QUINTA PARTE
Hortense abrió los ojos y reconoció su habitación: estaba en París. De vacaciones. Lanzó un suspiro y se desperezó bajo las sábanas. El curso había terminado. ¡Terminado gloriosamente! ¡Ahora formaba parte de los setenta candidatos elegidos para entrar en el prestigioso Saint Martin’s College! ¡Ella! Hortense Cortès. Criada en Courbevoie por una madre que se vestía en el Monoprix, y que creía que Repetto era una marca de espaguetis. ¡Soy la mejor! ¡Soy excepcional! ¡Soy la esencia misma de la elegancia francesa! Su desfile había sido el más refinado, el más inventivo, el más impecable de todos. Nada de farfolla, ni estructuras de plástico, ni miriñaques de cartón, ni máscaras alquitranadas, ¡la perfección! Ella no cultivaba la falsa rebeldía, sino que se inscribía en la tradición de una tal señorita Chanel o de un tal señor Yves Saint Laurent. Cerró los ojos y revivió el desarrollo de su «Sex is about to be slow», el movimiento sinuoso de las modelos, la fluidez de las telas, su caída perfecta, la banda sonora preparada por Nicholas, los fotógrafos a pie de podio y el lento vals de las seis modelos que arrancaban suspiros de éxtasis a ese público tan hastiado, tan fatigado de llenarse los ojos de belleza. Voy a formar parte de la escuela que ha visto eclosionar a John Galliano, Alexander McQueen, Stella Mac Cartney, Luella Bartley, la última predilecta en Nueva York. Yo, ¡Hortense Cortès! Pero ¿de dónde me viene tanto genio?, se preguntaba acariciando el borde de la sábana.
Lo había conseguido. Noches en blanco y días grises, carreras alocadas para obtener el bordado, el galón, el fruncido que quería y no otra cosa, hacer y deshacer y volver a empezar. Los ojos enrojecidos, la mano que tiembla, no lo conseguiré nunca, nunca estaré lista, no ha sido buena idea hacer este modelo, ¿y éste? ¡No tiene ni pies ni cabeza! Y dónde lo coloco, ¿el segundo, el tercero? Y después todo se había animado y se había convertido en un sueño. Nicholas había conseguido que Kate Moss, la Kate Moss, desfilase, llevando el último modelo rodeada por una niebla de luces blancas y negras, oculta bajo una peluca barroca y una máscara de satén negro que se había arrancado, al final de la pista, contoneándose y murmurando: Sexxx izzz about to be slooow. ¡Se había desencadenado la locura! Sex is about to be slow se había convertido en una frase de culto. Había recibido la propuesta de un fabricante de camisetas para imprimir inmediatamente mil ejemplares, que se habían distribuido durante la fiesta de esa noche en la escuela y habían arrasado.
Y ahora, allí voy, Gucci, Yves Saint Laurent, Chanel, Dior, Ungaro. Habían enviado representantes a Saint Martins, me habían felicitado y prometieron contratarme cuando saliese de la escuela. Había escuchado las propuestas con expresión aburrida y había declarado: «Hablen con mi agente…», señalando a Nicholas con el mentón. Y mañana… mañana por la tarde tengo cita con Jean-Paul Gaultier en persona, gritó meneando los pies bajo las sábanas. Seguramente me propondrá un periodo de prácticas, este verano… Y murmuraré, sí, quizás, tengo que pensármelo. Dos días después, aceptaré e iré a impregnarme de todas las maravillas que inventa este hombre, en cuyos ojos brillan llamas de genio.
¡Soy feliz, soy feliz, soy feliz!
Por supuesto, había habido un pero: esa zorrita de Charlotte Bradsburry, al pie del podio, tomaba notas para su revistucha, y arrugaba la cara cuando los demás aplaudían. Irritada al ver la prisa de Gary por aplaudir y levantarse, llevado por el entusiasmo. Ella había recibido un puñetazo en el plexo cuando había visto a este último, sentado en primera fila, al lado de la Bradsburry. Él había dejado mensajes en su contestador. Ella no había respondido. Ignorarle. Sonreír educadamente sobre el podio cuando se había inclinado ante los asistentes, pero ningún guiño a Gary. ¡Al contrario! Había hecho subir a Nicholas, le había enlazado y había murmurado: «Bésame, bésame». «¿Aquí, delante de todos?». «Aquí. Inmediatamente. Un beso de amor». «¿Y tú qué me das a cambio?». «Lo que tú quieras». Y así fue como le prometió irse con él de crucero por Croacia. Después de las prácticas en Gaultier, si tenían lugar.
Él la había besado. Gary había bajado los ojos. Tocado, había rugido, los labios disfrazados de una sonrisa ficticia. Ella se había acurrucado contra Nicholas, imitando el abandono de la novia feliz. No tenía ni un minuto que perder en supuraciones dolorosas: ¿qué hace?, ¿está enamorado?, ¿y por qué no de mí? ¡Tonterías estériles! ¡Viva yo! ¡Setenta entre mil! I am the best[24], La crème de la créme. ¡Y todo con dieciocho años! Mientras la Bradsburry luchaba contra los estragos del tiempo. Estoy segura de que se inyecta Botox, ¡no tiene ni una arruga! Eso es sospechoso, huele a lenta putrefacción.
Se dio la vuelta sobre el vientre aplastando su almohada, y no oyó a Zoé entrar en la habitación. Mi próximo desfile se titulará La gloria es la explosión del luto por la felicidad y rendiré homenaje a madame de Staël. Diseñaré vestidos de altivas reinas con el corazón ensangrentado. Jugaré con el rojo, el negro, el violeta, largos pliegues cayendo como lágrimas secas, será violento, majestuoso, doliente. Podría incluso…
—¿Estás durmiendo? —susurró Zoé.
—No. Estoy reviviendo mi triunfo y estoy de un humor estupendo. Aprovéchate.
—¡Ha llegado otra carta de papá!
—¡Zoé, para! ¡Ya te lo he dicho, ya no está en este mundo! Es infinitamente triste, pero es así. Vas a tener que hacerte a la idea.
—Que sí…, léela.
Hortense subió la sábana sobre el pecho, ordenó a Zoé que le pasara una camiseta y se hizo con la carta que leyó en voz alta:
Mis queridas adoradas:
Una pequeña carta para deciros que cada vez estoy mejor y que sigo pensando en vosotras. Que recuerdo los días felices pasados en Kifili y me permiten retomarle gusto a la vida…
—¡Qué estilo tan abominable! —silbó Hortense.
—¡Qué dices, es mono!
—Precisamente. ¡Papá no era mono! ¡Un hombre no escribe así!
En los tormentos que sufro, son vuestras caritas las que me aportan la ternura y la fuerza para continuar… Y volver a caminar en este mundo sin piedad.
—¡Pero bueno! Es francamente bochornoso. ¡Nuestras «caritas»! ¿Se ha vuelto gagá o qué?
—Está cansado, no encuentra palabras…
Tengo siempre presente un recuerdo, el del wapiti quemado en el fondo de la cacerola cuando habíais cocinado, una noche, ¿recordáis? ¡Lo que nos reímos!
Hortense soltó la carta y exclamó:
—¡Es Mylène! Es ella la que escribe las cartas. El wapiti era un secreto entre Mylène y nosotras. Le daba vergüenza haber quemado la comida y nos hizo prometer que no diríamos nada. ¡Acuérdate, Zoé! Yo había vendido mi silencio por unas cejas postizas y una manicura francesa…
Zoé la miraba, desesperada, los ojos clavados en los suyos.
—Wapiti, what a pity! ¿Recuerdas? —insistió Hortense.
Zoé tragó, los ojos llenos de lágrimas.
—Entonces tú crees realmente que…
—¿Tienes las otras cartas? Zoé asintió con la cabeza.
—¡Ve a buscarlas!
Zoé corrió a su habitación y Hortense terminó su lectura.
Echo de menos esos momentos. Estoy tan sola… Desesperada. Sin ningún hombro sobre el que apoyarme… ¡Oh, mis niñas queridas! Mis niñas bonitas. ¡Cómo me gustaría estar con vosotras y estrecharos en mis brazos! ¡Qué dura es la vida sin vosotras! Nada vale tanto como la dulzura del abrazo de un hijo. El dinero y el éxito no son nada sin eso. Un beso tan fuerte como lo que os quiero y os prometo que pronto, muy pronto, estaremos reunidas…
Papá.
—¡Qué horror! —exclamó Hortense dejando la carta.
Examinó el sello. La carta se había enviado desde Estrasburgo. Releyó atentamente, escrutando cada palabra. Estoy segura de que tengo razón y no es él. Es Mylène. Quiere hacernos creer que está vivo. Se ha traicionado con lo del wapiti. «Estoy tan sola. Desesperada. Reunidas». ¡Es ella escribiendo en femenino! No son «oes» finales que parecen «aes» por culpa del rabito. Decía que se podía juzgar a un hombre por sus faltas y por su letra. ¡Lo que nos pudo dar la lata con sus reglas gramaticales y con la caligrafía! No se dice «por contra» sino «en cambio» y si, un día, un chico os anuncia que «pilla» el coche de su madre, dejadlo plantado, es un paleto. Gritó: «¡Zoé! ¿Qué estás haciendo?».
Zoé volvió, sin aliento, y tendió a Hortense las otras cartas de su padre. Hortense observó los sobres. Las primeras procedían efectivamente de Mombasa, pero las otras de París, Burdeos, Lyon, Estrasburgo.
—¿Y tú no lo encuentras raro? Medio devorado por un cocodrilo y se pone a jugar a los trotamundos…
—Quizás esté curándose en distintos hospitales…
Zoé jugaba con los dedos de los pies, que separaba uno por uno para pensar en otra cosa y no llorar.
—Yo no tengo ganas de que esté muerto…
—¡Ni yo tampoco! Sólo que estaba allí cuando Mylène anunció su muerte a mamá, y la embajada de Francia hizo un informe que llegó a la única conclusión posible: está muerto. Punto final. Mylène está en China. Da sus cartas a franceses que están de paso, hombres de negocios que las meten en el buzón cuando llegan a su casa…
—¿Estás segura?
—Lo que no entiendo es por qué hace eso… Porque estoy segura de que es ella. Se ha delatado. Con lo del wapiti y el participio en femenino. Ven, vamos a hablar con mamá.
Encontraron a Joséphine poniendo orden en el salón. Du Guesclin a sus talones. ¡Qué pegajoso es ese perro! No lo soportaría ni un segundo, pensó Hortense. ¡Y además es horrible! Sentía unas ganas continuas de darle patadas.
—Niñas, ¡os ruego que no dejéis vuestras cosas por ahí! ¡Esto ya no es un salón, es un vertedero! ¿Y habéis visto a qué hora os levantáis?
—¡Eehh! ¡Tranquila, mamá! Olvídate del orden, siéntate y escúchame… —ordenó Hortense.
Joséphine se sentó, los hombros caídos, los ojos vacíos.
—¿Qué te pasa? —preguntó Hortense, impresionada por la falta de impulso de su madre—. Estás completamente marchita…
—Nada. Estoy cansada, eso es todo.
—Bueno, escucha.
Hortense se lo contó todo. Las cartas, los sellos de correos, el wapiti, la caligrafía.
—Es cierto, vuestro padre estaba obsesionado con la caligrafía… De hecho, yo también.
—Así pues, concluyo que no es él quien las ha escrito…
—Ah… —dijo Joséphine, soñadora.
—¿Ese es todo el efecto que te produce?
Joséphine se irguió, cruzó los brazos y meneó la cabeza, como si intentara hacerse una opinión.
—¡Mamá, espabila! No te estoy hablando de la última mini-falda de Victoria Beckham, o del cráneo afeitado de Britney Spears, sino de tu marido…
—¿Y dices que no ha sido él quien ha escrito las cartas? —dijo Joséphine en lo que parecía un esfuerzo terrible por interesarse en la conversación.
—Pero ¿qué te pasa, mamá? ¿Estás enferma? —se inquietó Zoé.
—No. Sólo cansada. Tan cansada…
—Bueno, entonces… —continuó Hortense—. No ha sido él quien escribió las cartas, sino ella. Ella imitaba su letra. Al final, él estaba tan destrozado que era ella la que iba al despacho, rellenaba los registros y firmaba las facturas para que el chinito no le pusiera en la calle. Lo sé porque eso me inquietaba. Me decía ¡debe de estar realmente mal! Un día, hasta le comenté que lo hacía realmente bien, que imitaba su letra a la perfección y me respondió que el de manicura era un trabajo de precisión, y así fue como había aprendido a imitar un montón de letras diferentes, que le sirvió de ayuda varias veces en su vida… Y ante eso, ¿qué dices?
—Digo que es complicado…
Joséphine hizo una pausa y, triturándose los dedos, añadió, como en un lamento:
—No os lo he contado todo. Existen otras señales de vuestro padre.
Y evocó al hombre del jersey rojo de cuello alto del metro.
—¡Pero si es lo mismo! ¡Es simplemente imposible! Él detestaba el rojo —se enfadó Hortense—. Decía que era vulgar. Nunca se hubiese puesto un jersey rojo, hubiera preferido ir desnudo. ¡Y además de cuello alto! ¡Se diría que no viviste veinte años con él! Era puntilloso para cosas sin importancia y se dejaba apabullar por el resto. Acuérdate, mamá, despierta, ¡haz un esfuerzo!
—Hay otra cosa rara.
Joséphine contó lo de los puntos del Intermarché.
—¿Y eso? ¿No es una prueba de que está vivo? La tarjeta del Intermarché la teníamos los dos: él y yo.
—Quizás alguien la robó… —sugirió Hortense.
Se miraron en silencio.
—¿Y por qué no se habría servido de ella enseguida? ¿Quién habría esperado dos años para utilizarla? No, eso no se sostiene.
—Quizás tengas razón —concedió Hortense—. Eso no impide que no haya sido él quien ha escrito las cartas, estoy segura de ello.
—Ha vuelto, no se atreve a mostrarse porque ha caído muy bajo, entonces, esperando recuperarse como siempre ha soñado, escribe las cartas y vive de mis puntos Intermarché… Siempre ha sido así, vuestro padre: un dulce soñador aplastado por la vida. A mí no me extraña tanto…
Du Guesclin se había acostado a los pies de Joséphine y su mirada iba de una a otra como si siguiera los argumentos de cada una.
—Estoy de acuerdo con lo del hombre del metro —añadió Joséphine—. Yo pensé lo mismo que tú. Quizás tengas razón sobre las cartas, tú conoces a Mylène, pero están los puntos robados, y eso no lo he soñado. Iphigénie estaba conmigo, podrá contártelo…
Entonces oyeron la vocecita temblorosa de Zoé que murmuró:
—Los puntos del Intermarché…, he sido yo. Cogí la tarjeta de la cartera de papá cuando estábamos en Kilifi para jugar a las compras y me dijo que podía quedármela, que ya no iba a utilizarla. Y después, un día, la utilicé de verdad. Comencé hace unos seis meses aproximadamente…
—Pero ¿para qué? —preguntó Joséphine, emergiendo de su ensimismamiento.
—Por culpa de Paul Merson. Cuando quedábamos en el trastero, decía que todo el mundo debía participar, y no me atreví a decírtelo porque me habrías hecho un montón de preguntas y…
—¿Quién es Paul Merson? —preguntó Hortense, intrigada.
—Es un chico del edificio. Zoé se reúne a menudo con él y con otros, en su trastero —respondió Joséphine—. Continúa Zoé…
Zoé recuperó el aliento y prosiguió:
—Y además, Gaétan y Domitille no tenían dinero, porque su padre es muy severo, no tienen derecho a nada de nada, e incluso les obliga a llevar diferentes colores para cada día…
—¡Pero qué estás contando! ¡No entiendo nada! ¡Ve derecha al grano! —dijo Hortense.
—Entonces yo hacía las compras para todo el mundo, gracias a los puntos de la tarjeta de papá…
—¡Ah! —murmuró Joséphine—, ahora lo entiendo…
—Y eso hace mi hipótesis aún más creíble —prosiguió Hortense—, las cartas las escribió Mylène, el hombre del metro se parecía a papá, pero no era él, y los puntos del Intermarché los gastaba Zoé. Pues sí que era hora de que viniese, ¡sois muy peligrosas cuando os dejo solas! ¡Tú, mamá, ves fantasmas y Zoé se monta juerguecitas en el trastero! ¿No habláis nunca entre vosotras?
—No me atreví a decíroslo para no daros falsas esperanzas… —se excusó Joséphine.
—Resumiendo: ¡un lío total! ¿Y por eso se te ocurrió lo del Papatabla, a ti?
—Pues sí… Pensaba que volvería pronto y así la espera se haría menos larga.
—Me has mentido, Zoé —dijo Joséphine—. Has robado y has mentido…
Zoé enrojeció y balbuceó:
—Fue cuando no nos hablábamos… No iba a contarte eso. Tú hacías tus tonterías y yo las mías.
Joséphine suspiró: «¡Qué desastre!». Hortense intentaba comprender, pero ante la expresión de derrota de su madre y su hermana, renunció y retomó el hilo de su argumentación:
—Bueno…, ahora debemos tener una pequeña conversación con Mylène. Que se deje de escribir cartas falsas. ¿Sabes cómo hallarla?
—Marcel lo sabe. Tiene su teléfono… Me lo dio en Navidad, pero lo he perdido. Pensé en llamarla cuando llegó la primera carta y después… No tenía ganas de hablar con esa chica.
—¡Y tenías razón! En mi opinión está como una cabra… Debe de aburrirse como una rata castrada en China, y juega a ser madame de Sévigné. Se monta historias. Se siente sola, el tiempo pasa, no tiene críos y se imagina que somos sus hijas. Voy a llamar a Marcel.
—Y entonces ¿papá está realmente muerto? —preguntó Zoé, que temblaba de pena.
—No hay mil formas de estar muerto, Zoé. O se está o no se está y, en mi opinión, ¡lo está desde hace mucho tiempo! —respondió Hortense.
Zoé miró a su hermana como si acabara de matar a su padre definitivamente, y estalló en sollozos. Joséphine la estrechó entre sus brazos. Du Guesclin se puso a gemir al unísono, balanceando la cabeza como las antiguas plañideras bajo sus velos negros. Hortense le soltó una patada.
Al final de la tarde, intentó llamar a Marcel a su casa. Su teléfono sonaba constantemente ocupado.
—Pero ¿qué están haciendo? ¡Me apuesto a que se está tirando a Josiane, y han descolgado el teléfono! ¡A su edad ya no se folla, se riegan los geranios y se juega a la brisca!
* * *
Hortense tenía razón. Y se equivocaba. Marcel había descolgado efectivamente el teléfono, pero no se estaba tirando a Josiane. Más bien al contrario, estaba intentando que se pusiese de pie.
Había reunido en su salón a madame Suzanne y a René. Júnior, sentado en su Baby Relax, roía una corteza de queso salivando abundantemente y exhibiendo sus grandes encías rojas. Josiane yacía en un sillón, envuelta en un chal de lana. Tiritaba. ¿Por qué la miraban todos así? ¿Tengo monos en la cara? ¿Y por qué estoy en bata a las siete de la tarde? Hacía algún tiempo que no se cuidaba mucho, pero al menos podría haberse arreglado. ¿Y por qué tiemblo? Estamos en pleno mes de julio. Es cierto que no voy bien en este momento. Estoy como una gallina detrás de un fuera-borda.
Madame Suzanne se había colocado a sus pies y le masajeaba el tobillo derecho. Envolvía su pie con sus manos suaves, y presionaba sobre puntos precisos. Sus cejas se juntaban como las asas de una cesta, y su respiración se hacía más intensa.
—Siento con claridad que está agarrada, pero no veo nada… —dijo al cabo de unos minutos.
René y Marcel se inclinaron hacia ella para servirle de apoyo. Josiane reconoció el olor que emanaba la camisa de su hombre. Eso le recordó noches salvajes de cópula, y suspiró pensando que hacía una eternidad que no se habían dado un revolcón. Le había perdido el gusto a todo.
Madame Suzanne empezó hablando lentamente, suavemente para no asustar a su paciente:
—Josiane, escúcheme bien, ¿tiene usted enemigos?
Josiane negó débilmente con la cabeza.
—¿Ha dañado usted consciente o inconscientemente a alguien, que pudiese albergar ideas de venganza hasta el punto de desear su muerte?
Josiane reflexionó y no encontró a nadie a quien hubiese podido ofender. En su familia, su unión con Marcel había suscitado celos, había recibido peticiones de dinero que no había satisfecho, pero de ahí a tirarla por la ventana ¡no! Recordaba el día en el que había querido saltar por el balcón, recordó la silla, la balaustrada, la llamada del vacío, las ganas de terminar con esa languidez mortal que envenenaba sus venas. Olvidar. Olvidarlo todo. Subirse a una silla y saltar.
—He podido cometer indelicadezas, yo hablo con franqueza, pero nunca he hecho daño conscientemente… ¿Por qué me pregunta eso?
—Limítese a responder a mis preguntas…
Madame Suzanne le palpaba el pie, la pierna, cerraba los ojos, los volvía a abrir. Marcel y René seguían todos sus gestos balanceando la cabeza de arriba abajo.
—¿Estás seguro de que no está enferma? —preguntó René, al que le parecía que Josiane tenía el color de un lavabo.
Ese gran chal en pleno mes de julio y el temblor de todos sus miembros no le decían nada bueno.
—He mandado que le hiciesen todos los exámenes posibles. No tiene nada… —respondió Marcel.
—Me ayudaría mucho tener uno o dos nombres de personas susceptibles de desearle el mal. Eso me pondría sobre el camino… Dígame nombres al azar, Josiane.
Josiane se concentró y permaneció muda.
—No intente pensar. Suelte nombres de personas tal como le vengan a la cabeza.
—Marcel, Júnior, René, Ginette…
—¡Eh, no…! ¡No puede venir de nosotros! —gritó Marcel.
—Quizás venga de su lado —dijo madame Suzanne dirigiéndose a Marcel—. ¿Un rival? ¿Un empleado despedido?
Se miraron, perplejos. Marcel se secaba la frente, René mascaba un palillo de dientes. Júnior se agitaba en su silla y lanzaba gritos furiosos.
—¡Quédate tranquilo, Júnior, es un momento importante! —gruñó Marcel.
—No… Déjele —intervino madame Suzanne—. Intenta decirnos algo. Vamos, ángel mío. Habla…
Fue entonces cuando Júnior se puso a dar saltos en su Baby Relax, y a realizar gestos extraños: imitaba una hélice girando por encima de su cabeza y hacía pompas sonoras con su boca.
—Le suenan las tripas porque tiene hambre, y está harto de que nadie se ocupe de él —traducía Marcel—. Los niños son egoístas, cuando les ruge el estómago ¡no piensan en nada más!
Madame Suzanne hizo una seña para que se callara y plantó su mirada en la de Júnior.
—Este niño quiere decirnos algo…
—Pero si no habla, ¡tiene quince meses! —exclamó René.
—A su manera intenta comunicarnos algo.
Júnior se calmó inmediatamente y dibujó una amplia sonrisa. Levantó el pulgar en el aire como diciendo: «Muy bien, señora, va usted por buen camino», y repitió su gesto de helicóptero que despega.
—¡Se diría que estamos jugando al Pictionnary! —dijo René, estupefacto—. ¡Es cierto que quiere hablar, el chaval!
—¿Ha tenido usted relación con un piloto? —preguntó madame Suzanne a Josiane sin dejar de mirar al niño.
—No —dijo Josiane—. Ni piloto, ni marinero, ni militar. No me gustan los uniformes. Me iban más los tipos ordinarios.
—¡Muy halagador para ti! —bromeó René.
—¡Calla, vas a interferir las ondas! —soltó Marcel mandándole a paseo.
—¿O alguien que llevara una aureola o un gran sombrero? —probó madame Suzanne siguiendo los gestos insistentes de Júnior.
—¿Un pastor? —sugirió René.
Júnior negó con la cabeza.
—¿Un cow-boy? —dijo Marcel.
Júnior adoptó un aire exasperado.
—¿Un mariachi? —dijo René, haciendo el gesto de rascar una guitarra imaginaria.
Júnior lo fulminó con la mirada.
—¿Madame de Fontenay? —intentó Marcel, que se concentraba pasando revista a todos los tocados famosos de la Historia.
Júnior hizo una pausa, agitó sus manos en señal de más o menos. Y, como no adivinaban, el niño hizo una señal de borrarlo todo e intentar otra cosa. Le miraban fijamente, Josiane se preguntaba si su hijo no tendría convulsiones.
Júnior imitaba ahora a un animal. Se puso a balar, imitó dos cuernos y una perilla. Madame Suzanne enrojeció violentamente.
—No va a ser una cabra…
Júnior insistía. Apuntaba con su dedo hacia ella para indicarle que iba por buen camino.
—¿Un chivo? —dijo entonces madame Suzanne.
Bien, bien, no está mal, parecía decir Júnior pedaleando con sus piececitos regordetes. Ahora se arrugaba el rostro con sus dos manos y hacía una mueca horrible.
—Un chivo viejo…
Aplaudió con fuerza. Y le animó, volviendo a realizar su señal de la hélice encima de su cabeza.
—¿Un viejo chivo con una hélice o un gran sombrero en la cabeza?
Júnior lanzó un grito de alegría, un grito de alivio, y se dejó caer sobre su silla, agotado.
—¡Henriette! —exclamó René, inspirado—. ¡Es Henriette! El viejo chivo con un sombrero en la cabeza como un platillo volante.
Júnior aplaudió y estuvo a punto de tragarse su corteza de queso, pero Marcel estaba atento y se la retiró a tiempo de la boca.
—¡Henriette! —exclamaron Marcel y René al mismo tiempo—. ¡Es ella la que ha embrujado a Bomboncito!
Madame Suzanne, arrodillada, había entrado por fin en el alma y el destino de Josiane. Exigió el mayor recogimiento y en el salón se hizo un silencio de catedral. Los dos hombres esperaban codo con codo a oír el diagnóstico de madame Suzanne. Júnior también. Sostenía sus pies con las dos manos y los sacudía para acelerar el tiempo, pareciendo decir «hay que actuar deprisa, deprisa…».
—En efecto, es alguien llamado Henriette… —murmuró Suzanne, inclinada sobre el pie de Josiane.
—¿Cómo es posible? —dijo Marcel, pálido como quien ve una aparición.
—Los celos y el afán de dinero… —prosiguió madame Suzanne—. Va a visitar a una mujer, a una mujer muy gorda con corazones rosa por toda su casa, una mujer que tiene acceso al mal y que ha trabajado a Josiane… Las veo juntas. La mujer gorda suda y reza a una Virgen de escayola. La mujer del gran sombrero le entrega dinero, mucho dinero. Entrega una foto de Josiane a la mujer gruesa que la coloca bajo influencia, la trabaja, la trabaja… ¡Veo los alfileres! Va a ser arduo, va a ser duro ¡pero debería conseguirlo!
Se concentró en los pies, en las pantorrillas de Josiane, la agarró de las manos y pronunció palabras incomprensibles, fórmulas que sonaban a latinajos. Marcel y René escuchaban, pasmados. Júnior asentía con la cabeza, con aire de entendido. Distinguieron una frase que pedía «a los demonios salir». Josiane hipó y vomitó un poco de bilis. Madame Suzanne la limpió sosteniéndole la nuca. Josiane balanceaba la cabeza, con los ojos en blanco, y baba en los labios. Júnior sonreía. Después, madame Suzanne comenzó un ritual de pases alrededor del cuerpo de Josiane. Aquello duró unos diez minutos. Se enfadó, y ordenó a los malos espíritus que se rindieran y abandonasen ese cuerpo.
Marcel y René se echaron hacia atrás, aterrados.
—Prefería tu historia del grajo… Era más poética.
—¡Yo también! —murmuró René, que no creía lo que veía.
Júnior les hizo callar con la mirada. Bajaron los ojos, contritos.
Por fin, madame Suzanne se incorporó, se frotó los riñones y declaró:
—Se recuperará. Pero estará agotada.
—¡Aleluya! —exclamó Júnior levantando los brazos al cielo.
—¡Aleluya! —repitieron René y Marcel, que no sabían qué pensar.
Josiane, embutida en su chal de lana, se puso a temblar y se dejó caer al suelo, inerte.
—Ya está… Está liberada —constató madame Suzanne—. Ahora va a dormir y, durante su sueño, la limpiaré a conciencia… Recen por mí, el enemigo es tenaz, voy a necesitar todas mis fuerzas.
—¡He olvidado las oraciones! —dijo René.
—Di lo que te parezca y empiezas diciendo «gracias»… —le aconsejó Marcel—. Las palabras dan igual, es el corazón el que habla.
René refunfuñó. ¡No había venido a recitar beaterías!
—¿Cuánto le debo? —preguntó Marcel.
—Nada. Es un don que he recibido y no debo ensuciarlo aceptando dinero. En otro caso me sería retirado inmediatamente. Si quiere usted dar, hágalo por su cuenta.
Guardó sus aceites y sus cremas, sus bastoncitos de incienso y su gran cirio blanco y se retiró, dejando a los dos hombres absortos, a Júnior orgulloso y a Josiane dormida.
Y el teléfono descolgado.
* * *
—Pero ¿qué le pasa a mamá? —exclamó Hortense, que desayunaba en la cocina con Zoé—. ¡Está en la luna!
Eran las doce y media, y las dos chicas acababan de levantarse. Joséphine les había preparado el desayuno como un fantasma distraído. Había puesto café en la tetera, miel en el microondas y había dejado quemar las tostadas en la tostadora.
—Los asesinatos en serie, que le han aflojado un tornillo —aventuró Zoé—. La policía la convocó otra vez tras la muerte de la mujer poli. Los han llamado a todos para interrogarlos, a toda la gente del edificio…
—Cuando la vi en Londres, estaba normal. Vivaracha, incluso.
—¿Cuándo la viste? —exclamó Zoé.
—Hace quince días. Tenía cita con su editor inglés.
—¿Estaba en Londres? Nos había dicho que iba a una conferencia en Lyon. ¡Nos dio la lata con un montón de explicaciones! Incluso me pareció que demasiadas. Pero bueno… Siempre se pasa cuando habla de la Edad Media…
—¡No! Estaba en Londres y la vi como te veo a ti…
—¿Ves?, a fuerza de no tener noticias tuyas, ¡yo no sé nada!
—¡Detesto dar noticias! Es una chorrada y además no siempre hay algo que decir. ¿Por qué habrá mentido? No es su estilo…
Zoé y Hortense se miraron, intrigadas.
—Creo que lo sé —dijo Zoé, misteriosa.
Calló un momento como para ordenar sus pensamientos.
—¡Suéltalo! —ordenó Hortense.
—Creo que ha ido a ver a Philippe y no ha dicho nada por culpa de Iris.
—¿Philippe? ¿Y por qué habría mentido para verle?
—Porque está enamorada…
—¡De Philippe! —exclamó Hortense.
—Los sorprendí la noche de Nochebuena en la cocina dándose un morreo.
—¿Mamá y Philippe? ¡Estás completamente loca!
—No, no estoy loca y eso lo explica todo… Ha mentido a Iris, le ha dicho que iba a Lyon para un seminario y se ha marchado con él… a Londres. Lo sé porque intenté llamarla, y salió un contestador en inglés en su móvil. ¡Ahora lo entiendo!
—¿Y a ti no te lo ha dicho?
—Debió de temer que metiera la pata y lo dijera delante de Iris. Simplemente me dijo que me llamaría ella. Y además sabía que yo estaba en casa de Emma. No tenía por qué preocuparse.
—¡Pero bueno! ¡La vida sentimental de mamá no deja de fascinarme! Creía que salía con Luca, ya sabes, ¡el tío bueno de la biblioteca!
—Lo largó. De la noche a la mañana. De hecho, tengo que decirle que le he visto rondar varias veces por el barrio, a Luca el guapo. No sé qué ha pasado con esos dos…
—¡Ha largado a Luca! —dijo Hortense, estupefacta—. Pero ¿por qué no me has dicho nada?
—Yo no estaba, no tenía ganas de hablar de ello y, peor aún, estaba muy enfadada con mamá.
—¿Enfadada? ¡Pero si Philippe está como un tren!
—Estaba traicionando a papá.
—¡Qué dices! ¡Pero si fue él quien la dejó plantada por Mylène!
—Eso no impide…
—¡No le estaba traicionando para nada! ¡Tienes muy poca memoria, Zoé!
—¡Digamos que estaba enfadada con ella! ¡Es bastante desagradable ver a tu madre enrollándose con tu tío!
Hortense borró el argumento con la mano y preguntó:
—¿E Iris? ¿No sospecha nada?
—Pues no… Dijo que iba a un seminario en Lyon. Y además, Iris, desde hace algún tiempo, está en otro planeta. Le ha echado el ojo a Lefloc-Pignel. Hoy comía con él…
—¿Quién es Lefloc-Pignel?
—Un tío del edificio… A mí no me gusta ¡pero está de muerte!
—¿El tío guapo que vi en Navidad y que quería endorsarle a mamá?
—Exacto. No me gusta, ¡no me gusta! Gaétan es su hijo…
—Ese con el que vas al trastero.
Zoé ardía de ganas de decir a Hortense: «Y yo estoy enamorada de Gaétan», pero se retuvo. Hortense no era una sentimental, temía que barriese su amor de un manotazo, con una fórmula lapidaria. Si le cuento lo del globo que se hincha en mi corazón, se va a morir de risa.
—¡Pues sí que está cambiando mamá! ¡Se da el lote con Philippe! ¡Eso sí que es interesante!
—Sí, pero también está triste…
—¿Crees que no ha funcionado lo de Philippe?
—Si hubiese funcionado, ¡no estaría triste!
Sintió otra vez ganas de añadir: «Yo lo sé, porque estoy enamorada y tengo ganas de bailar todo el rato». Pero se retuvo. A veces, me dice que soy su Nicole Kidman. Completamente idiota, pero me encanta. Empezando porque no soy rubia platino, y además no mido dos metros dieciséis, tengo pecas y las orejas despegadas. Pero bueno, me gusta cuando me dice eso, me creo todavía más guapa. Gracias a toda esa belleza que él ha inyectado en mí, ¡he sacado una matrícula en el examen! Se va un mes de vacaciones en agosto y tengo miedo de que me olvide. Él me jura que no, pero me tiemblan las piernas.
Hortense fruncía el ceño y reflexionaba. Seguramente no era el buen momento para confiarse. El problema con Hortense es que rara vez es el buen momento.
—¿Me das un abrazo? —susurró Zoé.
—Preferiría que no. No se me dan muy bien ese tipo de cosas, pero puedo darte un empujón, si quieres.
Zoé se echó a reír. No sólo Hortense era el colmo de la clase, sino que, además, era divertida.
—¿No tenías una cita esta tarde?
—¿En Jean-Paul Gaultier? No. Se ha aplazado a mañana…
—Podríamos ver Thelma y Louise…
—¡Pero si ya la hemos visto cien veces!
—¡Me encanta! ¡Cuando Brad Pitt se desnuda y después, cuando explota el camión! ¡Y al final, cuando vuelan las dos juntas!
Hortense dudaba.
—¡Di que sí! ¡Di que sí! Hace muchísimo tiempo que no la vemos juntas.
—De acuerdo, Zoétounette. ¡Pero dos veces, no!
Zoé lanzó un grito de victoria, y fueron a acurrucarse la una contra la otra en el sofá del salón, frente a la televisión.
—¿Y dónde está mamá? —preguntó Hortense antes de pulsar el «Play».
—En su habitación, trabajando. No para de trabajar. Seguramente para olvidarse de todo…
—Ningún hombre se merece que a una se le rompa el corazón —decretó Hortense—. ¡Recuerda bien eso, Zoé!
Vieron la película dos veces. Pasaron y repasaron el momento en el que Brad Pitt se quita la camiseta. Hortense pensó en Gary y se disgustó, Zoé tenía ganas de contar lo de Gaétan, pero se retuvo. Aplaudieron cuando explota el camión y, al final, cuando las dos mujeres se lanzan al vacío, gritaron agarradas de la mano. Zoé pensaba que había muchas formas de alcanzar la felicidad, con Gaétan y con su hermana. No era la misma felicidad, pero la sensación era igual. Ya no aguantaba más guardarse el secreto para ella sola. Tenía que contárselo a Hortense. Y peor para ella si se burlaba.
—Voy a contarte un secreto… —susurró—. A decirte la maravilla más grande del mundo que…
No tuvo tiempo de terminar su frase. Iris entraba en el salón y se dejaba caer sobre un sillón, soltando bolsas llenas de ropa que se derramaron a sus pies.
—¿No está aquí vuestra madre?
—Sí, en su habitación —respondieron las dos chicas a coro.
—Se pasa el día en su habitación. Menudo tostón.
—Está estudiando para su HDI —respondió Zoé—. Es un trabajo monstruoso, ¿sabes?
—¡Siempre la he conocido estudiando! La cantidad de tiempo que habrá pasado con sus libros…
—Tú, en cambio, prefieres pasarlo de tiendas —se burló Hortense.
Iris ignoró la puya y blandió sus bolsas.
—¡Creo que está loco por mí!
—¿Ha sido él quien te ha pagado todo eso? —se atragantó Hortense.
—Ya te lo he dicho: está loco por mí…
—Pero si está casado —protestó Zoé—. ¡Y tiene tres hijos!
—Me ha invitado a comer, en un restaurante encantador en el hotel Lancaster, te desmayas de placer con cada bocado, y después hemos dado un paseo, Campos Elíseos, avenida Montaigne y, en cada tienda, ¡me cubría de regalos! ¡Un auténtico príncipe azul!
—¡Los príncipes azules no existen! —declaró Hortense.
—¡Él sí! Me trata como a una princesa. Con cortesía, delicadeza, devorándome con los ojos… Y además es guapo, ¡qué guapo es!
—Está casado y tiene tres hijos —repitió Zoé.
—¡Conmigo se olvida de todo!
—Bonita mentalidad —suspiró Zoé.
—Voy a guardar todo esto en mi habitación…
—Es la mía —protestó Zoé una vez que Iris se había marchado—. ¡Por culpa de ella estoy durmiendo en el despacho de mamá, y ella trabaja en su habitación!
—¿No te gusta Iris?
—Me parece que no trata bien a mamá. ¡Se diría que está aquí en su casa! Hace venir a su profe de gimnasia, invita a Henriette, habla horas y horas al teléfono con sus amigas… Resumiendo, se cree que está en un hotel y mamá no dice nada.
—¿Mamá ha vuelto a ver a Henriette?
—Cenaron juntas las tres y desde entonces, no la hemos vuelto a ver.
—Pero bueno, ¡sí que pasan cosas aquí cuando no estoy!
* * *
Iris sacó sus compras de las bolsas y las colocó sobre la cama. Cada vez que sacaba un vestido, recordaba la mirada de Hervé. Se rio acariciando la piel blanda y suave de un bolso Bottega Veneta. Un gran capazo acolchado en piel plateada. ¡Soñaba con uno! Había elegido, además, un vestido de algodón color marfil y sandalias a juego. El vestido tenía un cuello chal escotado, la cintura estrecha, pliegues que caían en corola fluida. Le quedaba perfecto. Podría ser un vestido de novia…
Habían comido, mirándose a los ojos. Él le había hablado de negocios. Le había explicado cómo la empresa de plásticos número cinco compraba a la número cuatro para convertirse, quizás, en la número uno mundial. Después había farfullado: «Debo de estar aburriéndola. ¡No se debería hablar nunca de negocios con una mujer hermosa! Vamos a ir de compras para recompensarla por haberme escuchado atentamente…». Ella no se había negado. El colmo de la virilidad, según ella, era un hombre que la cubría de regalos. Él la había dejado en una parada de taxis, le había besado la mano. «Desgraciadamente, tengo que volver a trabajar». «¡Qué hombre tan exquisito!».
Sus primeros regalos. Ya se estaba animando. Pronto llegaría el primer beso, la primera noche juntos, ¡un fin de semana, quizás! ¡Y para terminar la marcha nupcial y el anillo en el dedo! ¡Lala lalala! No podría casarse de blanco, por supuesto, pero el vestido color marfil serviría. Se casarían en verano… Se tumbó sobre la cama frotando el vestido contra su cuerpo.
Simplemente debía tener paciencia. No era el tipo de hombre que te daba un revolcón en una esquina, ni te acosaba. Le telefoneaba por la mañana, preguntaba si estaba libre para comer, se citaba con ella en un restaurante y se comportaba con tal galantería, que nadie hubiese podido pensar que eran íntimos. ¡Pero si no somos todavía íntimos! Aún no me ha besado. Él le había propuesto ir a comer al parque de Saint-Cloud. Es muy agradable en verano, podremos pasear por las alamedas. Ella había comprendido que sería entonces cuando la besaría, y se había ruborizado. Con él volvía a sentir las emociones de la adolescencia.
A veces le costaba ocultar sus sentimientos hacia Joséphine. Su falta de seguridad, su torpeza la irritaban cada vez más. Y además… no conseguía perdonarle del todo el escándalo del libro. Si tenía una cuenta en el banco bien llena, ¡era gracias a ella! Sentía hacia Jo una aversión celosa. Llegaba incluso hasta verse obligada a marcharse bruscamente, cuando Joséphine se ponía a hablar de sus estudios para su tesis, su HDI, DIH o IHD, no recordaba nunca el orden de esas iniciales bárbaras e incordiantes. Sin embargo, dadas las circunstancias, la vida era más agradable en casa de su hermana que sola, en la suya, con esa Carmen pegajosa como el papel matamoscas. Y además… Hervé no estaba lejos. Ella se había dado cuenta de que él elegía siempre citarse en lugares donde no le conocían. Nunca le veía los fines de semana. Esperaba, el lunes por la mañana, a que sonase su móvil. Había elegido una música especial para él. Colocaba el móvil sobre la almohada. Esperaba tres, cuatro timbrazos y después respondía. Debía reconocer que pasaba el tiempo esperándole. No tengo elección, reflexionaba, lúcida. El mes de agosto se acercaba. Su mujer y sus hijos se irían de vacaciones a la gran casa de Belle-Île.
Desplegó una gran blusa blanca de cuello alto. Para esconder las arrugas del cuello. Quitó los alfileres, el cartón y la extendió sobre la cama. Se pinchó el dedo con un alfiler y constató, abatida, que había caído una gota de sangre sobre el hermoso vestido Bottega Veneta.
Soltó un taco de rabia. ¿Cómo se quitaba la sangre de una tela de algodón marfil? Tendría que llamar a Carmen.
* * *
Henriette salió de la estación de metro Buzenval, y giró a la derecha en la calle Vignoles. Se detuvo ante el edificio decrépito de Chérubine y cogió aire. El dedo del pie derecho le dolía y el nervio ciático le molestaba en la cadera. Ya no tenía edad para coger el metro, bajar y subir escaleras, encontrarse aplastada contra anónimos de axilas apestosas. Ya podía haberse quitado el sombrero y vestirse con ropa barata, siempre tenía la impresión de que la gente se quedaba mirándola. De que sabían que escondía billetes en las copas del sujetador. Apretaba los brazos contra sus senos para prevenir el asalto de algún grosero de piel oscura, y ponía una expresión desagradable de vieja malcarada a la que no hay que acercarse. A veces, cuando percibía su reflejo en la ventanilla del metro, ¡se asustaba! Se reía, la nariz hundida en su bufanda perfumada de «Jicky» de Guerlain. Se inundaba de «Jicky» cuando cogía el metro. Era la única forma de no desmayarse. Nunca la habían agredido y, cuanto más cogía el metro, más exageraba el gesto y más adusta se volvía.
Emprendió la lenta subida de las escaleras del edificio de Chérubine, sintió el estómago revuelto por el olor a col rancia, hizo una pausa en cada descansillo, y alcanzó por fin el tercer piso. Palpó su sujetador y suspiró. ¡Cómo amaba a esos billetes! ¡Que tiernos eran al tacto! Hacían un ruido suave, enternecedor, un ruido de pajarito colocándose las plumas. ¡Seiscientos euros! Por plantar agujas. No era un regalo. Y los resultados, ya no los veo. Ya puedo pasarme el día bajo las ventanas de Marcel, que no veo el menor cuerpo aplastado sobre la acera. Pregunto a la sirvienta, en vano. Ni accidente, ni suicidio. A este ritmo, mi cuenta en el banco se va a vaciar tan rápido como una bañera de agua sucia. Ya voy por el sexto pago. Seis veces seis, treinta y seis, es decir tres mil seiscientos euros dilapidados. ¡Mucho! Demasiado.
Vio el cartel colocado sobre el timbre: Llame aquí si está perdido. ¿Estoy perdida yo? ¿Soy una de esas pobres mujeres perdidas, dispuestas a todo para volver con su hombre? Ni hablar. Disfruto de un celibato voluntario, y estoy a la cabeza de una floreciente empresa ahorrando hasta el último céntimo. Acumulo, acumulo y nunca me lo he pasado tan bien. Desvalijo mendigos, hurto, despojo, y consigo vivir sin desembolsar ni un céntimo. Y, al mismo tiempo, ¡me dejo una fortuna en manos de esa charlatana obesa! Hay algo aquí que no funciona, mi querida Henriette. ¡Reflexiona! Contempló el cartel durante un largo instante, y declaró en voz alta: «¡Pues bien, no llamaré!».
Y dio media vuelta.
Estaba perdiendo el rumbo, pensó en el trayecto de vuelta de la línea 9, palpándose las copas, escuchando su dulce ruidito. ¿Acaso me importa que Josiane y Marcel se soben? ¿No soy más feliz ahora? Me ha hecho un favor largándose. Ha dado un sentido a mi vida que antes no tenía, hay que reconocerlo. Hoy, como dicen los jóvenes cretinos, me lo paso pipa.
Ayer mismo, había robado en Hédiard. Sí, robado. Había entrado para hacer su numerito habitual de anciana llorona erosionada por la vida —se había calzado sus alpargatas rotas, y se había puesto su abrigo de pobreza pues, como es bien sabido, los pobres se visten igual en verano y en invierno— y estaba esperando para lanzar su largo lamento, cuando se dio cuenta de que estaba sola en la tienda. Las vendedoras estaban en el sótano, ocupadas chismorreando o simulando trabajar. Había abierto su gran capazo y lo había llenado: Sancerre tinto, vinagre balsámico (ochenta y un euros el frasquito de cincuenta centilitros), foie gras, fruta escarchada, bombones, crema de pepino, crema al pesto, anacardos, pistachos, pastelitos, nems, rollitos de primavera, lonchas de pierna de cordero, huevos en gelatina, quesos varios… Había arramblado con todo lo que tenía a mano. El capazo pesaba mucho, muchísimo. Casi se había dislocado el hombro. ¡Pero qué placer! Chorros de sudor cálido caían a lo largo de sus brazos. No es más que justicia: robaba a los pobres y, ahora, ¡robo a los ricos! La vida es formidable.
Debía de tener el cerebro al ralentí cuando me puse en manos de la obesa. Había dejado mi razón en el guardarropa. Podría hasta denunciarla a la policía, a esa Chérubine. Estoy segura de que sus manejos son ilegales. ¡Y no debe de declarar ni un solo céntimo! Si me amenaza con sus agujitas, se lo advierto: la entrego a la policía y al fisco. Se lo pensará dos veces.
¡En fin! Acabo de salvar seiscientos euros. Seis adorables billetes de cien euros que duermen felices, apoyados en mi seno. ¡Mis pequeños! ¡Aquí está mamá que os cuida, descansad tranquilos!
Y además, ya era hora de que cesase esos vaciados salvajes de la cuenta común. Marcel habría acabado sospechando algo. Estaría tentado de investigar esas salidas injustificadas de dinero.
Se había librado de una buena.
Bendecía ese día de julio en el que recuperaba su sentido común. ¡Vaya cara que lleva la gente en esta línea! No es culpa suya si no sonríen. Son pobre gente. Obligados a realizar un trabajo ingrato para subsistir, no se les puede pedir, además, que huelan bien y sonrían. Aunque el jabón no sea caro…
Además, se dijo, arrastrada por una ola de felicidad, en la vida hay que saber perdonar y ¡mira!, le perdono que se haya ido. Le perdono y voy a darle a mi abogado orden de iniciar el proceso de divorcio. Le exprimiré hasta la última gota, pero le devolveré su libertad. Me quedaré con el piso, y doblaré la pensión que me propone. Con todo el dinero que gano quitándoselo a los pobres y a los ricos, ¡me voy a hacer millonaria!
Salió del metro, más contenta que unas pascuas, trepó por las escaleras a paso ligero, sosteniendo sus senos a dos manos, y dejó caer una moneda de veinte céntimos en el platillo de un mendigo, tumbado sobre los escalones del metropolitano.
—Gracias, querida señora —dijo el viejo levantando su gorra—. ¡Dios se lo devolverá multiplicado por cien! Dios reconoce siempre a los suyos.
* * *
Joséphine estaba deprimida.
Joséphine vivía enclaustrada en su habitación. Pilas de informes rodeaban su cama. Saltaba por encima de ellas para acostarse.
Ya no tenía ganas de bajar a la hermosa portería de colores de Iphigénie. Se había convertido en el salón de moda, donde se habla y se comenta sin descanso los recientes asesinatos. Allí corrían los rumores más insensatos. Es un cura que, molesto por su voto de castidad, se rebela contra Roma. Es el carnicero, lo he visto en una película, es el que tiene los cuchillos más afilados. ¡No! Es un adolescente harto de su madre demasiado rígida; cada vez que le castiga, elige una víctima, una mujer sola, por la noche. Es un parado, un antiguo directivo, que no digiere su suerte y se venga. ¿Y por qué las pesquisas de la policía se concentran en el edificio A? Otra vez se quedan ellos con el protagonismo, suspiraba la dama del caniche.
Cada uno tenía su culpable ideal y destacaba los detalles sospechosos, los rostros carcelarios, los impermeables blancos. Cuando Iphigénie veía a Joséphine, le hacía grandes gestos para que se uniese a ellos. Joséphine era una fuente interesante: había sido convocada varias veces por el inspector Garibaldi. Debía de tener información inédita. Joséphine se acercaba a su pesar. Escuchaba, asentía con la cabeza, respondía no sé gran cosa, y acababan mirándola con hostilidad, con aspecto de decirse, no somos lo suficientemente buenos para usted, ¿verdad?
Solo en una esquina, refugiado en un mutismo doloroso, el señor Sandoz devoraba a Iphigénie con la mirada. Intentaba hacer oír su queja amorosa, pero Iphigénie tenía otras cosas de las que ocuparse, y le escuchaba distraída. Él se confiaba a Joséphine en voz baja, escondiendo sus uñas que nunca le parecían lo suficientemente limpias:
—No se atreve a decirme que soy demasiado viejo. Y sin embargo, hago todo lo posible por agradarle…
—Está haciendo usted demasiado —respondía Joséphine, que escuchaba un eco de su propia pena en la melancolía del señor Sandoz—. Amor no rima con prisa, muy al contrario… Es lo que me repite mi hija mayor, que es una experta en seducción.
El cuello de la camisa del señor Sandoz terminaba en dos puntúas blancas retorcidas, y llevaba una corbata negra de punto.
—No consigo aparentar indiferencia. Se lee en mi cara como en un libro abierto…
Tenemos el mismo problema, se dijo Joséphine, yo también soy previsible y transparente. A él le han bastado veinticuatro horas para cansarse.
El señor Sandoz volvía a la portería. Dejando flores y bombones sobre la pequeña consola Ikea. Eternamente vestido con un traje gris, una camisa blanca y un impermeable blanco, que llevaba en cualquier época del año. Parecía un paseante endomingado.
—Sin querer ofenderle, no es una cuestión de edad, es que… es usted demasiado gris para Iphigénie.
—Señora Cortès, yo, gris, tengo en todas partes. Tengo el corazón lleno de hollín…
También ella iba a cubrirse pronto de hollín.
Hacía dieciséis días que se habían separado en el andén de Saint Pancras. Marcaba los días dibujando rayitas en el margen de un cuaderno. Había empezado contando las horas, después había renunciado. Demasiadas rayitas que le ennegrecían la moral. Dieciséis días sin ninguna noticia de Philippe. Cada vez que sonaba el teléfono, su corazón se embalaba, escalaba la montaña, y volvía a caer como la roca de Sísifo a sus pies. Nunca era él. Pero ¿por qué no llama? Se había hecho una lista de razones y argumentaba cada propuesta.
¿Ha perdido su móvil y mis números? Poco probable.
¿Ha tenido un accidente? Lo hubiese sabido.
¿Está desbordado de trabajo? No vale.
Ha vuelto a ver a Dottie Doolittle. Posible. Y garabateaba un par de manoletinas y de pendientes.
Todavía quiere a Iris. Posible. Y dibujaba dos grandes ojos azules y rompía la mina de su lápiz.
Se siente incómodo ante Alexandre. O ante Zoé. Probable. ¿Acaso yo misma no he ocultado a las niñas que lo había visto en Londres?
O si no…, y el lápiz volvía a caer sobre la hoja.
Se había cansado después de haberla conquistado.
No le ha gustado el olor de mi cuerpo, la venita sobre mi cadera izquierda, el gusto de mi boca, el ligero pliegue de mi rodilla derecha, el borde de mi labio superior, la consistencia de mis encías… He roncado, me he entregado demasiado, no lo suficiente, he sido una pava, una boba, no beso bien, hago el amor como un adorno de jardín.
¡No se rompe con una mujer porque el espacio entre su nariz y su boca no es lo suficientemente grande, o sus encías son blandas! ¿Y por qué no? ¿Y si, en ese espacio, se ha creado un ideal de belleza, de perfección? Recordaba haber cortado, al final del bachillerato, con Jean-François Coutelier, porque sostenía que el padre Goriot tenía dos hijos. «¡No! Dos hijas, Anastasia de Restaud y Delphine de Nuncigen». «¿Estás segura? Y sin embargo yo pensaba que eran dos hijos». Le había mirado y toda la belleza de Jean-François Coutelier se había evaporado.
El deseo. Ese perfume que nunca se puede guardar en un frasco. Ya se le puede rogar, suplicar, retorcerse las manos, ofrecerle una fortuna, seguía siendo volátil y voluble.
Apeló a su padre. Te necesito, hazme una señal. Estoy hecha trizas. «… pero cuando salgas, ángel mío, con el corazón lleno de alegría, cuídate en la sombra de la pérfida naranja». «¿Y eso qué es? ¿Una cita?». «No. ¡Una advertencia! Con múltiples utilidades».
Se había caído por la escalera del hotel tras haber resbalado con una naranja.
¿Iba a perder a Philippe por culpa de una «pérfida naranja»?
Tecleó «naranja» en Google. Orange, la compañía de teléfonos, naranja, la fruta, Orange, la ciudad, La naranja mecánica, los festejos de Orange, la genealogía de los Orange. Pulsó sobre «Genealogía». Se remontó a Philibert de Chalón, príncipe de Orange, nacido en Lons-le-Saunier, que traicionó al rey de Francia, Francisco I, y se unió a las tropas de Carlos Quinto. Un traidor. Philippe me traiciona. Se ha echado en los brazos de la pérfida Albión. Lons-le-Saunier, leyó sobre la pantalla, la ciudad natal de Rouget de Lisie.
Se acurrucó en su sillón preferido, el asiento estaba bien relleno, los brazos mullidos y el dorso le sostenía bien los riñones. Mi amor se desgasta: un beso contra el horno, una cita de Sacha Guitry, una escapada a Londres y una larga espera que me deja sin aliento.
Volvía a sumergirse en su HDI y trabajaba. Hojeaba sus notas. ¿Dónde estaba? ¿En el imán que se posa sobre el vientre para conservar el niño deseado, o entre las piernas para abortar? ¿En la carta de los artesanos que exigía que el trabajo sólo se efectuara a la luz del día? Algunos maestros, para aumentar el rendimiento de sus obreros, les hacían trabajar a la luz del candil, una vez caída la noche, lo cual estaba prohibido. De ahí la expresión «trabajar en negro». Sus pensamientos vagabundeaban en desorden.
Había visto a Luca, de lejos, tras los setos de la plaza. Daba vueltas alrededor del edificio, las manos en los bolsillos de la parka. Ella se había refugiado con Du Guesclin detrás de un árbol, y había esperado a que se alejara. ¿Qué quería? ¿Se había enterado por la portera de que había ido a su casa, y conocía su doble identidad? No se atrevía a confesárselo, pero tenía miedo. ¿Y si la tomaba con ella? Du Guesclin había gruñido al percibirlo. Y se le había erizado el pelo.
Los investigadores de la brigada criminal parecían creer que el asesino vivía en el edificio. Las pesquisas se ciernen sobre todos ustedes, había dicho el inspector Garibaldi. «¿Por qué no denunció enseguida su agresión en noviembre? ¿Estaba protegiendo al culpable? ¿Lo conocía?». «¡No!», balbuceaba Joséphine, cada vez que le hacía esa pregunta —debía de ser una técnica de interrogatorio eso de hacer cien veces la misma pregunta—, «no quería preocupar a mi hija, Zoé. Su padre murió devorado por un cocodrilo, me decía que no necesitaba otra tragedia…». Él la contemplaba sacudiendo la cabeza con aire dubitativo. «¿Le plantan un cuchillo en el corazón y la primera cosa en la que piensa es en proteger a su hija?». «Por supuesto…». «Ah… ¡A eso se le llama masoquismo o no sé nada del tema! ¿Y cómo escapó a todas esas puñaladas?». Joséphine le miraba, incrédula. ¡Ya había respondido a esa pregunta! «Gracias a un paquete enviado por los amigos de mi marido, que contenía una zapatilla de deporte». El inspector sonreía, con aspecto divertido. «¡Una zapatilla de deporte! Anda… ¡Qué original! ¡Deberíamos siempre llevar una cuando salimos por la noche!». Y encadenaba con una cuestión sobre Inglaterra. «Y como por casualidad, estaba usted en Londres cuando la capitán Gallois fue asesinada… ¿Era para fabricarse una coartada?». «Fui a ver a mi editor inglés. Puedo probarlo…». «Estaba usted al corriente de que ella no la apreciaba». «Lo había notado». «Ella tenía una cita con usted al día siguiente en que fue…». «Lo ignoraba». «De hecho, dejó una nota… ¿Quiere usted leerla?».
Le había tendido una hoja en blanco en la que la capitán había escrito en grueso, con rotulador negro: Profundizar RV[25]. Profundizar RV. Profundizar RV. «Debía de querer hacerle otras preguntas durante esa cita. ¿Existía alguna disputa entre ustedes dos?». «No. Su animosidad me extrañaba. Me decía que no le gustaba mi cara». «¡Ah!», se había reído él. «¡Así es como llama usted al hecho de ser interrogada! Va a tener que encontrar otra cosa… O un buen abogado. Lo tiene usted muy mal…». Ella había estallado en sollozos. «¡Pero si le estoy diciendo que yo no he hecho nada!». «¡Eso, señora, es lo que dicen todos! Los peores criminales lo niegan todo, y juran por su madre que no han hecho nada…». Había tamborileado sobre la mesa de su despacho con los índices, imitando un solo de batería. Había interrumpido su numerito cuando otro policía había abierto la puerta del despacho. «Oye… Tenemos un nuevo testimonio ¡Un bombón! Una amiga de la camarera. Ha vuelto de un viaje de tres meses a México y acaba de enterarse de lo de su amiga. Deberías venir». «Bueno…», había concedido el inspector, «ya voy, y en cuanto a usted, puede irse, pero lo suyo no está claro. Si fuera usted ¡me lo pensaría!».
Se cruzaba con sus vecinos cada vez que salía del despacho del inspector. Estaban esperando, sentados sobre bancos de madera, en el pasillo de paredes deslucidas. No osaban hablar. Se sentían ya culpables. El señor y la señora Merson refunfuñaban, Pinarelli hijo sonreía finamente, como si conociese secretos exclusivos y sólo estuviese allí para hacer de figurante, y en cuanto a Lefloc-Pignel y los Van den Brock, estaban ofendidos.
—¡No podemos hacer nada! Si nos negamos a presentarnos, nos encierran —se escandalizaba la señora Van den Brock, cuyos ojos giraban frenéticamente en todos los sentidos.
—¡No, mujer! —la temperaba su marido—. Es insoportable, cierto, pero debemos plegarnos al procedimiento. No sirve de nada enfadarse y debemos, por el contrario, responder con una gran calma.
La señora Lefloc-Pignel había presentado un certificado médico para evitar los interrogatorios.
¿Y por qué el asesino debería ser uno de nosotros? —se interrogaba Joséphine—. ¿Acaso el tío de esa Bassonnière, con su fichero, perpetúa el espíritu de venganza de la familia, furiosa por haberse visto relegada al fondo del patio? La señorita de la Bassonnière tenía fichas de todo el mundo. ¡No sólo del edificio A! E incluso si yo conocía a tres de las cuatro víctimas, ¡eso no me convierte en cómplice! Y la camarera ni siquiera sé quién es. Esta historia no se sostiene. Es la capitán quien les ha puesto sobre mi pista. La puse de los nervios desde nuestra primera entrevista. Produzco ese efecto en ciertas personas: me ven blandengue, inerte, léase estúpida. ¿O acaso a ella no le había gustado mi libro? Hubiese querido ser escritora y le habían rechazado tres manuscritos. Y se decía ¿por qué ella y no yo? Profundizar RV. Profundizar RV. Ni siquiera está bien escrito. No se profundiza una entrevista, se profundiza una idea.
Se levantó y se fue a buscar el diccionario. Lo consultó y murmuró, tenía razón, el verbo profundizar: «Posee en sí el sentido abstracto de ahondar, analizar a conciencia». No se profundiza una cita, se propone, se prepara, se planifica, se organiza, se cancela, se aplaza, se retrasa, se escalona cuando hay varias. Y sin embargo, la capitán hablaba sin cometer errores lingüísticos, eso me había llamado la atención. Muy poca gente habla un lenguaje impecable.
Había escrito las dos letras en su cuaderno. RV, RV, RV… Rendez-vous, sí, pero también: Reseña Vaga, Razón Vacilante, Redoblar Vigilancia, Relacionar Variantes. Zoé sacó la cabeza por la puerta de la habitación, y lanzó una mirada inquieta a su madre.
—¿Qué haces, mamá?
—Estoy trabajando…
—¿Estás trabajando de verdad?
—No, estoy haciendo dibujos… —reconoció Joséphine, harta de dar vueltas a los mismos pensamientos.
—¿Me los enseñas? —pidió Zoé con vocecita de intrusa.
—No son nada del otro mundo, ¿sabes?…
Zoé fue a sentarse sobre el brazo del sillón. Joséphine le tendió la hoja rellena de RV y preparó una respuesta a la curiosidad de su hija. No quería hablar de la investigación.
—Ah… —dijo Zoé, decepcionada, dejando caer la hoja—. ¿Estás aprendiendo a escribir mensajes de texto?
—No —dijo Joséphine, sorprendida—. Al contrario, cuando envío un mensaje, escribo conscientemente cada palabra completa ¡y espero que tú hagas lo mismo! Si no, vas a perder tu ortografía.
—¡Oh! Yo lo hago. Pero los demás no. ¿Sabes qué me envió Emma, el otro día?
Zoé cogió un lápiz al lado de los RV de Joséphine:
—Un mensaje de cinco letras, QBRNK…
—¡Eso no quiere decir nada! —exclamó Jo intentando descifrar las siglas.
—Sí…, no es evidente. Piénsatelo.
Joséphine releyó las letras, al derecho, al revés, pero no lo descubrió. Zoé esperaba, orgullosa de haber descifrado el enigma sola.
—Me rindo —dijo Joséphine.
—Pronuncíalas en voz alta. Siempre hay que leerlo en voz alta para entenderlo.
—¿Cuberrenk? Sigue sin querer decir nada…
—Sí. Piénsatelo.
Joséphine retomó las cinco letras, las articuló lentamente y renunció.
—No lo consigo…
—Sí, escucha: Que BrNKa. Y después sólo queda una vocal… ¡Qué bronca!
—¡Nunca lo hubiese adivinado!
—¡A mí me llevó mis buenos cinco minutos! ¡Y eso que estoy acostumbrada!
—Mientras que yo soy una vieja y no tengo costumbre…
—Yo no he dicho eso, mamá.
Se pegó a Joséphine, le rodeó el cuello con los brazos y acercó su barriguita redonda. Zoé estaba en la edad en que se pasa de la mujer a la niña en un instante, en que se reclama un beso a un chico y un abrazo a la madre. A Joséphine le costaba imaginársela en brazos de Gaétan, aunque sus retozos serían inocentes todavía. Metió las dos manos bajo la camiseta de Zoé y la estrechó contra sí.
—¡Eres la más guapa de las mamás!
—¡Y tú siempre serás mi bebé!
—¡Ya no soy un bebé! Soy mayor…
—Lo sé, pero para mí serás siempre mi bebé…
Hundió la cara en el pelo de su hija, cerró los ojos, aspiró un olor a champú a la vainilla y a jabón de té verde.
—Hueles bien. Dan ganas de comerte…
—Oye, mamá, no sé qué hacer…
—¿Y Hortense dónde está?
—Ha ido a casa de Marcel. ¡No quiso que fuese con ella! Dijo que tenía que hablar de Mylène con él a solas…
—Así que te aburres…
—Venga, mamá, deja tu trabajo y vamos a pasear a Du Guesclin…
Joséphine sintió el cuerpo de Zoé languidecer pegado al suyo, y sintió unas terribles ganas de complacerla. Apartó sus papeles y se levantó.
—De acuerdo, amor mío.
—Pero sólo nosotras dos. ¡No nos llevamos a Iris!
Joséphine sonrió.
—¿Crees realmente que tendría ganas de caminar alrededor de un lago con un perro tullido?
—¡Oh, no! Prefiere hacer melindres con el bello Hervé… ¿Cree usted, Hervé? ¿Sabe usted, Hervé?… Dígame, Hervé, usted que es un hermoso Hervé… ¡Estoy deseando ir a la próxima cita, Hervé!
Joséphine se dejó caer sobre el sillón, aturdida.
—¿Qué has dicho?
—Esto…, nada.
—Sí. ¡Repite lo que acabas de decirme! —ordenó Joséphine con la voz temblorosa.
—¡Ella prefiere pavonearse con el hermoso Hervé! ¡Lefloc-Pignel, si prefieres! Cree que se va a divorciar y a casarse con ella. Eso no está bien, ¿sabes? Está casado y tiene tres hijos. No es que él me chifle, pero bueno… Eso no está bien.
Zoé continuó, pero Joséphine ya no la escuchaba. RV. ¿Y si la capitán Gallois se había referido a Hervé Lefloc-Pignel y Hervé Van den Brock?
Profundizar la pista de los dos Hervé. Había descubierto algo, o estaba a punto, cuando fue apuñalada. Recordó entonces la turbación de Lefloc-Pignel cuando ella había querido llamarle por su nombre de pila. En la terraza del café, frente a la comisaría, justo después de su primer interrogatorio. Se había vuelto hostil y glacial.
—¡Oh, Dios mío! ¡Dios mío! —murmuró, hundida en su asiento.
—¿Qué te pasa, mamá?
Tenía que hablar sin falta con el inspector Garibaldi.
* * *
Al día siguiente, Joséphine se presentó en el 36 del quai des Orfévres.
Esperó una hora en el largo pasillo, y vio pasar a hombres apresurados que se llamaban cerrando las puertas de golpe y hablando a gritos. Se escuchaban risas que salían a ráfagas cuando se abrían las puertas, conversaciones que cesaban cuando las puertas se cerraban. Exclamaciones, timbres de teléfonos, dos o tres que salían a toda prisa, ajustándose las pistoleras bajo el brazo. «¡Venga, acelerando! ¡En marcha, que los tenemos! ¡Como siempre, colegas, tranquis!». Achaparrados, en vaqueros y cazadora de cuero, corrían precipitadamente. En medio de ese tumulto, ella esperaba, no tan convencida como la víspera, de la pertinencia de su visita. El tiempo pasaba, ella miraba el reloj, jugueteaba con la lengüeta de la correa, rascaba con la uña una ranura del banco y fabricaba una bolita negra y la lanzaba.
Por fin el inspector Garibaldi la hizo entrar en su despacho y la invitó a sentarse. Llevaba una bonita camisa roja y el pelo negro echado hacia atrás, como sujeto con una goma. La miraba de forma insistente y ella notó que se le calentaban las orejas. Se las tapó con el pelo, se lo alisó y se lo contó todo: la escena del café con Lefloc-Pignel, su cambio de actitud cuando ella había querido llamarle por su nombre de pila y cómo se había enterado, entonces, de que Van den Brock y él se llamaban los dos Hervé.
—¿Sabe?, cuando pensaba en ellos, decía Lefloc-Pignel y Van den Brock. Se habían convertido en sus nombres. Además, como son apellidos compuestos, son ya suficientemente largos y…
Hizo una pausa y él le dijo con delicadeza:
—La escucho, señora Cortès, continúe…
—Y entonces, ayer, estaba intentando trabajar en mi HDI, es un diploma de fin de estudios universitarios, una larga tesis de miles de páginas que se presenta ante un jurado de profesores de universidad, es muy arduo, al menor error, te suspenden. Además, soy muy joven para presentarme y no me pasarán ni una…
Levantó la cabeza. Él no parecía exasperado por su lentitud. Mantenía su mirada negra bajo un paraguas de cejas gruesas. Ella adquirió confianza y se relajó. Al final ese hombre no era tan terrible. Ya ni siquiera le parecía amenazante. Debía de tener una mujer, hijos, volvía a casa por la tarde, veía la televisión haciendo comentarios sobre su jornada. Su esposa le escuchaba mientras planchaba, arropaba a sus hijos en la cama. En resumen, un hombre como los demás.
—Yo estaba allí, pensando en lo que usted me había dicho, en vez de trabajar. No comprendo que sospechen de mí. ¿Cómplice de qué? ¿Cómplice por qué? Así que reflexionaba. Y volví a pensar en su historia de «profundizar RV»… Escribí en un papel «profundizar RV» y aquello no encajaba. Soy muy sensible al estilo, a las palabras, eso procede seguramente de mi formación literaria, así que estaba dando vueltas a esas palabras cuando mi hija pequeña entró…
—¿Zoé? —dijo el inspector.
—Sí. Zoé.
Recordaba su nombre de pila. Era un punto positivo. Quizás tuviese también una pequeña Zoé. Cuando nació, habían dudado entre Zoé y Camille, pero a Joséphine le había parecido que Zoé sonaba más fuerte, que era como darle una ventaja suplementaria. Y además quería decir «vida» en griego. Antoine había acabado plegándose a su opinión.
—Zoé entró en su habitación y… —repitió el inspector, sacándola de su ensoñación.
Ella continuó intentando ser clara y precisa. Sentía que sus orejas recuperaban su temperatura normal. Él escuchaba, hundido en su sillón. Le faltaba un botón de la camisa. Cuando llegó al QBRNK y al RV que adivinaba Hervé, exclamó: «¡Joder!», arrastrando la primera sílaba y golpeando la mesa del despacho con la palma de la mano. Los objetos dispuestos sobre la mesa saltaron, y Joséphine se estremeció.
—Disculpe mi lenguaje —dijo él, dominándose— pero acaba usted de ayudarnos mucho, señora Cortès. ¿Podría pedirle que no dijese ni una palabra a nadie de nuestra conversación? A nadie. ¿Me comprende? Está en juego su seguridad.
—¿Tan importante es? —murmuró Joséphine con una vocecita inquieta.
—Va usted a pasar al despacho de al lado y le tomarán declaración escrita.
—¿Cree usted que es útil que yo declare?
—Sí. Esta usted mezclada en una extraña historia… No tenemos aún todos los implicados y los móviles, pero puede ser que usted nos haya aportado un detalle determinante para proseguir con el caso.
—¿Cree usted que eso tiene algo que ver con los diferentes crímenes…?
—¡Yo no he dicho eso, no! Y estamos lejos, muy lejos aún. Pero es un detalle y, en este tipo de casos, avanzamos gracias a los detalles… Un detalle más otro detalle conducen a menudo a la resolución de un asunto que parece muy enrevesado. Es como un rompecabezas…
—¿Puedo preguntarle por qué sospechó usted de mí? —preguntó Joséphine, armándose de valor.
—Nuestra profesión es sospechar del entorno de las víctimas. El asesino, ¿sabe?, a menudo es alguien cercano. Lo que no encaja en usted es el silencio que mantuvo tras su primera agresión. Cualquier otro, en su caso, hubiese corrido a refugiarse en la comisaría y lo hubiese contado todo. Enseguida. Usted no sólo evitó venir a declarar la agresión, sino que esperó varios días y se negó a denunciarla. Se limitó a hacer una declaración… Como si conociese al culpable y quisiese protegerlo.
—Ahora puedo decírselo… Primero pensé en Zoé, pero creo también que sospeché de mi marido.
—¿Antoine Cortès?
El inspector retiró un informe de la pila y lo abrió. Lo hojeó y leyó en voz alta.
—Fallecido a los cuarenta y tres años, entre las fauces de un cocodrilo en Kilifi, Kenya, tras haber dirigido durante dos años un criadero por cuenta de un chino, el señor Wei, con domicilio en…
Y enumeró toda la vida de Antoine. Fecha y lugar de nacimiento, el nombre de sus padres, su encuentro con Mylène Corbier, su trabajo en Gunman, sus relaciones, sus estudios, sus préstamos bancarios, el número que calzaba. No olvidó su sudoración extrema. Un resumen de la vida de Antoine Cortès, Joséphine le escuchaba, estupefacta.
—Está muerto, señora. Usted lo sabe. La embajada de Francia lo investigó y llegó a la misma conclusión. ¿Qué le hace pensar que podría estar vivo y que habría simulado su desaparición?
—Creí verlo en el metro, un día… De hecho, estoy segura de haberlo visto. Pero hizo como si no me reconociera. Y además, mi hija, Zoé, recibió cartas suyas. Escritas con su letra.
—¿Tiene usted esas cartas?
—Las conserva mi hija…
—¿Podría traérmelas?
—Hablaba de su convalecencia, de cómo había escapado al cocodrilo, y pensé que no estaba muerto, que había vuelto, que había querido asustarme…
—O eliminarla… ¿Y por qué razón?
—Estoy contando tonterías, tengo una imaginación galopante, ¿sabe usted?
—No. Respóndame.
Joséphine se retorció las manos y sus orejas volvieron a incendiarse.
—Fue en noviembre, creo. Estaba buscando un tema para una novela y arrancaba con cualquier cosa… Me dije que podría ser él porque era débil, quería tener éxito a cualquier precio, y era capaz de odiar a quienes lo han conseguido. A mí en primer lugar. Sé que es horrible lo que digo, pero lo pensé… En el mundo de hoy es terrible ser un perdedor. Te aplastan, te desprecian. Eso puede generar odios, cóleras, una necesidad irreprimible de venganza…
Él tomaba notas mientras interrogaba.
—¿En qué línea de metro le vio por primera vez?
—Sólo lo vi una vez. En la línea 6, pero sobre todo no me tome usted en serio. Fantaseaba. Quizás no era él. A él le horrorizaba el rojo, y ese día llevaba un jersey rojo de cuello vuelto y eso, conociendo a Antoine, es imposible.
—¿En esto se basa? Detestaba el rojo así que no puede ser él… ¡Es usted desconcertante, señora Cortès!
—Es un detalle y como usted dice los detalles son importantes. Antoine era muy estricto con ciertos principios…
—No con todos —le interrumpió Garibaldi—. Tengo en este informe varias descripciones de riñas violentas que tuvo con sus colegas de allí, en Mombasa. Peleas al final de la velada, una de ellas acabó mal y su marido se vio implicado… Murió un hombre.
—Eso no es posible. ¡Antoine, no! ¡Era incapaz de matar un mosquito!
—Ya no era el mismo hombre. Un hombre cuyos sueños se hunden puede volverse peligroso.
—Pero no hasta el punto de…
—¿De intentar eliminarla? Piénselo: usted ha tenido éxito, él ha fracasado. Usted se ha quedado con sus hijas, ha ganado mucho dinero, ha alcanzado un puesto en la vida y él se ha sentido humillado, ultrajado. Le echa la culpa a usted, se obsesiona. La próxima vez que busque una idea para una novela, venga a verme. ¡Yo le contaré historias!
—No es posible…
—Todo es posible y la realidad, en este campo, sobrepasa a menudo a la ficción.
Una mosca gruesa se paseaba sobre el informe de Antoine. Me he convertido en una chivata, se dijo Joséphine hundiendo las uñas en la carne de sus brazos.
—Vamos a emitir una orden de búsqueda. Usted misma decía que él podía llegar a ser bastante amargado y resentido, como para atacar a las mujeres que le habían rechazado, ofendido o amenazado como parece ser el caso de la señorita de Bassonnière, que enviaba cartas envenenadas a un montón de gente…
—¡Oh, no! —exclamó Joséphine, horrorizada—. ¡Nunca he dicho eso!
—Señora Cortès, estamos ante un caso importante. Un asesino en serie que elimina a mujeres fríamente. Y siempre siguiendo el mismo método. Piense en la camarera… Valérie Chignard, veinte años, había venido a París para ser actriz y trabajaba para pagarse las clases de teatro. Tenía toda la vida por delante y un montón de sueños. No hay que despreciar ninguna pista… Tenemos un enorme dossier sobre él, que encontramos entre las notas de la señorita de Bassonnière. Además, parece ser que su marido ha cometido, digamos, algunas irregularidades financieras antes de desaparecer… Sería, pues, interesante saber si ha simulado su muerte o si está realmente muerto.
—¡Pero si yo no he venido aquí por eso! —exclamó Joséphine, a punto de llorar.
—Señora Cortès, cálmese. No he afirmado en ningún caso que su marido sea un criminal, sólo he dicho que vamos a investigar entre la gente que anda por el metro… con el fin de eliminar o de confirmar una hipótesis. Así podrá usted librarse de esa horrible sospecha. Debe de ser terrible sospechar de su marido. Porque lo ha pensado usted, ¿verdad?
—Nunca lo pensé, sólo me vino a la mente. ¡Es muy distinto! ¡Y no he venido aquí para acusar a Antoine, ni de hecho para acusar a nadie!
Nunca, nunca volveré a meterme en lo que no me importa. Pero ¿cómo se me habrá ocurrido? Me he sentido confiada, creí que podría hablar libremente, expresar esa idea que, es cierto, me atormenta, ¡pero de ahí a denunciar a Antoine!
—¿Tiene usted otras sospechas, señora Cortès? —preguntó el inspector con voz edulcorada.
Joséphine dudó, pensó en Luca, en su violencia, en el cajón que había lanzado a una vecina, murmuró: «Tengo…» y calló. Nunca más se confiaría a un inspector de policía.
—No. Nadie. ¡Y lamento haber venido a verle!
—Ha ayudado usted a la policía de su país y, quién sabe, quizás también a la justicia…
—No volveré a decir nada. ¡Incluso si el asesino me lo confesase todo y me diese todos los detalles!
Él esbozó una sonrisita y se levantó cuan alto era.
—Entonces me vería obligado a detenerla por complicidad. Como sospechaba desde el inicio de la investigación.
Joséphine le miró con la boca abierta. ¡No iría a empezar de nuevo!
—¿Puedo marcharme? —preguntó, desamparada.
—Sí. Y recuerde: ¡ni una palabra a nadie! Y si vuelve a ver a su marido, intente ser un poco más precisa en su testimonio. Anote la fecha, la hora, el lugar, las circunstancias. Eso nos ayudará.
Joséphine asintió con la cabeza, temblorosa, y salió sin tenderle la mano ni decirle adiós.
En el viejo patio empedrado del 36 del quai des Orfévres, vio a Pinarelli hijo, ejecutando una serie de llaves marciales ante un joven inspector en vaqueros y polo Lacoste. Se movía con agilidad y realizaba contundentes ataques, que el joven esquivaba con dificultad.
Se interrumpió al verla y se acercó a ella.
—¿Y bien? ¿Qué hay de nuevo? —preguntó con mirada ansiosa.
—La rutina. Ni siquiera sé por qué me convocan. ¡Debe de ser una manía suya!
—No se equivoque, saben muy bien lo que hacen. ¡Son buenos, muy buenos! Están desplegando una cortina de humo, interrogan a todo el mundo, nos sacan información, simulan escucharnos, pero nos dirigen suavemente hasta donde quieren llegar.
Y yo he caído en su trampa, se dijo Joséphine. De cabeza. Garibaldi ha escuchado mi pequeña elucubración sobre los RV, ha simulado estar interesado y después ha seguido con Antoine. O más bien he sido yo quien ha puesto a Antoine sobre la mesa. Sin que él me pidiese nada.
—¡Un hombre atractivo, ese Garibaldi! Parece ser que hace estragos entre el género femenino. ¡Un listillo! Empieza por incomodarte, te hace creer que sospecha de ti, te desestabiliza y ¡hop! Te suelta la estocada. ¡Como en el kravmagá! ¿Conoce usted el kravmagá?
—No creo…
—Estaba haciendo una demostración al joven inspector. Lo llevó a la práctica el ejército israelí. Para matar al enemigo. No es ni un deporte, ni una disciplina, es el arte de matar en un instante. Todos los golpes están permitidos. Se pueden golpear las partes genitales e insultar al enemigo…
En su mirada surgió un resplandor de placer.
Recordó la forma en la que había agredido a Iphigénie. La violencia del golpe que le había dado cuando ella quiso intervenir, y su agilidad subiendo las escaleras. Podría contárselo a Garibaldi. Le daría una nueva pista. ¡Ya es hora de salir de aquí! Estoy viendo asesinos por todos lados.
En la calle levantó la vista y vio Notre-Dame de París. Permaneció un buen rato contemplando la fachada, hizo una mueca de disgusto al ver los autocares llenos de turistas que se dirigían a la catedral. Había dejado de ser un lugar de culto, se había convertido en el Lido o en el Moulin-Rouge.
Miró su reloj. Había pasado dos horas en las dependencias policiales. Durante dos horas, no había pensado en Philippe.
* * *
El Sapo estaba de paso por Londres y comía con Philippe. Había elegido el restaurante del Claridge, y arañaba el mantel blanco con sus uñas cortas y cuadradas.
—¿Tú sabes lo que quieren las tías de hoy? Pasta. Punto final. Yo, que no soy un canon de belleza, ¡me las tiro a todas! Hace poco una que me había mandado a paseo durante un cóctel me volvió a llamar. ¡Sí, sí, tío! Se enteraría de lo que pesaba y vino a arrastrarse a mis pies. ¡Lo pagó caro! ¡Lo que la humillé! ¡Ni te cuento!
—Es inútil —dijo Philippe con voz suave pero firme.
—¡Le hice hacer las cosas más asquerosas y ella tragó! Y cuando digo «tragó»…
Philippe le hizo una señal para que no entrase en detalles, y el Sapo adoptó una expresión de decepción. Sus deditos impacientes daban golpecitos sobre el mantel blanco.
—Todas unas zorras, te lo digo yo. De hecho, te voy a hacer una confidencia, he llegado a un punto en el que les doy palizas.
—¿No te da vergüenza?
—Ni la más mínima: les pago con la misma moneda. ¿Qué está haciendo el camarero ese? ¿Se ha olvidado de nosotros?
El Sapo consultó su reloj, un grueso Rolex de oro, que hizo girar ostentosamente.
—¡Qué clase! —apuntó Philippe.
—La pasta resulta embriagadora. Ni siquiera necesitas levantar el dedo, se echan a tus pies. ¿Y tú, cómo va tu vida sexual?
—Not your business.
—¡Nunca he comprendido cómo funcionas! ¡Podrías tenerlas a todas y nunca te has aprovechado! ¿De qué te sirve buscarle tres pies al gato? ¿Quieres explicármelo?
El camarero colocó sus platos, explicando los ingredientes con aspecto de entendido, los ojos medio cerrados, los dedos juntos. El Sapo le hizo señal de abreviar. Él se retiró, ofuscado.
—Digamos que es más interesante que encontrarle siempre cuatro.
—Es como en los negocios, ¡nunca comprendí que te retiraras! Con toda la pasta que ganabas.
—Y que continúo ganando —le hizo notar Philippe contemplando su lenguado meuniére.
Y ahora, pensó, va a anunciarme que reduce mi participación o que propondrá en la próxima reunión del consejo que me retiren el cargo de presidente. Ésa es la razón por la que me ha invitado a comer. No veo qué otra podría ser. ¡Mejor entonces facilitarle la tarea y terminar con esto!
—¡Eres realmente increíble! Tenías la mujer más guapa de París y la largas. Habías montado un negocio de oro puro y lo largas también, ¿qué estás buscando?
—Como has dicho tú mismo: ¡tres pies al gato!
—¡Pero si eso no existe, tío! Madura, madura un poco…
—¿Para ser como tú? No tengo muchas ganas.
—¡Eh! ¡No empecemos! —escupió el Sapo, con la boca llena.
—Entonces cambia de tema. Me das asco cuando hablas así. ¿Sabes qué, Raoul? Tienes el don de borrar la belleza que hay a tu alrededor. Si te dejaran solo al lado de un Rembrandt, al cabo de cuatro horas sólo quedarían una tela blanca y clavos.
—¡Cuidado! ¡Me lo voy a tomar mal! —exclamó el Sapo, apuntando su cuchillo hacia Philippe.
—¿Y eso qué cambiaría? No me das miedo. No necesito tu dinero porque tu dinero soy yo quien lo ha ganado. Y fui yo quien te eligió para que continuaras haciéndolo fructificar. No sabía que eras tan obsceno, si no me lo hubiese pensado dos veces… Conclusión, el alma de la gente sabe travestirse y la tuya la has ocultado mucho tiempo.
—¡Pues sí, tío! ¡He ganado en confianza! Ya no soy tu caniche… Y, de hecho, quería decirte…
¡Ya está! Nos acercamos al meollo del asunto. Le hago sombra. Ya no me aguanta.
—¡Tengo intención de tirarle los tejos a tu mujer!
—¿Iris? —dijo Philippe atragantándose.
—¿Tienes otra?
Philippe sacudió la cabeza.
—Está en el mercado, ¿no?
—Podemos llamarlo así.
—Está en el mercado, y no se va a quedar mucho tiempo. Así que lanzo una OPA sobre ella y me parece más cabal prevenirte. ¿No te molesta?
—Haz lo que quieras. Estamos en proceso de divorcio.
El Sapo tenía de nuevo aspecto decepcionado. Como si una gran parte del encanto de Iris residiera en el hecho de que Philippe la quisiera aún.
—La llamé el otro día. La invité a cenar y ha aceptado. Nos vemos la semana que viene. He hecho una reserva en el Ritz.
—Debe de haber caído muy bajo —soltó Philippe, despegando delicadamente un trozo de su lenguado.
—O necesita pasta. Ya no es una jovencita, ¿sabes? Sus pretensiones han bajado. Tengo mi oportunidad. De todas formas, tengo que volver a casarme. Es bueno para los negocios, y para eso, nadie mejor que Iris.
—¿Porque piensas casarte con ella?
—Un anillo en el dedo, un contrato y todo eso… Bueno, no tendremos niños, pero me da igual, ya tengo dos. ¡Y visto cómo te joden la vida!
Posó sus espesos labios en el borde de su copa de vino tinto, sorbió algunos tragos de Château-Pétrus, tragó e hizo una mueca de entendido.
—No está mal, no está mal. Visto el precio, ya puede ser bueno… Bueno, ¿cuento con tu permiso? ¿Tengo vía libre?
—Tienes incluso una autopista. Pero no me extrañaría que ella desapareciese por la primera salida…
—El que no intenta nada no consigue nada. Y ella, debo decirlo, ¡me aportaría! Casándome con la bella Iris, doy lustre a mi blasón.
Lanzó una risa llena de flemas, escupió una, atascada en la garganta. Después desgarró un panecillo y lo untó con mantequilla. Tenía ya tres michelines y se preparaba un cuarto.
—¿Puedo hacerte una pregunta, Raoul?
El Sapo sonrió jactancioso y contestó:
—¡Suéltalo, tío, no te tengo miedo!
—¿Has estado ya enamorado, pero enamorado de verdad?
—Una vez —dijo el Sapo limpiándose los dedos sobre el mantel blanco.
Un velo de tristeza oscureció su ojo derecho y el párpado se agitó con un tic nervioso. Philippe concibió esperanzas. Ese hombre odioso tiene corazón, ese hombre odioso ha sufrido.
—¿Y ya has tenido alguna gran pena de amor?
—La misma vez. Estuve a punto de morirme de lo que sufría. Te lo juro, no me reconocía.
—¿Y cuánto duró tu pena?
—¡Una eternidad! ¡Perdí seis kilos! Figúrate… Tirando por lo bajo: tres meses. Y después, una noche, unos amigos me llevaron a un club un poco especial, ya me entiendes, me tiré a cuatro chavalas una detrás de otra, cuatro zorras que me la chuparon bien y ¡hop!, ¡se acabó, como nuevo! Pero esos tres meses, tío, se quedaron grabados aquí…
Posó su mano en el corazón e hizo una mueca, como de payaso triste. Philippe tuvo ganas de echarse a reír.
—¡Ten cuidado con Iris! ¡Lo que tiene ella no es un corazón, es una placa de hielo!
El Sapo levantó los pies a la altura de la mesa, grandes pies embutidos en un par de Tod’s.
—¡No te preocupes! ¡He aprendido a patinar! Entonces, estamos seguros, tengo tu bendición, ¿no? ¿No irá a jodernos los negocios?
—¡Es un asunto cerrado y bien cerrado!
Y no miento, se extrañó Philippe, que se había sorprendido hablando como el Sapo.
* * *
Terminada la comida, Philippe volvió a casa a pie. Caminaba mucho desde que vivía en Londres. Era la única forma de conocer la ciudad. «Entre Londres y París, la diferencia es que París está hecha para los extranjeros y Londres para los ingleses. Inglaterra ha construido Londres para su propio uso, Francia ha construido París para el mundo entero», había declarado Ralph Emerson. Para conocer la ciudad, había que gastar las suelas.
¡Y pensar que he trabajado con el Sapo! Yo le elegí, le contraté, me pasé veladas enteras preparando sus casos, viajé en avión, bebí, comí, sonreí ante la falda demasiado corta de una azafata. Una noche, en Río, habían compartido una habitación, el hotel estaba completo. Llevaba slips negros que adquiría por paquetes, en la gran superficie donde hacía sus compras de soltero cuando su mujer le dejó. Una morena guapa, de pelo largo, espeso. ¡Intentarlo con Iris! Vaya cara que tiene.
Se detuvo en un quiosco, compró Le Monde y The Independent. Subió por Brook Street, bordeó las hermosas casas blancas de Grosvenor Square, pensó en los Forsythe, Arriba y Abajo, giró en Park Lañe y entró en Hyde Park. Las parejas dormían, abrazadas, sobre la hierba. Los niños jugaban al cricket. Las chicas, echadas sobre las tumbonas, se habían remangado los vaqueros y se bronceaban. Un anciano, vestido completamente de blanco, leía el periódico, de pie, inmóvil sobre la hierba. Chiquillos subidos en sus monopatines adelantaban a los corredores rozándoles. Iría hasta la Serpentina y subiría por Bayswater. O se tumbaría en la hierba y acabaría su libro. Claro de mujer de Romain Gary. Tendría que haberle leído las palabras de Gary al Sapo. Decirle que un hombre, uno de verdad, no es el que se tira más mujeres o hace que se la chupen tragonas anónimas, sino el que escribe: «No sé lo que es la feminidad. Acaso sea sólo una forma de ser un hombre». Me horroriza porque el hombre que fui y que reía con él, me da asco. Y no conozco todavía al hombre en que me estoy convirtiendo. Cada día me arranca una parte de mi antiguo yo. Y me dejo despojar, con la gracia tranquila de quien espera que los nuevos hábitos estén lo suficientemente usados como para que sienten bien.
Hacía dieciocho días que ella se había marchado, dieciocho días que él permanecía en silencio. ¿Qué decir, al cabo de dieciocho días, a una mujer que te coge de la mano y se ofrece sin calcular? ¿Que tanta prodigalidad le hacía retroceder? ¿Que estaba petrificado? Se decía que nunca tendría brazos suficientemente largos para recibir todo el amor que dispensaba Joséphine. Tendría que inventar palabras, frases, juramentos, contenedores, trenes de mercancías, estaciones de carga y descarga. Ella había entrado en él como en una habitación vacía.
No debería haberse marchado. Habría amueblado esa habitación con sus palabras, sus gestos, sus abandonos. Le habría dicho en voz baja que no fuese tan deprisa, que yo era un debutante. Se puede improvisar un beso sobre el andén de una estación, repetirlo contra un horno sin pensarlo, pero cuando, de pronto, todo se vuelve posible, uno ya no sabe.
Había dejado pasar un día, dos días, tres días…, dieciocho días.
Y quizás diecinueve, veinte, veintiuno.
Un mes… Tres meses, seis meses, un año.
Será demasiado tarde. Estaremos convertidos en estatuas de piedra, ella y yo. ¿Cómo explicarle que ya no sé quién soy? He cambiado de dirección, de país, de mujer, de ocupación, quizás tendría que cambiar de nombre. Ya no sé nada de mí.
Sé, por el contrario, lo que ya no quiero ser, a dónde ya no quiero ir.
Volviendo de la Documenta, sentado en el avión en primera clase, leía un catálogo de arte, repasaba sus compras, pensaba que tendría que mudarse, no tendría sitio suficiente para colocar todas las piezas de su colección. ¿Mudarse? ¿A París, a Londres? ¿Con ella, sin ella? Una mujer se había sentado a su lado. Alta, hermosa, elegante, ágil. Un trueno de mujer. Largos cabellos castaños, ojos de gata, una sonrisa de princesa certificada, dos pesados brazaletes de oro de tres colores en la muñeca derecha, el reloj Chanel en la muñeca izquierda, un bolso Dior. Él había pensado ¡Anda, así que existen copias de Iris! Ella había sonreído, «sólo somos dos. No vamos a comer cada uno por su lado, sería un tostón». ¡Tostón! La palabra había resonado en su cabeza. Era una palabra de Iris. ¡Menudo tostón! ¡Ese hombre es un tostón! Ella había colocado sin preguntar su bandeja a su lado, y se preparaba para sentarse cuando él se oyó responder: «No, señora, prefiero comer solo». Había añadido, interiormente, porque yo sé cómo es usted: guapa, elegante, seguramente inteligente, seguramente divorciada, vive en un buen barrio, tiene dos o tres niños estudiando en buenos colegios, lee sus boletines de notas distraídamente, se pasa horas al teléfono o de tiendas, y busca usted un hombre con ingresos saneados, para reemplazar las tarjetas de crédito de su ex marido. Ya no quiero ser una tarjeta de crédito nunca más. ¡Quiero ser trovador, alquimista, guerrero, bandido, ferretero, jornalero! ¡Quiero galopar, el cabello al viento, las botas llenas de barro, quiero lirismo, sueños, poesía! Y precisamente no lo parezco, pero estoy escribiendo un poema a la mujer que amo y que voy a perder si no me doy prisa. No es tan elegante como usted, salta con los pies juntos sobre los charcos, resbala con una naranja y se cae por las escaleras, pero ha abierto una puerta en mí que no quiero cerrar nunca.
En ese instante, sintió ganas de saltar en paracaídas a los pies de Joséphine. La princesa le había mirado como a un desecho nuclear, y había vuelto a sentarse en su sitio.
Cuando llegaron, ella llevaba grandes gafas negras y le había ignorado.
Cuando llegaron, él no había abierto su paracaídas.
Un balón de fútbol golpeó sus pies. Lo devolvió con todas sus fuerzas hacia el chiquillo hirsuto que le hacía señas de chutar. «Well done!»[26] dijo el niño bloqueando la pelota.
Well done, viejo, se dijo Philippe abriendo Le Monde y dejándose caer sobre la hierba. Se me va a quedar el culo verde, ¡pero me da igual! Buscó en las páginas finales un artículo sobre la Documenta. Hablaba de la obra de un chino, Ai Weiwei, que había hecho venir a mil chinos de China para que fotografiasen el mundo occidental y así poder crear una obra a partir de esas fotos. Señor Wei. Era el nombre del jefe de Antoine Cortès en Kenya. Antes de desaparecer, Antoine Cortès le había enviado una carta. Deseaba expresarse «de hombre a hombre». Acusaba a Mylène. Decía que había que desconfiar de ella, que no era trigo limpio. Todas las mujeres le habían traicionado. Joséphine, Mylène, e incluso su hija, Hortense. «Nos reducen a papilla y nos callamos». Las mujeres eran demasiado fuertes para él. La vida demasiado dura.
Iba a volver a casa y a trabajar sobre el dossier de los calcetines Labonal. Le gustaban muchísimo esos calcetines. Envolvían el pie como zapatillas, suaves, elásticos, reconfortantes, no se deformaban al lavarlos, no picaban, no apretaban, debería enviar algunos a Joséphine. Un bonito ramo de calcetines de primera calidad. Sería un medio original de decirle pienso en ti, pero tropiezo con mis emociones. Sonrió. ¿Y por qué no? Eso la haría reír, quizás. Se pondría un par de calcetines azul cielo o rosa, y se pasearía por el piso diciéndose: «No me ha olvidado, me quiere con los pies, ¡pero me quiere!». El director general de calcetines Labonal se había convertido en un amigo. Uno de esos hombres que luchan por la calidad, por la excelencia. Philippe le echaba una mano para sobrevivir a la feroz competencia mundial. Dominique Malfait había realizado numerosos viajes a China. Pekín, Cantón, Shanghai… Quizás se había cruzado con Mylène. Exportaba sus calcetines a China. Los nuevos ricos se volvían locos por ellos. En Francia había tenido la idea excelente, para vender sus calcetines sin pasar por las grandes superficies, de ir a buscar a la gente a su casa. Con tiendas ambulantes de color rojo chillón, con una pantera amarilla dispuesta a saltar. Los camiones cruzaban el país, se detenían en los mercados, en las plazas de los pueblos. Ese hombre sabe luchar. No gime como Antoine. Se remanga y establece estrategias. Debería poner a punto un plan para reconquistar a Joséphine.
Cerró Le Monde y sacó del bolsillo la novela de Romain Gary. La abrió al azar y leyó esta frase: «Amar es la única riqueza que crece con la prodigalidad. Cuanto más se ofrece, más queda».
* * *
—Di, mamá, ¿qué vamos a hacer en vacaciones? —preguntó Zoé lanzando un palo a Du Guesclin, que corrió a buscarlo.
—¡Es cierto que estamos de vacaciones! —exclamó Joséphine, mientras observaba a Du Guesclin, que volvía hacia ellas con el palo en la boca.
Lo había olvidado completamente. No dejaba de pensar en su entrevista con Garibaldi. Caí en la trampa. He entregado a Antoine. Y puedo estar contenta de no haber hablado de Luca. Habría completado el grupo: ¡Antoine, Luca, Lefloc-Pignel, Van den Brock! Sentía vergüenza.
—¡Llevas un tiempo en las nubes! —respondió Zoé, felicitando a Du Guesclin que depositaba el palo a sus pies—. ¿Has visto cómo le he enseñado? ¡La semana pasada no me hubiera traído este palo!
—¿Qué te gustaría hacer?
—No sé. Todas mis amigas se han ido…
—¿Y Gaétan también?
—Se va mañana. A Belle-Île. Con su familia…
—¿No te ha invitado a ir con él?
—¡Su padre ni siquiera sabe que salimos! —exclamó Zoé—. ¡Gaétan lo hace todo a escondidas! Sale, por la noche, por la cocina, directamente a la escalera de servicio hasta el trastero, dice que como le pillen, está dead, ¡total dead!
—¿Y su madre? No me hablas nunca de ella…
—Es una neurótica. Se rasca los brazos y se atiborra a pastillas. Gaétan dice que es por culpa del bebé que perdió, ¿sabes?, murió aplastado en un aparcamiento. Dice que aquello destrozó la vida de su familia…
—¿Y cómo lo sabe? ¡Él no había nacido todavía!
—Se lo cuenta su abuelita… Dice que antes era la felicidad total. Que su padre y su madre reían, que iban de la mano y se daban besos… y que después de la muerte del bebé, su padre cambió de un día para otro. Se volvió loco. ¿Sabes?, yo lo entiendo. Yo, a veces, por la noche, abro los ojos y me dan ganas de gritar imaginándome a papá con el cocodrilo. No me vuelvo loca, pero casi…
Joséphine pasó el brazo alrededor de los hombros de Zoé.
—No debes pensar en eso…
—Hortense dice que hay que mirar las cosas de frente para exorcizarlas.
—Lo que es válido para Hortense no es necesariamente válido para ti.
—¿Lo crees de veras? Porque me da miedo cuando exorcizo…
—En lugar de pensar en su muerte, piensa en él cuando estaba vivo… y le envías mucho amor, le cuentas pequeños secretos y, ya verás, dejarás de tener miedo…
—Pero di, mamá, y las vacaciones…
Hortense se iba a Croacia, después de su semana de prácticas en Jean-Paul Gaultier, Zoé iba a quedarse sola. Reflexionó.
—¿Quieres que vayamos a Deauville, a casa de Iris? Podríamos pedirle que nos preste la casa. Ella se queda en París.
Zoé hizo una mueca.
—No me gusta Deauville. Sólo hay ricos vacilando…
—¡Qué forma de hablar!
—¡Pero si es verdad, mamá! ¡Sólo hay aparcamientos, tiendas y gente forrada!
Du Guesclin trotaba a su lado, el palo en la boca, esperando a que Zoé quisiese jugar con él.
—Alexandre me ha enviado un correo. Se va a hacer un curso de equitación a Irlanda. Dice que quedan plazas. Eso me gustaría…
—¡Es buena idea! Le contestas y le dices que te vas con él. Pregunta cuánto cuesta, no quiero que Philippe pague tu parte…
Zoé había vuelto a jugar con Du Guesclin. Lanzaba el palo sin alegría, casi mecánicamente, y arrastraba la punta de los zapatos por el suelo.
—¿Qué te pasa Zoé? ¿He dicho algo que no te ha gustado?
Zoé se miró los pies y murmuró:
—¿Y por qué no llamas a Philippe? Sé muy bien que estuviste en Londres y que le has visto…
Joséphine la agarró por los hombros y le dijo:
—Piensas que te estoy mintiendo, ¿verdad?
—Sí —dijo Zoé, con los ojos bajos.
—Entonces te voy a decir exactamente lo que pasó, ¿de acuerdo?
—No me gusta cuando mientes…
—Quizás, pero no se le puede contar todo a una hija. Soy tu madre, no tu amiga.
Zoé se encogió de hombros.
—Sí, es importante —insistió Joséphine—. Y, de hecho, tú tampoco me dices todo lo que haces con Gaétan. Y yo no te lo pregunto. Confío en ti…
—Bueno, y bien… —dijo Zoé, que empezaba a impacientarse.
—En efecto, vi a Philippe en Londres. Cenamos juntos, hablamos mucho y…
—¿Eso es todo? —preguntó Zoé, con una sonrisita.
—Eso no te incumbe —balbuceó Joséphine.
—Porque si os vais a casar, ¡yo no tengo nada en contra! Quería decírtelo. Me lo he pensado bien y creo que lo entiendo.
Adoptó una expresión seria y añadió:
—Ahora, con Gaétan, entiendo un montón de cosas…
Joséphine sonrió y se lanzó:
—Entonces comprenderás que la situación es complicada, que Philippe sigue estando casado con Iris y que eso no podemos olvidarlo así como así…
Chascó los dedos.
—En cambio Iris, sí que lo olvida… —dijo Zoé.
—Sí, pero eso es su problema. Así pues, volviendo a las vacaciones, sería mejor que te enteraras de los detalles con Alexandre y así yo no me ocuparía más que de los problemas prácticos. Pago el curso de equitación y te meto en un tren a Londres.
—¿Y ya no hablas con Philippe? ¿Os habéis enfadado?
—No. Pero prefiero no hablar con él en este momento. Dices que eres mayor, que ya no eres un bebé, es el momento de demostrarlo.
—De acuerdo —dijo Zoé.
Joséphine le tendió la mano para sellar su acuerdo. Zoé dudó en estrecharla y Joséphine se extrañó.
—¿No quieres darme la mano?
—No es eso… —dijo Zoé, incómoda.
—¡Zoé! ¿Qué te pasa? Dímelo. Puedes decírmelo todo…
Zoé giró la cabeza y no respondió. Joséphine se imaginó lo peor: estaba llena de cortes, había intentado abrirse las venas, quería acabar con todo para olvidar que su padre había muerto en las fauces de un cocodrilo.
—¡Zoé! ¡Enséñame las manos!
—No tengo ganas. No es asunto tuyo.
Joséphine le arrancó las manos de los bolsillos de sus vaqueros y las inspeccionó. Se echó a reír, aliviada. Debajo del pulgar izquierdo de Zoé, Gaétan había escrito en boli negro y letras mayúsculas: Gaétan ama a Zoé y no la olvidará nunca.
—¡Que encantador! ¿Por qué lo escondes?
—Porque no le importa a nadie…
—Al contrario, deberías mostrarlo…, va a borrarse pronto.
—No. He decidido no volver a lavarme en los sitios donde ha escrito.
—¿Porque ha escrito en otros lados?
—Pues… sí.
Le enseñó el dorso del brazo izquierdo, el tobillo derecho y la parte baja del vientre.
—¡Qué ricos sois los dos! —dijo Joséphine, riéndose.
—¡Para, mamá, esto es superserio! Cuando hablo de él, hay música en mi cabeza.
—Lo sé, cariño. No hay nada mejor que el amor, es como bailar un vals…
Se arrepintió de haber pronunciado esas palabras. Volvió a ver a Philippe tomándola en sus brazos en la habitación del hotel, la hacía girar, y girar, un, dos, tres, un, dos, tres, baila usted divinamente, señorita, ¿vive usted con sus padres? La tumbaba sobre la cama, se echaba sobre ella, la besaba lentamente en el cuello, subía hasta su boca, la probaba, permanecía allí… Besa usted divinamente, señorita… Sintió un dolor fulgurante que la desgarraba. Sintió ganas de hundirse en él, de ahogarse en él, de morir, de renacer, de salir llena de él, sentir su olor sobre sus manos, su fuerza en la boca del vientre, está allí, está allí, voy a tocarle con los dedos… Ahogó una queja y se inclinó hacía Du Guesclin, para que Zoé no viese las lágrimas en sus ojos.
* * *
Iris oyó el teléfono y no reconoció la música de Hervé. Abrió un ojo e intentó leer la hora de su reloj. Las diez de la mañana. Se había tomado dos Stilnox antes de dormir. Tenía la boca reseca. Descolgó y oyó una voz de hombre autoritario, fuerte.
—¿Iris? ¿Iris Dupin? —ladró la voz.
—Mmmsí… —murmuró ella, alejando el móvil de la oreja.
—¡Soy yo, soy Raoul!
¡El Sapo! ¡El Sapo a las diez de la mañana! Recordó vagamente que él la había invitado a cenar la semana pasada y ella había dicho… ¿Qué era lo que había dicho? Fue una noche, ella había bebido un poco y sólo tenía un recuerdo confuso.
—Era para confirmar nuestra cena en el Ritz… ¿La había olvidado?
¡Había dicho que sí!
—Nnnoo… —balbuceó.
—Entonces el viernes, a las nueve y media. He reservado a mi nombre.
¿Cómo se llamaba éste? Philippe le llamaba siempre el Sapo, pero seguramente tendría un nombre de pila.
—¿Le gusta o prefiere usted un lugar más…, cómo decirlo…, más íntimo?
—No, no, ése está bien.
—Para una primera cita, pensé que era perfecto… Se come muy bien, el servicio es impecable y el marco muy agradable.
¡Habla como la guía Michelin! Se tumbó sobre la almohada. ¿Cómo he llegado a eso? Tengo que dejar las pastillas. Tengo que dejar de beber. La noche era la hora terrible. La hora del arrepentimiento estéril y de las angustias que se amontonan. No tenía ni un gramo de esperanza. Y el único miedo de adormecer el miedo, de no escuchar más esa vocecita interior que le golpeaba con la realidad, «eres vieja, estás sola y el tiempo pasa a toda prisa», era beber una copa. O dos. O tres. Veía cómo se alineaban las botellas vacías, como regimientos irrisorios cerca de la basura, en la cocina, las contaba, atónita. Mañana lo dejo. Mañana sólo bebo agua. O una copita sólo. Para darme valor ¡pero sólo una!
—Estoy encantado ante la idea de esta cena. El fin de semana estaré más relajado, no tendré que levantarme al alba, tendremos todo el tiempo para charlar.
¡Pero si no tengo nada que decirle!, se lamentó Iris. ¿Por qué habré aceptado?
—Tú me contarás tus penas y yo te prometo que voy a ayudarte.
Ella se incorporó, estupefacta: ¿la había tuteado?
—Una mujer hermosa no está hecha para quedarse sola. Ya verás… Pero ¿quizás te estoy molestando?
—Estaba durmiendo —murmuró Iris con voz somnolienta.
—Entonces, duerme, guapa. ¡Y hasta el viernes!
Iris colgó. Asqueada. ¡Dios mío!, pensó, ¿he caído tan bajo que el Sapo cree que puede estrecharme entre sus brazos?
Se puso la sábana sobre la cabeza. ¡El Sapo invitándola a cenar! Era el colmo de la soledad y de la miseria. Sus ojos se llenaron de lágrimas y se puso a sollozar de todo corazón. Hubiese querido no parar nunca, agotarse llorando, y desaparecer en un océano de agua salada. La vida ha sido demasiado fácil para mí. Nunca me quitó nada y ahora, se toma la revancha y me humilla. Tengo un pie en el infierno. ¡Ay! ¡Si hubiese conocido la infelicidad, cómo hubiese apreciado mi felicidad!
La noche antes, desmaquillándose, se había descubierto arrugas en el escote.
Redobló los sollozos. ¿Qué hombre querrá algo de mí? Pronto no me quedará más que el Sapo como tabla de salvación… Es absolutamente necesario que Hervé se decida. Que ella le empuje y él se declare.
Tenía una cita con él a las seis de la tarde, en un bar, plaza de la Madeleine. Al día siguiente iba a llevar a su familia a Belle-Île y después… Después volvería y lo tendría para ella, sólo para ella. Ni mujer, ni hijos, ni fines de semana en familia. Habían ido juntos a comer al parque de Saint-Cloud, habían paseado por las alamedas, se habían refugiado bajo un árbol cuando había caído una lluvia fina, ella se había reído, se había sacudido la larga cabellera, volvió la cabeza, ofreció sus labios… Él no la había besado. ¿A qué estaba jugando? ¡Hacía tres meses que se veían casi a diario!
Llegó a su cita a la hora precisa. Hervé no soportaba el menor retraso. Al principio, por coquetería, le dejaba esperando diez, quince minutos, pero luego le costaba un esfuerzo terrible borrar su enfado. Él mostraba su disgusto; ella se burlaba diciendo ¡oh, Hervé!, ¿qué son diez minutos comparados con la eternidad? Ella se inclinaba hacia él, le frotaba la mejilla con su melena y él se echaba hacia atrás, agraviado. «No soy un neurótico, soy preciso, ordenado. Cuando vuelvo a casa, me gusta que mi mujer me sirva un whisky con tres cubitos en el fondo del vaso, y mis hijos me cuenten su jornada. Es mi hora con ellos y espero aprovecharla. Después, cenamos y a las nueve, ya están acostados. Si el mundo va tan mal hoy en día, es porque ya no existe el orden. Yo quiero poner orden en el mundo». La primera vez que había declamado ese largo alegato, ella le había mirado, divertida, pero pronto se dio cuenta de que no bromeaba.
Él la esperaba, sentado sobre un amplio sillón de cuero rojo, al fondo del bar. Los brazos cruzados. Ella se sentó a su lado y le sonrió tiernamente.
—¿Ya están hechas las maletas? —preguntó ella, jovial.
—Sí. No queda más que la mía, pero la haré esta noche, cuando llegue a casa.
Le preguntó qué quería beber, y ella respondió, distraída, una copita. ¿Para qué quería una maleta, si no iba más que a llevarlos?
—Pero —prosiguió ella con una sonrisa un poco crispada— usted no necesita una maleta puesto que no se queda.
—Sí, paso quince días en familia…
—¡Quince días! —exclamó Iris—, pero me había dicho…
—Yo no le había dicho nada, querida. Es usted la que lo ha interpretado.
—¡Es falso! ¡Miente! Me había dicho que…
—Yo no miento. Le había dicho que volvía antes que ellos, pero no que iba y volvía…
Ella se esforzó en ocultar su decepción, intentó dominar el temblor de su voz, pero la decepción era demasiado fuerte. Se bebió la copa de champán de golpe y pidió otra.
—Bebe usted demasiado, Iris…
—Hago lo que quiero —farfulló ella, furiosa—. ¡Me ha mentido usted!
—¡Yo no he mentido, ha sido usted quien ha fabulado!
Apareció un destello de cólera en sus ojos, y la miró fijamente con furor. Ella se sintió como el niño que ha hecho algo muy malo y es castigado.
—¡Sí! ¡Es usted un mentiroso! ¡Un mentiroso! —gritó, fuera de sí.
El camarero que recogía la mesa vecina les lanzó una mirada de sorpresa. Ella había roto la tranquilidad aterciopelada del lugar.
—Me había prometido…
—Yo no le prometí nada. Ahora bien, si quiere pensar así, es usted muy libre. No volveré a entrar en esta estúpida polémica.
Su voz era cortante, dura. Como si ya se hubiese refugiado en su isla. Iris tomó la copa que el camarero acababa de traer y hundió su nariz en el cristal.
—¿Y yo qué voy a hacer, entonces?
Le preguntaba a él, pero, de hecho, se estaba hablando a sí misma. Yo que he esperado este mes de agosto con tanta impaciencia, que había imaginado noches de amor, de besos, de cenas en terraza. Una luna de miel antes de la auténtica, la oficial. Creyó que estaba muy decidida esa luna de miel. Calló y esperó a que él hablara. Él la miraba con una mueca de ligero desprecio.
—Es usted una niña, una niña mimada…
Ella estuvo a punto de responderle, tengo cuarenta y siete años y medio, y arrugas en el escote. Pero se contuvo a tiempo.
—Me esperará usted, ¿verdad? —ordenó él.
Ella suspiró, sí, y vació su copa. ¿Acaso tenía elección?
* * *
Marcel se había llevado a Josiane lejos a pasar la convalecencia. Había elegido, en un rutilante catálogo, un hermoso hotel en una bonita estación balnearia de Túnez y descansaba sobre la arena, bajo una sombrilla. Tenía miedo del sol y, mientras Josiane se exponía, él rumiaba a la sombra. A su lado, cubierto de protección total y de un sombrero amarillo limón, Júnior observaba el mar. Intentaba comprender el misterio de las olas y las mareas, de la atracción de la luna y del sol. A él tampoco le gustaban los rayos ardientes, y prefería quedarse al abrigo. En cuanto el sol bajaba, avanzaba hasta el borde del mar y se tiraba al agua a la velocidad de una bala de cañón. Giraba sobre sí mismo y extendía los brazos, lanzando agua como las ruedas de un molino enloquecido, y después volvía a tumbarse sobre la toalla resoplando como una ballena.
Josiane le observaba, emocionada.
—Me gusta verle en el agua… Al menos cuando se baña, parece un niño de su edad. Porque si no… no dejo de hacerme preguntas. Este niño no es normal, Marcel, ¡este niño simplemente no es normal!
—¡Es un genio! —murmuraba Marcel—. No estamos acostumbrados a vivir con genios. ¡Vas a tener que hacerte a la idea! Yo, prefiero eso a un asno con arnés.
Rumiaba, rumiaba. Josiane le espiaba con el rabillo del ojo. Parecía ausente. Atormentado por pensamientos sombríos. Hablaba pero sin florituras, sin temblores en la voz, sin arrullos, sin las canciones de amor a las que estaba acostumbrada.
—¿Qué es lo que te atormenta, mi lobo feroz?
No respondió y pegó un manotazo en la arena, demostrando que, en efecto, estaba contrariado.
—¿Tienes problemas en el trabajo? ¿Te arrepientes de haberte marchado?
Él entornó los ojos e hizo una mueca. Se le había quemado la nariz, que brillaba como una antorcha.
—No es el arrepentimiento el que me ahoga, sino la cólera. Me gustaría poder desfogarme con alguien, aplastar algún conejillo de indias, a falta de poder suprimir a la persona en la que estoy pensando. ¡Si esto continúa voy a ir a dar puñetazos contra un cocotero, lo arrancaré de raíz, haré con él una catapulta y lanzaré los cocos hasta París, para aplastar la cabeza de esa que no quiero nombrar, por miedo a que vuelva a mandarnos el maleficio!
—Estás enfadado con…
—¡No pronuncies su nombre! ¡No pronuncies su nombre, o el cielo caerá sobre nosotros con puñados de rayos!
—Al contrario, hay que pronunciarlo para exorcizarlo, para mantenerla a distancia. Es teniendo miedo de ella cuando te arriesgas a hacerla volver… Tú le das fuerza creyéndola tan poderosa.
Marcel refunfuñó y volvió a mostrar su jeta, capaz de dejar seco a un coche fúnebre.
—Ya no te reconozco, mi Lobito, se diría que has perdido chispa…
—He estado a punto de perderte y todavía siento escalofríos…
Josiane es mi farmacia particular. Si ella desaparece, me paro en seco. ¡Y ella ha estado a punto de suprimírmela con sus tejemanejes y sus agujas!
—Voy a decirte una cosa que va a hacerte saltar el tapón de golpe —dijo Josiane tumbándose de lado—. Prométeme que no vas a entrar en erupción…
Él la miró, con aire de decir venga, escúpelo ya, me las arreglaré.
—Esta historia me ha hecho madurar. Me ha hecho crecer… No soy la misma desde entonces, me siento serena, ya no tengo miedo. Antes tenía miedo de que el cielo cayera sobre mi cabeza, y ahora me paseo en globo aerostático por encima de las nubes.
—¡Pero yo no quiero que te eches a volar! ¡Quiero que te quedes tranquila en el suelo con Júnior y conmigo!
—Es una metáfora, mi lobo feroz. Estoy aquí. Ya no te dejaré nunca más… ni siquiera en pensamiento. Y nunca más nadie podrá separarme de ti.
Extendió el brazo hasta la sombra de la sombrilla y palmeó la mano de Marcel, que se agarró a ella como a un salvavidas.
—Ya ves lo que te produce el miedo. Te aprisiona, te empequeñece.
—Me vengaré, me vengaré —repetía Marcel, soltando por fin una rabia que le asfixiaba—. ¡Odio a esa pústula! Le escupo en la cara, la cubro de patadas, le arranco los dientes uno por uno…
—Que no… ¡Vas a perdonar y a olvidar!
—¡Nunca, nunca! ¡La dejaré con el culo al aire en la calle, y dormirá debajo de un puente!
—Haces exactamente lo que no hay que hacer. La dejas entrar en tu vida, le das fuerzas. ¡Ignórala, te digo! Ignorar es la fuerza suprema.
—No puedo. Me ahoga, me comprime, me crece la mala hierba en los pulmones…
—Repite conmigo, lobo feroz: no tengo miedo de Henriette y la aplasto con mi desprecio.
Marcel sacudió la cabeza con terquedad.
—Marcel…
—¡Voy a dejar en la calle a la Escoba! Voy a quitarle el piso, a mandarla al hospicio…
—¡Que no! ¡Eso la llenará de rabia y volverá a rondarnos!
—Y a mí, ¿qué?
—Escúchame Marcel y repite conmigo: no tengo miedo de Henriette y la aplasto con mi desprecio… ¡Vamos, mi lobo feroz! Hazlo por mí. Para subir conmigo al globo aerostático…
Marcel se negaba y cavaba en la arena con los puños cerrados.
Josiane repitió con voz dulce:
—No tengo miedo de Henriette y la aplasto con mi desprecio.
Marcel no separaba los dientes y miraba fijamente al mar con aspecto de querer partirlo en dos.
—¿Lobito? ¿Se te ha metido arena en las orejas?
—Es inútil insistir…
—No tengo miedo de Henriette y la aplasto con mi desprecio… ¡Venga! ¡Ya verás como te sentirás desahogado!
—¡Nunca, nunca! ¡Me niego a desahogarme!
—Te vas a agriar como el vinagre…
—¡Y entonces la envenenaré!
Fue entonces cuando se elevó la débil voz de Júnior:
—¡Note medo Hiette, plasto pecio!
Bajaron sus ojos sobre su retoño rojo langosta, y se quedaron con la boca abierta.
—¡Ha hablado! ¡Ha hablado! ¡Ha hecho toda una frase con sujeto, verbo y complemento! —gritó Josiane.
—¡Note medo Hiette, plasto pecio! —repitió Júnior, orgulloso de ver el efecto que producían sus palabras sobre el rostro alegre y por fin risueño de sus progenitores.
—¡Ay, mis amores! ¡Mis dos amores! —gritó Marcel echándose sobre su mujer y su hijo, y aplastándoles bajo su peso—. ¿Qué haría yo sin vosotros?
* * *
Comenzó el mes de agosto. Hacía calor, los comercios estaban cerrados. Había que caminar un cuarto de hora para comprar el pan, veinte minutos para encontrar una carnicería abierta, media hora para llegar a la sección de frutas y verduras del Monoprix y volver con los brazos cargados, bajo la canícula, siguiendo la línea de sombra de los árboles inmóviles bajo el calor húmedo de la ciudad. Joséphine permanecía encerrada en su cuarto y trabajaba. Hortense se había ido a Croacia, Zoé a Irlanda, Iris, tumbada en el sofá, frente a un ventilador, alternaba el mando a distancia y el móvil, en el que marcaba números que no respondían. París estaba desierto. Sólo quedaba el Sapo, fiel y fogoso, que la llamaba todas las tardes y la invitaba a cenar a una terraza. Iris pretextaba una migraña y respondía, lasciva: «Mañana, quizás…, si me encuentro mejor», repetía, «estoy cansada» y añadía: «Raoul» con un tono más dulce, que dejaba seco al Sapo. Él croaba: «¡Entonces hasta mañana, guapa!», y colgaba, feliz por haber oído su nombre de pila en boca de Iris Dupin. Estoy progresando, estoy progresando, pensaba, despegando con un dedo ágil el fondo de su pantalón. La bella es astuta, se hace de rogar, es normal, es la elegancia suprema, se debate, se resiste, no se entrega así como así, no soy un primer premio de belleza y ella pone cara de despreciar mi dinero, pero reflexiona, calcula, el largo camino se reduce poco a poco, ella se acerca. Camina con cierta lentitud, que aumenta el premio de su captura. ¡Acabaré metiéndola en mi cama y pateándole el culo hasta el juzgado!
Iris no tenía ningunas ganas de repetir la velada en el Ritz: le había observado comer esforzándose por ignorar el ruido de sus mandíbulas, los dedos que limpiaba en el mantel y el fondo del pantalón que despegaba discretamente levantando el trasero de la silla. Hablaba con la boca llena, lanzaba perdigones, juntaba sus labios brillantes para imitar un beso que hacía que ella se echase hacia atrás en su asiento, y le lanzaba guiños como si «ya todo estuviese hecho». Él no pronunciaba esas palabras, pero podía leerlas en sus ojos brillantes y determinados.
—¿No duda usted nunca, Raoul?
—Nunca, guapa. La duda es para los débiles, y los débiles, en este mundo traidor…
Y había aplastado de un puñetazo una miga de pan, hasta convertirla en una torta fina, después la había enrollado, había hecho un anillo con ella y lo había colocado ante su plato.
—Es usted un romántico detrás de esa fachada, digamos, un poco áspera…
—Eres tú. Me inspiras… ¿No quieres tutearme? ¡Tengo la impresión de salir con mi abuela! Y, francamente, ¡no es una edad que me entusiasme!
No sabes la razón que tienes, había pensado Iris atragantándose con su copa de champán, pronto tendré edad para mi primera dentadura postiza, y entonces será a mí a quien aplastarás para tirarme a la basura y buscarte una más joven.
Dudaba en mandarle a paseo. No tenía noticias de Hervé. Le imaginaba aspirando aire fresco, por la noche, con un jersey anudado sobre los hombros, entre retamas y dunas, navegando durante el día con sus hijos, jugando al bádminton con su hija, paseando con su mujer. Esbelto, elegante, el mechón pegajoso por la brisa del mar, la sonrisa enigmática. Sabe seducir, ese hombre que se quiere austero. A fuerza de jugar a los intocables, se vuelve irresistible. El Sapo no daba la talla a su lado, sí pero… El Sapo se había arrimado a puerto, la bolsa atiborrada de oro y el anular estremeciéndose, reclamando una alianza. El anillo de miga de pan lo demostraba. Así que no quiere levantarme simplemente como un trofeo, quiere casarse conmigo…
Reflexionaba y pensaba que no había que decidir nada.
Volvía a coger el mando a distancia, y buscaba una película en los canales de cine. A veces gritaba: «¡Joséphine! ¡Joséphine! ¿Qué estás haciendo?», pero Joséphine no respondía, sumergida en sus estudios y sus notas. ¡Menuda pedante! Nunca hablaban de Philippe. Ni siquiera mencionaban su nombre. Iris lo había intentado, una noche que compartían un plato de pasta en la cocina…
—¿Tienes noticias de mi marido? —había preguntado, divertida, levantando el tenedor.
Joséphine había enrojecido y respondió: «No, ninguna».
—¡No me extraña! ¡Chicas como tú las hay a miles! ¿No estás triste?
—No. ¿Por qué iba a estar triste? Nos entendíamos bien, eso es todo. Y tú te montaste toda una historia…
—¡Que no! Simplemente veo con qué facilidad me dejó, ni una palabra, ni una llamada, y deduzco de ello que el hombre es superficial y frívolo. Debe de ser la crisis de los cincuenta. Mariposea… Pero aun así, os llevabais muy bien, ¿no?
—Sobre todo por los niños…
Joséphine había empujado su plato de pasta.
—¿Ya no tienes hambre?
—Hace demasiado calor.
—Pero, en tu opinión, él me amó, ¿no?
—Sí, Iris. Te amó, estaba loco por ti y, en mi opinión, lo sigue estando…
—¿Lo crees de verdad? —había preguntado Iris abriendo mucho los ojos.
—Sí. Creo que atravesáis una crisis, pero que volverá.
—Qué buena eres, Jo. Me hace mucho bien oír eso, aunque no sea verdad. Perdóname por lo de antes…
—¿Por qué?
—Cuando dije que chicas como tú las había a miles…
—¡Ni siquiera me he dado cuenta!
—Yo me habría sentido herida… No conozco a nadie tan bueno como tú.
Joséphine se había levantado, había puesto su plato en el lavavajillas y había dicho: «Voy a trabajar una hora más y después ¡hala, a la cama!».
Habían llamado a la puerta. Era Iphigénie.
—¡Señora Cortès! ¿Quiere usted venir conmigo? Hay una fuga de agua en casa de los Lefloc-Pignel, tengo que ir a ver y no tengo ganas de ir sola. ¡No vaya a ser que digan que me he llevado algo!
—¡Ya voy, Iphigénie!
—¿Puedo ir yo también? —preguntó Iris.
—No, señora Dupin, a él no le gustaría nada que yo dejara pasar visitas.
—¡No lo sabrá! Me gustaría tanto ver dónde vive…
—¡Pues no lo verá usted! ¡No quiero problemas!
Iris se había vuelto a sentar y había empujado su plato de espaguetis.
—¡Estoy harta de esta vida, pero harta! ¡Que os jodan a todos! ¡Y a todas! ¡Largaos!
Iphigénie se había dado la vuelta haciendo su ruido de trompeta, y Joséphine la había seguido.
—¡Menuda es ésa! ¡Me pregunto cómo pueden ser hermanas!
—Ya no la soporto, Iphigénie, ¡es horrible! Ya no la oigo cuando habla. Se está convirtiendo en una caricatura de sí misma. ¿Cómo se puede cambiar tan deprisa? Era la mujer más elegante, la más sofisticada, la más distinguida del mundo y se ha convertido…
—En una zorra amargada. ¡Eso es lo que es!
—No. ¡Ahí se pasa usted! ¡No hay que olvidar que es desgraciada!
—¡Ya me tiene hasta el culo con su piedad, señora Cortès! Es rica a más no poder, tiene un marido que le paga todo, no necesita trabajar ¡y encima lloriquea! Los ricos siempre son así, lo quieren todo. Como tienen dinero, se creen que lo pueden comprar todo, incluso la felicidad, ¡y se ponen furiosos cuando son infelices!
El piso de los Lefloc-Pignel estaba inmerso en la penumbra y entraron de puntillas. Tengo la impresión de ser una ladrona, susurró Joséphine. ¡Y yo, un fontanero!, respondió Iphigénie, que fue a la cocina a cortar el agua. Joséphine recorrió el piso. En el salón, todos los muebles estaban cubiertos por sábanas blancas. Se diría una reunión de fantasmas. Identificó dos sillas bajas, una poltrona, un sofá, un piano y, en medio de la habitación, un gran mueble rectangular que presidía como un ataúd sobre un catafalco. Levantó una esquina de la sábana y descubrió un inmenso acuario, sin agua, lleno de guijarros, de piedras planas, de ramas de árboles, de cortezas, de raíces, de restos de macetas de barro, de escudillas de agua y de brotes de cáñamo. ¿Qué guardan ahí dentro? ¿Hurones, arañas, boas constrictor? ¿Pero dónde los meten cuando se van de vacaciones?
Entró en una habitación que debía de ser la de los padres. Las cortinas estaban echadas, las persianas bajadas. Encendió la luz, y una gran lámpara de lágrimas de cristal alumbró el cuarto. Encima de la cama había un crucifijo con un trozo de boj seco y una imagen de santa Teresa de Lisieux. Joséphine se acercó a los cuadros colgados en las paredes para mirar las fotos de familia. Descubrió al señor y la señora el día de su boda. Largo vestido blanco la novia, chaqué y sombrero de copa el novio. Sonreían. La señora Lefloc-Pignel posaba con la cabeza descansando sobre el hombro de su marido. Parecía una niña en su primera comunión. En los otros cuadros se podía seguir el bautizo de los tres hijos, las diferentes etapas de su educación religiosa, las Navidades en familia, los paseos a caballo, los partidos de tenis, las fiestas de cumpleaños. Justo al lado de las fotos, en un cuadro dorado, Joséphine vio un documento escrito en letras mayúsculas y en negrita, se inclinó y leyó:
Extracto de un manual católico de economía doméstica para mujeres, publicado en 1960
Está usted casada ante Dios y los hombres. Debe estar usted a la altura de su misión.
POR LA TARDE CUANDO ÉL VUELVA
Prepare las cosas con antelación para que le espere una comida deliciosa. Es una forma de demostrarle que ha pensado usted en él y que se preocupa de sus necesidades.
ESTÉ DISPUESTA
Descanse quince minutos para estar relajada. Retoque su maquillaje, póngase una cinta en el pelo y esté fresca y afable. Él pasa la jornada en compañía de gente sobrecargada de preocupaciones y de trabajo. Su dura jornada necesita distracción, es uno de sus deberes el hacer que así sea. Su marido tendrá la sensación de tener un remanso de paz y orden y eso hará que usted sea igualmente feliz. En definitiva, velar por su comodidad le procurará una inmensa satisfacción personal.
REDUZCA TODOS LOS RUIDOS AL MÁXIMO
En el momento de su llegada, elimine todos los ruidos de la lavadora, la secadora o el aspirador. Exhorte a los niños para que estén tranquilos. Acójale con una calurosa sonrisa y muestre sinceridad en su deseo de complacerle.
ESCÚCHELE
Puede ser que tenga usted una docena de cosas importantes que decirle, pero su llegada a casa no es el momento oportuno. Déjele hablar primero, recuerde que sus temas de conversación son más importantes que los suyos.
NO SE QUEJE NUNCA SI VUELVE TARDE
O sale para cenar o para ir a otros lugares de diversión sin usted.
NO LE RECIBA CON SUS QUEJAS Y SUS PROBLEMAS
Instálele confortablemente. Propóngale relajarse en una silla cómoda o ir a tumbarse al dormitorio. Hable con una voz suave, tranquilizadora. No le haga preguntas y no ponga en duda su juicio o su integridad. Recuerde que él es el cabeza de familia y que como tal, ejercerá siempre su voluntad con justicia y honestidad.
CUANDO HAYA TERMINADO DE CENAR RECOJA LA MESA Y LIMPIE RÁPIDAMENTE LA VAJILLA
Si su marido le propone ayudarla, decline su oferta pues podría sentirse obligado a repetirla después y, tras una larga jornada de trabajo, no necesita ningún trabajo suplementario. Anímele a que se dedique a sus pasatiempos favoritos y muéstrese interesada sin dar la impresión de invadir sus dominios. No le aburra hablándole, pues los temas de interés de las mujeres son a menudo bastante insignificantes comparados con los de los hombres. Una vez que se hayan retirado los dos al dormitorio, prepárese para meterse en la cama con prontitud.
ASEGÚRESE DE ESTAR ATRACTIVA ANTES DE ACOSTARSE…
Intente tener una apariencia que sea agradable sin ser provocadora. Si debe usted aplicarse crema o ponerse bigudíes, espere a que esté dormido pues tal espectáculo podría afectar a su sueño.
EN LO QUE CONCIERNE A LAS RELACIONES ÍNTIMAS CON SU MARIDO
Es importante recordar sus votos de matrimonio y en particular su obligación de obedecerle. Si estima que necesita dormir inmediatamente, que así sea. En todo caso, guíese por sus deseos y no ejerza ninguna presión sobre él para provocar o estimular una relación íntima.
SI SU MARIDO SUGIERE EL ACOPLAMIENTO
Acepte entonces con humildad teniendo siempre en cuenta que el placer de un hombre es más importante que el de una mujer. Cuando haya alcanzado el orgasmo, un pequeño gemido por su parte le animará y será perfectamente suficiente para indicar toda forma de placer que haya usted podido tener.
SI SU MARIDO SUGIERE ALGUNA OTRA PRÁCTICA MENOS CORRIENTE
Muéstrese obediente y resignada, pero indique una eventual falta de entusiasmo guardando silencio. Es probable que su marido se duerma entonces rápidamente: ajústese la ropa, refrésquese y aplique su crema de noche y sus productos de cuidado para el pelo.
PUEDE USTED ENTONCES PONER EL DESPERTADOR
Con el fin de estar levantada un poco antes que él por la mañana. Eso le permitirá tener su taza de té a su disposición cuando despierte.
Joséphine sintió cómo un estremecimiento de horror recorría su cuerpo.
—¡Iphigénie! ¡Iphigénie!
—¿Qué pasa, señora Cortès?
—¡Venga! ¡Deprisa!
Iphigénie corrió secándose los brazos con un trapo. Había encontrado la fuga y había cortado el agua. Se pasó las manos por su pelo amarillo limón y preguntó, divertida:
—¿Ha visto usted un ratón?
Joséphine tendió el dedo hacia el texto enmarcado. Iphigénie se acercó y leyó atentamente, la boca abierta de estupor.
—¡La pobre! ¡No es extraño que esté agotada y que nunca saque la nariz fuera! ¿No será para reír? Es una broma…
—No lo creo, Iphigénie, no lo creo.
—¡Es una pena que su hermana no vea esto! Ella que no da un palo al agua durante todo el día, ¡le daría algunas ideas!
—¡Ni una palabra a Iris! —dijo Joséphine colocando el dedo sobre la boca. Se lo contaría a él y sería todo un drama. Ese hombre me da miedo.
—¡Y a mí me pone los pelos de punta esta casa! No hay ni una pizca de vida. ¡Ella debe de pasarse el tiempo limpiando y los niños tampoco deben de divertirse mucho! Debe de ser un auténtico tirano doméstico.
Cerraron la puerta de la entrada con llave y volvieron, Iphigénie a su portería de colores y Joséphine a su cuarto lleno de libros.
* * *
Sobre el puente del barco amarrado en el puerto de Korcula, Hortense soñaba, mientras observaba un escarabajo que arrastraba un trozo de tomate marchito. Una semana más y saldría de esta jaula de oro. ¡Qué aburrimiento, pero qué aburrimiento! Nicholas era encantador, ¡pero los otros! Aburridos, esnobs, pretenciosos, comparando sus relojes Breitling y Boucheron, pesando los quilates de sus pendientes, leyendo Vogue en todas las lenguas, hablando de sus charity, de Sofia Coppola, del pendrive Dior, y del último show de Cindy Sherman, poniendo cara de placer, los ojos en blanco y una mano en la garganta. Ya no la volverían a pillar metiéndose de cabeza en un crucero de lujo. ¿Qué tal, daaarling? Era el saludo matinal, ante la mesa del desayuno suntuosamente preparado por una tripulación, que se levantaba al alba para ir a avituallarse al puerto. He bajado al puerto ayer, ¡encantador! ¿Habéis visto toda esa miseeeria en tieeerra? Es pintoreeesco, ¿verdaaaaad? Dime, daaarling, ¿no bebimos demasiado ayer? ¡No lo recuerdo! ¿Y Josh, dónde está Josh? ¡Ya sabes que es el artiiiista más grande viiiivo! Su don para la transformación del acto al segundo grado, esa forma de materia convertida en terreno de juego del inconsciente, leída por el yo consciente, es el tema de su vida; ¡sólo él sabe pasar del trash a la elegancia infinita, definiendo una fealdad universal que acaba por sublimar inmortalizándola en sus obras!
¡Stoooop!, vociferaba Hortense, los ojos como metralletas.
—¡No puedo más! ¡Los voy a degollar! —gritaba frente a Nicholas, una vez en la cabina—. ¡Y no me toques o grito que me violan!
—¡Pero bueno, Darling!
—¡No vas a empezar tú también! Yo me llamo Hortense.
—¡Es el mundo de las lentejuelas! Vas a tener que acostumbrarte si quieres progresar…
—¡No son TODOS así! Jean-Paul Gaultier es normal. No pone acentos circunflejos por todos lados, y no habla de conceptos sacados del mundo de los pasmarotes. ¡Y esas toneladas de joyas que llevan a todas partes! ¿No tienen miedo de irse a pique?
Nicholas bajó la cabeza.
—Lo siento. Nunca debí traerte, creía que ibas a divertirte…
Ella se dejó caer a su lado y rascó el botón de su blazer azul marino.
—¡Incluso te han transformado en payaso! ¿Por qué llevas un blazer? Son las once de la mañana…
—No lo sé. Tienes razón, son idiotas, vanos, estériles.
—¡Gracias! Me siento menos sola…
—¿Te puedo tocar ahora?
—¿Era una estratagema?
Él guiñó un ojo y ella se puso a gritar «que me violan» y se escapó al puente.
Estaban todos a la mesa. Ella estaba en paz. Se tumbó en un colchón y se obligó a encontrar aspectos positivos. Si no, saltaré al agua y volveré a Marsella a nado. Pensó que mucha gente debía de envidiarla, que, de lejos, podría parecer que se estaba divirtiendo, que cada noche, su anfitriona, Mrs. Stefanie Neumann, depositaba un regalo en la servilleta blanca doblada en dos, y que todavía le quedaban ocho deliciosas sorpresas si se quedaba a bordo. Pero sobre todo, recordó que Charlotte Bradsburry soñaba con unirse a esa tribu adulterada, ¡pero que Mrs. Neumann no había querido invitarla nunca!
Se sintió inmediatamente de mejor humor.
Alguien había olvidado su móvil, una concha de oro con un enorme diamante engastado en la tapa. Lo cogió y lo sopesó. ¡Qué vulgaridad! Lo abrió y apareció la hora en grande. Las doce y media en Korcula. Once y media en Londres. Gary tocaba el piano o fotografiaba las ardillas del parque. Rechazó la imagen de Gary entre sábanas arrugadas, al lado de señorita-que-no-se-nombra. Seis y media de la mañana en Nueva York. Dieciocho horas treinta en Pekín o en Shanghai… ¡Shanghai! Sacó de su capazo Prada (un regalo de Mrs. Neumann) su cuadernito Hemingway, encontró el número de Mylène y lo marcó. Había intentado llamarla varias veces, Mylène no respondía nunca. Marcel debió de cometer un error al copiarle su número. No le costaría nada intentarlo una última vez.
Un timbrazo, dos timbrazos, tres timbrazos, cuatro timbrazos… Iba a colgar cuando escuchó la voz de Mylène, con su acentito de Lons-le-Saunier que intentaba corregir en vano.
—¿Diga?
—¿Mylène Corbier?
—Sí.
—Hortense Cortès.
—¡Hortense! Cariño, mi amor, mi conejito azul de las islas… ¡Qué feliz soy de oírte! ¡Ay! ¡Os echo tanto de menos, mis azucarillos…!
—¿Mylène Corbier, el cuervo?
Hortense escuchó un pequeño gemido ahogado, seguido de un largo silencio.
—¿Mylène Corbier, el cuervo, que envía cartas anónimas de lo más cursi a dos huérfanas, haciéndoles creer que su padre sigue vivo cuando está muerto y bien muerto?
El mismo pequeño gemido, redoblado esta vez.
—¿Mylène Corbier, que está tan jodidamente aburrida en China, que ya no sabe qué juego perverso inventar? ¿Mylène Corbier, que se fabrica una familia por correspondencia?
El gemido se transformó en hipo entrecortado.
—Vas a dejar de enviar esas cartas asquerosas, o te denuncio a todas las policías del mundo y revelo todos tus pequeños chanchullos, las letras que imitas, los cheques que falsificas y las cuentas que maquillas. ¿Me has entendido, Mylène Corbier de Lons-le-Saunier?
—Pero… yo nunca… —acabó por eructar Mylène Corbier, gritando como un asno.
—Eres una mentirosa y una manipuladora. ¡Y lo sabes! Así que… Dime sólo «sí, lo he comprendido y dejaré de escribir esas cartas innobles» y salvas tu sucio pellejo de arenque ahumado…
—Yo nunca…
—¿Quieres que concrete mis amenazas? ¿Que pida a Marcel Grobz que te cierre el pico?
Mylène Corbier dudó, y después repitió dócilmente. Hortense aprobó con un chasquido de lengua.
—Un último consejo, Mylène Corbier: es inútil llamar a Marcel Grobz para quejarte. ¡Se lo he contado todo y se encargará personalmente de poner a toda la policía del planeta a perseguirte!
Hubo un último gemido entrecortado por sollozos reprimidos. La pérfida se atragantó sin añadir una queja. Hortense esperó a estar segura de que mordía el polvo y colgó. Dejó el móvil del diamante sobre el colchón, al lado del frasco de aceite solar y un par de gafas Fendi.
* * *
El calor del mes de agosto se filtraba a través de las persianas cerradas de la cocina. Un calor pesado, inmóvil, que apenas se atenuaba unas horas, durante la noche, para volver a instalarse, aplastante, con las primeras luces del día. No eran más de las diez de la mañana, pero el sol lanzaba ya sus ardientes rayos al asalto de los postigos metálicos blancos, calentándolos al lanzallamas.
—Ya no entiendo nada del tiempo —suspiró Iris, hundida en su silla—, hace dos días hablábamos de volver a encender la calefacción y esta mañana, soñamos con glaciares…
Joséphine murmuró: «Ya no hay estaciones», consciente de que eran las palabras que convenía decir y demasiado perezosa para cambiar de réplica. El calor sofocante la alejaba de sus queridas palabras, del gran cuidado que de costumbre ponía al elegir su vocabulario, a expresar su pensamiento, y adoptaba las expresiones populares, ya no hay estaciones, ya no hay niños, ya no hay hombres, ya no hay mujeres, ya no hay anchoas, ya no hay bogavantes rojos cuando levantas una roca… La canícula las volvía tontas, embrutecidas y las confinaba como dos animalitos aplatanados en la habitación más fresca de la casa, donde las dos hermanas compartían la hélice de un ventilador y las gotitas de un spray de agua Caudalie. Se vaporizaban para después volverse hacia las ruidosas palas sus febriles rostros de mujeres aleladas.
—¡Luca ha llamado dos veces! —dijo Iris siguiendo el trayecto del ventilador con la cabeza—. Quiere hablar contigo sin falta. Le he dicho que le llamarías…
—¡Jolines! ¡Olvidé devolverle la llave! Voy a hacerlo inmediatamente…
Se levantó lentamente, fue a buscar un sobre timbrado, escribió la dirección de Luca e introdujo la pequeña llave en el interior.
—¿No le escribes algo? Es un poco seco como adiós.
—Pero ¿dónde tengo la cabeza? —suspiró Joséphine—. ¡Voy a tener que volver a levantarme!
—¡Valor! —sonrió Iris.
Joséphine volvió con una hoja de papel blanco y se puso a pensar en qué podría escribirle.
—Dile que te vas de vacaciones… conmigo, a Deauville. Te dejará tranquila.
Joséphine escribió. «Luca, le devuelvo sus llaves. Me voy a Deauville a casa de mi hermana. Que pase un buen final de verano. Joséphine».
—Ya está —dijo, pegando el sobre—. ¡Y adiós muy buenas!
—¡No te quejes! Era un hombre muy guapo, según tus hijas…
—Quizás, pero ya no tengo ganas de verle…
La punta de sus orejas enrojeció: acababa de pensar «desde que quiero a Philippe». Porque todavía le quiero, incluso si no da ninguna señal de vida. Tengo esa seguridad en el fondo de mi corazón. Metió la carta en su bolso y dijo adiós a Luca.
—Muy bien… —suspiró Iris extendiendo sus piernas sobre la silla vecina.
—Mmmm… —ronroneó Joséphine desplazándose algunos milímetros sobre su asiento para ocupar una superficie más fresca.
—¿Quieres que te lea tu horóscopo?
—Mmmmssí…
—Esto… «clima general: estará envuelta en una borrasca a partir del 15 de agosto…».
—Es hoy —apuntó Joséphine volviendo la nuca para ofrecer su piel húmeda y caliente al viento fresco del ventilador.
—«… y hasta el final de mes. Agárrese, puede ser violenta y no saldrá indemne de ella. Amor: una vieja llama volverá a lucir y se verá arrastrada por ella. Salud: atención a las palpitaciones cardiacas».
—Parece ser que va a haber movimiento —murmuró Joséphine, agotada ante la idea de ser barrida por una borrasca—. ¿Y tú?
Iris cogió un cubito de la jarra de té helado preparado por Joséphine y, paseándolo por sus sienes y sus mejillas ardientes, prosiguió:
—Veamos… «Clima general: se enfrentará a un gran obstáculo. Utilice el encanto y la diplomacia. Si elige responder con la violencia, saldrá perdiendo. Amor: tendrá lugar un enfrentamiento, ganar o perder sólo dependerá de usted. Todo se decidirá en el filo de la navaja…». Ufff ¡No es muy alentador!
—¿Y la salud?
—¡Nunca leo la salud! —dijo Iris cerrando la revista, que dobló para abanicarse con ella—. Me gustaría ser un pingüino y deslizarme por un tobogán de hielo.
—Estaríamos mejor chapoteando en Deauville.
—¡Ni lo menciones! Hace un rato, en la radio, decían que había habido allí una terrible tormenta durante la noche…
Extendió una mano inerte hacia la radio para escuchar el boletín meteorológico, subió el volumen, pero suspiró, era una pausa publicitaria. Bajó el sonido.
—Al menos sentiríamos algo de fresco… Ya no puedo más.
—Ve tú si quieres, te dejo las llaves. Yo no me muevo de aquí.
Mañana estará aquí. Si cumple su promesa… Todavía no ha dado ninguna señal. ¡Le llamé mentiroso! Tengo que aprender… bajó los ojos sobre su horóscopo… a «utilizar el encanto y la diplomacia». Me arrastraré como una culebra, tan tímida como la debutante de un harén. ¿Y por qué no? Descubría con estupor que aspiraba a obedecerle, a someterse. Ningún hombre había despertado ese sentimiento en mí. ¿Podría ser la señal de un verdadero amor? No tener más ganas de hacer comedia, sino ofrecer el alma desnuda a ese hombre murmurándole: «Le amo, haga lo que quiera conmigo». Resulta extraño cómo la ausencia puede amplificar los sentimientos. ¿O es él, por su actitud, el que provoca esta rendición? Ha dejado tras él una mujer enfadada, encontrará una enamorada sumisa. Tengo ganas de postrarme ante él, de poner mi vida en sus manos, no protestaré, murmuraré en voz baja: «Es usted mi amo». Son las palabras que él hubiese querido oír la víspera de su partida. No supe pronunciarlas. Dos semanas de dolorosa ausencia han sabido hacerlas eclosionar en mis labios. Volverá mañana, volverá mañana… Había dicho: «Quince días». Oyó, en el patio, el murmullo familiar de los cubos de basura que se guardan y el ruido de una boca de riego poniéndose en marcha. Hacía clic-clic y la refrescaba. Hacía clic-clic y traía promesas. La portera desplazaba las macetas de flores arrastrándolas por el suelo y ella recordó las jardineras llenas de rosas de la casa de Deauville. Un recuerdo del paraíso perdido que borró inmediatamente. Hervé había conseguido alejar a Philippe. Y al Sapo. Había puesto fin a las esperanzas de Raoul confesándole que estaba enamorada de otro. Él había hecho sonar su tarjeta Platino sobre la cuenta y afirmado: «No importa, ya llegará mi hora». «¡Usted no duda nunca, Raoul!». «Siempre consigo lo que quiero. A veces me lleva más tiempo del previsto porque no soy un mago, pero nunca, nunca, me cubro con el hábito del vencido». Se había incorporado, orgulloso y ardiente como un emperador romano envuelto en su toga de regreso de una campaña triunfal. A ella le había gustado su tono marcial. Le gustaban terriblemente los hombres fuertes, decididos, brutales. Hacen que nazca un estremecimiento dentro de mí, mi cuerpo se inclina ante ellos, me siento dominada, poseída, prendida, llena. Me gusta la fuerza bruta en un hombre. Es una cualidad que una mujer evoca raramente, horrorizada ante la crudeza de la confesión. Ella le había mirado de forma diferente, había esbozado una sonrisa errante. No es tan feo, finalmente. Y ese brillo en los ojos que lucía como un desafío… Pero estaba Hervé. El intratable Hervé. Ni una palabra, ni un mensaje en quince días. Tembló sobre su silla y levantó su pesada cabellera para disimular su turbación.
—Vete a Deauville. ¡La casa está vacía!
—No sé si… Podría molestar llegando de improviso.
—Philippe no está allí. He recibido una postal de Alexandre. Su padre ha viajado con ellos a Irlanda y se los lleva, a él y a Zoé, al lago de Connemara.
¿Estás segura?, sintió ganas de decir Joséphine. A mí Zoé no me ha dicho nada. Pero no quiso atraer la atención de Iris.
—Así comprobarás si la tempestad no ha causado daños. El periodista en la radio hablaba de árboles derribados, de tejados arrancados… Me harías un favor.
Y no te tendría rondando por aquí cuando llegara Hervé. Podría estropearlo todo. Subió el volumen de la radio.
—Me sentaría bien… Crees de verdad que… —dudaba Joséphine.
Joséphine, con el amor, aprendía la astucia. Levantó hacia Iris sus ojos inocentes, esperando a que repitiese su invitación.
—Son sólo dos horas de coche… Abres la casa, revisas el techo, cuentas las tejas que faltan y llamas al techador, si hace falta, el señor Fauvet, el teléfono está en la puerta del frigo.
—Es una idea —suspiró Joséphine, que no quería manifestar su alegría.
—Una buena idea, créeme… —repitió Iris agitando la revista como si fuera un junco.
Las dos hermanas intercambiaron una mirada, encantadas de su duplicidad. Y volvieron a sus fantasías, dejando secar las gotas de agua sobre su piel en surcos sinuosos, escuchando con oído ausente los comentarios de un locutor de radio, que contaba la vida de los grandes navegantes. ¡Mañana le veré!, pensaba la una, ¿estará él allí?, pensaba la otra. Y me postraré a sus pies, se decía la una, y me lanzaré contra él rodeándole el cuello con mis brazos, imaginaba la otra. Y mi silencio hablará y reparará las grietas pasadas, se tranquilizaba una, sí pero ¿y si venía acompañado de una tal Dottie Doolittle?, se estremeció la otra.
Joséphine se levantó, incapaz de soportar esa idea. Recogió las tazas, la confitura y los restos del desayuno. ¡Pero claro! ¡No estará solo! ¿Cómo no se le había pasado por la cabeza? ¡Como si en su vida sólo existiese yo! Intentaba ocupar sus manos, su mente, alejarla de esa hipótesis terrible cuando oyó, primero en sordina y después cada vez más fuerte hasta que la canción estalló a todo volumen en su cabeza Strangers in the night que salía de la radio y pregonaba que sí, que estaba allí, que sí, está solo, que sí, él te espera… Estrechó la jarra de té helado contra sí, dio dos pasos de baile escondiendo el movimiento de sus pies bajo la mesa, exchanging glances, lovers at first sight, in love for ever, dubidubidú… y encadenó, bajando la cabeza:
—¿Y si me fuese enseguida? ¿No te importaría?
—¿Ahora? —preguntó Iris, sorprendida.
Levantó la cabeza hacia su hermana y la vio, resuelta, impaciente, abrazó la taza de té, apretando hasta casi romperla.
Iris hizo como que dudaba y después asintió.
—Si quieres… Pero ten cuidado por el camino. ¡Acuérdate de la borrasca del horóscopo!
Joséphine hizo la bolsa en diez minutos, la llenó metiendo todo lo que caía en sus manos, pensando ¿estará allí? Estará allí, ¿estará allí? Sentándose sobre la cama para calmar los latidos de su corazón enloquecido, suspirando, volviendo a su tarea de arramplar ropa, rozando el ordenador, dudando en si llevarlo, que no, que no, estará allí, estoy segura, dubidubidú… Entró en la cocina a dar un beso a Iris, se golpeó el hombro contra la pared, lanzó un grito, dijo con una mueca te llamo en cuanto llegue, cuídate mucho, debería llevar otros zapatos para caminar por la playa, ¡mis llaves!, ¡no tengo mis llaves! Llamó al ascensor. ¿Y el perro? Du Guesclin ¿dónde está su escudilla, y su cojín? ¿Lo llevo todo?, se dijo con la mano sobre la cabeza como si fuese a salir volando, pataleó para acelerar la lenta marcha del ascensor que se detuvo en el segundo piso. El pequeño Van den Brock, ¿cómo se llamaba, Sébastien? Sí, Sébastien, entró, tirando de una gran bolsa de viaje. Su pelo rubio se erguía en manojos de paja corta y dorada, sus mejillas y sus brazos bronceados parecían rebanadas de bizcocho, y la punta de sus pestañas que abrigaba unos ojos serios estaba descolorida por el sol.
—¿Te vas de vacaciones? —preguntó Joséphine, dispuesta a verter sobre cualquier ser humano el amor que llenaba su corazón y que amenazaba desbordar.
—Vuelvo a irme —corrigió el chico con el tono puntilloso de un director gerente.
—¡Ah, bueno! ¿Y de dónde vuelves?
—De Belle-Île.
—¿Estabais con los Lefloc-Pignel?
—Sí. Pasamos una semana con ellos.
—¿Y te has divertido?
—Hemos pescado camarones…
—¿Gaétan está bien?
—Él está bien, pero a Domitille la castigaron. Encerrada en su habitación durante una semana, sin poder salir, a pan y agua…
—¡Oh! —exclamó Joséphine—. ¿Qué había hecho tan terrible?
—Su padre la sorprendió besando a un chico. No tiene ni trece años, ¿sabe? —explicó con un tonillo reprobador, como para subrayar la audacia de Domitille—. Ella dice que es más mayor, pero yo lo sé.
Salió en el bajo expulsando la gran bolsa. Resoplaba, sudaba y se parecía, por fin, a un niño.
—El coche está aparcado delante. Mamá está cerrando la casa y papá carga el equipaje. Buenas vacaciones, señora.
Joséphine continuó hasta el segundo sótano donde se encontraba el aparcamiento. Abrió el maletero, lanzó la bolsa, hizo subir a Du Guesclin y se sentó al volante. Volvió el retrovisor hacia sí y se miró en el espejo. «¿Eres tú la que por un presentimiento corre al encuentro de un amante silencioso en Deauville? ¡Animada por una canción de la radio! Ya no te reconozco, Joséphine».
A la altura de Rouen, percibió nubarrones negros en el cielo, tan densos que apagaban la luz del día, y continuó hasta Deauville bajo la amenaza de una terrible tormenta sobre su cabeza. ¡Una borrasca! Aquí está, pues. Se obligó a sonreír. A fuerza de vivir con Iris, me estoy volviendo como ella y haciendo caso de esas tonterías. Pronto instalará a un gato sobre su hombro y se echará las cartas. Ella va a visitar a videntes, y todas le predicen un gran amor «a vida o muerte». Y lo espera, sentada frente al ventilador, esperando oír ruido de llaves en el piso de Lefloc-Pignel. La hubiese estorbado si me hubiese quedado.
Llegó a primera hora de la tarde. Oyó el grito de las gaviotas que revoloteaban alrededor de la casa en círculos bajos. Aspiró el olor húmedo del viento salado. Observó la casa desde lo alto del camino que descendía hasta la entrada. Vio los postigos cerrados. Lanzó un suspiro. Él no estaba.
Una brusca ráfaga de viento empujó una teja y la tiró a sus pies. Joséphine se protegió con la mano, después levantó la cabeza y descubrió que la mitad del techo había volado. En algunas partes no quedaban más que los travesaños desnudos, y espesas capas de fibra de vidrio como milhojas bailando al viento. Se diría que un enorme rastrillo había pasado sobre la casa, levantando filas de tejas, dejando otras. Se volvió hacia los árboles del parque. Algunos se mantenían rectos, un poco temblorosos, pero otros estaban abiertos en dos como puerros pelados. Esperaría a hablar con el techador para informar a Iris de la extensión de la catástrofe.
De hecho, pensó, supongo que le importa un comino el estado de la casa. Debe de estar pintándose los dedos de los pies, untándose de crema y poniéndose rímel negro sobre sus grandes ojos azules.
Le envió un mensaje de texto para decirle que había llegado bien.
* * *