TERCERA PARTE
Paul Merson no sólo tocaba la batería. Paul Merson tenía un grupo y a Paul Merson le gustaban las fiestas con baile, los sábados por la noche.
Paul Merson tenía una madre de silueta ondulante, que hacía perder la cabeza a más de uno. Trabajaba como relaciones públicas en una empresa de licores. No siendo el señor Merson un acérrimo defensor de la fidelidad conyugal, la señora Merson se contoneaba en libertad y hacía que sus clientes se aprovecharan de sus contoneos, primero verticales, luego horizontales. Después obtenía ventajas, algunas contantes y sonantes, otras más sutiles, que le permitían mantenerse en un puesto envidiado por muchos de sus compañeros.
Paul Merson se había dado cuenta muy pronto de los beneficios que podía sacar de los contoneos de su madre. Cuando un fulano venía a buscarla, por la noche, y se acercaba demasiado a ella, Paul Merson se interponía y preguntaba inocentemente al sujeto si no estaría pensando en hacer una fiestecita, en la que él y su orquesta pudiesen poner el ambiente previo pago. Somos buenos, muy buenos incluso, podemos tocar a petición, canciones antiguas o actuales, no pedimos mucho, no grandes galas, sino reuniones con baile, un poco de música de fondo, eso nos va muy bien. Teloneros, fines de fiesta, lo aceptamos todo. La vida del colegial es dura, suspiraba, no tenemos edad para conseguir trabajos de verdad, pero sí unas ganas terribles de cambiar de material o de salir a beber una cerveza. Con todas sus relaciones, debe usted de tener algún contacto… El cliente, cuyos ojos húmedos seguían los contoneos de la señora Merson, decía: «Sí, sí, ¿por qué no?», y se encontraba comprometido por su asentimiento distraído.
Si no, los contoneos cesaban.
Así fue como Paul Merson y Los Vagabundos empezaron a animar fiestas promocionales para los tractores VDirix, las patatas fritas Guiño o las salchichas Roches Claires. Gracias a sus primeros contratos, Paul Merson se había convertido en un chico audaz, insolente, con prisas, que descubría el mundo y esperaba aprovecharse de él. Una tarde en la que Joséphine asistía a un grupo de trabajo y volvía tarde, Paul fue a llamar a la puerta de Zoé.
—¿Quieres bajar al trastero? Estarán Domitille y Gaétan. Sus padres han salido. A la ópera. Vestido largo y todo eso. No vuelven hasta dentro de un montón de rato… Fleur y Seb no pueden venir: sus padres reciben a la familia.
—Tengo trabajo…
—¡Deja de hacerte la empollona! ¡Vas a terminar metiéndote en líos!
No se equivocaba: empezaban a mirarla de reojo en el colegio. Ya le habían robado dos veces el estuche, la empujaban en las escaleras, y nadie quería volver a casa con ella por la tarde.
—Bueno. De acuerdo.
—Genial. Te esperamos.
Se había girado contoneándose, reproduciendo los pasos de un movimiento cuidadosamente estudiado ante el espejo. Se detuvo en seco, volvió marcha atrás, los pulgares en los bolsillos, la cadera hacia delante.
—¿No tendrás cerveza en el frigo?
—No. ¿Por qué?
—No importa… Trae hielo.
Zoé no estaba demasiado tranquila. Si Gaétan le gustaba, Paul Merson le impresionaba y Domitille Lefloc-Pignel le hacía sentirse incómoda. En realidad no podía explicar por qué, pero esa chica oscilaba. No se sabía nunca de qué iba. De jovencita impecable, perfectamente arreglada, falda planchada y blusa blanca; o de una que, a veces, tenía un brillo malévolo en la mirada. Los chicos hablaban de ella entre risitas y cuando Zoé preguntaba por qué, se reían aún más humedeciéndose los labios.
Bajó sobre las nueve y media. Se sentó en la oscuridad del sótano alumbrado con una vela y enseguida dijo:
—No voy a poder quedarme mucho tiempo…
—¿Has traído el hielo? —preguntó Paul Merson.
—No he encontrado más… —dijo abriendo un recipiente de plástico—. He de acordarme de subir el bote…
—¡Ay, la amita de casa! —se burló Domitille chupándose el índice.
Paul Merson sacó una botella de whisky y cuatro vasitos, y los llenó hasta la mitad.
—Lo siento, no tengo agua mineral —dijo volviendo a cerrar la botella, que escondió detrás de una gruesa tubería cubierta de espesa cinta adhesiva negra.
Zoé cogió su vaso y contempló el líquido ámbar con aprensión. Una noche, para festejar el éxito del libro, su madre había abierto una botella de champán, ella lo había probado y había salido corriendo al cuarto de baño para escupirlo todo.
—¡No me digas que no has bebido nunca! —se mofó Paul Merson.
—Déjala —protestó Gaétan—, ¡no es un defecto no beber!
—Simplemente es delicioso —dijo Domitille estirando las piernas sobre el suelo de hormigón—. ¡Yo no podría vivir sin alcohol!
¡Menuda creída!, pensó Zoé. Se hace la fatal y la voluptuosa y tiene un año menos que yo.
—¡Eh! ¿Sabéis para qué sirve la mitad de un perro? —exclamó Gaétan.
Esperaron la respuesta chupeteando los cubitos. Zoé estaba muy tensa. Si no bebía, quedaría como una lela. Pensó en verter discretamente el contenido del vaso a su espalda. Estaba oscuro. Se acercó a la tubería, se pegó a ella, separó el brazo, lo hizo deslizar por el suelo y derramó lentamente el vaso.
—¡Para guiar a un tuerto!
Zoé rio de buena gana y se sintió más tranquila al oírse reír.
—¿Y tú sabes cual es la diferencia entre un Pastis 51 y un sesenta y nueve? —preguntó Paul Merson, irritado de ver que Gaétan le robaba el protagonismo.
De nuevo, hundieron la nariz en sus vasos, buscando la respuesta. Paul Merson estaba encantado.
—Debe de ser algo asqueroso ——dijo Gaétan.
—¡No te voy a decepcionar! ¿No lo adivináis?
Los tres negaron con la cabeza.
—Uno huele a anís y el otro huele a ano.
Lanzaron una sonora carcajada. Zoé escondió su rostro detrás del codo y simuló que contenía un ataque de risa. Paul Merson volvió a coger la botella y preguntó a la ronda:
—¿Otro traguito?
Domitille le tendió el vaso. Gaétan dijo no, gracias, no por ahora y Zoé repitió la misma fórmula.
—Esto… ¿No hay Coca Cola? —preguntó, prudente.
—No…
—Qué pena…
—La próxima vez ¡la traes! La próxima vez traéis todos algo y hacemos una fiesta de verdad. Podemos incluso traer una minicadena y enchufarla en el contador del sótano… Yo me ocupo de la música, Zoé, de la comida, y Gaétan y Domitille, del alcohol.
—¡No podremos! ¡No tenemos paga! —exclamó Gaétan.
—Bueno, entonces, Zoé, tú te ocupas de la comida y la bebida y yo te echaré una mano con el alcohol…
—Pero es que yo…
—¡Pero si estáis forradas! Me lo ha dicho mi madre, ¡el libro de tu madre ha sido un bombazo!
—Sí, pero eso no es verdad.
—Tienes que saber lo que quieres. ¿Quieres formar parte de la banda o no?
Zoé no estaba segura de tener ganas de formar parte de la banda. El sótano apestaba a moho. Hacía frío. La arena le picaba el trasero. Estar sentada riéndose de chistes de dudoso gusto y bebiendo un líquido amargo le parecía estúpido. Escuchaba ruidos extraños, se imaginaba ratas, murciélagos, serpientes pitón abandonadas. Tenía sueño, no sabía de qué hablar. Nunca había besado a un chico. Pero si decía que no, se quedaría completamente aislada. Acabó haciendo una mueca que quería decir sí.
—¡Venga, chócala!
Paul Merson le tendió la palma de la mano y ella la golpeó sin convicción. ¿Y de dónde sacaría el dinero para hacer las compras?
—¿Y ellos, qué hacen? —preguntó señalando a Gaétan y Domitille.
—Nosotros no podemos hacer nada, ¡estamos secos! —gruñó Gaétan—. Con nuestro padre no hay diversión posible. Si supiese que estamos aquí ¡nos mataría!
—Por lo menos hay noches que salen —suspiró Domitille chupeteando el borde de su vaso—. Podemos arreglárnoslas para saberlo con antelación…
—¿Y vuestro hermano, no se va a chivar? —preguntó Paul Merson.
—¿Charles-Henri? No. Está con nosotros.
—¿Y por qué no ha bajado?
—Tiene trabajo, y nos cubre si vuelven antes… Dirá que hemos bajado al patio porque habíamos oído ruido y vendrá a buscarnos. Mejor que esté atento porque si nos pillan, lo pasaremos mal, ¡muy mal!
—Pues yo, con mi madre, estoy superguay —dijo Paul Merson, que no soportaba la idea de no ser el centro de la conversación—. Me lo cuenta todo, soy su confidente…
—Está realmente buena tu madre —dijo Gaétan—. ¿Cómo será que hay tías superbién hechas y otras que son como vacas?
—Porque cuando se folla correctamente, bien tumbado, bien concentrado, se dibujan hermosas líneas fluidas que forman bonitos cuerpos de mujer. Y cuando se folla con los huevos encima de la cabeza, retorciéndose de placer, se dibuja un garabato y salen callos horribles y deformes…
Se echaron a reír. Salvo Zoé, que pensó en su padre y su madre. Habían debido de follar bien rectito para Hortense y completamente retorcido para ella.
—Si follas agitándote sobre un saco de nueces, por ejemplo, ¡seguro que haces un callo lleno de celulitis! —continuó Paul Merson, orgulloso de su demostración y esperando explotar su capital cómico.
—Yo no puedo imaginarme a los míos follando —gruñó Gaétan—, ¡a no ser bajo amenaza! Mi padre debió de ponerle una pistola en la cabeza… No aguanto a mi padre. Nos tiene aterrorizados.
—¡Deja de cabrearte! Es fácil de engatusar —respondió Domitille—. Bajas los ojos y caminas recto ¡y no se entera de nada! Puedes hacer todo lo que quieras a sus espaldas. Tú, en cambio, ¡siempre tienes que enfrentarte a él!
—A mi madre la pillé una vez follando —contó Paul—. ¡Qué locura! No para. ¡Menudo esfuerzo que hace! No lo vi todo porque, en un momento dado, se encerraron en el cuarto de baño, pero luego me contó que el menda ¡le había meado encima!
—¡Puag!, ¡qué asco! —exclamaron Gaétan, Domitille y Zoé al unísono.
—¿De verdad se dejó mear encima? —insistió Domitille.
—Sí. ¡Y le soltó cien euros!
—¿Te lo dijo ella? —interrogó Zoé con los ojos como platos.
—Ya te he dicho que me cuenta todo…
—¿Y se bebió el pis? —preguntó Domitille, todavía interesada.
—¡Ah, no! A él le bastaba con mearle encima para gozar.
—¿Y lo volvió a ver?
—Sí. ¡Pero le subió el precio! ¡No es gilipollas!
Zoé estaba a punto de vomitar. Apretaba los dientes para retener la bilis que subía. Su estómago se retorció como un guante, del derecho, del revés, del derecho, del revés. Ya no podría volverse a cruzar con la señora Merson sin taparse la nariz.
—Y tu padre, ¿dónde se mete cuando se mean encima de ella? —dijo Domitille, intrigada por la vida de esa extraña pareja.
—Mi padre va a los clubes de orgías. Prefiere ir solo. Dice que no tiene ganas de salir en plan marujeo… Pero se llevan bien. No se pelean nunca, ¡siempre se están riendo!
—Pero entonces ¿nadie se ocupa de ti? —dijo Zoé, que no estaba segura de haberlo entendido.
—Me cuido solo. Venga, bebe, Zoé, no bebes nada…
Zoé, con el corazón en la garganta, enseñó su vaso vacío.
—Pero bueno, ¡sí que bebes deprisa! —dijo Paul llenando de nuevo su vaso—. ¿Eres capaz de dejar el culo seco?
Zoé le miró, aterrorizada. ¿Era un juego nuevo, eso del culo seco?
—Eso no es cosa de chicas —respondió, para recuperar un poco de aplomo.
—¡Depende de cuáles! —dijo Paul.
—¡Yo si quieres te dejo el culo seco! —fanfarroneó Domitille.
—¡El culo seco y el matojo húmedo!
Domitille se retorció lanzando una risita idiota.
Pero ¿de qué están hablando?, se preguntó Zoé. Todos parecían estar al corriente de algo que ella ignoraba completamente. Era como si hubiese estado enferma y hubiera faltado a clase. No volveré nunca a este trastero. Prefiero quedarme sola en casa. Con Papatabla. Sintió ganas de subir a su casa. Buscó en la oscuridad el bote del hielo, tanteó hasta encontrarlo y preparó una excusa para explicar su partida. No quería pasar por una idiota o por una cortada.
Fue ése el momento que eligió Gaétan para pasar su brazo sobre los hombros de Zoé y atraerla hacia sí. Le dio un beso en el pelo, y frotó la nariz contra su frente.
Ella se sintió blanda, débil, sus senos se hincharon, sus piernas se alargaron, soltó una risita ahogada de mujer feliz, y apoyó la cabeza sobre el hombro del chico.
* * *
Hortense se lo contó todo a Gary.
Había llamado a su casa, a las dos de la mañana, cubierta de sangre. Él había exclamado, muy sobrio, un Oh! My God! y la había hecho entrar.
Mientras él le desinfectaba la cara con agua oxigenada y un trapo —lo siento, cariño, no tengo ni kleenex ni algodón, sólo soy un chico—, ella le contó la trampa en la que había caído.
—… Y no me digas «te lo había dicho», porque es demasiado tarde ¡y eso me haría gritar de rabia y me dolería más!
Él la curaba con gestos precisos y suaves, milímetro a milímetro, ella le contemplaba, tranquila y emocionada.
—Cada día eres más guapo, Gary.
—¡No te muevas!
Ella lanzó un largo suspiro y ahogó un grito de dolor. Él le había tocado el labio superior.
—¿Crees que voy a quedar desfigurada?
—No. Es superficial. Se verá unos días, después bajará la hinchazón y cicatrizará… Las heridas no son profundas.
—¿Desde cuándo eres médico?
—Hice varios cursos de socorrismo en Francia. Acuérdate… y mi madre insistió para que siguiese haciéndolos aquí.
—Yo me salté esos cursos.
—Lo olvidaba: ¡tu destino no es ocuparte de los demás!
—¡Exacto! Me concentro en mí misma… y tengo trabajo: ¡ésta es la prueba!
Señaló su rostro con el dedo y se puso seria. Le dolía sonreír.
Él la había instalado sobre una silla en el gran salón. Ella veía el piano, las partituras abiertas, un metrónomo, un lápiz, un cuaderno de solfeo. Había libros por todos lados, colocados del revés, abiertos, sobre una mesa, en el borde de una ventana, en un sofá.
—Tengo que hablar con tu madre para que me ayude. Si no hay represalias, volverán a hacerlo. En todo caso ¡no vuelvo a poner los pies en mi casa!
Ella le lanzó una mirada de súplica que le imploraba por favor que la alojara y él asintió, impotente.
—Puedes quedarte aquí…, y mañana hablamos con mi madre…
—¿Puedo dormir contigo esta noche?
—¡Hortense! No te pases…
—No. Si no, voy a tener pesadillas…
—Bueno, pero sólo por esta noche… ¡y te quedas en tu esquina de la cama!
—¡Prometido! ¡No te violaré!
—Sabes bien que no es eso…
—De acuerdo, de acuerdo.
Él se incorporó. Consideró su rostro seriamente. Dio unos cuantos retoques más a su trabajo. Ella hizo una mueca.
—Los pechos no los toco. Puedes hacerlo sola…
Le tendió el frasco y el trapo. Ella se levantó, fue a colocarse delante del espejo sobre la chimenea y se desinfectó las heridas, una por una.
—Mañana me pondré gafas negras y un jersey de cuello vuelto.
—No tienes más que decir que te han pegado en el metro.
—Y pillaré por banda a esa zorra para decirle dos palabras.
—En mi opinión, no volverá a la escuela…
—¿Tú crees?
Fueron a acostarse. Hortense se instaló en una esquina de la cama. Gary, en la opuesta. Ella se quedó con los ojos abiertos y esperó a que la invadiese el sueño. Si los cerraba, reviviría toda la escena y no le hacía mucha gracia. Escuchaba la respiración irregular de Gary. Permanecieron un buen rato espiándose, después Hortense sintió un largo brazo posarse sobre ella y escuchó a Gary decirle:
—No te preocupes. Estoy aquí.
Ella cerró los ojos y se durmió inmediatamente.
* * *
Al día siguiente, Shirley fue a verles. Lanzó un grito al ver la cara hinchada de Hortense.
—Es impresionante… Deberías ir a denunciarlo.
—No serviría de nada. Hay que meterles miedo.
—Cuéntamelo todo —dijo Shirley cogiendo a Hortense de la mano.
Es la primera vez que tengo un gesto de ternura hacia Hortense, se dijo.
—No he dado tu nombre, Shirley. Me inventé un nombre para ti y otro para Gary, pero di el nombre de tu jefe: Zachary Gorjiack… ¡y eso le calmó! En todo caso, lo suficiente como para que saliese del cuarto de baño y fuese a hablar con los otros enanos.
—¿Estás segura de que no hiciste alusión a Gary? —se inquietó Shirley.
Estaba pensando en el hombre de negro. Se preguntaba si tenía algo que ver en la agresión a Hortense. Si no era un medio indirecto para acercarse a Gary. Todavía temblaba por su hijo.
—Absolutamente segura. Simplemente pronuncié el nombre de Zachary Gorjiack, eso es todo. ¡Ah, sí! Les conté el accidente que tuvo su hija, Nicole…
—Bueno —consideró Shirley—. Voy a contarle esto a Zachary. En mi opinión, después no volverán a mover un dedo… Mientras tanto, ten cuidado. ¿Piensas volver a tu escuela?
—¡No voy a dejarle vía libre, encima, a esa zorra! Volveré esta misma tarde… ¡Y tendremos una conversación!
—Y ¿dónde vas a vivir, mientras tanto?
Hortense se volvió hacia Gary.
—Conmigo —dijo Gary—, pero tiene que buscarse otro piso…
—¿No quieres que se quede aquí? Esto es muy grande.
—Necesito estar solo, mamá.
—Gary… —insistió Shirley—. ¡No es el momento de ser egoísta!
—¡No es eso! Es sólo que tengo que decidir un montón de cosas y necesito estar solo.
Hortense no decía nada. Parecía darle la razón. Es asombrosa la complicidad que existe entre estos dos, se dijo Shirley.
—O si no, le dejo el piso y me voy a vivir a otro lado… Me da igual.
—Eso ni hablar —dijo Hortense—. Encontraré un piso. Sólo déjame tiempo para organizarme.
—De acuerdo.
—Gracias —dijo Hortense—. Eres majo de verdad. Y tú también, Shirley.
Shirley no podía impedir sentirse impresionada ante esa chica que se enfrentaba a cinco maleantes, escapaba por una ventana en plena noche, se encontraba con la cara y los senos lacerados, y no se quejaba. Quizás la juzgué mal…
—¡Ah! Una última cosa, Shirley —añadió Hortense—. En ningún caso, escúchame bien, en ningún caso, quiero que se le diga algo de esto a mi madre…
—Pero ¿por qué? —se extrañó Shirley—. Tiene que saberlo…
—No —la cortó Hortense—. Se morirá si se entera. Se preocupará por todo, no dormirá, temblará como una hoja y, por otro lado, me tocará las narices… ¡Y eso siendo educada!
—Con una condición, entonces… —concedió Shirley—. Me lo cuentas todo a mí. ¡Pero absolutamente todo! ¿Me lo prometes?
—Te lo prometo —respondió Hortense.
Gary no se había equivocado: Agathe no estaba en la escuela. Hortense provocó que la gente se arremolinara a su alrededor, y estallaron preguntas y exclamaciones horrorizadas. Tuvo que responder a cada alumno que la miraba fijamente, adoptando una expresión de horror o de compasión. Le pidieron que se quitara las gafas para comprobar el alcance de sus heridas. Ella se negó decretando que no era un fenómeno de feria, que el incidente estaba cerrado.
Fue a colgar un pequeño anuncio en el tablón de la escuela.
Precisó que buscaba una compañera de piso que no fumara ni bebiera; y a ser posible virgen, pensó mientras ponía una chincheta al anuncio.
Cuando volvió a casa de Gary, él estaba al piano. Atravesó la entrada de puntillas y se metió en su habitación. Era una pieza que conocía que interpretaba Bill Evans, Time Remembered. Se echó sobre la cama y se quitó los zapatos. La melodía era tan triste que no se extrañó cuando notó las lágrimas sobre sus mejillas. No soy de acero templado, soy una persona con emociones, sentimientos, se dijo seriamente extrañada, como los que se han creído invencibles y perciben de pronto una grieta en su armadura. Me doy diez minutos de reposo y retomo las armas. Siempre estaba de acuerdo consigo misma cuando afirmaba que las emociones afectan gravemente a la salud.
* * *
Pasó una semana antes de que recibiese la llamada de una chica que buscaba una compañera de piso. Se llamaba Li May, era china de Hong Kong y parecía muy firme en sus principios: había expulsado a su última compañera porque se había fumado un cigarrillo en el balcón de su habitación. El piso estaba bien situado, justo detrás de Piccadilly Circus. El alquiler razonable, en una planta alta. Hortense aceptó.
Invitó a Gary a un restaurante. Él estudió el menú con la seriedad de un contable ante un balance de fin de año. Dudó entre una melba de vieiras y un perdigón con verduras del tiempo y especias. Optó por el perdigón y esperó su plato, silencioso, detrás de su mechón de pelo negro. Degustó cada bocado como si comiese un trozo de hostia sagrada.
—Me gustaba nuestra vida en común. Te voy a echar de menos —suspiró Hortense durante el postre.
Él no respondió.
—Podrías ser amable y decir «yo también te voy a echar de menos» —remarcó ella.
—Necesito estar solo…
—Lo sé, lo sé…
—No se puede cuidar de DOS personas, es decir: uno mismo y el otro. Ya cuesta un trabajo terrible saber lo que uno quiere de sí mismo…
—¡Oh! ¡Gary! —suspiró ella.
—Tú eres el mejor ejemplo de ello, Hortense.
Ella levantó la mirada al cielo y cambió bruscamente de tema.
—¿Te has fijado en que me he quitado las gafas negras? ¡Me he maquillado con brocha gorda para disimular mis cardenales!
—Me fijo en todo lo tuyo… ¡Siempre! —dijo con voz neutra.
Ella se turbó y bajó los ojos ante su mirada firme. Ella jugueteó con el tenedor, trazando líneas paralelas sobre el mantel.
—¿Y Agathe?, ¿has tenido noticias suyas?
—¿No te lo he dicho? ¡Ha dejado la escuela! ¡En pleno curso! Nos lo anunció un profe al principio de clase: «Agathe Nathier nos ha dejado. Por razones de salud. Ha vuelto a París».
Él cerró los ojos para degustar un bocado de su manzana confitada a la miel, acompañada de un sorbete de Calvados.
—He llamado a su casa y su madre me ha contestado que estaba enferma, que no sabían lo que tenía… He dicho que quería hablar con ella, me ha preguntado mi nombre, ha ido a ver si su hija estaba despierta, parece ser que duerme a todas horas. Cuando ha vuelto, me ha dicho que Agathe no podía hablar conmigo. Demasiado cansada. ¡Ja! ¡Cagada de miedo, más bien! No pierdo la esperanza. Un día iré a esperarla al portal de su casa con un paraguas. ¿Dejan buenas marcas los paraguas?
—¡No tanto como un cinturón!
—Ah…, ¿y el ácido sulfúrico?
—¡Perfecto!
—Y eso ¿dónde se encuentra?
—¡Ni idea!
—¿No te terminas el postre? ¿No te gusta? ¿No está bueno?
—¡Que sí! Lo saboreo… Está delicioso, Hortense. Muchas gracias.
—Parece que estés en otra parte…
—Estaba pensando en mi madre y ese Zachary.
Hortense no había vuelto a hablar con Shirley, pero esta última le había asegurado que Zachary Gorjiack había hecho lo necesario. A lo mejor ya están yaciendo los cinco, con un lastre de piedras, en el fondo del Támesis. Cinco enanos morenos con camisa negra y pies de plomo. A lo mejor también, justo antes de que les mandaran al fondo, tuvieron tiempo de preguntarle a Zachary por qué razón les trataban con tanta dureza, y espero que entonces haya mencionado mi nombre.
Sacó un fajo de billetes y entonó un «tachán» triunfante colocándolo sobre la cuenta que acababa de traer el camarero.
—¡La primera vez que invito a un chico a cenar! ¡Oh, Dios mío! ¡Qué bajo estoy cayendo!
Volvieron, cogidos del brazo, hablando de la biografía de Glenn Gould que Gary acababa de comprarse. Atravesaron el parque. Gary buscó con la mirada una ardilla o dos, pero debían de estar durmiendo. La noche era hermosa, el cielo estaba repleto de estrellas. Si me pregunta si conozco el nombre de las estrellas, es que no es un chico para mí, pensó Hortense. Odio a la gente que quiere enseñarte el nombre de las estrellas, de las capitales, de las monedas extranjeras, de las cumbres nevadas, toda esa cultura de mercadillo que hay en el dorso de los paquetes de cereales.
—Hay gente alérgica a Glenn Gould —explicaba Gary—. Gente que dice que siempre toca igual…, y también hay otros que se vuelven locos con él y veneran hasta su silla desvencijada.
—No es bueno venerar… Todo ser humano tiene sus defectos.
—Fue su padre el que le hizo esa silla en 1953. Nunca se separó de ella, incluso cuando se caía a cachos. Era como un osito de peluche para él…
Había pronunciado esas últimas palabras con una voz insegura. Retuvo su mirada y él preguntó bruscamente:
—¿Por qué me miras así?
—No lo sé. De pronto me ha parecido que estabas incómodo…
—¿Yo? ¿Y por qué?
Hortense no habría sabido decir por qué. Continuaron caminando en silencio. ¿Hace cuánto tiempo que lo conozco?, se preguntó Hortense. ¿Ocho años?, ¿nueve? Hemos crecido juntos y, sin embargo, no lo considero como a un hermano. Sería más práctico, no tendría miedo de que se enamorara, de que se enamorara de verdad, de otra. Y es que tengo tanto que hacer antes de dejarme llevar…
—¿Tú sabes los nombres de las estrellas? —preguntó Gary, levantando la nariz hacia el cielo.
Hortense se detuvo en seco y se tapó los oídos.
—¿Qué te pasa? —preguntó él, inquieto.
Él le auscultaba la mirada.
—Nada. Estoy bien. No importa —dijo ella.
Había tanta inquietud en sus ojos, tanta ternura en su voz, que ella se quedó confusa. Ya era hora de mudarse. Se estaba volviendo terriblemente sentimental.
* * *
Ecos de conversaciones, estallidos de voces sobreexcitadas surgían de varios saloncitos adyacentes, y Joséphine se detuvo un momento a la entrada del restaurante. El decorado parecía sacado de Las mil y una noches: sofás hondos, cojines mullidos, estatuas de mujeres con el pecho desnudo, plantas perfectas, orquídeas salvajes blancas como la nieve aterciopelada, alfombras recargadas, sillones con las patas muy separadas, un montón de muebles irregulares. Las camareras parecían salidas de un catálogo de modelos, contratadas por horas como figurantes, y si traían un menú, un cuaderno o un bolígrafo, eran, sin duda, accesorios de moda. Esbeltas, indiferentes, soltaban su sonrisa como quien tiende una tarjeta de visita, rozaban a Joséphine con sus caderas estrechas, con aspecto de decir: «¿Qué hace usted aquí, mujer de poco brillo?».
Joséphine estaba nerviosa. Iris había retrasado varias veces la fecha de su comida. Cada vez que Iris anulaba la cita, pretextando una depilación a la cera, una sesión en la peluquería, una limpieza dental, Joséphine se sentía rebajada. Todo el placer que había experimentado la primera vez que Iris la había llamado había desaparecido. No sentía más que una sorda angustia ante la idea de volver a ver a su hermana.
—Tengo cita con la señora Dupin —balbuceó Joséphine a la chica que distribuía a la gente en la entrada.
—Sígame —dijo la criatura de ensueño estirando sus piernas de ensueño—. Es usted la primera…
Joséphine siguió sus pasos, cuidando de no derribar nada a su paso. Seguía la carrera de la minifalda a través de las mesas y se sentía pesada, torpe. Había pasado dos horas interrogando a su vestidor, perdida en medio de perchas hostiles, y había elegido su ropa más bonita, pero pensó que habría hecho mejor poniéndose unos vaqueros viejos.
—¿No ha dejado su abrigo en el guardarropa? —preguntó la criatura, extrañada, como si Joséphine acabase de cometer una falta de protocolo.
—Es que…
—Yo les aviso —concluyó la chica volviendo la mirada, con prisas para pasar a una actualidad más brillante.
Un actor de cine acababa de hacer su entrada. No estaba dispuesta a dedicar más tiempo a una asocial.
Joséphine se dejó caer sobre un silloncito tapizado en rojo tan bajo, que estuvo a punto de caerse. Se agarró a la mesa redonda, el mantel se deslizó, amenazando con arrastrar en su caída platos, vasos y cubiertos. Recuperó el equilibrio y entregó su abrigo a la chica del guardarropa, que había seguido la caída, impasible. Suspiró, aterrada. Estaba empapada de sudor. Ya no se movería más, ni siquiera para ir al baño. Era demasiado arriesgado. Esperaría tranquilamente en su sitio a que Iris hiciese su aparición. Sus sentidos estaban tan tensos que la menor mirada sobre ella, la menor entonación burlona, podría herirla.
Permaneció sentada, rogando que la gente la olvidara. Las parejas, a su alrededor, bebían champán y reían. Todo en ellos era gracia y ligereza. ¿Dónde habían aprendido a sentirse tan a gusto? Y sin embargo, se dijo Joséphine, no es tan sencillo, tras esas hermosas fachadas se esconden mentiras, faltas de delicadeza, traiciones, secretos. Algunos, que se sonríen, sostienen la daga preparada y oculta en su manga. Pero poseen esa ciencia que ella ignoraba completamente: la de las apariencias.
Metió los pies bajo la mesa —no debía haberse puesto esos zapatos—, escondió las manos bajo la servilleta blanca —sus uñas pedían a gritos una manicura— y esperó a Iris. No podría dejar de verla. Su mesa estaba en el mismo centro del restaurante.
Así que iba a volver a ver a su hermana…
Vivía, desde hacía algún tiempo, rodeada de pensamientos borrascosos. Iris. Philippe. Iris, Philippe, Philippe… Exhalaba de su nombre una felicidad tranquila, un placer turbio que saboreaba como un caramelo, para escupirlo inmediatamente al borde del empalago. Imposible, silbaba la borrasca en su cabeza, olvídalo, olvídalo. Por supuesto que tengo que olvidarlo. Y lo olvidaré. No debería ser tan difícil. No se forma un vínculo de amor en diez minutos y medio, de pie contra la barra de un horno. Es ridículo. Anticuado. Lastimoso. Era una especie de juego en el que se entrenaba a decir cosas que no pensaba, para convencerse de ellas. Funcionaba un momento, levantaba la cabeza, sonreía, encontraba un bonito par de zapatos en un escaparate, canturreaba la música de una película, y después la tormenta azotaba de nuevo, silbando siempre la misma palabra: Philippe, Philippe. Se agarraba a esa palabra. La recuperaba, testaruda, emocionada, Philippe, Philippe. ¿Qué hace? ¿En qué piensa? ¿Qué siente? Giraba como una cabra atada a una estaca alrededor de esos signos de interrogación. Añadía otras estacas: ¿me detesta?, ¿no quiere volver a verme?, ¿me ha olvidado? ¿Con Iris? Ya no era un simple pensamiento, era una cantinela, una estrofa que la aturdía definitivamente.
Fue entonces cuando Iris hizo su entrada.
Joséphine asistió, maravillada, a la llegada de su hermana. La tempestad amainó, una vocecita se elevó: «¡Qué guapa es! ¡Pero qué guapa es!».
Entró sin prisas, con paso despreocupado, cortando el aire como si avanzara en territorio conquistado. Un largo abrigo de cachemir beige, botas altas de ante, largo chaleco color berenjena que hacía las veces de vestido, cinturón ancho caído sobre las caderas. Collares, brazaletes, largo y espeso pelo negro, y ojos azules que cortaban el espacio con sus espinas heladas. Tendió su abrigo a la chica del guardarropa que la envolvió con una mirada aduladora, barrió las mesas vecinas con una sonrisa ausente, y después, tras haber recogido todas las miradas en un ramo de ofrendas, se dirigió hasta la mesa donde yacía, derrumbada, Joséphine.
Segura de sí misma y divertida de ver a su hermana en un sillón tan bajo, le lanzó una mirada radiante.
—¿Te he hecho esperar? —preguntó, haciendo como si se diese cuenta entonces de que llegaba con veinte minutos de retraso.
—¡Oh, no! ¡Es que yo he llegado antes!
Iris volvió a sonreír, inmensa, misteriosa, magnánimamente. Extendió su sonrisa como quien desenrolla una tela sobre un mostrador chino. Se volvió hacia las mesas vecinas para asegurarse de que la habían visto bien, que habían identificado a la mujer con la que iba a comer, agitó la mano, sonrió a uno, hizo una seña a otra. Joséphine la veía como a un retrato: una mujer seductora, elegante, de facciones regulares, de ojos llenos de belleza, dotada, en la línea del cuello y en los hombros, de algo de orgullo, de obstinación, incluso de crueldad y, en el instante siguiente, cuando esa mujer posaba sus ojos sobre ella, la descubría atenta, emocionada, casi tierna. Con los ojos levantados hacia Iris, veía pasar por el rostro de su hermana todos los matices del afecto.
—Estoy tan contenta de verte… —dijo Iris, sentándose delicadamente sobre el mismo asiento bajo, dejando su bolso sin que se volcara—. Si supieses…
Le había cogido la mano y la estrechaba. Después se acercó y besó la mejilla de Joséphine.
—Yo también —murmuró Joséphine, con la voz ahogada por la emoción.
—No te habrás enfadado por posponer tanto nuestra cita… ¡Tenía tantas cosas que hacer! ¿Has visto? Ahora llevo el pelo largo. Extensiones. Son bonitas, ¿no?
La aprisionaba con su mirada azul profundo.
—Lo siento. Me comporté de forma incalificable en la clínica. Eran las medicinas que me daban las que me volvían miserable…
Suspiró, levantó su masa de pelo negro. La última vez que la vi, hace tres meses, tenía el pelo corto, muy corto. Y el rostro afilado como la hoja de un cuchillo.
—Detestaba a todo el mundo. Estaba odiosa. Ese día te detesté a ti también. Te diría cosas horribles… Pero ¿sabes?, me comportaba así con todo el mundo. Tengo mucho que hacerme perdonar.
Su boca dibujó una mueca horrorizada, sus cejas se alzaron como dos trazos rectos y paralelos, subrayando el horror que le inspiraba su conducta, y sus ojos, de un azul parpadeante, se fundieron con los de Joséphine para conseguir su perdón.
—Te lo ruego, no hablemos más de eso —murmuró Joséphine, incómoda.
—Insisto absolutamente en excusarme —subrayó Iris echándose hacia atrás en el asiento.
La miró con una ingenuidad grave, como si su suerte dependiese de la mansedumbre de Joséphine, y esperó un gesto de su hermana que significara que la había perdonado.
Joséphine tendió el brazo hacia Iris, se incorporó y la estrechó contra sí. Debía de tener un aspecto grotesco en esa posición, el trasero hacia atrás, en equilibrio sobre las piernas flexionadas, pero se dejó llevar por la emoción y abrazó a Iris, buscando el reposo, la absolución en la fuerza con la que se enlazaban sus brazos.
—¿Lo olvidamos todo? ¿Pasamos página? ¿No hablaremos nunca más del pasado? —sugirió Iris—. ¿De nuevo Cric y Croe? ¿Cric y Croe para siempre?
Joséphine asintió.
—Entonces cuéntame cómo te va —ordenó Iris cogiendo el menú que le tendía una belleza, que se había vuelto repentinamente transparente para ella.
—¡No! Tú primero —insistió Joséphine—. Yo no tengo muchas novedades que contarte. He retomado mi HDI, Hortense está en Londres, Zoé…
—Sé todo eso por Philippe —la interrumpió Iris, espetándole a la camarera—: Tomaré lo de siempre.
—Yo también, como mi hermana —se apresuró a decir Joséphine, a la que aterraba la idea de tener que leer el menú y elegir un plato—. ¿Cómo estás?
—Bien, bien. Poco a poco estoy volviendo a cogerle gusto a la vida. Comprendí muchas cosas cuando estaba en la clínica, y voy a intentar ponerlas en práctica. He sido estúpida, inconsistente, increíblemente superficial y egoísta. Sólo he pensado en mí, me he dejado llevar por un remolino de vanidad. Lo he destruido todo, no estoy muy orgullosa de ello, ¿sabes? Me da incluso vergüenza. He sido una esposa asquerosa, una madre asquerosa, una hermana asquerosa…
Continuó haciendo acto de contrición. Enumerando sus faltas, sus traiciones, sus sueños de falsa gloria. Colocaron en la mesa una ensalada de judías verdes, y después una pechuga de pollo. Iris mordisqueó algunas judías y desgarró la pechuga. Joséphine no se atrevía a comer por miedo a parecer grosera, insensible al flujo de confidencias que se escapaba de la boca de su hermana. Cada vez que se encontraba en compañía de Iris, recuperaba su rango de sirvienta. Recogió la servilleta que Iris había tirado, le sirvió un vaso de vino tinto y después un poco de agua mineral, cogió un minúsculo trozo de pan, pero sobre todo, sobre todo la escuchó hablar mientras decía: «Sí, claro, tienes razón, ¡oh, no!, ¡no! En el fondo no eres así». Iris recogía los cumplidos y los puntuaba con un «qué buena eres, Joséphine» que ésta recibía con reconocimiento. Ya no estaban peleadas.
Evocaron a su madre, su vida, más difícil por la marcha de Marcel, sus dificultades económicas.
—¿Sabes? —suspiró Iris—, cuando se está acostumbrada al lujo, es duro perderlo. Si comparas la vida de nuestra madre con la de millones de personas, no tiene de qué quejarse, por supuesto, pero para ella, a su edad, es difícil…
Esbozó una sonrisa compasiva y prosiguió:
—Yo también he estado a punto de perder a mi marido, y sé lo que ella siente.
Joséphine se incorporó, sin aliento. Esperó a que Iris prosiguiese su relato, pero ésta hizo una pausa y preguntó:
—¿Podemos hablar de Philippe, no te molesta?
Joséphine balbuceó:
—¡Oh, no! ¿Por qué?
—Porque…, no lo vas a creer ¡pero estaba celosa de ti! Sí, sí… Por un momento creí que estaba enamorado de ti. ¡Ya ves hasta qué punto han podido embrutecerme las medicinas! Hablaba todo el tiempo de ti, es normal, te veía mucho por Zoé y Alexandre, pero yo lo mezclé todo y monté un drama con ello… Qué estupidez, ¿no?
Joséphine sintió cómo la sangre le subía a las orejas y latía como un yunque. Hacía un ruido de locos. Golpeaba por todos lados. Sólo oía la mitad de lo que le decía. Se veía obligada a acercar la oreja, a alargar el cuello hasta la boca de Iris para comprender sus palabras, el sentido de sus palabras.
—Estaba loca. ¡Loca de atar! Pero durante su última estancia en París…
Hizo una pausa, de suspense, como para anunciar una gran noticia. Sus labios formaron un círculo en una mueca golosa, la noticia prometía ser suculenta. La retenía en la boca antes de enunciarla.
—¿Ha estado en París? —pronunció Joséphine con voz aterrada.
—Sí, y nos hemos vuelto a ver. Y todo ha sido como antaño. Me siento feliz, Jo, ¡tan feliz!
Daba palmas para aplaudir la inmensidad de su alegría. Se contuvo, supersticiosa:
—Voy muy despacio, no quiero forzarle, tengo mucho que hacerme perdonar, pero creo que vamos por el buen camino. Es la ventaja de ser una vieja pareja… Nos comprendemos con medias palabras, nos perdonamos con una mirada, un abrazo y ya está todo dicho.
—¿Él está bien? —consiguió articular Joséphine, que había recibido las palabras «vieja pareja» y «abrazo» como trozos de hierro que quedaban atrapados en el fondo de su garganta.
—Sí y no, estoy preocupada por él…
—Preocupada —murmuró Joséphine— pero ¿por qué?
—Te lo voy a contar, pero no se lo digas a nadie, ¿me lo prometes?
Iris adoptó una expresión inquieta. Levantó una judía que mordisqueó, pensativa, ordenando sus pensamientos para no decir cualquier tontería.
—La última vez que vino a París, y nos…, cómo decirlo, nos reconciliamos, en fin, ya sabes…
Esbozó una sonrisita incómoda, enrojeció ligeramente.
—Percibí una mancha bastante fea en su ingle. En el interior del muslo derecho, arriba del todo…
Separó las piernas, apuntó con el dedo sobre el interior de su muslo. Joséphine miró ese dedo que señalaba la intimidad recuperada entre marido y mujer, entre amantes. Ese dedo la llamaba al orden, decía eres una intrusa, ¿qué te crees?
—Le dije que fuese a ver a un dermatólogo, insistí pero no quiso escucharme. Pretende haberla tenido siempre, que se la han analizado y que no es nada…
Joséphine ya no escuchaba nada. Luchaba para permanecer erguida, muda, cuando en realidad tenía ganas de retorcerse y gritar. Se habían acostado juntos. Philippe e Iris, uno en brazos del otro. Su boca tocando su boca, su boca dentro de su boca, sus cuerpos mezclados, la ropa de cama revuelta, las palabras murmuradas, aturdidas de placer, el espeso pelo negro sobre la almohada, Iris gimiendo, Philippe… Las imágenes desfilaban. Se llevó la mano a la boca para detener un quejido.
—¿Te encuentras bien, Jo?
—No. Es que me hablas de una forma como…
—¿Como qué, Jo?
—Como si de verdad él…
—¡Oh, no! Me preocupo, eso es todo. A lo mejor tiene razón y no tiene absolutamente nada. No debería haberte contado eso, ¡olvidaba lo sensible que eres! Cariño mío…
Sobre todo no debe echarse a llorar, se exasperó Iris. ¡Todo mi plan quedaría arruinado! He necesitado tres intentos para conseguir la mesa ideal, insistir, suplicar, realizar una larga investigación para asegurarme de que Bérengère y Nadia estuviesen aquí, hoy, justo detrás de aquella planta, el oído alerta, los sentidos aguzados para no perderse nada de nuestra conversación, y poder así repetirla, como un tamtan en una selva atronadora. ¡Días de meticulosos esfuerzos para ordenarlo todo y ella va a sabotear mi plan llorando!
Desplazó el sillón, cogió a su hermana entre sus brazos y la acurrucó.
—Ya está… Ya está… —susurró—. Vamos, Jo, vamos. Seguramente me estoy preocupando por nada…
Así que tenía razón, hay algo entre ellos. Un sentimiento que nace, una turbación, una atracción. Nada carnal, porque en ese caso no hubiese venido a comer. Demasiado honesta, no sabe mentir, hacer trampas. No hubiese podido sostenerme la mirada. Pero está enamorada, estoy segura. Ahora tengo la prueba. Pero ¿y él? ¿La quiere él? Tiene encanto, eso es indudable. Se ha vuelto incluso guapa. Ha aprendido a vestirse, a peinarse, a maquillarse. Ha adelgazado. Tiene un atractivo airecillo pasado de moda. Voy a tener que andarme con cuidado. Mi hermanita ¡tan torpe, tan lerda! Las hermanas pequeñas no deberían crecer nunca.
Joséphine se recuperó, se soltó del abrazo de Iris y se excusó:
—Lo siento… Perdóname.
Ya no sabía qué decir. Perdóname por haberme enamorado de tu marido. Perdóname por haberle besado. Perdóname por seguir teniendo pobres sueños de adolescente. La frivolidad en mí es una mala hierba de raíces profundas.
—¿Perdonarte? Pero ¿qué, cariño?
—¡Oh, Iris…! —empezó Joséphine retorciéndose las manos.
Iba a contárselo todo.
—Iris —dijo respirando profundamente—. Tengo que decirte…
—¡Joséphine! Creía que habíamos pasado página.
—Sí, pero…
Las dos hermanas se miraron largamente la una a la otra, la una dispuesta a revelar su secreto, la otra negándose a recibirlo, cada una de ellas segura del peligro que esconden las palabras. Se cerraría una pesada puerta. Una puerta blindada. Esperaban, dudosas, una señal que hiciese la confidencia posible o imposible, útil o superficial. Si hablo, se decía Joséphine, no la volveré a ver. Le elijo a él. Él, que se ha vuelto hacia ella… Si hablo, les pierdo a los dos. Pierdo a un amor, a un amigo, pierdo a mi hermana, pierdo mi familia, pierdo mis recuerdos, pierdo mi infancia, pierdo incluso el recuerdo del beso contra la barra del horno.
Iris seguía la duda en los ojos de Joséphine. Si me cuenta su secreto, estaré obligada a parecer ofendida, a tratarla de enemiga, a alejarme de ella. Será la ruptura. Nos separamos. Le dejo vía libre. Ella será libre de volver a verlo. No debe hablar, ¡no debe!
Rompió bruscamente el silencio.
—Voy a contarte un secreto, Jo: me siento tan feliz de haber vuelto a la vida que nada, escúchame bien, nada podría estropearme ese placer. Así que pasemos página, ¿quieres?, pero pasémosla de verdad…
Sí, se dijo Joséphine. ¿Qué hacer si no? Aparte de eso ¿qué había sucedido? Presiones en la mano, miradas que se mezclan, una voz que se atraganta, una sonrisa que se prolonga en la del otro, un trozo de piel que se acaricia bajo la manga de un abrigo. Tristes indicios de una pasión evaporada.
—¿Y tú, has vuelto a tu tesis? ¿Qué tema has elegido para tu HDI? Quiero saberlo todo… Es cierto, hablo, hablo y tú ¡no me cuentas nada! Todo eso va a cambiar, todo eso, Jo, va a cambiar. Porque he tomado ciertas resoluciones, ¿sabes?, y una de ellas es interesarme realmente por los demás, dejar de mirarme el ombligo… Dime, ¿me encuentras más vieja?
Joséphine había dejado de escuchar. Miraba cómo huía su amor, remontando el vuelo entre los senos de las estatuas y las palmeras como abanicos. Esbozó una sonrisa de vencida. No hablaría. No volvería a ver a Philippe.
No volvería a probar el beso al armagnac.
Y, de hecho, ¿no se lo había prometido a las estrellas?
* * *
Joséphine decidió volver andando. Subió la calle Saint-Honoré, suspiró de felicidad ante la belleza perfecta de la plaza Vendôme, recorrió la calle Rivoli y sus pórticos, bordeó los muelles del Sena, y dio la espalda a los carros alados del puente Alexandre III para llegar a Trocadéro.
Necesitaba recuperar consistencia. La presencia de Iris la había sofocado. Como si su hermana hubiese absorbido todo el aire del restaurante. Frente a Iris, se asfixiaba. «¡Basta!», gruñó golpeando con el pie la esquina de un adoquín. «Me comparo con ella y desaparezco. Me aventuro en su territorio, el de la belleza, el del saber estar, el del último chismorreo parisino, el del abrigo elegante, la extensión de pelo, la desaparición de la arruga, y no puedo luchar. Pero si la atrajese al mío, si le hablase de lo íntimo, de lo invisible, de la mirada en el otro, del amor que se entrega, de las emociones que embargan, de la vanidad de las apariencias, de la fuerza que hay que desplegar para saber quién es uno mismo, quizás llegue entonces a engrandecerme un poco en lugar de arrugarme como un calcetín».
Miró al cielo, percibió el dibujo de un ojo en el pliegue de una nube. Le encontró cierto parecido con la mirada de Philippe. «Qué pronto me has olvidado», lanzó a la nube, que se descompuso y se volvió a componer, borrando el ojo. «El amor, un poco de miel que se recoge entre las zarzas», cantaban los trovadores en la corte de Leonor. Ahora me trago las zarzas. A bocados. Es culpa mía: le alejé de mi lado y se volvió, dócil, hacia Iris. No habrá esperado mucho tiempo. Le inundó la cólera. Se hinchó de esperanza: ¡se estaba rebelando!
Atravesó el parque encorvada instintivamente. No podía evitarlo. Habían encontrado a la señora Berthier un poco más lejos…
Abrió el portal del inmueble y escuchó gritos en el chiscón de Iphigénie.
—¡Es un escándalo! —gritaba una voz de hombre—. ¡Es usted la responsable! ¡Es una asquerosidad! ¡Debe limpiar ese local todos los días! Hay botellines de cerveza, botellas vacías, ¡pañuelos de papel por el suelo! ¡Andamos entre inmundicias!
El hombre salió de la portería vociferando. Joséphine reconoció a Pinarelli hijo. Iphigénie, detrás de la puerta acristalada tapada con una cortina, estaba lívida. El cartel que indicaba su horario de trabajo se balanceaba colgado de la cadena. Él se volvió hacia ella, levantó el brazo para golpearla, ella giró el picaporte. Joséphine se precipitó hacia él y le atrapó el brazo. El hombre se soltó y la lanzó al suelo con sorprendente fuerza. Joséphine se golpeó la cabeza violentamente contra la pared.
—¡Está usted loco! —gritó, asustada.
—¡Le prohíbo que la defienda! ¡La pagan para eso! ¡Debe limpiar! ¡Gilipollas!
Un hilillo de saliva fluía sobre su mentón, que temblaba, su piel estaba marcada de manchas rojas, y su nuez se agitaba como un tapón enloquecido.
Giró sobre sí mismo y subió las escaleras de tres en tres.
—¿Está usted bien, señora Cortès?
Joséphine temblaba y se frotaba la frente para borrar el dolor. Iphigénie le hizo una seña para que entrase en la portería.
—¿Quiere beber algo? Parece conmocionada…
Le tendió un vaso de Coca Cola y la hizo sentar.
—¿Qué ha hecho para que se pusiese en ese estado? —preguntó Joséphine, recuperándose.
—Yo limpio el local de la basura. Se lo aseguro. Lo hago lo mejor posible. ¡Pero hay gente que constantemente deja allí guarradas que no me atrevo a nombrar! Así que si olvido pasarme por allí un día o dos, se ensucia enseguida. Pero el edificio es grande y no puedo estar en todos lados…
—¿Sabe usted quién hace eso?
—¡No, claro! Yo, por la noche, duermo. Estoy cansada. Da mucho trabajo este edificio. Y cuando mi jornada termina ¡tengo que ocuparme de los niños!
Joséphine recorrió la portería con la mirada. Una mesa, cuatro sillas, un sofá desgastado, un viejo aparador, una televisión, un mueble de cocina de fórmica desvencijado, un viejo linóleo amarillo en el suelo y, al fondo, separada por una cortina color burdeos, una habitación oscura.
—¿Es la habitación de los niños? —preguntó Joséphine.
—Sí, y yo duermo en el sofá. Es como si durmiese en el vestíbulo. Oigo abrir y cerrar el portal toda la noche cuando la gente vuelve tarde. Me llevo unos sobresaltos en la cama…
—Habría que pintar esto y comprar muebles… Está un poco triste.
—¡Por eso me tiño el pelo de todos los colores! —dijo Iphigénie sonriendo—. Da un poco de luz a la casa…
—¿Sabe usted qué vamos a hacer, Iphigénie? Vamos a ir mañana a Ikea a la hora de su descanso y vamos a comprar de todo: camas para los niños, una mesa, sillas, cortinas, cómodas, un sofá, un aparador, alfombras, una cocina, cojines…, y después iremos a Bricorama, elegiremos unas pinturas bonitas ¡y lo pintaremos todo! Ya no necesitará teñirse el pelo.
—¿Y con qué dinero, señora Cortès? ¿Quiere usted que le enseñe mi nómina? ¡Se va a echar a llorar!
—Yo lo pagaré todo.
—Pues se lo digo desde ahora mismo: ¡ni hablar!
—Y yo le digo, ¡claro que sí! El dinero no se lo puede llevar uno a la tumba. Yo tengo todo lo necesario, usted, no tiene nada. Para eso sirve el dinero: para tapar agujeros.
—¡Que no, señora Cortès!
—Me da igual, iré sola y haré que se lo dejen delante de la puerta. Usted no me conoce, soy bastante testaruda.
Las dos mujeres se enfrentaron en silencio.
—Lo único bueno, si viene conmigo, es que será usted quien podrá elegir, no tenemos necesariamente los mismos gustos.
Iphigénie había cruzado los brazos y fruncía el ceño. Ese día, su cabello tenía un color mandarina que viraba al amarillo en algunos sitios. Bajo la luz de la lámpara de pie, se dirían llamas surgiendo de su cabeza.
—Realmente estaría bien que pusiese usted los colores en las paredes, y no en la cabeza —dijo Joséphine haciendo una mueca.
Iphigénie se pasó la mano por el pelo.
—Lo sé, esta vez no he acertado con el color… pero no es muy práctico, la ducha está en el patio, no hay luz y no puedo respetar siempre el tiempo de aplicación recomendado. Además, en invierno, lo hago deprisa porque, si no, ¡me resfrío!
—¡La ducha está en el patio! —exclamó Joséphine.
—Pues sí… Al lado del cuarto de la basura…
—¡No es posible!
—Pues sí, señora Cortès, pues sí…
—Bueno —decidió Joséphine—. ¡Iremos mañana!
—¡No insista, señora Cortès!
Joséphine vio a la pequeña Clara apoyada en el marco de la habitación. Era una chiquilla extrañamente seria, de ojos caídos, tristes y resignados. Su hermano Léo se había unido a ella; cada vez que Joséphine sonreía, se escondía detrás de su hermana.
—La encuentro a usted un poco egoísta, Iphigénie. Me parece que a sus hijos les gustaría vivir en un arco iris…
Iphigénie posó su mirada en sus hijos y se encogió de hombros.
—Están acostumbrados a esto.
—A mí me gustaría que pintáramos la habitación de rosa… y tener un edredón verde manzana —dijo Clara, mordisqueándose un mechón del pelo.
—¡Oh, no! El rosa es para chicas —exclamó Léo—. ¡Yo quiero amarillo chillón y un edredón rojo con vampiros!
—¿No están en el colegio? —preguntó Joséphine, que quería cantar victoria y prefería dejar tiempo a Iphigénie para rendirse sin perder la cara.
—Es miércoles. Los miércoles ¡no hay colegio! —respondió Léo.
—Tienes razón, ¡lo había olvidado!
—Parece que has perdido la cabeza…
—La había perdido, pero desde que estoy con vosotros estoy mucho mejor —dijo Joséphine sentándoselos en las rodillas.
—Y además, mamá, ¿podríamos tener las camas una encima de otra? —continuó Clara—. Así yo podría dormir en el primer piso y pensaría que estoy en el cielo… ¿Y una mesa también?
—¡Y yo un caballo de madera! ¿Eres Papá Noel? —preguntó Léo a Joséphine.
—¡Qué tonto eres! ¡No tengo barba!
Soltó una risita que le aclaró la garganta.
—Me parece que ha perdido usted, Iphigénie. Quedamos mañana a mediodía. Le interesa ser puntual porque si no sólo tendremos tiempo de ir y venir…
Los dos niños rodearon a su madre y gritaron de alegría.
—Di que sí, mamá, di que sí…
Iphigénie dio un manotazo sobre la mesa y pidió silencio.
—Entonces, a cambio, le limpio la casa. Dos horas al día. Lo toma o lo deja.
—Una hora será suficiente. Sólo somos dos. No tendrá mucho trabajo y le pagaré.
—¡Lo haré gratis o no voy a Ikea!
* * *
Al día siguiente, Joséphine esperó en el portal a las doce. Subieron a su coche. Iphigénie tenía un capazo sobre las rodillas y se había anudado un fular al pelo.
—¿Es usted musulmana, Iphigénie?
—No, pero cojo frío en los oídos. Después tengo otitis y me queman las orejas por dentro y por fuera…
—Como a mí. A la menor emoción, se inflaman.
Atravesaron el Bois de Boulogne y se dirigieron a La Défense. Aparcaron frente a Ikea. Cogieron un metro de papel, un cuadernito y un lápiz y accedieron al interior de la tienda. Joséphine apuntaba, Iphigénie protestaba. Joséphine llenaba el cuaderno de pedidos, Iphigénie se escandalizaba:
—¡Pero esto es demasiado, señora Cortès! ¡Demasiado!
—¿No sería mejor que me llamase Joséphine? ¡Yo la llamo Iphigénie!
—No, para mí, usted es la señora Cortès. No hay que mezclar los trapos con las servilletas.
En Bricorama, eligieron una pintura amarillo canario para la habitación de los niños, rosa frambuesa para la habitación principal, y azul chillón para el lado de la cocina. Joséphine vio cómo Iphigénie contemplaba las lamas de parqué con la boca abierta de placer. Encargó parqué. Y una ducha. Y alicatado.
—¿Y quién va a instalar todo eso?
—Ya encontraremos un albañil y un fontanero.
Joséphine dio la dirección de la portería para que lo enviasen todo allí. Volvieron al coche y se sentaron aliviadas.
—¡Está usted como un cencerro, señora Cortès! Ya le digo desde ahora que le voy a dejar el piso como una patena, ¡va a poder comer usted en el suelo!
Joséphine le sonrió y salió del aparcamiento girando el volante con un dedo.
—¡Y además conduce usted divinamente!
—Gracias, Iphigénie. Me siento valorada a su lado. ¡Debería verla más a menudo!
—¡Oh, no, señora Cortès! Tiene usted otras cosas que hacer.
Apoyó la cabeza en el reposacabezas y murmuró, feliz:
—Es la primera vez que alguien es bueno conmigo. Quiero decir bueno sin otras intenciones. Porque los hay pretendidamente buenos, pero todos buscan quitarme algo… En cambio usted…
Hizo un ruido de petardo mojado con la boca para expresar su sorpresa. El fular enmarcaba un rostro de madonna juvenil, que se maquilla deprisa y corriendo en una esquina de la pila. Olía a jabón de Marsella que se frota bajo la ducha fría, y que no se tiene tiempo de enjuagar. Larga y fina nariz, ojos negros, tez bronceada, dientes brillantes, una profunda arruga entre las cejas que probaba, por si Joséphine todavía lo dudaba, que tenía carácter. Un cuerpo algo pesado, un pecho de vampiresa italiana y en conjunto, como telón de fondo, la seriedad infantil de quien lucha por llegar a fin de mes y se maravilla de conseguirlo.
—Lo peor fue mi marido… En fin, le llamo mi marido, pero nunca firmamos nada. Pegaba a cualquier cosa que se le resistiera. A mí la primera. Perdí dos dientes con él. Me dejé la piel trabajando para reemplazarlos. Estaba todo el tiempo en erupción. Un día pegó a un policía que le había pedido la documentación. Seis años de cárcel. Yo estaba embarazada de Léo. Me alegré mucho de que le enviaran a prisión. Va a salir pronto, nunca se le ocurrirá venir a buscarme aquí. Le intimidan los buenos barrios. Dice que rebosan de pasma…
—¿Los niños no preguntan por él?
Repitió su pequeño petardeo de trompeta que, esta vez, indicaba su desprecio.
—No le han conocido y mejor para ellos. Cuando me preguntan dónde está, lo que hace, yo les digo explorador, les digo el polo Sur, el polo Norte, la cordillera de los Andes, me invento viajes con águilas, osos y pingüinos. El día que se lo encuentren, si llega ese día maldito, ¡tendrá que llevar un salacot y una barba por la cuenta que le trae!
Había empezado a llover y Joséphine accionó los limpiaparabrisas y limpió el vaho con el dorso de la mano.
—Oiga, señora Cortès, me gustaría darle las gracias. Gracias de verdad. Me llega muy dentro lo que está haciendo usted por mí. Me llega muy hondo.
Se colocó un mechón de pelo que se había escapado del fular.
—No le dirá a la gente del edificio que ha sido usted la que ha pagado todo eso, ¿eh?
—No, pero de todas formas ¡no tiene usted que justificarse!
—En la próxima reunión de vecinos, no tiene más que soltar que me ha tocado la lotería. No les extrañará. A la lotería sólo ganan los pobres, los ricos ¡no tienen derecho!
Pasaron delante del Intermarché donde Joséphine hacía la compra cuando vivía en Courbevoie. Iphigénie le preguntó si podían detenerse: necesitaba Pato WC y un cepillo para el suelo. Se presentaron en la caja con dos carritos llenos. La cajera les preguntó si tenían tarjeta de cliente. Joséphine sacó la suya y aprovechó para pagar la compra de Iphigénie. Ésta se enfadó.
—¡Ah, no! ¡Ya basta, señora Cortès! ¡Vamos a perder la amistad!
—¡Así tendré muchos más puntos!
—¡Me juego algo a que usted nunca utiliza sus puntos!
—Nunca —confesó Joséphine.
—La próxima vez ¡yo la acompañaré y los usará! Así ahorrará algo.
—¡Ah! —dijo Joséphine, maliciosa—. Así que habrá una próxima vez. No está enfadada del todo…
—Sí. Estoy enfadada ¡pero soy débil!
Se marcharon corriendo bajo una tromba de agua, cuidando de no tirar nada.
Joséphine dejó a Iphigénie ante el edificio y fue a aparcar el coche al aparcamiento, rogando al cielo no toparse con nadie. Desde que la agredieron, tenía miedo en el aparcamiento.
* * *
Ginette estaba preparando el café de la mañana cuando llamaron a la puerta. Dudó, preguntándose si suspendía la operación, permaneció un momento con el codo en el aire, y decidió que el café pasaría delante del misterioso visitante. René estaría de mal humor todo el día si el café era malo. No hablaba con nadie antes de haberse bebido dos boles y haber engullido tres tostadas de la baguette fresca que el hijo de la panadera depositaba en el portal antes de ir al colegio. A cambio, Ginette le daba una moneda.
—¿Sabes —gruñó René— cuánto costaba la baguette cuando nos vinimos a vivir aquí en 1970? Un franco. Y ahora ¡un euro diez! Más la comisión del chico, ¡debemos de comer el pan más caro del mundo!
Los días en los que el chico no tenía colegio, ella se ponía un abrigo sobre el camisón y bajaba a hacer cola a la panadería. René era su hombre. Su hombre de carne y de codicia. Lo había conocido con veinte años: ella era corista de Patricia Carli, él montaba y desmontaba el escenario. Esculpido en uve mayúscula, calvo como una pista de patinaje para piojos, hablaba poco, pero sus ojos recitaban la Ilíada y la Odisea. Tan presto para gritar como para sonreír, dotado de la serenidad de esas gentes que saben lo que quieren y quiénes son desde que nacen, la había atrapado una noche por la cintura y no la había vuelto a soltar. Treinta años de comunión y todavía temblaba cuando le ponía las manos encima. ¡Nada más que placer, su René! En horizontal trabajaba la voluptuosidad, en vertical, el respeto. Tierno, previsor, huraño, todo lo que ella amaba. Hacía casi treinta años que vivían en la pequeña vivienda encima del almacén que les había cedido gratuitamente Marcel, el día en el que había contratado a René en calidad de… «ya hablaremos del puesto después». Visto y no visto: no habían vuelto a hablar de ello, pero Marcel aumentaba su sueldo al mismo ritmo que sus responsabilidades y el precio de la baguette. Allí fue donde habían crecido sus hijos: Johnny, Eddy y Sylvie. En cuanto los niños supieron valerse por sí mismos, Marcel contrató a Ginette en el almacén. Responsable de las entradas y salidas de mercancía. Y los años habían ido pasando sin que Ginette tuviese tiempo de contarlos.
Volvieron a llamar a la puerta.
—¡Un momento! —gritó vigilando el agua hirviendo sobre el polvo negro.
—¡Tómate el tiempo que necesites! ¡Sólo soy yo! —respondió una voz, que era la de Marcel.
¿Marcel? ¿Qué hacía aquí al alba?
—¿Tienes algún problema? ¿Has olvidado las llaves del despacho?
—¡Tengo que hablar contigo!
—Ya voy —repitió Ginette—, sólo un minuto.
Terminó de verter el agua, dejó el hervidor, cogió un trapo y se secó las manos.
—¡Te lo advierto, todavía estoy en camisón! —anunció antes de abrir.
—¡Me da igual! ¡No me enteraría de nada aunque estuvieses en tanga!
Ginette abrió y entró Marcel, llevando a Júnior sobre el vientre.
—¡Pero bueno, menuda visita! ¡Dos Grobz en el umbral! —exclamó Ginette haciendo una seña a Marcel para que entrase.
—¡Ay, mi pobre Ginette! —murmuró Marcel—. Es terrible lo que nos está pasando… ¡Nos ha caído de golpe! ¡No lo hemos visto venir en absoluto!
—¿Y si empezases por el principio? ¡Si no, no voy a entender nada!
Marcel se sentó, sacó a Júnior del portabebés, lo sentó sobre las rodillas y cogió un trozo de pan que colocó en la boca del niño.
—Vamos, mi chico, ejercita los dientes mientras charlo con Ginette…
—¿En qué edad anda este amorcito?
—¡Ya va por su primer aniversario!
—¡Pero bueno, si parece mucho más viejo! ¡Qué fuerte está! Pero ¿cómo es que te lo traes al trabajo?
—¡Ay! ¡No me hables! ¡No me hables!
Balanceaba la cabeza, desesperado. No se había afeitado y tenía una mancha de grasa en el reverso de la chaqueta.
—Sí, precisamente, háblame.
Él comenzó, la mirada baja:
—¿Recuerdas el estado de felicidad en el que estaba la última vez que cenamos aquí con Josiane?
—¿Justo antes de Navidad? Nos dejaste mareados. ¡Ya no aguantábamos más!
—Exultaba, estaba henchido de alegría, ¡estallaba de júbilo! Cuando llegaba al despacho por la mañana, le pedía a René que me mordiese la oreja, sólo para comprobar que todo eso era verdad.
—¡Querías instalar una sillita de bebé en tu despacho para iniciar al chico!
—Eran los buenos tiempos, éramos felices. Ahora…
—Ahora ya no se os ve. Os habéis disfrazado de fantasmas.
Él abrió los brazos en señal de impotencia. Cerró los ojos. Suspiró. El bebé basculó, él lo atrapó y, con sus dos manos fuertes de vello rojo, se puso a masajearlo. Hundía sus falanges en la barriguita redonda de Júnior, que se dejaba manosear con un rictus de dolor.
—¡Basta, Marcel, que el chavalín no es de plastilina!
Marcel relajó la presión. Júnior respiró aliviado y tendió la mano a Ginette para agradecerle su intervención.
—¿Has visto? —exclamó Ginette, anonadada.
—Lo sé, ¡es un genio! Pero, pronto, no será más que un pobre huérfano.
—¿Se trata de Josiane? ¿Está enferma?
—La peor de las enfermedades: lo ve todo negro. Y eso, preciosa, ¡no tiene remedio!
—¡Vamos! ¡Vamos! —le animó Ginette—. Es la depre posparto. ¡Les pasa a todas las mujeres! Eso termina curándose.
—¡Es peor! ¡Mucho peor!
Él se inclinó y susurró:
—¿Dónde está René?
—Está vistiéndose. ¿Por qué?
—Porque… lo que te voy a decir es algo totalmente secreto. Ni hablar de contárselo.
—¿Ocultarle algo a René? —se ofuscó Ginette—. ¡No podría hacerlo en la vida! ¡Quédate con tu secreto, que yo me quedo con mi marido!
La expresión de Marcel volvió a oscurecerse. Volvió a estrechar a Júnior contra sí y a masajearlo. Ginette arrancó al niño de las manos de su padre.
—¡Dámelo, vas a terminar sacándole las vísceras!
Marcel se hundió, los dos codos sobre la mesa.
—¡Estoy al límite! ¡No puedo más! ¡Éramos tan felices! ¡Tan felices!
Se meneaba, se pasaba la mano por el cráneo, se mordía el puño. Su peso hacía gemir la silla. Ginette iba de un lado a otro de la habitación, con Júnior apoyado en el hombro. Hacía mucho tiempo que no había sostenido a un bebé en brazos y estaba emocionada. La ternura que sentía por Júnior rebotó sobre Marcel, ese buen Marcel que se comía las uñas y sudaba la gota gorda.
—¡Pero tú estás enfermo, hombre! —dijo Ginette al verle de color carmesí.
—¡Ay! Lo mío es sólo angustia, pero Josiane… ¡Si la vieras! ¡Un velo blanco! ¡Una aparición! Va a acabar ascendiendo a los cielos.
Se hundió sobre sí mismo y dejó de retener las lágrimas.
—No puedo más, no me funcionan los circuitos. Vago por la casa como un viejo ciervo al que le han limado las astas. Ya no bramo, estoy hecho una bayeta empapada y arrugada. Ya no sé lo que firmo, no me acuerdo de mi nombre, ya no duermo, ya no como, se me abren las carnes y las entrañas. Apesto a desgracia. ¡PORQUE LA DESGRACIA HA ENTRADO EN LA CASA!
Se había apoyado sobre los codos y rugía. René entró en la cocina y soltó una blasfemia.
—¡Hostia! ¿Qué le pasa al pobre mohicano este? ¡Menudo jaleo está armando!
Ginette comprendió que debía coger la sartén por el mango. Instaló a Júnior en el sofá, le rodeó de cojines para que no se cayera, dejó ante Marcel y René la jarra de café aromático, cortó las rebanadas, las untó con mantequilla y les tendió el azucarero.
—Primero desayunáis, después me quedo con Marcel y le confieso.
—¿No quieres contármelo a mí? —preguntó René, desconfiado.
—Es algo especial —explicó Marcel, incómodo—, sólo se lo puedo contar a tu mujer.
—¿Y yo no puedo saberlo? —se extrañó René—. He dejado de ser tu viejo colega, tu hombre de confianza, tu brazo derecho, tu brazo izquierdo ¡y hasta a veces tu cerebro!
Marcel agachó la cabeza, confuso.
—Es algo íntimo —dijo royéndose las uñas.
René se acarició el mentón y después soltó:
—¡Venga! ¡Confiésale! Si no se va a ahogar…
—Come primero. Hablaremos después…
Desayunaron los tres juntos. En silencio. René agarró su gorra y salió.
—¿Va a estar cabreado?
—Se siente herido, eso seguro. Pero prefería que me diese su conformidad. No soy muy buena para los secretitos…
Echó una mirada a Júnior, que seguía sentado en medio de los cojines y escuchaba.
—Habría que entretenerle con algo…
—Dale algo para leer. Eso le encanta.
—¡Pero si yo no tengo libros para bebés!
—¡Cualquier cosa! Lo lee todo. Incluido el listín.
Ginette fue a buscar la guía telefónica y se la tendió a Júnior.
—Sólo tengo las páginas amarillas…
Marcel levantó la mano, sin argumentos. Júnior cogió la guía, la abrió, puso un dedo sobre una página y empezó a babear encima.
—De todos modos ¡es bastante rarito tu chiquillo! ¿Se lo has enseñado al médico?
—Si sólo hubiese eso de extraño en mi vida, sería el más feliz de los hombres…
—Habla y deja de llorar ¡que vas a coger frío en los ojos!
Él se sorbió los mocos y se sonó con la servilleta de papel que le tendía Ginette. La miró con aire temeroso y soltó:
—Es Bomboncito. Le han echado un sortilegio.
—¡Un sortilegio! ¡Pero si esas cosas no existen!
—Sí, sí, de verdad: la han estado embrujando con un muñeco vudú.
—¡Mi pobre Marcel! ¡Has perdido la cabeza!
—Escucha… Al principio, pensaba como tú, no quería creerlo. Y después me he visto obligado a constatar…
—¿El qué? ¿Le han salido cuernos?
—¡No seas tonta! ¡Es algo más sutil!
—Tan sutil que no consigo creérmelo.
—¡Escúchame, te digo!
—¡Ya te escucho, hombre!
—Le ha perdido el gusto a todo, se siente vacía como una bañera, se queda en la cama todo el día y ya no juega con el pequeño. Por eso está creciendo tan rápido… Quiere quitarse los pañales y ayudarla.
—¡Estáis todos zumbados!
—Habla con monosílabos. Levantarla es una lucha, dice que tiene puñales clavados en la espalda, que tiene doscientos años, que está completamente oxidada… ¡Y hace tres meses que dura!
—Es cierto que ése no es su estilo…
—He acabado llamando a madame Suzanne, ya sabes, nuestra…
—¿Esa que tú llamas la curadora de almas y yo, la curandera?
—Sí. Lo ha dejado muy claro: Bomboncito está embrujada. Desean que muera, a fuego lento. Desde entonces ella intenta deshacer el hechizo, pero cada vez que mejora, que tiene dos días buenos, come un poco, sonríe, apoya la cabeza sobre mi hombro, yo contengo el aliento… y vuelve a recaer. Dice que siente como si la desenchufaran. Como si le arrebataran la vida. Madame Suzanne ya no sabe qué hacer. Asegura que es un hechizo muy poderoso. Que va para largo. Mientras tanto, nosotros, nos vamos muriendo lentamente. La chica que se ocupaba del bebé tiene por misión no dejar a Bomboncito ni un instante. Tengo miedo de que haga alguna tontería. Y yo me ocupo de Júnior…
—Los dos estáis agotados, eso es todo. ¡Tampoco son edades para tener un bebé!
Marcel la miró como si le retirara su razón para vivir. Todo el azul de su mirada desapareció y en un segundo sus ojos parecieron completamente apagados.
—¡No debes decir esas cosas, Ginette! Me decepcionas mucho.
—Perdóname. Tienes razón. Los dos sois fuertes como robles. ¡Dos robles con un pajarito en la copa!
Se acercó a Marcel, pasó la mano sobre su cuello de toro. Le acarició dulcemente. Él se contrajo entre sus brazos plegados y gimió:
—Ayúdanos, Ginette, ayúdanos… Ya no sé qué hacer.
Ella continuó masajeándole el cuello y los hombros. Le habló suavemente de su fuerza, de su poder en los negocios, de su tenacidad, de su astucia, del imperio industrial que había creado, solo, escuchando sólo a su instinto. Ella sólo pronunciaba, a propósito, palabras contundentes que pudiesen tonificarle el alma.
—¿Se lo has contado a alguien más?
Él le lanzó una mirada perdida.
—¿A quién quieres que se lo cuente? ¡Van a pensar que me he vuelto loco!
—Eso seguro.
—Reaccioné como tú cuando madame Suzanne me lo contó. La envié a hacer gárgaras. Y después estuve informándome. Hice una verdadera investigación. Esas cosas existen, Ginette. No se habla de ellas porque tenemos raíces cuadriculadas en la cabeza, pero existen.
—En los países del vudú, ¡en Haití o en Uagadugú!
—No. Por todas partes. Lanzan un sortilegio, un mal sortilegio, y la víctima se queda atada a la infelicidad. Atrapada en una tela de araña. Ya no puede moverse, no puede hacer nada sin provocar adversidades. El otro día, Bomboncito quiso sacar al pequeño al parque y ¿sabes qué? ¡Se torció el tobillo y le robaron el bolso! Cuando intentó planchar una de mis camisas, se le quemó la plancha y, hace dos días, cogió un taxi para ir a la peluquería, y tuvo un accidente en el primer cruce…
—Pero ¿quién podría odiarla hasta el punto de desear la muerte, la muerte de los dos?
—No lo sé. Ni siquiera sabía que ese tipo de cosas existían. Así que…
Levantó los brazos y los dejó caer pesadamente.
—Eso es lo que hay que encontrar… ¿Has sido algo duro en los negocios últimamente?
Marcel sacudió la cabeza.
—No más que de costumbre. Nunca hago malas jugadas, ya lo sabes.
—¿Te has peleado con alguien?
—No. Incluso estoy más bien afable. Soy tan feliz que tengo ganas de que todo el mundo sea feliz a mi alrededor. Mi personal es el mejor pagado del mundo, las primas enternecerían al más rígido de los sindicalistas, reparto escrupulosamente todos los beneficios y, ya lo has visto, he instalado una guardería para los hijos de los empleados, una pista de petanca en el patio para el descanso de la comida… Sólo falta el chiringuito y la playa ¡y convierto mi negocio en el Club Med! ¿Verdad?
Ginette se sentó a su lado y permaneció pensativa.
—Por eso ella ya nunca viene a vernos —dijo ella en voz alta.
—¿Cómo quieres que te lo cuente? Siente vergüenza, además. Hemos visitado a todos los especialistas, toneladas de escáneres, de radios, de informes. No encuentran nada. ¡Nada!
Sobre el sofá, Júnior se dejaba los ojos intentando descifrar su guía. Ginette permaneció un momento observándole. Es un niño algo extraño, de todas formas. A su edad, un bebé juega con las manos, los dedos de los pies, un peluche ¡pero no hojea las guías telefónicas!
Él levantó los ojos y la miró fijamente. Tenía los ojos azules de su padre.
—¡Bu-jo! —balbuceó, cubierto de baba—. Bu-jo.
—¿Qué dice? —preguntó Ginette.
Marcel se incorporó, alelado. Júnior repitió. Tenía las cuerdas vocales tan tensas que parecía que se iban a romper, y eso le provocaba líneas rojas en el cuello. Un triángulo de venas violeta se había encendido en su entrecejo. Ponía toda su energía de bebé para intentar hacerse entender.
—Brujo —tradujo Marcel.
—¡Es lo que yo pensaba! Pero cómo…
—Compruébalo. ¡Ha debido de ver un anuncio publicitario de uno de esos hechiceros de pacotilla!
¡Dios mío!, pensó Ginette. ¡Soy yo la que voy a volverme loca!
* * *
Mylène no podía creerlo: los azulejos del cuarto de baño se despegaban y se le había quedado en la mano el pomo de la puerta. «¡Joder!», exclamó, «¡hace nueve meses que vivo en este piso y ya empieza a escacharrarse!». Eso sin hablar de la estantería sobre la cama que se le había caído encima, de los plomos que provocaban cortocircuitos, llenando la noche de fuegos artificiales, y del frigorífico que funcionaba al revés y producía aire caliente.
Cuando llamaba a alguien para arreglarlo, apenas se había marchado el hombre ya se desbarataba todo de nuevo. Ya no puedo vivir más aquí. Estoy harta de hablar con mis manos o de farfullar un mal inglés, de pasarme las noches viendo karaokes estridentes en la televisión, de ver gente escupir, eructar, tirarse pedos en la calle, de pisar comida tirada en el suelo. De acuerdo, se pasan el tiempo riendo y desbordan energía, de acuerdo, sólo con agacharte ya recoges beneficios, pero estoy cansada. Tengo ganas de las orillas del Loira, de un marido que vuelva por la noche, de unos niños a los que ayudaría a hacer los deberes y de la jeta del presentador del telediario francés en mi televisión. ¡No será aquí donde encuentre eso! ¡El Loira no se da una vuelta por Shanghai, que yo sepa! Una casita en Blois con un marido que trabaje en Gas de Francia, unos niños a los que pasearía por los jardines del Obispado, para quienes cocinaría pasteles y recitaría la historia de los Plantagenêts. Había colgado un plano de la ciudad en la pared de la cocina y hacía vaticinios frente a él, estudiándolo con detalle. Sus crisis de Blois eran cada vez más frecuentes. Soñaba con los tejados de arcilla, riberas arenosas, viejos puentes de piedra, formularios de la Seguridad Social que rellenar, y baguettes tiernas no demasiado cocidas recién sacadas del horno de la panadera. Pero sobre todo, sobre todo, quería hijos. Durante mucho tiempo había optado por ignorar sus inclinaciones maternales, dejando para más tarde una tarea que sellaría el final de su carrera, pero ya no podía engañarse, su vientre reclamaba habitantes.
Además, como hecho adrede, Shanghai rebosaba de niños. Saltando, jugando y bailando por las tardes en la calle. Cuando paseaba por las callejuelas del centro, casi podía pasar la mano sobre los redondos cráneos de bebés magníficos que le sonreían, recordándole que el reloj biológico avanzaba inexorablemente. ¡Pronto treinta y cinco años, mi vieja amiga! Si no quieres parir una pasa de Corinto, vas a tener que encontrar un semental. No quería un novio de ojos rasgados. Desconocía el modo de empleo de los chinos. No comprendía por qué se reían, callaban, parecían enfadados o hacían muecas. Un auténtico misterio. El otro día le había dicho a Elvis, el secretario de Wei, al que todos llamaban así por sus patillas, que tenía aspecto cansado, ¿había dormido bien? ¿Tenía la gripe? El otro había soltado una carcajada que parecía que nadie podría parar. Ya no se le veían los ojos, hipaba, lloraba, se retorcía. Su soledad le había parecido entonces definitiva y trágica.
Fue justo después de las fiestas cuando la nostalgia de su país natal y de una vida hogareña la había invadido. Sospechaba que el abeto de plástico que había comprado por Internet le había sobresaltado las hormonas. Hasta Navidad, trotaba ligera, calculando sus beneficios, inventando nuevas fórmulas, nuevos artilugios. Había lanzado el teléfono móvil polvera: ¡un éxito! El dinero se amontonaba en el banco, Wei aceptaba cualquier idea nueva, los contratos se sucedían, las cadenas de fabricación se ponían en marcha y lanzaban un producto nuevo que invadía los campos y transformaba a todas las chinas en preciosas Barbies Rasgadas. Todo iba muy deprisa.
Demasiado deprisa… Apenas tenía tiempo de respirar y ya estaba todo empaquetado, listo para vender y con los márgenes de beneficio calculados. Tenía que inventar a todas horas. Que las calculadoras humeasen. Ella necesitaba la lentitud, el reposo, la espera, la dulzura, la tranquilidad de Anjou, del suflé que se hincha en el horno.
Intentaba explicar su estado de ánimo a la directora comercial de Wei y la chica larga como una liana, de pelo negro, la miraba con un interés mezclado de inquietud. «¿Por qué piensas en todo eso?», le decía. «Yo no pienso, no leo nunca el periódico y cuando salgo con mis amigos, no hablamos nunca de política. Creo que nunca hemos pronunciado el nombre de Hu Jintao cuando estamos juntos». Era el presidente de la república. Mylène la contemplaba con los ojos abiertos como platos. «Nosotros, en Francia, sólo hacemos eso: ¡hablar de política!». La larga liana de pelo negro se encogía de hombros y decía: «Durante los acontecimientos de Tiananmen, en 1989, salí a la calle, estaba apasionada por todo lo que pasaba y después llegó la tragedia, la represión… Hoy me digo que todo va demasiado deprisa en China. Me siento excitada y, al mismo tiempo, asustada: ¿nuestro país dará a luz a un monstruo? ¿Acaso nuestros hijos se convertirán en monstruos?». Permanecía pensativa un momento y volvía a sumergirse en sus informes.
Mylène tenía escalofríos. Y ella, ¿acaso estaba convirtiéndose en un monstruo? Ya ni siquiera tenía tiempo para gastarse el dinero. Encaramada a sus zapatos de tacón alto, enfundada en sus trajes sastre de mujer de negocios, trabajaba de sol a sol. ¿Para qué sirve tanto dinero? ¿Y con quién gastarlo? ¿Con mi reflejo en el espejo? Se sentía saciada, ahíta, y esperaba, con angustia, el momento en el que llegara el asco.
No estaba acostumbrada a la abundancia. Desde su niñez en Lons-le-Saunier, había retenido el ritmo lento de las estaciones, la nieve que se funde y gotea en los canalones, el pájaro sorprendido que lanza su primer canto de primavera, la flor que se abre, la cerda revolviéndose en el barro, la mariposa que emerge, pegajosa, de su crisálida, la castaña que estalla en la sartén agujereada. Una vocecita gritaba dentro de ella: demasiado rápido, demasiado vacío, demasiado cualquier cosa. Y debía confesárselo: le pesaba la soledad.
Era demasiado mayor para interesar a los jóvenes millonarios chinos y los extranjeros que conocía todos llevaban alianza. Tuvo fe en Louis Montbazier, fabricante de material eléctrico. Había salido tres veces seguidas con él, tres noches intercambiando risas, apretoncitos de manos, ya se veía organizando la mudanza a Blois, pagando juntos el impuesto televisivo, pero, la cuarta noche, le había puesto delante de sus narices un cuaderno desplegable con fotos de su mujer y sus hijos. Vale, lo he entendido, se dijo. Se había negado a darle un beso cuando la acompañó a su casa.
La alarma saltó de verdad el día en el que el señor Wei se negó a que se desplazara a Kilifi. Ella tenía ganas de volver sobre sus pasos y los de la joven Mylène huida de Courbevoie, de aspirar el aire perezoso de África, de pisar la arena blanca de las playas, de volver a ver los ojos amarillos de los cocodrilos.
—Ni hablar —había chillado él—. Usted se queda aquí y usted trabaja.
—Pero si es sólo para cambiar de aires…
—No bueno —había respondido él—. Nada bueno. Usted no mover. Usted inestable. Usted peligrosa para usted. Yo vigilar por su bien. Yo tener su pasaporte en mi caja fuerte.
Y había tosido con fuerza para dejar claro que la discusión estaba cerrada. Ésa era su forma de cerrarle la puerta en las narices. Estaba prisionera de ese viejo ávido chino, que contaba su dinero con su ábaco y se rascaba los huevos con las piernas separadas.
—What a pity! —había respondido ella.
«¡Wapiti! ¡Wapiti!», habían entonado dos chiquillas adorables blandiendo una cacerola de wapiti chamuscado. Hortense y Zoé habían saltado como dos diablillos al abrir una caja sorpresa. ¡Cómo las echaba de menos! A veces, hablaba con ellas al dormirse. Jugaba a las mamás. Cosía un dobladillo, planchaba un pantalón, peinaba un rizo sobre la frente. Han debido de cambiar. Ya no las reconocería. Me mirarían de lejos como quien desdeña a un extraño. Me he convertido en una emigrada, en una desarraigada…
En un periódico francés de varias semanas atrás, había leído un reportaje sobre los levantamientos en la campiña china. El ejército había contenido las protestas, pero éstas volverían a surgir. Los agricultores se negaban a que les confiscaran las tierras para construir fábricas. Arrancarían los hermosos carteles de flores de lys que cubrían los muros de adobe. Aquello sería el principio del fin.
A la mañana siguiente, al levantarse, Mylène Corbier decidió pasar a la fase siguiente de su existencia: el regreso a Francia.
Para ello, iba a necesitar a Marcel Grobz.
* * *
Henriette estaba exultante: acababa de cruzarse en el parque Monceau con la criada y Josiane. ¡Y en qué estado, Josiane! Un espectro. Sólo le faltaban telarañas en los huesos. Avanzaba, encorvada, apoyada sobre gruesas sandalias. Se inclinaba a la derecha, se inclinaba a la izquierda, flotaba en una gabardina azul marino, y su pelo caía en mechones lánguidos y tristes. La criada la vigilaba constantemente y la guiaba. Se paraban a descansar en cada uno de los bancos del parque.
¡Funcionaba! Los sortilegios de Chérubine eran una maravilla. ¡Y pensar que había ignorado tanto tiempo esos poderes mágicos! ¡La cantidad de complots que hubiese podido urdir! ¡De cuántos enemigos hubiese podido desembarazarme! ¡Y qué fortuna hubiese amasado! Sentía vértigo. Si lo hubiese sabido, si lo hubiese sabido…, se dijo quitándose su gran sombrero. Se dio golpecitos con la mano en el pelo para borrar el pliegue que el peso de su horrible tocado había impreso en él y se dedicó, en el espejo, una sonrisa radiante. Acababa de descubrir una nueva dimensión: el poder absoluto. Desde ahora, las leyes que regían al común de los mortales dejarían de aplicarse a ella. Desde ahora, iría derecha al grano, con Chérubine en la manga para el trabajo sucio, y recuperaría el lustre de antaño. Mía la agenda Hermés, las pastillas de jabón Guerlain, los jerséis de cachemir de doce hilos, mi agua de colonia para la ropa a la lavanda, las tarjetas de visita Cassegrain, mis sesiones termales en el hotel Royal y la cuenta en el banco rebosante.
A punto estaba de ponerse a bailar bajo el artesonado del salón. Dudó, se recolocó el bajo de la falda, se lanzó y se puso a girar, y girar, invadida por una alegría frenética. El mundo le pertenecía. Iba a reinar como soberana despiadada. Y cuando tenga muchos millones, me compraré amigos. Estarán siempre de acuerdo conmigo, me llevarán al cine, pagarán mi entrada, pagarán el taxi, pagarán el restaurante. Bastará con que les tiente con algunos favores, una cláusula en un testamento, un plan de ahorro vivienda, y mi recibidor se llenará de amigos. Los valses de Strauss revoloteaban en su cabeza, y se puso a canturrear. Fue el sonido de su voz rota lo que rompió el sueño. Se detuvo en seco y se conjuró: no debo aturdir me con vanas ensoñaciones, debo permanecer tranquila, proseguir mi plan de batalla. Todavía no había activado la fase papá Grobz, pero se acercaba la hora en la que descolgaría el teléfono y susurraría: «Hola, Marcel, soy Henriette, ¿y si hablásemos tú y yo, sin abogados, ni intermediarios?». Él ya no estaría en situación de resistírsele, y ella obtendría lo que quisiera. Ya no necesitaría desvalijar al ciego al pie de su edificio.
Aunque…
De eso no estaba tan segura.
Expoliar cada día a ese pobre hombre sin que la pillasen, recolectar algunas monedas calientes con la palma de la mano, daba cierto picante a su vida. Era un placer que nunca habría sospechado. Pues, hay que confesarlo, con el paso de los años los placeres disminuían. ¿Qué pequeños goces quedaban? Los dulces, los cotilleos y la tele. No le gustaban ni el azúcar ni la caja tonta. Los cotilleos le gustaban, pero es una distracción que exige compañía y ella no tenía amigas. En cambio, la avidez es una actividad solitaria. Exige incluso estar solo, concentrado, adusto, intratable. Esa misma mañana, se había despertado murmurando: «¡Menos diez euros!». Había dado un salto en la cama. No sólo tendría que pasar el día sin gastar nada, sino que debería, además, conseguir algunas monedas por aquí y por allá para respetar el compromiso. ¿Cómo iba a hacerlo? No tenía la menor idea. El ingenio aparecería con el hurto. Empezaba a adquirir habilidad. El otro día, por ejemplo, se había dicho, al amanecer —era el momento en el que se lanzaba desafíos—: «¡Hoy, una botella de champán gratis!». Su cuerpo se había tensado inmediatamente, invadido por un placer doloroso. Había estudiado la situación y puso a punto un astuto plan.
Vestida modestamente, sin sombrero ni signo exterior de riqueza, la expresión humilde, y un viejo par de alpargatas planas en los pies, había entrado en una tienda Nicolás Feuillatte, había juntado las manos y preguntado, con ojos lagrimosos: «¿No tendrá usted una botellita de champán, barata, para dos viejecitos que festejan sus cincuenta años de matrimonio? Con nuestra pensión, vamos un poco justos, ¿sabe?…». Se había mantenido digna, con un falso aire de chiquilla pillada cometiendo un acto de mendicidad. El vendedor había sacudido la cabeza, incómodo.
—Es que no tenemos muestras, querida señora… Tenemos botellas de cuarto, a cinco euros, pero las vendemos…
Ella había bajado los ojos hasta la punta de las alpargatas, la cadera encastrada en el mostrador de madera, y había esperado a que cediera. Pero no cedía. Se había vuelto hacia un cliente que pedía una caja de reputadas añadas. Henriette, entonces, había adoptado su «aire», un aspecto sufrido y cansado. Gozaba interpretando ese papel. Lo enriquecía con nuevos suspiros, con nuevas expresiones. Inclinaba la cabeza, bajaba los hombros, gemía débilmente. Ese día, en Nicolás Feuillatte, el vendedor no cedía. Se disponía a marcharse, cuando una dama extremadamente bien vestida se le había acercado.
—Señora, perdóneme, pero no he podido evitar oír su conversación con el vendedor. Sería un honor y un placer para mí ofrecerle una botella de este maravilloso champán… para que lo beba con su marido.
Henriette se había deshecho en agradecimientos, lágrimas de gratitud surgían en el rabillo de sus ojos. Había aprendido a llorar sin arruinarse el maquillaje. Y se había ido, con la botella bien encajada debajo del brazo. No sabían lo que se perdían los que gastan sin contar. La vida se convertía en palpitante. Cada día traía su lote de azares, aventuras, miedos deliciosos. Cada día, triunfaba. Ni siquiera estaba ya segura de querer recuperar a Marcel. Su dinero sí, pero, una vez solo y arruinado, lo metería en un asilo de ancianos. No lo dejaría en casa.
No echaba de menos a sus hijas. A sus nietos, tampoco. La única que le faltaba, quizás, era Hortense. Se reconocía en esa chiquilla que caminaba hacia delante sin sentimientos. Era la única.
Se moría de ganas de llamar a Chérubine. No para felicitarla ni agradecerle, la muy tonta se podría creer que era un halago y engordaría de autocomplacencia, sino para asegurarse su fidelidad. Esa mujer podría convertirse en una preciosa aliada. Marcó su número y reconoció la voz lenta y cansina de Chérubine.
—Chérubine, soy la señora Grobz, Henriette Grobz. ¿Cómo está, querida Chérubine?
Henriette no esperó a que Chérubine respondiese y prosiguió:
—No adivinaría hasta qué punto estoy satisfecha. Acabo de cruzarme con mi rival en la calle, ya sabe, esa mujer inmunda que me robó a mi marido…
—¿Señora Grobz?
Henriette, sorprendida de no haber sido identificada inmediatamente, se presentó de nuevo y continuó:
—¡Se encuentra en un estado lamentable! ¡Lamentable! ¡Tanto, que he estado a punto de no reconocerla! En su opinión, ¿cuál es el próximo estadio de su decrepitud? ¿Va ella a poner fin a…?
—Me parece que ella me debe dinero…
—Pero, Chérubine, ¡ya le pagué mi deuda! —protestó Henriette.
Había llevado, ella misma, la suma reclamada. En billetes pequeños. Había sufrido un martirio en el metro, aplastada entre cuerpos sudorosos e informes, el bolso y el sombrero agarrados del brazo.
—Ella me debe dinero… Si quiere que continúe, deberá pagarme. Me parece que ella está contenta con mis oficios…
—Pero, en fin, yo creí que era…, que estábamos… Que yo la había…
—Seiscientos euros… Antes del sábado.
Un ruido seco sonó en el oído de Henriette.
Chérubine había colgado.
* * *
Por la mañana, cuando Zoé se iba a clase, Joséphine penetraba en el cubil de su hija y se sentaba sobre la cama. En una esquina, para no dejar marca. No le gustaba entrar así en los dominios de Zoé, como una intrusa. Nunca se le hubiese ocurrido abrir una carta, descifrar una nota escrita en un cuaderno, habría tenido la impresión de robarle. Simplemente quería acercarse un poco a su intimidad.
Estudiaba el desorden, se fijaba en una camiseta tirada, una falda manchada, calcetines desparejados, pero no los tocaba. Prohibido limpiar. Solo Iphigénie estaba autorizada a entrar en la habitación de Zoé.
Aspiraba el olor de su crema Nivea, el aroma a madera de su agua de colonia, la tibia transpiración que se escapaba de las sábanas, leía, en las paredes, las páginas de periódico que Zoé cortaba y colgaba. Titulares de sucesos: «Tras cometer un doble parricidio, hereda de sus víctimas», «El profesor se apuñala en medio de una clase», fotocopias de correos de lectores subrayados con rotulador fluorescente: «Me preocupa el futuro del mundo…», «Voy a repetir tercero», «Demasiado joven para darse un morreo».
Y, solemne, en una esquina de la habitación, erguido en sus pantalones cortos color beige, el pie apoyado sobre el animal abatido, Papatabla sonreía. Joséphine sintió ganas de tirarlo. Le apostrofaba: ¡un poco de coraje! ¡Sal de la sombra y ven a enfrentarte a mí, en vez de estropearme la vida de lejos! Es fácil inflamar la imaginación de una adolescente enviándole mensajes misteriosos. Y después se imaginaba un cadáver destrozado y sentía vergüenza.
Ya no tenía noticias suyas.
Mañana entraría la primavera. El primer día de primavera. Quizás ha encontrado alojamiento… Y se está instalando.
Reflexionaba, todavía sentada sobre la cama. Estaba triste, vacía, como cada vez que se sentía impotente. Impotente para derribar el muro construido por Zoé, que no dejaba ninguna grieta por la que pasar. Zoé volvía del colegio y se encerraba en su habitación, Zoé se levantaba de la mesa y se marchaba al trastero para escuchar la batería de Paul Merson. Zoé soltaba un: «Buenas noches, mamá» y volvía a su habitación. Había crecido de golpe, bajo su jersey brotaban unos pequeños senos, sus nalgas se redondeaban. Se ponía brillo en los labios, negro en las pestañas. Pronto cumpliría catorce años, pronto sería tan guapa como Hortense.
Joséphine se esforzaba en conservar la esperanza. Se puede perder todo, los dos brazos, las dos piernas, los dos ojos, las dos orejas, si se conserva la esperanza, una está salvada. Cada mañana se despertaba y se decía: hoy va a hablarme. La esperanza es más fuerte que todo. Impide a la gente matarse cuando llegan a la tierra y ven que les ha tocado un suburbio o un desierto. La esperanza les da fuerzas para pensar: caerá la lluvia, crecerá un bananero, me tocará la lotería, un hombre magnífico me dirá que me ama con locura. Es algo que no cuesta caro y que puede cambiar la vida. Se puede esperar hasta el final. Hay gente que, dos minutos antes de morir, sigue haciendo proyectos.
Cuando sentía que le abandonaba la esperanza, que había trabajado sin poder descifrar una sola palabra, apagaba su ordenador y se refugiaba en la portería de Iphigénie para ver al señor Sandoz. Los muebles de Ikea habían sido entregados, sólo había que esperar a que la pintura se secara y colocar el parqué. El señor Sandoz era pintor. Le había enviado la oficina de empleo de Nanterre. Joséphine le había explicado la obra, él había respondido: «No hay problema, puedo hacerlo todo: ¡pintura, electricidad, fontanería y carpintería!».
A veces ella le echaba una mano. Clara y Léo se unían a ellos al salir del colegio. El señor Sandoz les prestaba un pincel y sonreía tristemente, repitiendo: «El pasado, el presente, el futuro, el presente y el pasado, el futuro y el presente, el futuro y el pasado». Sacudía la cabeza como si las palabras le enviasen al fondo de una charca. Llegaba cada mañana a la portería vestido con traje y corbata, se enfundaba su mono de pintor y, a la hora de la comida, volvía a ponerse el traje, la corbata, se limpiaba las manos y se iba a un bar. Daba mucha importancia a su dignidad. Había estado a punto de perderla, unos años antes, la había encontrado in extremis y cuidaba escrupulosamente de no perderla. No explicaba cómo había estado a punto de perderla. Joséphine no hacía preguntas. Sentía el dolor, la infelicidad dispuestos a saltar. No quería remover el agua de la charca para satisfacer su curiosidad.
Tenía unos hermosos ojos azules, muy tristes, pero muy azules. Era preciso, trabajador y estaba sujeto a crisis de melancolía. Dejaba su pincel y esperaba, mudo, a que la melancolía se alejase. Parecía entonces un Buster Keaton perdido en la marea de novias. Tenían largas conversaciones que a menudo partían de un detalle.
—¿Qué edad tiene usted, señor Sandoz?
—La edad en la que nadie quiere ya nada de uno.
—Sea más preciso.
—Cincuenta y nueve años y medio… ¡Para tirar al vertedero!
—¿Por qué dice eso?
—Porque, hasta ahora, no había comprendido que se puede ser viejo y tener veinte años.
—¡Eso es formidable!
—¡No, nada de eso! Cuando conozco a una mujer que me gusta, tengo veinte años, silbo, me rocío con agua de colonia, me pongo un pañuelo alrededor del cuello y cuando quiero besarla, y me rechaza, ¡tengo sesenta años! Me miro en el espejo, veo las arrugas, los pelos dentro de la nariz, el pelo blanco, los dientes amarillentos, saco la lengua, está blanca, huelo mal…, veinte años y sesenta no encajan.
—Y se siente usted con el alma de un viejo…
—Me siento con el alma de un marginado. Tengo un hijo de veinticinco años y yo quiero tener veinticinco años. Me enamoro de sus novias, corro en pantalón corto, me atiborro de vitaminas, hago pesas. Doy pena. Pero no veo la solución porque, hoy en día, ser joven no es sólo un momento de la vida, es una condición para sobrevivir. ¡Y eso no era así antes!
—Se equivoca —afirmaba Joséphine—. En el siglo XII, a los viejos se les echaba a la calle.
Él dejaba de pintar, esperando una explicación. Joséphine se lanzaba:
—Conozco una fábula en verso que cuenta la historia de un hijo que echa a su padre: acaba de casarse y quiere vivir solo con su joven esposa. Se llama La Housse partie o, para entendernos, «la manta compartida». Es el hijo que habla al viejo padre que le suplica que no le eche a la calle:
Irá usted a la ciudad
Todavía hay diez mil
Que encuentran su sustento
Ya sería mala suerte
Que no encuentre usted alimento
¡Cada cual que se busque su suerte!
»Ya ve, ¡tampoco era el paraíso ser viejo en aquella época! Vivían en bandas, rechazados por todos, obligados a mendigar o a robar.
—Pero ¿cómo sabe usted eso?
—Estudio la Edad Media. Me gusta encontrar similitudes entre el pasado y el presente. ¡Y hay muchas más de las que se piensa! La violencia de los jóvenes, su desesperación ante un futuro incierto, las noches de borrachera, las bandas que violan chicas, el piercing, los tatuajes, las fábulas tratan todos esos temas.
—Entonces, ha existido siempre la misma infelicidad…
—… y el mismo miedo. El miedo ante un mundo que cambia y que no se reconoce. El mundo nunca ha sufrido tantos cambios como durante la Edad Media. Caos y renovación. Siempre hay que pasar por ahí.
Él cogía un cigarrillo, lo encendía y se manchaba la nariz con pintura rosa. Sonreía, con la expresión de alguien al que pillan en falta.
—¿Y cómo se sabe que tenían miedo?
—Por los textos y la arqueología, los objetos que se encuentran en los yacimientos. Estaban obsesionados con su seguridad. Construían muros para protegerse del vecino, castillos y torres para desanimar a eventuales asaltantes. Se trataba de dar miedo a cualquier precio. Muchas fosas, fortificaciones y aspilleras no eran más que protecciones simbólicas y no se utilizaban nunca. Cerrojos, candados y llaves son objetos que se encuentran muy a menudo en las excavaciones. Todo estaba cerrado con cerrojo: cofres, puertas, ventanas y hasta la puerta del jardín. Era la mujer la que guardaba las llaves. Era la dueña de la casa.
—¡El poder estaba ya en manos de las mujeres!
—Se aterraban ante los cambios climáticos, las inundaciones, el recalentamiento del planeta. Salvo que no se hablaba del planeta…
—Se hablaba del pueblo en el valle del Ubaye o de la Durance…
—Exacto. En el año mil hubo grandes fluctuaciones de temperatura y un recalentamiento que hizo subir el nivel de los lagos alpinos ¡dos metros! Numerosos pueblos acabaron bajo el agua. Los habitantes huían; el cronista Raoul Glaber, monje de Cluny, escribió que llovió tanto durante tres años, que «no se pudo abrir el surco capaz de recibir la simiente. Siguió una hambruna; un hambre rabiosa que empujó a los hombres a devorar carne humana».
Ella hablaba y hablaba. Qué curioso, hablando con él elaboro mi tesis, expongo mis argumentos, los pongo a prueba, los desarrollo.
Se acostumbró a ir a la portería con un cuadernillo donde garabateaba la concatenación de ideas. Los pensamientos llegaban mientras manejaba el pincel, el rodillo, el rascador, la escofina, el cepillo, dejándose la piel de los dedos mientras pegaba un trozo de parqué. Mucho más que quedándose sentada delante de su ordenador. De tanto pensar sentada, acaba una por reblandecerse. El cerebro reposa sobre el cuerpo y el cuerpo da energía al cerebro al agitarse. Como cuando corría por la mañana. Quizás por esa misma razón da vueltas el desconocido del lago. ¿Busca acaso palabras para una novela, una canción o una tragedia moderna?
El señor Sandoz acababa siempre diciendo:
—Es usted una mujer extraña. Me pregunto lo que piensan de usted los hombres cuando la conocen.
Ella sentía ganas de preguntar: «¿Y usted?, ¿qué piensa de mí?», pero no se atrevía. Él hubiese podido pensar que esperaba un cumplido. O que deseaba que la llevase a comer durante su pausa, que la cogiese de la mano, que le hablase al oído y la besara. Ella sólo quería besar a un hombre. Un hombre al que tenía prohibido besar.
Volvían al trabajo. Lijaban, cardaban, enlucían, retiraban escombros, enyesados, estucos, enlucidos y barnices.
Iphigénie venía a interrumpirles a menudo:
—¿Sabe qué podríamos hacer, señora Cortès, cuando todo esté acabado? Podríamos invitar a los vecinos del edificio. Sería simpático[11], ¿no?
—Sí, Iphigénie, muy simpático…
Iphigénie esperaba sus muebles con impaciencia. Dormía entre los vapores de la pintura, las ventanas abiertas al patio. Vigilaba la evolución de la ducha, que el señor Sandoz estaba transformando en cuarto de baño. Había recuperado una vieja bañera y había conseguido encastrarla. Le pasaba catálogos para que eligiese los grifos. Ella dudaba entre un grifo con termostato de rodamiento hueco u otro con monomando.
—Va a sentirse celosa, la gente del edificio, ¡van a echarme un sermón! —se inquietaba.
—¿Porque ha convertido un cuchitril en un palacete? Al contrario, ¡deberían devolverle los gastos! —rugía el señor Sandoz.
—No soy yo la que lo paga, es ella —susurraba Iphigénie señalando a Joséphine, que arrancaba un zócalo deshecho por el uso.
—¡Le tocó a usted la lotería el día que se instaló aquí!
—No se puede ser infeliz a todas horas, porque es agotador —decía Iphigénie que volvía a marcharse haciendo su ruido de trompeta.
Una mañana, Iphigénie llamó a la puerta de Joséphine para entregarle el correo. Había cartas, impresos y un pequeño paquete.
—¿Todavía no han llegado los muebles? —preguntó Joséphine echando un vistazo distraído al correo.
—No. Diga, señora Cortès, la semana próxima es la reunión de copropietarios, no lo habrá olvidado, ¿verdad?
Joséphine negó con la cabeza.
—Me contará lo que dicen, ¿eh? Sobre la fiesta… Sería bueno para todo el edificio. Hay gente que vive aquí desde hace diez años y no se habla. Podría invitar a su familia, si quiere.
—Le diré a mi hermana que venga. Así verá mi piso al mismo tiempo.
—Y para la fiesta ¿iremos a comprar todo al Intermarché?
—De acuerdo.
—Feliz lectura, señora Cortès, ¡creo que es un libro! —añadió Iphigénie señalando el paquete.
Venía de Londres. No reconocía la letra.
¿De Hortense? Se había mudado. Ya no soportaba a su compañera de piso. Llamaba de vez en cuando. Todo va bien. Estoy haciendo las prácticas en Vivienne Westwood, he trabajado tres días en el taller y ha sido de lo más guay. He seguido los inicios de la próxima colección, pero no me dejan hablar de ello. Estoy aprendiendo a curvar armazones, a montar corsés de gasa fina, sombreros gigantescos, fajas de encaje. Me sangran los dedos. Ya estoy pensando en las próximas prácticas. ¿Puedes preguntar a Lefloc-Pignel si tiene alguna idea o prefieres que lo llame yo?
Joséphine abrió el paquete con precaución. ¿El patrón de un vestido diseñado por Hortense? ¿Un librito sobre los estragos del azúcar en los colegios ingleses, prologado por Shirley? ¿Fotos de ardillas saltando tomadas por Gary?
Era un libro. Los nueve solteros de Sacha Guitry. Una edición rara, encuadernada en piel color cereza. Lo abrió por la guarda. Una caligrafía alta, escrita con tinta negra, destacaba en la hoja en blanco: «“Es posible lograr que la gente que os ama baje los ojos, pero no se puede obligar a bajar los ojos a la gente que os desea”. Te quiero y te deseo. Philippe».
Estrechó el libro contra su pecho y recogió un rayo de felicidad. ¡La amaba! ¡La amaba!
Besó la portada. Cerró los ojos. Había hecho una promesa a las estrellas… Se haría carmelita y desaparecería tras las rejas en un silencio eterno.
* * *
La camarera llevaba zapatillas blancas de tenis, una minifalda negra, una camiseta blanca y un pequeño delantal anudado a la cintura. Revoloteaba por el café, su pelo rubio atado a la nuca, dibujando círculos en torno a las mesas, se deslizaba contorneando las caderas entre dos clientes y parecía tener dos pares de orejas para escuchar los pedidos que le llegaban desde las mesas, y cuatro brazos para llevar las bandejas sin volcarlas. Era la hora de la comida y todo el mundo tenía prisa. En el bolsillo trasero de su minifalda reposaba un cuaderno del que colgaba un boli Bic. Una larga sonrisa erraba en sus labios, como si sirviese a los clientes pensando en otra cosa. ¿En qué podría estar pensando que la hacía tan feliz?, se preguntó el señor Sandoz consultando el menú. Pediría el plato del día, salchichas con puré. No son muy frecuentes las personas que sonríen en silencio. Como si guardasen un secreto. ¿Acaso todos los individuos tienen un secreto que les hace felices o infelices? ¿Acaso me gustaría conocer el secreto de esa chica? Seguramente sí…
—¿Y usted, qué va a ser? —preguntó la chica bajando su mirada gris pálido hacia él.
—Un plato del día. Y agua del grifo.
—¿Sin vino?
Negó con la cabeza. Nada de vino. El alcohol le había enviado al fondo de la charca. Le había hecho perder su trabajo de ingeniero, a su mujer y a su hijo. Acababa de recuperar a su hijo. No volvería a beber una gota más de alcohol. Cada mañana se levantaba diciéndose aguantaré hasta la noche, y cada noche se acostaba repitiéndose un día más ganado. Hacía diez años que había dejado de beber, pero sabía que las ganas de alargar el brazo hacia un vaso estaban siempre presentes. Podía casi sentirlas como una mano mecánica.
—¡Valérie! —gritó una voz detrás de la barra—. ¡Dos cafés y la cuenta para la seis!
La chica rubia se había ido gritando ¡una salchicha, una!
Así que se llamaba Valérie. Valérie que sonríe, Valérie que tiene una palabra amable para todos, Valérie que no parece tener más de veinte años. Valérie que se inclina sobre dos hombres que terminan de comer. Si el uno tenía buen aspecto y parecía salido de una página del Fígaro Économie, el otro parecía una libélula enloquecida. Se movía, se sobresaltaba, parpadeaba como un ciego. Sostenía los cubiertos entre sus dedos largos y afilados como hojas de cuchillo y doblaba un torso rígido y flaco sobre su plato. La piel parecía haberse posado sobre su cara como una película transparente, dejando ver las venas y las arterias y, cuando doblaba el codo, uno tenía miedo de que se rompiera.
Qué extraño personaje, pensó el señor Sandoz. Un auténtico coleóptero. Tiene aspecto sombrío, casi siniestro. Hablaba en voz baja al hombre elegante y guapo y parecía descontento. ¿Acaso tienen esos hombres, ellos también, un secreto? ¿Acaso comparten el mismo? Tenían un aspecto de connivencia y parecían comprenderse sin necesidad de hablarse.
—¡Ha olvidado usted mi café! —exclamó el hombre elegante a Valérie, que volvía con la salchicha con puré y un café colocado en el mismo brazo.
—¡Un minuto! ¡Ya voy! —respondió ella, dejando el plato delante del señor Sandoz y atrapando en el último segundo el café, que amenazaba con caerse.
El señor Sandoz sonrió, deslumbrado por su habilidad.
—¡Se le da a usted bien! —dijo.
—A eso se le llama tener experiencia —replicó la chica, volviendo la cabeza hacia el hombre que se impacientaba y reclamaba su café.
—En todo caso, yo, ¡estoy con la boca abierta!
—¡Ay! ¡Si pudiesen ser todos como usted! ¡Los hay que son auténticos tocapelotas! ¡Ya lo verá! —respondió descubriendo una fila de dientes blancos que reían.
—¿Está usted siempre tan alegre? —siguió el señor Sandoz sin dejar de mirarla.
Ella sonrió con una amabilidad casi maternal. Un mechón de pelo cayó sobre sus ojos claros y sacudió la cabeza para devolverlo a su lugar.
—Voy a contarle un secreto: ¡estoy enamorada!
—¡Pero bueno! ¡Señorita! ¡Esto es inadmisible! —gritó el hombre elegante agitando el brazo.
—¡Vale, vale! ¡Ya voy! —dijo la camarera incorporándose, el café en equilibrio sobre su mano—. Y cuando se está enamorada, se ve la vida de color de rosa, ¿verdad?
—Eso seguro —respondió el señor Sandoz—. Pero para eso hay que ser dos…
Iphigénie no parecía sensible a las miradas ardientes que le lanzaba. Cuando tenía ganas de hablarle de él, de ella, le respondía clavos y tornillos, cola para madera y pincel. Si sentía la tentación de poner un índice sobre la arruga de la frente de Iphigénie para alisarla, ella giraba sobre sí misma y se iba a guardar los cubos de basura o a limpiar los cristales. Hacía tímidos acercamientos que ella no notaba. Extendió la servilleta de papel sobre su camisa blanca, cortó un trozo de salchicha, se llevó el tenedor a la boca y siguió con la mirada a Valérie, que se acercaba a la mesa del hombre elegante y de la libélula, café en mano.
En ese mismo instante, una mujer empujó su silla y golpeó a la camarera que, desequilibrada, tropezó. El café se volcó, salpicando el impermeable blanco del hombre elegante que dio un salto en su silla.
—Lo siento —dijo Valérie, cogiendo el trapo que llevaba sobre su hombro—, no he visto levantarse a la señora y…
Intentaba borrar los restos de café sobre la manga del impermeable. Frotaba y frotaba con la cabeza agachada.
—¡Pero si me ha escaldado! —gritó el hombre incorporándose, furioso.
—¡Bueno, no exagere! Ya le he dicho que lo siento…
—¡Y encima me insulta!
—¡No le estoy insultando! Le he dicho que lo siento…
—¡Vaya forma de sentirlo!
—¡No va usted a montar un drama! ¡Ya le he dicho que no he visto a la señora!
—¡Y yo le digo que me ha insultado usted!
—¡Pero bueno! ¡Qué tío! ¡No merece la pena ponerse en ese estado! ¿Tiene usted otros problemas en la vida? Lleve al tinte el impermeable que no le costará un céntimo, ¡para eso están los seguros!
El hombre elegante balbuceaba de indignación. Intentaba que la libélula tomase partido por él, y la libélula miraba a Valérie, con lo que parecía un brillo de apetito en su rostro de pergamino. Debe de encontrarla guapa como mujer indignada. Ella se había enfurecido y sus mejillas pálidas habían enrojecido. Es cierto que está aún más guapa cuando se anima. Con veinte años ¿qué podía saber de la vida? Sabía defenderse, estaba claro, pero con la impetuosidad de la juventud. Y el hombre elegante parecía ofuscado.
Se había levantado, había cogido su impermeable bajo el brazo y se disponía a abandonar la cafetería, dejando a la libélula para que se ocupase de la cuenta.
—Pero… ¡es usted un cretino! ¡Ya le he dicho que estamos asegurados! —repitió Valérie al verle marchar—. ¡Ese tío es un idiota!
El señor Sandoz creyó entonces que el hombre elegante iba a pegarle. Esbozó el gesto pero se contuvo y salió escupiendo su cólera.
La libélula se había quedado en la mesa y esperaba a que la camarera le trajera la cuenta. Tendió la mano hacia ella cuando la posó sobre el mantel, y la acarició con sus largos dedos esqueléticos.
—¡Pero bueno, viejo Drácula perverso! ¡No vas a empezar tú también ahora! —exclamó ella fulminándolo con la mirada.
Él bajó la nariz, falsamente arrepentido, y se retiró como una corriente de aire.
—¡Vaya! ¡Todos iguales! ¡Siempre intentando propasarse! Ni siquiera te piden opinión…
El señor Sandoz la miró, divertido. Debían de ser numerosos los que intentaban «propasarse» con ella.
La observó un momento. Llevaba anillos plateados en todos los dedos y eso los convertía en un puño americano. ¿Para defenderse? ¿Para rechazar clientes atrevidos? Dos hombres acodados a la barra la seguían con los ojos y, cuando se dirigió hacia ellos, la felicitaron. El señor Sandoz probó el puré, estaba casi frío, y se apresuró a terminarlo antes de que lo estuviese del todo. Era puré químico, puré en copos instantáneo y sabía, por experiencia, que ese puré se convertía pronto en escayola.
Cuando levantó la mano a su vez para pedir un café y la cuenta, la sala estaba casi vacía y la camarera volvió procurando no volcar nada.
—¿Ocurren a menudo este tipo de incidentes? —preguntó buscando en su bolsillo algo de suelto.
—No sé qué le pasa a la gente de París ¡pero tiene los nervios a flor de piel!
—¿No es usted de aquí?
—¡No! —exclamó, volviendo a sonreír—. Yo soy de provincias y, en provincias, ¡le puedo decir que no nos indignamos así! Vamos más despacio.
—¿Y qué ha venido a hacer a la tierra de los indignados?
—Quiero ser actriz, trabajo para pagarme las clases de teatro… A esos dos los tengo ya fichados desde hace mucho tiempo, siempre con prisas, siempre desagradables ¡y ni un céntimo de propina! ¡Como si fuera su chacha!
La recorrió un escalofrío y su sonrisa feliz se desvaneció de nuevo.
—¡Vamos! No tiene importancia… —dijo el señor Sandoz.
—¡Tiene usted razón! —dijo ella—. Sigue siendo una hermosa ciudad, París, ¡si nos olvidamos de la gente!
El señor Sandoz se levantó. Había dejado un billete de cinco euros sobre la mesa.
Ella se lo agradeció con una gran sonrisa.
—Pues usted… ¡Me reconcilia con los hombres! Porque si quiere que le diga un secreto, a mí no me gustan los hombres…
* * *
—¿Y entonces? ¿Te ha respondido? —preguntó Dottie. Esa noche iban a la ópera.
Antes de encontrarse con Dottie, había cenado con Alexandre. «Mamá ha llamado, quiere venir el viernes, me ha dicho que si puedes llamarla», había dicho su hijo con los ojos puestos en su filete bien hecho, separando las patatas fritas, que guardaba para más tarde. Se comía el filete por obligación, y las patatas por glotonería.
—Ah… —había contestado Philippe, pillado por sorpresa—. ¿Teníamos planes para este fin de semana?
—No, que yo sepa… —había respondido Alexandre masticando la carne.
—Porque si tú quieres verla, puede venir. No estamos enfadados, ya lo sabes.
—Simplemente no estáis de acuerdo sobre la forma de ver la vida…
—Eso es. Lo has entendido muy bien.
—¿Puede traerse a Zoé? Me gustaría ver a Zoé. La echo de menos…
Había pronunciado intensamente el «la» como si no retuviese la proposición de su madre.
—Lo pensaré —había dicho Philippe pensando que la vida se estaba volviendo muy complicada.
—En clase de francés nos han pedido que contemos una historia con un máximo de diez palabras… ¿Quieres saber cómo lo he hecho?
—Por supuesto…
—«Sus padres eran carteros, él acabó matado como un sello…».
—¡Genial!
—He sacado la mejor nota. ¿Sales esta noche?
—Voy a la ópera con una amiga. Dottie Doolittle.
—Ah… Cuando sea mayor ¿me llevarás?
—Te lo prometo.
Había besado a su hijo, había caminado hasta el apartamento de Dottie, esperando que durante el paseo se impusiera una solución. No tenía ganas de ver a Iris, pero tampoco quería impedirle que viese a su hijo, ni hablarle demasiado pronto de separación o de divorcio. En cuanto esté mejor, sacaré el tema, se había dicho antes de llamar a la puerta de Dottie Doolittle. Siempre lo dejaba para más tarde.
Estaba sentado en el borde de la bañera, con un vaso de whisky en la mano, y mirando cómo Dottie se maquillaba. Cada vez que levantaba el vaso, el codo golpeaba la cortina de plástico de la ducha, donde una exuberante Marilyn se dislocaba enviando besos. Ante él, vestida con medias y sujetador negros, Dottie se agitaba en un desorden coloreado de polvos, pinceles y coloretes. Cuando fallaba un trazo o una pincelada, juraba como un camionero y repetía:
—¿Y bien? ¿Te ha contestado o no?
—No.
—¿Nada de nada? ¿Ni siquiera una pestaña metida en un sobre?
—Nada…
—Pues yo, cuando esté enamorada de un chico, le enviaré una pestaña por correo. Es una prueba de amor, ¿sabes?, porque las pestañas no vuelven a crecer. Nacemos con un capital que no hay que dilapidar…
Se había echado el pelo hacia atrás, lo había aplastado con dos largas pinzas; parecía una adolescente maquillándose a escondidas. Sacó una cajita de barro negro, un pincelito de pelo duro, escupió y frotó el pincel sobre el barro negro. Philippe hizo una mueca. Ella, con los ojos fijos en el espejo, depositaba sobre sus pestañas un espeso escupitajo negro. Escupía, frotaba, apuntaba, colocaba y volvía a empezar. Una cadencia de cuatro tiempos que describían la costumbre, la habilidad, lo que arrastra la feminidad.
—Será por una frase como ésa que un día un chico se enamorará de ti —dijo él, para recordarle que, precisamente, él no era ese chico.
—Los chicos guapos enamorados de las palabras ya no existen. Crecen hablando con su game-boy.
Una gota de agua cayó de la alcachofa de la ducha sobre su cuello y se cambió de sitio.
—Tu ducha tiene goteras…
—No tiene goteras. He debido de cerrar mal el grifo.
La boca completamente abierta, la mirada al cielo, el codo en escuadra, se untaba las cejas cuidando mucho de que la pasta negra no se corriese. Dio un paso atrás, se examinó en el espejo, hizo una mueca y volvió al trabajo.
—No ha sucumbido al espíritu de Sacha Guitry —retomó Philippe, pensativo—. Y sin embargo la frase era bonita…
—Ya encontrarás otra cosa. Te ayudaré. ¡Nada mejor que una mujer para seducir a otra! ¡Vosotros habéis perdido la práctica!
Se mordisqueó los labios, apreció su reflejo en el espejo. Introdujo el índice en un kleenex para borrar la minúscula arruga que se llenaba de negro. Levantó un párpado con un gesto seco de cirujano para introducir en él un bastoncito de rímel gris, cerró el ojo, dejó caer el bastoncito y volvió a abrir un ojo de Nefertiti deslumbrada. Se volvió hacia él con un rápido movimiento de cadera que buscaba el cumplido.
—¡Muy bonito! —dijo él con una sonrisa rápida.
—Es interesante —respondió ella, repitiendo la operación en el otro ojo—, ¿no crees? ¡Nos vamos a poner los dos manos a la obra para seducir a una mujer!
Él la miraba fijamente, fascinado por el ballet de manos, bastoncitos y frascos de rímel, que manejaba como una experta sin derramar el polvo.
—Tú, Christian, y yo, Cyrano. En aquella época, un hombre contrataba a otro para hablar en su lugar.
—Es que los hombres ya no saben hablar a las mujeres… Yo, en todo caso, fracaso. Creo que nunca supe.
Una nueva gota cayó sobre su mano y decidió ir a sentarse sobre la tapa del retrete.
—¿Has terminado el Cyrano? —preguntó secándose el dorso de la mano con la primera toalla que encontró.
Él le había regalado una edición inglesa de Cyrano de Bergerac.
—Me ha encantado… So french![12]
Blandió su brocha de rímel, y la agitó recitando los versos en inglés:
Philosopher and scientist,
Poet, musician, duellist
He flew high, and fell back again!
A pretty wit —whose like we lack—
A lover… not like other men[13].
—¡Es tan hermoso que creí que me moría! Gracias a ti, palpito. Me duermo con la sonata de Scarlatti, leo obras de teatro. Antes palpitaba soñando que me regalaban abrigos de visón, coches, joyas…, hoy espero un libro, ¡una ópera! ¡No soy una amante muy cara!
La palabra «amante» sonó como un gallo soltado por una diva mientras cae al foso de la orquesta. La había pronunciado adrede, para ver si él reaccionaba, si dejaría pasar aquella palabrota, invisible, consolidando el lugar que ella ocupaba cada día en su vida; él lo escuchó como una primera vuelta de llave que lo encerraba. Ella esperó, suspendida ante la imagen tramposa del espejo, rezando para que dejase pasar la palabra, para poder repetirla más tarde, y para que más tarde aún pudiese clavarla mejor. Él se preguntó cómo tirarla por la borda sin herirla. No dejar que se incruste, despegarla suavemente, tirarla a la papelera rebosante de cajas de cartón y de algodones. Se instaló un silencio tembloroso de espera y reticencia. Él reflexionó, y se dijo que no había más que una forma de retirar esa palabra convertida en obstáculo.
—¡Dottie! Tú no eres mi amante, eres mi amiga.
—Una amiga con la que uno se acuesta es una amante —aseguró ella, reforzada por su entrega de la noche anterior. Él no había hablado, sino que gritó su nombre como si descubriese un nuevo mundo. ¡Dottie! ¡Dottie! No era un grito de amigo, era un grito de amante que se somete al yugo del placer. Ella conocía ese grito, y podía sacar conclusiones de él. Esa noche, se dijo, en su cama, él se había rendido.
—¡Dottie!
—Sí… —murmuró ella, rectificando una ceja que se curvaba al revés.
—Dottie, ¿me escuchas?
—De acuerdo —suspiró Dottie, que no quería escuchar—. ¿Adónde me llevas esta noche?
—A ver La Gioconda.
—De…
—Ponchielli.
—¡Qué bien! Pronto estaré lista para Wagner. ¡Unas cuantas salidas más y escucharé la Tetralogía sin rechistar!
—Dottie…
Ella bajó los brazos, ante el espejo, y vio a la vencida, de frente, que hacía una mueca. Ya no tenía un aspecto tan jovial, y un rastro de rímel bajaba por su mejilla formando una pista negra.
Él la cogió de la mano y la atrajo hacia sí.
—¿Quieres que dejemos de vernos? Lo comprendería, ya sabes.
Ella se estiró y volvió la mirada. ¿Acaso le daría igual que no nos viésemos más? Soy superflua. Vamos, tío, vamos, mátame, hunde más el cuchillo en la herida, todavía respiro. Odio a los hombres, me odio por necesitarlos, odio los sentimientos, me gustaría ser una mujer biónica que dé patadas cuando quieran besarla y no deje que nadie se le acerque.
Se sorbió los mocos, la mirada esquiva, el cuerpo como una marioneta.
—No quiero hacerte infeliz —dijo él—. Pero tampoco quiero que creas que…
—¡Basta! —gritó ella tapándose las orejas con las manos—. ¡Sois todos iguales! Ya estoy harta de ser la amiguita. ¡Quiero que me quieran!
—Dottie…
—¡Estoy harta de estar sola! Quiero frases de Sacha Guitry, ¡yo me arrancaría las pestañas una por una y las enviaría envueltas en papel de seda! ¡No me haría la difícil!
—Lo comprendo muy bien… Lo siento.
—¡Déjalo, Philippe, déjalo o te voy a matar!
Dicen que un hombre se siente impotente ante las lágrimas de una mujer. Philippe veía llorar a Dottie, extrañado. Teníamos un contrato, pensaba como el Cortès hombre de negocios que era, no hago más que recordarle los términos.
—Suénate —dijo cogiendo un kleenex.
—¡Eso! ¡Para arruinar mi maquillaje de Yves Saint Laurent que cuesta un ojo de la cara!
Él hizo una bola con el pañuelo y lo tiró.
Estallaba la anunciada tormenta, el rímel chorreaba sobre las mejillas marcadas de negro y beige. Él miró el reloj. Iban con retraso.
—¡Sois todos iguales! ¡Unos cobardes! ¡Unos cabrones cobardes! ¡Eso es lo que sois! ¡No os libráis ninguno!
Rugía como si se enfrentase a todos los hombres que habían abusado de ella, se habían echado encima de ella una noche y se habían despedido con un SMS.
¿Por qué, si tienes una idea tan pésima de los hombres, pareces extrañada?, pensó Philippe. ¿Por qué sigues teniendo esperanzas? Debería ser lo contrario: yo que les conozco bien, sé que no se debe esperar nada de ellos. Los uso y los tiro. Ya que no alcanzan el espesor de un kleenex.
Permanecieron silenciosos, cada uno emboscado en sus preguntas, su soledad, su cólera. Quiero una piel contra la que frotarme, pero una piel que me hable y que me ame, rumiaba Dottie. Me gustaría que Joséphine saltara a un tren y viniese conmigo, que me concediese una noche. Philippe, please! Love me!, imploraba Dottie. ¡Mierda! ¡Joséphine, una noche, una sola noche!, ordenaba Philippe.
Los fantasmas a los que se dirigían no respondían y se encontraron frente a frente, incómodos, cada uno, por un amor que no se podían intercambiar.
Philippe no sabía qué hacer con sus brazos. Los pegó a lo largo de su cuerpo, cogió su abrigo, su bufanda y salió. Iría a ver La Gioconda sin chica colgada del brazo.
Dottie lanzó una última queja antes de tirarse en la cama, en medio de sus pequeños cojines Won’t you be my sweetheart? I’m so lonely que ella lanzó por toda la habitación como una violenta borrasca. Ya no sería nunca más la querida de un hombre. Había terminado con ellos. Sería como Marilyn: «I’m through with love…».
—¡Vete! ¡Mejor para mí! —gritó una última vez volviéndose hacia la puerta.
Se levantó titubeando, introdujo el DVD de Con faldas y a lo loco en el lector y se enrolló entre las mantas. Al menos, esa historia acababa bien. En el último minuto, cuando todo parecía perdido, cuando Marilyn, envuelta en una fina muselina, lloraba su canción sobre el escenario, Tony Curtís se lanzaba sobre ella, la besaba y se la llevaba.
¿En el último minuto?
Un brillo de esperanza la iluminó.
Se precipitó hacia la ventana, levantó la persiana, escrutó la calle.
Y se insultó.
* * *
«La vida es bella. La vida es bella», canturreaba Zoé al salir de la panadería. Tenía ganas de bailar en la calle, de decir a los peatones: ¡Eh! ¿Sabéis qué? ¡Estoy enamorada! ¡De verdad! ¿Que cómo lo sé? Porque me río sola y tengo la impresión de que mi corazón va a explotar cuando nos besamos.
¿Cuándo nos besamos?
Justo después de salir de clase, vamos a un bar, nos sentamos en el fondo de la sala, allí donde estamos seguros de que nadie nos va a ver, y nos besamos. Al principio, no sabía cómo se hacía, era la primera vez, pero él tampoco lo sabía. Era su primera vez, también. Yo abría mucho la boca y él decía, no estás en el dentista. Así que lo hicimos como en las películas.
¡Eh! ¿Sabéis qué? Se llama Gaétan. Es el nombre más bonito del mundo. Primero, tiene dos «aes», y a mí me gustan las «aes», después hay una «G». Me gustan las ges. Y, por encima de todo, cuando hacen «Ga…».
¿Cómo es él?
Más alto que yo, rubio, ojos no muy grandes y muy serios. Le gustan el sol y los gatos. Odia las tortugas. No está muy cachas, pero cuando me estrecha entre sus brazos, es como si tuviese tres millones de músculos. Tiene un olor, no a perfume, huele bien, me encanta. Prefiere caminar a coger el metro y su chica se llama ZOÉ CORTÈS.
No sabía que me produciría este efecto, ¡tengo ganas de gritar al mundo entero en la calle! De hecho no, tengo ganas de susurrárselo a todo el mundo como un secreto que no puedo impedirme contar. Me estoy liando. Bueno, tiene algo de secreto. Un secreto superimportante que no debería contar, pero que tengo muchísimas ganas de gritar. De todas formas, aparentemente, se desvela él solito, mi secreto. Lo cuento sin hablar. En mi cabeza empieza a haber un cacao de cuidado. Y además siento una cosa rara, porque tengo la impresión de brillar. Es como si fuese más grande, más alta y además, de golpe, me he vuelto guapa. ¡Ya no tengo miedo de nadie! Hasta las chicas del Elle me dan igual.
Al salir del colegio, esta tarde, hemos decidido ir al cine. Él ha encontrado una excusa para sus padres. Yo no la necesito. A mi madre ya no le hablo en este momento. Me ha decepcionado demasiado. Cuando estoy frente a ella, veo a la que besa a Philippe en la boca, y no me gusta. No me gusta nada.
Pero, al final, no importa porque… Soy feliz, feliz.
Ya no soy la misma. Y sin embargo, soy la misma. Parece como si tuviese un gran globo en la garganta, como si tragara mucho aire. Parece como si el corazón se echase a volar, latiendo como una cacerola, justo antes de verlo, de tanto miedo que tengo a no ser lo bastante guapa, a que ya no me quiera y tal. Tengo miedo todo el tiempo. Voy a las citas de puntillas, por miedo a que cambie de opinión.
Cuando nos besamos, tengo ganas de reír y siento una sonrisa en sus labios. No cierro los ojos, sólo para ver sus párpados cerrados.
Cuando paseamos por la calle, me coge por los hombros y nos apretamos tan fuerte, que nuestros amigos se quejan porque no vamos lo bastante deprisa.
Sí porque ahora, gracias a él, ¡tengo muchos amigos!
Ayer yo llevaba un jersey sobre los hombros, él me estrechó en sus brazos y me di cuenta de que el jersey se había caído cuando era demasiado tarde… Era un jersey de Hortense, ¡se va a poner furiosa! Me da igual.
Ayer, él dijo: «Zoé Cortès es mi chica», con mirada muy seria, y después me estrechó con fuerza, y creí morir y subir al cielo.
Cuando nos besamos caminando, perdemos el equilibrio continuamente, podríamos componer una canción sobre eso. Él se burla de mí porque me pongo roja. Dice: «Eres la única chica que se sonroja y camina al mismo tiempo».
Ayer sentí ganas de besarle, así, de golpe, en medio de una frase, como si me hubiese picado una abeja. Él se rio cuando le besé, y después, como yo ponía mala cara, me dijo excusándose «es porque estoy contento» y sentí aún más ganas de besarle.
Siempre tengo ganas de que me estreche en sus brazos. No tengo ganas de hacer el amor con él, sólo de estar con él. De hecho, no hemos hecho el amor. No hablamos de eso. Nos abrazamos muy fuerte. Y volamos.
A mí me basta con estar entre sus brazos. Podría quedarme así horas. Cerramos los ojos y despegamos. Nos decimos: «Mañana nos vamos a Roma, el domingo a Nápoles». Tiene debilidad por Italia. Se burla de mí porque le digo que mi último amor era Marius, de Los miserables. Él prefiere a las actrices, a las rubias. Dice que yo soy casi rubia. Tengo reflejos en el pelo y, bajo cierta luz, se diría que soy rubia. Lo mejor, qué tontería, es cuando nos separamos. Tengo la impresión de que hay algo que va a salir de mi pecho y de mi vientre, de lo feliz que me siento. Algo va a explotar y sacar mis entrañas a la vista de todos.
En este momento, tengo una sonrisa que se pega ella sola a mis labios, y escucho una música guay en mi cabeza. Y al mismo tiempo tengo como una impresión de algo irreal, como si todo no fuese verdad. He formulado un deseo, el deseo de que me quiera todavía mañana por la mañana y pasado mañana, porque siempre tengo miedo de que esto se acabe.
No le he dicho nada a mi madre. Y me fastidia cuando lo pienso. Me pregunto si a ella, también, le explotan las entrañas cuando piensa en Philippe. Me pregunto si el amor es igual a todas las edades…
* * *
Joséphine abrió la puerta de la sala donde tenía lugar la reunión de copropietarios, en el mismo momento en el que se votaba para designar quién presidiría la sesión. Llegaba tarde. Shirley había llamado cuando iba a salir. Después, había esperado al autobús maldiciendo, ¡con todo el dinero que he ganado podría coger un taxi! El dinero hay que aprender a gastarlo. Se aprende a ganar y se aprende a gastar. Siempre sentía mala conciencia cuando lo dilapidaba en pequeñas comodidades, dulces y golosinas de la vida. Seguía concibiendo los gastos para cosas «importantes»: el piso, el coche, los estudios de Hortense, las tasas, los impuestos. Para lo fútil, sentía repugnancia en gastar. Miraba tres veces el precio de un abrigo y rechazaba los perfumes a noventa y nueve euros.
Parecía un aula de examen. Unas cuarenta personas estaban sentadas delante de papeles colocados sobre la mesita de sus asientos. Fue a sentarse al fondo de la sala, al lado de un hombre de rostro redondo, pelo mal peinado y echado sobre su silla como si fuera una tumbona. Sólo le faltaba la crema solar y la sombrilla. Tamborileaba al compás con las piernas cruzadas, mirándose la punta de los zapatos. Se había debido de perder un acorde, porque se interrumpió y murmuró: «¡Mierda!, ¡mierda!», antes de proseguir el tamborileo.
—Buenas tardes —dijo Joséphine dejándose caer sobre la silla vecina—. Soy la señora Cortès, del quinto…
—Y yo, el señor Merson, el padre de Paul… y marido de la señora Merson —respondió él, y todas sus arrugas se elevaron en forma de una alegre sonrisa.
—Encantada —dijo Joséphine, ruborizándose.
Tenía una mirada penetrante que intentaba ver a través de la ropa. Como si quisiese leer la marca de su sujetador.
—¿Hay un señor Cortès? —preguntó haciendo inclinar el peso de su cuerpo hacia ella.
Joséphine, turbada, hizo como si no lo hubiese oído.
Pinarelli hijo levantó la mano a fin de proponerse para presidir la sesión.
—¡Anda! ¡Ha venido sin su mamá! ¡Qué audacia! —soltó el señor Merson.
Una señora de unos cincuenta años de rostro severo, sentada delante de él, se volvió y le fulminó con la mirada. Delgada, casi esquelética, el pelo como un casco negro, las cejas de carbón unidas en una maleza espesa, se parecía a uno de esos espantapájaros que plantan en el campo para asustar a las aves.
—¡Un poco de decencia, se lo ruego! —graznó.
—Bromeaba, señora de Bassonnière, bromeaba… —respondió él con una amplia sonrisa.
Ella se encogió de hombros y se giró, haciendo un ruido de hoja de cuchillo rasgando el aire. El señor Merson hizo una mueca infantil.
—Tienen muy poco sentido del humor, ¡se va a dar usted cuenta enseguida!
—¿Me he perdido algo importante?
—¡Me temo que no! Las puñaladas empezarán más tarde. Por el momento, estamos en los entremeses. Las lanzas están guardadas todavía… ¿Es su primera vez?
—Sí. Me mudé en septiembre.
—Entonces, bienvenida a La matanza de Texas… No le va a decepcionar. ¡Va a correr la sangre!
La mirada de Joséphine peinó la sala. En primera fila reconoció a Hervé Lefloc-Pignel, sentado al lado del señor Van den Brock.
Los dos hombres intercambiaban impresos. Un poco más lejos, en la misma fila, el señor Pinarelli. Se habían cuidado de dejar tres sillas vacías entre ellos.
El administrador, un hombre con traje gris, mirada perdida y sonrisa suave y conciliadora, decretó que el señor Pinarelli presidiría la sesión. Faltaba elegir un secretario y dos vocales. Se alzaron manos, ávidas de ser elegidas.
—¡Es su momento de gloria! —susurró el señor Merson—. Va usted a comprender la embriaguez del poder.
El orden del día se componía de veintiséis artículos y Joséphine se preguntó cuánto tiempo duraría la asamblea general. Cada punto tratado estaba sometido a votación. El primer tema de discordia fue el abeto de Navidad que Iphigénie había colocado en el vestíbulo del edificio durante las fiestas.
—Ochenta y cinco euros un abeto —chilló el señor Pinarelli—. Esos gastos deberían ser sufragados por la portera, teniendo en cuenta que ese abeto se instala, evidentemente, para forzar los aguinaldos. Y sin embargo, no me parece que nos corresponda, en calidad de copropietarios, ni un céntimo de ese dinero recolectado. Así pues, propongo que, de ahora en adelante, sea ella la que pague el abeto y las decoraciones de Navidad. Y que reembolse los gastos ocasionados este año.
—Estoy de acuerdo con el señor Pinarelli. —La señorita de Bassonnière se pavoneó elevando su pecho hueco—. Y expreso reservas respecto a esa portera que se nos ha impuesto una vez más.
—Pero bueno —exclamó Hervé Lefloc-Pignel—, ¡no son más que ochenta y cinco euros a repartir entre cuarenta!
—¡Resulta fácil mostrarse generoso con el dinero de otros! —silbó la señorita de Bassonnière con voz aguda.
—¡Ja! ¡Ja! —comentó en un aparte el señor Merson—, ¡la primera estocada! Esta noche están en forma. Normalmente tardan más en calentarse.
—¿Qué insinúa usted con esa frase? —preguntó Hervé Lefloc-Pignel enfrentándose a su adversaria.
—¡Digo que se gasta más fácilmente el dinero cuando no hay que ganarlo con el sudor de su frente!
Joséphine pensó que Lefloc-Pignel iba a desmayarse. Tuvo un sobresalto y se puso lívido.
—¡Señora! ¡La insto a que retire sus insinuaciones! —exclamó, ahogado en el cuello de su camisa.
—¡Pero bueno, señor Yerno! —rio la señorita de Bassonnière, bajando el rostro para saborear su éxito.
Joséphine se inclinó hacia el señor Merson y preguntó:
—Pero ¿de qué están hablando?
—Ella le reprocha ser el yerno de su suegro, que es el dueño del banco donde ostenta el cargo de director general. Un banco privado de negocios. Pero es la primera vez que es tan explícita. Debe de ser en honor a usted. Es una especie de iniciación… y una advertencia para evitar roces con ella, si no irá a remover en su pasado. Tiene un tío en el Archivo General y posee fichas de todos los habitantes del edificio.
—¡No continuaré esta reunión si la señorita de Bassonnière no se disculpa públicamente! —rugió Lefloc-Pignel dirigiéndose al administrador, cuya mirada incómoda flotaba sobre la asamblea.
—Ni hablar —gruñó la enemiga, erguida y estremeciéndose.
—Es la rutina. Se pinchan, miden las distancias —comentó el señor Merson—. ¿Sabe que tiene usted unas piernas preciosas?
Joséphine enrojeció y cubrió sus rodillas con el impermeable.
—Señora, caballero, les pido que entren en razón —intervino el administrador, secándose la frente, estremecido por esa primera justa verbal.
—¡Espero sus disculpas! —insistió Hervé Lefloc-Pignel.
—¡No se las daré!
—Señorita, no me retiraré porque el decimoctavo punto requiere mi presencia, pero sepa que si no fuese usted una mujer ¡iríamos a discutir a la calle!
—¡Oh! ¡No me da miedo! ¡Cuando se sabe de dónde viene ese señor! Un paleto… Ay, ¡inconvenientes de la copropiedad!
Hervé Lefloc-Pignel temblaba. Las venas de su frente se hinchaban, a punto de estallar. Se balanceaba sobre sus largas piernas, dispuesto a masacrar a la grosera que, encantada, proseguía, vomitando su bilis:
—Su mujer divaga por los pasillos y su hija se pasea moviendo las caderas. ¡Bravo!
Lefloc-Pignel dio un paso hacia la mujer. Joséphine creyó por un instante que iba a pegarle, pero el señor Van den Brock intervino. Se levantó, le dijo algo al oído y Lefloc-Pignel terminó sentándose, no sin haber lanzado una mirada asesina a la víbora. De esa escena brotaba una violencia extraña. Como si fuera la repetición de una obra en la que todos los actores saben el final, pero en la que cada uno quiere interpretar su papel sin falta.
—Oh, pero… ¡qué violencia! —exclamó Joséphine, horrorizada. Nunca hubiese creído que…
—Siempre es así —suspiró el señor Merson—. Lefloc-Pignel obliga a la copropiedad a gastos que revientan a la tacaña Bassonnière. Espera así mantener su rango y que el edificio brille. Ella suelta la pasta con la artrosis del usurero. Además, sería posible que ella pudiese conocer cosas sobre su origen que a él le gustaría mejor callar. ¡Ja, ja! Ya lo ha notado usted: cuando estoy rodeado de esta clase de personas, ¡hablo en condicional! En otras circunstancias, hablo como un camionero…
La miró apreciativamente con una gran sonrisa dándose golpecitos en el pecho.
—¡Eso no impide que tenga usted unos tobillos y unas muñecas muy finos! Finísimos, muy bonitos, una invitación a la caricia…
—¡Señor Merson!
—Me gustan las mujeres bonitas. Creo incluso que me gustan todas las mujeres. Las venero. Particularmente cuando se entregan. Entonces… ¡La belleza femenina consigue una perfección casi mística! Es, a mis ojos, una prueba de que Dios existe. Una mujer gozando siempre es hermosa.
Silbó de excitación, cruzó y volvió a separar las piernas y lanzó una mirada carnívora sobre Joséphine, que no pudo impedirse ahogar una risita.
Él hizo una pausa y prosiguió:
—¿Cómo cree usted que será, cuando goza, la Bassonnière? ¿Entregada cerrada o entregada abierta y blanda? ¡Apostaría a que entregada cerrada con dos candados! ¡Y seca como una pasa! Ni carnal ni voluptuosa. ¡Lástima!
Y como Joséphine no respondía, se puso a contarle los días de gloria de la familia Bassonnière, susurrando escondido tras la palma de su mano, lo que daba una impresión de intimidad que no pasaba desapercibida.
La señorita de Bassonnière procedía de una familia noble y arruinada que, originalmente, poseía todo el edificio, además de dos o tres más en el barrio. No tenía más que nueve años cuando sorprendió, con la oreja pegada a la puerta del despacho de su padre, los sombríos gemidos de un hombre abocado a la ruina. Anunciaba a su mujer el lamentable estado de sus finanzas y cómo habría que resignarse a vender, uno por uno, sus bienes inmobiliarios. «¡Podremos estar contentos si conseguimos conservar uno, de buena calidad, en la parte noble!», había dicho, hundido ante la idea de verse despojado de ese patrimonio, que le permitía mantener caballos de polo, amantes y apostar al póquer los miércoles por la tarde. La familia vivía entonces en el cuarto piso del inmueble A, en la vivienda ocupada por los Lefloc-Pignel.
Ése fue el primer golpe que recibió Sybille de Bassonnière. Las deudas de su padre fueron creciendo; tenía dieciocho años cuando tuvieron que dejar el edificio A para refugiarse en el sombrío piso de dos dormitorios en el patio del inmueble B, donde antes se alojaba su vieja sirvienta, Mélanie Biffoit, y su esposo, el chofer del señor de Bassonnière. Antaño había escuchado lanzar puyas a la pobre Mélanie, que se contentaba con tan poco. «Así son los pobres», decía su madre, «les das un mendrugo de pan, y te besan la mano. ¡Colmarles no es hacerles ningún bien! Sacia a un pobre, y se convierte en un rabioso».
Sin dinero, la señorita de Bassonnière había elegido convertir su miseria en sacerdocio. Se jactaba de no haber cedido nunca al canto de las sirenas del dinero, de la gloria o del poder, olvidando simplemente que no tenía medios para satisfacer ninguna de esas tres tentaciones. Se había convertido, pues, en una amarga solterona. Como reprochaba a su padre el haberlos arruinado, reprochó a todos los hombres el ser criaturas débiles, cobardes y manirrotas.
Se había jubilado tras una larga carrera de mecanógrafa en el Ministerio de Marina. En cada reunión de copropietarios escupía su veneno. Era su única válvula de escape. El resto del año ahorraba para pagar los alocados gastos impuestos por los A.
Tras haber provocado a Lefloc-Pignel, pasó al señor Merson reprochándole algo sobre una moto mal aparcada, hizo una alusión a su sexualidad desenfrenada, con lo que consiguió que ronroneara de satisfacción, y, viendo que sus propósitos, más que ofenderle, le divertían, se volvió contra el señor Van den Brock y el piano de su mujer.
—¡Y me gustaría que cesara ese estrépito que sale a todas horas de su casa!
—No es estrépito, señora, ¡es Mozart! —replicó el señor Van den Brock.
—¡No veo la diferencia, cuando es su mujer la que toca! —silbó la víbora.
—¡Cámbiese el sonotone! ¡Está saturado!
—¡Vuélvase a su país! ¡Aquí sí que estamos saturados!
—Pero si yo soy francés, señora, y orgulloso de serlo…
—¿Van den Brock? ¿Eso es francés?
—Sí, señora.
—¡Un mestizo rubio y ambicioso, que siembra de bastardos el vientre de sus pacientes violadas!
—¡Señora! —gritó el señor Van den Brock, que se había quedado sin aliento por la enormidad de la acusación.
El administrador, agotado, había tirado la toalla. Dibujaba círculos y cuadrados con el bolígrafo sobre la primera página del orden del día, y su codo parecía que ya no podría sostener mucho más tiempo el peso de su cabeza. Quedaban todavía trece puntos que tratar y eran las siete de la tarde. En cada reunión asistía a las mismas escenas y se preguntaba cómo esa gente conseguía cohabitar el resto del año.
Todos hicieron su aportación sobre el racismo, la intolerancia y lo exagerado del comentario, pero la señorita de Bassonnière no dio su brazo a torcer, apoyada en sus lanzamientos de bilis por el señor Pinarelli, que puntuaba todas sus intervenciones con un «¡muy bien dicho!» que la animaba si, por ventura, sentía la tentación de calmarse.
—Los Bassonnière y los Pinarelli viven en el edificio desde siempre y es como si hubiesen invadido sus dominios. ¡Somos sus inmigrantes! —explicó el señor Merson.
—Esa mujer es peligrosa —comentó Joséphine—. ¡Transpira odio!
—Ya le han partido la cara dos veces. La primera un árabe al que había llamado parásito social en correos, la otra un polaco al que había acusado de ser nazi. Le había tomado por un alemán. En lugar de calmarse, esas agresiones refuerzan su amargura; se considera una víctima, y clama injusticia y complot mundial. Cambiamos de conserje cada dos años por culpa de ella. Las martiriza, las acosa y el administrador cede. Pero Pinarelli tampoco está mal. ¿Sabía usted que no soporta a Iphigénie, a la que acusa de tener hijos en pecado? «¡Hijos en pecado!». ¡Eso es una expresión del siglo pasado!
—¡Pero si tiene marido! El problema es que está en la cárcel… —se rio Joséphine.
—¿Y usted cómo lo sabe?
—Me lo dijo ella…
—¿Se lleva usted bien con ella?
—Sí. La quiero mucho. Y sé que quiere organizar una fiestecita en la portería cuando terminen las obras… ¡Va a ser difícil! —suspiró Joséphine considerando a la asamblea.
El señor Merson se echó a reír, lo que sonó como un trueno en la sala. Todo el mundo se volvió hacia él.
—Han sido los nervios —se disculpó con una gran sonrisa—. Pero, al menos, servirá para calmarnos. Señorita de Bassonnière, no es usted digna de pertenecer a nuestra comunidad.
Al escuchar la palabra «comunidad», Bassonnière estuvo a punto de atragantarse balbuceando que, de todas formas, era demasiado tarde, que Francia agonizaba, el mal estaba hecho, el vicio y el extranjero reinaban en el país.
Se oyó un murmullo reprobador en la sala y el administrador, aprovechando la relativa calma, retomó el orden del día. A cada propuesta, los B votaban no, los A, sí y en la atmósfera aumentaba la tensión. ¿Renovación de puertas de las partes comunes situadas en el patio? Sí. ¿Obras de renovación de los cerramientos de zinc? Sí. ¿Obras de saneamiento del local de la basura y creación de recipientes apropiados? Sí.
Joséphine decidió desconectar y volar hacia un océano azul, con palmeras y una playa de arena blanca. Se imaginó pequeñas olas lamiéndole los tobillos, el sol a su espalda, la arena pegada a su vientre, y se relajó. Escuchó, cada vez más lejanos, trozos de frases, de términos bárbaros, «constitución de provisiones especiales», «modalidades de consulta», «cobertura y carpintería» que turbaban su paraíso, pero prosiguió con su ensoñación. Había contado a Shirley la frase escrita por Philippe en la guarda del libro.
—Y bien, ¿para cuando consumas, Jo?
—¡Qué tonta eres!
—Métete en el Eurostar y ven a verle. Nadie lo sabrá. Te presto mi piso, si quieres. Ni siquiera tendréis necesidad de salir.
—Te lo repito, Shirley, ¡es imposible! No puedo.
—¿Por culpa de tu hermana?
—Por culpa de una cosa llamada conciencia. ¿La conoces?
—¿Es eso del miedo al castigo divino?
—Si quieres…
—¡Oh! By the way, tengo algo muy bueno que contarte…
—¿No demasiado crudo? Ya sabes que sigue incomodándome.
—Sí, precisamente… Escucha. El otro día, en un cóctel, conozco a un hombre muy majo, muy guapo, encantador. Nos miramos, me gusta, le gusto, nos interrogamos, nos decimos sí, nos escapamos, vamos a cenar, todavía nos gustamos, nos devoramos con los ojos, nos probamos, nos sopesamos y acabamos en la cama… En su casa. Siempre voy a casa del adversario para poder largarme cuando quiera. Es más práctico.
—Shirley… —gimió Joséphine, que veía venir la confidencia abrupta.
—Así que nos tumbamos, nos enlazamos y, mientras empiezo a hacerle un montón de cositas que no te detallaré visto tu penoso nivel de voluptuosidad, el hombre empieza a gemir y murmura: «Oh! My God! Oh! My God!»[14] golpeando la cabeza contra la almohada. Entonces, indignada, me interrumpo, me apoyo sobre el codo y rectifico: «It’s not God! It’s Shirley!»[15]
Joséphine había suspirado, desmoralizada:
—Me temo que soy bastante torpe en la cama…
—¿Es por eso que evitas la noche de amor con Philippe?
—¡No! ¡Nada de eso!
—Claro que sí, claro que sí…
—Es cierto que, a veces, me digo que ha debido de conocer mujeres más desvergonzadas que yo…
—¡De ahí tanta virtud! Siempre he pensado que las personas eran virtuosas por pereza o por miedo. Gracias, Jo, acabas de confirmármelo…
Joséphine había tenido que explicarle que tenía que colgar, iba a llegar tarde a la reunión.
—¿Estará el vecino guapo de ojos ardientes? —había preguntado Shirley.
—Sí, seguramente…
—Y volveréis cogidos de la mano y charlando…
—¡Eres una auténtica obsesa!
Shirley no lo negó. Estamos muy poco tiempo en este mundo, Jo, hay que aprovecharlo. Yo, se decía Joséphine escuchando las últimas palabras de la reunión y viendo levantarse a los primeros asistentes, necesito mirarme en el espejo, por la noche, y decirle, mirando fijamente a la chica del reflejo: «Hoy ha estado bien, estoy orgullosa de ti».
—¿Se va a quedar a dormir aquí? —preguntó el señor Merson—. Porque los demás nos vamos…
—¡Perdóneme! Estaba distraída…
—Me he dado cuenta, ¡no ha dicho ni una palabra!
—¡Ay! —dijo Joséphine, incómoda.
—No importa. ¡No eran los presupuestos del Faraón!
Sonó su móvil, respondió y Joséphine le escuchó decir: «Dime, guapa…».
Ella se giró y fue hasta la salida.
* * *
Hervé Lefloc-Pignel la alcanzó y le propuso acompañarla.
—¿Le importa si volvemos andando? Me gusta París, por la noche. Yo paseo a menudo. Es mi forma particular de hacer ejercicio.
Joséphine pensó en el hombre que hacía flexiones, colgado de la rama de un árbol, la noche de la agresión. Ella sintió un escalofrío y se separó de él.
—¿Tiene usted frío? —preguntó, con un tono lleno de amabilidad.
Ella sonrió y no dijo nada. El recuerdo de la agresión volvía a menudo a través de pequeños recuerdos dolorosos. Pensaba en ello sin pensarlo. Mientras no le detuvieran, el hombre de las suelas lisas permanecería emboscado en su mente como un peligro.
Enfilaron el bulevar Émile-Augier, atravesaron la antigua vía férrea y se dirigieron hacia el parque de la Muette. Hacía un tiempo primaveral, fresco, cortante y Joséphine se subió el cuello del impermeable.
—Y bien —preguntó él—, ¿qué le ha parecido su primera reunión?
—¡Horrible! No pensaba que pudiese ser tan violenta…
—La señorita de Bassonnière se pasa a menudo de la raya —concedió él con tono moderado.
—Es usted demasiado amable, ¡insulta francamente a la gente!
—Debería aprender a controlarme. Cada vez muerdo el anzuelo. Y sin embargo ¡la conozco! Pero caigo en la trampa…
Parecía furioso contra sí mismo y sacudía la cabeza como un caballo estrangulado por su arnés.
—El señor Van den Brock también ha quedado bien servido —dijo Joséphine—. ¡Y el señor Merson! ¡Esas alusiones a su sexualidad!
—Nadie se le escapa. ¡Ha golpeado fuerte esta vez! Seguramente para impresionarla a usted.
—¡Eso es lo que me ha dicho el señor Merson! Me ha explicado que tiene a todo el mundo fichado…
—He visto que estaba usted sentada a su lado, parecían divertirse mucho.
Había pronunciado esas palabras con un tonillo reprobador.
—Le encuentro divertido y más bien simpático —dijo Joséphine para justificarse.
Empezaba a hacerse tarde y el cielo se cubría de sombras malva y oscuras. Los castaños, ávidos de los primeros calores de primavera, tendían sus ramas de tierno verde como llamadas a la dulzura. Joséphine los imaginaba como gigantes con botas desperezándose tras el invierno. De las ventanas de las casas se escapaban ruidos de conversación y la animación tras los cristales entreabiertos contrastaba con las calles desiertas donde resonaba el eco de sus pasos.
Un gran perro negro atravesó y se detuvo bajo una farola. Les observó un instante, preguntándose si debía acercarse o evitarlos. Joséphine posó una mano sobre el brazo de Hervé Lefloc-Pignel.
—¿Ha visto usted cómo nos mira?
—¡Qué feo es! —exclamó Lefloc-Pignel.
Era un gran dogo negro, de pelo corto, alto de cruz, de mirada amarilla, torva. Su oreja izquierda, rota, colgaba, y la otra, mal cortada, estaba reducida a un muñón. Mostraba, sobre su flanco derecho, un largo corte que dejaba ver la piel, rosa y llena de ampollas. Emitió un gruñido sordo como para avisarles de que no se moviesen.
—¿Cree usted que le han abandonado? —dijo Joséphine—. No lleva collar.
Lo miraba con ternura. Le parecía que se dirigía a ella, que su mirada la aislaba de Hervé Lefloc-Pignel, como si lamentara que fuese acompañada.
—El dogo negro de Brocéliande. Era el sobrenombre de Du Guesclin. Era tan feo que su padre no quería verle. Se vengó convirtiéndose en el más belicoso de su generación. A los quince años ganaba torneos y combatía enmascarado, para esconder su fealdad…
Tendió la mano hacia el perro que reculó sus ancas para después darse la vuelta y huir trotando hacia el parque de la Muette. Su alta silueta negra se fundió con la noche.
—Quizás tenga un dueño que le espere bajo los árboles —dijo Hervé Lefloc-Pignel—. Un vagabundo. A menudo están acompañados por perros grandes, ¿se ha dado usted cuenta?
—Deberían dejarlo sobre el felpudo de la señorita de Bassonnière —sugirió Joséphine—. ¡Le sentaría bastante mal!
—¡Iría a entregarlo a la policía!
—¡Eso seguro! No es suficientemente chic para ella.
Él esbozó una sonrisa triste, después prosiguió como si no hubiese dejado de pensar en los comentarios de la Bassonnière:
—¿No le molesta caminar en compañía de un paleto?
Joséphine sonrió.
—¿Sabe?, yo tampoco procedo de familia noble… ¡Hemos nacido en cunas parecidas!
—Es usted muy amable…
—Y además, ¡no es una tara no haber salido del muslo de Júpiter!
Él bajó la voz y adoptó un tono confidencial.
—Ella tiene razón, ¿sabe?: soy un chaval de pueblo. Abandonado por sus padres y recogido por un impresor en una aldea de Normandía. Ella tiene a todo el mundo fichado gracias a su tío. Pronto lo sabrá todo de usted, ¡si no lo sabe ya!
—Me da completamente igual. No tengo nada que esconder.
—Todos tenemos algún pequeño secreto. Piénselo bien…
—¡Ya lo he pensado!
Después recordó a Philippe y se sonrojó en la oscuridad.
—Si su secreto es haber crecido en un pueblecito perdido en el campo, haber sido abandonado y recogido por un hombre generoso, ¡eso no es ninguna vergüenza! Podría ser incluso el principio de una novela al estilo de Dickens… Me gusta Dickens. Ya no se le lee mucho.
—A usted le gusta contar historias, escribirlas…
—Sí. En este momento, tengo la inspiración seca, ¡pero cualquier insignificancia podría ponerme en marcha! Veo principios de historias por todas partes. Es una manía.
—Me han dicho que ha escrito usted un libro que ha tenido mucho éxito…
—Fue una idea de mi hermana, Iris. Es todo lo contrario que yo: guapa, vivaz, elegante, ¡cómoda en todas partes!
—¿Se sentía usted celosa cuando eran pequeñas?
—No. La adoraba.
—¡Ah! ¡Lo ha dicho usted en pasado!
—Todavía la quiero, pero ya no la venero como antes. A veces incluso hasta me rebelo.
Sonrió modestamente y añadió:
—¡Hago progresos a diario!
—¿Por qué? ¿Ella la tiranizaba?
—A ella no le gustaría que dijera esto, pero sí… Imponía sus leyes. Ahora estoy mejor, intento liberarme. Aunque no siempre lo consigo… ¡Es muy difícil planchar una vieja arruga!
Soltó una risita para ocultar su incomodidad. Ese hombre la intimidaba. Tenía buena presencia, buen porte, era alto, y tenía una deferencia que la conmovía. Se sentía halagada de caminar a su lado y se reprochaba, al mismo tiempo, su necesidad de destacar. Tenía la molesta costumbre de precipitarse contando confidencias, con el fin de acaparar la atención de los que le impresionaban. Como si ella no se considerase lo suficientemente interesante para permanecer en silencio, como si necesitase «venderse», entregar un kilo de carne fresca para deslumbrar al otro. Empezó a balbucear. Era más fuerte que ella.
—Cuando vamos a casa de mi hermana, tiene una casa en Deauville, cogemos la autopista y observo los pueblos a lo lejos, en el campo. Veo pequeñas granjas rodeadas por bosquecillos, techos de paja, caseríos y escucho historias de Flaubert y de Maupassant…
—Yo vengo de uno de esos pueblecitos… ¡y mi vida podría contarse en una novela!
—¡Cuéntemela!
—No es muy interesante, ¿sabe usted?…
—¡Sí! Me encantan las historias.
Caminaban al mismo paso. Ni demasiado lento ni demasiado rápido. Ella sintió ganas de cogerle del brazo, pero se retuvo. No era un hombre que se soltase con facilidad.
—En aquella época, mi pueblo estaba vivo, animado. Tenía una calle mayor con tiendas a los dos lados. Un bazar, una tienda de ultramarinos, una peluquería, una oficina de correos, una panadería, dos carniceros, una floristería, un café. Nunca he vuelto allí, pero no debe de quedar gran cosa del mundo que conocí. Aquello fue hace…
Rebuscó en sus recuerdos.
—Hace más de cuarenta años…, yo era un niño.
—¿Qué edad tenía usted cuando le…?
Ella dudó en decir «abandonaron» y no terminó su frase.
—Yo debía de tener… No lo recuerdo, ¿sabe?… Recuerdo ciertas cosas, muy precisas, pero no la edad que tenía.
—¿Permaneció mucho tiempo en su casa?
—Crecí con él. Su pequeña empresa se llamaba Imprenta Moderna. Las letras estaban pintadas de verde sobre una tabla de madera blanca. Se llamaba Graphin. Benoit Graphin… Decía que tenía un apellido predestinado. Graphin, grafía, gráfico. Trabajaba día y noche. No estaba casado, no tenía hijos. Lo aprendí todo de él. El sentido del trabajo bien hecho, la puntualidad, la dedicación a la obra…
Parecía haber viajado a otro mundo. Incluso sus palabras eran desusadas. Palabras que se escamaban sobre la tabla pintada de blanco. Se frotaba el interior del dedo medio como para borrar unos imaginarios restos de tinta.
—Crecí en medio de las máquinas. En aquella época, la imprenta era artesanal. Él componía los textos a mano. Con caracteres de plomo que alineaba en un compositor. Los más frecuentes eran los Didot y los Bodoni. Después, imprimía una prueba y corregía los errores. Ponía los caracteres en un chasis y los imprimía. Tenía una máquina OFMI que tiraba dos mil ejemplares a la hora. Vigilaba la tinta y durante todo ese tiempo, todo el tiempo que trabajaba, me explicaba lo que hacía. Me recitaba los términos técnicos como se recita a un niño la tabla de multiplicar. Yo debía de conocer doscientas clases de tipos de letra, así como todas las medidas tipográficas, el punto y el cícero. Lo recuerdo todo. Todos los términos técnicos, sus gestos, los olores, las resmas de papel que guillotinaba, que mojaba, que dejaba secar… Tenía una enorme máquina al fondo del taller, una Marinoni que hacía un ruido infernal. Se quedaba allí, vigilándola, y me cogía de la mano… Son recuerdos maravillosos. ¡Los recuerdos de un paleto!
Había pronunciado esas últimas palabras con un tono malvado.
—Es una mala mujer —dijo Joséphine—. ¡No hay que tener en cuenta lo que dice!
—Lo sé, pero es mi pasado. No debe tocarse. Está prohibido. También tenía una amiga. Se llamaba Sophie. Bailaba con ella, un dos tres, un dos tres… Ella inclinaba su cabecita hacia mí, un dos tres, un dos tres, y me sentía alto, protector, importante. Fueron momentos de gran felicidad. Yo quería a ese hombre. Con diez años, al pasar a secundaria, me llevó interno a Rouen. Decía que debía estudiar en buenas condiciones. Volvía a verle los fines de semana y durante las vacaciones. Yo crecía. Me aburría en el taller. Era joven. Lo que me enseñaba ya no me interesaba. Me hacía el listo con mis nuevos conocimientos, y él me miraba acariciándose el mentón con aspecto a la vez melancólico y dolorido. Creo que le despreciaba por haber seguido siendo un artesano. ¡Qué idiota era! Creí conseguir el poder afirmándome en mi saber. Quería impresionarle…
—Debería usted escuchar cómo me hablan mis hijas cuando intentan enseñarme a navegar por Internet: ¡como a una estúpida!
—Cuando los hijos saben más que los padres, se plantea un problema de autoridad.
—¡Oh! A mí, me da igual, me trae sin cuidado que piensen que soy una retrasada mental.
—No debe. Debe ser respetada, como madre y como educadora. ¿Sabe?, en el futuro, los problemas de autoridad serán fundamentales. La carencia del padre en la sociedad actual plantea un enorme problema para la educación de los niños. Yo quiero restaurar la imagen del pater familias.
—De un padre también puede aprenderse la dulzura, la ternura… —sugirió Joséphine, que levantó la mirada al cielo.
—Ése es el papel de la madre —rectificó Hervé Lefloc-Pignel.
—En mi casa ¡sucedía al revés! —dijo Joséphine sonriendo.
Él le lanzó una mirada brusca, que borró inmediatamente. Había en él algo de arisco, de secreto. Tenía la impresión de que dudaba en dejarse llevar, pero que, cuando lo hacía, era capaz de grandes confidencias.
—A Iphigénie, la portera, le gustaría dar una fiestecita en su portería cuando terminen las obras… Con toda la gente del edificio.
Entraron en la plaza ajardinada y Joséphine se estremeció de nuevo. Se acercó a él como si el asesino pudiese surgir a su espalda.
—No es buena idea. Nadie se habla en el edificio.
—Pero vendrá mi hermana Iris…
Había dicho eso para convencerle de que viniese. Iris seguía siendo su alegría, su llave mágica. La que abría todas las puertas. Recordaba, de pequeña, que cuando deseaba invitar a amigos a su casa y se mostraban reticentes, añadía, avergonzada por no suscitar adhesiones: «Estará mi hermana». Y venían. Y ella se sentía aún más desgraciada.
—Me pasaré entonces. Para complacerla a usted.
No pudo evitar pensar que él se sentiría atraído por Iris. Y que Iris se sorprendería de que ella conociese a un hombre tan seductor. ¡Deja de compararte con ella, pobre mujer, déjalo! O serás infeliz toda la eternidad. Siempre se pierde en la comparación.
Se separaron en el ascensor con un pequeño saludo con la cabeza. Él había vuelto a tomar distancias y ella se preguntó si aquél era el hombre que acababa de abrir su corazón.
Zoé no estaba en su habitación: había debido de marcharse al trastero de Paul Merson. Ya no le pedía permiso.
—Ya basta —declaró a las estrellas, los codos apoyados en la barandilla del balcón—. ¡Ayudadme! Haced que vuelva a hablarme. Este silencio es insoportable.
Permaneció largo tiempo mirando a la noche sombría y malva. El cuello empezaba a dolerle a fuerza de estirarlo hacia el cielo.
Esperaba a que las estrellas le respondieran y tuviera que quedarse allí pudriéndose, no importaba, ¡se pudriría!
Esperó, firme, la cabeza recta. Había prometido reparación si había herido a Zoé, había prometido entenderla, prometió cuestionarse, no huir cobardemente, si había un problema que afrontar. Hizo el vacío dentro de sí y permaneció erguida hacia el cielo. Los grandes árboles del parque ondeaban suavemente como si acompañasen su espera. Se deslizó por las ramas para hacer su petición y para que subiese hasta el cielo y fuera atendida.
Pronto percibió el brillo de la estrellita al final de la Osa Mayor. Le envió uno, dos y tres rayos como si le transmitiese un mensaje en Morse. Lanzó un grito.
Volvió a cerrar la ventana y, llena de una felicidad que cantaba a voz en grito, fue a acostarse, impaciente de que llegase el día siguiente. O el siguiente. O el siguiente… Ya no tenía prisa.
* * *
Sibylle de Bassonnière abrió la tapa del cubo de la basura e hizo una mueca. Un olor rancio de pescado graso ascendió de los detritus. Decidió bajarla sin esperar. Había comido salmón esa noche, y la basura apestaba. Se acabó, no lo tomaré nunca más. Primero cuesta caro, después se chamusca y se pega, y al final apesta. Apesta en la sartén, apesta en la basura, apesta hasta en mis dobles cortinas. Durante varios días sigue oliendo a la grasa quemada del salmón. Cada vez me dejo engañar por ese pescadero, por su discursito sobre el omega 3, el colesterol bueno y el malo. Desde ahora compraré fletán. Es más barato y no apesta. Mamá hacía siempre fletán los viernes.
Se puso la bata comprada por correspondencia en Damart, se calzó las zapatillas, se puso un par de guantes de goma y cogió la basura. Sacaba la basura cada noche, a las diez y media, era un rito, pero esa noche se había dicho que esperaría al día siguiente.
No esperaría. Un rito era un rito, y convenía respetarlo para conservar la estima por uno mismo.
Hizo una pequeña mueca de mujer glotona y se dijo que, a fin de cuentas, no se arrepentía del salmón. Era su lujo semanal. ¡Se lo merecía! Les había apretado bien las tuercas esa tarde. Había ensartado la brocheta al completo: Lefloc-Pignel, Van den Brock y Merson. Tres impudentes que vivían en sus propiedades. El primero había conseguido borrar sus orígenes gracias a su matrimonio, el segundo era un peligroso impostor y el tercero un desvergonzado y orgulloso de serlo. Sabía de ellos cosas que nadie más conocía. Gracias a su tío, el hermano de su madre. Había trabajado en la policía. En el Ministerio del Interior. Tenía fichas de todo el mundo. Cuando era pequeña, cogía un periódico, se sentaba sobre sus rodillas, señalaba un suceso con el dedo y decía cuéntame cómo han detenido a éste. Él le susurraba al oído no se lo dirás a nadie, ¿eh?, es un secreto. Ella asentía con la cabeza y él le contaba los seguimientos, las emboscadas, los soplones, las largas horas de espera antes de que el hombre cayera en las redes de la policía. Vivo o muerto. Había traiciones, imprudencias, advertencias, tiroteos y siempre, siempre, drama y sangre. Era mucho más interesante que los libros de la biblioteca verde o rosa que su madre le obligaba a leer.
Ella le había cogido el gusto a los secretos.
Él le había cogido el gusto a las fichas e incluso después de retirarse conservaba todavía sus dossiers. Puestos al día. Porque él hacía favores. Porque era mudo como una tumba, flexible en sus alianzas, tolerante ante los excesos de autoridad de unos o las debilidades de otros.
De esa forma se había enterado del origen de Lefloc-Pignel, de su largo ir y venir durante su infancia de niño adoptado y rechazado por todos, de los hogares de acogida a cual más sórdido, de su matrimonio inesperado con la joven Mangeain-Dupuy y de su ascenso a la alta sociedad. Ella sabía por qué Van den Brock había dejado Amberes y había venido a ejercer a Francia, «¿error médico?, más bien crimen perfecto», se divertía ella murmurándoselo a la salida de sus reuniones anuales en las que se enfrentaba a sus tres víctimas. ¿Y el libidinoso Merson? ¿Acaso no iba a ligar a los clubes de orgías? ¿No abandonaba su cuerpo a uniones infames? Tendría mal efecto que se supiese… Su tío tenía fotos. Merson parecía reírse de ello, pero reiría menos si acabasen sobre la mesa de su jefe, el muy austero señor Lampalle, de Construcciones Lampalle, «las casas para la felicidad y la familia». Adiós suculento salario y expectativas de ascenso. Sólo dependía de ella que ese prometedor futuro se desvaneciera.
Los tenía cogidos. Una vez al año, les lanzaba advertencias. Era su gran momento. Se preparaba con semanas de antelación. Esta vez, Van den Brock había estado a punto de desmayarse. Ella tenía el informe completo de su «error» médico. Se rio para sus adentros y se imaginó la apertura de un nuevo juicio. Con todas sus amantes, presentes y pasadas. ¡Menudo montón de trapos sucios! Todo aquello la hacía muy poderosa. No bastaba para que le devolviesen el edificio y su hermoso piso de la fachada, pero eran deliciosas inyecciones de recuerdos del tiempo en el que ella era alguien, en el que los inquilinos le sonreían, le preguntaban cómo estaba. Hoy le cerraban la puerta en las narices. Era una vieja solterona inútil.
Entró en el ascensor, manteniendo a distancia la bolsa de basura que apestaba a salmón. Pulsó el botón del bajo. La nueva, con su mirada de cervatillo perdido, le había devuelto las fuerzas. Su dossier estaba vacío. ¿El libro escrito para su hermana? Un secreto desvelado. Pero su marido, en cambio… Aquel hombre no era trigo limpio. La santurrona no lo sabía todo. O prefería ignorarlo. No había renunciado a enterarse de algo sobre ella. Era la divisa de su tío: toda persona tiene su secreto, su pequeña maldad que, bien explotada, hará de él un servidor o un aliado.
Atravesó el patio y se dirigió al cuarto de la basura.
Abrió la puerta. Un olor a moho húmedo y a desechos podridos se agarró a su garganta. Se llevó la mano a la boca y se tapó la nariz. ¡Qué pocilga! ¡Y la conserje sin hacer nada! ¡Está demasiado ocupada pintando su portería! Pero aquello iba a cambiar, hablaría con el administrador. Ella sabía cómo hablarle.
Se congratuló de haberse puesto guantes de goma y levantó la pesada tapa del primer contenedor de basura, echándose atrás para no recibir en la nariz los gases nauseabundos. ¡Qué asco! En tiempos de mis padres no se habría soportado tanta mugre. Mañana mando una carta al administrador y reclamo el despido de esa chica. Él, ahora, ya conoce el procedimiento de memoria, no necesito insistir, ni siquiera tendré que mencionar el nombre de su amante encarcelado. ¡Cuando pienso que ha contratado a esa chica sin preocuparse por sus relaciones! ¡El padre de sus hijos, un criminal! ¡Qué negligencia! Le pondré el dossier delante de sus narices.
No oyó que la puerta del cuarto se abría tras ella.
Inclinada sobre el gran contenedor gris, echando pestes de Iphigénie, la bata Damart abierta sobre su camisón rosa, sintió cómo la arrastraban violentamente hacia atrás. Recibió un primer golpe, y otro, y otro. No tuvo tiempo de gritar, de pedir ayuda; cayó hacia delante, sobre la basura. Su largo cuerpo de virgen seca se desplomó sobre la tapa, y después se golpeó contra otro contenedor antes de derrumbarse en el suelo. Giró sobre sí misma, se dejó caer como un trapo inerte. Pensó que todavía no había dicho su última palabra, que todavía había mucha gente cuyos vergonzosos secretos conocía, mucha gente que la podría detestar, y que ella adoraba que la detestaran, porque no se detesta a los débiles, verdad, sólo se odia a los poderosos.
Tumbada en el suelo, percibió los zapatos del hombre que se ensañaba con ella, buenos zapatos de hombre rico, zapatos ingleses, de punta redonda, zapatos nuevos, de suelas lisas que lanzaban brillos blancos en la noche. Se había agachado y la apuñalaba rítmicamente, ella podía contar los golpes, era una especie de danza, los contaba mientras se abatían sobre ella, se mezclaban en su mente junto a la sangre de su boca, la sangre en sus dedos, en sus brazos, por todos lados. ¿Una venganza? Podría ser que hubiese acertado: ¿encerrados en secretos demasiado pesados para ellos?
Se derramaba lentamente sobre el suelo, los ojos cerrados, diciéndose, sí, sí, lo sabía, todos tienen algo que esconder, incluso ese hombre tan guapo que posa en slip en los carteles publicitarios. Un hombre guapo y moreno, con un romántico mechón. ¡Cómo le gustaba! Fuerte y frágil, próximo y distante, magnífico y ausente. Con una debilidad que lo ponía a su merced. Su tío le había contado la debilidad. Él conocía todos los medios para dominar a la gente. Todo el mundo tiene un precio, decía, todo el mundo tiene un punto débil. Por supuesto, era más joven que ella, por supuesto que ni siquiera la miraba, pero eso no le impedía dormirse soñando que se convertía en su servidor, que ella se convertía en su confidente, que él la escuchaba y que, poco a poco, se estrechaban los lazos entre ellos, la solterona y el modelo. Su tío poseía fichas sobre él: varios arrestos por embriaguez o consumo de estupefacientes. Insultos a la autoridad, disturbios en la vía pública. Tiene cara de ángel, pero se comporta como un delincuente, tu amigo. ¡Ay, si sólo pudiese ser mi amigo!, se había dicho ella, con la confidencia en la punta de sus labios.
Se había enterado de su nombre, de su dirección, de la agencia, galería Vivienne, para la que trabajaba. Pero sobre todo, se había enterado de su secreto. Del secreto de su vida, de su doble vida. Quizás no debería haberle mandado aquella carta anónima. Había sido imprudente. Había salido de su universo. Su tío le decía siempre que eligiese el blanco con inteligencia, que se cuidase del peligro.
Saber cuidarse. Lo había olvidado.
Se abandonó al dolor, y después a una dulce inconsciencia, un charco de sangre caliente, pegajosa. Le hubiese gustado volverse para verle la cara al agresor, pero no tuvo fuerzas. Movió un dedo de la mano izquierda, sintió la sangre viscosa, espesa, su propia sangre. Se preguntó ¿puede ser que me haya localizado tras haber recibido la carta? ¿Qué error he podido cometer para que me encuentre? Se había preocupado de no dejar rastro, de enviarla desde el otro lado de París, había comprado periódicos que nunca leo para recortar las palabras. Nunca más posaría mis labios sobre sus fotos. Debería haber confesado ese fervor a mi tío. Me hubiese puesto en guardia: «Sibylle, conserva la calma, ése es tu problema, no sabes dominarte. Las amenazas se destilan poco a poco. Cuanto más moderada permanezcas, más fuerte será el impacto. Si te dejas llevar, ya no darás miedo a nadie, revelarás tu debilidad». Era otro de sus lemas. Debería haber escuchado a su tío. Hablaba como la Biblia.
Entonces, se extrañó, ¿se puede continuar pensando después de morir? El cerebro todavía funciona mientras el cuerpo se vacía, el corazón empieza a pararse, el aliento se agota…
Sintió cómo el agresor la empujaba con el pie, hacía rodar su cuerpo inerte, la arrastraba hasta el gran contenedor, el del fondo, que sólo se sacaba una vez a la semana. La empujaba y la comprimía contra el fondo del cuarto para esconderla, la cubría con un trozo de moqueta sucia para que no la descubriesen enseguida. Ella se preguntó quién habría dejado allí esa moqueta, por qué estaba tirada. ¡Otra negligencia de esa portera! La gente ya no trabaja como debería, quieren primas y vacaciones, pero ya no quieren mancharse las manos. Se preguntó cuánto tardarían en encontrarla. ¿Podrían determinar la hora exacta de su muerte? Su tío le había explicado cómo se hacía. La mancha negra sobre el vientre. Tendría una mancha negra sobre el vientre. Golpeó una lata que rodó hasta su brazo, respiró una bolsa de cacahuetes vacía, se extrañó otra vez de seguir consciente incluso si toda su fuerza se vaciaba junto a su sangre. Ya no tenía el valor de resistir.
Extrañada, extrañada y tan débil.
Oyó cómo se cerraba la puerta del cuarto de la basura. Produjo un chirrido de hierro oxidado en el silencio de la noche. Ella contó aún tres latidos de corazón antes de lanzar un pequeño suspiro y morir.