo cuchillo en la espalda. Osiris exhala su último aliento sobre sus informes, y Seth lo corta en pequeños trozos que esparce por la superficie del Nilo. Pero Isis adivina el horrible fratricidio. Sale en busca de cada pequeño fragmento de su amor difunto, dragando el fondo de las aguas, sobornando a los pescadores para que hagan de buzos... Cada pequeño trozo que encuentra lo guarda en un saco de plástico. Al volver a casa, reconstruye, con la ayuda de vendas, la anatomía de su querido amor (de ahí viene la tradición de las momias), lo cubre de besos, salvo el ojo y la mejilla izquierda que han desaparecido, calienta con la mano su pobre sexo flácido y descompuesto, le suplica que haga un esfuerzo, que vuelva a la tierra para ayudarla a vengarle. Osiris, un poco incómodo por las numerosas cicatrices, esboza una media sonrisa, y acerca la cabeza de Isis a su sexo para que ella le insufle consistencia divina. Su venganza será un hijo que la perpetúe. Y, una vez más, él se empalma y penetra a Isis en pleno período fecundo. Ella, en agradecimiento, deja que Osiris se marche a su nuevo reino: la Muerte, y parte a un desierto lejano para criar la semilla de su amor. Es Horas, hijo de Isis y Osiris, quien vengará a su padre arrancando el corazón del innoble Seth...
Ramona no se contentaba con hablar de leyendas, las vivía.
Mis cabellos han crecido pero sigo teniendo los codos puntiagudos. Me hago mascarillas con polvo de momia... Una guardiana de un templo, que vive en Luxor y viene regularmente a visitar a su hijo a los Lagos Amargos, es quien me lo trae. Lo barre en su lugar de trabajo con plumas de avestruz cuarentón y lo recoge con la ayuda de una pequeña pala de oro que lleva atada al cuello. Con el polvo de momia, se consigue mantener un cutis juvenil sin arrugas ni granos durante toda tu existencia. A condición, claro, de aplicarlo con mucho respeto hacia los dioses. Pues al más mínimo pensamiento negativo o palabra fuerte, el polvo produce el efecto inverso: una se encuentra arrugada y llena de granos hasta el fin de sus días...
Ramona parecía estar tan a gusto en su nueva vida que me preguntaba cómo había podido crecer en las damas agustinas, impasible ante los atascos parisinos y el caos de tanta gente. Sus milagros ya no se llamaban EDF o TSF8 sino Osiris, polvo de momia, Nilo.
No era de extrañar que hubiese atravesado nuestra adolescencia con un aire de profundo aburrimiento, constantemente pendiente de un futuro que acabaría por llegar.
****
Eduardo entró una mañana en la lúgubre academia Z...
No demasiado guapo, con un diente de oro, cabello ralo pero bien repartido. Vestido a la italiano, con mocasines en punta, chaqueta marrón de cuadros y camisa de rayas beige. Italiano con sonrisa desafiante.
Cada uno de nosotros debió de pensar para sus adentros: «Vaya, vaya», y después, pasamos al maletín pedagógico. Nivel superior, porque Eduardo había superado desde hacía tiempo el nivel de las cartulinas y tenía un francés un tanto rígido que pedía a gritos horas de conversación. Había leído demasiado a George Sand y Eugène Sue y hablaba un francés muy poco coloquial con el que no se sentía cómodo.
Eso fue, al menos, lo que me explicó y con lo que me quedé, por encima del engatusamiento recíproco. Por fin se infiltraba algo de ensueño en la negrura de la academia.
Nos comprendimos en un abrir y cerrar de ojos. El debía de preguntarse qué hacía yo allí, tan ridícula con mi maletín, y yo, por mi parte, no entendía que se pudieran tener ganas de recibir lecciones de francés cuando, afuera, el sol agitaba sus plumas e invitaba a largarse de cualquier acto oficial... Sin embargo, al principio, permanecimos tímidos y reservados. Poco a poco fui descubriendo su mirada experta, la boca fruncida, el cabello bien peinado. Todo castaño, algunas bolsas bajo los ojos y en las mejillas, indicadoras de una buena vida y de constantes fiestas. Se adivinaba también una cierta familiaridad con el dinero, que no le debía de faltar normalmente. Traje, camisa y mocasines de buenas firmas. Elegante y con estilo.
La lección acabó con el zumbido del timbre y Eduardo Babil de Babilonia (ese era el nombre caligrafiado en letras cursivas por María Rosa, la secretaria flamenca de mi director) se levantó. Sin decir nada más que: «Adiós, muchas gracias, hasta luego».
Con «hasta luego» quería decir mañana. Estaba escrito en su ficha de alumno que cotiza. Profesión: modisto prèt-à-porter... ¿Y si es marica?
Entonces ¿qué? ¿Por qué estoy soñando? Es más fuerte que yo. Es mi fantasma de siempre que vuelve a empezar...
Me rehago y paso al alumno siguiente. Teutón y tirano. Pero, al día siguiente, aguardo ansiosa. Me he lavado el pelo, lo he aclarado con un producto que promete milagros en el volumen, me he pintado las uñas, perfilado los ojos.
Eduardo Babil de Babilonia entra en clase y, sin siquiera sentarse, anuncia:
—He solicitado autorización al director: de ahora en adelante, las lecciones tendrán lugar en el pub de enfrente porque aquí se respira una gran tristeza.
Pienso en cómo voy a emplear mi tiempo, me ha contratado para dos horas. ¿Qué puedo decir a un sueño durante dos horas y sin mi maleta?
Incómoda, no sé muy bien cómo caminar, pasar delante de él con naturalidad, pulsar el botón del ascensor, cruzar la calle sin que me atropellen e instalarme en una mesa.
—¿Tiene hambre? —me pregunta Eduardo.
—¡Oh! Sí...
Dejo entrever mi hambre canina, a pesar de que son las nueve de la mañana y se supone que he desayunado.
—¿Qué le gustaría comer?
Es extraño. Tengo la impresión de que si pido un filete con patatas fritas, le parecerá normal.
—Un filete con patatas fritas, en su punto.
—Con muchas patatas fritas y salsa bearnesa —puntualiza Eduardo al atónito camarero suizo que echa una mirada sorprendida a su reloj.
Sonrío, aliviada por que me haya adivinado el pensamiento tan fácilmente. Eduardo me guiña un ojo. Nos sentimos a gusto. Tengo la impresión de conocerle desde hace mucho tiempo.
La primera lección está enteramente consagrada a mi alimentación. Mi primer filete desde que me instalé en Suiza.
Eduardo ha sacado un cigarrillo de su bolsillo y fuma en silencio. Después del filete, me pide salmón ahumado, nata fresca, profiteroles con chocolate y un bizcocho al ron. Atrapada entre la mesa y el respaldo, me siento como un globo aerostático. La vida me parece muy hermosa.
—¿Tendría algún inconveniente en que la contratara todas las mañanas mientras esté en Suiza? —me pregunta Eduardo Babil de Babilonia.
—¡Pero voy a acabar gordísima si continúo con este régimen!
—Tal vez no tenga tanta hambre todos los días...
Si supiera...
—Pero ¿qué es lo que desea exactamente? ¿Aprender francés o gastronomía suiza?
—Siento la necesidad de verla un poco más feliz de lo que es, eso es todo. Tengo ganas de hacerla reír.
—De acuerdo. Empezaremos cuando quiera. Pero va a costarle caro, la academia Z... no es una empresa filantrópica.
—Ese no es su problema. Solo le pido que me hable con la boca llena de todo lo que le ronda por la cabeza. ¿De acuerdo?
—De acuerdo.
Las dos horas han pasado. Tengo el vientre esponjoso y redondo. El humor rosa bombón. Y un nuevo amigo al que contar mis sueños. Siento como si flotara, asombrada por la magia de la vida. Tengo ganas de querer a todo el mundo.
Hasta mañana, Eduardo Babil de Babilonia.
****
El fin de semana siguiente, le cuento a Antoine mi extraordinario encuentro con Eduardo. Después del primer filete con patatas en el pub, nos hemos visto todos los días y he encontrado en él una especie de compañero-cómplice muy atento.
No es fácil hacer comprender todos los matices de su afecto a mi celoso y puntilloso amor. Naturalmente, no me cree y destruye mi bonito personaje con una frase letal:
—Es evidente, lo que quiere es acostarse contigo.
Ya está. No importa lo que diga. Antoine no está en absoluto convencido.
—Ya lo verás, un día va a tumbarte sobre el banco del pub y a declararte su pasión eterna. Eres increíblemente ingenua...
Me confisca mi sueño. Para una vez que encuentro un personaje en mi triste vida, tiene que venir a desmontarlo de su pedestal.
Dejamos de hablar de Eduardo. Pero planea entre nosotros un silencio incómodo. Para disipar las sospechas y la irritación de Antoine ante ese príncipe del Bel Canto, redoblé mis precauciones, mis atenciones y mi ingenio sexual. Para que me perdonase por ese nuevo amigo y el placer inmenso que me proporcionaba.
Después de nuestro incidente Nescafé, habíamos retomado el amor endiablado y si, alguna vez, en mis pesadillas me volvía la imagen de Antoine arrimado a otra, temblaba tres veces, me pegaba a él con todas mis fuerzas y me dormía rápidamente para no pensarlo.
Él había encontrado unas clases particulares con un alumno americano millonario que conducía un Porsche, poseía una cadena de lavanderías en Estados Unidos, una novia suiza y no quería que le llamaran yanqui.
Una tarde, Antoine apareció, radiante: por fin había conseguido agrupar sus clases y, a partir de ahora, podría estar a mi lado todas las tardes y las noches.