SEGUNDA PARTE
La receta decía: «Fácil, precio razonable, tiempo de preparación y cocción: tres horas». Era Nochebuena. Joséphine preparaba un pavo. Un pavo relleno de auténticas castañas, y no uno de esos purés congelados insípidos que se pegan al paladar. La castaña fresca es esponjosa, perfumada; si la congelas queda blanduzca y pastosa. También estaba preparando purés de apio, zanahoria y nabos para acompañar el pavo. Unos entrantes, una ensalada, una tabla de quesos que había ido a comprar a Barthélemy, en la calle Grenelle, y un tronco de Navidad con enanos y setas de merengue.
¿Qué me pasa? Todo me pesa y me aburre. Normalmente me gusta preparar el pavo de Navidad; cada ingrediente me aporta su lote de recuerdos, me remonto a mi infancia; de pie sobre un taburete, mirando oficiar a mi padre con su gran delantal blanco, bordado con letras azules: Soy el chef y hay que obedecerme. Conservo ese delantal, me lo ciño a la cintura, paso los dedos sobre las letras en relieve y releo mi pasado en braille.
Su mirada cayó sobre el pavo pálido y flácido que reposaba sobre el papel de estraza del carnicero. Desplumado, las alas desplegadas, el vientre hinchado, la carne sonrosada y salpicada de puntos negros, mostraba cruelmente su miseria de pavo atado de pies y manos. A su lado reposaba un largo cuchillo de brillante filo.
La señora Berthier había sido apuñalada. Cuarenta y seis puñaladas en pleno corazón. La habían encontrado inerte, con las piernas abiertas y boca arriba. Habían citado a Joséphine en la comisaria. La agente de policía había relacionado las dos agresiones. Las mismas circunstancias, el mismo modus operandi. Había tenido que explicar de nuevo cómo el zapato de Antoine, colocado a la altura de su corazón, la había salvado. La capitán Gallois, que la había recibido la primera vez, la escuchaba con los labios prietos. Joséphine podía leer su pensamiento: «La ha salvado un zapato».
—Es usted un milagro viviente —había dicho la mujer policía mientras sacudía la cabeza como si no pudiese creerlo—. La señora Berthier ha recibido puñaladas extremadamente violentas. Las heridas tienen una profundidad de unos diez o doce centímetros. Es un hombre fuerte; y sabe manejar un arma blanca, no es un aficionado.
Al oír esas cifras macabras, Joséphine había escondido las manos entre los muslos para reprimir el temblor que la sacudía.
—La suela del zapato debía de ser extraordinariamente gruesa —señaló la capitán como si intentara convencerse—. La ha golpeado a la altura del corazón. Como a usted.
Le había pedido que trajese el paquete de Antoine para poder analizarlo.
—¿Conocía usted a la señora Berthier?
—Era la tutora de mi hija. Habíamos vuelto juntas una tarde del colegio. Había ido a visitarla para hablar de Zoé.
—¿No hablaron de nada que le parezca importante?
Joséphine sonrió. Iba a contar un detalle cómico. La capitán creería que lo hacía adrede o que no se lo tomaba en serio.
—Sí. Teníamos el mismo sombrero. Un extraño sombrero de tres pisos, un poco extravagante, que yo no me atrevía a llevar y que ella me animó a ponerme… Tenía miedo de dar la nota.
La mujer se había inclinado y le había mostrado una foto.
—¿Éste?
—Sí. Lo llevaba la noche que me agredieron —había murmurado Joséphine mirando la foto del tocado—. Lo perdí en el parque… No tuve el valor de volver a buscarlo.
—¿No había nada más que la intrigara?
Joséphine había dudado, otro detalle cómico… Después había añadido:
—No le gustaba la Pequeña serenata nocturna de Mozart, le parecía que era una cantinela soporífera. Hay poca gente que se atreva a decir eso. Es cierto que es una melodía bastante repetitiva.
La oficial de policía la había mirado con un aire entre irritado y desdeñoso.
—Bien —había concluido—. Permanezca localizable, la llamaremos si es necesario.
Tirar de los hilos, esbozar hipótesis, trazar fronteras entre lo posible y lo imposible, el trabajo de búsqueda se había puesto en marcha. Joséphine ya no podía ayudarles. Era un trabajo para los hombres y mujeres de la brigada criminal. Un detalle: un sombrero verde de tres pisos, denominador común de las dos agresiones. El asesino no había dejado ningún rastro, ninguna huella.
Tirar de los hilos, establecer un límite a no sobrepasar, no pensar más en la señora Berthier, en el asesino. ¿Es posible que viva en el barrio? ¿Quería quizás apuñalarme a mí y se encarnizó contra la señora Berthier? Había fracasado, quiso volver a intentarlo y se equivocó de blanco. Vio el sombrero, creyó que era yo, la misma talla, el mismo aspecto… ¡Para!, gritó Joséphine. ¡Para! Vas a fastidiar la velada. Shirley, Gary y Hortense habían llegado la víspera de Londres y esta noche Philippe y Alexandre se les unirían para cenar.
Crearme una burbuja. Como hacía cuando daba conferencias. El trabajo me calma. Fija mi mente, le impide vagabundear en pensamientos morbosos. La cocina también la llevaba a pensar en sus amadas investigaciones. No existe nada nuevo, reflexionaba Joséphine hundiendo los dedos en las castañas. Los fast-food ya existían en la Edad Media. No todo el mundo poseía su propia cocina, las viviendas en las ciudades eran demasiado pequeñas. Los solteros y los viudos comían fuera. Existían comerciantes de comidas preparadas, profesionales de la alimentación o chair cuitiers, que instalaban puestos al aire libre y vendían salchichas, patés o tortas para llevar. El ancestro de los perritos calientes o de las hamburgueserías. La cocina representaba un sector muy importante de la vida cotidiana. Los mercados estaban bien provistos: aceite de oliva de Mallorca, cangrejos y carpas del Marne, pan de Corbeil, mantequilla de Normandía, tocino del Ventoux, todo llegaba a los mercados de París. En las casas importantes existía un maître queux, quien, desde lo alto de su trona, agitaba un cazo para indicar el trabajo de cada uno. Vigilaba a los happe-lopins o galopines, los pinches de cocina que arrancaban trozos de comida para comérselos a escondidas. Los cocineros se llamaban «Pera blanda», «Tragón», «Limpiapotes», «Cortavientos». Las recetas se escribían en unidades de medida religiosas. Se hacía cocer «desde vísperas hasta el anochecer», hervir los raviolis de carne el tiempo de dos paternóster y las nueces durante tres avemarías. En las cocinas, los marmitones recitaban oraciones, vigilaban la cocción, probaban, oraban de nuevo cogiendo el rosario. La alta nobleza decoraba los platos con hojas de oro. Las comidas se convertían en una auténtica ceremonia. Los cocineros se esforzaban en preparar platos llenos de color, el conejo encebollado rosa, la tarta blanca, la salsa camelina para acompañar el pescado frito. El color despertaba el apetito, los alimentos blancos estaban reservados a los enfermos a los que no convenía excitar. Cada plato cambiaba de color según la estación: el potaje de tripas era marrón en otoño, amarillo en verano. El colmo del refinamiento era la salsa italiana «azul celeste». Y, para complacer a los invitados, el cocinero pintaba sus escudos sobre los platos con gelatina, colocando granos de granada o flores de violeta. Inventaba «manjares disfrazados», dignos de aparecer en una película de horror. Fabricaba animales fantásticos o escenas humorísticas uniendo mitades de animales diferentes. El gallo con yelmo representaba a un caballero montado sobre un lechón. También estaban los entremeses sorpresa: se colocaban pájaros dentro de una torta de pan, se levantaba la tapa en el momento de servir y los pájaros salían volando, ante la sorpresa de los asistentes. Debería intentarlo un día, se dijo Jo, volviendo a sonreír.
Sus tribulaciones se alejaban cuando volvía al siglo XII. A los tiempos de Hildegarda de Bingen. Era difícil evitarla, Hildegarda se interesaba por todo: por las plantas, los alimentos, la música, la medicina, los estados del alma que afectaban al cuerpo, que lo debilitan o fortalecen, ya sea riendo o refunfuñando. «Si el hombre que actúa sigue el deseo del alma, sus obras son buenas, malas si actúa según la carne».
«Carne de salchicha. Mezclar las castañas con la carne de salchicha, el hígado y el corazón picados, hojas de tomillo, sal y pimienta». Volver a mi HDI. No tengo ninguna idea para escribir una nueva novela. Ni ideas ni ganas. Debo tener confianza: un día se impondrá el principio de una historia, me cogerá de la mano y me hará escribir.
Tengo tiempo, se dijo, empezando a quitar la dura piel de las castañas, atenta a no cortarse los dedos. ¿Por qué se dice «pavo con marrons» cuando se rellena de castañas?[3] El detalle es importante. El detalle inculca, encarna, desprende un olor, un color, una atmósfera. Añadiendo detalles, se reconstruye una historia, o la Historia. Se han descubierto facetas completas de la vida cotidiana en la Edad Media rebuscando en las humildes casas de los campesinos. Se ha aprendido más que analizando los castillos. Pensó en esos viejos cacharros de barro en cuyo fondo se han encontrado restos de caramelo. En el monasterio de Cluny habían instalado sistemas de acometida de agua, letrinas, habitaciones para lavarse semejantes a nuestros cuartos de baño.
El señor y la señora Van den Brock habían venido a visitarla tras haberse enterado de la muerte de la señora Berthier. Habían llamado a su puerta, solemnes como candelabros. Ella, fantasiosa, redonda, espontánea; él, serio y delgado. Los ojos de ella daban vueltas en todos los sentidos intentando fijarse en un punto con obstinación; él fruncía el ceño y agitaba sus largos dedos de monje boticario como tijeras gigantescas. La pareja se parecía a la unión entre Drácula y Blancanieves. Era una pareja incorpórea. Joséphine se preguntó cómo habían conseguido tener hijos. Un descuido momentáneo y él se había posado sobre ella, encogiendo sus largos dedos afilados para no arañarla. Dos libélulas torpes acoplándose en el aire. Debemos proteger a nuestros hijos, afirmaba ella, si ataca a las mujeres, puede también atacar a los más pequeños. Sí, pero ¿qué hacer? ¿Qué hacer? Agitaba su cabeza redonda y su moño ralo atravesado por dos alfileres finos. Habían propuesto que los padres de familia hicieran una ronda en cuanto cayera la noche. Joséphine había sonreído, ese artículo no lo tenía disponible; y, como parecían no haber comprendido, había añadido: quiero decir padre de familia, no tengo marido. Habían invertido una pequeña pausa en digerir su agudeza y habían continuado: de la policía no se puede esperar nada, para ellos no será prioritario, la periferia está ardiendo, así que los barrios buenos… El final de la frase estaba teñido de cierta acrimonia, que rompía el tono hasta entonces responsable y grave.
Joséphine se había excusado por no poder participar en el esfuerzo de guerra, pero había añadido que se negaba a dejarse llevar por el miedo. A partir de ahora sería más prudente, iría a buscar a Zoé a la salida de clase, por la tarde, pero no sucumbiría al pánico. Había propuesto la idea de organizar turnos para recoger a los niños del colegio: todos, los Van den Brock, Lefloc-Pignel y Zoé, iban a la misma escuela. Habían decidido volver a hablar de todo después de las fiestas.
—Voy a decirle a Hervé Lefloc-Pignel que pase a verla, está muy inquieto —aseguró el señor Van den Brock con voz masculina—. Su mujer ya no se atreve a salir. Ni siquiera abre la puerta a la portera.
—Diga, ¿no le parece a usted extraño una portera que cambia de color de pelo cada tres semanas? ¿No tendría algún amiguito que…? —se había inquietado la señora Van den Brock.
—¿Que acabara de salir de la cárcel y escondiese un gran cuchillo en la espalda? —había preguntado Joséphine—. No, ¡no creo que esté involucrada en esto!
—He oído decir que su pareja había tenido problemas con la justicia…
Se habían marchado prometiendo enviarle a Hervé Lefloc-Pignel en cuanto le vieran.
Voy a terminar reconfortando a todo el edificio, había suspirado Jo cuando cerraba la puerta esa tarde. Resulta irónico, ¡me atacan a mí y soy yo quien les tranquiliza! He hecho bien en no hablar de eso con nadie, me hubiese convertido en una curiosidad, vendrían a lanzarme cacahuetes al felpudo.
En el primer piso de su edificio vivían un hijo y su madre, los Pinarelli. Él debía de tener unos cincuenta años, ella ochenta. Él era alto, delgado, el pelo teñido de negro. Se parecía, en más mayor, a Anthony Perkins en Psicosis. Sonreía de forma extraña cuando se cruzaba con alguien, una sonrisa con un lado de la boca torcido, como si desconfiara del otro y le pidiese que se apartase. No trabajaba, debía servir de dama de compañía a su madre. Salían todas las mañanas a hacer la compra. Avanzaban despacio de la mano. Él arrastraba el carrito como si tirara de la correa de un lebrel, ella sostenía entre los dedos la lista de la compra. La vieja era una sargento. No reprimía sus palabras y lanzaba comentarios mordaces, como esos ancianos que se creen dispensados de todo civismo por su avanzada edad. Joséphine les abría el portal. Nunca se lo agradecían, pasaban sin saludarla, salían como dos altezas reales, con la guardia formada presentando armas.
No conocía a los otros vecinos, los del portal B al fondo del patio. Eran más numerosos que los del portal A, que sólo contaba con un piso por planta. El portal B tenía tres. Iphigénie le había comentado que, como los propietarios del portal A eran más ricos, los del B les detestaban y en las reuniones de vecinos se producían a menudo violentos ajustes de cuentas. Se peleaban, se lanzaban todo tipo de insultos. Los A ganaban siempre, para mayor consternación de los B, que veían cómo les infligían nuevas cargas, nuevas obras, y pagaban entre protestas.
Sus ojos se fijaron en el gran reloj de Ikea: ¡las seis y media! Hortense, Gary y Shirley estaban a punto de volver. Habían salido a hacer las últimas compras. Zoé estaba encerrada en su habitación, preparando los regalos. Desde la llegada de los ingleses, la casa se había llenado de ruidos y risas. El teléfono no dejaba de sonar. Habían llegado la víspera. Joséphine les había enseñado el piso, orgullosa del espacio que ponía a su disposición. Hortense había abierto la puerta de su habitación y se había tirado sobre la cama, los brazos en cruz, home sweet home! Joséphine no había podido impedir sentirse emocionada por su exclamación. Shirley había reclamado un whisky mientras Gary, sentado en el sofá, los cascos en las orejas, Preguntaba: «¿Qué vamos a comer esta noche, Jo?, ¿qué manjares nos tienes preparados?». Las puertas se abrían y se cerraban, estallaban voces, salía música de cada habitación. Joséphine comprendió lo que no le gustaba de ese piso, era demasiado grande para Zoé y para ella. Al llenarse de risas, de gritos, de maletas abiertas, se hacía cálido.
La gran cacerola de agua salada esperaba sobre el fuego a que ella echara las castañas peladas. Estar ocupada en la cocina le daba siempre ideas. Como cuando corría alrededor del lago. Las manos se agitan, las piernas se mueven, la cabeza, libre de las preocupaciones con las que solemos llenarla, ofrece miles de ideas.
Cada mañana se ponía un chándal, se calzaba unas deportivas y se iba a correr alrededor del lago del Bois de Boulogne. Antes de llegar al estanque, trotaba observando a los jugadores de petanca, a los ciclistas, a los otros corredores, mientras evitaba los excrementos caninos y saltaba sobre los charcos de agua. Por encima de todo le gustaba pasar por los senderos llenos de agua de lluvia. Lo hacía cuando estaba sola, cuando nadie podía lanzarle una mirada de reproche. Le gustaba el ruido que hacían sus zapatillas al golpear el agua, las gotas que saltaban. En cuanto llegaba a lo que ella llamaba pomposamente «su circuito», aceleraba. Daba una vuelta al lago en veinticinco minutos. Después se detenía, sin aliento, y hacía estiramientos para no tener agujetas al día siguiente. Salía de su casa cada mañana, a las diez y veinte, se cruzaba con un hombre que, también, daba la vuelta al estanque. Caminando. Las manos en los bolsillos, la nariz enfundada en un chaquetón azul marino, con un gorro de lana hundido hasta las cejas, gafas negras y una bufanda que le tapaba completamente. Parecía cubierto de vendajes elásticos. Le había bautizado «el hombre invisible». Caminaba aplicadamente, con paso mecánico. Como si siguiese las prescripciones de un médico: una o dos vueltas al lago al día, preferentemente por la mañana, la espalda recta, respirando profundamente. Podían cruzarse dos veces, si él había acelerado el paso o si ella añadía una vuelta al lago a la que ya había realizado. Debe de hacer por lo menos quince días que me lo cruzo, quince días que le veo y que me ignora. Ni siquiera hace una seña con la cabeza que signifique que se ha dado cuenta de mi presencia. Es pálido, delgado. Debe de salir de una cura de desintoxicación. O de una pena de amor. Ha sufrido un accidente de coche y tiene quemaduras de tercer grado. Es un peligroso delincuente que se ha fugado de la justicia. Se inventaba mil historias. ¿Por qué un hombre, solo y obstinado, camina al borde de un lago todos los días entre las diez y las once? Había en su caminar una determinación casi feroz, como si, vendándose los músculos, se agarrase a la vida o ajustase alguna cuenta pendiente.
Una gota de agua salpicó fuera de la cacerola. Ella soltó un grito y redujo el fuego. Vertió la primera tanda de castañas y continuó pelando las otras.
«Dejar hervir treinta minutos y retirar la segunda piel en el horno y a medida que se sacan del agua».
Papá hacía una cruz en las castañas para que fuera más fácil pelarlas. Siempre era él el que hacía el pavo de Navidad. Poco antes de morir había copiado su receta en una hoja en blanco. Había firmado al pie de la hoja: «El hombre que ama a su hija y la cocina». Había escrito su hija. Y no sus hijas. Era la primera vez que ese detalle le saltaba a la vista. Y sin embargo, cada año, el día de Nochebuena, sacaba la hoja manuscrita. Yo era su hija preferida. Iris debía de intimidarle. Era a mí a quien sentaba sobre sus rodillas para escuchar sus discos. Léo Ferré, Jacques Brel, Georges Brassens. Iris nos miraba avanzando por el pasillo y se encogía de hombros.
¿Sabrá Philippe cocinar? Buscó un pañuelo de papel con la mirada y se rascó la punta de la nariz con el cuchillo pelador. Philippe. Su corazón se aceleraba cada vez que pensaba en él. Forget me not[4] fueron sus últimas palabras, sobre el andén de una estación, en junio. Desde entonces no se habían vuelto a ver. Cuando se enteró de que pasaría la Nochebuena solo con Alexandre, se apresuró a invitarles.
Dibujar los límites, trazar la frontera entre lo posible y lo imposible, crear una distancia que se prohibiría sobrepasar. Será más sencillo si establezco reglas. Me gustan las reglas, soy una mujer que se inclina ante la ley. Igual que uno se detiene ante un semáforo en rojo. En la vida hay que fijarse límites. Distancias entre uno mismo y los demás. Para sobrevivir. Para aprender a conocerse. A conocer el sentimiento confuso que me atrae hacia él y a dominarlo. Cuando no está presente, no pienso en él. Cuando se acerca todo se enturbia. Todo se inflama.
«Encender la parte baja del horno. Precalentarlo a termostato 7 durante veinte minutos». Nuestra relación ha evolucionado sin que me diese cuenta. De ser invisible, he pasado a ser amable, diferente, especial, valiosa, codiciada, prohibida. En cuanto a mí, ese hombre que me dejaba fría ha pasado a ser accesible, familiar, atento, atractivo, peligroso. Esa admirable graduación de sentimientos nos ha conducido, sin darnos cuenta, al borde de un precipicio. La camelia blanca, en el balcón, es el último escalón. Cuando la riego, pienso en él. Le lanzo un beso. Él no lo sabe, y nunca se lo diré.
Creería que soy una lela.
Debo de ser una lela, eso seguro. Vittorio se lo repite sin cesar a Luca. ¿Vas a ver hoy a tu lela? ¿Qué va a hacer la torpona en Navidad? ¿Va a ir a besarle los pies al Papa en el Vaticano? ¿Bendice el pan antes de comérselo? ¿Se riega de agua bendita antes de follar? Luca no debería repetirme esos comentarios. Me hacen daño. Dice que Vittorio es cada vez más incoherente, que el paso del tiempo acentúa su angustia. Habla de hacerse un lifting, pero no tiene dinero. Pídeselo a tu lela, está forrada por los cuatro costados gracias a su novelucha de quiosco. Las lelas tienen un gran corazón. ¿Y tú llamas a eso una escritora? Luca suspiraba, si la veo menos, no es culpa mía, él me necesita.
En tres cacerolas de cobre se cocían las zanahorias, los nabos y el apio que iba a reducir a puré. Pronto estarían cocidas y peladas las castañas. Había previsto foie gras como entrada. Y lonchas de salmón salvaje. A Zoé le volvía loca el salmón salvaje. Tenía un gusto muy desarrollado y podía decir si el salmón estaba suculento, bueno o malo, estudiando simplemente la palidez o el brillo de la carne. Arrugaba la nariz ante el mostrador del pescadero. Era la señal que advertía: «Ése no es bueno, mamá. Salmón de criadero: hacinados como sardinas y tragándose los excrementos de los demás». Zoé adoraba los sabores, los olores, se encallaba buscando un color preciso, o imitando un sonido determinado, cerraba los ojos y creaba paletas de sabores chascando la lengua. Le gustaba cuando llegaba el invierno, con su cortejo de fríos que ella clasificaba. Frío cortante, frío húmedo, frío gris y bajo que anuncia la nieve, frío sordo que te empuja a refugiarte ante la chimenea. «Me gusta el frío, mamá, me calienta el corazón». Había confeccionado sus regalos con cartón, trozos de lana, tela, grapas, pegamento, clips, lentejuelas. Fabricaba muñecas magníficas, cuadros, móviles. No le gustaba comprar, al contrario que a Hortense. Es una adolescente de antaño, mi hija. No le gustan los cambios, le gusta que cada año se repita el mismo menú de fiesta, que se decore el árbol con las mismas bolas, las mismas guirnaldas, que se escuchen los mismos villancicos. Es por ella por lo que respeto la etiqueta. A los niños no les gusta que se cambien sus costumbres. Por sentimentalismo, por deseo de sentirse cómodos. En el tronco de Navidad, que prueba con la lengua antes de morderlo, Zoé busca el sabor de todos los demás troncos, y puede que también el de los que había probado junto a su padre. ¿Dónde pasará esta Nochebuena el hombre que descubrí en el metro? ¿Es posible que se trate de Antoine? Tenía una cuchillada y el ojo medio cerrado. Si está vivo y nos busca, debe de rondar el edificio de Courbevoie. La portera ha cambiado. La nueva no nos conoce. Mi nombre no figura en la guía.
Zoé había pedido que hubiera un sitio libre en la mesa durante la cena de Nochebuena.
—Ya verás, mamá, será una sorpresa, una sorpresa de Navidad.
—¡Nos va a traer a un mendigo! —había pronosticado Hortense—. ¡Si lo hace, yo me largo!
Los ojos de Shirley reían en silencio.
—Si Zoé no lo hace ¡lo hará tu madre! —había replicado.
—Me pone enferma tanto festejo cuando fuera hay muchos…
—¡Para, mamá, para! —había gritado Hortense—. ¡Me había olvidado de que iba a volver con la Madre Teresa! ¿Por qué no montas un orfanato de negritos ya que estamos?
«Añadir el queso fresco y las ciruelas al relleno. Mezclar. Rellenar el interior del pavo». Era lo que prefería cuando era pequeña. Atiborraba el pavo de espeso y oloroso relleno. El vientre del pavo se inflaba, y preguntaba a papá ¿crees que va a estallar? Iris y mamá hacían una mueca de disgusto, papá se reía a carcajadas. Iris no estará esta noche. Ni Henriette. No tendré el sabor de las Nochebuenas pasadas, la rama de acebo colgada en la puerta, el collar de perlas de tres vueltas de Henriette sobre su vestido negro, la cinta de terciopelo violeta que Iris llevaba en el pelo y que provocaba siempre la misma exclamación por parte de Henriette: «¡No debería decirlo delante de esta pequeña pero nunca he visto unos ojos tan azules! ¡Y los dientes! ¡Y la piel!». Se extasiaba como si descubriese un collar de zafiros sobre papel de seda. ¿Y yo? Yo me sentía fea, con la certidumbre de que nadie, nunca, me miraría. Esa es la herida que nunca se ha cerrado.
«Coser la abertura con hilo grueso. Untar el ave de mantequilla o margarina. Sazonar. Disponer el ave sobre la placa del horno bien caliente. Al cabo de cuarenta y cinco minutos aproximadamente, moderar el calor del horno. Dejar cocer una hora. Salsear a menudo durante la cocción».
Tras la muerte de Lucien Plissonnier habían pasado Nochebuenas tristes en las que el lugar del jefe de familia había permanecido vacío, y después había llegado Marcel, con sus chaquetas escocesas y sus corbatas Lurex. En sus platos había montones de regalos. Iris los recibía con condescendencia, como si se dignara a perdonarle por estar sentado en el lugar de su padre, Joséphine dudaba si correr a abrazarle ante la expresión de reproche de su madre y su hermana. Esta noche, Marcel Grobz iba a festejar su primera Nochebuena con Josiane y su hijo. Iría a visitarlos pronto. Tendría la impresión de traicionar a su madre, de pasarse al enemigo, pero le daba igual.
Llamaron a la puerta. Un toque breve y preciso. Joséphine miró el reloj, las siete. Han debido de olvidar las llaves.
Era el señor Lefloc-Pignel. Venía a excusarse por el ruido que podrían hacer durante la velada: él y su mujer recibían a la familia. Llevaba un esmoquin, pajarita, camisa blanca con pliegues y un fajín de satén negro. Llevaba el pelo liso y repeinado como los setos de un jardín francés.
—¡No se disculpe usted! —sonrió Joséphine elaborando mentalmente la metáfora y concluyendo que prefería el singular encanto de los jardines ingleses—, nosotros seguramente también haremos ruido.
Se dijo que quizás debería ofrecerle una copa de champán. Dudó, y después, como no parecía querer marcharse, le invitó a entrar.
—No quisiera abusar de su tiempo… —se excusó él, franqueando con descaro el umbral.
Ella se secó con el trapo y le tendió una mano algo grasienta.
—¿Le molestaría seguirme a la cocina? Debo vigilar la cocción del pavo.
Él hizo gesto de dejarla pasar y añadió con tono alegre:
—¡Así que voy a penetrar en su santuario! Es un gran honor…
Pareció que iba a decir algo, pero se calló. Ella sacó una botella de champán del frigorífico y se la tendió para que la abriese. Se desearon feliz Navidad y próspero Año Nuevo. Tiene algo de muy seductor a pesar de esos mechones como setos, pensó. ¿Cómo es su mujer? No la he visto nunca.
—Me gustaría preguntarle —empezó con voz sorda—, su hija…, esto… ¿Cómo ha reaccionado ante lo que le ha pasado a la señora Berthier?
—Se quedó muy impresionada. Hemos hablado mucho.
—Es que Gaétan, en cambio, no habla de ello.
Se le veía preocupado.
—¿Y sus otros hijos? —se interesó Joséphine.
—Charles-Henri, el mayor, no la conocía, está en el liceo, Domitille no la había tenido como profesora… El que me preocupa es Gaétan. Y como está en la misma clase que su hija… Pensé que podían haber hablado.
—No me ha dicho nada.
—He oído decir que había sido usted citada por la policía.
—Sí. No hace mucho me atacaron.
—¿De la misma forma?
—¡Oh, no! No fue nada comparado con la pobre señora Berthier…
—No fue eso lo que me dijo el comisario. Pedí una cita con él y me recibió.
—Ya sabe, en las comisarías se exagera mucho.
—No lo creo.
Había pronunciado esas palabras con tono severo, como si quisiera decir: «Creo que me está mintiendo».
—De todas formas, no tiene importancia, ¡no estoy muerta! Estoy aquí, bebiendo champán con usted.
—No me gustaría que atacase a nuestros hijos —prosiguió el señor Lefloc-Pignel—. Habría que pedir protección para el inmueble, un policía de guardia.
—¿Día y noche?
—No sé. Por eso he subido a hablar con usted.
—¿Y por qué iban a hacerlo sólo en nuestro edificio?
—Porque ha sido usted agredida. ¿Para qué negarlo?
—No estoy segura de que haya sido la misma persona. No me gusta que se mezclen las cosas, precipitarse…
—Pero bueno, señora Cortès…
—Puede usted llamarme Joséphine.
—Esto…, no…, prefiero señora Cortès.
—Como quiera…
Les interrumpió la llegada de Shirley, seguida de Gary y Hortense, los brazos cargados de paquetes, la nariz y los pómulos enrojecidos por el frío. Daban palmas en sus gruesos guantes, se soplaban las manos, reclamaban bulliciosos una copa de champán. Joséphine hizo las presentaciones. Hervé Lefloc-Pignel se inclinó ante Shirley y Hortense. «Encantado de conocerla», dijo a Hortense. «Su madre me ha hablado mucho de usted». Primera noticia, pensó Joséphine, nunca hemos nombrado a Hortense. Hortense le dedicó la mayor de las sonrisas. Joséphine supo entonces que Hervé Lefloc-Pignel había captado la verdadera naturaleza de su hija: Hortense se sentía adulada y veía en él todo tipo de cualidades.
—Tengo entendido que estudia usted moda.
¿Cómo lo sabe?, se preguntó Joséphine.
—Sí. En Londres.
—Si alguna vez necesita ayuda, dígamelo, conozco a mucha gente en ese sector. En París, en Londres, en Nueva York.
—Muchas gracias. No lo olvidaré. ¡Cuente con ello! Precisamente, dentro de poco tengo que realizar unas prácticas. ¿Tiene usted un número donde pueda localizarle?
Joséphine, pasmada, asistía a la danza de la araña de Hortense, que tejía su tela en torno a Lefloc-Pignel, balbuceaba, asentía, anotaba el número de móvil y agradecía ya la ayuda que podría aportarle. Hablaron algo más sobre la vida en Londres, la enseñanza, la ventaja de ser bilingüe. Hortense explicó su trabajo, fue a buscar el gran cuaderno donde grapaba las muestras de tejidos que le gustaban, mostró los esbozos que dibujaba a partir de colores, materiales y siluetas que se cruzaba por la calle. «Todo lo que se dibuja ha de poder hacerse después, es la regla número uno de la escuela». Hervé Lefloc-Pignel hacía preguntas a las que Hortense respondía tomándose su tiempo. Shirley y Joséphine habían sido relegadas al papel de figurantes. Apenas se marchó, Hortense exclamó: «¡Ese es un hombre para ti, mamá!».
—¡Está casado y es padre de tres hijos!
—¿Y? Puedes tirártelo sin que su mujer lo sepa, ¿no? Y sin tener que contárselo a tu director espiritual, ¿verdad?
—¡Hortense! —gruñó Joséphine.
—¡Delicioso este champán! ¿De qué cosecha es? —preguntó Shirley, intentando cambiar de tema.
—¡No lo sé! Debe de ponerlo en la etiqueta.
Joséphine había respondido distraídamente. Las opiniones de Hortense respecto a su vecino no le gustaban. No debo dejarlas pasar, tiene que comprender que el compromiso amoroso es algo importante, que una no se deja llevar por el primer tipo atractivo que se cruza.
—¿Y tú, querida —preguntó—, estás… enamorada en este momento?
Hortense bebió un trago de champán y suspiró:
—¡Ya estamos! Back home! ¡Volvemos a las palabras grandilocuentes! ¿Quieres saber si he conocido a un hombre guapo, rico e inteligente del que me he quedado absolutamente prendada?
Joséphine asintió con la cabeza, llena de esperanzas.
—No —soltó Hortense, dejando algo de tiempo para el suspense antes de responder—. Sin embargo…
Tendió su vaso para que su madre lo rellenara y añadió:
—Sin embargo… He conocido a un tío. Guapo… ¡Pero guapo de verdad!
—¡Ah! —dijo Joséphine en voz baja.
Shirley seguía la conversación entre madre e hija y se lamentaba por lo bajo: «No sueñes, Jo, ¡vas directa contra el muro con tu hija!». Gary sonreía y esperaba la caída, que sabía ineluctablemente terrible, conociendo lo sentimental que era Joséphine como madre.
—¿Cuánto tiempo duró?
—Dos semanas. Los dos, inmersos en una pasión ardorosa…
—¿Y después? —preguntó Joséphine.
—Después ¡se acabó lo guay! ¡Nada de nada! Negro total. Un día, imagínate, se levantó los bajos del pantalón y atisbé un calcetín blanco. Un calcetín blanco sobre un tobillo peludo… ¡Para vomitar!
—¡Por Dios! ¡Qué idea tienes tú del amor! —suspiró Joséphine.
—¡Pero es que eso no es amor, mamá!
—Actualmente —explicó Shirley—, follan primero y se enamoran después.
Hortense bostezó.
—¡Los hombres enamorados son tan aburridos!
—Pues yo no viviré ninguna pasión ardorosa con Hervé Lefloc-Pignel —murmuró Joséphine, que tenía la impresión de que se reían de ella.
—Yo no pondría la mano en el fuego —respondió Hortense—. Es exactamente tu tipo y te miraba con mucha atención. Le brillaban los ojos. Tenía una manera de palparte sin tocarte, ha sido… ¡fascinante!
Shirley captó la incomodidad de Joséphine. Decidió dejar de bromear sobre un tema que su amiga, evidentemente, se tomaba muy en serio. ¿Qué pasa para que haya perdido todo el sentido del humor de esa forma? Quizás se sienta realmente atraída por ese hombre, que, my God, is really good looking[5].
—No sé cómo se las arregla mamá, pero siempre está rodeada de hombres seductores —concluyó Hortense, intentando calmar las cosas con un cumplido.
—Gracias, cariño —dijo Joséphine, esforzándose para sonreír ante ese armisticio improvisado—. ¿Y tú, Gary? ¿Eres un sentimental, o un mero consumidor, como Hortense?
—Te voy a decepcionar, Jo, pero, en este momento, voy a la caza de la más guarra. Profundizo mis conocimientos como el más guarro de todos, pues…
—Comprendo. Entonces yo debo de ser la única y la más ñoña, eso no es nuevo.
—¡No, mujer! ¡No eres la única! —gruñó Hortense—. También está el bello Luca, ¿no? De hecho, ¿por qué no está aquí esta noche? ¿Lo has invitado?
—Pasa la Nochebuena con su hermano.
—¡Había que haberlo invitado también! He visto su foto en Internet. Agencia Saphir, pasaje Vivienne. ¡Es muy guapo, ese Vittorio Giambelli! Moreno, venenoso, misterioso. ¡Me lo comería de un bocado!
Un nuevo timbrazo interrumpió la conversación. Philippe, con una caja de botellas de champán entre los brazos, entró en compañía de Alexandre, sombrío, mudo, la mirada perdida.
—¡Champán para todos! —gritó Philippe.
Hortense saltó de alegría. Roederer rosado, ¡mi champán preferido! Philippe hizo una seña a Joséphine y la atrajo hacia la entrada con el pretexto de guardar su abrigo y el de Alexandre.
—¡Hay que proceder ya con los regalos, rápido! ¡Acabamos de volver de la clínica, y ha sido siniestro!
—La mesa está puesta. El pavo está casi listo, pasamos a la mesa en veinte minutos. Y después, abrimos los regalos.
—¡No! Los regalos primero. Eso le hará pensar en otra cosa. Cenaremos después.
—De acuerdo —dijo ella, sorprendida por su tono autoritario.
—¿Zoé no está?
—Está en su habitación, voy a buscarla…
—¿Y tú, estás bien?
La había agarrado del brazo, la había atraído hacia sí.
Sintió el calor de su cuerpo bajo la lana húmeda de la chaqueta, la punta de sus orejas enrojeció. Respondió precipitadamente sí, sí, ¿te importaría ocuparte del fuego de la chimenea mientras me pongo un vestido y me peino? Hablaba a toda velocidad para olvidar su confusión. Él posó un dedo sobre sus labios, la contempló un momento que le pareció infinito y la soltó con gran pesar.
* * *
El fuego crepitaba en la chimenea. Los regalos de Navidad brillaban, amontonados sobre el parqué punta Hungría. Se formaron dos clanes: el de los mayores, que no esperaba más que la alegría de dar; y la joven generación, que esperaba la realización de sus sueños esbozados en el secreto de sus votos nocturnos. A la leve ansiedad de unos respondía la espera crispada de los otros, que se preguntaban si deberían disimular su decepción, o si podrían dejar vía libre a su alegría sin tener que forzarla.
A Joséphine no le gustaba ese ritual de los regalos. Sentía, cada vez, una desesperanza inexplicable, como si le hubiesen demostrado la imposibilidad de amar bien y en su justa medida, y la certeza de que su forma de expresar el amor siempre la dejaría insatisfecha. Ella hubiese querido algo espectacular y casi siempre se quedaba en agua de borrajas. Estoy segura de que Gary comprende lo que siento, se dijo Joséphine cruzando su mirada atenta que decía sonriendo: «Come on, Jo, sonríe, es Navidad, estás gafándonos la velada con tu cara de mártir». «¿Hasta ese punto?», preguntó Joséphine, que subrayó su extrañeza alzando las cejas. Gary asintió con la cabeza, afirmativo. «De acuerdo, haré un esfuerzo», respondió ella con un gesto de cabeza.
Se volvió hacia Shirley, que explicaba a Philippe en qué consistía su actividad para combatir la obesidad en las escuelas inglesas.
—¡Ocho mil setecientos muertos al día en el mundo por culpa de los mercaderes de azúcar! ¡Y cuatrocientos mil niños obesos más cada año sólo en Europa! Después de haber explotado hasta la muerte a los esclavos para cultivar la caña de azúcar, ¡ahora se dedican a espolvorear a nuestros hijos con ella!
Philippe la detuvo con la mano.
—¿No estás exagerando un poco?
—¡La ponen por todos lados! Instalan expendedores de bebidas gaseosas y de chocolatinas en los colegios, les pudren los dientes, ¡los atiborran de grasa! Y todo eso simplemente por interés económico, por supuesto. ¿No te parece escandaloso? Deberías apoyar esa causa. Después de todo, tienes un hijo a quien le afecta ese problema.
—¿Lo crees de verdad? —preguntó Philippe, dirigiendo su mirada hacia Alexandre.
Mi hijo corre más peligro de dejarse devorar por la angustia que por el azúcar, pensó.
Era la primera Nochebuena de Alexandre sin su madre.
Era su primera Nochebuena de casado sin Iris.
Su primera Nochebuena de solteros.
Dos hombres privados de la imagen de la mujer que había reinado sobre ellos tanto tiempo. Habían salido de la clínica en silencio. Habían recorrido el caminito de grava, las manos en los bolsillos, los dos mirando la huella de sus pies sobre la arena blanca. Dos huérfanos en las filas de un pensionado. Había faltado un pelo para que se cogieran de la mano, pero se habían contenido. Erguidos y dignos bajo su manto de tristeza.
—¡Seis muertes por minuto, Philippe! ¿Y ésa es tu forma de reaccionar? —La mirada de Shirley cayó sobre la silueta desgarbada de Alexandre—. Tienes razón: ¡tenemos margen! ¡Bueno, voy a calmarme! ¿No habíamos dicho que íbamos a abrir los regalos?
Alexandre parecía ignorar el resplandeciente montón de paquetes a sus pies. Su mirada permanecía suspendida en el vacío, en otra habitación, lúgubre y desolada, donde habitaba una madre muda, descarnada, los brazos apretados contra el pecho, brazos que no había levantado en el momento de decirles adiós. «Divertíos», había silbado entre sus labios cerrados. «Pensad en mí si os dejan tiempo y ocasión». Alexandre se había marchado llevándose con él el beso que ella no le había reclamado. Intentaba comprender, mirando cómo bailaban las llamas, la razón de la frialdad de su madre. ¿Quizás no me ha amado nunca? ¿Quizás no es obligatorio querer a un hijo? Ese pensamiento abrió un abismo en su interior que le produjo vértigo.
—¡Joséphine! —gritó Shirley—, ¿a qué esperamos para abrir los regalos?
Joséphine dio una palmada y declaró que, excepcionalmente, iban a abrir los regalos antes de medianoche. Zoé y Alexandre harían de Papá Noel turnándose para meter una mano inocente en el gran montón de paquetes adornados con lazos. Sonó un villancico, que cubrió con un velo sagrado la tristeza maquillada de la velada. «Oh, noche santa de estrellas refulgentes, ésta es la noche en que el Salvador nació…». Zoé cerró los ojos y tendió la mano al azar.
—Para Hortense, de parte de mamá —anunció extrayendo un sobre alargado. Leyó las palabras escritas encima: «Feliz Navidad, mi hija querida a la que tanto amo».
Hortense se precipitó a coger el sobre que abrió con aprensión. ¿Una tarjeta de felicitación? ¿Una cartita moralista que explicaba que la vida en Londres y sus estudios eran caros, que ya suponían un gran esfuerzo por parte de una madre y que el regalo de Navidad sólo podía ser simbólico? El rostro crispado de Hortense se relajó como hinchado por un soplo de placer: «Vale por un día de compras las dos, mi niña querida». Se echó al cuello de su madre.
—¡Oh! ¡Gracias, mamá! ¿Cómo lo has adivinado?
Te conozco tan bien…, tuvo ganas de decir Joséphine. Sé que la única cosa que puede reunimos sin heridas ni malicia es una carrera alocada hacia una avalancha de gastos. No dijo nada y recibió, emocionada, el beso de su hija.
—¿Iremos adonde yo quiera? ¿Todo el día? —preguntó Hortense, asombrada.
Joséphine asintió con la cabeza. Había acertado, aunque esa constatación la pusiera un poco triste. ¿Cómo transmitir de otra forma el amor por su hija? ¿Quién la había hecho tan ávida, tan aburrida, para que sólo la esperanza de un día gastando dinero pudiera arrancarle un impulso de ternura? ¿La existencia que le he impuesto, o los desapacibles tiempos que vivimos? No hay que echar siempre la culpa a la época o a los demás. Yo también soy responsable. Mi culpabilidad data de mi primera negligencia, de mi primera impotencia para consolarla, comprenderla, impotencia que he ocultado detrás de la promesa de un regalo, con ir de compras las dos; yo maravillada ante la elegante caída de un vestido sobre su esbelta figura, el exquisito ajuste de un top, cómo se adaptan los vaqueros a sus largas piernas, ella, feliz de recibir lo que yo deposito a sus pies. Mi admiración ante su belleza, que deseo celebrar para esconder las heridas de la vida. Es más fácil crear ese espejismo que darle consejo, mi presencia, esa ayuda al alma que no sé ofrecerle, enredada en mis torpezas. Pagamos, pues, las dos mi negligencia, mi niña preciosa, mi amor, a la que quiero con locura.
La retuvo un instante entre sus brazos y le repitió al oído sus últimas palabras:
—Mi niña preciosa, mi amor, a la que quiero con locura.
—Yo también te quiero, mamá —balbuceó Hortense en un suspiro.
Joséphine no estaba segura de que mintiera. Experimentó una ola de auténtica alegría que la animó, le aclaró la mente y el apetito. La vida se volvía hermosa si Hortense la amaba, y hubiese rellenado veinte mil cheques con tal de recibir una declaración de amor de su hija, susurrada en su oído.
La distribución de regalos continuaba, animada por los anuncios de Zoé y Alexandre. El papel de envolver revoloteaba por el salón antes de morir en el fuego, los lazos cubrían el suelo, las etiquetas rotas se pegaban al azar en el papel abandonado. Gary echaba troncos a la chimenea, Hortense desgarraba los lazos de los paquetes con los dientes, Zoé abría sobres sorpresa temblando. Shirley recibió un par de botas y las obras completas de Oscar Wilde en inglés, Philippe una bufanda larga de cachemira azul y una caja de puros, Joséphine la colección completa de discos de Glenn Gould y un iPod, «oh, pero si no sé cómo funcionan esos trastos». «Yo te ensenaré», prometió Philippe pasándole el brazo alrededor de los hombros. Zoé ya no tenía sitio en los brazos para llevárselo todo a su habitación, Alexandre sonreía, maravillado, ante sus regalos y, recuperando su puntilloso sentido de la observación, preguntó a la asistencia: «¿Por qué los pájaros carpinteros no tienen nunca dolor de cabeza?».
Todo el mundo se echó a reír y Zoé, que no quería permanecer muda, exclamó:
—¿Creéis que si alguien habla mucho tiempo, mucho tiempo con otra persona, al final se olvida de que tienes una narizota?
—¿Por qué preguntas eso? —quiso saber Joséphine.
—Porque le di tanto la lata a Paul Merson ayer por la tarde en el trastero que ¡me ha invitado a ir a escuchar a su grupo este domingo en Colombes!
Hizo una pirueta y se inclinó haciendo una profunda reverencia para recoger los aplausos.
La melancolía de la tarde se había desvanecido por completo. Philippe descorchó una botella de champán y preguntó dónde estaba el pavo.
—¡Ay, Dios! ¡El pavo! —se sobresaltó Joséphine apartando su mirada de las enrojecidas mejillas regordetas de su hija la bailarina.
¡Zoé parecía tan feliz! Joséphine sabía hasta qué punto quería gustar a Paul Merson. Había descubierto una foto suya en la agenda de Zoé. Era la primera vez que Zoé escondía la foto de un chico. Corrió a la cocina, abrió el horno y comprobó el grado de cocción del ave. Concluyó que estaba todavía muy rosado. Decidió subir el termostato.
Estaba delante del horno, el gran delantal blanco ceñido, los ojos fruncidos por el esfuerzo de salsear el pavo sin derramar una gota sobre la placa caliente, cuando sintió una presencia tras ella. Se volvió, cuchara en mano, y se encontró en brazos de Philippe.
—Qué alegría verte, Jo. Hace tanto tiempo…
Ella levantó la cabeza hacia él y enrojeció. Él la abrazó.
—La última vez —recordó—, tú acompañabas a Zoé y yo me la llevaba con Alexandre hasta Évian…
—Los habías inscrito en un curso de equitación…
—Nos encontramos, los dos, en el andén…
—Era un día de junio, soplaba una ligera brisa bajo la gran marquesina de la estación.
—Eran los primeros viajes de vacaciones. Yo pensaba: otro año escolar que se acaba… Y me decía ¿y si pidiese a Joséphine que se viniese con nosotros?
—Los niños se fueron a comprar bebidas…
—Llevabas una chaqueta de ante, una camiseta blanca, un fular de cuadros, pendientes dorados y ojos almendrados.
—Tú me dijiste: «Qué tal», y yo contesté: «¡Bien!».
—Y tuve muchas ganas de besarte.
Ella levantó la cabeza y le miró a los ojos.
—Pero no nos… —empezó él.
—No.
—Nos dijimos que no podíamos.
—Que estaba prohibido.
Ella afirmó con la cabeza.
—Y teníamos razón.
—Sí-susurró ella intentando separarse.
—Está prohibido.
—Completamente prohibido.
La volvió a atraer hacia sí y, acariciándole el pelo, murmuró:
—Gracias, Jo, por esta fiesta en familia.
Le rozó la boca con los labios. Ella vaciló, volvió la cabeza.
—Philippe, ¿sabes…?, creo que… no deberíamos…
Él se irguió, la miró como si no comprendiera lo que le decía, arrugó la nariz y exclamó:
—¿Hueles lo que yo huelo, Joséphine? ¿No se estará saliendo el relleno y quemándose en la bandeja? ¡Sería un fastidio comer entrañas resecas y vacías!
Joséphine se volvió y abrió el horno. Tenía razón: el pavo se estaba vaciando lentamente. Se estaba formando una avalancha marrón que se caramelizaba en los bordes. Se preguntaba cómo detener la hemorragia, cuando la mano de Philippe se posó sobre la suya y los dos, manejando la cuchara con precaución, devolvieron a su lugar el exceso de relleno que brotaba del vientre del pavo.
—¿Está bueno? ¿Lo has probado? —preguntó Philippe en el cuello de Joséphine.
Ella negó con la cabeza.
—Y las ciruelas, ¿las has puesto en remojo?
—Sí.
—¿En agua con un poco de armagnac?
—Sí.
—Está bien.
Susurraba junto a su cuello, ella sentía sus palabras imprimirse en su piel. Con la mano todavía posada sobre la suya, la guiaba hacia el oloroso relleno. Retiró un poco de carne de salchicha, castaña, ciruela, queso fresco y, despacio, despacio, subió la cuchara llena y humeante hasta los labios de ambos, que se juntaron. Probaron cerrando los ojos el delicado relleno de ciruelas reblandecidas que se fundía en sus bocas. Dejaron escapar un suspiro y sus labios se mezclaron en un tierno, largo y sabroso beso.
—Quizás le falte sal —comentó Philippe.
—Philippe… —suplicó Joséphine, rechazándole—. No deberíamos…
Él la estrechó contra su cuerpo y sonrió. Un poco de salsa grasienta brotaba de la comisura de sus labios, ella sintió ganas de probarla.
—¡Me haces reír!
—¿Por qué?
—¡Eres la mujer más divertida que he conocido nunca!
—¿Yo?
—Sí, tan increíblemente seria que te dan ganas de reír y de hacer reír…
Siempre esas palabras que se depositaban en sus labios como una bruma.
—¡Philippe!
—De hecho, está muy bueno este relleno, Joséphine…
Fue a buscar más con la cuchara, llevó el contenido a los labios de Joséphine, y se inclinó como diciendo: «¿Puedo probar?». Sus labios se mezclaron con los de ella, los rozaron, sus labios suaves, llenos, perfumados a la salsa de ciruelas con un toque de armagnac, y ella comprendió, presa de un fulminante sentimiento de felicidad, que ya no decidía nada, que había traspasado los límites que ella misma se había prometido no rebasar nunca. Llega un momento, se dijo, en que debemos comprender que los límites no mantienen a los demás a distancia, que no nos protegen de los problemas, de las tentaciones, que sólo provocan que te encierres en ti mismo, apartándote de la vida. Entonces, o decides marchitarte y permanecer dentro de los límites, o abandonarte a mil placeres franqueando esos propios límites.
—Te oigo pensar, Jo. ¡Deja de hacer examen de conciencia!
—Pero…
—Para, si no voy a tener la impresión de estar besando a una monja.
Pero existen ciertos límites que son demasiado peligrosos de atravesar, ciertos límites que no hay que franquear y eso es precisamente lo que estoy haciendo y, ay, Dios mío, Dios mío, ¡qué bien se está con los brazos de ese hombre rodeándome!
—¡Joséphine! ¡Bésame!
Él la estrechó con fuerza, silenciándole la boca como si quisiera morderla. Su beso se hizo brutal, imperioso, la empujó contra la barra ardiente del horno, ella hizo un movimiento para soltarse, él la sostuvo con fuerza, forzó su boca, la recorrió como si buscara todavía un poco de relleno, un poco de ese relleno que ella había amasado con sus manos, como si lamiera las yemas de sus dedos amasando la pasta, el sabor de las ciruelas llenaba sus bocas, él salivaba, Philippe, gemía ella, ¡oh, Philippe! Se echó contra él, hundió su boca en su boca. Cuánto tiempo, Jo, cuánto tiempo… y se apoyaba en el delantal blanco, lo frotaba, lo retorcía, la empujaba contra la puerta acristalada del horno, entraba en su boca, entraba en su cuello, apartaba la blusa blanca, acariciaba su cálida piel, bajaba sus dedos sobre sus senos, pasaba su boca por el más mínimo resquicio de piel que la blusa dejaba a la vista, por el delantal, ponía fin a días y días de espera atormentada.
Una carcajada procedente del salón les sobresaltó.
—¡Espera! —susurró Joséphine soltándose—. Philippe, ellos no deben…
—¡No me importa, si supieses lo poco que me importa!
—No debemos volver a caer…
—¿Volver a caer? —gritó él.
—Quiero decir…
—¡Joséphine! Vuelve a abrazarme, no he dicho que hayamos terminado…
Era otra voz, otro hombre. A ése no le conocía. Se abandonó, dejándose llevar por una despreocupación nueva. Tenía razón. Le daba igual. Sólo tenía ganas de continuar. ¿Así que eso era un beso? Era como en los libros, cuando la tierra se parte en dos, las montañas se derrumban, cuando se desea morir con la flor en los labios, esa fuerza que la elevaría del suelo haciéndole olvidar a su hermana, a sus dos hijas en el salón, al vagabundo de la cicatriz en el metro, la mirada triste de Luca…, para echarla en brazos de un hombre. ¡Y qué hombre! ¡El marido de Iris! Se echó hacia atrás, él la volvió a atraer, la estrechó contra él, la abrazó, desde la punta de los pies hasta la altura del cuello como si se agarrara a un punto de apoyo firme y definitivo, un apoyo para la eternidad, y susurró: «Y ahora, ¡o dejamos de hablar o nos callamos!».
En el umbral de la cocina, con los brazos cargados de paquetes que había decidido guardar en su habitación, Zoé les observaba. Permaneció allí, contemplando a su madre en brazos de su tío, y después bajó la cabeza y se marchó sigilosamente hacia su habitación.
* * *
—¿Y ahora a qué esperamos? —preguntó Shirley—. ¡Esto es una fiesta de magos, y cada uno desaparece cuando le toca el turno!
Philippe y Joséphine habían vuelto de la cocina explicando que habían evitado que el pavo quedara reseco. Su excitación contrastaba con la reserva del principio de la velada y Shirley les lanzó una mirada intrigada.
—¡Esperamos a Zoé y a su misterioso visitante! —suspiró Hortense—. Todavía no sabemos quién es.
Verificó su imagen en el espejo sobre la cómoda, retiró una mecha de pelo para colocarla detrás de la oreja, hizo un mohín, la volvió a colocar delante. Había hecho bien en no cortárselo. Su cabello denso, brillante, emitía reflejos cobrizos que subrayaban el verde de sus ojos. ¡Otra idea de esa inmadura de Agathe que seguía al pie de la letra los consejillos de las revistas! ¿Dónde pasaría las Navidades, esa mentecata? ¿En Val-d’Isére con sus padres o en Londres, en una discoteca junto a sus amigos de aspecto carcelario? Voy a prohibirles que pongan los pies en el piso. Ya no soporto sus miradas sórdidas. Se quedan mirando hasta a Gary.
—¿Será quizás alguien del edificio? —aventuró Shirley—. Se ha dado cuenta de que había una mujer o un hombre solo, esta noche, y le ha invitado.
—No veo quién puede ser —reflexionó Joséphine—. Los Van den Brock están en familia, los Lefloc-Pignel también, los Merson…
—¿Lefloc-Pignel? —repitió Philippe—. Conozco a un Lefloc-Pignel, un banquero. Hervé, creo que se llama.
—Un hombre muy guapo —subrayó Hortense—, se come a mamá con la mirada.
—¿Ah, sí…? —inquirió Philippe, mirando fijamente a Joséphine, que enrojeció bruscamente—. ¿Te ha hecho alguna insinuación?
—¡No! ¡Hortense no dice más que tonterías!
—¡Pues ese hombre demostraría tener muy buen gusto! —aseguró Philippe sonriendo—. Pero si es el que yo conozco, no es de los que se andan con jueguecitos.
—Me trata de usted, se niega a llamarme por mi nombre de pila, ¡me llama señora Cortès! ¡Estamos muy lejos de la intimidad y los juegos de seducción!
—Debe de ser el mismo —dijo Philippe—. Banquero, atractivo, austero, casado con una joven de excelente familia cuyo padre posee una banca de negocios donde ha colocado a su yerno como director…
—A ella no la he visto nunca —explicó Joséphine.
—Es rubia, siempre en segundo plano, discreta, apenas habla, se apaga delante de él. Tienen tres hijos, creo. Si recuerdo bien, perdieron uno, el primero, que murió atropellado. Tenía nueve meses. Su madre lo había dejado en su silla de bebé, en el suelo de un aparcamiento, mientras buscaba las llaves y lo aplastó otro coche.
—¡Dios mío! —gritó Joséphine—. No me extraña que esté completamente destrozada. ¡Pobre mujer!
—Fue terrible. De la gente que trabajaba con él, nadie osaba hablar de ello, les fulminaba con la mirada en cuanto intentaban darle el pésame.
—Podríais haberos cruzado, vino a verme antes de que tú llegaras.
—Hice negocios con él en otro tiempo. Un hombre susceptible, nada fácil, y al mismo tiempo con mucho encanto, don de gentes, cultura. Entre nosotros le llamábamos Doble Cara.
—¿Cómo el celo? —preguntó Joséphine, divertida.
—Es todo un cerebro, ¿sabes? Escuela Nacional de Administración, Politécnico, Escuela de Minas. Creo que tiene todos los diplomas. Dio clases en Harvard durante cuatro años. Recibió propuestas para entrar en el MIT. Cuando hablaba se inclinaban con respeto…
—¡Pues bien! ¡Es nuestro vecino y le ha echado el ojo a mamá! Un nuevo culebrón a seguir —proclamó Hortense.
—Pero ¿qué está haciendo Zoé? Tengo hambre —se quejó Gary—. ¡Qué bien huele, Jo!
—Ha ido a guardar sus regalos a su habitación —dijo Shirley.
—Voy a preparar el salmón y el foie gras, eso la hará venir —decidió Joséphine—. Podéis instalaros en la mesa, he puesto vuestros nombres en una tarjetita en cada sitio.
—¡Yo voy contigo, me toca a mí desaparecer! —dijo Shirley.
Se encontraron en la cocina. Shirley cerró la puerta y, apuntando a Joséphine con el dedo, ordenó:
—¡Y ahora, vas a contármelo todo! ¡Porque eso del pavo es una excusa penosa!
Joséphine enrojeció y cogió un plato para colocar el foie gras fresco.
—¡Me ha besado!
—¡Ah, por fin! ¡Ya me estaba preguntando a qué esperaba!
—¡Pero es mi cuñado! ¿Lo has olvidado?
—¿Y ha estado bien? En todo caso, os habéis tomado tiempo. Nos preguntábamos qué estabais haciendo.
—¡Ha estado bien, Shirley, muy bien! ¡Cómo podría imaginarlo! ¡Así que eso es un beso! He sentido escalofríos. ¡De la cabeza a los pies! ¡Y con la barra del horno quemándome la espalda!
—Ya era hora, ¿no?
—¡Tú ríete!
—¡Nada de eso! Siento el máximo respeto por un beso tórrido, uno auténtico.
Joséphine sacó el foie gras del molde con la punta de un cuchillo sumergido en agua hirviendo, lo dispuso sobre un plato, lo rodeó de gelatina, de hojas de lechuga y añadió:
—Y ahora ¿qué hago?
—Sírvelo con tostadas…
—¡No, idiota! ¡Con Philippe!
—¡Te has metido en un buen marrón! Deep, deep shit! Welcome al club de los amores imposibles.
—Preferiría pertenecer a otro club. Shirley, en serio…, ¿qué voy a hacer?
—Poner el salmón en una bandeja, calentar las tostadas, abrir una buena botella de vino, colocar la mantequilla en una bonita mantequera, cortar rodajas de limón para el salmón… ¡Tus problemas no han hecho más que empezar!
—Muchas gracias, ¡eres de gran ayuda! Tengo la cabeza a punto de estallar, mis dos hemisferios están luchando entre sí, el de la derecha me dice bravo, te has dejado llevar, has conocido la voluptuosidad, el de la izquierda me grita ¡atención, peligro!, ¡compórtate!
—Eso me lo sé de memoria.
Las mejillas de Joséphine se sonrojaron.
—Me gusta cuando me besa, tengo ganas de que lo vuelva a hacer. ¡Ay, Shirley! ¡Me gusta tanto! No tengo ganas de que pare.
—¡Ay! El peligro se concreta.
—¿Crees que voy a sufrir?
—La voluptuosidad intensa viene a menudo acompañada de un gran sufrimiento.
—Y tú eres una especialista…
—Y yo soy una especialista.
Joséphine reflexionó un buen rato, bajó la vista hacia la barra del horno, la acarició con los ojos, suspiró.
—Soy tan feliz, Shirley, ¡tan feliz! Aunque esta enorme felicidad no pueda durar más de diez minutos y medio. Hay gente, estoy segura, que no tiene ni diez minutos y medio de felicidad en la vida.
—¡Vaya pandilla de afortunados! ¡Dime quiénes son para que los evite!
—En cambio, ¡yo soy rica en diez minutos y medio de gran, gran felicidad! Me pasaré la película de ese beso una y otra vez y eso me bastará. Pulsaré lectura, pausa, rebobinado, beso al ralentí, pausa, rebobinado, beso al ralentí…
—¡Tus veladas van a ser apasionantes! —se burló Shirley.
Joséphine se había apoyado en el horno y fantaseaba, los brazos alrededor de su cuerpo, como si acunase un sueño. Shirley la hizo reaccionar:
—¿Y si volviésemos a la fiesta? Se van a preguntar de verdad lo que estamos haciendo.
* * *
En el salón, esperaban a Zoé.
Hortense hojeaba las obras completas de Oscar Wilde y leía pasajes en voz alta, Gary accionaba el fuelle sobre los troncos de la chimenea. Alexandre olía los puros de su padre, con aire reprobador.
—«La belleza está en los ojos del que mira» —declamó Hortense.
—Very thoughtful indeed[6] —comentó Gary.
—«Las mujeres se dividen en dos categorías: las feas y las maquilladas, ¡madres aparte!».
—¡Se olvidó de las guarronas! —rugió Gary.
—«Cuando era joven creía que, en la vida, lo más importante era el dinero. Ahora que soy viejo, estoy seguro».
Gary se burló de Hortense:
—Eso no está mal… ¡para ti!
Ella hizo como si no le hubiese oído y prosiguió:
—«Sólo hay dos tragedias en la vida: una es no tener lo que se desea, la otra es obtenerlo».
—¡Falso! —exclamó Philippe.
—¡Archiverdadero! —respondió Shirley—. El deseo sólo permanece vivo mientras se corre tras él. Se alimenta de distancia.
—Yo sí que sé lo que nutre mi deseo —susurró Philippe.
Joséphine y Philippe estaban sentados en el sofá, cerca del fuego. Él se apropió de la mano que Jo apoyaba junto a su espalda. El rostro de ella se volvió carmesí y le suplicó con la mirada que le soltara la mano. Él no hizo nada y la acarició suavemente, abriendo la palma, girándola, pasando y repasando por el espacio entre cada dedo. Joséphine no podía soltarse sin hacer un gesto brusco y atraer las miradas de los demás, así que se quedó allí, sin moverse, su mano ardiendo en la de él, oyendo las citas de Oscar Wilde sin escucharlas, intentando reír cuando los demás reían, pero siempre con un ligero retraso, que acabó por llamar la atención.
—Pero mamá, ¿has bebido o qué? —exclamó Hortense.
Fue ese momento el que eligió Zoé para irrumpir en la habitación y decretar, solemne:
—¡Todo el mundo a su sitio! Voy a apagar las luces…
Se dirigieron hacia la mesa, buscando su nombre en el plato. Se sentaron. Desplegaron sus servilletas. Se volvieron hacia Zoé que les vigilaba, los brazos a la espalda.
—Y ahora, todo el mundo cierra los ojos y nadie hace trampas.
Hicieron lo que les decía. Hortense intentó percibir lo que tramaba, pero Zoé había apagado las luces, y sólo distinguió una forma rígida, cuadrada, que se dirigía a la mesa, sostenida por Zoé. ¿Qué será eso? Debe de ser un viejo chocho que no se tiene en pie. Nos ha traído un senil como invitado misterioso. ¡Menuda sorpresa! Nos va a vomitar encima o le va a estallar una vena al primer eructo. Tendremos que llamar al Samur y a los bomberos. ¡Feliz Navidad a todos!
—¡Hortense! ¡Estás haciendo trampas! ¡Cierra los ojos!
Obedeció, aguzando el oído. El hombre, al desplazarse, hacía un ruido de papel de envolver. Quizás no tenía zapatos y llevaba los Pies envueltos en periódicos. ¡Un pordiosero! ¡Nos ha traído a un Pordiosero! Se tapó la nariz con los dedos. Los pobres huelen mal. Rebajó la presión para detectar el olor a podrido. No olisqueó nada sospechoso. Zoé ha debido de obligarle a ducharse; por eso ha tardado tanto rato. Después, un ligero olor a cola fresca le cosquilleó la nariz. Y otra vez ese ruidito de frotamiento en la oscuridad. Como el que hace un gato cuando se restriega contra los muebles. Soltó un bufido y esperó.
Se ha traído a un mendigo, pensó Philippe, uno de esos pobres viejos que pasan la Navidad bajo un cartón en la calle. No me molestaría. Puede pasarnos a todos. Ayer mismo, mientras esperaba el taxi frente a la estación del Norte, se había cruzado con un antiguo compañero de trabajo que caminaba apoyado en un bastón. Tenía el cartílago de la rodilla derecha hecho trizas y las piernas ya no le aguantaban. Se negaba a operarse. Ya sabes lo que es, Philippe, paras un mes, dos meses, y te echan de la carrera, pues yo, hace seis meses que ya no hago nada, le había respondido Philippe, y me da completamente igual. Le saco partido a la vida y me gusta, había pensado viéndole marcharse tambaleándose. Compro obras de arte y soy feliz. Y beso a la única mujer del mundo a la que no tengo derecho a besar. Descubrió entre sus labios el sabor del beso, que se prolongaba, se expandía. Buscó con la punta de la lengua un trozo de ciruela, lamió un poco de armagnac. Sonreía beatíficamente en la penumbra. La próxima vez que vaya a Nueva York, me la llevaré. Viviremos felices, escondidos, llenándonos los ojos de belleza, asistiremos juntos a las subastas. El volumen de negocio de las dos últimas semanas de ventas en Nueva York había alcanzado los mil millones trescientos mil dólares, es decir, más o menos el equivalente a doscientos cincuenta años del presupuesto de adquisiciones del Centro Pompidou. Me veo perfectamente dirigiendo un museo privado en el que pueda exponer mis adquisiciones. Enseñaré a Alexandre a comprar pintura. En Christie’s, el otro día, el afortunado comprador del Cape Codder Troll, una escultura de Jeff Koons, era un chavalín de diez años, sentado entre su padre, un magnate de la construcción, y su madre, una famosa psiquiatra. El capricho del niño les había costado trescientos cincuenta y dos mil dólares ¡pero parecían muy orgullosos! Alexandre, Joséphine, Nueva York, obras de arte a montones, la felicidad emergía como algo pequeño, que no existía justo antes del beso con sabor a pavo, y a hora ocupaba todo el espacio.
—Cuando encienda las luces podréis abrir los ojos —anunció Zoé.
Lanzaron un grito de sorpresa. En el lugar de la silla vacía estaba instalado… Antoine. Una foto de Antoine de tamaño natural pegada sobre un panel de poliestireno.
—Os presento a papá —declaró Zoé, con los ojos brillantes.
Ellos contemplaron, con embarazo, la silueta de Antoine, y sus miradas se volvieron hacia Zoé. Para volver después a fijarse en Antoine, como si fuese a cobrar vida.
—Creía que estaría aquí por Nochebuena, pero no ha podido. Así que he pensado que estaría bien que estuviese con nosotros esta noche, porque una Nochebuena sin papá no es una Nochebuena. Nadie puede reemplazar a papá. Nadie. Así que me gustaría que levantásemos todos nuestras copas a su salud, que le digamos que le esperamos y que estamos deseando que esté con nosotros.
Debía de haberse aprendido su discursito de memoria, porque lo había recitado de un tirón. Los ojos fijos en la efigie de su padre en traje de cazador.
—¡Se me olvidaba! No va muy elegante para una cena de Nochebuena, pero me ha dicho que lo comprenderíais…, que después de todo lo que había vivido, la elegancia era la menor de sus preocupaciones. ¡Porque ha vivido muchas aventuras!
Antoine vestía una camisa sport beige, un fular blanco y un pantalón de caza caqui. La camisa remangada dejaba al descubierto sus antebrazos rubios, bronceados. Sonreía. El pelo castaño claro, cortado muy corto, el tono tostado y un aire de orgullo le daban la audacia de un cazador de grandes fieras. Tenía el pie derecho sobre un antílope, pero no se veía, el pie y el antílope estaban escondidos bajo el mantel. Joséphine reconoció la foto: la habían hecho justo antes de que le despidiesen de Gunman, cuando el futuro todavía le sonreía, cuando no se hablaba de fusión ni de despidos. El efecto era sobrecogedor; todos tenían la impresión de que Antoine estaba con ellos.
Alexandre hizo un movimiento instintivo de sorpresa y desplazó su silla hacia atrás, lo que provocó que Antoine se desequilibrara y cayera.
—¿No le das un beso, mamá? —pidió Zoé recogiendo la efigie de su padre, que volvió a colocar ante su plato.
Joséphine sacudió la cabeza, petrificada. No es posible. ¿Estará vivo de verdad? ¿Habrá vuelto a ver a Zoé sin que yo lo sepa? ¿Fue él quien tuvo la idea de esta grotesca puesta en escena o lo ha hecho ella sola? Permaneció inmóvil, frente al Antoine de cartón piedra, intentando comprender.
Philippe y Shirley se miraban, con unas terribles ganas de echarse a reír que intentaban reprimir mordiéndose el interior de las mejillas. Muy del estilo de ese cazador de opereta venir a aguarnos la fiesta, rumiaba Shirley en su cabeza, ¡él, que sudaba a chorros de miedo cuando tenía que hablar en público!
—No eres nada hospitalaria, mamá. A un marido hay que darle un beso en Nochebuena. Al fin y al cabo, todavía estáis casados.
—Zoé…, te lo ruego —balbuceó Joséphine.
Hortense contemplaba el retrato de su padre tirándose de un mechón de pelo.
—¿A qué estás jugando, Zoé? ¿Nos estás ofreciendo una secuela de los Invasores o de «Papuchi, el regreso»?
—Papá no puede reunirse todavía con nosotros, así que se me ha ocurrido hacerle un sitio en la mesa y me gustaría que bebiésemos todos a su salud.
—¡Papatabla, querrás decir! —soltó Hortense—. De este modo llaman a este tipo de collage en Estados Unidos ¡y lo sabes muy bien, Zoé!
Zoé no se inmutó.
—Eso no se le ha ocurrido a ella solita, lo ha leído en los periódicos ingleses —continuó Hortense—. Fiat Daddy! Viene de Norteamérica. Empezó cuando la mujer de un militar destinado en Iraq se dio cuenta de que su hija de cuatro años ya no reconocía a su padre durante un permiso, después las familias de la Guardia Nacional la imitaron y se extendió. Ahora todas las familias de militares americanos destinados en el extranjero reciben su Fiat Daddy por correo si lo piden. ¡Zoé no ha inventado nada! Simplemente ha decidido aguarnos la fiesta.
—¡Nada de eso! Tenía ganas de que estuviese aquí, con nosotros.
Hortense saltó como un muelle liberado de su caja.
—¿Qué quieres, que nos sintamos culpables? ¿Demostrarnos que eres la única que no le olvida? ¿Que le quieres de verdad? Pues has perdido. Porque papá está muerto. ¡Hace seis meses! ¡Se lo comió un cocodrilo! No te lo han dicho para protegerte ¡pero es la verdad!
—¡Es mentira! —chilló Zoé tapándose los oídos con las manos—. ¡No se lo ha comido un cocodrilo porque nos ha enviado una postal!
—¡Pero si no era más que una vieja postal enmohecida, olvidada en correos!
—¡Mentira! ¡Supermentira! ¡Era papá, vivo, que nos enviaba noticias suyas! ¡Y tú no eres más que una garrapata asquerosa que apesta y a quien le gustaría que todo el mundo estuviese muerto para que no hubiese nadie más que tú en la tierra! ¡Sucia garrapata! ¡Sucia garrapata! —Zoé empezó a insultarla a voz en grito entre sollozos.
Hortense se dejó caer sobre la silla haciendo un gesto con la mano que significaba: «Esto es demasiado para mí. Abandono». Joséphine se deshizo en lágrimas, tiró la servilleta y abandonó la mesa.
—¡Genial, Zoé! —gritó Hortense—. ¿Tienes alguna otra sorpresita reservada para que nos sigamos divirtiendo? ¡Porque estamos muertos de risa!
Gary, Shirley y Philippe esperaban, incómodos. La mirada de Alexandre iba de una prima a otra, intentando comprender. ¿Estaba muerto, Antoine? ¿Devorado por un cocodrilo? ¿Como en el cine? El foie gras palidecía en el plato, las tostadas se acartonaban, el salmón transpiraba. Un olor a quemado se extendió, procedente de la cocina.
—¡El pavo! —gritó Philippe—. ¡Nos hemos olvidado de apagar el horno!
En ese mismo momento, reapareció Joséphine, cubierta con el gran delantal blanco.
—El pavo se ha quemado —anunció con gesto de disgusto.
Gary lanzó un suspiro de desesperación.
—Son las once y no hemos cenado todavía. ¡No hacéis más que joder con vuestros melodramas, los Cortès! ¡Es la última Nochebuena que paso con vosotros!
—Pero ¿qué pasa? ¿Es la guerra? —exclamó Shirley.
—¡Respuesta correcta! —chilló Zoé, apropiándose del Papatabla y volviendo a su habitación con paso militar.
Gary cogió el plato de salmón, se sirvió dos lonchas e hizo lo mismo con el foie gras.
—Lo siento —comentó con la boca llena—, yo empiezo antes de que se monte un nuevo numerito. ¡Lo apreciaré mejor con la tripa llena!
Alexandre le imitó, metiendo las manos en las bandejas. Philippe volvió la cabeza. No era el momento de dar una lección de modales a su hijo. Joséphine, derrotada en la silla, contemplaba la mesa con la mirada perdida y acariciaba las letras bordadas del delantal. Soy el chef y hay que obedecerme.
Philippe propuso olvidar el pavo calcinado y pasar directamente a los quesos y al tronco de Navidad.
—Empezad sin mí. Voy a ver a Zoé —anunció Joséphine, levantándose.
—¡Ya empezamos! ¡Volvemos al juego de la gente que desaparece! —dijo Shirley—. ¡Me gustaría probar el foie gras antes de convertirme en un fantasma!
* * *
Mylène Corbier tiró su bolso Hermès —auténtico, comprado en París, no una imitación como las que se encontraban en cualquier esquina— sobre el gran sillón de cuero rojo de la entrada y contempló su hogar con satisfacción. Murmuró ¡qué bonita! ¡Pero qué bonita es! ¡Y es mi casa! ¡La he pagado con MI dinero!
En los seis meses que había pasado en Shanghai no había perdido el tiempo. El piso que tenía lo atestiguaba. Amplio, con grandes ventanales, grandes cortinas de tela cruda y carpintería en las paredes que le recordaban la casa de su infancia, cuando era aprendiz de peluquera y vivía en casa de su abuela en Lons-le-Saunier. Lons-le-Saunier, cuyo orgullo era ser la ciudad natal de Rouget de Lisie. Lons-le-Saunier, dos minutos de parada, Lons-le-Saunier, una eternidad de aburrimiento.
El piso se extendía como un largo loft, dividido por separaciones altas equipadas con persianas. En las paredes, una pátina color cáscara de huevo. «¡El colmo de lo chic!», pronunció en voz alta chascando la lengua contra el paladar. Era inevitable que hablara sola, no tenía a nadie con quien compartir su satisfacción. Ya era suficientemente penoso vivir sola, ¡así que sola y muda! Sobre todo en esta época de fiestas. Nochebuena y Nochevieja, iba a celebrarlas en la intimidad, junto a su abeto de plástico encargado en Internet. Y un pequeño belén al pie del abeto. Su abuela se lo había dado antes de partir a China: «¡Y no te olvides de rezar al Niño Jesús cada noche! Él te protegerá».
De momento, el Niño Jesús había cumplido su contrato a pies juntillas. No tenía nada que reprocharle. Le hubiese gustado un poco de compañía, un abrazo de vez en cuando, pero aquello no parecía ser su prioridad. Suspiró, no se puede tenerlo todo, lo sé. Había elegido vivir en Shanghai y tener éxito, las alegres celebraciones las dejaría para más adelante. Cuando fuera rica. Muy rica. Por el momento, era pasablemente rica. Tenía un hermoso piso, un chofer a tiempo completo (¡cincuenta euros al mes!), pero todavía dudaba si comprarse un animal de compañía. Cinco mil euros al año de impuestos si sobrepasaba el tamaño de un chihuahua. Quería un perro de verdad, lleno de pelo y babeante, no un modelo reducido que pudiera meterse en el bolso, junto a la polvera. En este país, en cuanto se añadía un habitante al metro cuadrado, había que pagar. ¡Cinco años de salario si querías un segundo hijo! Por el momento, se contentaba con hablar sola o ver la tele. Si la soledad me pesa demasiado, me compraré un pez rojo. Eso está permitido. Incluso traen buena suerte. Empiezo por el pez rojo, me hago rica y después… O me compro una tortuga. Las tortugas también traen buena suerte. Una bonita tortuga y su pareja. Me mirarán con sus ojos esféricos y su espolón sobre la nariz. Parece que son muy afectuosas… Sí pero, cuando tienen miedo, ¡sueltan gases nauseabundos!
En el belén estaban el buey y la mula, las ovejas, los pastores, los campesinos acarreando gavillas de paja sobre los hombros. Jesús y sus padres no habían llegado todavía. Esa noche, a las doce en punto, depositaría al pequeño Jesús en pañales en su lecho de paja, rezaría sus oraciones, cogería una pequeña botella de champán e iría a acostarse delante de la tele.
Desde la entrada se veía su habitación, la gran cama con dosel de hierro forjado cubierta de colchas blancas, el parqué de largas lamas claras, los muebles bien encerados, las lámparas de laca de China. Había aprendido el gusto, el buen gusto de los que nacen con el sentido de los materiales, de los colores, de las proporciones. Había estudiado las revistas de decoración. Para el resto, bastaba con pagar las facturas. Todo era posible. Y cuando digo «todo», quiero decir TODO. Se les pone delante la cosa más complicada, y la copian hasta el más mínimo detalle. ¡Ya está! Te reproducen incluso las marcas de la carcoma en la madera de los muebles, para imitar el paso del tiempo.
Había recorrido un largo camino desde que había dejado su asqueroso estudio de Courbevoie. «¡Asqueroso, sí, cariño! ¡No tengamos miedo a decir las cosas por su nombre!» exclamó lanzando los zapatos de tacón alto que le curvaban la espalda como un torero frente al astado. Muebles reciclados, una cocinilla estrecha, mal ventilada, que daba a la única habitación que servía de salón-comedor-habitación-armario. Una colcha de piqué blanco, cojines desperdigados, migas de pan que se incrustaban en los pliegues y que le pinchaban en los riñones cuando se acostaba. Y por la noche, cuando desplegaba la tabla de planchar, podía tocar la nariz del presentador del telediario con la punta de la plancha. «¡Hola, Patrick!», exclamaba mientras alisaba el cuello blanco. Lo había convertido en un chiste: «¡Al presentador le conozco bien, le plancho la nuez del cuello todas las noches!». Seguía siendo coqueta y planchaba cuidadosamente la ropa que iba a ponerse al día siguiente. No por el hecho de no tener nada hay que comportarse como una cualquiera, confiaba al periodista que relataba con voz anodina toda la infelicidad del planeta.
¡Qué asco de época! Cuidando las propinas para terminar el mes y reanimar su miserable salario. Saltándose la cena para conservar su línea y la de su cartera. No descolgaba el teléfono cuando aparecía el número del banquero y se desmayaba cuando recibía un sobre impreso. ¡Menuda existencia! Se había planteado seriamente dedicarse a las citas, una o dos por semana, con tal de subsistir. Tenía algunas amigas que ligaban por Internet. Se había preparado para ello, al menos eres tú la que decides, eliges el cliente, las posturas, la duración de la entrevista, la tarifa. Eres tu propio jefe. Tienes tu pequeña empresa. Nadie que te acose. Aquí te pillo aquí te mato. ¿Tenía acaso alternativa? ¿Cómo pago el alquiler, los impuestos, las tasas locales, los seguros, la licencia, el gas, la electricidad, el teléfono, con los tres duros y medio que gano? Sentía la mirada de los hombres sobre su escote. Babeaban. Ella los llamaba los Rantanplán. Estaba a punto de ceder ante los ardores de un Rantanplán con pasta cuando llegó Antoine Cortès.
Un salvador. Antoine Cortès, el caballero sin miedo ni reproche que le hablaba de África, de las grandes fieras, de los vivaques, de los disparos de fusil en la noche, de los beneficios, del éxito, mientras daba mordiscos a la quiche congelada que ella le calentaba en el microondas, antes de reunirse con él bajo la colcha de piqué blanco.
Después había llegado África. El Croco Park en Kilifi. Entre Mombasa y Malindi. Estremecedor. Las playas de arena blanca. Los cocoteros. Los cocodrilos. Los proyectos grandiosos. La casa con criados. ¡Nada que hacer salvo estirar los pies bajo la mesa! Las hijas de Antoine iban a visitarle. Eran majas. Sobre todo Zoé, la pequeña. Ella se dedicaba a confeccionarle un guardarropa, la vestía como a una muñeca, le rizaba el pelo. La mayor la había despreciado al principio, pero había terminado por metérsela en el bolsillo. Cuando ellas estaban, todo marchaba bien. Incluso marchaba muy bien. Quería mucho a esas niñas. Tenía que contenerse para no comérselas a besos. Sobre todo a Hortense, a la que no le gustaba nada que la sobaran. Se las llevaba a la playa con una cesta de picnic llena de sus bocadillos preferidos, zumos de fruta fresca, mangos y piñas. Jugaban a las cartas y cocinaban cantando a voz en grito. Recordaba un wapiti con patatas dulces que había acabado caramelizándose en el fondo de la olla, imposible despegarlo, ¡un bloque de hormigón! Hortense lo había bautizado What a pity. ¿Cuándo volvemos a comer What a pity?, canturreaba por la casa. Sobre todo no se lo digas a tu padre, piensa que soy una pésima cocinera, había suplicado Mylène, será nuestro secreto, nuestro secretito, ¿de acuerdo? De acuerdo, pero ¿qué me das a cambio?, había respondido Hortense. Te enseñaré a pintarte el contorno de ojos y a ponerte pestañas postizas, y te haré una manicura francesa. Hortense le había tendido las manos.
Pero en cambio… Los días sin hacer nada salvo leer revistas y cuidarse las uñas. Esperar a Antoine, tumbada en la hamaca. Antoine trabajando, Antoine desanimándose, Antoine desencantándose. Las dificultades por culpa de esos bichos asquerosos que se negaban a reproducirse y se comían a los empleados. El señor Wei que amenazaba a Antoine. Antoine que ya no trabajaba. Antoine que había empezado a beber. Se aburría en su hamaca. ¡Los dedos se me van a quedar como muñones a fuerza de limarme las uñas! ¡Yo no estoy acostumbrada a la ociosidad! Ganas de trabajar, de ganar dinero. Él se reía sarcásticamente, y bebía. Ella había cogido la sartén por el mango. Se había sentado a su mesa, había llevado la contabilidad, anotó las cifras en el gran libro, estudió los ingresos, las amortizaciones, los beneficios, había aprendido cómo funcionaba el negocio. Imitaba la letra de Antoine, las patas de las emes estrechas y delgadas, y sus oes agarrotadas, el brusco pico de sus eses aplastado al final de la palabra. Imitaba su firma. ¡Y ya está! El señor Wei no se dio cuenta de nada. Hasta el día trágico en que…
Apartó con un gesto de la mano el horrible recuerdo. Atroz, atroz, tengo que olvidarlo, pobrecito mío. Sintió un escalofrío, sacudió la cabeza. Su mano tanteó la mesa baja, cogió un cigarrillo. Lo encendió. Le dio una calada. Aquello era nuevo. Malo para el cutis. Había bautizado su línea de maquillaje «Belle de Paris» y su fondo de maquillaje «Lys de France», con un bonito dibujo en relieve de un lis blanco en la caja.
¡Mi best seller! El producto que aclara, alisa, unifica y maquilla al mismo tiempo. Cuando estaba en el Croco Park, se estrujaba la cabeza para buscar algo en que ocuparse, y había pensado en los productos de belleza. La belleza era su especialidad. Era coqueta y apreciaba la pintura. Sobre todo Renoir y sus mujeres gruesas, sonrosadas. Vaya impresión que causaban esas mujeres, no habían dado paso al impresionismo por casualidad, y todavía se habla de ello. Se lo había contado a Antoine, que se había encogido de hombros. Había hablado con el señor Wei y él le había pedido un «proyecto de explotación». ¡Caramba! ¿Qué quiere decir eso?
Había empezado haciendo una encuesta hablando con las chinas que vivían en Croco Park. Había leído, en Internet, que era así como procedían muchas empresas extranjeras antes de lanzar un producto en China. Pasar tiempo con el cliente para comprender sus hábitos de consumo. Los diseñadores de la General Motors habían recorrido la provincia de Guangxi y visitaron a los compradores de camionetas en sus casas, en sus granjas. Se habían sentado en la acera hablando sobre lo que les gustaba o no de sus vehículos. Ella había hecho como la General Motors. Había charlado con las chinas en un inglés macarrónico, y había comprendido que el único producto de belleza con el que soñaban era el que les hacía la piel más blanca. White, white, repetían tocándole las mejillas. Estaban dispuestas a dejarse el sueldo por un bote de blanco. Ella había tenido una idea genial: había concebido un producto que hacía a la vez de maquillaje y de blanqueador. Con un poco de amoniaco dentro. Sólo un poco. No estaba segura de que fuese muy bueno para la piel, pero funcionaba. Y el señor Wei había aceptado ser su socio.
Aquí todo era tan fácil… Se podía producir lo que se quisiera, bastaba con explicar bien lo que se deseaba y ¡ya está! La cadena de fabricación se ponía en marcha. Precio de coste, precio de venta, beneficio, cuánto, how much, el cálculo se hacía rápido. No se necesitaba contrato. No hacían pruebas, no se preocupaban por saber si era bueno o no para la piel. Un ensayo y, si funcionaba, ponían en marcha la producción.
El señor Wei había probado el producto con las obreras de una fábrica. El stock había sido desvalijado en pocos minutos. Había decidido venderlo en zonas rurales y, después, por Internet. Le había explicado, entornando los ojos como ranuras de hucha, que setecientos cincuenta millones de chinos vivían en el campo, que sus ingresos por habitante no dejaban de aumentar, que ése era su objetivo. Después había citado el ejemplo de Wahaha, el mayor fabricante de bebidas del país, que se había expandido empezando por el campo. La publicidad de Wahaha consistía en cubrir con su logo las paredes de los pueblos. Mylène había cerrado los ojos, imaginándose paredes de casas de adobe completamente cubiertas de flores de lis reales, y había recordado con emoción a Luis XVI. Como si volviese a restaurarlo en su trono.
—Las multinacionales hacen frente a un desafío inmenso en términos de distribución en la China rural —había insistido el señor Wei—. No debemos hacer como los occidentales que piensan sólo en las ciudades.
Ella confiaba en él. Él se ocupaba de la producción, ella de la creación. Treinta y cinco por ciento para cada uno y el resto para los intermediarios. Para que pusiesen nuestro producto en primer plano. Había que untarles. Así es como funcionan las cosas aquí, decía con su voz nasal. A veces, ella caía en la tentación de preguntar algo. Entonces él tosía, con fuerza, con reprobación, como si le prohibiese penetrar en sus dominios. Tengo que desconfiar más, no poner todos los huevos en el mismo cesto. Marcel Grobz la había ayudado. Volveré a hablar con él, nunca se es lo bastante prudente. Al mismo tiempo, no debo enfadarme con Wei, me ha conseguido productos financieros jugosos. Me aconsejó comprar acciones de la aseguradora China Life y han subido más del doble de su valor el primer día de cotización. Nunca se me habría ocurrido a mí sola.
Y sin embargo, ideas, las tenía a montones. Esa mañana, al levantarse, ¡ya está! Había tenido un flash: un teléfono móvil con polvera y lápiz de labios. Por un lado, el teclado del teléfono, por el otro, una cajita de maquillaje. ¿Acaso no es una idea genial? Tengo que registrarla. Tengo que llamar al abogado de Grobz. Buenos días, soy yo, ¡la hija de Einstein y de Estée Lauder! Después bastaría con susurrar tres palabras al Mandarín Avispado.
Él partía al día siguiente a Kilifi. Se lo contaría cuando volviera. Había encontrado un nuevo responsable para dirigir el Croco Park. Un holandés brutal al que le daba igual que los cocodrilos se comiesen a los empleados. Los cocodrilos se habían puesto a copular. Les había hecho pasar hambre para que la naturaleza siguiese su curso y se lanzaran unos contra otros. Había habido un baño de sangre y después los más fuertes habían ganado y habían establecido su supremacía en la colonia. Las hembras se dejaban montar sin rechistar. «Sienten quién es el amo y se inclinan ante él», se jactaba por teléfono al señor Wei que se acariciaba los cojones con las piernas abiertas. Él también quiere mostrarme quién es el amo, había pensado Mylène mientras le dedicaba una sonrisa algo forzada.
Tengo que darle una carta para que la envíe. Se levantó, fue a sentarse ante su secreter de madera natural sobre el que destacaban las fotos de Hortense y Zoé, abrió un cajón y sacó su carpeta. Hacía una copia de cada carta, para no repetirse. Suspiró. Mordisqueó el tapón del bolígrafo. Había que evitar las faltas de ortografía. Por esa razón no escribía textos demasiado largos.
* * *
—¿A qué hora vienen? —preguntó Josiane, que salía del cuarto de baño masajeándose los riñones.
Hacía dos semanas que dormía mal. Tenía la nuca como escayolada y la espalda le dolía como si tuviese clavados pequeños cuchillos, como los que se lanzan en los circos a dianas vivientes.
—¡A las doce y media! También vendrá Philippe. Con Alexandre. Y una tal Shirley y su hijo, Gary. ¡Vienen todos! Siento un cosquilleo de felicidad. Voy a poder presentarte, mi reina. ¡Hoy, 1 de enero, es un gran día!
—¿Estás seguro de que es una buena idea?
—¡Deja de refunfuñar! Ha sido Joséphine quien ha propuesto esta comida. Nos había invitado a su casa, pero pensé que te sentirías mejor si los recibíamos en la nuestra. Piensa en Júnior. Necesita una familia.
—¡No son su familia!
—Pero ya que nosotros no tenemos ¡que nos presten la de los demás!
Josiane daba vueltas alrededor del lecho, vestida con su salto de cama y estirando el cuello como una jirafa con artrosis.
—Ya no están de moda las familias, ya nadie tiene… —murmuró.
Él no la escuchaba, estaba reconstruyendo el mundo, su Nuevo Mundo.
—Me conocieron despreciado, rebajado, humillado por la Escoba. Ahora haré de Rey Sol ¡en su Palacio de Cristal! Buenos días, súbditos, aquí está mi palacio, mis lacayos, ¡mi Principito! Mujer, ¡tráeme la peluca empolvada y mis mocasines con hebillas!
Se dio la vuelta sobre la cama, los brazos en cruz, sus muslos de gigante pelirrojo cubiertos apenas por los faldones de su camisa blanca. Marcel Grobz. Una gruesa pelota de pelo rubio, de michelines blanduzcos, de carne rosa manchada, iluminada por dos ojos nomeolvides, vivos como hojas de espada.
Josiane se dejó caer sobre la cama a su lado. Él iba recién afeitado y perfumado. Sobre una silla estaban dispuestos un traje de alpaca gris, una corbata azul y gemelos a juego.
—Qué guapo te pones…
—Me siento guapo, Bomboncito. ¡Es distinto!
Ella apoyó la cabeza sobre su hombro y sonrió.
—Antes ¿no te sentías guapo?
—Antes era un sapito feo. ¡Anda! Incluso me pregunto cómo pudiste fijarte en mí.
Es verdad que no era un dios griego, el tal Marcel. Al principio, debía reconocerlo, se había sentido más atraída por su cartera que por su encanto pero, muy pronto, su vitalidad, su generosidad la habían conmovido, y había terminado por convertirse en su amante titular, antes de verse consagrada como única mujer de su vida y madre de su pequeño.
—No me fijé en los detalles, ¡me quedé con el conjunto!
—¡Es lo que se dice de los feos! ¡El famoso encanto de los adefesios! Pero me da igual, ahora soy el gran Mamamouchi…
—Aún más sexy que el gran Mamamouchi…
—¡Para, Bomboncito, que me estás excitando! ¡Atenta a mi slip! ¡Recto como el mástil de un barco en la tempestad! Si nos volvemos a acostar ¡tardaremos en levantarnos!
Seguía teniendo el mismo apetito en la cama. Ese hombre estaba hecho para comer, beber, reír, gozar, escalar montañas, plantar baobabs, acallar truenos, apagar rayos. ¡Y pensar que esa víbora de Henriette había querido hacer de él un caniche empolvado! Otra vez había soñado con ella. ¿Qué coño hace rondando mis noches, esa vieja?
—¿Tienes noticias de la Escoba? —preguntó, prudente.
—Sigue sin querer divorciarse. Sus condiciones son exorbitantes ¡y no cederé! ¿Me hablas de ella para que se me desinfle?
—¡Te hablo de ella porque se me aparece por las noches!
—¡Ah! Por eso te falta ánimo estos últimos tiempos…
—Me siento triste como una media secándose sola. Ya no tengo ganas de nada…
—¿Ni siquiera de mí?
—¡Ni siquiera de ti! ¡Mi osito!
El barco perdió el mástil de golpe.
—¿Hablas en serio?
—No hago nada, no tengo hambre, ya no como…
—¡Debe de ser grave!
—Me duele la espalda. Como si me acuchillaran.
—Tienes ciática. Ha sido el embarazo, que te ha arruinado la osamenta.
—Sólo tengo ganas de sentarme y llorar. Incluso Júnior me deja fría.
—Por eso pone mala cara. Le veo huraño últimamente.
—Debe de aburrirse. Antes le entretenía constantemente. Le daba vueltas por el aire, le deslizaba de un lado a otro, bailaba el cancán vestida con muselinas…
—¡Y ahora estás desinflada como un globo en un bosque de cactus! ¿Has visitado a un matasanos?
—No.
—¿Y a madame Suzanne?
—¡Tampoco!
Marcel Grobz se incorporó, inquieto. La situación era grave si ni siquiera se planteaba visitar a madame Suzanne. Madame Suzanne había predicho la firma del contrato con los chinos, la mudanza al gran piso, el nacimiento de Júnior, la caída de Henriette, e incluso la muerte de un familiar entre las afiladas fauces de un monstruo. Madame Suzanne cerraba los ojos y veía. El ojo miente, afirmaba, se ve mejor con los ojos cerrados, la verdadera visión es interior. Nunca se equivocaba y cuando no veía nada, lo decía. Y para asegurarse de conservar su don intacto, no pedía nunca dinero.
Para ganarse la vida, trabajaba como pedicura. Pelaba los dedos de los pies, retiraba las pieles muertas, limaba las durezas, auscultaba los órganos presionando puntos precisos y, mientras sus dedos recorrían, ágiles, el largo de los metatarsos y de las falanges, se introducía en el alma y descifraba el Destino. Con una simple presión sobre la bóveda plantar, se remontaba hasta los órganos vitales, descubría la bondad o la maldad de aquél cuyo pie sostenía. Ponía al descubierto el fluido blanco de aquél con un gran corazón, el sucio carbón del conspirador, la ácida bilis del malvado, el humor amarillento del celoso, el cálculo azul del avaricioso, el coágulo rojo del libidinoso. Inclinada sobre los tres cuneiformes, penetraba en el alma y leía el porvenir. Sus dedos iban y venían, murmuraba frases deslavazadas. Había que aguzar el oído para recibir el oráculo. Cuando el mensaje era importante, se balanceaba de derecha a izquierda y repetía in crescendo los mandatos de una voz llegada de lo alto que le susurraba al oído. Así fue como Josiane supo que tendría un hijo, «un hermoso varón bien dotado, con cabeza de fuego, palabras de plata, cerebro de platino, el oro fluirá de su boca y sus brazos poderosos harán vacilar las columnas del templo. No habrá que contrariarle, pues pronto surgirá el hombre de los pañales del niño».
También podía ocurrir que, tras haber guardado sus afiladas pinzas, sus limas, sus pulidores, sus ungüentos y sus aceites, se levantara y dijera: «No creo que vuelva, su alma es demasiado malvada, apesta a azufre y a algo podrido, no serviría ni para fiambre». El cliente, debilitado de placer sobre la camilla, defendía su blancura inmaculada. «No insista», añadía madame Suzanne, «arrepiéntase, enmiéndese y quizás vuelva a ocuparme de las plantas de sus pies».
Una vez al mes, madame Suzanne desembarcaba con su maletín y su expresión aguda de zahorí de almas. A veces, Marcel, tras haber cometido alguna indelicadeza financiera o un golpe bajo, escondía su bóveda plantar a la vidente, pues lo que más deseaba era conservar su estima. Madame Suzanne le explicaba entonces que, a veces, en el mundo sin piedad en el que vivíamos, había que emplear las mismas armas que los rivales, entonces, en ese caso, y a condición de no dañar al más débil, la maldad le sería perdonada.
—Es como si me hubiesen vaciado por dentro —proseguía Josiane—. Como si no hubiese nadie en mi interior. Estoy como desdoblada. Me ves, pero no estoy aquí.
Marcel Grobz escuchaba, incrédulo. Nunca Bomboncito había mencionado algo parecido.
—¿No estarás sufriendo una depresión nerviosa?
—Es posible. No sé nada de esa enfermedad. En mi familia no ha habido nunca nada de eso.
Él estaba perplejo. Posó la mano sobre la frente de Josiane y sacudió la cabeza. No tenía fiebre.
—¿Quizás un poco de anemia? ¿Te has hecho unos análisis?
Josiane hizo una mueca negativa.
—Bueno, habrá que empezar por ahí.
Josiane sonrió. Estaba inquieto, su gordito. Su expresión preocupada le recordaba que ella era sus nieves eternas. Le bastaba con observarla para tranquilizarse.
—Dime, Marcel, ¿me quieres todavía como a la Virgen Santa con la que te acostarías?
—¿Acaso lo dudas, Bomboncito? ¿Todavía lo dudas?
—No. Pero me gusta oírtelo decir… A fuerza de frotarnos la piel, nos olvidamos de pulirla.
—Te voy a decir una cosa, Bomboncito, no me he levantado ni un solo día, óyeme, ni un solo día, sin agradecer a los de arriba la felicidad inmensa que me ha sido concedida al encontrarte.
Estaban sentados sobre la cama, apoyados uno contra otro. Meditando sobre ese extraño mal que atacaba a Josiane, esa languidez que la envolvía y le quitaba las ganas, el apetito, el deseo, todas esas virtudes que la mantenían viva desde que era una niña.
La comida fue un éxito. Júnior, sentado presidiendo la mesa en su trona de bebé, reinaba como el señor del castillo. Sostenía su biberón con la mano y lo golpeaba contra el armazón de su silla para imponer su voluntad. Le gustaba que la mesa estuviese bien puesta, que vasos, cuchillos y tenedores estuviesen en su sitio y si, por casualidad, algún comensal se equivocaba de lugar, golpeaba su silla con el biberón, hasta que el culpable hubiese rectificado su error. Se notaba, por cómo fruncía el ceño, que intentaba seguir la conversación. Se concentraba tanto que parecía congestionado.
—Creo que está haciendo caca —susurró Zoé a Hortense.
Marcel había colocado un regalo en cada plato. Un billete de doscientos euros para cada niño. Hortense, Gary y Zoé se sobresaltaron al descubrir el gran billete amarillo doblado en dos dentro de un sobre. Zoé estuvo a punto de preguntar: «¿Es auténtico?», Hortense tragó saliva y se levantó para besar a Marcel y a Josiane. Gary, incómodo, miraba a su madre, preguntándose si había que protestar. Shirley le hizo una seña para que no dijera nada, se arriesgaba a ofender a Marcel.
Philippe recibió una botella de Château-cheval-blanc, premier grand cru, clase A, Saint-Emilion 1947. Giraba suavemente la botella entre sus manos, mientras Marcel recitaba la palabrería del bodeguero que le proveía de vino: «Rojo intenso, la grava que capta el sol durante el día y abriga el viñedo durante la noche». Philippe, divertido, hizo una reverencia, y le prometió que se lo beberían juntos en el décimo cumpleaños de Júnior.
Júnior dio su aprobación con un sonoro eructo.
En el plato de Joséphine y Shirley, Marcel había colocado un brazalete de oro blanco, decorado con treinta diamantes tallados, y en el de Josiane un par de pendientes, coronados por una gruesa perla gris de cultivo de Tahití salpicada de diamantes. Shirley protestó, no podía aceptarlo. De ninguna manera. Marcel la previno que dejaría la mesa si rechazaba su regalo. Se consideraría ofendido. Ella insistió, él se enrocó, ella se obstinó, él siguió en sus trece, ella se empeñó, él no quiso ceder.
—Me encanta jugar a Papá Noel, ¡tengo un saco desbordante de regalos que hay que vaciar de vez en cuando!
Josiane, pensativa, acariciaba sus pendientes.
—¡Es demasiado, mi osito! ¡Voy a parecer un pedrusco!
Joséphine murmuró:
—Marcel, ¡estás loco!
—Loco de felicidad, Jo. No sabes el regalo que me hacéis viniendo a comer a mi casa. Nunca pude imaginar que… Mira, mi querida Jo, ¡me están entrando ganas de llorar!
Le temblaba la voz, parpadeaba, torcía la nariz para borrar la emoción que le invadía. Joséphine sintió a su vez un nudo en la garganta y Josiane se sorbió los mocos, vuelta de espaldas para que nadie la viera.
Fue ése el momento que eligió Júnior para alejar la melancolía dando un gran golpe de biberón en su silla que significaba: basta de melindres, me estoy aburriendo, ¡acción!
Se volvieron hacia él, sorprendidos. Él les dedicó una gran sonrisa, echando la cabeza hacia delante como para animarles a conversar con él.
—Se diría que tiene ganas de hablar —dijo Gary, extrañado.
—¿Has visto cómo extiende el cuello? —remarcó Hortense, pensando para sí que era realmente feo cuando tiraba la cabeza hacia delante, ese cuello largo y flexible, la boca agrietada, los ojos desorbitados.
—Hay que hablarle continuamente, si no, se aburre… —suspiró Josiane.
—Debe de ser agotador —comentó Shirley.
—Además, no se le puede decir cualquier tontería, ¡si no, se enfada! Hay que hacerle reír, asombrarle o enseñarle algo.
—¿Está usted segura? —preguntó Gary—. Es demasiado pequeño para comprender.
—Es lo que decimos siempre, pero siempre nos sorprende.
—Comprendo que esté cansada —se compadeció Joséphine.
—Esperad… —dijo Gary—, voy a decirle algo que no podrá comprender. Es imposible.
—Vamos —le provocó Marcel, seguro de la ciencia infusa de su retoño.
Gary se concentró un buen rato, intentando que se le ocurriera algo espiritual para probar al diablillo. ¡Vaya cara que pone!, pensó sin poder evitarlo, al constatar que Júnior no dejaba de mirarle y soltaba gritos que señalaban su impaciencia.
—¡Ya lo tengo! —exclamó, triunfante—. Y ahí, amiguito, ya puedes esforzarte ¡que no entenderás nada de nada!
Júnior levantó el mentón como un gladiador ultrajado y tendió su biberón como un escudo para tomarle la medida a su adversario.
—«El cojo decapitado cuenta historias sin pies ni cabeza» —enunció Gary, articulando cada palabra como si se las dictara a un analfabeto.
Júnior escuchó, la cabeza y los hombros echados hacia delante, balanceando el cuello, el cuerpo estirado y con los brazos colgando a ambos lados. Permaneció un instante en esa posición, su ceño se frunció, dibujando pequeños festones, sus mejillas se tiñeron de manchas escarlata, gruñó, se enfadó, y después su cuerpo se relajó, echó la cabeza hacia atrás y estalló en una carcajada atronadora, batió las manos y los pies para mostrar que comprendía, e hizo el gesto de cortarse la cabeza y los pies con la palma de la mano.
—¿Ha entendido de verdad lo que he dicho? —preguntó Gary.
—Aparentemente sí-dijo Marcel Grobz desplegando su servilleta con aire satisfecho. —Y tiene motivos para reírse, ¡es muy gracioso!
Gary observaba, atónito, al bebé pelirrojo y sonrosado enfundado en su body azul, que le observaba riéndose y cuya mirada decía más, más historias, hazme reír, las cosas de bebé me aburren, me aburren mucho.
—¡Qué locura! —dijo Gary—. This baby is crazy![7]
—¡Creizzzzy! —repitió Júnior babeando sobre su body.
—¡Es genial el enano! —gritó Hortense.
Al oír la palabra «genial», Júnior gorgojeó y, para demostrar hasta qué punto tenía razón, señaló con su biberón hacia una lámpara del techo y dijo claramente:
—Luz…
Ante sus rostros estupefactos, soltó una risa que venía de la garganta y añadió, con un resplandor travieso en la mirada:
—Light!
—Pero esto es…
—¡Increíble! Es lo que os decía —dijo Marcel—, ¡y nadie me creía!
—Luce… —continuó júnior, con el dedo señalando todavía la luz de la lámpara.
—¡También en italiano! Este niño me…
—Deng!
—Ah, eso no tiene sentido —dijo Shirley, más tranquila.
—No —rectificó Marcel—, ¡es «sol» en chino!
—¡Socorro! —gritó Hortense—, ¡el enano es políglota!
Júnior acarició a Hortense con la mirada. Le agradecía que reconociese sus méritos.
—No es un enano, ¡es un gigante! ¿Has visto el tamaño de sus manos? ¿Y el de sus pies?
Gary silbó, impresionado.
—Chouchou… —chilló Júnior escupiendo el agua de su biberón en dirección a Gary.
—¿Eso qué quiere decir? —preguntó este último.
—Tío. En chino. ¡Te ha elegido como tío!
—¿Puedo cogerle en brazos? —pidió Joséphine levantándose—, hace mucho tiempo que no he cogido a un bebé… y un bebé como éste ¡quiero verlo desde más cerca!
—¡Mientras eso no te dé ideas! —masculló Zoé.
—¿No te gustaría tener un hermanito? —preguntó Marcel, guasón.
—¿Y quién sería el padre, si puedo hacer una pregunta indiscreta? —respondió Zoé, mientras fulminaba a su madre con la mirada.
—Zoé… —balbuceó Joséphine, desconcertada por la vehemencia de su hija.
Joséphine se había acercado a Josiane, que había cogido a Júnior en sus brazos y se inclinaba sobre él, dispuesta a dar un beso a sus rizos rojizos. Júnior la miró fijamente, su rostro se arrugó y emitió un eructo lleno de puré de zanahoria, que fue a parar a la camisa de Jo y a la blusa de seda de Josiane.
—¡Júnior! —gruñó Josiane dándole golpecitos en la espalda—. Lo siento.
—No importa —dijo Joséphine, secándose la camisa—. Eso sólo quiere decir que ha digerido bien.
—¡Bomboncito, tú también te has puesto perdida! —dijo Marcel, ocupándose de Júnior.
—¡Es como si hubiese apuntado hacia vosotras dos! —dijo Zoé riéndose—. Ya lo entiendo, debe de estar harto de toda la gente que quiere besarle y tocarle. Debería respetarse más a los bebés, pedirles permiso antes de hacerles cariñitos.
—¿No quiere venir a limpiarse al cuarto de baño? —propuso Josiane a Joséphine.
—¡Sobre todo porque esto empieza a apestar! —dijo Hortense tapándose la nariz—. Nunca tendré hijos, huelen demasiado mal.
Júnior le dedicó una mirada de desolación, que parecía decir: «¡Y yo que creía que eras mi amiga!».
En la habitación, Josiane propuso a Joséphine prestarle una blusa limpia. Joséphine aceptó y empezó a desvestirse. Joséphine se rio:
—No ha sido un eructo, sino una erupción. ¡Debería llamarse Stromboli, su pequeño!
Josiane abrió la puerta de su armario y sacó dos blusas blancas con pechera bordada. Tendió una a Joséphine que le dio las gracias.
—¿Quiere ducharse? —propuso Josiane, incómoda.
Acababa de comprender que la pechera blanca no era del gusto de Joséphine.
—No, gracias…, ¡su hijo es asombroso!
—A veces me pregunto si es normal… ¡Está demasiado avanzado para su edad!
—Eso me recuerda una historia… Un bebé que defendió a su madre durante un juicio en la Edad Media. La madre había sido acusada de haber concebido a su hijo en pecado, entregando su cuerpo a un hombre que no era su marido. Iban a quemarla viva cuando apareció ante el juez, con su bebé en brazos.
—¿Qué edad tenía?
—La misma edad que Júnior… Entonces la madre se dirigió al niño, le levantó en el aire y le dijo: «Hermoso hijo, voy a recibir la muerte por vuestra causa y, sin embargo, no la he merecido, pero ¿quién querría creer la verdad?».
—¿Y entonces?
—«No morirás por mi culpa», exclamó el niño. «Yo sé quién es mi padre y sé que no has pecado». Con estas palabras, las comadres que asistían al proceso quedaron maravilladas, y el juez, temiendo haber comprendido mal, pidió al niño que se explicara. «¡No está cercano el momento en el que será quemada!», entonó, «pues si se condenara a la hoguera a aquéllos y aquéllas que se entregaron a otros que sus mujeres y sus maridos, ¡no habría gente aquí que no la mereciera!».
—¿Tan bien hablaba?
—Así es como lo cuenta el libro… Y terminó añadiendo: «¡Y conozco mejor a mi padre que vos al vuestro!», lo que cerró el pico del juez, que absolvió a la madre.
—¿Se ha inventado esa historia para tranquilizarme?
—¡No! Está en los libros de La tabla redonda.
—Está bien ser una intelectual. Yo dejé los estudios muy pronto.
—Pero ha aprendido a vivir. Y eso es más útil que cualquier diploma.
—Es usted muy amable. A veces echo de menos el no tener cultura. ¡Pero eso no se puede recuperar!
—¡Claro que sí! ¡Tan cierto como que dos y dos son cuatro!
—Eso sí lo sé…
Y Josiane, aliviada, le dio un empujón en los riñones a Joséphine que, sorprendida, se quedó quieta un momento y después se lo devolvió.
Y así fue como se hicieron amigas.
Sentadas sobre la cama, abotonándose sus camisas con pechera, se pusieron a hablar. De niños pequeños y de niños grandes, de hombres que creemos grandes y que resultan ser pequeños, y de lo contrario también. De esas cosas que se dicen para no decir nada, y con las que tanto aprende uno del otro, en las que se busca la frase que favorezca la confidencia o la interrumpa en el acto, en las que se espía con el ojo tras el mechón de pelo, la sonrisa que se contrae o se expande. Josiane recolocó la pechera de la camisa de Joséphine, que se dejó hacer. Reinaba una atmósfera amigable y tierna en la habitación.
—Se siente una a gusto en su casa…
—Gracias —dijo Josiane—. ¿Sabe?, cuando supe que venía, no sabía si tenía ganas de conocerla. No me la imaginaba así…
—¿Me imaginaba más bien como mi madre? —preguntó Joséphine con una sonrisa.
—No me gusta mucho su madre.
Joséphine suspiró. No quería hablar mal de Henriette, pero comprendía lo que podía sentir Josiane.
—¡Me trataba como a una chacha!
—Usted quiere a Marcel, ¿verdad? —preguntó Joséphine en voz baja.
—¡Ay, sí! Al principio, me costó. Era demasiado dulce, yo estaba acostumbrada a los granujas, a los duros. La amabilidad me parecía sospechosa. Y después… tiene un corazón tan puro…, cuando me mira, me siento limpia. Ha lavado mis miserias. El amor me ha vuelto mejor.
Joséphine pensó en Philippe. Cuando me mira, me siento gigante, hermosa, intrépida. Ya no tengo miedo. Diez minutos y medio de felicidad pura. No dejaba de volver a pasarse la película del beso con sabor a pavo. Enrojeció y su pensamiento volvió a Marcel.
—Durante mucho tiempo ha sido infeliz con mi madre. Le trataba mal. Yo sufría por él. Desde que ya no la veo, me siento mucho mejor.
—¿Hace mucho tiempo?
—Tres años, aproximadamente. Desde que se fue Antoine…
Joséphine recordó la escena en casa de Iris, en la que su madre la había aplastado con su desdén. Mi pobre hija, incapaz de conservar incluso al hombre más despreciable, incapaz de ganar dinero, incapaz de triunfar, ¿cómo te las vas a arreglar sola, con dos hijas? Ese día, ella se había rebelado. Había escupido todo lo que tenía en su corazón. Desde entonces no se habían vuelto a ver.
—Mi madre murió. Si puede llamársele a eso una madre… Ni una caricia, ni un beso, ¡sólo golpes y broncas! Cuando la enterraron, lloré. La pena es como el amor, no son cosas que puedan controlarse. Ante la fosa en el cementerio, me decía que era mi madre, que un hombre la había amado, le había dado hijos, que había reído, cantado, llorado, esperado… De pronto se volvía un ser humano.
—Lo sé, a veces me digo lo mismo. Que deberíamos reconciliarnos antes de que fuese demasiado tarde.
—¡Hay que tener cuidado con ella! No sea usted demasiado buena, ¡y ser buena no es ser idiota!
—Yo soy las dos cosas: ¡buena e idiota!
—¡Oh, no! —protestó Josiane—. Idiota no… He leído su libro ¡y no está escrito por una idiota!
Joséphine sonrió.
—Gracias. ¿Por qué una nunca está segura de sí misma? Es una enfermedad femenina, ¿verdad?
—Conozco pocos hombres que duden, y si no, ¡se cuidan mucho de que los demás se den cuenta!
—¿Puedo hacerle una pregunta indiscreta? —preguntó Joséphine mirando a Josiane a los ojos.
Josiane asintió con la cabeza.
—¿Va usted a casarse con Marcel?
Josiane puso cara de sorpresa, después sacudió la cabeza vigorosamente.
—¿Por qué ponerse un anillo en el dedo? ¡No somos palomas!
Joséphine se echó a reír.
—¡Me toca a mí hacerle una pregunta indiscreta! —declaró Josiane dando golpecitos en la colcha—. Si se asusta, no responda.
—Vamos —dijo Joséphine.
Josiane respiró profundamente y dijo:
—¿Ama usted a Philippe? Y él la quiere también, eso salta a la vista.
Joséphine se sobresaltó.
—¿Se nota?
—En primer lugar, se ha puesto usted muy guapa… Y eso es que hay un hombre detrás. ¡Mujer acicalada, hombre conquistado!
Joséphine enrojeció.
—Después… Se preocupan tanto de no mirarse, se empeñan tanto en no dirigirse el uno al otro ¡que se convierte en una verdad a gritos! Intente ser natural, se notará menos. Lo digo por sus hijas, porque a mí, a mí me gusta, huelo que se puede confiar en él. Y además ¡qué guapo es! ¡Pura confitura, ese hombre!
—Es el marido de mi hermana —balbuceó Joséphine.
No dejo de repetirme esas palabras cuando hablo de él. ¡Ya podría inventarme otra cosa! Voy a acabar por reducirlo a esa sola definición, «el marido de mi hermana».
—¡Contra eso no puede luchar! ¡El amor no llama al timbre antes de entrar! Se presenta, se impone, provoca peleas y además, si la conozco a usted bien, ¡no se habrá lanzado a sus brazos!
—¡Oh, eso no!
—¡Incluso habrá pedaleado marcha atrás con todas sus fuerzas!
—¡Y sigo pedaleando!
—Tenga cuidado de todas formas. Porque cuando eso se desintegra, ¡no se puede recuperar con un recogedor!
—La que va a quedar desintegrada voy a ser yo si esto continúa.
—¡Vamos! Este tipo de asuntos son más bien un regalo, ¡no lo transforme en un drama! Preguntaré por usted a madame Suzanne. Déjeme un mechón de su cabello y, con sólo palparlo, ella le dirá si lo suyo va a funcionar.
Y entonces Josiane le explicó el don y las virtudes de madame Suzanne. Joséphine arrugó la nariz, no, no, no me gusta demasiado ese tema de los videntes.
—¡Oh! ¡Ella se sentiría muy molesta si la llamasen vidente! Es una lectora de almas.
—Y además, no tengo ganas de saberlo. Prefiero la belleza de lo impreciso…
—¡No vive usted en este planeta! Bueno, lo entiendo. ¡Pero tenga cuidado con sus hijas! Sobre todo con la pequeña, ¡no parece dispuesta a morder el anzuelo!
—Está en lo que se llama la edad del pavo. Metida de lleno. Lo único que puedo hacer es tomármelo con mucha paciencia. Ya he pasado por ello con Hortense. Una noche se acuestan siendo unos angelitos mofletudos y se despiertan al día siguiente convertidos en demonios con cuernos.
—¡Si usted lo dice!
Josiane parecía pensar de modo distinto.
—Es una pena que no quiera usted ver a madame Suzanne. Ella predijo la muerte de su marido. «Un animal de afiladas fauces…». ¿Es cierto que lo devoró un cocodrilo?
—Eso pensaba, pero el otro día, en el metro…
Y Joséphine le contó la historia. El hombre del cuello vuelto rojo, el ojo cerrado, la cicatriz, la postal de Kenya. Lo soltó todo sin reticencias. Sentía que Josiane la escuchaba con aire condescendiente, y la contemplaba con su mirada cálida y atenta, fija en su pechera blanca.
—¿Cree que tengo alucinaciones?
—No… pero madame Suzanne lo vio en las fauces de un cocodrilo y raramente se equivoca. ¡No me negará que es una muerte muy poco común!
—¡No! Es incluso la única cosa original que le ocurrió.
Joséphine soltó una risa extraña, una risa nerviosa, y después se detuvo, incómoda.
—Quizás le haya visto, en efecto, en las fauces de un cocodrilo, pero quizás no haya muerto —sugirió Josiane.
—¿Cree que habría podido salvarse?
—Eso explicaría el ojo cerrado y la cicatriz.
Josiane reflexionó un instante y después, como si acabara de comprender algo, exclamó:
—Por esa razón quería usted la dirección de esa mujer, Mylène… ¡Para saber si ella también había recibido noticias!
—Fue la amante de mi marido. Si nos ha escrito, seguramente le ha escrito a ella también. O la ha llamado por teléfono…
—Sé que llamó a Marcel hace poco. Habla mucho de sus hijas. Pregunta por ellas. Le pidió su dirección para enviarle una felicitación de Navidad.
—Tiene sentido de la tradición. Me he dado cuenta de que uno presta más atención a esas cosas cuando vive en el extranjero. En Francia tenemos tendencia a olvidarlo. Marcel tiene su dirección…
—La anotó en un papel que me enseñó esta mañana. No quería olvidarse de dársela.
Se levantó, buscó en una mesita de noche, vio una hoja de papel allí encima, la leyó y se la tendió.
—Es ésta, creo… En todo caso, ésta es la última que tuvo de ella. A veces se pone en contacto con él, cuando tiene problemas…
—¿Y a usted no le gusta?
Josiane sonrió encogiéndose de hombros.
—Esa chica es lista. Así que no me fío… Ya sabe usted que la pasta ¡vuelve a la gente miope! Mi osito se convierte en un Apolo, rodeado de todos esos billetes que le borran los michelines.
* * *
En el camino de vuelta, mientras Philippe conducía el coche, Joséphine se dijo que le gustaba mucho Josiane. Las raras veces que había visitado el almacén de Marcel, en la avenida Niel, sólo había obtenido una imagen parcial de ella: la de una secretaria detrás de su mesa mascando chicle. Las palabras de su madre habían completado el retrato, «esa secretaria asquerosa», decía Henriette escupiendo cada sílaba. Sobre la imagen de ese busto femenino se había superpuesto otra, la de una mujer de poca virtud, común, venal, maquillada como una máscara de carnaval. Es todo lo contrario, suspiró. Es buena, dulce, atenta. Esponjosa.
Shirley y Gary habían ido a pasear por el Marais. Joséphine volvía a su casa con Philippe, las niñas y Alexandre. Philippe conducía la gran berlina en silencio. En la radio sonaba un concierto de Bach. Alexandre y Zoé charlaban detrás. Hortense acariciaba con las yemas de los dedos el sobre que contenía los doscientos euros. La lluvia mezclada con nieve blanda dibujaba sobre el cristal círculos vacilantes, que los limpiaparabrisas borraban con un ballet regular.
Fuera, sobre los árboles helados vestidos de bombillas luminosas, veía la decoración navideña de los Campos Elíseos y la avenida Montaigne. ¡Navidad! ¡Nochevieja! ¡Año Nuevo! ¡Cuántos rituales para justificar vestir de guirnaldas los árboles helados! Seremos una familia que vuelve a casa, es domingo por la tarde, los niños jugarán mientras se prepara la cena. Acabamos de comer, no tenemos hambre, pero vamos a forzarnos a cenar. Joséphine cerró los ojos y sonrió. Siempre sueño en «conyugal», nunca sueño «canalla». Soy una mujer aburrida. No tengo ninguna fantasía. Pronto Philippe volverá a Londres. Mañana o pasado irá a ver a Iris a la clínica. ¿De qué debían de hablar durante esas visitas? ¿Se mostraría tierno? ¿La cogería en sus brazos? ¿Y ella? ¿Cómo se comportaría ella? ¿Alexandre estaría siempre presente?
La mano cálida y suave de Philippe cubrió la suya y la acarició. Ella se la apretó también, pero tuvo miedo de que los niños se diesen cuenta y se soltó.
En el vestíbulo del edificio se dieron de bruces con Hervé Lefloc-Pignel, que corría detrás de su hijo Gaétan gritando: «Vuelve, vuelve, in-me-dia-ta-men-te, he dicho inmediatamente». Se los cruzó sin detenerse, abrió la puerta y se precipitó por la avenida.
Atravesaron el vestíbulo y se dirigieron hacia el ascensor.
—¿Has visto? ¡Estaba completamente despeinado! —cuchicheó Zoé—. ¡Él, normalmente tan impecable!
—Parecía fuera de sí, ¡no me gustaría estar en el lugar de su hijo! —murmuró Alexandre.
—¡Callaos, ahí vuelven! —susurró Hortense.
Hervé Lefloc-Pignel atravesaba el amplio vestíbulo del edificio sosteniendo a su hijo por el cuello de su chaqueta. Se detuvo frente al gran espejo y gritó:
—¿Te has visto, niñato estúpido? ¡Te había prohibido tocarla!
—¡Pero si yo sólo quería que tomase el aire! ¡También ella se aburre! ¡Nos aburrimos todos en casa! ¡No podemos hacer nada! ¡Estoy harto de colores obligatorios, yo quiero cuadros escoceses! ¡Escoceses!
Había pronunciado esas últimas palabras gritando. Su padre le sacudió violentamente para hacerle callar. El niño tuvo miedo y, levantando los brazos para protegerse, dejó caer un objeto redondo y marrón que rebotó en el suelo. Hervé Lefloc-Pignel soltó un chillido.
—¡Mira lo que has hecho! ¡Recógela, recógela!
Gaétan se agachó, cogió la cosa entre sus dedos y, manteniéndose a distancia por miedo de recibir un golpe, se la tendió a su padre. Hervé Lefloc-Pignel la cogió, la posó delicadamente en la palma de su mano y la acarició.
—¡No se mueve! ¡La has matado! ¡La has matado!
Se inclinó con suavidad sobre la cosa hablándole con dulzura.
Gracias al efecto de los espejos, ellos asistían a la escena sin mostrarse y no perdían comba. Philippe les hizo una seña para que no hiciesen ruido. Se metieron en el ascensor.
—En todo caso, es efectivamente el Lefloc-Pignel que conocía… No ha cambiado. ¡En qué estado pueden ponerse a veces las personas! —dijo Philippe cerrando la puerta.
—Ahora mismo la gente está a punto de estallar —suspiró Joséphine—Hay violencia por todas partes. La noto cada día en la calle, en el metro, es como si la gente ya no se soportase. Como si la vida les pasara por encima y estuviesen dispuestos a aplastar al prójimo para evitarlo. Se pelean por cualquier cosa, dispuestos a saltar al cuello. Me da miedo. Antes, no tenía tanto miedo…
—¡No me atrevo a pensar lo que debe de sufrir ese pobre chico! —dijo Philippe.
Estaban en la cocina, las niñas y Alexandre, en el salón, encendieron la televisión.
—Qué odio había en su voz… Creí que iba a destrozarlo.
—¡No exageres tampoco!
—Sí, te lo aseguro. Siento el odio, lo siento en el aire. Se infiltra en todos lados.
—¡Venga! Vamos a abrir una buena botella, hacer un buen plato de pasta y a olvidarlo —propuso Philippe abrazándola.
—No sé si bastará —suspiró Joséphine, poniéndose rígida.
El malestar se expandía, la invadía, la cubría con un pesado manto negro. Perdía el equilibrio. Ya no estaba segura de nada. Ya no tenía ganas de abandonarse a él.
—¡No exageres! Simplemente ha perdido los nervios. No te llevaré nunca a un partido de fútbol. ¡Quedarías aterrada!
—¡Lloro al ver un anuncio del amigo Ricoré en la tele! Me gustaría formar parte de la familia Ricoré…
Se volvió hacia él, esbozó una sonrisa temblorosa, que le ofreció en un esfuerzo por compartir la angustia que la paralizaba.
—Estoy aquí, te defenderé…, conmigo no tienes nada que temer —dijo, tomándola en sus brazos.
Joséphine sonrió distraídamente. Estaba pendiente de otra cosa. Había notado algo familiar en la escena a la que acababa de asistir. Una violencia, el estallido de una voz, un gesto que se arrastraba como una larga bufanda. Rebuscó en su memoria para recordar. No lo encontraba, pero se sentía amenazada. ¿Otro misterio de su infancia que empezaba a revelarse? ¿A conducirla hacia otro drama? ¿Cuántos dramas se ocultan, de niño, para no sufrir? Había olvidado durante treinta años que su madre había estado a punto de ahogarla. Esa noche, en el recibidor del inmueble, ante el espejo y las plantas, se había colado otro peligro. Una sombra amenazante, huidiza, sostenida por una sola nota que la había dejado helada. Una sola nota. Sintió un escalofrío. Nadie puede comprender la muda violencia que me amenaza. ¿Cómo explicar ese miedo fantasma que no tiene nombre, pero que se desliza y me envuelve? Estoy sola. Nadie puede ayudarme. Nadie puede comprenderme. Siempre estamos solos. Tengo que dejar de hacerme ilusiones románticas para consolarme, tengo que dejar de refugiarme en brazos de hombres encantadores. Esa no es la solución.
—Joséphine, ¿qué te pasa? —preguntó Philippe, con un halo de inquietud en la mirada.
—No lo sé…
—Puedes decírmelo todo, ya lo sabes.
Ella sacudió la cabeza. Recibía, como una puñalada, la doble certeza de que estaba sola y en peligro. No sabía de dónde venía ese convencimiento. Le miró y sintió rencor contra él. ¿Cómo podía estar tan seguro de sí mismo? ¿Tan seguro de mí? ¿Tan seguro de bastar para mi felicidad? ¡Como si la vida fuera tan sencilla! Sintió su necesidad de protección como una intrusión, su declaración de protección como una intolerable arrogancia.
—Te equivocas, Philippe. No eres una solución. Tú eres un problema para mí.
Él la miró, estupefacto.
—¿Qué te pasa?
Ella hablaba mirando al vacío, los ojos muy abiertos como si estuviese leyendo un gran libro, el gran libro de las verdades.
—Estás casado. Con mi hermana. Pronto te marcharás a Londres; antes de eso, irás a ver a Iris, es tu mujer, es normal, pero también es mi hermana, y eso, eso no es normal.
—¡Joséphine! ¡Para!
Ella le hizo una señal para que callara y continuó:
—Nada será nunca posible entre nosotros. Estábamos soñando. Hemos vivido un cuento, un cuento de Navidad, pero… Acabo de bajar de nuevo a la realidad. No me preguntes cómo porque no lo sé.
—Pero… estos últimos días parecías…
—Estos últimos días estaba soñando… Acabo de comprenderlo… ahora.
¿Así que eso era, esa infelicidad que había sentido abatirse sobre ella con un negro tijeretazo? Debía renunciar a él y cada palabra que cortaba su relación era una cuchillada en pleno corazón. Ella dio un paso atrás, luego otro y declaró:
—¡Atrévete a contradecirme! Ni siquiera tú puedes cambiar eso. Iris estará siempre entre nosotros.
Él la miraba como si la viese por primera vez, como si nunca hubiese visto a esa Joséphine, dura y decidida.
—No sé qué decir. Quizás tengas razón… Quizás estés equivocada…
—Mucho me temo que tengo razón.
Se había alejado de él y le contemplaba, los brazos cruzados sobre el pecho.
—Prefiero sufrir ahora mismo. De golpe… en vez de perecer a fuego lento.
—Si eso es lo que quieres…
Ella asintió con la cabeza en silencio, se abrazó el pecho con fuerza, para evitar que sus brazos se tendiesen hacia él. Dio otro paso atrás, y otro. Al mismo tiempo suplicaba, va a protestar, a hacerme callar, a taparme la boca, a decir que estoy loca, mi loca querida, mi loca que quiero, mi loca que vuela, mi loca por qué dices eso, mi loca recuerda. Él la miraba, inmóvil, con la mirada sombría, y en esa mirada se reflejaban sus últimos días juntos, los dedos que se rozaban bajo una mesa, las manos que se entrelazaban en la penumbra de un pasillo, las caricias robadas al coger un abrigo, al sostener una puerta, al recoger las llaves, besos murmurados con la punta de los labios y el largo, largo beso contra la barra del horno, el sabor a ciruela negra, a relleno, a armagnac… Las imágenes pasaban como una película muda en blanco y negro por su mirada y ella podía leer su historia en sus ojos. Después él parpadeó, la película se detuvo, se pasó la mano por el pelo como para prohibirse posarla sobre ella y, sin decir nada, sonrió. Se detuvo un instante en el umbral, dispuesto a añadir algo, pero cambió de opinión y cerró la puerta al salir.
Le oyó llamar a su hijo:
—Alex, cambio de planes, volvemos a casa.
—¡Pero no han terminado Los Simpson, papá! ¡Sólo faltan diez minutos!
—¡No! ¡Ahora! Coge tu abrigo…
—¡Diez minutos, papá!
—Alexandre…
—¡Jo, qué fastidio!
—¡Alexandre!
Su voz había subido de tono. Imperiosa, ruda. Joséphine sintió un escalofrío. No conocía esa voz. No conocía a ese hombre que daba órdenes y esperaba que le obedecieran. Escuchó el silencio que siguió, aguzó el oído, esperó que la puerta se abriese, que volviera, que dijera, Joséphine…
La puerta de la cocina se entreabrió. Joséphine se echó hacia delante.
Alexandre asomó la cabeza.
—¡Adiós, Jo! —soltó sin mirarla.
—Adiós, cariño.
Oyó cerrarse la puerta de la entrada. Y la voz de Zoé gritar: «Pero ¿por qué se van? No han terminado Los Simpson».
Joséphine se mordió el puño para no gritar su pena.
* * *