Iris se despertó oprimida por una ansiedad que hormigueaba por todo su cuerpo, y la mantenía tumbada, aplastada. Era 16 de agosto. Él había dicho quince días. Instaló el teléfono sobre la almohada y esperó.
Él no llamaría enseguida. Esa época había terminado. Ella era consciente de que había franqueado un límite imperdonable llamándole mentiroso. ¡En público, además! ¡Ay! La mirada extrañada del camarero del bar cuando había gritado: «¡Mentiroso!, ¡es usted un mentiroso!». Hervé no se lo perdonaría fácilmente. Ya había impuesto los quince días de silencio. Y habría otras correcciones.
¿Y qué me importa? Ese hombre me enseña a amar. Me doma de lejos, en silencio. Un estremecimiento de placer crepitó entre sus piernas, y se acurrucó para que continuara ardiendo en su bajo vientre. ¿Así que esto es el amor? Esa herida fulgurante que dan ganas de morir… Esa espera deliciosa en el que una no sabe quién es, en la que tiendes la nuca, dócil cuando te ponen lar riendas, te tapan los ojos, te conducen al poste de la abnegación. Iré hasta el final con él. Le pediré perdón por haberle insultado. Él intentaba guiarme por el camino del amor, y yo pataleaba como una niña mimada. Yo reclamaba un juramento, un beso, mientras que él me hacía entrar en un recinto sagrado. No había entendido nada.
Miraba fijamente el teléfono y suplicaba para que sonara. Diré… Debo cuidar mis palabras para no ofenderle y que comprenda que me rindo. Diré, Hervé, le he esperado y he comprendido. Haga de mí lo que quiera. No pido nada, sólo el peso de sus manos sobre mi cuerpo, moldeándome como un montón de arcilla. Y si pido demasiado, ordéneme esperar y esperaré. Permaneceré enclaustrada y bajaré los ojos cuando aparezca. Beberé si lo ordena, comeré si lo manda, me purificaré de mis cóleras inútiles, de mis caprichos de niña pequeña.
Suspiró con una alegría tan intensa que creyó desfallecer.
Él me ha enseñado el amor. Esa felicidad imborrable que yo buscaba acumulando, mientras que al contrario debía entregarme, darme, dejarlo todo… Él me ha dado un lugar en la vida. Voy a levantarme, a ponerme mi vestido marfil, ese que él me compró, ponerme una cinta en el pelo, y a quedarme sentada, cerca de la puerta, esperándole. No llamará por teléfono. Llamará a la puerta. Abriré, la mirada gacha, el rostro limpio de toda prisa, y le diré…
Se acercaba la hora de la verdad.
Se pasó todo el día esperando oír sus pasos, levantando el teléfono, comprobando si funcionaba.
No vino esa noche.
Al día siguiente, llamó Iphigénie.
—¿No está aquí, la señora Cortès?
—Se ha marchado a descansar.
—¡Ah! —dijo Iphigénie, decepcionada.
—El edificio debe de estar vacío —dijo Iris, intentando animar el diálogo.
—Sólo están usted y el señor Lefloc-Pignel que volvió ayer por la tarde.
El corazón de Iris dio un salto. Había vuelto. Iba a llamar. Cerró la puerta y se apoyó contra el quicio, agotada de alegría. Prepararme, prepararme. No dejar que nadie se inmiscuya entre nosotros.
Llamó a Iphigénie por la escalera, y le anunció que se marchaba unos días a casa de una amiga, que guardase, pues, el correo en la portería. Iphigénie se encogió de hombros y le deseó «felices vacaciones, le sentarán bien».
El frigorífico estaba lleno, no necesitaría salir.
Se duchó, se puso el vestido marfil, se ató el pelo, se quitó el barniz de las uñas y esperó. Se pasó el día esperándole. No osó poner el sonido de la tele demasiado fuerte, por miedo a no escuchar el timbre del teléfono o los tres golpes sobre la puerta. Sabe que estoy aquí. Sabe que le espero. Me está haciendo esperar.
Al final de la tarde se abrió una lata de raviolis. No tenía hambre. Bebió una copa, dos para darse valor. Creyó escuchar música en el patio. Abrió la ventana, oyó el sonido de una ópera. Y después su voz… Hablaba de negocios por teléfono. Estoy estudiando el dossier de la fusión… Se estremeció, cerró los ojos. Va a venir. Va a venir.
Le esperó toda la noche, sentada cerca de la ventana. La ópera cesó, la luz se apagó.
No había venido.
Lloró, sentada sobre la silla con su hermoso vestido marfil. No debo ensuciarlo. Mi hermoso vestido de novia.
Terminó la botella de vino tinto y se tomó dos Stilnox.
Fue a acostarse.
Él le había hecho saber que había vuelto poniendo la música muy alta.
Ella le había hecho saber que se sometería no bajando a llamar a su puerta.
* * *
La primera noche, Joséphine durmió en uno de los sofás del salón. La casa estaba devastada y los dormitorios no tenían techo. Tumbada desde la cama, se veía el cielo negro y cargado, rayos como cañonazos y trazos de lluvia. Por la noche la despertó un trueno y Du Guesclin empezó a aullar.
Contó uno, dos, para ubicar la presencia de la tormenta, y tuvo tiempo de llegar hasta tres cuando un rayo iluminó el parque. Se oyó un crujido terrible, el ruido de un árbol que se derrumba. Corrió hasta la ventana y vio el gran roble ante la casa abatirse sobre su coche. El coche se dobló en dos con un ruido terrible de metal aplastado. ¡Mi coche! Se precipitó hasta el interruptor. No había luz. Otro rayo estalló en el cielo negro y tuvo tiempo de verificar que su coche había quedado completamente aplastado.
Al día siguiente, llamó al señor Fauvet. La mujer del techador le contestó que su marido estaba desbordado.
—Todas las casas del país han sido afectadas. ¡No sólo la de usted! Se pasará durante la mañana.
Esperaría. Dispuso barreños para recoger el agua que caía en algunas partes. Hortense llamó. Mamá, me voy a Saint-Tropez, me han invitado unos amigos. Cómo me he aburrido en Korcula. Mamá, ¡ya no me gustan los ricos! No, bromeo. Me gustan los ricos inteligentes, brillantes, modestos, cultos… Existen, ¿tú crees?
Llamó Zoé, la cobertura era tan mala que no entendía la mitad de las sílabas. Escuchó todo va bien, ya no me queda batería, te quiero, me quedo una semana más, Philippe está de ac…
De acuerdo, murmuró al silencio que siguió a la llamada.
Fue hasta la cocina, abrió los armarios, sacó un paquete de biscotes y confitura. Pensó en el congelador y en todo lo que iba a echarse a perder. Debería llamar a Iris, preguntarle lo que debo hacer.
Llamó a Iris. Le hizo un resumen de la situación lo menos alarmante posible, pero señaló la falta de electricidad y el problema del congelador.
—Haz lo que quieras, Jo. Si supieses lo poco que me importa…
—¡Se va a echar todo a perder!
—No es un drama —respondió Iris con voz cansina.
—Tienes razón. No te preocupes, me haré cargo. ¿Y tú, estás bien?
—Sí. Ha vuelto… ¡Soy tan feliz, Jo, tan feliz! Creo que descubro, por fin, lo que es el amor. Toda mi vida he esperado este momento y ya está, ya ha llegado. Gracias a él. Te quiero, Jo, te quiero.
—Yo también te quiero, Iris.
—No siempre he sido buena contigo…
—¡Oh, Iris! No es tan grave, ¿sabes?
—No he sido buena con nadie, pero creo que esperaba algo grande, muy grande, y que por fin lo he encontrado. Estoy aprendiendo. Me despojo poco a poco. ¿Sabes que ya no me maquillo? Un día me dijo que no le gustaban los artificios, y me borró el carmín con el dedo. Me preparo para él…
—Me siento feliz de que estés feliz.
—¡Ay, Jo, tan feliz…!
Tenía la voz pastosa, arrastraba las sílabas, se saltaba otras. Ha debido de estar bebiendo, ayer noche, se dijo Joséphine, desolada.
—Te llamaré mañana para tenerte al corriente.
—No vale la pena, Jo, ocúpate de todo, confío en ti. Déjame vivir mi amor. Siento como si estuviese mudando una vieja piel… Debo estar sola, ¿lo entiendes? Tenemos muy poco tiempo para estar juntos. Quiero aprovecharlo plenamente. Quizás vaya a instalarme a su casa…
Lanzó una risita de chiquilla. Joséphine pensó en el dormitorio austero, en el crucifijo, en santa Teresa de Lisieux y en los mandamientos de la esposa perfecta. No la llevaría a su casa.
—Te quiero, mi hermanita querida. Gracias por haber sido tan buena conmigo…
—¡Iris! ¡Para, que me vas a hacer llorar!
—¡Al contrario, alégrate! Esto es nuevo para mí, este sentimiento…
—Lo comprendo. Sé feliz. Me voy a quedar aquí. ¡Tengo mucho trabajo por delante! Hortense y Zoé no vuelven hasta dentro de diez días. ¡Aprovecha! ¡Aprovecha!
—Gracias. Y sobre todo no intentes llamarme… No responderé.
* * *
Al día siguiente por la noche, Iris escuchó una ópera, y después su voz al teléfono. Reconoció El trovador y canturreó un aria, sentada en su silla, con su hermoso vestido marfil. Marfil, torre de marfil. Los dos estamos en nuestra torre de marfil. Pero, pensó dando un salto ¿acaso cree que me he marchado? ¿O que sigo enfadada? ¡Sí, claro! Y además, no es él quien debe venir a mí, soy yo la que debe ir hasta él. Con arrepentimiento. Él no sabe que he cambiado. No puede imaginárselo.
Bajó. Llamó tímidamente. Él abrió, frío y majestuoso.
—¿Sí? —preguntó como si no la viera.
—Soy yo…
—¿Quién es yo?
—Iris…
—No basta.
—Vengo a pedirle perdón.
—Eso está mejor…
—Perdón por haberle llamado mentiroso…
Avanzó hacia el quicio de la puerta. Él la rechazó con el dedo.
—He sido frívola, egoísta, colérica… Durante estos quince días a solas, ¡he comprendido tantas cosas!, ¿sabe usted?
Ella tendió los brazos hacia él en ofrenda. Él se echó hacia atrás.
—¿Me obedecerá usted a partir de ahora, en todo y para todo?
—Sí.
Le hizo una señal para que entrase. La detuvo inmediatamente cuando ella pretendió dirigirse hasta el salón. Cerró la puerta.
—He pasado unas vacaciones muy malas por culpa suya… —dijo.
—Le pido perdón… ¡He aprendido tantas cosas!
—¡Y todavía tiene muchas que aprender! No es usted más que una niña egoísta y fría. Sin corazón.
—Quiero aprenderlo todo de usted…
—¡No me interrumpa cuando hablo!
Ella se dejó caer sobre una silla, azotada por su tono autoritario.
—¡De pie! No he dicho que se siente.
Ella se levantó.
—Ahora me obedecerá si desea usted seguir viéndome…
—¡Lo deseo! ¡Lo deseo! ¡Tengo tantas ganas de usted!
Él dio un salto hacia atrás, asustado.
—¡No me toque! Soy yo quien decide, ¡yo quien da la autorización! ¿Quiere usted pertenecerme?
—¡Con todas mis fuerzas! No vivo más que con esa esperanza. He comprendido tanto…
—¡Cállese! Lo que haya usted comprendido en su pequeño cerebro de mujer fútil no me interesa. ¿Lo entiende?
El pequeño estremecimiento de placer volvió a crepitar entre sus piernas. Bajó los ojos, avergonzada.
—Escuche y repita conmigo…
Ella asintió con la cabeza.
—Va usted a aprender a esperarme…
—Voy a aprender a esperarle.
—Va usted a obedecerme en todo y para todo.
—Le obedeceré en todo y para todo.
—¡Sin hacer preguntas!
—Sin hacer preguntas.
—Sin interrumpirme nunca.
—Sin interrumpirle nunca.
—Yo soy el amo.
—Es usted el amo.
—Usted es mi criatura.
—Yo soy su criatura.
—No pondrá usted ninguna objeción.
—No pondré ninguna objeción.
—¿Está usted sola o acompañada?
—Estoy sola. Sabía que iba usted a volver y he alejado a Joséphine. Y también a las niñas.
—Perfecto… ¿Está usted dispuesta a recibir mi ley?
—Estoy dispuesta a recibir su ley.
—Va usted a pasar un periodo de purificación con el fin de desembarazarse de sus demonios. Se quedará en casa respetando estrictamente las consignas. ¿Está dispuesta a escucharlas? Haga una señal con la cabeza, y a partir de ahora baje la mirada cuando esté en mi presencia, no la levantará hasta que yo se lo ordene…
—Es usted mi amo.
Él la golpeó con todas sus fuerzas. La cabeza de Iris rebotó sobre su hombro. Se llevó la mano a la mejilla, él la cogió del brazo y se lo torció.
—No le he dicho que hable. ¡Cállese! ¡Yo doy las órdenes!
Ella asintió. Sintió cómo se le hinchaba la mejilla y ardía. Sintió ganas de acariciarse la escocedura. El estremecimiento estalló de nuevo entre sus piernas. Estuvo a punto de tambalearse de placer. Agachó la cabeza y susurró:
—Sí, amo.
Él permaneció silencioso como si la examinara. Ella no se movió, permaneció con la mirada gacha.
—Va usted a subir a su habitación y a vivir enclaustrada el tiempo que yo decida y siguiendo un horario que yo le daré. ¿Acepta usted mi ley?
—La acepto.
—Se levantará cada mañana a las ocho, irá a lavarse cuidadosamente, por todas partes, por todas partes, debe estar limpio hasta lo más recóndito, lo comprobaré. Después se arrodillará, pasará revista a todos sus pecados, los escribirá en un papel que yo recogeré. Después, rezará sus oraciones. Si no tiene usted libro de oraciones, le prestaré uno… ¡responda!
—No tengo libro de oraciones —dijo ella con la mirada gacha.
—Le prestaré uno… Después hará la casa, lo limpiará todo perfectamente, lo hará de rodillas, las manos en la lejía, el buen olor a lejía que elimina todos los gérmenes, frotará usted el suelo ofreciendo su trabajo a la misericordia de Dios, le pedirá perdón por su antigua vida disoluta. Seguirá ocupándose de la casa hasta las doce. Si debo pasar, no quiero ni rastro de suciedad, ni rastro de polvo o será castigada. A las doce, tendrá usted derecho a comer una loncha de jamón y arroz blanco. Y beberá agua. No quiero ningún alimento de color ¿soy lo bastante claro? Diga sí si lo ha comprendido… —Sí.
—Por las tardes, leerá su libro de oraciones, de rodillas durante una hora, después lavará la ropa, planchará, limpiará los cristales, lavará las cortinas, los visillos. Quiero que todo esté vestido de la forma más sencilla posible. De blanco. ¿Tiene usted un vestido blanco? —Sí.
—Perfecto, lo llevará todo el tiempo. Por la noche lo lavará y lo dejará secar sobre una percha en la bañera para que esté lista para ponérselo por la mañana. No soporto los olores corporales. ¿Está claro? Diga sí.
—Sí.
—Sí, amo.
—Sí, amo.
—El pelo recogido hacia atrás, sin joyas, ni maquillaje, trabajará mirando al suelo, todo el tiempo… Puedo llegar a cualquier hora del día y si la sorprendo desobedeciendo, será usted castigada. Le infligiré un castigo que elegiré cuidadosamente para curarla de sus vicios. Por la noche repetirá la misma comida. No toleraré nada de alcohol. No beberá más que agua, agua del grifo. Voy a subir a hacer una inspección y a tirar todas las botellas… porque usted bebe. Es usted una alcohólica. ¿Es usted consciente de ello? ¡Responda!
—Sí, amo.
—Por la noche, esperará sentada sobre una silla, por si quiero subir a realizar una visita de inspección. En la oscuridad más completa. No quiero ninguna luz artificial. Vivirá a la luz del día. No hará ningún ruido. Ni música, ni televisión, ni tararear canciones. Susurrará sus oraciones. Si no aparezco, no se quejará. Permanecerá en silencio sobre su silla meditando. Tiene usted mucho que hacerse perdonar. Ha llevado usted una vida sin interés, únicamente centrada en usted. Es usted muy hermosa, ¿sabe?… Ha jugado usted conmigo y yo he caído en sus redes. Pero me he liberado. Ese tiempo ha terminado. Atrás. No he dado permiso para que se acerque…
Ella dio un pasito hacia atrás y, de nuevo, una sacudida eléctrica recorrió su bajo vientre. Agachó la cabeza para que él no percibiera que sonreía de placer.
—Al menor desvío, habrá represalias. Estaré obligado a pegarla, a castigarla y pensaré en el castigo que le haga daño físico, es necesario, es necesario, y moral… Debe usted ser rebajada después de haberse pavoneado como una niña orgullosa.
Ella cruzó las manos a su espalda, permaneció con la cabeza gacha.
—Esté lista para mis visitas intempestivas. Olvidé decírselo, la encerraré para estar seguro de que no se escape. Me dará su juego de llaves jurándome que no existe otro disponible. Todavía está usted a tiempo de retirarse de este programa de purificación. No le impongo nada, debe decidir libremente, reflexione y diga sí o no…
—Sí, amo. Me doy a usted.
Él la golpeó con el dorso de la mano como si la barriera.
—No ha reflexionado. Se ha precipitado en su respuesta. La velocidad es la forma moderna del demonio. He dicho: ¡reflexione!
Ella bajó los ojos y permaneció en silencio. Después murmuró:
—Estoy dispuesta a obedecerle en todo, amo.
—Está bien. Es usted enmendable. Está en el camino de la rehabilitación. Ahora subiremos a su casa. Subirá cada escalón con la cabeza agachada, las manos en la espalda, lentamente, como si trepase por la montaña del arrepentimiento…
La hizo pasar delante, cogió una fusta colgada de la pared de la entrada y le azotó las piernas para hacerla avanzar. Ella se estremeció. La azotó de nuevo y le ordenó no manifestar ninguna pena, ningún dolor cuando la golpeaba. En el piso de Joséphine, vació todas las botellas en la pila con una risa malvada. Hablaba consigo mismo con voz nasal y repetía el vicio, el vicio está por todas partes en el mundo moderno, ya no hay límites al vicio, hay que limpiar el mundo, librarlo de todas las impurezas, esta mujer impura va a purificarse.
—Repita conmigo, no volveré a beber.
—No volveré a beber.
—No he escondido botellas para beberías a escondidas.
—No he escondido botellas para beberías a escondidas.
—En todo, obedeceré a mi amo.
—En todo, obedeceré a mi amo.
—Es suficiente por esta noche. Puede ir a acostarse…
Ella se echó hacia atrás para dejarle pasar, le tendió su juego de llaves que él se metió en el bolsillo.
—Recuerde, puedo aparecer en cualquier momento y si el trabajo no está hecho…
—Seré castigada.
La golpeó de nuevo y ella dejó escapar una queja. Había golpeado tan fuerte que su oído resonaba.
—¡No tiene derecho a hablar si yo no lo autorizo!
Ella lloró. Él la golpeó.
—Son lágrimas falsas. Pronto derramará lágrimas auténticas, lágrimas de alegría… Bese la mano que la castiga.
Ella se inclinó, besó delicadamente la mano, osando apenas rozarla.
—Está bien. Voy a poder hacer algo con usted, creo. Aprende pronto. Durante el tiempo de purificación se vestirá de blanco. No quiero ver ni un resto de color. El color es derroche.
La agarró del pelo y lo echó hacia atrás.
—Baje la mirada para que la inspeccione.
Pasó un dedo sobre su rostro desmaquillado y se sintió satisfecho.
—¡Se diría que ha empezado usted a comprender!
Se rio.
—Le gusta a usted la mano dura, ¿verdad?
Se acercó a ella. Le cogió los labios para verificar la limpieza de los dientes. Quitó un resto de comida con la uña. Ella percibía su olor a hombre fuerte, poderoso. Está bien, pensó, que así sea. Pertenecerle. Pertenecerle.
—Si me obedece usted en todo, si se vuelve pura como debe serlo cada mujer, nos uniremos…
Iris ahogó un pequeño grito de placer.
—Caminaremos juntos hacia el amor, el único, el que debe ser sancionado por el matrimonio. En el momento en que yo lo decida… Y será mía. Diga, lo quiero, lo deseo y bese mi mano.
—Lo quiero, lo deseo…
Y le besó la mano. Él la envió a acostarse.
—Dormirá con las piernas cerradas para que no penetre ningún pensamiento impuro. A veces, si se porta mal, la ataré. ¡Ah! Lo olvidaba, dejaré a las ocho en punto, cada mañana, las lonchas de jamón blanco y el arroz blanco que deberá cocer. Sólo comerá eso. Es todo. Vaya a acostarse. ¿Sus manos están limpias? ¿Se ha lavado usted los dientes? ¿Su camisón está listo?
Ella sacudió la cabeza. Él le pellizcó violentamente la mejilla, ella ahogó un grito.
—Responda. No admitiré ninguna excepción a la regla o lo pagará.
—¡No, amo!
—Vaya a hacerlo. Esperaré. Dese prisa…
Lo hizo. Él se volvió de espaldas para no verla desnudarse.
Ella se metió en la cama.
—¿Tiene usted un camisón blanco?
—Sí, amo.
Él se acercó la cama y le acarició la cabeza.
—¡Ahora duerma!
Iris cerró los ojos. Oyó cómo cerraba la puerta y giraba la llave en la cerradura.
Estaba prisionera. Prisionera del amor.
* * *
Dos veces al día, Joséphine llamaba al señor Fauvet y hablaba con la señora Fauvet. Insistía, decía que a cada borrasca volaban tejas nuevas, que era peligroso, que la casa se llenaba de agua, que pronto se agotaría la batería de su móvil y no podría llamarla. La señora Fauvet decía: «Sí, sí, mi marido va a pasar…» y colgaba.
Llovía sin parar. Incluso Du Guesclin se negaba a salir. Subía a la terraza devastada, olisqueaba el viento, levantaba la pata contra las macetas de barro rotas, y bajaba suspirando. La verdad es que no hacía tiempo para dejar al perro fuera.
Joséphine dormía en el salón. Se duchaba con agua fría, desvalijaba el congelador. Se comía todos los helados, los Ben & Jerry, los Häagen-Dazs, los chocolate chocolate chips, los pralines and cream. Le daba igual engordar. Él no vendría. Miraba su cara en la cuchara, hinchaba las mejillas, se veía parecida a un cuenco de nata, se atiborraba a chocolate. Du Guesclin lamía la tapa de los botes. La miraba con devoción, movía la cadera esperando que dejara una nueva tapa. ¿Tienes novia, Du Guesclin? ¿Hablas con ella o te basta con montar sobre ella? ¡Qué cansados, ¿sabes?, qué cansados son los sentimientos! Es más simple comer, llenarse de grasa y de azúcar. Du Guesclin no ha tenido nunca esos problemas, nunca se había enamorado, penetraba a las mujeres y dejaba montones de pequeños bastardos tras él que, apenas se quitaban los pañales, partían a hacer la guerra al lado de su padre. No servía más que para eso. Para inventar estrategias y ganar batallas. ¡Con cincuenta hombres harapientos aplastaba un ejército de quinientos ingleses con armadura y catapultas! Disfrazándose de viejecita con un fardo a la espalda. ¡Te das cuenta! La viejecita se introducía en las callejuelas de la ciudad que quería invadir y, una vez en el interior, Du Guesclin sacaba su espada y atravesaba filas enteras de ingleses. En tiempo de paz, se aburría. Se había casado con una mujer culta y mayor que él, una experta en astrología. La víspera de cada batalla, ella hacía una predicción ¡y no se equivocaba nunca! Les han quitado la guerra a los hombres, y ya no saben quiénes son. En tiempos de paz, Du Guesclin daba vueltas y no hacía más que tonterías. El único problema de los helados, mi viejo Du Guesclin, es que después, te sientes ligeramente empalagada y tienes ganas de dormir, pero estás tan pesada que ni siquiera consigues conciliar el sueño, te agitas como una botella de leche y el sueño se va.
Sonó su móvil. Un mensaje de texto. Lo leyó. ¡Luca!
Lo sabe usted, Joséphine, lo sabe, ¿verdad?
No respondió. Lo sé, pero me da completamente igual. Estoy con Du Guesclin, bien abrigada bajo un techo hecho jirones, dentro de una bonita manta de lana rosa que me hace cosquillas en la nariz.
—¿Sabes?, el único problema del mundo actual es que hablamos con nuestros perros… No es normal. Te quiero mucho, mucho, pero no reemplazas a Philippe…
Du Guesclin gimió como si estuviese afligido.
Sonó el móvil, un nuevo mensaje de Luca.
¿No me responde?
No respondía. Pronto se quedaría sin batería, no quería gastar sus últimas municiones con Luca Giambelli. O más bien Vittorio.
Había encontrado en un estante una vieja edición de La prima Bette de Balzac, lo había abierto y lo había olido. El libro olía a sacristía, a tela piadosa y a papel enmohecido. Leería La prima Bette a la luz de una vela, por la noche. En voz alta. Se enrolló en la manta, acercó la vela, una hermosa vela roja que se consumía sin gotear y comenzó:
—«¿Dónde anida la pasión? A mediados de julio del año 1838, uno de esos coches recientemente puestos en circulación en las plazas de París llamados milords marchaba, por la calle de la Universidad, llevando a un hombre grueso de talla mediana, con uniforme de la guardia nacional. Entre esos muchos parisinos acusados de ser tan espirituales, se encuentran los que se creen infinitamente mejor vestidos de uniforme que con sus hábitos ordinarios, y que suponen en las mujeres gustos bastante depravados, para imaginar que se sentirán favorablemente impresionadas por el aspecto de una boina con crin o por el arnés militar…». Ya ves, Du Guesclin, ahí reside el arte de Balzac, ¡nos describe la ropa de un hombre y entramos en su alma! ¡Detalles, más detalles! Pero para recopilar detalles, hay que invertir tiempo, saber perderlo, dejar que pase para poder dar con una palabra, una imagen, una idea. Ya no se escribe como Balzac hoy en día, porque ya no se pierde el tiempo. Se dice «huele bien», «hace bueno», «hace frío», «va bien vestido», sin buscar las palabras que se adaptarían como guantes y que mostrarían indirectamente que hace bueno, que huele bien, y que un hombre es apuesto.
Dejó el libro y reflexionó. Quizás debí hablar de Luca con Garibaldi. Lo hubiera añadido a su lista de sospechosos. Me equivoqué. ¡Me puse en contra suya y evité informarle del más amenazador de todos! Subió la manta, juntó los largos pelos de mohair rosa en un mechón recto y retomó el libro. La interrumpió una nueva llamada. Un tercer mensaje.
Sé dónde está usted, Joséphine. Respóndame.
Su corazón empezó a latir con fuerza. ¿Y si fuera verdad?
Intentó llamar a Iris. En vano. Debía de estar cenando con el hermoso Hervé. Verificó que todas las puertas estaban cerradas. Las ventanas, los grandes ventanales acristalados con vidrio grueso, y con certificados antichoque. Pero ¿y si entraba por el tejado? Hay aberturas por todos lados. Basta con escalar la fachada y colarse por un balcón. Voy a apagar la vela. No sabrá que estoy aquí. Sí pero… verá el coche aplastado bajo el árbol.
Y después siguió un ametrallamiento de mensajes. «Estoy de camino, ya llego», «Responda, ¡está usted volviéndome loco!», «Esto no terminará así», «Me acerco y ya no se hará la lista». «¡Zorra! ¡Zorra!», «Estoy en Touques». ¡En Touques! Lanzó una mirada alarmada a Du Guesclin, que no se movía. Con la cabeza apoyada en las patas, esperaba a que ella retomara su lectura o abriese un nuevo bote de helado. Corrió hasta la ventana para escrutar el parque en la noche. Ha debido de enterarse por la portera de que estaba aquí, ella se lo ha contado, él tiene miedo de que manifieste a toda la universidad francesa que él es ese hombre ridículo que se muestra en slip en los carteles publicitarios. O sabe que he ido a ver a Garibaldi…
Voy a llamar a Garibaldi…
Sólo tengo el número de su despacho…
Intentó llamar de nuevo a Iris. Escuchó el contestador.
Una nueva señal, un nuevo mensaje.
El parque es hermoso, el mar tan cercano. Vaya hasta la ventana, me verá usted. Prepárese.
Se acercó a la ventana, se apoyó temblando en el borde, echó un vistazo fuera. La noche era tan negra que sólo veía sombras gigantes que se movían, animadas por el viento. Arboles balanceando, ramas que se rompen, una borrasca que arrancaba las hojas que caían en remolinos… Todas habían sido apuñaladas. En el corazón. Una mano que te rodea el cuello, aprieta, aprieta, te mantiene inmovilizada y la otra que hunde el cuchillo. La noche que fui agredida, él quería hablarme, «tengo que hablar con usted, Joséphine, es importante». Quería confesarse, pero no tuvo el valor, prefirió eliminarme. Me dio por muerta. No volvió a llamarme durante dos días. Yo le había dejado tres mensajes en el móvil. Él no respondía.
Y su indiferencia cuando se encontraron al borde del lago. Su frialdad cuando le conté la agresión. Se preguntaba simplemente cómo había podido escapar… Es la única cosa que le preocupaba. ¡Eso no se sostiene! ¿La señora Berthier, esa Bassonnière, la camarera? Ellas no le conocían. ¿Y tú qué sabes? ¿Qué sabes de su vida? La Bassonnière sabía más que tú.
Temblaba tanto que no conseguía alejarse de la ventana. Va a entrar, va a matarme, Iris no responde, Garibaldi no sabe nada, Philippe ríe en un pub con Dottie Doolittle, voy a morir sola. Mis niñas, mis niñas…
Gruesas lágrimas cayeron sobre sus mejillas. Se las secó con el dorso de la mano. Du Guesclin enderezó la oreja. ¿Había oído algo? Se puso a ladrar.
—¡Cállate, cállate! ¡Va a saber que estamos aquí!
Ladraba cada vez más fuerte, giraba en el salón, se incorporó frente a la ventana y posó sus patas contra el cristal.
—¡Para! Nos va a ver…
Se arriesgó a mirar fuera, percibió un coche que avanzaba por el camino, los faros encendidos. Eso produjo el efecto de un proyector de luz sobre la habitación y ella se agachó en el suelo. ¡Dios mío! ¡Dios mío! Papá, protégeme, protégeme, no quiero sufrir, haz que me mate enseguida, haz que no me duela, tengo miedo, ¡ay! Tengo miedo…
Du Guesclin ladraba, resoplaba, se golpeaba en la oscuridad con los muebles del salón. Joséphine encontró el valor para levantarse y buscó un lugar donde esconderse. Pensó en el lavadero. La puerta era gruesa, y tenía cerradura. ¡Ojalá me quede algo de batería! Voy a llamar a Hortense. Ella sabrá qué hacer. Nunca pierde la calma, ella me dirá, mamá, no te preocupes, yo me ocupo de todo, yo llamo a la policía, lo principal, en estos casos, es sobre todo no demostrar que tienes miedo, intentar esconderte y si no lo consigues, hablarle, distraerle, háblale con calma, mantenle ocupado, mientras llega la policía… Iba a llamar a Hortense.
Se dirigió, siempre a cuatro patas, hacia el cuarto de lavar. Du Guesclin permanecía ante la puerta de entrada, la frente baja, con los cuartos hacia delante, como si fuera a cargar contra el adversario.
Ella susurró: «Venga, nos batimos en retirada», pero él permaneció inmóvil, amenazador, echando espuma por la boca, el pelo erizado.
Escuchó pasos sobre la grava. Pasos firmes. El hombre avanzaba, seguro de sí mismo, convencido de encontrarla allí. El hombre se acercaba. Escuchó una llave girar en la puerta. Un cerrojo, dos cerrojos, tres cerrojos…
Sonó una voz fuerte:
—¿Hay alguien?
Era Philippe.
* * *
Una mañana, Iris se despertó y le encontró de pie al lado de la cama. Se sobresaltó. ¡No había oído el despertador! No levantó el brazo para protegerse del golpe de fusta que iba a sancionar su falta. Bajó los ojos y esperó.
Él no le pegó. No comentó la menor falta a la regla. Dio una vuelta alrededor de la cama, levantó la fusta, azotó el aire y declaró:
—Hoy no comerá. He colocado dos lonchas de jamón blanco y arroz sobre la mesa, pero no tiene usted derecho a tocarlo. Las lonchas son grandes. Es jamón blanco de buena calidad, dos buenas lonchas gruesas, aromáticas cuyo olor vendrá a tentarla. Pasará el día sobre su silla leyendo su libro de oraciones y vendré a comprobar, por la noche, que las lonchas están intactas. Está usted sucia. El trabajo es más importante de lo que pensaba. Hay que limpiar a fondo para que se convierta en una buena esposa.
Dio unos pasos. Levantó con la punta de la fusta la colcha de la cama para verificar si el suelo estaba limpio. La dejó caer, satisfecho.
—Por supuesto, habrá hecho la casa como cada mañana, pero no comerá. Tendrá derecho a dos vasos de agua. Los he dejado sobre la mesa. Deberá beberlos imaginándose la fuente que fluye y la purifica. Después, cuando haya terminado la limpieza, irá a su silla, leerá y me esperará. ¿Está claro?
Ella gimió: «Sí, amo», sintiendo el hambre que la atenazaba desde la víspera, despertarse como un animal en su vientre.
—Para verificar que ha permanecido tranquilamente estudiando su libro de oraciones, voy a darle una que aprenderá de memoria, y deberá recitarme SIN COMETER FALTAS, ya que el menor balbuceo será castigado de forma que retenga la lección. ¿Entendido?
Bajó los ojos y suspiró: «Sí, amo».
La azotó con un golpe de fusta.
—¡No lo he oído!
—Sí, amo —gritó, las lágrimas cayendo sobre su pecho.
Tomó su libro de oraciones, lo hojeó, encontró una que pareció satisfacerle, y comenzó a leerla en voz alta.
—Es un extracto de la Imitación de Cristo. Se titula De la resistencia que hay que ofrecer a las tentaciones. Usted no ha sabido nunca resistirse a las tentaciones. Este texto se lo va a enseñar.
Se aclaró la voz y comenzó:
—«No podemos estar sin aflicción ni tentaciones mientras vivimos en este mundo. Eso es lo que hace decir a Job que la vida del hombre sobre la tierra es una tentación continua. Es por eso que cada uno debería tomar precauciones contra las tentaciones a las que está sujeto, y velar en oración por temor al demonio, que no duerme nunca y que ronda a nuestro lado buscando a quién devorar, no encuentre la ocasión de sorprendernos. No hay hombre tan perfecto y tan santo que no haya tenido a veces tentaciones y no podemos sentirnos completamente exentos de ellas. Sin embargo, aunque esas tentaciones sean enojosas y rudas, son a menudo de una gran utilidad, porque sirven para humillarnos, purificarnos, instruirnos. Todos los santos han pasado por grandes tentaciones y duras pruebas y han encontrado en ellas sus enseñanzas…».
Leyó mucho rato, con voz monocorde, y después dejó el libro sobre la colcha de la cama y declaró:
—Quiero oírselo recitar de memoria, con toda la humildad y el cuidado por mí exigidos, esta noche, cuando venga a visitarla.
—Sí, amo.
—¡Bese la mano del amo!
Ella besó su mano.
Él se dio la vuelta y la dejó, muerta de hambre, de dolor, inerte bajo las sábanas blancas. Lloró mucho tiempo, con los ojos muy abiertos, sin moverse, sin protestar, los brazos a lo largo del cuerpo, las manos abiertas bajo la manta. Ya no tenía más fuerzas.
* * *
—¡Jo! La puerta está bloqueada. ¡No consigo abrirla!
—Philippe… ¿Eres tú?
Había dejado los faros del coche encendidos, pero ella no estaba segura de reconocerle en la negra noche.
—¿Estás encerrada?
—¡Oh, Philippe! ¡Tengo tanto miedo! Creí que…
—¡Jo! Intenta abrirme…
—Dime que eres tú…
—¿Por qué? ¿Estás esperando a alguien más? ¿Molesto? Lanzó una risita. Ella respiró, aliviada. Era él. Se echó sobre la puerta e intentó abrirla. Pero la puerta resistía.
—¡Philippe! ¡Ha llovido tanto que la madera se ha hinchado! Cuando llegué hacía tanto frío que he encendido la calefacción al máximo, y eso ha debido de hacer que la madera se atrancase…
—¡Que no! No es por eso…
—Sí, te lo aseguro. Además ¡no deja de llover!
—Es porque hice cambiar todas las puertas y las ventanas. Pasaba aire por todas partes, ¡estaba harto de que el calor acabara en el jardín! Están nuevas y todavía encoladas… Al principio hay que forzarlas.
—¡Pero si yo conseguí entrar!
—¡Ha debido de volverse a pegar cuando encendiste la calefacción al máximo! Inténtalo otra vez…
Joséphine hizo un nuevo intento. Verificó que las cerraduras estaban abiertas e intentó abrir la puerta.
—¡No lo consigo!
—Claro que las primeras veces, es difícil… Espera, voy a ver… Debía de haber retrocedido porque su voz se oía más lejana.
—¡Philippe! ¡Tengo miedo! ¡He recibido mensajes de Luca, viene hacia aquí, me va a matar!
—Que no… Estoy aquí ¡no puede pasarte nada!
Oía sus pasos sobre la grava, caminaba a lo largo de la casa, buscando alguna forma de entrar.
—He mandado instalar ventanas y puertas antirrobo por todas partes, ¡no hay ni una sola abertura! Esta casa es una auténtica caja fuerte…
—¡Philippe! Viene hacia aquí —repetía Joséphine, enloquecida—. Es él quien apuñala a las mujeres, ¡ahora lo sé! ¡Es él!
—¿Luca? ¿Tu antiguo novio? —preguntó Philippe con tono divertido.
—Sí, te lo explicaré, es complicado. Es como las muñecas rusas, hay muchas historias unas dentro de otras, pero estoy segura de que es él…
—¡Que no! ¡Te estás alarmando por nada! ¿Por qué iba a venir aquí? Aléjate de la puerta, voy a intentar abrirla de un empujón.
—Sí… Está loco.
—¿Te has apartado, Jo?
Joséphine dio dos pasos atrás y escuchó el ruido de un cuerpo golpeando la puerta. La puerta tembló, pero no cedió.
—¡Mierda! —gritó Philippe—. ¡No lo consigo! Voy a dar la vuelta por detrás…
—¡Philippe! —gritó Joséphine—. ¡Ten cuidado! ¡Te digo que viene hacia aquí!
—¡Jo, deja de tener miedo! ¡Te estás montando una película!
Escuchaba sus pasos en la grava. Se alejaba. Esperó mordiéndose el índice. Luca iba a llegar, iban a pelearse y ella no podría hacer nada. Sacó su móvil y pensó en llamar a los bomberos. Estaba tan nerviosa que no conseguía recordar el número. Y entonces el móvil se apagó. Sin batería.
Los pasos volvieron. Se puso en la ventana y vio a Philippe a la luz de los faros. Le hizo una señal. Él se acercó.
—No hay nada que hacer. ¡Todo está cerrado a cal y canto! Cálmate Jo —dijo poniendo su mano sobre el cristal.
Ella colocó la mano sobre la suya, tras el vidrio.
—¡Me da miedo! No te lo conté todo la última vez en Londres. No tenía tiempo, pero está loco, es violento…
Tenía que hablar alto para que él la oyese.
—¡No nos va a hacer nada! ¡Deja de tener miedo!
Volvió hacia la puerta, dio unos golpes de hombro contra la madera que no cedió. Volvió a la ventana.
—Ya ves, ni siquiera habría podido entrar.
—Sí. ¡Pasando por el tejado!
—¿En plena noche? ¡Se habría caído! Habría tenido que esperar a que se hiciese de día, y tú habrías tenido tiempo de llamar a la policía.
—¡No me queda batería!
Ella escuchó cómo se dejaba caer contra la puerta.
—Voy a tener que pasar la noche fuera…
—¡Oh, no! —gimió Joséphine.
Se sentó, ella también, contra la pesada hoja de la puerta. Rascó con la punta de un dedo como si quisiera hacer un agujero. Rascó, rascó.
—¿Philippe? ¿Estás ahí?
—¡Me voy a oxidar si paso la noche fuera!
—Las habitaciones están inundadas y casi no hay techo. Duermo en el salón sobre el sofá grande, con Du Guesclin…
—¿Es una armadura?
—Es mi guardián.
—¡Hola Du Guesclin!
—Es un perro.
—Ah…
Debió de cambiar de posición, porque oyó cómo se removía detrás de la puerta. Lo imaginó, las piernas plegadas bajo el mentón, los brazos alrededor de las rodillas, el cuello levantado. La lluvia había cesado. Ya no escuchaba el viento que silbaba entre los árboles un cántico imperioso y agudo con dos notas amenazantes.
—¿Ves? No viene —dijo Philippe al cabo de un momento.
—¡No me he inventado los mensajes! Te los mostraré…
—Hace eso para ponerte nerviosa. Está molesto o furioso porque le has abandonado, y se venga.
—Está loco, te digo. Un loco peligroso… ¡Cuando pienso que no le dije nada a Garibaldi! ¡Denuncié a Antoine y a él, le protegí! ¡Qué tonta soy, pero qué tonta soy!
—Que no… Te alarmas por nada. E incluso si viene, se encontrará conmigo y eso le calmará. Pero no vendrá, estoy seguro…
Ella le escuchaba y sentía cómo se llenaba de paz. Apoyó su cabeza contra el batiente de la puerta y respiró suavemente. Él estaba allí, justo detrás. Ella ya no tenía miedo de nada. Había venido, solo. Sin Dottie Doolittle.
—¿Jo?
Hizo una pausa y añadió:
—¿Estás enfadada conmigo?
—¿Por qué no me llamabas? —dijo Joséphine, al borde de las lágrimas.
—Porque soy un idiota…
—¿Sabes?, me da igual que tengas otras chicas. No tienes más que decírmelo. Nadie es perfecto.
—No tengo otras chicas. Me he enredado en mis emociones.
—No hay nada peor que el silencio —murmuró Joséphine—. Nos imaginamos de todo y todo se vuelve amenazador. No sabemos a qué agarrarnos, ni siquiera a un pequeño fragmento de realidad para indignarnos. Odio el silencio.
—A veces es tan práctico…
Joséphine suspiró.
—Acabas de hablar… ¿Ves?, no es complicado.
—¡Eso es porque estás detrás de la puerta!
Ella se echó a reír. Una risa que se llevó el pánico. Él estaba allí, Luca no se acercaría. Vería el coche de Philippe aparcado delante de la puerta. El suyo, aplastado debajo del árbol, y sabría que no estaba sola.
—Philippe… ¡Tengo ganas de besarte!
—Vamos a tener que esperar. La puerta no parece estar de acuerdo. Y además… No soy un hombre fácil. Me gusta hacerme desear.
—Lo sé.
—¿Llevas aquí mucho tiempo?
—Va a hacer tres días… creo. Ya no lo sé…
—¿Y llueve así desde hace tres días?
—Sí. Sin parar. He intentado localizar a Fauvet, pero…
—Me ha llamado. Viene mañana con sus obreros…
—¿Te ha llamado a Irlanda?
—Había vuelto de Irlanda. Cuando llegué al campo para llevarme a Zoé y a Alexandre, me dijeron que querían prolongar la estancia. Volví a Londres…
—¿Solo? —preguntó Joséphine volviendo a rascar la puerta.
—Solo.
—Lo prefiero así. Digo que me da igual, pero no me da realmente igual… Lo que no quiero es perderte.
—Ya no me perderás…
—¿Puedes repetirlo?
—Ya no me perderás, Jo.
—Incluso llegué a creer que te habías vuelto a enamorar de Iris…
—No —dijo Philippe tristemente—. Con Iris se acabó, y se acabó del todo. Comí en Londres con su pretendiente. Me pidió su mano…
—¿Lefloc-Pignel? ¿Estaba en Londres?
—No. Mi socio. Quiere casarse con ella… ¿Por qué Lefloc-Pignel?
—No debería decírtelo, pero me parece que está muy enamorada de él. En este momento, viven el amor perfecto en París.
—¡Iris con Lefloc-Pignel! ¡Pero si está extremadamente casado!
—Lo sé… Y sin embargo, según Iris, se aman…
—Me sorprenderá siempre. Nada se le resiste…
—Lo deseó desde que le vio.
—Nunca hubiese creído que dejaría a su mujer.
—Eso aún no ha pasado…
Quiso preguntarle si sentía pena, pero se calló. No tenía ganas de hablar de su hermana. No tenía ganas de que viniese a inmiscuirse entre ellos. Esperó a que él retomase el diálogo.
—Eres fuerte, Jo. Mucho más fuerte que yo. Creo que por eso tuve miedo y permanecí en silencio…
—¡Oh, Philippe! ¡Soy todo menos fuerte!
—Sí que lo eres. No lo sabes, pero lo eres… Has pasado por muchas más cosas que yo, y todas esas cosas te han fortalecido.
Joséphine protestó. Philippe la interrumpió:
—Joséphine, quería decirte… Quizás llegue un día en el que yo no estaré a la altura, y ese día tendrás que esperarme… Esperar a que termine de crecer. ¡Llevo tanto retraso!
Pasaron la noche hablando. Cada uno a un lado de la puerta.
* * *
Fauvet llegó por la mañana y liberó a Joséphine, que se contuvo para no saltar en los brazos de Philippe. Se acurrucó contra la manga de su chaqueta y se frotó la mejilla con ella.
Llamó a Garibaldi. Le relató el acoso del que había sido víctima, del contenido de los mensajes.
—He sentido miedo de verdad, ¿sabe?
—Y debo decirle que con razón —respondió Garibaldi con una cierta empatía en su voz—. Sola, en una gran casa aislada, con un hombre que la persigue…
Voy a caer otra vez en la trampa, pensó Joséphine, pero esta vez decidió hablar. Contó la indiferencia de Luca, su doble personalidad, sus crisis de violencia.
Él no dijo nada. Iba a colgar cuando pensó que quizás debía darle el nombre de su portera.
—Ya la hemos visto y ya lo sabemos todo —respondió Garibaldi.
—¿Ya había investigado sobre él? —preguntó Joséphine.
—Fin de la conversación, señora Cortès.
—Quiere usted decir que sabe quién es el asesino…
Había colgado. Ella volvió, pensativa, hasta Philippe y el señor Fauvet que inspeccionaban el tejado y realizaban la lista de reparaciones a realizar.
Cuando Philippe volvió a su lado ella murmuró:
—Creo que han detenido al asesino…
—¿Por eso no vino? Le arrestaron a tiempo…
Pasó un brazo sobre sus hombros y le dijo que debería olvidar. Añadió que tendría que avisar a su seguro por lo del coche.
—¿Tienes un buen seguro?
—Sí. Pero ésa es la menor de mis preocupaciones. Percibo el peligro por todas partes… ¿y si no le detuvieron a tiempo? ¿Y si nos persigue? Es peligroso, ¿sabes?…
Fueron hasta Étretat. Se encerraron en un hotel. Sólo salieron de la habitación para comer pasteles y beber té. A veces, en medio de una frase, Joséphine pensaba en Luca. En todos los misterios de su vida, en sus silencios, en la distancia que había mantenido siempre entre ambos. Ella había creído que lo hacía por amor. Y no era más que locura. ¡No! Se corrigió, una noche, estuvo a punto de hablarme, de confesármelo todo y yo hubiera podido ayudarle. Sintió un escalofrío. ¡Me he acostado con un asesino! Se despertaba sudando, se incorporaba en la cama. Philippe la calmaba diciéndole con dulzura: «Estoy aquí, estoy aquí». Ella volvía a dormirse entre lágrimas.
Llovía sin cesar. Miraban desde el fondo de la cama cómo la lluvia dibujaba largos trazos transversales al golpear contra la ventana. Du Guesclin suspiraba, cambiaba de posición y volvía a dormirse.
Decidieron volver a París sin prisas.
—¿Quieres que vayamos por carreteras secundarias? —preguntó Philippe.
—Sí.
—¿Que nos perdamos por las carreteras secundarias?
—Sí. ¡Así estaremos más tiempo juntos!
—Pero, Jo, ¡ahora pasaremos todo nuestro tiempo juntos!
—Soy tan feliz…, me gustaría atrapar a una gaviota, murmurarle mi secreto al oído y que vuele por el cielo llevándoselo…
Llovía tanto que se perdieron. Joséphine daba vueltas al mapa de carreteras en todos los sentidos. Philippe se reía y le aseguraba que no la llevaría nunca de copiloto.
—¡Pero si no se ve nada! Vamos a volver a una carretera importante ¡Qué le vamos a hacer!
Encontraron la D313, atravesaron pueblecitos que apenas atisbaban bajo el baile atareado de los limpiaparabrisas, y llegaron a un lugar llamado Le Floc-Pignel. Philippe silbó.
—¡Vaya! Es un hombre importante. ¡Tiene un pueblo con su nombre!
Avanzaban a cinco por hora. Joséphine, a través del cristal, vio una tiendecita con la fachada desconchada. En el frontón, en letras verdes casi borradas sobre un fondo blanco, se podía leer: Imprenta Moderna.
—¡Philippe! ¡Para!
Aparcó. Joséphine salió del coche y fue a inspeccionar la casa. Vio luz en el interior y le hizo una seña a Philippe para que se acercase.
—¿Cómo se llamaba? —murmuró intentando recordar las palabras de Lefloc-Pignel.
—¿Quién?
—El impresor que había recogido a Lefloc-Pignel… ¡Lo tengo en la punta de la lengua!
Se llamaba Graphin. Benoit Graphin. Era un anciano a quien la edad había vuelto extremadamente lento. Les abrió, asombrado. Les hizo entrar en una gran habitación llena de máquinas, de libros, de botes de cola, de planchas de imprenta.
—Disculpen el desorden —dijo el anciano—. Ya no tengo fuerzas para ordenar…
Joséphine se presentó y apenas pronunció el nombre de Hervé Lefloc-Pignel, los ojos del hombre se iluminaron.
—Tom —murmuró—, el pequeño Tom.
—¿Quiere usted decir Hervé?
—Yo le llamaba Tom. Por lo de Tom Pouce[27].
—Así que es verdad lo que él me contó, usted le recogió y le educó…
—Le recogí, sí. Educarle, no. Ella no me dio tiempo…
Fue a buscar una cafetera que había sobre un antiguo mueble de cocina de madera y les propuso un café. Caminaba, encorvado, arrastrando los pies. Llevaba un viejo chaleco de lana, un pantalón de pana gastado y zapatillas. Abrió una caja llena de pastas y se las ofreció. Bebía el café mojando las pastas y añadía más, hirviendo, a su taza cuando las pastas habían absorbido todo el líquido. Actuaba mecánicamente, los ojos mirando al vacío, como si ellos no estuviesen sentados frente a él.
—Discúlpenme —murmuró—. No hablo muy a menudo. Antes había gente en el pueblo, animación, vecinos, ahora se han marchado casi todos…
—Sí, lo sé —respondió Joséphine suavemente—. Me contó lo de la calle mayor, los comerciantes, su trabajo con usted…
—¿Lo recuerda? —dijo, emocionado—, ¿no lo ha olvidado? Después de todo este tiempo…
—Lo recuerda todo. Lo recuerda a usted, él le quiso, sabe.
Ella había cogido la mano deformada de Benoit Graphin entre las suyas, y la apretó sonriendo dulcemente.
Él sacó un pañuelo del bolsillo del pantalón y se secó los ojos. Intentó volver a guardar el pañuelo, temblando.
—Cuando lo conocí, no medía más que…
Tendió la mano e indicó la talla de un chiquillo.
—¿Fue hace mucho tiempo?
Levantó el brazo para indicar que ni siquiera podía contar la cantidad de años.
—Tom, el pequeño Tom… ¡Si me hubiesen dicho esta mañana que vendrían a hablarme de él!
—Él habla siempre de usted. Se ha convertido en un gran hombre, muy brillante.
—¡Oh! De eso, estaba seguro. Ya era muy inteligente… Fue el Cielo quien me lo envió, al pequeño Tom.
—¿Llamó a su puerta? —dijo Joséphine sonriendo.
—¡No fue así, no! Yo estaba trabajando…
Señaló las máquinas cubiertas de polvo tras él.
—En aquella época funcionaban. Hacían un ruido de mil demonios… Cuando oí un frenazo violento. Entonces levanté la cabeza, me acerque al escaparate y lo vi ¡Lo que vi!
Golpeó con sus dos manos en el aire como si no pudiese creerlo.
—Un coche enorme que se detuvo allí, justo delante de mí ¡y una mano de mujer que lo tiró! ¡Como quien tira un perro para librarse de él! El chiquillo se quedó allí, plantado en la calle. Con una tortuga en los brazos. Debía de tener tres o cuatro años, nunca lo supe.
—Él tampoco lo recuerda…
—Lo hice entrar. No lloraba. Abrazaba su tortuga. Pensé que ella iba a dar media vuelta y volvería a buscarle. Era una ricura. Bueno, dulce, atemorizado. No sabía decir su nombre. De hecho, al principio, no hablaba. Así que le llamé Tom. Sólo sabía cómo se llamaba su tortuga: Sophie. De aquello hace sus buenos cuarenta años, ¿sabe? ¡Es como decir en otra era! Avisé a los gendarmes, me dijeron que me lo quedara mientras tanto…
Se había roto una galleta en su taza de café. Se levantó para buscar una cuchara. Se dejó caer sobre la silla y prosiguió, empezando la pesca de la galleta:
—No decía ni mamá, ni papá. No quería decir nada. Un día, dijo sólo, quédate conmigo… Me dejó conmovido. Yo no tenía hijos. Entonces empezamos a vivir los tres, él, yo y su tortuga. Adoraba a ese animal. Y, cosa extraña, ella estaba muy unida a él. Cuando le llamaba, ella acudía. No sabía que una tortuga podía tener sentimientos. Levantaba su cabecita hacia él, él la cogía en sus brazos y avanzaba suavemente. Dormía en su cuarto. Al pie de su cama, en una caja. Me acostumbré al chiquillo y a la tortuga. Me acompañaba a todas partes. No daba un paso sin mí. Cuando trabajaba, estaba allí, cuando estaba en el jardín, él me seguía. Yo le había inscrito en el colegio del pueblo, conocía al maestro, no hizo comentarios. Los gendarmes pasaban de vez en cuando a tomar café. Decían que habría que declararlo, que quizás sus padres estaban buscándolo. Yo no decía nada, escuchaba, decía que los padres, si querían recogerlos… No era muy difícil volver y preguntar. ¿Verdad?
Joséphine y Philippe respondieron: «Sí, claro» juntos, suspendidos a los ojos velados del anciano, a la pena que venía a humedecer su mirada, a los viejos dedos mojando pastas.
—Un buen día, vimos llegar a una mujer. Una asistente social. Évelyne Lamarche. Seca, autoritaria, brusca. Tenía marcado «RV Le Floc Pignel» en la agenda, ese día. Decidió que tenía que irse con ella. ¡Así! ¡Sin preguntar nada, ni a él ni a mí! Cuando protesté, me dijo que era la ley. Y cuando hubo que encontrarle un nombre, declaró que se llamaría Hervé Lefloc-Pignel, y que lo iba a dejar en una familia de acogida. Protesté, dije que yo era su familia de acogida, ella respondió que tenía que estar inscrito en una lista, que había un montón de gente esperando niños, que yo no me había inscrito. ¡Pero bueno! ¡Yo no esperaba ningún niño!
Se secó los ojos de nuevo, dobló su pañuelo, lo guardó en el bolsillo y limpió las migas del bollo de la mesa con la manga del jersey.
—Se marchó en tres minutos. Había pasado seis años conmigo. Gritó cuando ella se lo llevó, la arañó, la mordió, le dio patadas. Ella lo tiró dentro del coche y cerró con llave. Él gritaba: «¡Abuelito! ¡Abuelito!». Así era como me llamaba. Yo no era viejo en aquella época, pero me llamaba así… Creí morir. En una noche se me quedó el pelo blanco.
Se pasó la mano por el cabello, se alisó las cejas.
—No sé lo que hicieron con él, pero allí donde lo dejaban, se escapaba. Y volvía conmigo. En aquella época a los niños no se les hacía caso, ni que decir tiene que los niños abandonados no tenían derecho a opinar. Yo le había dicho una cosa, le había dicho estudia en el colegio, es el único medio de ser libre. Y me escuchó. Siempre el primero de la clase… Un día, durante una de sus innumerables escapadas, volvió sin Sophie. En la familia donde le habían dejado, el hombre estaba loco de atar, era un antiguo paracaidista. En su casa reinaba el terror, imponía una ley salvaje. Camas impecables, limpieza del váter con cepillo de dientes, sí jefe, no jefe ¡a sus órdenes jefe! A la menor falta, le pegaba. Tenía marcas de quemaduras por todo el cuerpo. La mujer no decía nada. Cuando lloraba, ella decía: «¡Haz lo que te dice el patrón! Es él quien tiene razón. ¡Hay que aprender a trabajar y a sufrir!». Habían acogido a varios chiquillos para tener mano de obra gratis. Ella nunca se ocupaba de ellos. Nunca. Tenía una relación muy fuerte con su hombre. Debía prepararse antes de que volviera del trabajo. Se colocaba un liguero, se ponía unas medias y ropa interior seductora. Se paseaba delante de los niños en sujetador y bragas. Él volvía, la acariciaba delante de los niños ¡y les obligaba a mirar para que aprendiesen las cosas de la vida! Me contaba que los pequeños, a veces, vomitaban de lo asqueados que estaban, él decía: «Yo no. ¡Yo miro a posta, para mostrarles que no me resbala!». El hombre le había impuesto ser el primero de la clase, si no sería castigado. Un día llevó malas notas. El loco cogió a Sophie y la masacró sobre la mesa de la cocina. A golpes de martillo. Y después, hizo una cosa terrible, le obligó a tirar el cuerpo destrozado de Sophie a la basura. Debía de tener trece años. Él se lanzó contra el hombre, intentó pegarle, el hombre no tuvo ni para empezar, llegó aquí cubierto de sangre… Pues bien, ¿saben qué?
La sangre le ardía en la cara y golpeaba la mesa con el puño.
—¡La asistente social volvió a buscarle! ¡Con su carpetita, su faldita ajustada y su pequeño moño! ¡Y se lo volvió a llevar! Él odiaba a esa mujer. Cada vez que se escapaba, venía a buscarle a mi casa, le buscaba otra familia de tarados que lo acogían para que cortase la leña, trabajara en el campo, segara el césped, pintara, lijara o limpiara la fosa séptica. Apenas le daban de comer, le pegaban, pero ella decía que había que domarle. Una sádica, le digo. Me ponía enfermo. Le perdí el gusto a todo. Abandoné el taller… En 1974, Giscard fijó la mayoría de edad a los dieciocho años. Dos años más tarde, Tom aprobó el bachillerato con matrícula. Con dieciséis años justos. ¡Ni siquiera sé cómo lo hizo! Se dedicó a sus estudios como un loco. Ya casi no venía a verme… La última vez que lo vi, llegó en plena noche, con un amigo. Estaban pasablemente achispados, decían que le habían dado una lección a la zorra… Incluso me dijo: «Me he vengado, he puesto el contador a cero». Yo le dije que no se podía poner el contador a cero a base de venganza. El amigo se rio. «¡Este es idiota! No ha entendido nada». Me enfadé. Tom le pidió que se disculpara, porque yo continuaba llamándole Tom. El amigo se dio cuenta, me dijo: «No es Tom, es Hervé. ¿Por qué le llamas Tom? ¿Tienes algo contra Hervé?». Yo dije: «No, no tengo nada contra Hervé salvo que se llama Tom», y él dijo: «Bueno, pues qué casualidad porque yo también me llamo Hervé y yo también soy un niño de la asistencia social y yo también tuve a la zorra de Évelyne ocupándose de mi y fastidiándome la vida…».
—¿Se llamaba Hervé qué más? —preguntó Joséphine.
—No me acuerdo. Un apellido raro. Un apellido belga… Van no sé qué… Lo escribí en un cuaderno porque lo anoté todo después, cuando se fueron. Había tanta violencia en esa escena que lo escribí todo. A veces, cuando las cosas son demasiado violentas, las borramos de nuestra memoria, uno no quiere acordarse. Puedo buscarlo si quiere…
—Es muy importante, señor Graphin —dijo Joséphine.
—¿Le importa de verdad? —dijo alzando sus cejas blancas—. Se lo encontraré. Está en una caja… Mi caja de los recuerdos. No todo son cosas raras, ¿sabe usted?
Arrastró los pies hasta un estante, le pidió a Philippe que cogiese una caja llena de polvo.
Extrajo un cuaderno, lo abrió cuidadosamente, lo hojeó. El polvo se levantaba en ligeros copos y estornudó. Sacó de nuevo su pañuelo. Volvió al cuaderno secándose los ojos. Leyó una fecha: 2 de agosto de 1983.
—Van den Brock. Eso es, se llamaba Van den Brock. Había adoptado el apellido de su familia de acogida. Pero había permanecido dos años en un orfanato antes de que le adoptaran. Así fue como se conocieron, los dos Hervé. Nunca perdieron el contacto. Cuando vinieron, esa noche, habían decidido festejar el final de sus estudios. Debían de tener veintitrés o veinticuatro años. El alto maleducado había estudiado medicina; Tom se había licenciado en la Politécnica ¡y en muchas otras escuelas que ya no tengo fuerzas para recordar! Continuaron bebiendo toda la noche, al cabo de un momento le dije: «Pero ¿por qué has venido a verme?». Me contestó, mire, le leo la respuesta: «Es para terminar un ciclo, el ciclo de la infelicidad. Tú eres la única persona buena que he encontrado en mi vida…». El otro se había dormido sobre un banco y se quedaron los dos. Él me contó lo que había sufrido en todas sus familias, ¡había estado coleccionando locos! Se fueron por la mañana temprano. Fueron hasta París. Nunca volví a tener noticias suyas. Un día, abriendo el periódico local, me enteré de que se casaba con la hija de un banquero, Mangeain-Dupuy. La familia tiene un castillo, cerca de aquí. Iba por allí a buscar setas cuando era pequeño, siempre con miedo de que los perros de guardia le mordiesen el trasero, y nos hacíamos tortillas suculentas. Pensé que era una buena revancha…
Esbozó una pálida sonrisa y se frotó la pechera.
—No sé si ellos le acogieron bien. Llevaba el nombre de un pueblucho, a pesar de todo. No procedía de su mundo… Pero era brillante. En fin, eso era lo que decía el periódico. Hablaba también de una universidad americana, de puestos importantes que le habían ofrecido, así que ellos debieron de decidir entregarle a su hija. A mí no me invitaron a la ceremonia. Poco tiempo después, por una persona que trabajaba en el castillo, me enteré de la muerte de su primer hijo. ¡Terrible! Aplastado en un aparcamiento. Como Sophie la tortuga. Pensé, qué vida ésta, se ríe de nosotros. ¡Hacerle pasar por eso! ¡A él! Después he seguido su vida de lejos… Por los comentarios de la gente de la zona que trabajaban en el castillo, y que lo veían con su mujer y sus hijos. Se comenta que es raro, siempre muy brillante pero raro, que se enfada por nimiedades, que tiene obsesiones. Debe de ser desgraciado, ese hombre. No sé cómo se cura uno de una infancia así. ¡El pequeño Tom! Era tan gracioso cuando bailaba el vals con Sophie en el taller… Un vals muy lento para no aturdir a Sophie. Se la metía en la chaqueta, ella sacaba su cabecita y él le hablaba. Ya ven ustedes, yo nunca me he casado, nunca he tenido hijos, pero al menos no he sido infeliz.
—Así que se conocen desde la infancia… —murmuró Joséphine.
—Me han hablado a menudo de él —dijo Philippe—, ¡pero nunca me hubiese podido imaginar esa infancia! ¡Nunca!
Benoit Graphin levantó la cabeza y miró a Philippe directamente a los ojos. Su voz temblaba:
—¡Porque eso no es una infancia, por eso!
Había guardado su cuaderno, cerró la caja y meneó la cabeza en el vacío como si estuviera solo, como si ya se hubiesen marchado.
En el coche, Joséphine reflexionaba. Así que ya se conocían… Ésa era la famosa pista sobre la que profundizaba la inspectora antes de morir.
—¿Crees que tendríamos que prevenir a Iris? —dijo Joséphine—. Toda esta historia es bastante violenta…
—No te escuchará. Ella no escucha nunca. Persigue un sueño…
Hacía ocho días que se purificaba.
Ocho días que vivía recluida en el piso. Levantándose a la siete y media, cada mañana, para estar limpia cuando él viniese a dejarle la comida.
Llamaba a las ocho en punto y preguntaba: «¿Está usted levantada?», y si ella no respondía con voz alta y clara, la castigaba. Había pasado todo un día atada a su silla, por no haber oído el despertador una mañana. Había conservado su provisión de Stilnox escondida bajo el colchón y tragaba comprimidos para olvidar que ya no podía beber. Había perdido la noción del tiempo. Sabía que hacía ocho días porque él se lo recordaba. El décimo día, se casarían. Él se lo había prometido. Sería un compromiso. Un compromiso solemne.
—¿Y habrá un testigo? —había preguntado ella, los ojos bajos, las manos atadas a la espalda.
—Tendremos un testigo para los dos. Que tomará nota de nuestro compromiso antes de que se haga oficial ante los hombres…
Eso le iba bien. Esperaría. El tiempo necesario para que él tuviese todos los papeles para divorciarse. Él no hablaba nunca de divorcio sino siempre de matrimonio. Ella no hacía preguntas.
Ahora tenían una rutina. Ella ya no desobedecía y él parecía satisfecho. A veces la desataba y peinaba sus largos cabellos diciéndole palabras de amor: «Mi hermosura, mi perfección, eres sólo mía… No dejarás que se te acerque ningún hombre, ¿me lo prometes? Ese hombre con el que te vi una vez en el restaurante»… ¿Cómo lo había sabido? Estaba de vacaciones. ¿Había vuelto por un día? ¿La había seguido? Así que él la amaba, ¡la amaba! A ese hombre, ya no le dejarás acercarse, ¿verdad? Había aprendido a hablarle. No hacía nunca preguntas, no tomaba la palabra más que cuando él la autorizaba. Se preguntaba cómo lo harían cuando su mujer y sus hijos volviesen.
Por la mañana, él la despertaba. Depositaba él mismo el jamón blanco y el arroz sobre la mesa de la cocina. Ella debía estar limpia, vestida de blanco. Él pasaba un dedo por sus párpados, por su cuello, entre sus piernas. No quería olor entre sus piernas. Ella se dejaba la piel con jabón de Marsella. Ésa era la prueba más terrible: no debía traicionarse y apretaba los dientes para retener un largo gemido de placer. Pasaba un dedo sobre la pantalla de la televisión para ver si no había «polvo estático», otro por el alicatado, el parqué, por el manto de la chimenea. Parecía satisfecho cuando todo estaba limpio. Entonces él se volvía hacia ella y le rozaba la mejilla, una caricia muy suave que la hacía llorar. «¿Ves?», decía entonces, y era uno de los raros momentos en los que la tuteaba, «¿ves?, eso es el amor, cuando se da todo, cuando uno se entrega completamente, ciegamente, tú no lo sabías, no podías saberlo, vivías en un mundo tan falso… Cuando todos hayan vuelto, te alquilaré un apartamento y te instalaré allí. Estarás purificada y quizás podremos, si tu conducta es ejemplar, suavizar un poco las reglas. Me esperarás, deberás esperarme y yo me ocuparé de ti. Te lavaré el pelo, te bañaré, te daré de comer, te cortaré las uñas, te curaré cuando estés enferma y tú permanecerás pura, pura, sin que ninguna mirada de hombre te ensucie… Te daré libros para leer, libros que yo elegiré. Te volverás culta. Conocedora de cosas hermosas. Por la noche, te tumbarás con las piernas abiertas en la cama y yo me tumbaré sobre ti. Tú no deberás moverte, sólo soltar un pequeño gemido para mostrarme que sientes placer. Yo haré lo que quiera de ti y tú no protestarás nunca».
—No protestaré nunca —repetía ella levantando la voz.
Cuando encontraba un tenedor sucio sobre la mesa o granos de arroz, se enfurecía, la tiraba del pelo y gritaba: «¿Esto qué es, esto qué es? Está sucio, está usted sucia», y la golpeaba y ella se dejaba golpear. Le gustaba la angustia que precedía a los golpes, la tortura de la espera, ¿lo he hecho todo bien, voy a ser castigada o recompensada? La espera y la ansiedad llenaban su vida, cada minuto era importante, cada segundo de espera la llenaba de una felicidad desconocida, increíble. Esperaba el momento en el que le adivinaría feliz y satisfecho o, por el contrario, furioso y violento. Su corazón latía, latía, su cabeza daba vueltas. No sabía nunca. Ella se dejaba golpear, se echaba a sus pies y prometía no volver a hacerlo. Entonces él la ataba sobre la silla. Todo el día. Volvía a mediodía para hacerla comer. Ella abría la boca cuando él lo ordenaba. Masticaba cuando él lo ordenaba, tragaba cuando él lo ordenaba. A veces, parecía tan feliz que bailaban un vals en el piso. En silencio. Sin hacer ningún ruido, y era aún más hermoso. Ella apoyaba su cabeza contra él y él la acariciaba. Le daba incluso pequeños besos en el pelo y ella desfallecía.
Un día en el que ella había desobedecido, un día en que él la había atado, sonó el teléfono. No podía ser él. Él sabía que estaba atada. Había descubierto, asombrada, que no le importaba saber quién llamaba. Ya no pertenecía a este mundo. Ya no tenía ganas de hablar con los demás. No comprenderían lo feliz que era.
Por la noche, en su casa, él ponía una ópera. Abría de par en par la ventana del salón y subía mucho el volumen. Ella escuchaba sin decir nada, arrodillada cerca de la silla. A veces, él bajaba el volumen para hablar por teléfono. O con el dictáfono. Se le oía en todo el patio. No importa, decía él, están todos de vacaciones.
Y después, apagaba la luz. Apagaba la música. Se iba a acostar.
O subía silenciosamente para verificar si ella dormía bien. Ella debía acostarse con el sol. No tenía derecho a la luz. ¿Que haría usted errando en un piso oscuro?
Ella debía estar acostada, la melena extendida sobre la almohada. Las piernas cerradas, las manos en el borde de las sábanas, y debía dormir. Él se inclinaba sobre ella, verificaba que estaba durmiendo, pasaba la mano por encima de su cuerpo y ella se sentía invadida por un placer inmenso, una ola inmensa de placer, que la dejaba mojada en su cama. Ella no se movía, sólo sentía cómo el placer la inundaba. Ella no sabía, cuando él entraba en la habitación, si iba a pegarle, a despertarla, porque había dejado un papel tirado en la entrada, o si iba a decirle palabras dulces, inclinado sobre ella, susurrando. Ella tenía miedo y era tan delicioso ese miedo, que se transformaba en ola de placer.
Al día siguiente, ella se lavaba aún con más cuidado que de costumbre para que él no sintiese olor corporal, pero con sólo pensar en la víspera, volvía a mojarse. Qué extraño es, nunca había sido tan feliz y ya no tengo nada mío. Ya no tengo voluntad. Se lo he dado todo.
Sin embargo, le desobedecía: escribía su felicidad en hojas en blanco que escondía detrás de la plancha de la chimenea. Lo contaba todo. Con detalle. Y eso le hacía revivir todo el placer y todo el miedo. Quiero escribir este amor tan hermoso, tan puro para poder leerlo y releerlo y llorar lágrimas de alegría.
He recorrido más camino en ocho días que en cuarenta y siete años de vida.
Se había convertido exactamente en la que él quería que fuera.
¡Por fin feliz!, murmuraba antes de dormirse. ¡Por fin feliz!
Ya no tenía ganas de beber y mañana, dejaría los comprimidos para dormir. No echaba de menos a su hijo. Él pertenecía a otro mundo, el mundo que ella había dejado.
Y después llegó la noche en la que él vino a buscarla para esposarla.
Ella le esperaba, descalza, con su vestido marfil y el cabello suelto. Él le había pedido que esperara en la entrada, como una hermosa novia que se prepara para avanzar por la nave de la iglesia. Ella estaba lista.
* * *
Esa noche, Roland Beaufrettot estaba furioso. Roía la boquilla de la pipa, escupiendo un jugo amarillo y echando pestes contra esta sociedad de mierda, que ya no sabe contener su mierda, y deja que cada uno se ocupe de la mierda que le toca.
Le habían avisado de una banda de raperos que buscaban un campo para hacer una «refparti». ¡Ya les daría él algo para repartir! Van a dejarme el campo perdido, esos drogadictos de mierda. También le habían dicho que iban buscando sitios por la noche. Pues bien, ¡no iban a quedar decepcionados, esos degenerados! Van a encontrarse en un abrir y cerrar de ojos en el punto de mira de mi escopeta y, sin que se den cuenta, les voy a lanzar una andanada de perdigones a los bajos del pantalón, y esos niñatos van a salir corriendo con los calzones cagados de miedo.
Estos campos, estos bosques, estos claros se los conocía de memoria. Sabía por dónde pasaban los ladrones de muguete, los ladrones de setas, los ladrones de castañas, los ladrones de conejos, los ladrones de aquello que era su jornada y le daba de comer. ¡No iba a dejar además que un montón de niñatos de mierda drogados, destrozaran sus tierras!
Así que avanzaba prudentemente por la maleza que bordeaba su campo. Qué hermoso, su campo; hermoso y bien cuidado. ¡Había que conocerlo para encontrarlo! Se pasaba el año mimándolo, quitando las piedras una por una, lo rastrillaba, lo araba, le daba de comer abono…
Estaba, pues, bien al abrigo, esperando a los «raperos» como dicen en la tele, cuando oyó el ruido de un coche, después de otro y vio pasar los dos automóviles frente a él. Anda, por fin voy a ver qué pinta tienen esos raperos. Sólo un vistazo antes de volarles los cojones, ¡suponiendo que tengan!
El primer coche se detuvo y aparcó casi bajo sus narices. Se echó hacia atrás para que no le vieran. Era finales de agosto, la noche era clara, la luna llena, bien redonda, una luna de ensueño que parecía una farola de ciudad. Le gustaba todo de su campo, incluso la luna que lo iluminaba. El segundo coche aparcó frente al primero, el capó de uno a una decena de metros del capó del otro.
Del primer coche salió un hombre. Alto, vestido con un impermeable blanco. Y del otro, otro hombre, muy delgado, casi esquelético. Acordaron algo durante un momento, como en el café con Raymond antes de jugar al tresillo, y después el hombre esquelético subió a su coche, encendió las luces largas y puso música. Una música extrañamente hermosa. No la música que ponen en la tele en los reportajes de las raves. Una música con graves, agudos, escalas y una voz de mujer bella como la luna, que se elevó en el bosque y embelleció todos los árboles de alrededor, los robles centenarios, los tiemblos, los álamos y los chopos que su padre había plantado justo antes de morir, y sobre los que velaba celosamente.
El hombre del impermeable blanco encendió también los faros largos y aquello formó una especie de bóveda luminosa. Las partículas flotaban en la luz de los faros y con la música que se alzaba como un manto, la escena era particularmente bonita. El del impermeable blanco hizo bajar de su coche a una hermosa mujer con largos cabellos negros, vestida con un vestido blanco, descalza. ¡Una como ésa no la tendré nunca en mi cama! Avanzaba con gracia y ligereza como si no tocara el suelo, como si los cardos no le picaran los pies. La pareja era hermosa, mágica, eso seguro. No parecían raperos, eso seguro también. Parecía que no tuvieran edad. Unos cuarenta años. Un aspecto elegante, un no sé qué jactancioso, como la gente que tiene dinero, que está acostumbrada a que los demás se hagan a un lado cuando cruzan… ¡Y la música! La música… Nada más que caaas, estaaas, diiiis y vaaaas lanzados a la noche como un homenaje a su bosque. ¡Nunca había oído una música tan hermosa!
Roland Beaufrettot bajó la escopeta. Sacó su cuadernito y, mientras todavía había algo de luz, anotó con la punta de su lápiz bien afilada, el número de las matrículas, la marca de los coches y pensó que quizás eran los organizadores que venían buscando un sitio. No los raperos, demasiado holgazanes para desplazarse, sino los productores… porque que no me vengan a decir a mí que no ganan pasta con las raves. ¡Eso también es un bisnes! A nosotros, los agricultores no nos aporta un céntimo, ¡pero seguro que se lo aporta a alguien!
Guardó el cuadernito, sacó sus prismáticos y miró a la mujer. ¡Qué guapa era! Realmente guapa. Sobre todo tenía un aspecto imponente… Pronto se haría completamente de noche y ya no vería nada. Pero si dejaban los faros de los coches encendidos, vería lo suficiente. No es posible, ésos no son raperos. ¡Ni siquiera los raperos jefes! ¿Pero qué hacen éstos aquí, entonces?
El hombre del impermeable blanco presentó al hombre esquelético a la mujer tan guapa, tan elegante, y ella inclinó la cabeza muy lentamente. Con mucha contención. Como si estuviese en su salón y recibiese a un invitado de postín. Después el hombre esquelético fue a bajar un poco la música. La hermosa pareja permaneció enlazada en medio del claro. Erguidos, guapos, románticos. El del impermeable blanco había pasado los brazos alrededor de la mujer y la enlazaba. Era una actitud muy casta. El esquelético volvió, se situó entre los dos, unió las manos como un sacerdote que comienza su misa, dijo algunas palabras a la mujer que ella respondió, con la cabeza gacha, palabras que él no escuchó. Después el esquelético se volvió al del impermeable blanco y le hizo una pregunta y el del impermeable blanco respondió alto y fuerte SÍ, QUIERO. Entonces el esquelético tomó la mano del hombre y la mano de la mujer, las juntó y declaró en voz muy alta, como si quisiera que todos los animales del claro estuviesen al corriente y acudieran para servirles de testigos: OS DECLARO UNIDOS POR EL VÍNCULO DEL MATRIMONIO.
¡Así que era eso! ¡Una boda romántica a la caída de la noche en su campo! ¡Córcholis! Se sentía honrado de que unos señores tan elegantes y una señora tan guapa vinieran a casarse en sus tierras. Estuvo a punto de salir de la maleza y aplaudir, pero no se atrevió a interrumpir la ceremonia. Todavía no habían intercambiado los anillos.
No hubo intercambio de anillos.
La mujer se apoyó contra el del impermeable blanco, sus largos cabellos flotando sobre los hombros, ligera en brazos del hombre y giraron, giraron en el claro. Bailaban el vals bajo la redonda luna llena, que sonreía como hace siempre la luna cuando está llena. ¡Qué bonito, qué emotivo! Bailaban a la luz de los faros, la mujer apoyada contra el hombre, el hombre protector y muy casto rodeándola entre sus brazos, haciéndola retroceder incluso un poco, para bailar según la etiqueta, como se ve en la tele en los programas de Nochebuena. El hombre esquelético había vuelto a subir el volumen de la música, mucho, incluso un poco demasiado, y esperaba apoyado en el capó, sin perder detalle.
La pareja bailaba lentamente, muy lentamente y Roland Beaufrettot pensó que nunca había visto un espectáculo tan hermoso. La mujer sonreía, la mirada baja, los pies descalzos en la hierba, y el hombre la sostenía con una especie de autoridad tranquila, de gracia de otro tiempo…
Y entonces, el hombre esquelético alzó los brazos al cielo como un semáforo, dio una palmada y gritó ¡AHORA! ¡AHORA! Y entonces el hombre del impermeable blanco sacó algo de su bolsillo, algo que brilló a la luz de los faros con un reflejo blanco, vivo, y lo hundió en el pecho de la mujer, firme, metódicamente, contando, un, dos, tres, un, dos, tres, mientras continuaba bailando y manteniéndola enlazada.
Estoy soñando, pensó Roland Beaufrettot, ¡Dios, no es posible! Bajo sus ojos un hombre apuñalaba a una mujer mientras bailaba, y la mujer se desplomaba sobre la hierba y se convertía en una larga mancha blanca. Y entonces el bailarín, sin mirarla, se volvió hacia el hombre esquelético y le ofreció, levantándolo al cielo como una ofrenda de druida, lo que parecía ser un puñal corto, el mismo que utilizaban para la caza del ciervo. Se lo tendió al hombre esquelético que lo recogió ceremoniosamente, lo secó, lo guardó en una especie de estuche —no se veía muy bien, no estaba seguro— y después volvió al coche, sacó una especie de gran bolsa de basura, volvió al lado del hombre del impermeable blanco y lentamente, doblaron a la mujer en dos, la introdujeron en la bolsa, la cerraron y, llevándola cada uno por un lado, fueron a tirarla al estanque, justo detrás.
Roland Beaufrettot se frotaba los ojos. Había dejado su escopeta, sus gemelos, y se había acurrucado sobre sus talones, bien al abrigo. Acababa de asistir a un asesinato en directo.
¡Ella no había hecho ni un gesto de protesta! No había lanzado un solo grito, había bailado hasta el final, y había muerto sin hacer ruido como un velo blanco arriado.
¡Dios, no es posible!
Los dos hombres volvieron al cabo de diez minutos. Volvieron al coche del hombre del impermeable blanco, sacaron una caja, la abrieron y derramaron una especie de piedrecitas por el campo, que dispusieron como si dibujaran un círculo. Están borrando las huellas, pensó Roland Beaufrettot, borran la sangre… Después se dieron la mano y se fueron cada uno por su lado. Los faros desaparecieron en la noche y el ruido de los motores se alejó.
¡Pero bueno!, exclamó Roland Beaufrettot, el culo en el suelo, pero bueno… Esperó a estar seguro de que lo dos coches no volvían, y salió del bosque. Quería ver lo que habían dejado en el suelo para borrar el rastro de su crimen. ¿Piedras, serrín?
Dirigió la linterna hacia el suelo y vio una decena de piedras gruesas, redondas y planas, marrones y amarillas, dispuestas en un círculo perfecto. Eran como si se dieran la mano, como si hiciesen un coro. Empujó una con la punta del zapato. La piedra se movió, le creció una patita, después otra, y una tercera… Soltó: «¡Me cago en la hostia puta!», echó a correr como alma que lleva el diablo y huyó de allí.
* * *
—Creo que voy a ir a ver a Garibaldi a contarle la historia del impresor —dijo Joséphine a Philippe—. Me gustaría saber también si han detenido a Luca…
—¿Quieres que vaya contigo?
—Creo que será mejor que no…
—Te esperaré aquí.
Habían vuelto a París. Philippe había cogido una habitación en el hotel. Deseaban pasar todavía un poco más de tiempo juntos. Clandestinamente. Zoé y Alexandre llegaban dentro de dos días. Dos días los dos, solos, en un París desierto. Joséphine marcó de nuevo el número de móvil de Iris. No respondió.
—Es extraño, está siempre colgada a su móvil… Me parece inquietante.
—Lo habrá apagado, no quiere que la molesten. Déjala vivir su pasión… Han debido de marcharse algunos días juntos.
—¿De verdad no te produce ninguna impresión saberla con otro?
—¿Sabes, Jo?, no tengo más que un deseo, y es que sea feliz y haré todo para que lo sea. Con Lefloc-Pignel o con otro… Pero tengo miedo de que se dé contra un muro con él. ¿Crees que se divorciará?
—No lo sé. No lo conozco suficiente… Debería ir a ver si está en casa…
—¡No! Quédate conmigo…
La había cogido entre sus brazos y ella se dejó llevar contra él, su boca contra su boca, inmóvil, probando un beso que no acababa nunca. Él la besaba, le acariciaba el cuello, su mano bajaba, atrapaba un seno, lo encerraba, ella se tendía contra él, hundía su boca en la suya, gemía. Él la arrastró hasta la cama, la tumbó y la mantuvo agarrada entre sus brazos, ella suspiró, sí, sí…, y percibió la hora en el reloj de caoba colocado sobre la chimenea.
Ella se liberó de su abrazo.
—¡Las diez! Tengo que ir a ver a Garibaldi… Tengo demasiadas preguntas en la cabeza.
Philippe gruñó, descontento. Lanzó un brazo para atraparla.
—Pero vuelvo enseguida…
Joséphine estaba explicando al guardia de la puerta del 36 del quai des Orfévres que tenía que ver inmediatamente al inspector Garibaldi, cuando éste apareció por la escalera.
—¡Inspector! Tengo que hablar con usted, tengo novedades…
Él hizo una señal a dos compañeros para que le siguieran, y no se detuvo ante el rostro preocupado de Joséphine.
—Yo también tengo novedades, señora Cortès, y ahora no tengo tiempo.
Ella corrió a su lado.
—Es referente a los RV…
—¡Ya le he dicho que no tengo tiempo! La espero esta tarde. En mi despacho…
Empezó a decir «pero es importante…». Él ya se había ido y el coche arrancaba en el patio.
Volvió al hotel a encontrarse con Philippe.
—Tenía prisa, iba a cumplir una misión, pero le veré esta tarde…
—¿No te ha dicho nada?
—No… Tenía una expresión, ¿cómo decirte?…, una expresión que no me gusta.
Una expresión febril, inquieta, sombría. Aquello le recordaba algo. No sabía qué. Y siempre esa pregunta que daba vueltas en su cabeza, y que repitió a Philippe:
—¿Por qué no contesta?
—Cálmate. La conozco. Se ha olvidado del resto del mundo. Pronto será final de mes, su mujer y sus hijos van a volver, ya no serán libres para verse, no quieren que se les moleste…
—Quizás tengas razón. Me estoy preocupando por nada… Y sin embargo, hay algo que me turba en ese silencio…
—¿No será más bien el estar conmigo en el hotel lo que te incomoda?
—Es cierto que resulta extraño —murmuró—. Tengo la impresión de ser una mujer adúltera…
—¿Y eso no es delicioso?
—No estoy acostumbrada a la clandestinidad…
Estuvo a punto de preguntar: «¿Y tú?», pero se contuvo a tiempo.
Miró a Philippe a través de sus pestañas entornadas, y pensó que amaba a ese hombre con locura. Y ya que Iris, también, estaba enamorada… Parecerá extraño, al principio, eso seguro. Tendrá que acostumbrarse, esperar a que Zoé y Alexandre estén listos para saber la noticia. Hortense se alegrará. Siempre le gustó Philippe. Echaba de menos a sus hijas. Estaba deseando que volviesen. Zoé volvería pronto, ¿con quién se habría ido Hortense a Saint-Tropez? Ni siquiera se lo he preguntado…
Escuchó el sonido del móvil que anunciaba la llegada de un mensaje. Philippe murmuró: «¿Quién es?». Joséphine se levantó y fue a comprobarlo.
—Es Luca…
—¿Y qué dice?
—«¡Así que se ha desembarazado usted de mí!».
—Tienes razón, ¡ese hombre está loco! Entonces, ¿todavía no le han detenido?
—Aparentemente no.
—¿Y a qué esperan?
—¡Ya lo entiendo! —exclamó Joséphine—. ¡Garibaldi corría esta mañana para buscarle a él! ¡Iba a detenerle!
* * *
Cuando Joséphine llegó a la cita, Garibaldi la esperaba. Llevaba una bonita camisa negra y torcía la nariz y la boca como si fueran de goma. Ordenó que no le molestaran y le ofreció una silla a Joséphine. Se aclaró varias veces la garganta antes de empezar a hablar. No paraba de rascarse las uñas con los pulgares.
—Señora Cortès —comenzó—, ¿sabe usted si existe algún medio de ponerse en contacto con el señor Dupin?
Joséphine enrojeció.
—Está en París…
—Podemos contactarle, entonces.
Joséphine asintió con la cabeza.
—¿Puede usted pedirle que venga?
—¿Ha pasado algo grave?
—Preferiría esperar a que él esté aquí para…
—¿Es una de mis hijas? —exclamó Joséphine—. ¡Quiero saberlo!
—No. No es ninguna de sus hijas, ni el hijo de él…
Joséphine volvió a sentarse, aliviada.
—¿Está usted seguro?
—Sí, señora Cortès. ¿Puede usted llamarle?
Joséphine marcó el número de Philippe y le pidió que viniese al despacho del inspector. Llegó enseguida.
—Ha sido usted muy rápido —se sorprendió el inspector.
—Estaba esperando a Joséphine en el café de enfrente… Yo quería venir, pero ella prefirió verle a solas.
—Lo que le voy a comunicar no es nada agradable… Va a tener que ser fuerte y permanecer tranquilo.
—No se trata de las niñas, ni de Alexandre —le tranquilizó Joséphine.
—Señor Dupin… Hemos encontrado el cuerpo de su mujer en un estanque en el bosque de Compiégne.
Philippe palideció, Joséphine gritó: «¿Qué?», pensando que había oído mal. No era posible. ¿Qué podría estar haciendo Iris en el bosque de Compiégne? Era un error, era una mujer que se le parecía.
—No es posible.
—Y sin embargo —suspiró el inspector Garibaldi—, sabemos que es su cuerpo el que han encontrado… Yo la había visto y la recuerdo muy bien, porque la interrogué durante la investigación. Señora Cortès o usted, señor Dupin, ¿cuándo hablaron con ella por última vez?
—Pero ¿quién ha sido? —le interrumpió Joséphine.
Philippe estaba lívido. Tendió la mano hacia Joséphine. Ella no lo vio. Tenía la boca deformada por un sollozo mudo.
—Me gustaría saber quién habló con ella por última vez…
—Yo —dijo Joséphine—. Por teléfono, hace, digamos, no estoy segura, ocho, diez días.
—¿Y qué le dijo?
—Que vivía una gran historia de amor con Lefloc-Pignel, que nunca había sido tan feliz, que no debía llamarla más, que quería vivir esa historia en paz., y que iban a casarse.
—¡Pues sí! Se la llevó al bosque prometiéndole matrimonio, hizo un simulacro de ceremonia y la apuñaló. Un agricultor lo vio todo. Tuvo la suficiente presencia de ánimo como para anotar los números de las matrículas. Y es así como los hemos podido identificar.
—Cuando usted dice «los» —preguntó Philippe— ¿a quién se refiere usted?
—Van den Brock y Lefloc-Pignel. Son cómplices. Se conocen desde hace mucho, mucho tiempo. Han actuado juntos.
—¡Eso es exactamente lo que venía a decirle esta mañana! —exclamó Joséphine.
—He enviado hombres a casa de Lefloc-Pignel y otros a Sarthe, donde Van den Brock pasa las vacaciones, para detenerle.
—Podríamos haberlo evitado si me hubiese escuchado…
—No, señora, cuando nos cruzamos esta mañana, su hermana ya estaba muerta. Yo corría a escuchar el testimonio del hombre que asistió al…
Tosió y puso su puño delante de la boca.
Philippe tomó la mano de Joséphine. Describió el viaje de vuelta en coche por las carreteras secundarias de Normandía, la parada en el lugar llamado «Le Floc-Pignel», la confesión del impresor. Joséphine le interrumpió para precisar cómo ella había oído hablar por primera vez del pueblo y del impresor, de la propia boca de Hervé Lefloc-Pignel.
—¡Se confió a usted! Es asombroso —dijo el inspector.
—Decía que me parecía a una tortuguita…
—Una tortuguita que nos ha ayudado mucho en esta historia de profundizar RV…
Le llegó el turno de contarlo todo.
A partir de las notas de la señora Bassonnière, se habían enterado de la historia de Lefloc-Pignel, el abandono cuando era niño, el origen de su nombre, sus diversas familias de acogida.
—No hemos reaccionado enseguida, no es una tara ser un niño abandonado y haber ascendido socialmente tras un matrimonio. El incidente del niño aplastado en el aparcamiento suscitaba más bien la compasión. Fue la capitán Gallois quien relacionó por primera vez a los dos Hervé.
—¿Cómo pensó en ello? No resulta evidente —preguntó Philippe, estrechando la mano de Joséphine en la suya.
—Su madre era asistente social en Normandía. Trabajaba en la Ayuda Social y se ocupaba, ella también, de asignar niños abandonados. Tenía una compañera, mayor que ella, la señora Évelyne Lamarche, una mujer dura, convencida de que todos esos niños no eran más que mala hierba, de hecho, tan convencida que ni siquiera se molestaba en buscarles un nombre que les fuera bien o les gustara. A los chicos, por ejemplo, les llamaba a todos sistemáticamente Hervé. Cuando la capitán leyó los dos nombres de pila sobre la misma declaración, en el momento de la muerte de la señorita de Bassonnière, recordó a esa mujer. Había crecido oyendo hablar de esa señora Lamarche. Su madre la evocaba a menudo, criticando su forma de hacer. «Va a convertir a esos niños en bestias furiosas». Comprobó la edad de los dos Hervé, echó un vistazo a las fichas del tío, y concluyó que podrían haber pasado por las manos de esa Lamarche. Tuvo lo que se llama una intuición. Pensó que esos dos habían compartido quizás la misma historia, que se conocían desde hacía mucho tiempo. Eso despertó una sospecha en su fuero interno. ¿Y si los dos hombres habían formado una especie de alianza maléfica? ¿Y si se habían aliado para vengarse de todos los que les trataban mal? Ahondó en esa pista. Llamó a su madre para informarse sobre esa señora Lamarche, saber si todavía vivía, qué había sido de ella. Estaba convencida de que se enfrentaba a un asesino en serie. Había estudiado muy seriamente el perfil de esos asesinos. Para saber cómo operaban, por qué… Encontramos sus notas, había anotado el título de un libro y copió numerosos pasajes. Los tengo aquí, en alguna parte de la mesa.
Buscó entre los papeles que tenía delante, apartó varios, y acabó encontrando las notas de la capitán.
—Aquí está, esto es… «En el origen de un crimen, existe casi siempre una humillación. Para repararla, el asesino en serie se apropia de la vida del otro, y ese crimen anula la humillación. Es un acto terapéutico que le permite reconstruirse como individuo. Cuando un obstáculo le contraria, incluso si se trata de un hecho tan fútil como un empujón en la calle o un café que le sirven tibio, ese acontecimiento amenaza la frágil imagen que tiene de sí mismo. Eso provoca un desequilibrio psicológico, que necesita restablecer sintiéndose de nuevo poderoso. Matar a alguien produce un sentimiento de potencia extrema. Se cree uno a la altura de Dios. Una vez que han matado, se sienten saciados, pero sufren un vacío que es necesario colmar y que les lleva a matar de nuevo». Ella había subrayado ese pasaje.
Se interrumpió y se hundió en su sillón.
—¡Lo que hubiera dado por tener una mujer como ésta en mi equipo! ¿Se dan ustedes cuenta?, ¡lo había entendido todo! En este trabajo, hay que saber asociar método e intuición. Una investigación no son sólo los hechos objetivos, es también invertir en ella todos los sentimientos, todo lo que uno ha vivido.
Era como si se hablara a sí mismo. Se dirigió de nuevo a ellos.
—Así que llamó a su madre para que le informase sobre la asistente social. Se enteró de que a Évelyne Lamarche la habían encontrado ahorcada, en su domicilio, cerca de Arras, en la noche del 1 al 2 de agosto de 1983.
—¡Es la fecha que nos dio el impresor! ¡La última vez que vio a Lefloc-Pignel, acompañado de Van den Brock! —exclamó Joséphine.
El inspector la miró y dijo: «¡Todo concuerda!».
—Les explico… En aquel momento se investigó el caso de la muerte de aquella mujer, que no tenía ningún antecedente depresivo. Había vuelto a su pueblo natal, cerca de Arras, vivía sola, sin amigos, sin hijos, pensaba presentarse a las elecciones municipales y se había convertido en una especie de personaje. Nadie creyó en el suicidio y sin embargo apareció efectivamente ahorcada. Eso confirmó las sospechas de la capitán Gallois: no era un suicidio, era un asesinato. ¿La venganza de un antiguo RV? La frase de su madre «va a convertir a esos niños en bestias furiosas» volvía una y otra vez a su mente. ¿Y si Évelyne Lamarche había pagado con su vida las humillaciones que había hecho sufrir antaño? La sospecha se cernió en torno a los dos Hervé. Debió de convocarles, interrogarles de nuevo y ciertamente cometer una imprudencia al hablarles. Sabía demasiado. Decidieron eliminarla.
—¿No desconfió? —preguntó Philippe, extrañado.
—No tenía suficiente experiencia. En cuanto a ellos, tenían mucha experiencia y nunca les habían cogido. Se creían todopoderosos. Si lee usted obras sobre asesinos en serie, verá que a medida que progresa su mortífera carrera, su vida fantasmagórica empieza a invadir el mundo real. Pierden el control de su existencia, viven en otro mundo, un mundo que han creado con reglas, leyes, ritos…
Joséphine pensó en las reglas de la vida conyugal colgadas en la pared del dormitorio de los Lefloc-Pignel. Al leerlas, había sentido miedo, como si estuviese en presencia de un cerebro enfermo. Tenía que haber prevenido a Iris, ponerla en guardia. Su hermana estaba muerta… No podía creerlo. No era posible. Eran sólo palabras que flotaban al salir de la boca del inspector, pero que iban a disolverse.
—El mundo real ya no existe, ellos parten a su mundo imaginario. La única cosa que seguía siendo real, a sus ojos, era su asociación: los dos Hervé. Van den Brock no mataba, no tenía la fuerza, corrompía a las mujeres, las acosaba sexualmente, pero no creo que pasara a la acción. Lefloc-Pignel, en cambio, mataba. Siempre por la misma razón: para vengarse, para reparar una humillación, fuere la que fuese. Aunque a nosotros nos parecía un detalle nimio.
—¿Fue después de la muerte de la señorita Gallois cuando empezaron a comprenderlo? —dijo Joséphine.
—Estábamos sobre la pista, pero caminábamos a tientas. ¿Por qué había pedido a su madre que le informara sobre la muerte de la asistente social? ¿Por qué no nos dijo nada de sus pesquisas? ¿Por qué había dejado las palabras «profundizar RV»? Y entonces apareció su pista, señora Cortès. RV, Hervé. Fue a partir de ese momento cuando comprendimos que llegábamos al final. Poco tiempo después, la madre de la señorita Gallois nos relató la conversación que había tenido con su hija, y nos confió los resultados de su investigación. Seguimos varias pistas antes de concentrarnos en ésa. Creímos por un momento que su marido, Antoine Cortès, podría ser el asesino. Lo que explicaría su negativa a declarar y a presentar denuncia. Pero hoy puedo confirmarle sin duda que está muerto…
Inclinó la cabeza hacia Joséphine como si presentara sus condolencias.
—Examinamos también el caso de Vittorio Giambelli. Ese hombre está enfermo, es un esquizofrénico, pero no es un criminal. De hecho, ha pedido él mismo seguir un tratamiento. Ha visto que enloquecía, después de haberle enviado a usted esa serie de mensajes y se ha entregado voluntariamente. Parecía aliviado por iniciar su cura…
—Me envió otro mensaje esta mañana.
—Debería ser ingresado en los próximos días.
—Así que no era él… —murmuró Joséphine.
—Así que volvimos a la pista de los dos Hervé. Tras la muerte de la capitán y la historia de los RV, sabíamos que íbamos por buen camino pero, para no alertar a los dos principales sospechosos, debíamos interrogar y aparentar que las sospechas recaían sobre todo el mundo… Estábamos cerrando puertas.
—Entonces el señor Pinarelli tenía razón cuando me decía que estaban lanzando una cortina de humo… —dijo Joséphine.
—Era importante que en ningún caso sospecharan nada… La madre de la capitán Gallois nos ayudó mucho. Encontró los periódicos de la época, supongo que ediciones locales, que contaban la extraña muerte de esa mujer fuerte a quien nadie había imaginado suicidándose. Aquello causó sensación hasta en Arras. ¡Y además, ahorcada! Las mujeres no se suicidan así, ahorcándose… Nos envió fotocopias de los periódicos de entonces y, al final de una página, encontramos una noticia breve, el relato de un suceso que había tenido lugar la noche misma en la que Évelyne Lamarche había muerto. Dos estudiantes habían molestado a una recepcionista de hotel a la que habían acusado de haberles «hablado mal», ella se había enfrentado a ellos y uno de los dos hombres le había pegado. Ella había presentado denuncia al día siguiente, y había dado los nombres de los dos agresores inscritos en el registro del hotel: Hervé Lefloc-Pignel, y Hervé Van den Brock. Los nombres no aparecían en el periódico, nos los dieron los gendarmes. No tenían nada que hacer por esa zona, venían los dos de París y habían pasado la noche en la región. Finalmente no durmieron en el hotel y se fueron justo después del altercado, pagando la factura de la cena…
—¿Habrían matado juntos a la asistente social? —dijo Philippe.
—Ella les había humillado cuando eran niños. Le pagaban con la misma la moneda. Y en mi opinión ese primer crimen, al permanecer impune, les animó a repetir. Habían terminado sus estudios con brillantez, iban a comenzar su vida activa y quisieron, imagino, lavar la afrenta de su infancia. Debieron sorprenderla en su casa por la noche, la humillaron, la aterrorizaron y después la ahorcaron… No había ninguna marca de violencia en su cuerpo. Parecía un suicidio, pero no lo era. Encontramos a la recepcionista del hotel. Recuerda muy bien el incidente. Le enseñamos la foto de los dos hombres entre otras muchas, les reconoció inmediatamente. Nuestra pista era cada vez más sólida, pero no teníamos ninguna prueba. Y sin pruebas, no podemos hacer nada…
—Y sobre todo ¿cómo relacionar todos los crímenes entre sí? —dijo Philippe, reflexionando en voz alta—. ¿Qué tienen en común todas las víctimas?
—Les humillaron… —dijo Joséphine—. La señora Berthier en un altercado con Lefloc-Pignel, por los estudios de su hijo, yo estaba allí, durante una reunión entre padres y profesores, me fui corriendo… Y la señorita de Bassonnière les había insultado en la reunión de copropietarios. También estaba allí. Esa tarde volví a pie con él. Me habló de su infancia… Pero ¿Iris? ¿Qué pudo hacerles?
—Por lo que yo imagino de ella —suspiró Philippe—, debió de esperar tanto de él, fantasear tanto, que se sintió decepcionada al ver que él se iba de vacaciones y se calentó. ¡Debió de llamarle de todo! No se encontraba bien, estaba desesperada, ese hombre era su última esperanza…
—A partir de ese momento —continuó el inspector—, vigilamos estrechamente a los dos hombres. Sabíamos que habían pasado una semana de vacaciones juntos en Belle-Île, y después Van den Brock se fue a su casa en Sarthe y Lefloc-Pignel volvió a París. Sabíamos también que frecuentaba a su hermana y habíamos apostado a un hombre día y noche para vigilar el edificio. No teníamos más que esperar a que cometiese un nuevo crimen y cogerle en el acto. En fin, quiero decir, justo antes…, por supuesto. No pensábamos que atacaría a su mujer…
—¡Entonces se sirvieron de ella como cebo! —exclamó Philippe.
—Vimos que la señora Cortès se marchaba pero, a partir de ese momento, no volvimos a ver a su esposa. Creímos que se había ido de París, ella también. Preguntamos a la conserje que nos lo confirmó. Su mujer le dijo que le guardara el correo, que se iba de vacaciones. El teniente encargado de vigilar el inmueble se concentró entonces en Lefloc-Pignel. Y para ser sinceros, no pensamos ni un momento que iba a tomarla con ella…
—¿También una intuición? —preguntó Philippe, irónico.
—Habíamos notado que era manso como un corderito con ella. Parecía que la adoraba. La cubría de regalos, la veía casi todos los días, la llevaba a comer. Parecía muy enamorado y ella parecía, siento decírselo, muy prendada… Flirteaban como si tuviesen veinte años. Él no tuvo ningún gesto fuera de lugar hacia ella. No desconfiamos…
—¡Y sin embargo estaba en el edificio! ¡Debieron de ver la luz, oír ruidos! —se rebeló Philippe.
—Nada. En su planta no había ni luz, ni ruido. Ni el menor signo de vida. Las persianas estaban cerradas. Debió de vivir recluida. Ni siquiera salía a hacer la compra. Por la noche, Lefloc-Pignel se quedaba en su casa. Todos los informes del hombre encargado de la vigilancia así lo dicen. Entraba, cenaba rápidamente, se instalaba en su despacho y ya no se movía. Escuchaba ópera, hablaba por teléfono, dictaba cartas. Las ventanas de su despacho estaban abiertas de par en par sobre el patio del inmueble. Eso hacía de caja de resonancia, se oía todo. No hubo ninguna llamada de Lefloc-Pignel a Van den Brock. Pensábamos que estaría pasando por un periodo de calma… El día mismo del crimen nos hizo creer que estaba en su casa. Fue la misma rutina que los otros días: una ópera, dos llamadas telefónicas, más ópera… De hecho, debió de grabar una cinta y la dejó puesta al salir a buscar a su mujer y llevarla hasta el claro. Había programado las luces para que pareciera que estaba en casa. En el mercado hay unos interruptores que pueden programarse, y que se encienden en distintas habitaciones a diferentes horas. La gente los utiliza para alejar a los ladrones cuando se ausentan. Ese hombre es temible. Frío, organizado, muy inteligente… Esa noche se oyó una ópera y después las luces se fueron apagando una tras otra, como cada noche. ¡A nuestro hombre le relevaron a media noche sin imaginar que el pájaro había volado!
—Pero ¿cómo ha podido matar a Iris con tanta frialdad? —exclamó Joséphine.
—A los ojos de un asesino en serie, la víctima no es nada. O como mucho, un objeto para realizar sus fantasías… Antes de matar a menudo puede ocurrir que «degrade» a su víctima. La humilla, adquiere control sobre ella, la aterroriza. Puede incluso organizar todo un ritual que llama «ritual de amor», en el que le hace creer que la maltrata por amor y ella lo consiente. Basta con que su hermana hubiese estado un poco desequilibrada… Ella entra entonces en su locura y todo es posible. Lo que nos ha contado el agricultor es muy revelador. Ella llegó voluntariamente, no estaba atada, ni se resistió, aceptó los votos nupciales, bailó con él sin intentar huir. Sonreía. Murió feliz. Ya no se pertenecía. ¿Sabe?, a menudo son hombres muy inteligentes y muy infelices, gente que sufre enormemente y que expresa ese inmenso dolor infligiendo terribles sufrimientos a sus víctimas…
—¡Me disculpará usted, inspector, si no me solidarizo con los sufrimientos de Lefloc-Pignel! —se encrespó Philippe.
—Intento explicarles cómo ha podido pasar… Nos gustaría registrar su piso para ver si ella ha dejado huellas de lo que fue su vida estos ocho últimos días… ¿Podría usted darnos un juego de llaves?
Tendió las manos hacia Joséphine. Ella miró a Philippe que asintió con la cabeza, y le dio las llaves al inspector.
—¿Tiene usted donde alojarse mientras tanto? —preguntó el inspector a Joséphine, que estaba perdida en sus pensamientos.
—No puedo creerlo —dijo—, es una pesadilla. Me voy a despertar… Pero ¿por qué me agredió a mí? Yo no le había hecho nada. Apenas le conocía cuando pasó.
—Había un detalle que nos intrigó y que había llamado ya la atención de la capitán Gallois. Nos indicó inmediatamente, en cuanto nos hicimos cargo del caso, que usted llevaba el mismo sombrero que la señora Berthier. Un peculiar sombrero de varios pisos. La noche que la atacaron, seguramente la confundió con la señora Berthier en la oscuridad. Ya había discutido con ella… Se fio del sombrero y ambas tenían una corpulencia similar.
—Ella me había dicho que lo peor cuando eres profesor, no son los alumnos, sino los padres. Lo recuerdo muy bien…
—¿La mató simplemente porque le había puesto en su sitio? —preguntó Philippe.
—Lefloc-Pignel es un hombre que no soporta ser ofendido. Ya nos dirá más cuando le interroguemos y sabremos más cuando hayamos dragado el estanque, porque pensamos que existen otros crímenes. Pero fíjese en la historia de la camarera… Es ejemplar. Un día sirvió a Lefloc-Pignel, derramó café sobre su impermeable blanco, y se excusó de manera que él juzgó impertinente. Él la trató con desprecio, ella le llamó «¡pobre tipo!». Eso bastó para desencadenar su rabia… La eliminó. Pero la eliminó también porque había llamado a Van den Brock «viejo Drácula perverso». Era muy guapa, y no lo ocultaba, Van den Brock la perseguía… No podía evitarlo. Eso le costó su carrera profesional. Ella se enfadó, le envió a paseo, amenazó con denunciarle por acoso sexual. Fue la amiga de la camarera, al volver de su viaje a México, quien nos contó el episodio del café derramado y las proposiciones de Van den Brock. Había firmado su sentencia de muerte.
—¿Nunca tuvo miedo de que le cogieran? —dijo Joséphine.
—Tenía una coartada preparada: Van den Brock afirmaba que estaba con él.
—¿También en el caso de la señorita Bassonnière?
—Sí. Los dos hombres estaban unidos por esos crímenes, compartían una exaltación común. La rabia de uno alimentaba la rabia del otro. Renovaban en cada ocasión la alianza creada en el momento de su primer asesinato…
—Y yo escapé a esa carnicería… —murmuró Joséphine.
—A usted, de alguna manera, la protegía. La llamaba «tortuguita». Nunca le provocó ni física ni moralmente. Nunca intentó seducirle, ni cuestionó su autoridad… Yo de ustedes protegería a los niños, y les alejaría de la prensa durante algún tiempo. Este es el tipo de historias que vuelven locos a los periodistas en periodo estival. Ya me imagino los titulares: «El último vals», «Vals fúnebre en el bosque», «Baile trágico en el claro», «Un crimen tan hermoso»…
* * *
Hortense fue la primera en enterarse. Estaba en Saint-Tropez, sentada en la terraza de Sénéquier, desayunando con Nicholas. Eran las ocho de la mañana. A Hortense le gustaba levantarse temprano en Saint-Tropez. Decía que la ciudad no estaba todavía «estropeada». Había elaborado toda una teoría sobre la hora y la vida en el pequeño puerto. Habían comprado un montón de periódicos y leían observando el balanceo de los barcos, la marcha sosegada de los veraneantes, entre los que se encontraban los que surgían de la noche y tomaban un café antes de ir a acostarse.
Hortense lanzó un grito, dio un codazo a Nicholas que estuvo a punto de atragantarse con el cruasán, y llamó inmediatamente a su madre.
—¡Guau! ¡Mamá! ¿Has leído el periódico?
—Lo sé, cariño.
—¿Es verdad lo que dice? —Sí.
—¡Pero es horrible! ¡Y yo que quería echarte en sus brazos! Él no está mal en la foto, pero Iris no sale precisamente favorecida… ¿Y Alexandre?
—Llega mañana, con Zoé.
—¡Harías mejor dejándoles en Inglaterra! Va a ver a su madre por todas partes en los periódicos. ¡Va a flipar demasiado!
—Sí, pero Philippe está aquí. Tiene muchas cosas que hacer y papeles que firmar. No se le puede esconder la verdad…
—¿Y cómo reaccionaron Alexandre y Zoé?
—Alexandre se quedó muy serio. Dijo: «¡Ah! Bueno…, ha muerto bailando» y nada más. Zoé lloró mucho. Alexandre volvió a coger el teléfono y dijo: «Yo me ocupo de ella». ¡Este chico es asombroso!
—A mí me parece preocupante.
—Lo mismo pienso yo…
—¿Quieres que vaya y me ocupe de los niños? Yo sabré cómo hacerlo y a ti, te imagino hecha una mar de lágrimas…
—No consigo llorar… Tengo las lágrimas atascadas en el fondo de la garganta. No consigo respirar…
—¡No te preocupes! ¡Saldrán de golpe y ya no podrás parar!
Hortense reflexionó un instante y dijo:
—Les llevaré a Deauville… ¡Desenchufaré la tele, la radio y no habrá periódicos!
—La casa está en obras. La tormenta arrancó el tejado.
—Shit!
—Y además Alexandre querrá seguramente ir al entierro. Y Zoé también…
—Bueno, voy para allá y me ocupo de ellos en París…
—La casa está precintada. Buscan huellas de los últimos días de Iris.
—Pues… ¡a casa de Philippe, entonces! Vamos todos allí.
—¿Con todas las cosas de Iris? No sé si es una buena idea.
—¡No iremos a dormir en un hotel!
—Pues sí… En este momento, Philippe y yo estamos en un hotel.
—Eso es una buena noticia. ¡Por fin una!
—¿Tú crees? —preguntó Joséphine, tímidamente.
—Sí, sí… —Hizo una pausa—. Bueno, para Iris, es genial morir así. Bailando en brazos de su príncipe azul. Ha muerto en un sueño. Iris habrá vivido siempre en un sueño, nunca en la realidad. Me parece que es un tipo de muerte que le va muy bien. Y además, ¿sabes?, me costaba verla envejecer. ¡Hubiera sido terrible para ella!
Joséphine pensó que, como panegírico, era un poco radical.
—¿Y a Lefloc-Pignel, le han detenido?
—Ayer, cuando estaba con el inspector, la policía fue a su casa para detenerle, pero desde entonces no tengo noticias. ¡Hay tantas cosas que hacer! Philippe ha ido a reconocer el cuerpo, yo no he tenido valor.
—En el periódico hablan de otro hombre… ¿Quién es?
—Van den Brock. Vivía en el segundo piso.
—¿Era un amigo de Lefloc-Pignel?
—Podemos llamarlo así…
Joséphine le oyó decir algo en inglés a Nicholas, pero no lo entendió.
—¿Qué decías, cariño? —atenta al menor síntoma de tristeza de Hortense.
—Le pedía a Nicholas que me diera otro cruasán… ¡Estoy muerta de hambre! ¡Voy a coger el suyo!
Se oyó un ruido de pelea al otro lado de la línea. Nicholas se negaba a darle su cruasán y Hortense le arrancó un trozo. Hortense prosiguió, con la boca llena:
—¡Bueno, mamá! Dile a Philippe que reserve una gran habitación en el hotel para Zoé, Alexandre y para mí. No te preocupes. Sé que es duro… pero saldrás de ésta. Siempre lo haces. Eres fuerte, mamá. No lo sabes, ¡pero eres fuerte!
—Qué buena eres. Eres realmente muy buena. Si supieras lo que yo…
—Todo irá bien, ya verás…
—¿Sabes?, la última vez que estuvimos juntas, estábamos en la cocina y ella me leyó el horóscopo y después, leyó el suyo y no quiso leer el apartado «Salud»… y yo le pregunté por qué y…
Joséphine estalló en sollozos, sollozos que se precipitaban y aparecían como lanzados con tirachinas.
—¿Ves?… —suspiró Hortense—. Te dije que saldría. ¡Y ahora no podrás parar!
Joséphine pensó que debería llamar a su madre. Marcó el número de Henriette. Gruesas lágrimas rodaban por sus mejillas. Recordaba a Iris en su habitación, eligiendo la ropa para ir al colegio y preguntándole si era guapa, la más guapa del edificio, la más guapa del colegio, la más guapa del barrio. «La más guapa del mundo», murmuraba Joséphine. «Gracias, Jo», decía Iris, «desde ahora serás mi primera dama de compañía». Y le daba un golpe con el cepillo sobre el hombro a modo de nombramiento.
Henriette descolgó y rugió: ¿Diga?
—Mamá, soy yo. Joséphine…
—Anda… Joséphine. ¡Una aparición!
—Mamá, ¿has leído el periódico?
—Que sepas, Joséphine, que leo el periódico todas las mañanas.
—Y no has leído nada que…
—Leo toda la prensa económica y después, realizo mis operaciones. Tengo valores que funcionan muy bien, otros que me preocupan, pero es la Bolsa y estoy aprendiendo.
—Iris ha muerto —dijo Joséphine.
—¿Iris ha muerto? ¿Pero qué me estás contando?
—Ha sido asesinada, en el bosque…
—Pero ¡no dices más que tonterías, hija mía!
—No, está muerta…
—¡Mi hija! ¡Asesinada! No es posible. Pero ¿cómo ha sucedido?
—Mamá, no tengo fuerzas para contártelo, ahora. Llama a Philippe, te lo explicará mejor que yo.
—Me has dicho que salía en los periódicos. ¡Qué vergüenza! Hay que impedirles que…
Joséphine había colgado. Ya no podía contener las lágrimas.
Philippe salió del cuarto de baño. Ella se refugió contra él y se frotó en la manga de su albornoz blanco. Él la sentó sobre sus rodillas y la abrazó contra sí.
—Ya pasará, ya pasará… —murmuró besándole el pelo—. No podíamos hacer nada por ella. Se ha perdido sola…
—¡Sí! Tendría que haberme quedado, no dejarla…
—Nadie podía imaginarse algo así. Ella siempre ha necesitado algo que la superara, y creyó que por fin lo había encontrado. Pero ni mi amor ni tu amor hubieran podido colmarla o curarla. No tienes nada que reprocharte, Jo.
—No puedo evitarlo…
—Es normal. Pero piénsalo y lo comprenderás. He vivido mucho tiempo con ella, le he dado todo. Era como un pozo sin fondo. Nunca tenía suficiente. Creyó encontrar su paraíso con él…
Hablaba como si razonara consigo mismo, para responder a los mismos remordimientos que Joséphine.
—Hortense acaba de llamar, se va a ocupar de Alexandre y de Zoé. He hablado con mi querida madre, le he dicho que si quería detalles, debía llamarte a ti. No me sentía con fuerzas para contárselo…
—Yo he hablado con Carmen. Quiere venir al funeral.
Hizo una lista de gente a la que había que avisar. Joséphine se dijo que debía hablar con Shirley. Y con Marcel y Josiane.
—No vendrán si va tu madre —remarcó Philippe.
—No, pero hay que avisarles…
Permanecieron largo rato abrazados. Pensaban en Iris. Philippe se decía que había muerto sin desvelar sus secretos, que no sabía gran cosa de su mujer. Joséphine recordaba escenas de su vida junto a su hermana, todas procedentes de la infancia.
Se abrazaron más fuerte.
—No consigo creérmelo… —dijo Joséphine—. Toda mi vida ha estado allí. Todo el tiempo… Era una parte de mí.
Él no dijo nada y la estrechó entre sus brazos.
* * *
Cuando Joséphine llamó a Marcel, fue Josiane quien respondió, estaba haciendo una mayonesa y le pidió dos segundos para terminarla. Júnior agarró el teléfono. Joséphine oyó a Josiane gritar: «¡Júnior!, ¡deja el teléfono!», pero Júnior balbuceó:
—¡Joséphine! ¿É al?
Joséphine abrió los ojos como platos.
—¿Ya hablas, Júnior?
—Iiii…
—¡Estás muy adelantado para tu edad!
—¡Joéphine! ¡Noté tiste! Yatá nel ielo…
—¡Júnior! —Josiane había vuelto a coger el aparato y se excusó—. No quería que se me cortara la mayonesa… ¿Qué me cuentas? ¡Hace siglos que no sabemos nada de ti!
—¿No has leído los periódicos?
—¡Como si tuviera tiempo! ¡No tengo tiempo de nada en este momento! No paro ni un momento detrás del pequeño. Me hace dar vueltas como un ventilador. ¡Vamos de un museo a otro! ¡Con dieciocho meses! Menudo pasatiempo. ¡Tengo que contarle todo, explicárselo todo! ¡Mañana nos dedicamos al cubismo! ¡Y Marcel se ha largado a China! ¿Sabes que estuve enferma? Muy enferma. Qué enfermedad más extraña. Como una pesadilla. Ya te contaré. Tienes que venir sin falta a casa con las niñas…
—Josiane, quería decirte que Iris…
—De ésa nunca sabemos nada. No debemos tener la suficiente clase para ella.
—Está muerta.
Josiane lanzó un grito y Joséphine oyó a Júnior repetir: «Tá nel ielo, tá bien ahíba».
—Pero ¿cómo es posible? ¡Cuando se lo diga a Marcel se va a caer de culo!
Joséphine le contó en voz baja, Josiane la interrumpió:
—No te machaques, Jo. Ya es suficientemente penoso así… Si quieres venir a llorar a casa, tienes las puertas abiertas. Te haré un buen pastel. ¿Cómo te gustan los pasteles?
Joséphine soltó un pequeño sollozo.
—No estás para comer nada, en este momento. Se entiende, ¡pobrecilla!
—Eres muy buena —hipó Joséphine.
—Oye, ¿y los niños? ¿Cómo han reaccionado? No, no me lo cuentes. Se te van a escapar otra vez las lágrimas…
—Hortense, ella… —comenzó Joséphine.
—¿Ves? Es inútil, te vas a atragantar. A propósito de Hortense, dile que Marcel ha ido a Shanghai a cantarle las cuarenta a esa Mylène Corbier. Lo ha confesado todo: las cartas eran suyas, y Antoine, no sé si esto te va a poner peor, pero es cierto que murió devorado por un cocodrilo. Fue ella quien le encontró, así que está completamente segura. Piensa que quizás fue eso lo que le aflojó un tornillo… Le contó todo el pastel completo a Marcel, diciéndole que no tenía hijos y que quería adoptar a tus hijas, y que por eso les escribía, eso le aliviaba las penas y encima le permitía sentirse madre. Si quieres mi opinión ¡se ha vuelto majara!
—Hortense la había desenmascarado…
—Es eficaz tu hija. ¡Ah, sí! Esa Mylène dijo que el paquete te lo envió ella, para que tuvieses un recuerdo de Antoine y que la otra zapatilla se la quedó. No sé si esto te aclara algo, pero para mí, es como de Horace Vernet.
—¿Horace Vernet?
—Sí, el del claroscuro… Y el hermoso Philippe, ¿todavía enamorada?
Joséphine enrojeció y miró a Philippe, que estaba vistiéndose.
—Ese hombre es bueno como mi mayonesa, ¡que no se te corte!
Cuando Joséphine colgó, ella sonreía. Después pensó en Júnior y pensó que ese niño era realmente fuera de lo común.
Ya no quedaba más que Shirley, pero sabía que Shirley untaría pomada sobre sus heridas. Esperó a que Philippe saliese para llamarla. Shirley decidió viajar en el primer avión.
—No sé si será necesario, ¿sabes? No va a ser muy divertido.
—Quiero estar contigo. A pesar de todo, se me hace muy extraño saber que está muerta…
La palabra rebotó en Joséphine y le provocó una mueca. Sintió que de nuevo brotaban las lágrimas. Shirley suspiró y repitió voy para allá, voy para allá, no llores, Jo, no llores.
—No puedo evitarlo.
—Recita palabras. Las palabras siempre te han calmado. ¿Sabes qué decía O. Henry?
—No… ¡Y me da igual!
—«No son los caminos que emprendemos, es lo que llevamos en el interior lo que hace que nos convirtamos en lo que somos». Eso define bien a Iris, creo. Tenía un gran vacío interior y quiso llenarlo. Tú no podías hacer nada, Jo, ¡no podías hacer nada!
* * *
Cuando los tres policías llamaron a la puerta de Hervé Lefloc-Pignel, eran las seis de la mañana.
Les abrió, fresco, afeitado. Llevaba una chaqueta de andar por casa verde botella, y un fular verde oscuro alrededor del cuello. Preguntó fríamente a los tres hombres qué era tan importante como para molestarle tan temprano. Los policías le ordenaron que les siguiera, tenían una orden de detención contra él. Él alzó una ceja de desprecio y les conminó a no hablarle desde tan cerca, uno de ellos olía a restos de tabaco.
—¿Y por qué razón vienen a molestarme a estas horas de la mañana?
—En razón de un bailecito en el bosque —dijo un policía— si sabes lo que quiero decir…
—Hay un paleto que os vio, a ti y a tu colega, trinchando a la bella señora. Estamos dragando el estanque. Lo tienes más bien mal, señorito, péinate un poco y síguenos.
Hervé Lefloc-Pignel se estremeció. Dio algunos pasos atrás y pidió permiso para cambiarse. Los tres hombres se miraron y asintieron. Él les hizo pasar al salón y fue a su habitación, seguido por uno de los tres inspectores.
Los otros dos iban y venían, y uno de ellos señaló con el dedo a las tortugas, detrás de una pared de cristal, entre hojas de lechuga y trozos de manzana.
—¡Bonito acuario! —dijo levantando el pulgar.
—No es un acuario, es un terrario. En un acuario se meten agua y peces, en un terrario, tortugas o iguanas.
—Pues sí que sabes, oye…
—Mi cuñado es un loco de las tortugas. Les habla al oído, las mima, llama al veterinario si se resfrían. No se puede bailar ni escuchar música demasiado alta en el salón, ¡las vibraciones perturban a las tortugas! Sólo le falta obligarnos a hablar en voz baja… y cuando andas ¡tienes que deslizarte lentamente!
—¡Está tan zumbado como el tío este!
—Yo no lo digo muy alto para que no se entere mi hermana, pero creo, en efecto, que no está bien de la azotea…
—¡Éste debe de tener un criadero! ¡Aquí hay un montón sobando!
—Es la época de reproducción. Deben de estar preñadas y se preparan para expulsar los huevos…
—Pensándolo bien, quizás por eso ha vuelto de vacaciones…
—Con los chalados uno nunca queda decepcionado…
Pegaron la nariz al cristal del terrario, rascaron la pared con las uñas, pero las tortugas no se movieron.
Se incorporaron, decepcionados.
—Oye, sí que le lleva tiempo vestirse a ése…
—Esos tíos se alicatan bien, ¡no salen en camiseta!
—¿Vamos a ver qué están haciendo?
En ese mismo instante, su compañero surgió en el salón gritando: «¡No he podido hacer nada, no he podido hacer nada, me pidió que me volviese cuando se cambiaba de gayumbos y ha saltado!».
Se precipitaron hasta la habitación. El suelo del cuarto estaba salpicado de pequeñas tortugas, de hojas de lechuga amarillas y verdes, de trozos de manzana, de guisantes, de pepinos, de peras, de higos frescos. La ventana estaba abierta de par en par.
Corrieron hasta el patio y vieron el cuerpo inerte de Hervé Lefloc-Pignel y, en su mano crispada, roto por la caída, el caparazón de una tortuga.
* * *
Hervé Van den Brock vio que se acercaba un Citroën C5 por el camino de grava de la entrada que llevaba a la casa de vacaciones, que su mujer había heredado a la muerte de sus padres. Levantó la vista del libro que estaba leyendo, dobló la página, posó el libro sobre el mueble de jardín al lado de su tumbona. Dejó el paquete de pistachos que estaba comiendo. No le gustó el ruido que hizo la gravilla al caer sobre el césped verde que un jardinero mantenía con exquisito cuidado. Esta gente no tiene ninguna educación. Tampoco le gustó el tono que emplearon para ordenarle que les siguiera.
—¿Por qué motivo? —preguntó, reprobador.
—Lo sabrá enseguida… —respondió uno de los dos hombres, aplastando su cigarrillo sobre la hierba verde y densa, mientras exhibía su placa de policía.
—Le ruego que recoja su colilla o llamo a mi amigo el prefecto… No le gustará nada enterarse de su falta de civismo.
—Estará aún más disgustado cuando se entere de lo que hacía usted en el bosque de Compiège la otra noche —respondió el más bajo, agitando un par de esposas que balanceaba negligentemente.
Hervé Van den Brock palideció.
—Debe de ser un error —dijo con voz más suave.
—Eso nos lo va a explicar usted —respondió el bajito abriendo las esposas.
—No vale la pena…, les sigo.
Hizo un gesto con la mano a su mujer, que trasplantaba brotes de bambú en una jardinera.
—Tengo un asuntillo que arreglar, estaré de vuelta muy pronto…
—O nunca… —rio el hombre, que había aplastado la colilla sobre el césped verde.
* * *
La voz de Joséphine se elevó, pura y melodiosa, en la oscura cripta del crematorio de Pére-Lachaise.
—«Oh estrellas errantes, pensamientos inconstantes, os conjuro, alejaos de mí, dejadme hablar al Bien Amado, ¡dejadme el bienestar de su presencia! Tú eres mi alegría, eres mi felicidad, eres mi júbilo, eres mi día feliz. Eres mío, yo soy Tuyo, ¡y será así para siempre! Dime mi Bien Amado, ¿por qué has dejado que mi alma te buscase tanto tiempo, con tanto ardor, sin poder encontrarte? Te he buscado a través de la voluptuosa noche de este mundo. He atravesado montes y campos, perdida como un caballo sin riendas, pero Te he encontrado al fin y reposo, feliz, en paz, ligera en Tu seno».
Su voz se había estrellado contra las últimas palabras, y apenas tuvo fuerzas para balbucear: «Henri Suso, 1295-1366», para rendir homenaje al poeta que había escrito esa oda que ofrecía a su hermana, tendida entre flores. «Adiós, mi amor, mi compañera en la vida, mi deliciosa belleza». Dobló la hoja en blanco y volvió a su asiento en la cripta entre sus dos hijas.
La asistencia no era numerosa en el crematorio de Pére-Lachaise. Se habían reunido Henriette, Carmen, Joséphine, Hortense, Zoé, Philippe, Alexandre, Shirley. Y Gary.
Había llegado de Londres esa misma mañana con su madre. Hortense no había podido impedir un pequeño gesto de sorpresa al verle en la suite del hotel Raphaël. Se había quedado quieta un momento, se había acercado a él, le había besado en la mejilla y había murmurado: «Gracias por venir». La misma frase que había pronunciado con Carmen o Henriette. Philippe había intentado reunir a algunas amigas de Iris: Bérengère, Agnés, Nadia. Había dejado un mensaje en sus móviles. Ninguna de ellas había respondido. Debían de seguir de vacaciones.
El féretro estaba cubierto de rosas blancas y largos ramos de iris de un violeta ardiente, salpicado de puntos amarillos. Una gran foto de Iris reposaba sobre un atril, y un cuarteto de cuerda de Mozart desgranaba sus arpegios de paz.
Joséphine había elegido los textos que cada uno leería por turnos.
Henriette se había negado, con el pretexto de que no necesitaba esos melindres para expresar su dolor. Estaba muy decepcionada con la sencillez de la ceremonia y la escasa asistencia. Se mantenía erguida, bajo su gran sombrero, y ni una lágrima mojaba el bonito pañuelo de batista con el que se taponaba los ojos, esperando soltar una lágrima que ilustrara la intensidad de su dolor. Había tendido a Joséphine una mejilla reticente. Era una de esas mujeres que no perdonan y toda su actitud indicaba que en su opinión la Muerte se había equivocado de pasajera.
A Carmen le costaba mantenerse derecha y lloraba, hundida en su silla, sacudida por vehementes sollozos que le zarandeaban los hombros. Alexandre miraba fijamente el retrato de su madre, solemne, el mentón firme, las manos cruzadas sobre su blazer azul marino. Intentaba recopilar recuerdos. Y sus cejas pertinazmente fruncidas demostraban que no era tarea fácil. No tenía de su madre más que instantes furtivos: besos apresurados, el rastro de un perfume, el ruido aterciopelado de paquetes llenos de compras, que ella soltaba en la entrada, gritando: «¡Carmen! Ya estoy aquí, prepárame un té humeante con dos minúsculas tostadas. ¡Me muero de hambre!», su voz al teléfono, exclamaciones de sorpresa, de glotonería, sus pies finos de uñas pintadas, su melena suelta que le permitía cepillar cuando se sentía feliz. ¿Feliz por qué? ¿Infeliz por qué?, se preguntaba él, estudiando el retrato de su madre, cuyos grandes ojos azules le quemaban por su extraña fijeza. ¿Acaso se construye una pena auténtica con todo eso? Había aprendido en su compañía lo que es una mujer muy guapa que se quiere libre, pero que no puede soltar la mano del hombre que la mantiene. De pequeño pensaba que ella interpretaba el papel de una hermosa cautiva, y él la veía detrás de las rejas. Cuando su padre colocó un grueso cirio blanco al pie del retrato, le había pedido encenderlo él mismo. Como último homenaje. «Adiós, mamá», había dicho encendiendo la vela. E incluso esas palabras le habían parecido demasiado solemnes para la hermosa mujer que le sonreía. Intentó enviarle un beso, pero se interrumpió. Ha muerto feliz, porque ha muerto bailando. Bailando… y esa idea reforzaba todavía más, si hubiese hecho falta, el sentimiento de que no había tenido madre, sino una hermosa extraña a su lado.
Zoé y Hortense se mantenían a ambos lados de su madre. Zoé había puesto su mano en la de Joséphine, apretándola hasta aplastarle los huesos, suplicando no llores, mamá, no llores. Era la primera vez que veía un ataúd desde tan cerca. Se imaginó el cuerpo frío de su tía, tumbado sobre la alfombra de rosas blancas y de iris. Ya no se mueve, ya no nos oye, tiene los ojos cerrados, tiene frío, ¿acaso quiere salir? Se arrepiente de estar muerta. Y es demasiado tarde. Nunca podrá volver. Y enseguida pensó, papá no está muerto en una caja tan bonita, murió desnudo, descarnado, debatiéndose entre filas de dientes afilados que lo destrozaron; aquello fue demasiado para ella y estalló en sollozos contra su madre que la acogió, adivinando por quién Zoé se atrevía por fin a expresar su terrible pena.
Hortense miró el papel sobre el que su madre había impreso el texto que debía leer y suspiró, ¡otra de las ideas de mamá! Como si tuviera ánimos para leer poesía. En fin… Escuchó hasta el final el cuarteto de cuerda de Mozart, y cuando llegó el momento en que debía leer el poema de Clément Marot, comenzó con voz temblorosa, cosa que detestó:
Ya no soy el que fui…
Tosió, cogió un poco de aplomo. Y continuó valiente:
Ya no soy el que fui
Y ya no sabré jamás serlo
Mi hermosa primavera y mi verano
Dan el salto en la ventana.
Amor, siempre fuiste mi señor,
Te serví bajo todos los dioses.
Ay, si pudiera dos veces nacer.
¡Cómo te serviría mejor!
Y entonces, la idea de que Iris podría levantarse del féretro, ir a sentarse entre ellos, reclamar una copa de champán, ponerse unas botas altas y completarlas con un pequeño top rosa fucsia de Christian Lacroix, estalló en sollozos. Lloró, furiosa, de pie, los brazos tendidos hacia delante como si intentara rechazar los litros de lágrimas que la devastaban. ¡Es culpa suya todo esto! ¡Esta puesta en escena macabra! Estamos aquí como imbéciles, lloriqueando en el fondo de una cripta siniestra, lamentándonos, recitando versos y escuchando a Mozart. ¡Y el otro, que me mira con sujeta entristecida de gran memo! ¡Ay! ¡Lo va a empeorar! No va a hacer eso, va a venir hacia mí y…
Y se echó en los brazos de Gary, que la abrazó como quien lleva un ramo de flores, posó su cabeza sobre la cima de su cráneo y la estrechó con fuerza, con mucha fuerza diciendo, no llores, Hortense, no llores. Y cuanto más la abrazaba, más ganas de llorar tenía ella, pero era un llanto extraño, no se parecía para nada al llanto de Clément Marot, era un llanto por otra cosa que no conocía muy bien, pero que era más dulce, más alegre, llanto como una especie de felicidad, de alivio, de gran alegría que le retorcía el corazón, que la hacía reír y llorar a la vez, como si fuera demasiado grande, demasiado borroso, demasiado evanescente, algo reconfortante que atrapaba entre los dedos. Él estaba allí, sin estar, le tenía y no le tenía, una especie de reconciliación antes de otra separación, quizás, no lo sabía. Y no tenía ganas de dejar de llorar.
¡Y además, jolines! Ya lo analizaría más tarde, cuando tuviese tiempo, cuando hubiese terminado con todos esos llantos, esa tristeza ahogada en los pañuelos, esas narices enrojecidas, esos pelos mal peinados. Se repuso, inspiró y comprobó, furiosa, que no había llorado en su vida, que era su primera vez y que justo tenía que hacerlo en brazos de Gary, ¡ese traidor a sueldo de Charlotte Bradsburry! Se soltó de golpe, fue a sentarse al lado de su madre y la agarró firmemente por el brazo, haciendo ver a Gary que el momento ternura había terminado.
Anunciaron que iba a tener lugar la incineración. Que podían esperar fuera. Salieron disciplinadamente en fila. Joséphine de la mano de sus hijas, Philippe sosteniendo la de Alexandre. Henriette, sola, evitando cuidadosamente a Carmen, que permanecía detrás. Shirley y Gary cerraban la marcha.
Philippe había decidido dispersar las cenizas de Iris en el mar, delante de su casa en Deauville. Alexandre estaba de acuerdo. Joséphine también. Había avisado a Henriette que declaró: «El alma de mi hija no reside en una urna, puede hacer lo que quiera con ella. En cuanto a mí, me voy a casa… Ya no tengo nada que hacer aquí». Carmen hizo lo mismo tras haberse derrumbado en brazos de Philippe, que le prometió que seguiría ocupándose de ella. Besó a Joséphine y se retiró como una sombra desolada por la avenida del cementerio.
Shirley y Gary fueron a visitar las tumbas. Gary quería ver las de Oscar Wilde y Chopin. Fueron con Hortense, Zoé y Alexandre.
Philippe y Joséphine se quedaron solos. Se sentaron en un banco, al sol. Philippe le había cogido la mano a Joséphine y la acariciaba suavemente en silencio.
—Llora, mi amor, llora. Llora por la vida que llevó, ya que hoy ha encontrado la paz.
—Lo sé. Pero no puedo evitarlo. Voy a necesitar tiempo para hacerme a la idea de que no la volveré a ver. La busco por todas partes. Tengo la impresión de que va a aparecer y se va a reír de nosotros y de nuestra cara triste.
Una mujer rubia, de cierta edad, caminaba hacia ellos. Llevaba sombrero, guantes y un traje sastre bien cortado.
—¿La conoces? —preguntó Philippe entre sus labios.
—No. ¿Por qué?
—Porque me parece que va a hablarnos…
Se incorporaron y la mujer llegó ante ellos. Parecía muy digna. Su rostro arrugado revelaba noches en vela y las comisuras de su boca caían como hilillos tristes.
—¿Señora Cortès? ¿Señor Dupin? Soy la señora Mangeain-Dupuy, la madre de Isabelle…
Philippe y Joséphine se levantaron. Ella les hizo seña de que no era necesario.
—He leído la esquela en Le Monde y quería decirles…, en fin, no sé cómo… Es un poco delicado… Quería decirles que la muerte de su hermana, señora, la de su mujer, caballero, no ha sido inútil. Ha liberado a una familia… ¿Puedo sentarme? Ya no soy una jovencita y estos acontecimientos me han agotado…
Philippe y Joséphine se echaron a un lado. Ella se sentó sobre el banco y ellos se colocaron a su lado. Ella posó sus manos enguantadas sobre su bolso. Levantó el mentón y, mirando fijamente al recuadro de césped que tenía delante, comenzó lo que debía ser una larga confesión, que Joséphine y Philippe escucharon sin interrumpirla, pues el esfuerzo que hacía esa mujer para hablar les parecía inmenso.
—Mi visita debe de parecerles descabellada, mi marido no quería que viniese, cree que mi presencia está fuera de lugar, pero me parece que es mi deber de madre y abuela realizar este acto…
Había abierto su bolso. Sacó de él una foto, la misma que Joséphine había visto en la pared del dormitorio de los Lefloc-Pignel: la foto de la boda de Hervé Lefloc-Pignel y de Isabelle Mangeain-Dupuy. La secó con el dorso de la mano enguantada y empezó a hablar.
—Mi hija, Isabelle, conoció a Hervé Lefloc-Pignel en el baile de la X, en la Ópera. Tenía dieciocho años, él veinticuatro. Ella era bonita, inocente, acababa de aprobar el bachillerato y no se creía ni hermosa ni inteligente. Tenía un terrible complejo de inferioridad frente a sus dos hermanas mayores que habían realizado brillantes estudios. Enseguida se enamoró muchísimo de él y, también enseguida, quiso casarse. Cuando nos lo contó, la pusimos en guardia. Voy a ser franca, no veíamos esa unión con buenos ojos. No precisamente por culpa de los orígenes de Hervé, no se equivoquen, sino porque nos parecía oscuro, difícil, extremadamente susceptible. Isabelle no quiso escucharnos y hubo que consentir esa unión. La víspera de la boda, su padre le suplicó por última vez que renunciara. Entonces ella le dijo a la cara que, aunque él tenía miedo de que hiciese un mal casamiento, a ella le importaba un bledo si él hubiera nacido en una chabola o en un palacio. Esas fueron sus palabras exactas… No insistimos más. Aprendimos a disimular nuestros sentimientos y le acogimos como nuestro yerno. El hombre era brillante, es verdad. Difícil, pero brillante. En un momento dado supo sacar el banco familiar de un terrible aprieto y a partir de ese día, lo tratamos como a un igual. Mi marido le ofreció la presidencia del banco y mucho dinero. Se relajó, parecía feliz, sus relaciones con nosotros fueron más fluidas, Isabelle resplandecía. Estaba encinta de su primer hijo. Parecían muy enamorados. Fue una época bendita. Nos arrepentimos de haber sido tan… conservadores, tan desconfiados con él. Hablábamos a menudo cuando estábamos solos, mi marido y yo, de ese giro de la situación. Y después…
Se interrumpió, emocionada, y su voz se puso a temblar.
—… Nació el pequeño Romain. Era un bebé muy hermoso. Se parecía terriblemente a su padre, que estaba loco por él. Y… ocurrió el drama que ustedes seguramente conocen… Isabelle había dejado la silla de bebé de Romain sobre la calzada de un aparcamiento subterráneo, el tiempo justo para guardar unas compras… Fue un drama horrible. Fue el padre el que recogió al pequeño Romain y le llevó al hospital. Era demasiado tarde. De la noche a la mañana, cambió. Se encerró en sí mismo. Tenía terribles ataques de cólera. Casi no venía a vernos. Mi hija, a veces. Pero cada vez menos… Nos decía simplemente que él pensaba que estaba «maldito», que la pesadilla volvía a empezar, pero la pesadilla, fue ella la que acabó sufriéndola. Creo que se sintió terriblemente culpable, que se creyó responsable de la muerte del pequeño Romain, y que nunca se lo perdonó. Había sido educada en la fe cristiana y pensaba que debía expiar su falta. Vimos cómo se apagaba poco a poco. Sospecho que tomaba calmantes, que abusaba de ellos, vivía en una especie de terror permanente. El nacimiento de sus otros hijos no cambió nada. Un día, ella pidió ver a su padre, le dijo que quería marcharse, que su vida se había convertido en un calvario. Le contó la historia de los colores, lunes verde, martes blanco, miércoles rojo, jueves amarillo, la estricta observación de las consignas que él había dictado. Añadió que podía soportarlo todo, pero no quería que aquella infelicidad cayera sobre sus hijos. Cuando Gaétan, para rebelarse, se puso un jersey escocés —un jersey que debió de pedir prestado a un amigo—, fue atrozmente castigado y la familia entera con él. Isabelle estaba prácticamente agotada. Temía continuamente algún incidente, vivía al borde del ataque de nervios, temblaba ante la menor pequeñez. Mi marido, ese día, le dio una respuesta de la que después se arrepintió. Le dijo: «Tú lo quisiste y lo tuviste, te habíamos avisado», y peor aún, intentó hablar con Hervé: «Isabelle quiere dejarle, ¡ya no puede más! ¡Domínese!». Creo que esas palabras fueron dinamita. Se sintió rechazado por su mujer, debió de pensar que iba a perder a sus hijos; creo que a partir de ese día se volvió realmente loco. En el banco nadie se daba cuenta de nada. Seguía siendo igual de eficaz y mi marido no quería pasarse sin él. Se había jubilado y estaba contento de tener a su yerno en su puesto. Eso contentaba a todo el mundo: a mi marido, a las hermanas de Isabelle y a los otros socios que se apoyaban en él y recogían los dividendos. Se comentaban sus manías inquietantes, pero ¿quién no tiene pequeñas manías, al fin y al cabo?
Hizo una pausa, levantó un mechón del moño que sobresalía y lo volvió a poner en su sitio, alisándolo con los dedos.
—Cuando nos enteramos de lo que había pasado, evidentemente, pensé en ustedes, pero sobre todo, sobre todo me sentí liberada de un gran peso… ¡E Isabelle! Entró en mi habitación, tuvo tiempo de decirme: «¡Soy libre, mamá, soy libre!», y se derrumbó. Estaba agotada. Hoy está en manos de un psiquiatra… Los dos chicos se sintieron también aliviados. Detestaban a su padre al que sin embargo nunca denunciaron. Con Domitille va a ser más complicado. Se ha convertido en una chiquilla problemática, perturbada. Va a necesitar tiempo. Tiempo y mucho amor. Eso es lo que quería decirles, lo que quería que supiesen. Su mujer, señor, y su hermana, señora, no ha partido en vano. Ha salvado una familia.
Se levantó tan mecánicamente como se había sentado. Sacó una carta del bolso, y se la dio a Joséphine:
—Es de Gaétan, me ha encargado dársela a usted…
—¿Qué va a hacer ahora? —murmuró Joséphine, estremecida por la larga confesión.
—Los hemos inscrito a todos en un excelente colegio privado en Rouen. Con el apellido de su madre. La directora es amiga mía. Podrán tener una educación normal sin ser el blanco de todos los cotilleos. Mi hija va a recuperar su apellido de soltera. Desea que los niños cambien también de apellido. Mi marido tiene contactos, no debería plantear problemas. Les agradezco haberme escuchado y les ruego perdonen la extrañeza de mi cometido.
Les hizo una pequeña señal con la cabeza y se alejó como había venido, pálida silueta de otro tiempo, mujer fuerte y sumisa a la vez.
—¡Que mujer tan extraña! —susurró Philippe—. Rígida, fría y, sin embargo, atenta. La Francia de las Grandes Familias de antaño. Todo va a volver a estar en orden. En qué orden, no lo sé. Me gustaría saber en qué se convertirán sus hijos…, para ellos va a ser más complicado. El regreso al orden no bastará.
—Philippe, no se lo digas a nadie, pero creo que vivimos en un mundo de locos…
Fue entonces cuando leyó el nombre en el sobre que le había entregado la madre de Isabelle Mangeain-Dupuy.
Era una carta de Gaétan para Zoé.
* * *
Al día siguiente, se reunieron todos en la suite del hotel Raphäel. Philippe había hecho subir unos sandwiches club, Coca Cola y una botella de vino tinto.
Hortense y Gary se rozaban, se evitaban, se atraían, se rechazaban. Hortense espiaba el móvil de Gary. Él le proponía salir, ir al cine, ella respondía: «Por qué no», pero entonces, el teléfono sonaba, Él respondía, era Charlotte Bradsburry. Su voz cambiaba, Hortense se detenía en el umbral de la puerta, le lanzaba una mirada furiosa y decía que ya no quería ir al cine.
—¡Venga! ¡Eres tonta! ¡Vamos! —decía él tras haber colgado.
—¡Ya no tengo ganas! —decía ella, huraña.
—Yo sé por qué —sugería él, sonriendo—. ¡Estás celosa!
—¿De ese vejestorio? ¡Jamás en la vida!
—Entonces vamos al cine… ¡Si no estás celosa!
—Estoy esperando una llamada de Nicholas… y después, ya veré.
—¿De ese pingüino?
—¿Estás celoso?
Joséphine y Shirley se reían a escondidas.
Philippe propuso a Alexandre y a Zoé ir a ver la vidriera del Grand-Palais.
—¡Yo voy! —dijo Hortense, ignorando a Gary, que atrapó la invitación al vuelo y la siguió.
—¡Por fin solas! —exclamó Shirley cuando se marcharon—. ¿Y si pidiéramos otra botella de este excelente vino?
—¡Vamos a coger una trompa!
Shirley descolgó el teléfono, pidió que le subiesen la misma botella y, volviéndose hasta Joséphine, añadió:
—¡Es la única forma de hacerte hablar!
—¿Hablar de qué? —dijo Joséphine lanzando al aire sus zapatos—. No diré nada. ¡Incluso bajo la tortura de un buen vino!
—Estás radiante… ¿Es Philippe?
Joséphine posó dos dedos sobre su boca para indicar que no diría nada.
—¿Vais a vivir juntos el año que viene?
Ella miró a Shirley y sonrió.
—Entonces ¿vais a vivir juntos?
—Aún es muy pronto… Alexandre tiene que acostumbrarse.
—Y Zoé.
—Zoé también. Es preferible que siga una temporada a solas con ella. Iremos a Londres los fines de semana o ellos vendrán a París. Ya veremos.
—¿Ella volverá a ver a Gaétan?
—Le llamó ayer. Le aseguró que para ella seguía siendo Gaétan, quien hacía dar saltos a su corazón, que Rouen no estaba tan lejos de París, ¡y que yo era una madre más bien enrollada!
—No se equivoca. ¿Y él?
—Lo de él es menos color de rosa. Tiene mucho miedo de parecerse a su padre y volverse loco. No duerme, tiene pesadillas terribles. Su abuela le ha mandado al psicólogo…
—Pues el psicólogo va a tener que encargarse de toda la familia…
Llamaron a la puerta y un camarero trajo la botella de vino. Shirley sirvió un vaso a Joséphine, brindaron.
—Por nuestra amistad, my friend, dijo Shirley. ¡Que siga siendo siempre bella y tierna y dulce y fuerte!
Joséphine iba responder cuando sonó el teléfono. Era el inspector Garibaldi, Le informaba de que podía volver a su piso.
—¿Ha encontrado usted algo?
—Sí. Un diario que escribía su hermana…
—¿Puedo leerlo? Me gustaría comprender.
—Lo he mandado esta mañana al hotel, le pertenece. Ella había pasado a otro mundo… Lo comprenderá leyéndolo.
Joséphine llamó a recepción. Enseguida le subieron un sobre.
—¿Te molesta si lo leo ahora? —dijo a Shirley—. No voy a poder esperar. Me gustaría tanto comprender…
Shirley hizo la seña de que esperaría en la habitación vecina.
—No. Quédate conmigo…
Joséphine abrió el sobre, sacó una treintena de hojas y se hundió en ellas. A medida que leía, palidecía.
Tendió las hojas a Shirley, en silencio.
—¿Puedo? —preguntó Shirley.
Joséphine asintió y corrió al cuarto de baño.
Cuando volvió, Shirley había terminado y miraba fijamente al vacío. Joséphine fue a sentarse a su lado y posó la cabeza sobre su hombro.
—¡Es horrible! Cómo ha podido…
—Yo sé exactamente lo que ha sentido. Yo he conocido ese estado.
—¿Con el hombre de negro?
Shirley asintió. Permanecieron silenciosas, pasando y repasando las hojas, estudiando la elegante letra de Iris que, al final no era más que una serie de borrones sobre la hoja en blanco.
—Parecen borrones de colegial —dijo Joséphine.
—Es exactamente eso —dijo Shirley—. Él la redujo a un borrón y la infantilizó. Hay que tener una fuerza terrible para escapar a esa locura…
—¡Pero hay que estar loco para entrar en ella!
Shirley dirigió hacia ella un rostro marcado por una nostalgia extraña.
—Entonces yo también estuve loca…
—¡Pero tú has salido! ¡No te quedaste con ese hombre!
—¡A qué precio! ¡Pero a qué precio! Y todavía lucho todos los días para no volver a caer. ¡Ya no puedo dormir con un hombre sin morirme de aburrimiento de lo soso que me parece! Es una adicción, como la droga, el alcohol o el tabaco. No puedes prescindir de ello. Todavía sueño con ello. Sueño con esa dependencia total, con esa pérdida de conciencia de uno mismo, con esa voluptuosidad extraña hecha de espera, de dolor y de alegría, la sensación de cruzar cada vez la frontera… De llevar los límites hasta un peligro mortal. Ella caminó hacia su muerte, pero puedo asegurarte que caminó feliz, ¡feliz como ella no lo había sido antes!
—¡Estás loca! —gritó Joséphine separándose de su amiga.
—Me salvó Gary. El amor que sentía por Gary. Fue él quien me permitió salir del hoyo… Iris no era una madre.
—¡Pero tú eres normal! ¡Dime que eres normal! ¡Dime que no estoy rodeada de locos! —gritó Joséphine.
Shirley dejó caer una mirada extraña en la mirada enloquecida de pronto de Joséphine y murmuró:
—¿Quién es «normal», Jo? ¿Quién no lo es? Who knows? ¿Y quién decide la norma?
* * *
Joséphine se puso sus zapatillas de jogging y llamó a Du Guesclin. Estaba acostado delante de la radio y escuchaba TSF Jazz moviendo el trasero. Era su emisora de radio favorita. Se pasaba horas escuchándola. En las pausas publicitarias, partía a olisquear su escudilla o a echarse a los pies de Joséphine, ofreciéndole su vientre para que se lo rascara. Después volvía. Cuando una trompeta desafinaba en los agudos, se ponía las patas sobre las orejas y balanceaba la cabeza dolorosamente.
—¡Venga, Du Guesclin, nos vamos!
Tenía que moverse. Tenía que ir a correr. Presionarse, forzar su cuerpo, el rodillo de dolor que la aplastaba. No quería arriesgarse a morir de nuevo. Pero ¿cómo es posible? ¿Cómo me puede doler tanto cada vez? No me curaré nunca, nunca.
¡Menos mal que estás aquí, tú! Con tu cara de bandido herido, murmuró a Du Guesclin. Cuando la gente se acercaba a ella y preguntaba con tono de sorpresa: «¿Es su perro?», queriendo decir: «¿Lo ha elegido usted tan negro, tan pesado, tan feo?», ella se rebelaba y decía: «¡Es MI perro y no quiero otro!». Aunque no tenga cola, tenga una oreja rota, un ojo seco, tenga calvas en algunos sitios, esté cosido a cicatrices, tenga el cuello grueso y la cabeza hundida en los hombros. No conozco otro más hermoso. Du Guesclin se pavoneaba, orgulloso de haber sido defendido con tanta determinación, y Joséphine decía: «Ven, Du Guesclin, esa gente no tiene ni idea».
Debe ser siempre así cuando se ama. Sin condiciones. Sin juzgar. Sin establecer criterios, preferencias.
Yo no era lo bastante buena, ¿verdad? Nunca soy lo bastante buena. No lo bastante, no lo bastante, no lo bastante… Esa cantinela me ha amargado mi infancia, me ha amargado mi vida de mujer y se prepara a sabotear mi amor.
Poco después de la muerte de Iris, había llamado a Henriette. Le había pedido si era posible encontrar fotos de Iris y ella cuando eran niñas. Quería enmarcarlas. Henriette había respondido que sus fotos estaban en el trastero, que no tenía tiempo de ir a buscarlas y ordenarlas.
—Y de hecho, Joséphine, creo que es preferible que no me llames más. Ya no tengo hija. Tenía una y la he perdido.
Y la rompiente de olas la había aplastado, se la había llevado, la había lanzado a alta mar, hacia una muerte segura. Desde entonces, todo estaba borroso. Perdía pie. Nada ni nadie podía salvarla. Sólo podía contar con ella, con sus fuerzas para poder salvarse.
Esa mujer, su madre, tenía la capacidad absoluta de matarla cada vez. Tener una madre que no te quiere no tiene cura. Te crea un agujero en el corazón y hace falta muchísimo amor para llenarlo. Nunca estás satisfecho, siempre dudas de ti mismo, te dices que no eres agradable, que no vales un pimiento.
Quizás Iris sufría también ese mal… Quizás fue por esa razón por la que corrió hacia esa locura de amor. Lo aceptó todo, lo sufrió todo, él me quiere, decía, ¡me quiere! Creía haber encontrado un amor que llenaba el pozo sin fondo.
Yo, Du Guesclin, ¿qué quiero yo? Ya no lo sé. Sé del amor de mis hijas. El día de la cremación estábamos unidas, con las manos entrelazadas, y es la primera vez que sentí que las tres éramos una. Me gustó esa operación aritmética. Ahora, tengo que aprender a amar a un hombre.
Philippe se había marchado y ahora le tocaba ser la silenciosa. Al partir había dicho: «Te esperaré, Joséphine, ¡tengo todo el tiempo del mundo!», y la había besado suavemente, apartando los mechones de su pelo, como si apartara los mechones de una ahogada.
«Te esperaré…».
Ya no sabía si sabía nadar.
Du Guesclin vio sus zapatillas de jogging y ladró. Ella sonrió. Él se levantó con la gracia de una foca tumbada en un banco de hielo.
—¡Estás realmente gordo, eh! ¡Tienes que moverte un poco!
Dos meses sin correr, no es extraño que empiece a acumular grasa, parecía decir estirándose.
En la planta de los Van den Brock, se cruzaron con la señora de una agencia que enseñaba el piso. «A mí no me gustaría instalarme en el piso de un asesino, declaró Joséphine a Du Guesclin, ¡quizás no les han dicho nada!». Al dragar el estanque del bosque de Compiégne, los hombres rana habían encontrado tres cuerpos de mujer en bolsas de basura lastradas con piedras. El inspector Garibaldi le había informado de que había dos tipos de víctimas: las que abandonaban en la vía pública y las que tenían derecho a un «tratamiento especial». Como Iris. Estas últimas, en su mayoría, eran «preparadas» por Lefloc-Pignel que las «ofrecía» después a Van den Brock, según un ritual de purificación ideado por los dos hombres. Van den Brock esperaba en prisión que le juzgaran. La instrucción estaba abierta. Había tenido lugar la confrontación con el agricultor y la recepcionista del hotel quienes, ambos, le habían reconocido. Él continuaba negándolo, diciendo que sólo había sido un testigo y que no había podido impedir la locura asesina de su amigo. La noche del crimen había burlado la vigilancia del policía encargado de seguirle, y había entrado en un coche de alquiler que había aparcado a quinientos metros de su casa. ¡Si a eso no se le llama premeditación!, se indignó Joséphine. Además, había dejado su propio coche, a la vista, delante de su casa. El policía no había visto nada. El juicio tendría lugar en dos o tres años. Entonces habría que revivir la pesadilla…
* * *
Era otoño y las hojas adquirían un tono dorado. ¡Un año ya! Un año que doy vueltas alrededor de este lago. Hace un año, iba a ver a Iris a la clínica y deliraba, acusándome de haberle robado su libro, a su marido y a su hijo. Sacudió la cabeza para librarse de esa idea, afín con el color negro de los troncos de los árboles desnudos por los primeros fríos. Un año también desde que creí percibir a Antoine en el metro. Era un sosia. Y también hace un año, daba vueltas alrededor del lago temblando al lado de Luca, el indiferente. Empezó a llover y Joséphine aceleró el paso.
—¡Ven, Du Guesclin! Vamos a jugar a pasar a través de las gotas…
Hundió la cabeza entre los hombros, bajó los ojos para estar pendiente de que los pies no derraparan sobre un pedazo de madera, y no se dio cuenta de que Du Guesclin ya no la seguía. Continuó corriendo, los codos pegados, forzando el cuerpo, forzando los brazos y las piernas para luchar contra las olas, forzando su corazón a tener más músculo y a ser más fuerte.
Marcel le enviaba flores cada semana con una notita, «aguanta, Jo, aguanta, estamos aquí y te queremos…». Marcel, Josiane, Júnior, ¿una familia nueva que no da puñaladas en el corazón?
Cuando se detuvo, buscó a Du Guesclin con la mirada y lo vio muy lejos, detrás de ella, sentado, el hocico apuntando al horizonte.
—¡Du Guesclin! ¡Du Guesclin! ¡Vamos! ¡Ven! ¿Qué haces?
Dio palmadas, silbó El puente sobre el río Kwai, su canción favorita, golpeó con el pie, repitiendo Du Guesclin, Du Guesclin, a cada golpe de talón en el suelo. No se movía. Volvió atrás, se arrodilló cerca de él y le dijo al oído:
—¿Estás enfermo? ¿Estás enfadado?
Él miraba a lo lejos y sus fosas nasales se movían con ese ligero temblor que decía «no me gusta lo que veo, no me gusta lo que se anuncia en el horizonte». Ella estaba acostumbrada a sus estados de ánimo. Era un perro delicado que rechazaba el salchichón si no le quitaban la piel. Intentó razonar con él, le tiró del collar, le empujó. Él permanecía allí, testarudo. Entonces ella se incorporó, escrutó la orilla del lago tan lejos como llegaba su mirada y vio… al hombre que caminaba con paso militar, envuelto en bufandas. ¿Cuánto tiempo llevaba sin verle?
Du Guesclin gruñó. Sus ojos se entrecerraron en dos lanzas puntiagudas y Joséphine susurró: «¿No te gusta ése?». Él gruñó aún más fuerte.
No tuvo tiempo de interpretar la respuesta: el hombre estaba ante ellos. Ya no llevaba las bufandas alrededor del cuello y mostraba un rostro regordete, bastante afable. Había debido de abusar de un producto bronceador, porque tenía rayas naranja en el cuello. Mal repartido, mal repartido, se dijo Joséphine, pensando que estaban en noviembre y que aquello era una coquetería inútil.
—¿Es su perro? —preguntó señalando con el dedo a Du Guesclin.
—Es mi perro y es muy guapo.
El hombre sonrió con expresión divertida.
—No es la palabra que utilizaría para describir a Tarzán.
¿Tarzán? ¡Qué nombre más ridículo para un perro de carácter noble! ¿Tarzán, el hombre en calzoncillos que salta de rama en rama, soltando gritos y comiendo plátanos? ¿Ese prototipo de buen salvaje reinterpretado por Hollywood y por las ligas de la virtud?
—No se llama Tarzán, se llama Du Guesclin.
—No. Le conozco y se llama Tarzán.
—Ven, Du Guesclin, nos largamos —ordenó Joséphine.
Du Guesclin no se movió.
—Es mi perro, señora…
—Nada de eso. Es mi perro.
—Se escapó hace unos seis meses.
Joséphine se sintió turbada. Fue en esa época cuando adoptó a Du Guesclin. No sabiendo qué más decir, dijo:
—¡No tenía que haberle abandonado!
—No le abandoné. ¡Me lo traje del campo donde vivía la mayor parte del tiempo y huyó!
—¡Nada prueba que es suyo! No estaba tatuado, ni tenía medalla…
—Puedo presentar testigos y todos le dirán que ese perro me pertenece. Vivió dos años en mi casa, en Montchauvet, calle del Petit-Moulin, 38… Era un buen perro guardián. Unos ladrones lo maltrataron, pero se batió como un león y no pudieron robar nada de la casa. ¡A partir de entonces le bastaba con aparecer para hacer cambiar de opinión a los más decididos!
Joséphine sintió cómo sus ojos se llenaban de lágrimas.
—¡A usted le da igual que le desfiguraran completamente!
—Es su trabajo como perro guardián. Lo elegí por eso.
—¿Y por qué viene usted a pasear por aquí, si vive en el campo?
—La encuentro a usted muy agresiva, señora…
Joséphine se calmó. Tenía tanto miedo de que se llevara a Du Guesclin, que estaba dispuesta a morder.
—Compréndalo —dijo con un tono más conciliador—, lo quiero tanto y estamos tan bien juntos… Yo, por ejemplo, no lo ato nunca y me sigue a todos lados. Conmigo escucha jazz, se tumba de espaldas y yo le froto el vientre, le digo que es guapo y cierra los ojos de placer, y si dejo de acariciarle o de susurrarle cumplidos, roza mi mano dulcemente para que continúe. No puede usted llevárselo, es mi amigo. He pasado momentos muy duros y él ha estado a mi lado en todo momento. Cuando lloraba, él aullaba y me daba pequeños lengüetazos, así que compréndalo, si usted se lo lleva, sería terrible para mí y no podré, no, no podré…
Y entonces la ola habría ganado…
Du Guesclin gemía para subrayar la veracidad y la sinceridad de sus argumentos, y el hombre bajó la guardia.
—Para responder a su pregunta indiscreta, señora, sepa que escribo. Letras de canciones, libretos para óperas modernas. Trabajo con un músico que tiene su estudio en la Muette y siempre que he de encontrarme con él, me concentro antes, caminando alrededor del lago. Es un ritual. No quiero que nadie me moleste. Tengo cierta notoriedad.
Le concedió un momento a Joséphine para que tuviese el placer de reconocerle. Pero como ella no manifestaba ninguna deferencia particular, prosiguió, ligeramente molesto:
—Me tapaba para no ser molestado. No traía nunca a Tarzán conmigo porque temía que me distrajera. Lo perdí en París el día que quise confiárselo a una amiga. Me iba a Nueva York para asistir a la grabación de una comedia musical en Broadway. Huyó y no tuve tiempo para buscarle. Imagínese mi sorpresa al verlo esta mañana…
—Si viaja usted mucho, está mejor conmigo…
Du Guesclin emitió un ligero jadeo que significaba que estaba de acuerdo. El hombre le miró y declaró:
—¿Sabe lo que vamos a hacer? Yo le hablaré, usted le hablará y después nos iremos cada uno en dirección contraria y veremos a quién sigue.
Joséphine reflexionó, miró a Du Guesclin, pensó en los seis meses que acababan de pasar juntos. Valían lo mismo que los dos años que había sufrido junto al hombre abrigado, ¿no? Y además será una señal, si me elige a mí. Una señal de que soy amable, de que vale la pena acostumbrarse a mí, de que no he sido engullida por la ola.
Ella respondió que estaba de acuerdo.
El hombre se agachó cerca de Du Guesclin, le habló a media voz. Joséphine se alejó y les dio la espalda. Ella llamó a su padre, le dijo ¿estás ahí?, ¿velas por mí? Entonces haz que Du Guesclin no se convierta en Tarzán, el del plátano. Haz que otra vez atraviese la rompiente de olas, que vuelva a la orilla…
Cuando se volvió, vio que el hombre sacaba de un paquete una galletita de naranja, se la daba a oler a Du Guesclin que salivó, dejando caer dos hilos de baba transparente, después el hombre hizo una seña a Joséphine, de que era su turno para hablar con Du Guesclin.
Joséphine lo tomó en sus brazos y le dijo muy bajo: «Te quiero, gordito, te quiero con locura y yo soy mucho mejor que una galleta de naranja. Él te necesita para cuidar de su hermosa casa, de su hermosa tele, de sus hermosas obras de arte, de su hermoso césped, de su hermosa piscina, yo te necesito para que me cuides a mí. Piénsatelo bien…».
Du Guesclin seguía salivando, y continuaba mirando al hombre que agitaba el paquete en su mano para recordarle la galleta prometida.
—No está bien lo que hace —dijo Joséphine.
—¡Cada cual sus armas!
—¡No me gustan las suyas!
—No empiece de nuevo a insultarme, si no ¡me llevo a mi perro!
Se volvieron los dos como dos duelistas y avanzaron en direcciones opuestas. Du Guesclin permaneció sentado un largo instante, olisqueando la galleta de naranja que se alejaba, se alejaba. Joséphine no se volvió.
Apretó los puños, rezó a todas las estrellas del Cielo, a todos sus ángeles guardianes colgados del mango de la Gran Cacerola, para que empujasen a Du Guesclin hacia ella, para hacerle olvidar el delicado perfume de la galleta de naranja. Te las compraré mucho mejores yo, gruesas, planas, rellenas, crujientes, heladas, cubiertas, esponjosas, las inventaré sólo para ti. Caminaba, el corazón encogido. No debo volverme porque si no le veré partir, correr detrás de una galleta de naranja, y entonces estaré aún más triste, más desesperada.
Se volvió. Vio a Du Guesclin, que se había reunido con el compositor de melodías para Broadway. Le seguía balanceándose, parecía feliz. La había olvidado. Le miró coger la galleta con la boca, tragársela de un bocado, rascar el paquete para obtener otra.
Nunca seré una mujer amable. No puedo competir siquiera contra una galleta de naranja. Soy penosa, soy fea, soy tonta, no doy la talla, no doy la talla, no doy la talla…
Encogió los hombros y se negó a asistir durante más tiempo al festín de Tarzán, el del plátano. Retomó la marcha a paso lento. Ya no tenía ganas de correr. De rodear, ágil, el agua oscura y los plumeros de bambú. Es absolutamente necesario que descubra razones de peso por las que no me ha elegido, si no voy a ponerme demasiado triste. Si no, la ola me habrá arrastrado para siempre… Habrá ganado.
Primero, no me pertenecía, tenía otras costumbres con ese amo, y la vida está hecha de costumbres más que de libre elección. Además, seguramente tenía ganas de quedarse conmigo, pero ha ganado su sentido del deber. No lo llamé Du Guesclin porque sí. Nació para defender un territorio, es fiel a su rey. Nunca ha traicionado. Nunca se ha cambiado de chaqueta para unirse al rey de Inglaterra. Hace honor a la tradición de su noble ancestro. No he depositado mi confianza en un traidor. En fin, no he respetado la naturaleza del guerrero. Le creí amable y dulce porque tenía la nariz rosa chicle, pero a él le hubiese gustado que le tratase como a un borrachín empedernido. Iba a hacer de él un alfeñique, ¡se ha marchado a tiempo!
Luchaba contra las lágrimas. No llorar, no llorar. Otra vez agua salada, otro naufragio. ¡Basta! Piensa en Philippe, te espera, te lo ha dicho. Ese hombre no lanza mensajes al viento. Pero ¿acaso es culpa mía si me invade la bruma, si todo se descompone antes de llegar hasta mí, si estoy anestesiada? ¿Es culpa mía que una no se cure de golpe, y que tenga que dedicarme a todas horas a curar heridas de la infancia? Du Guesclin me habría ayudado, eso seguro, pero tengo que aprender a curarme sola. Sólo a ese precio se hace una realmente fuerte…
Llegaba al pequeño muelle de alquiler de barcas, cuando escuchó un galope furioso a su espalda. Se apartó para dejar pasar al demente que la atropellaría si no tenía cuidado, levantó la nariz para ver al intrépido y lanzó un grito.
Era Du Guesclin. Corría hacia ella avanzando con sus patas alocadas, desordenadas, como si se muriera de miedo de no poder alcanzarla.
En la boca llevaba el paquete de galletas de naranja.