CAPÍTULO 17

Mi petición de mano había sido un completo fracaso en mis estrategias de acogida pero, al menos, estaba prometida. En la calle la gente sonreía al ver mi sortija centelleante, en la panadería se enternecían, en el colegio, en el que hacía soñar a mis alumnos más románticos, me felicitaban. Había dejado de ser una concubina, reemplazable en cualquier momento. Avanzaba a un paso más lento, más responsable.

Al ser las vacaciones escolares suizas muy cortas, había regresado a Lausana mucho antes que Antoine, que se había marchado a Estados Unidos. De modo que me encontraba sola, en mi pequeño apartamento, cuando mi vecino llamó a la puerta.

Iba vestido con el uniforme del ejército suizo, porque estaba en pleno servicio militar. Una vez al año, los suizos se reciclan en el manejo de las armas, para el caso de conflicto internacional.

—Buenos días...

Es realmente guapo. Con una guerrera verde botella, pelo en punta muy corto, cintura estrecha, tupidas pestañas negras y dientes muy blancos. De tipo esbelto, bien educado pero con aire pícaro. Nos hemos saludado muchas veces en la escalera, esbozando una sonrisa tímida y los consabidos «hace buen día, hace calor, hace frío, ¿no es cierto?».

En resumen, nos conocemos de intercambiar profundas miradas. De cine mudo.

—La he venido a buscar porque estamos haciendo un simulacro en el refugio atómico del edificio, y es necesario que baje al sótano con nosotros.

En Suiza, en cada edificio moderno, hay un refugio atómico con duchas, inodoro, cajas de jabones y de pastas, mantas, puertas blindadas. Lo había visitado al instalarme en el apartamento, pero nunca hubiera imaginado que se hacían simulacros.

Mi legionario verde me lleva al subsuelo, donde se encuentran gran parte de los habitantes del edificio, serios y temblorosos, como si una bomba estuviera suspendida encima de nuestras cabezas. Hay también otros hombres de verde, que nos explican cómo ponernos la máscara antigás, protegernos de las emanaciones, y tendernos en el suelo en el sentido opuesto a la deflagración (¿cómo puedo saberlo?). Se distribuyen las tareas, las domésticas para las mujeres y las que requieren músculos para los hombres.

Siento que me va a dar la risa tonta. Contemplo, por el rabillo del ojo, a mi vecino todo de verde. Tiene el aspecto concentrado de un suizo que confía en las instituciones de su país. Bien. Nada que esperar por ese lado.

Ensayamos. Las sirenas aúllan. Las mujeres se ponen en marcha, los hombres aseguran las puertas blindadas. Encuentro todo aquello un poco exagerado, pero obedezco. Nunca se sabe. Sería muy tonta si no viviera con los tiempos.

Terminado el ensayo, se felicitan por la rapidez de nuestros reflejos, nos presentamos, me acerco a mi legionario que tiene aspecto de ser el jefe del cotarro. Nos propone tomar una copa en su casa.

Tiene un estudio más pequeño que nuestro apartamento. Pero su terraza es más grande. Descorcha champán en honor de Francia y sonrío, intimidada, agradecida, toda colorada.

Fiada las diez de la noche, ya no quedamos más que nosotros dos. Yo, un poco sonrojada y envalentonada por las burbujas de Krugg; él, todo hoyuelos, el verde profundo de sus ojos en los míos.

Como la noche es agradable, nos tumbamos en la terraza. Poso mi cabeza en sus piernas y hablamos de la vida, del tiempo que pasa, de todos esos meses que hemos sido vecinos mudos, de la dificultad de comunicarse, del precio de la vida en Francia y en Suiza, del vino blanco suizo, del vino tinto francés...

Hablamos, hablamos. Descorcha otra botella «solo para nosotros dos»... La intimidad se va estrechando. Estoy demasiado cerca de un soldado desconocido, no muy lejos de perder los sentidos ante una guerrera extranjera.

El corcho del champán salta, él me salpica de espuma detrás de las orejas, me lame el cuello, dice que eso da buena suerte. Le encuentro cada vez más guapo. Tengo ganas de tocarlo, de respirarlo. Me besa. Es agradable... Me deslizo en sus brazos, le llamo mi refugio atómico preferido, él sonríe, vuelve a su besuqueo, pasa la mano bajo mi camiseta, acaricia mis senos, humm, cierro los ojos, me abandono, disfruto, bebo su boca a pequeños sorbos. El se pone de pie, se desabrocha el uniforme, se quita la camisa y, súbitamente, tomo conciencia: ¡mierda, estoy prometida! ¿Qué coño hago aquí, medio desnuda, al lado de un tío que no es Antoine? Todas mis burbujas estallan. He debido de olvidar mi bonita sortija recién adquirida. Me caigo de culo contra el suelo de hormigón de la terraza, balbuceo una explicación estúpida, del tipo: «Discúlpame, había olvidado que estoy prometida, aunque esto ha estado muy bien». Él me contempla, estupefacto, y me voy al apartamento de al lado, el mío.

¡Mierda, mierda, mierda! No cambiaré nunca. Mi honorabilidad no ha durado demasiado. Me detesto... Inmensamente arrepentida. Me habría gustado tanto pecar con un desconocido... Alguien que no hable, que no se monte historias, pero que actúe en silencio, que me folle anónimamente. A mí, con los ojos cerrados, sin identidad, inventando fantasías sobre el noble extranjero que se balancea encima de mí. Gozar diciéndose que mañana se habrá acabado. Sin referencias, sin la coartada de un gran amor, sin respeto por la familia. Follar entre paréntesis.

Todo aquello de lo que aún no soy capaz, puesto que acabo de escaparme de la casa de mi guapo vecino. Un deseo que añadir a mi caos interior...

La semana pasa. Evito a mi soldado, me concentro en los ejercicios para corregir, escribo a Antoine largas cartas llenas de pasión, le reitero mi amor en cada página, le grito que me muero sin él, apaciblemente, al sol de mi terraza, totalmente desnuda por si mi vecino me descubre a través del cristal esmerilado de separación.

Un nuevo curso escolar comienza, mis alumnos cambian. Las viñas enrojecen. Una noche de septiembre, mientras contemplo cómo se pone el sol en los diamantes de mi sortija, suena el teléfono:

Pronto, llamada de Milán...

Es Eduardo...

—Llego mañana a Ginebra en el vuelo de Alitalia 749. ¿Vas a recogerme?

Si, signor, con sumo placer.

Al día siguiente le espero en el aeropuerto de Ginebra-Cointrin. Llego pronto por miedo a no encontrar el avión, y porque me gusta pasear por los aeropuertos, mirar las tiendas, las cabezas de los viajeros, las escenas de despedidas y reencuentros. Me invento novelas de amor, reconciliaciones tras recibir una herencia o intercambios de secretos internacionales, a la vista de un turbante árabe, de un maletín Cartier o de un desgarrador abrazo...

Anuncian el vuelo de Eduardo. Me paso por los aseos para comprobar si todo está en orden, si mis cabellos no se han ensuciado en las últimas cuatro horas, si el maquillaje en polvo no se ha cuarteado. No, todo está bien. Giro mi sortija para que sea lo primero que vea, sacudo la cabeza para despeinar artísticamente mis cabellos y me presento en la salida de pasajeros.

Ahí está. Siempre tan italiano. No muy guapo. Las ojeras algo más grandes, los mofletes más caídos. Tiene aspecto cansado. Vislumbro su diente de oro en su sonrisa. Los escasos cabellos en la parte alta de su cabeza, revoloteando con las corrientes de aire. El los aplasta, turbado. Pero cuando me ve, me mira de una forma inolvidable y recibo en plena cara el encanto de este hombre tan distinto de los demás. Me olvido de los cabellos ralos, del diente de oro y de las muestras de fatiga. No me quedo más que con el sueño que despierta en mi corazón cada vez que le veo.

—Eduardo...

—Sophie...

Chocamos, emocionados, pudorosos. No es momento de desmoronarse delante del otro. En cualquier caso, él me ha tenido completamente olvidada durante seis semanas... Me he prometido, a pesar de sus besos dulces. Pero nos abrazamos tan fuerte que todo el perdón pasa a través de nuestros brazos enlazados.

—Tengo una muy buena noticia para ti... Incluso si no te la mereces demasiado... —empieza Eduardo, misterioso.

Salto de impaciencia, me cuelgo de su brazo.

—¿Qué es, qué es, de qué se trata?

—¡Te he encontrado un nuevo trabajo, y esta vez es algo fan-tás-ti-co!

Estoy a punto de amenazarle con tirarme por el suelo delante de todo el mundo si me hace esperar más tiempo, él responde:

—Sorpresa..., sorpresa...

Y hace un gesto tajante de mantener los labios sellados.

****

Eduardo me coge del brazo. Sus ojos parecen tener doble voltaje.

—¿Me sigues?

—Sí.

Sigo siempre a Eduardo.

Toma la carretera que va al centro de Ginebra. Sin hablar de mi compromiso ni de mi humor. Se detiene ante La Tribune, periódico muy considerado en Suiza por ofrecer opiniones e informaciones contrastadas.

—Es aquí —indica apagando el motor.

—¿Cómo aquí? ¿Vas a hacer una declaración a la prensa?

—Deja de bromear y adopta un aire más serio. Vas a conocer a tu nuevo patrón: el redactor jefe de este digno periódico, el señor Chardon.

—¿Mi nuevo jefe? ¡Pero yo ya trabajo! Te recuerdo que soy profesora de francés-latín-historia en una venerable institución.

—¿Y no tienes ganas de cambiar, de convertirte en periodista, por ejemplo?

—Sueño con ello, pero sabes bien que no es posible.

—¿Y por qué?

—Porque es necesario conocer gente, ser presentada, enchufada. Todo aquello que no soy...

—Pero ¿al menos te apetece?

—Me muero de ganas. A menudo imagino, en mis ensoñaciones nocturnas de compensación, que soy reportera en un diario. Una gran reportera, pertrechada con mi Nikon, con recortes de prensa en la boca...

—Seguramente no serás una gran reportera al principio, pero, si lo deseas, puedo presentarte al señor Chardon para que entres en La Tribune. Le conocí con ocasión de una cena en Milán, hace quince días. Me dijo que buscaba un reportero en prácticas, le hablé de ti, está dispuesto a probarte...

El señor Chardon tiene cincuenta años, los cabellos teñidos de color avellana, vientre voluminoso, bigote también teñido y unas gafas sobre la cabeza para parecer más profesional. Repantingado en su sillón, se toma su tiempo en contemplarme. Sudando de timidez, sintiendo el sofoco recorrerme todo el cuerpo, dejo que Eduardo exponga mi ficha técnica. El señor Chardon escucha, espiándome desde detrás de sus cristales. Debe de encontrarme demasiado introvertida y sudorosa. Finalmente, me pregunta cuándo puedo empezar. Consciente de tener la oportunidad de mi vida, le digo:

—En tres semanas, el primero de octubre.

(¿Qué voy a decirle a mi amable director?).

—De acuerdo, el primero de octubre —aprueba el señor Chardon.

Me hace una señal de que la entrevista ha terminado, da las gracias a Eduardo por haberme presentado y estrecha su mano.

Así es como fui contratada como periodista en prácticas en La Tribune, y como mi destino dio un giro de ciento ochenta grados.

Perdida en mi irrealidad, ni siquiera he preguntado por mi salario, el horario de trabajo y la naturaleza del mismo. Todo es confuso y excitante. No tengo ni idea de lo que me espera. Eduardo me lleva a un buen restaurante para que pueda recuperarme de la impresión. Retomo el curso de mis miedos:

—¿Qué voy a decirle a Antoine?

—Le dirás que por fin vas a ejercer un oficio que te gusta.

—¿Qué debo anunciarle a mi amable director?

—Lo mismo.

—Sí pero...

—Deja de decir «sí pero...» sin parar. Es una oportunidad fantástica, tienes que atraparla en lugar de sembrarla de obstáculos. Si te contara la historia de una chica a la que ofrecen una oportunidad así y que no hace más que repetir «sí pero...», la tacharías de gilipollas irremediable.

—Sí pero...

Y rompo a reír, atrapada en el encanto infernal de mi perturbador amigo.

—¿Sabes —le digo emocionada (cada vez que evoco mi infancia, a mamá o Philippe, me vienen instantáneamente lágrimas a los ojos)— que, cuando era pequeña, tenía un diario íntimo? ¿Y que a los ocho años escribí: «Periodista, quiero ser periodista. Solo eso»? Es curioso, ¿no?

—Lo importante es que te metas en la cabeza, pequeña bola de angustias, que la vida podemos escogerla, decidirla. En lugar de padecerla como una buena víctima bien educada o soñarla como la mayoría de los rechazados...

—¡Eduardo, deja de burlarte de mí!

—No me burlo de ti, te quiero, que es diferente.

Su declaración me desarma. ¿Por qué tiene que pronunciar esas palabras tan comprometedoras? Eso arroja una inquietante sombra en la conversación.

Esa noche bebí mucho. Para celebrarlo y reunir el valor de emprender mi nueva vida. Me zampé mi pato a la naranja y, además, acabé el plato de Eduardo (siempre he preferido lo que hay en el plato de los demás). Eduardo me contemplaba, tierno e indulgente.

—¿Te faltaron muchas cosas cuando eras pequeña?

—¡Oh! Sí... Atravesé una larga época de restricciones cuando papá se marchó.

Con Eduardo no necesito mostrar mis modales más refinados. Rebaño ávidamente todos los restos de su plato, pido tres postres y me acabo el suyo.

—¿Y ahora qué hacemos?

—¿Quieres ir a bailar?

—No, me siento demasiado pesada...

—¿Quieres regresar a Lausana a dormir?

—No, es demasiado sensato, después de un día como este...

—Entonces te propongo que no regreses a tu cama directamente, sino que pasemos por la ruta alrededor del lago, con paradas románticas en cada pueblo dormido.

—Hecho.

Me deslizo en su Ferrari mientras vamos siguiendo el borde del lago. La noche es agradable y llena de estrellas. Solo faltan los violines de la filarmónica para acabar de arrebatarnos el corazón. Eduardo me señala cada monumento a la patria, cada iglesia, cada orilla del lago bajo el claro de luna. La vida es embriagadora, terriblemente personal y estimulante. Ya no voy de porche en porche, eligiendo el más caliente y el mejor decorado. Yo misma me construyo mi refugio portátil.

Oculta en la penumbra, observo la silueta de mi mentor. Le estoy tan agradecida que estaría dispuesta a dormir con él. Me da alas, borra el morado de mis ojeras y hace desaparecer mis muletas. No es extraño que sienta ganas de lanzarme a sus brazos. ¡Periodista! Mi sueño de infancia, que había abandonado totalmente porque me parecía irrealizable, insensato. Reservado a los privilegiados. Entre los que nunca me he contado. Yo que incluso tengo tendencia a incluirme entre las clases trabajadoras. Aquellas que encuentran normal ganar seis francos con cuarenta a la hora en la academia Z... y que babean al leer en los periódicos las fabulosas historias de jóvenes que triunfan. Suspirando, con los ojos fijos en la tinta impresa, por aquello que no les sucederá jamás...

Me estiro en el asiento anatómico del coche. Tengo suerte. Lanzo un gran suspiro modelo cuento de hadas. Ya no sé muy bien quién soy: la prometida tierna y sumisa de Antoine o la mujer karateca que Eduardo quiere hacer de mí.

Tengo cada vez más ganas de parecerme a la mujer de Eduardo, de abrir de par en par mis ventanas a un futuro lleno de posibilidades. ¿Por qué cuando somos pequeños no nos enseñan que todo es posible, en lugar de encerrarnos en un universo de prohibiciones y complejos? Sola jamás me hubiera sentido suficientemente presentable, inteligente, cualificada, para abrir la puerta del señor Chardon.

Eduardo me deja delante de mi edificio sin darme un beso rosa en los labios, sin evocar las cien mil lentejuelas de mis ojos... Me siento un poco decepcionada.

—Vete a dormir y trata de buscar una excusa aceptable que darle mañana a tu director.

Tanto realismo. No me deja ninguna posibilidad de divagar sobre su pasión eterna y me marcho, un poco enamorada.